Después de referirnos a los iniciados precristianos
y sus misterios (aunque algo más diremos acerca de estos últimos), conviene
dedicar unas cuantas palabras a los adeptos de los primeros tiempos del
cristianismo, independientemente de sus personales creencias y doctrinas, y de
su consiguiente lugar en la historia, ya sagrada, ya profana. Nuestra tarea se
contraerá a analizar el adeptado con sus anormales taumatúrgicas o facultades
psicológicas, como ahora se dice; dando a cada adepto lo suyo, mediante el
examen de los recuerdos históricos a él concernientes y del estudio de la ley
de probabilidades en relación a dichas facultades.
Pero antes hemos de justificar lo
que hemos de exponer. Sería muy injusto ver en estas páginas desdén o
menosprecio respecto de la religión cristiana, y mucho menos el propósito de
herir ajenos sentimientos. El teósofo no cree en milagros divinos ni satánicos.
A través del tiempo transcurrido, puede tan sólo obtener pruebas fehacientes, y
juzgar de ellas por los resultados que se pretenden. Para él no hay santos ni
brujos ni profetas ni augures; sino tan sólo adeptos, u hombres capaces de
realizar hechos de carácter fenoménico, a quienes juzga por sus palabras y
acciones. La única distinción que actualmente le cabe hacer al teósofo depende de
los resultados obtenidos, según fueren beneficiosos o perjudiciales para
aquellos sobre quienes el adepto ejerció sus facultades. Además, el ocultista
ha de prescindir de la arbitraria división que los definidores de ésta o
aquella Religión hicieron de los llamados “milagros”. Los cristianos, por
ejemplo, tienen el debr religioso de considerar como santos inspirados por la
divinidad a los apóstoles Pedro y Pablo, y ver en Simón el Mago y Apolonio de
Tiana a nigromantes y hechiceros al servicio de supuestas potestades
diabólicas; y el que sea un cristiano ortodoxo sincero, queda completamente
justificado al sostener este punto de vista. Pero también el ocultista está
justificado, si quiere servir a la verdad, y sólo a la verdad, al rechazar tal
punto de vista unilateral. El estudiante de ocultismo no ha de profesar
determinada religión; si bien tiene el deber de respetar toda fe y creencia,
para llegar a ser adepto de la Buena Ley.
No debe supeditarse a los prejuicios
y opiniones sectarias de nadie; y ha de formar sus propias convicciones y
formular sus juicios de conformidad con las reglas de comprobación que le
proporcione la Ciencia a que se ha dedicado. Si el ocultista profesa, por
ejemplo, el buddhismo, al par que considera a Gautama Buddha como el mayor adepto
que haya existido, como la encarnación del amor inegoísta, de la caridad
inmensa y de la moral purísima; verá iluminado con la misma luz a Jesucristo,
considerándole como otra encarnación de todas las virtudes divinas. Venerará la
memoria del gran Mártir, aunque no le crea el Dios único humanado en la tierra
y el mismo “dios de dioses” en el cielo. Amará al hombre ideal por sus
personales virtudes, sin atender a encomios de antiguos fanáticos soñadores ni
a dogmatismos calculados teológicos. Creerá también en la mayor parte de los
“milagros” admitidos explicándolos de conformidad con su criterio psíquico y
las reglas de su ciencia.
Aunque rechace la palabra “milagro” en su acepción
teológica, o sea como suceso “contrario a las leyes de la naturaleza”, lo
considerará como una desviación de las leyes conocidas hasta hoy, lo cual es
muy distinto. Por otra parte, el ocultista echará de ver, desde luego, que los Evangelios clasifican muchos de tales
hechos, probados o no, como de naturaleza divina; y tendrá razón en tomar
algunos de ellos, como, por ejemplo, el de enviar los demonios a una piara de
puercos (1), en su sentido alegórico y no en el literal que es pernicioso para
la verdadera fe. Tal debe ser la mira del legítimo e imparcial ocultista. A
este respecto, los mismos musulmanes, que consideran a Jesús como un gran
profeta y por tal le respetan, dan con ello una hermosa lección de caridad a
los cristianos que enseñan y aceptan que “la intolerancia religiosa es impía y
absurda” (2) y que nunca dan al profeta del Islam otro título que el de “el
falso profeta”.
Así, pues, consideraremos a Pedro,
Simón, Pablo y Apolonio, desde el punto de vista de los principios del
ocultismo. Poderosas razones nos mueven a escoger estos cuatro adeptos; pues
según afirman obras sagradas y profanas, fueron los primeros del
postcristianismo que hicieron “milagros”, o fenómenos psíquicos y físicos.
Gazmoñería e intolerancia es dividir maliciosamente las dos armoniosas partes,
en manifestaciones distintas de magia divina y satánica, en “buenas” y “malas”
artes.
D.S TV
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