lunes, 29 de julio de 2019

ISIS SIN VELO T. I I - CAPÍTULO II





Las más potentes almas perciben intuitivamente la verdad y
son de más ingeniosa índole. Según el oráculo, estas almas
se salvan por su propio esfuerzo.

                                                                                                                 PROCLO.

Puesto que el alma evoluciona perpetuamente y en
determinado tiempo pasa a través de todas las cosas,
se ve luego precisada a retroceder por el mismo camino
y a proceder por el mismo orden de generación en el
                                                                                mundo, porque tantas cuantas veces se repiten las                                       causas, otras tantas han de repetirse los efectos.
  
                                                                                                                        FICIN: Oráculos caldeos.

Sin un fin peculiar es el estudio artificiosa
                                                                  frivolidad de la mente.

                                                                                                 YOUNG.


            
La ciencia escolástica nada ha comprendido de cuanto precede al momento en que se forma el embrión ni de lo que sigue después que el hombre baja a la tumba, pues ignora las relaciones entre espíritu, alma y cuerpo antes y después de la muerte. El mismo principio vital es intrincado enigma en cuya solución agotó infructuosamente el materialismo sus energías mentales. Ante un cadáver enmudece el escéptico si su discípulo le pregunta de dónde vino y adónde fue el morador de aquel cuerpo inerte. Por lo tanto, no tiene el discípulo más remedio que satisfacerse con la explicación de que el hombre procede del protoplasma o abandonar escuela, libros y maestro, para encontrar la explicación del misterio.
            
En ciertas ocasiones resulta tan interesante como instructivo observar de cerca las frecuentes escaramuzas entre la ciencia y la teología. Pero no todos los hijos de la Iglesia son tan desdichados en defenderla como el abate Moigno de París, quien, a pesar de sus buenas intenciones, fracasó en el empeño de refutar los librepensadores argumentos de Huxley, Tyndall, Du Bois-Raymond y otros tantos, para recibir en recompensa la inclusión de su obra en el índice de libros prohibidos por Roma.
            Es muy peligroso aventurarse sin ayuda en una polémica con los científicos sobre cuestiones evidenciadas por la experimentación, porque en los asuntos que conocen (mientras no los mudan por otros), son invulnerables como Aquiles, a menos que su contrincante les hiera en el talón. Sin embargo, ni aun en el talón se creen los científicos vulnerables.

CONFERENCIA  DEL  P.  FÉLIX


Antes de entrar de lleno en la materia de este capítulo, demostraremos una vez más la incapacidad de la ciencia moderna para explicar cuanto no cae bajo el dominio de crisoles y retortas. Al efecto entresacaremos algunos pasajes de las conferencias que con el título de Misterio y ciencia dio el P. Félix en Nuestra Señora de París (1), inspiradas en el mismo espíritu predominante en la presente obra. El ingenioso predicador hirió en el talón a los científicos modernos, según puede colegirse de estas sus mismas frases:

Una temerosa palabra, la palabra CIENCIA, se nos echa encima para poner en pugna el progreso con el cristianismo. Con esta formidable evocación se intenta aterrarnos. A todo cuanto podamos decir nosotros para fundamentar el progreso en el crisitanismo, replican ellos invariablemente diciendo: “esto no es científico”. Si hablamos de revelación, la revelación no es científica; si de milagros, no es científico el milagro. Así pretende la impiedad, fiel a sus tradiciones, matarnos con el arma de la ciencia. Es principio de tinieblas y presume ser luz y promete iluminarnos...
            
Cien veces me pregunté qué viene a ser esa terrible ciencia que amenaza devorarnos. ¿Es la ciencia matemática? Pues nosotros también tenemos nuestros matemáticos. ¿Son la física, la astronomía, la fisiología y la geología? Pues también el catolicismo cuenta con físicos, astrónomos, fisiólogos y geólogos que no desempeñan mal papel en el mundo científico, que tienen sillón en las academias y nombradía en la historia. Según parece, lo que ha de acabar con nosotros no es tal o cual ciencia sino la ciencia en general.
            
¿Y por qué vaticinan la debelación del cristianismo por la ciencia? Pues porque enseñamos misterios y los misterios cristianos están en oposición con la ciencia moderna... Según ellos, el misterio es la negación del sentido común; la ciencia lo repugna; la ciencia lo condena; la ciencia ha hablado: ¡anatema!
            
Si el misterio cristiano fuese como pensáis, tendriais razón, y en nombre de la ciencia habría de recibir vuestro anatema, pues nada tan incompatible como la ciencia con el absurdo y la contradicción. Pero en gloria y honor de la verdad, los misterios del cristianismo son cosa muy diferente de lo que suponéis, pues si lo fueran ¿cómo explicar que durante cerca de dos mil años los hayan venerado tantos y tan esclarecidos talentos y genios sin que se les ocurriera renegar de la ciencia ni abdicar de la razón (3)? Por mucho que encomiéis la ciencia moderna y el pensamiento moderno y el genio moderno, lo cierto es que antes de 1789 había ya sabios. Si tan manifiestamente absurdos y contradictorios fuesen nuestros misterios, ¿cómo se comprende que tan poderosos genios los aceptaran sin asomo de duda? Pero líbreme Dios de insistir en la demostración de que el misterio no contradice a la ciencia. ¿De qué serviría probar con abstracciones metafísicas que la ciencia puede conciliarse con el misterio, cuando la creación entera demuestra incontrovertiblemente que el misterio por doquiera confunde a la ciencia? Yo declaro resueltamente que la ciencia no puede eludir el misterio, porque el misterio es la fatalidad de la ciencia.
            
¿Qué pruebas aduciremos? Miremos primeramente en torno del mundo material, desde el diminuto átomo al sol inmenso; y para formular la ley de la unidad en la diversidad a que armónicamente obedecen los cuerpos y movimientos siderales, pronunciáis la palabra atracción que compendia la ciencia de los astros. Decís vosotros que estos astros se atraen unos a otros en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias. Hasta ahora todo confirma esta ley que impera soberanamente en los dominios de la hipótesis y ha entrado en la categoría de axioma. Con toda mi alma rindo científico homenaje a la soberanía de la atracción y no seré yo quien intente eclipsar en el mundo de la materia una luz que se refleja en el del espíritu. El imperio de la atracción es evidente; es soberano; nos da en rostro. Pero ¿qué es la atracción?; ¿quién la ha visto?; ¿quién la ha palpado? ¿Cómo es que estos cuerpos mudos, sin sensibilidad ni inteligencia, ejercen inconsciente y recíprocamente la acción y reacción que los mantiene en equilibrio y armonía? La fuerza que atrae un sol a otro sol y un átomo a otro átomo ¿es acaso un medianero invisible que va de unos a otros? Pero entonces ¿quién es este medianero?; ¿de dónde dimana esta fuerza intermediaria que todo lo abarca y cuya acción no pueden eludir ni el sol ni el átomo? ¿Es o no esta fuerza algo distinto de los elementos recíprocamente atraídos? ¡Misterio! ¡Misterio!
            
Sí señores; esa atracción que tan esplendorosamente se manifiesta a través del mundo material es para vosotros misterio impenetrable; y sin embargo, ¿negaréis por ello su palpable realidad y su imperioso dominio?...
            
Por otra parte, advertid que los principios fundamentales de toda ciencia son tan misteriosos, que si negáis el misterio habréis de negar la ciencia misma. Imaginad la ciencia que os plazca, seguid el majestuoso vuelo de sus inducciones y en cuanto lleguéis a sus orígenes os encontraréis frente a frente de lo desconocido.
            
¿Quién es capaz de sorprender el secreto de la formación de un cuerpo o de la generación de un simple átomo? ¿Qué hay, no ya en el centro de un sol, sino en el centro de un átomo? ¿Quién ha sondeado el abismo de un grano de arena? Sin embargo, la ciencia estudia desde hace cuatro mil años el grano de arena, le da mil vueltas, lo divide y lo subdivide, lo tortura en sus experimentos, lo agobia a preguntas y le dice: ¿podré dividirte hasta lo infinito? Entonces, suspendida sobre el abismo, la ciencia titubea, vacila, se turba y confunde y desesperadamente exclama: nada sé. Pues si tan ignorantes estáis de la génesis e íntima naturaleza de un grano de arena ¿cómo podréis tener ni siquiera un vislumbre del ser viviente? ¿De dónde dimana la vida? ¿Cuándo empieza? ¿Qué la engendra y qué la mantiene?

           
¿Pueden los científicos redargüir al elocuente clérigo? Sin duda alguna el misterio les cerca por todos lados y el último reducto de Spencer, Tyndall o Huxley tiene grabadas en el frontis las palabras INCOMPRENSIBLE, AGNOSCIBLE.
            
La ciencia es comparable a un astro de brillante luz cuyos rayos atraviesan por entre una capa de negras y densas nubes. Si los científicos no aciertan a definir la atracción que mantiene unidas en concreta masa las partículas materiales de un guijarro, ¿cómo serán capaces de deslindar lo posible de lo imposible?
            
Además, ¿por qué habría de haber atracción en la materia y no en el espíritu? Si del éter densificado proceden por el incesante movimiento de sus moléculas las formas materiales, no es despropósito suponer que del éter sublimado dimanen las entidades espirituales, desde la monádica hasta la humana, en sucesiva evolución de perfeccionamiento. Basta la lógica para inferirlo así, aun prescindiendo de toda prueba experimental.

UN  DILEMA


Nada importa el nombre que los físicos den al principio que anima la materia, pues resulta algo distinto de la materia cuya sutileza escapa a la observación; y si admitimos que la materia está sujeta a la atracción, no es razonable substraer a la atracción el principio que la anima. Al colectivo testimonio de la humanidad en pro de la supervivencia del alma se añade el más valioso todavía de gran número de pensadores, en corroboración de que hay una ciencia del espíritu, no obstante la terquedad con que los escépticos le niegan dicho título. La ciencia del espíritu penetra los arcanos de la naturaleza mucho más hondamente que pueda presumir la filosofía moderna, nos enseña la manera de hacer visible lo invisible y nos revela la existencia de espíritus elementarios y la naturaleza y propiedades de la luz astral, por cuyo medio pueden comunicarse los hombres con dichos espíritus. Analicemos experimentalmente las pruebas y no podrán negarlas ni la ciencia ni la iglesia en uyo nombre tan persuasivamente hablaba el P. Félix.
            
La ciencia moderna está en el dilema de o reconocer la legitimidad de nuestras hipótesis o admitir la posibilidad del milagro. Pero el milagro supone, según los científicos, la infracción de las ordinarias leyes de la naturaleza, que si una vez se quebrantan, también pueden quebrantarse varias otras en sucesión indefinida, destruyendo la inmutabilidad de dichas leyes y el perfecto equilibrio del universo. Por lo tanto, no cabe negar, so culpa imperdonable de obstinación, la presencia entre nosotros de seres incorpóreos que en distintas épocas y países vieron no miles sino millones de personas, ni tampoco cabe achacar dichas apariciones a milagros, sin desbaratar los fundamentos de la ciencia. ¿Qué pueden hacer los científicos cuando despierten de su orgulloso ensimismamiento sino dilatar con nuevos hechos su campo de experimentación?
            
La ciencia niega la existencia del espíritu en el éter, al paso que la teología afirma la existencia de un Dios personal; pero los cabalistas sostienen que ni la ciencia ni la teología hablan con razón, sino que los elementos representan en el éter las fuerzas de la naturaleza y el espíritu es la inteligencia que las rige y gobierna. Las doctrinas cosmogónicas de Hermes, Orfeo, Pitágoras, Sankoniatón y Berocio, se fundan en el axioma de que el éter (inteligencia) y el caos (materia) son los primordiales y coeternos principios del universo. El éter es el principio mental que todo lo vivifica; el caos es un principio fluídico sin forma ni sensiblidad. De la unión de ambos nace la primera divinidad andrógina cuyo cuerpo es la materia caótica y cuya alma es el éter. Tal es la universal trinidad según el metafísico concepto de los antiguos que, discurriendo por analogía, vieron en el hombre, formado de materia e inteligencia, el microcosmos o minúscula reproducción del Cosmos.
            
Si comparamos esta doctrina con las especulaciones de la ciencia que se detiene en las lindes de lo desconocido y no tolera que nadie vaya más allá de sus pasos, o bien con el dogma teológico de que Dios creó el mundo de la nada como juego de prestidigitación, no podemos por menos de reconocer la superioridad lógica y metafísica de la doctrina hermética. El universo existe y existimos nosotros; pero ¿cómo apareció el universo y cómo aparecimos nosotros en él? Puesto que los científicos no responden a esta pregunta y los usurpadores del solio espiritual anatematizan por blasfema nuestra curiosidad, no tenemos más remedio que recurrir a los sabios cuya atención se empleó en este estudio siglos antes de que se condensaran las moléculas corporales de los filósofos modernos.
            
Dice la antigua sabiduría que el visible universo de espíritu y materia es la concreción plástica de la abstracción ideal, con arreglo al modelo trazado por la IDEA divina. Así pues, nuestro universo estaba latente de toda eternidad, animado por el céntrico sol espiritual o Divinidad suprema. Pero esta Divinidad suprema no plasmó su idea sino que la plasmó su primogénito.

EL  LIBRO  DE  LA  VIDA


Los antiguos sólo contaban cuatro elementos, pero consideraron el éter como el medio transmisor entre el mundo visible y el invisible y creyeron que su esencia estaba sutilizada por la presencia divina. Decían, además, que cuando las inteligencias directoras se apartaban del reino que respectivamente les correspondía gobernar, quedaba aquella porción de espacio en poder del mal. El adepto que se disponga a entrar en comunicación con los invisibles ha de conocer perfectamente el ritual y estar muy bien enterado de las condiciones requeridas por el equilibrio de los cuatro elementos de la luz astral. Ante todo ha de purificar la esencia y equilibrar los elementos en el círculo de omunicación, de modo que no puedan entrar allí los elementarios. Pero ¡ay del curioso impertinente que sin los debidos conocimientos ponga los pies en terreno vedado! El peligro le cercará en todo instante por haber evocado poderes que no es capaz de dominar y por haber despertado a centinelas que únicamente dejan pasar a sus superiores. A este propósito dice un famoso rosacruz: “Desde el momento en que resuelvas convertirte en cooperador del Dios vivo, cuida de no entorpecer su obra, porque si tu calor excede de la proporción natural, excitarás la cólera de las naturalezas húmedas, que se rebelarán contra el fuego central y éste contra ellas, de lo que provendría una terrible escisión en el caos. Tu mano temeraria perturbará la armonía y concordia de los elementos y las corrientes de fuerza quedarán infestadas de innumerables criaturas de materia e instinto. 

Los gnomos, salamandras, sílfides y ondinas te asaltarán, ¡oh imprudente experimentador!, y como son incapaces de inventar cosa alguna, escudriñarán las más íntimas reconditeces de tu memoria  para refrescar ideas, formas, imágenes, reminiscencias y frases olvidadas de mucho tiempo, pero que se mantienen indelebles en las páginas astrales del indestructible LIBRO DE LA VIDA”.
            
Todos los seres organizados, así del mundo visible como del invisible, existen en el elemento más apropiado a su naturaleza. El pez vive y respira en el agua; el vegetal aspira ácido carbónico que asfixia al animal. Unas aves se remontan hasta las más enrarecidas capas atmosféricas y otras no alzan su vuelo más allá de las densas. Ciertos seres necesitan la plena luz del sol y otros prefieren las penumbras crepusculares o las nocturnas sombras. De este modo, la sabia ordenación de la naturaleza adapta las formas vivientes a cada una de sus diversas condiciones y por analogía podemos inferir, no sólo que no hay en el universo punto alguno inhabitado y que cada ser viviente crece y vive en condiciones apropiadas a la índole y necesidades de su especialidad orgánica, sino además que también el universo invisible está poblado de seres adaptados a peculiares condiciones de existencia, pues desde el momento en que existen seres suprafísicos, forzoso es reconocer en ellos diversidad análoga a la que echamos de ver en los seres físicos y más distintamente entre los hombres encarnados, cuyas personalidades subsisten diferenciadas al desencarnar.
            
Suponer que todos los seres suprafísicos son iguales entre sí y actúan en un mismo ambiente y obedecen a las mismas atracciones magnéticas, fuera tan absurdo como pensar que todos los planetas tienen la misma topografía o que todos los animales pueden vivir anfibiamente y que a todos los hombres les conviene el mismo régimen dietético.
            
Muchísimo más razonable es creer que las entidades impuras moran en las capas inferiores de la atmósfera etérea cercanas a la tierra, mientras que las puras están a lejanísima distancia de nosotros. Así es que, a menos de contradecir lo que en ocultismo pudiéramos llamar psicomática, tan despropósito fuera suponer que todas las entidades extraterrenas están en las mismas condiciones de existencia, como que dos líquidos de diferente densidad indicaran el mismo grado en el hidrómetro de Baumé.
             
Dice Görres que durante su permanencia entre los indígenas de la costa de Malbar, les preguntó si se les aparecían fantasmas, a lo que ellos respondieron: “Sí se nos aparecen; pero sabemos que son espíritus malignos, pues los buenos sólo pueden aparecerse rarísimas veces. Los que se nos aparecen son espíritus de suicidas, asesinados y demás víctimas de muerte violenta, que constantemente revolotean a nuestro alrededor y aprovechan las sombras de la noche para aparecerse, embaucar a los tontos y tentar de mil maneras a todos”.
            
Porfirio relata algunos hechos repugnantes de autenticidad corroborada experimentalmente por los estudiantes de ocultismo. Dice así: “El alma  se apega después de la muerte al cuerpo en proporción a la mayor o menor violencia con que se separó de éste, y así vemos que muchas almas vagan desesperadamente en torno del cadáver y a veces buscan ansiosas los putrefactos restos de otros cadáveres y se recrean en la sangre recientemente vertida que parece infundirles por un momento vida material”.
            
Por su parte dice Jámblico: “Los dioses y los ángeles se nos aparecen en paz y armonía. Los demonios malignos lo revuelven todo sin orden ni concierto. En cuanto a las almas ordinarias se nos aparecen muy raramente”.

OPINIÓN  DE  APULEYO


A esto añadiremos el siguiente pasaje de Apuleyo: “El alma humana es un demonio al que en nuestro lenguaje podemos llamar genio. Es un dios inmortal, aunque ha nacido en cierto modo al mismo tiempo que el cuerpo en que habita. Por consiguiente, podemos decir que muere en el mismo sentido que decimos que nace. El alma nace en este mundo después de salir de otro mundo (anima mundi) en que tuvo precedente existencia. Así los dioses juzgan de su comportamiento en todas las fases de sus varias existencias y algunas veces la castigan por pecados cometidos en una vida anterior. Muere luego de separada del cuerpo en que ha cruzado la vida como en frágil barquichuelo y ésta es, según creo, la oculta significación de aquel epitafio tan comprensible para el iniciado: A los dioses manes que vivieron. Pero esta especie de muerte no aniquila al alma, sino que la transforma en larva, es decir, los manes o sombras llamados lares en quienes honramos a las divinidades protectoras de la familia cuando se mantienen en actitud benéfica; pero cuando sus crímenes los condenan a errar se convierten en larvas y son el azote de los malos y el vano terror de los buenos”.
            
Tan explícitamente se expresa Apuleyo en este punto, que los reencarnacionistas apoyan en su autoridad la doctrina de que el hombre pasa por sucesivas existencias en este mundo hasta eliminar todas las escorias de su naturaleza inferior. Dice Apuleyo claramente que el hombre viene a este mundo procedente de otro cuyo recuerdo se ha borrado de su memoria. Así como de conformidad con el principio exonómico de la división del trabajo pasa un reloj de operario en operario hasta completar todas las piezas de su máquina en acabado ajuste, según el plan previamente trazado en la mente del mecánico, así también nos dice la filosofía antigua que el hombre concebido en la mente divina va tomando forma poco a poco en los diversos talleres de la fábrica del universo hasta culminar su perfección.
            
La misma filosofía nos enseña que la naturaleza nunca deja nada imperfecto, y si fracasa en el primer intento, lo reitera hasta triunfar. Cuando se desenvuelve un embrión humano, el plan de la naturaleza es que produzca un hombre físico, intelectual y espiritualmente perfecto. El cuerpo ha de nacer, crecer y morir; la mente ha de educirse, robustecerse y equilibrarse; el espíritu ha de iluminar mente y cuerpo de modo que con él se identifiquen. Todo  humano ha de recorrer el “círculo de necesidad” para llegar al término de su perfección. Así como los rezagados en una carrera se afanan tan sólo al principio, mientras que el vencedor no para hasta alcanzar la meta, así también en la carrera del perfeccionamiento hay espíritus que se adelantan y llegan a la meta cuando los demás quedan detenidos por los obstáculos que les opone la materia. Algunos desdichados caen para no volverse a levantar y pierden toda esperanza de vencimiento, pero otros se levantan y empiezan de nuevo la carrera.

LOS  ARHATES


Los indos temen sobremanera la transmigración y reencarnación en formas inferiores, pero contra esta contingencia les dio Buda remedio en el menosprecio de los bienes terrenos, la mortificación de los sentidos, el dominio de las pasiones y la contemplación espiritual o frecuente comunión con Atma. El hombre reencarna a causa de la concupiscencia y de la ilusión que nos mueve a tener por reales las cosas del mundo. De los sentidos proviene la alucinación que llamamos contacto, del contacto el deseo, del deseo la sensación (también ilusoria), de la sensación la concupiscencia, la generación, y de la generación la enfermedad, la cecrepitud y la muerte. Así, a la manera de las vueltas de una rueda se suceden alternativamente los nacimientos y las muertes cuya causa determinante es el apego a las cosas de la tierra y cuya causa eficiente es el karma o fuerza de acción moral en el universo de que deriva el mérito y demárito. Por esto dice Buda: “Quien anhele librarse de las molestias del nacimiento, mate el deseo para invalidar así la causa determinante o sea el apego a las cosas terrenas”. A los que matan el deseo les llama Buda arhates  que en virtud de su liberación poseen facultades taumatúrgicas. Al morir el arhat ya no vuelve a reencarnar y entra en el nirvana  o mundo de las causas, la suprema esfera asequible, en que se desvanece toda ilusión sensoria. Los filósofos budistas creen que los pitris  están reencarnados en grado y condiciones muy superiores a las del hombre terrestre, pero nada nos dicen acerca de las vicisitudes de sus cuerpos astrales.
            
La misma doctrina que enseñó Buda en India seis siglos antes de J. C., enseñó Pitágoras un siglo después en Grecia. Gibbon demuestra lo muy penetrados que los fariseos judíos estaban de esta doctrina de la transmigración de las almas. El círculo de necesidad de los egipcios está indeleblemente grabado en los antiquísimos monumentos de aquel país. Jesús, al sanar a los enfermos les decía siempre: “Tus pecados te son perdonados”. Esta expresión enciera la doctrina del mérito y demérito, análoga al concepto budista de que el enfermo sana cuando se le perdonan los pecados. 
Los judíos le dijeron al ciego: “¿Naciste del todo cargado de culpas y pretendes enseñarnos?”
            
Las opiniones de Dupuis, Volney e Higgins sobre la significación secreta de los ciclos, kalpas y yugas de induístas y budistas no merecen tenerse en cuenta porque dichos autores carecían de la clave necesaria para desentrañarla. Ninguna filosofía consideróa a Dios en abstracto, sino en sus diversas manifestaciones. La “Causa Primera” de las escrituras hebreas, la Mónada pitagórica, la “Esencia Única” de los induístas y el “En Soph” de los cabalistas expresan idéntico concepto. El Bhagavad indo no es creador, sino que se infunde en el huevo del mundo y de allí emana bajo el aspecto de Brahm, del mismo modo que la Duada pitagórica procede de la única y suprema Mónada (22). El Monas del filósofo de Samos es idéntico al induísta Monas (mente) que no tiene apûrva (causa material) ni está sujeto a aniquilación. En calidad de Prajâpati se diversifica Brahmâ desde un principio en doce dioses manifestados, cuyos símbolos son:

DIOSES  MANIFESTADOS


            1º.  Fuego.
2º.  Sol.
3º.  Soma (omnisciencia).
4º.  Vida (conjunto de seres vivientes).
5º.  Vâyu (aire; éter denso).
6º.  Muerte (soplo destructor).
7º.  Tierra.
8º.  Cielo.
9º.  Agni (fuego inmaterial).
10º. Aditi (aspecto femenino del sol invisible).
11º. Mente.
12º. Ciclo sin fin (cuya rotación jamás se detiene).

Después de esta duodécupla diversificación, se infunde Brahmâ en el universo visible y se identifica con cada uno de sus átomos. Entonces la Mónada inmanifestada, indivisible e indefinida, se retrae en el majestuoso y sereno apartamiento de su unidad y se manifiesta primero en la Duada y después en la Tríada, de que sin cesar emanan fuerzas espirituales que se individualizan en dioses (almas) para constituir seres humanos cuya conciencia ha de desenvolverse en una serie de nacimientos y muertes.

Un artista oriental ha simbolizado la doctrina de los ciclos en una muy significativa pintura mural que se conserva en un templo subterráneo situado en las cercanías de una pagoda budista. Trataremos de describirla según la recordamos.
            
Un punto céntrico simboliza el punto primordial del espacio. Tomando por centro este punto, se traza a compás una circunferencia cuyos comienzo ytérmino simbolizan la coincidencia de la emanación y la reabsorción. La circunferencia está compuesta de multitud de circulitos a estilo de los troces de una pulsera, cuyas circunferencias representan el cinturón de la diosa pictóricamente figurada en su respectivo circulito. El artista colocó la figura de nuestro planeta en el nadir del círculo máximo, y a medida que el arco se acerca a este punto, los rostros de las diosas van siendo más hoscos y horribles, como no fueran capaces de imaginar los europeos. Cada círculo está cubierto de figuras de planetas, animales y hombres representativos de la flora, fauna y étnica correspondiente a aquella esfera, y entre cada una de éstas hay una separación marcada de propósito para significar que después de recorrer los distintos círculos en sucesivas transmigraciones, tiene el alma un período de reposo o nirvana temporal en que âtmâ olvida los pasados sufrimientos. El espacio entre los círculos simboliza el éter y aparece poblado de seres extraños, de los cuales los que están entre el éter y la tierra son los de “naturaleza intermedia” o espíritus elementales o elementarios, como los cabalistas los llaman algunas veces.
            
Dejamos a la sagacidad de los arqueólogos la dilucidación de si esta pintura es copia o es el mismo original debido al pincel de Berosio, sacerdote del templo de Belo, en Babilonia; pero advertiremos que los seres figurados en ella son precisamente los mismos que Berosio describe por boca de Oannes, el hombre-pez caldeo, diciendo que son horribles criaturas engendradas por la luz astral y la materia grosera.
            
Hasta ahora los paleólogos desdeñaron el estudio de las ruinas arquitectónicas correspondientes a las razas primitivas y hasta hace muy poco tiempo no les llamaron la atención las cuevas de Ajunta que se abren en las montañas de Chandor, a doscientas millas de Bombay, y las ruinas de la ciudad de Aurungabad, cuyos derruídos palacios y curiosos sepulcros fueron durante muchos siglos guarida de fieras.

REENCARNACIÓN


Pero examinemos ahora la doctrina de la reencarnación como filosofía variante de la metempsícosis, según la expone una de las primeras autoridades en la materia. Estriba la reencarnación en la repetida existencia de una misma individualidad en sucesivas personalidades, en un mismo planeta. 
Esta reiteración de la existencia terrena es forzosamente ineludible cuando por una modalidad cualquiera, la muerte violenta o prematura, queda la individualidad descarrilada del círculo de necesidad. 
Así tenemos que en los casos de aborto, mortalidad infantil, locura, imbecilidad e idiotismo, se entorpece la evolución del ser humano, cuya individualidad ha de revestirse de nueva personalidad para continuar la interrumpida obra, de conformidad con la ley de la evolución o sea con el plan divino. También es necesaria la reencarnación mientras los tres aspectos de la mónada no alcancen la unidad, de suerte que se identifiquen definitivamente el alma y el espíritu al llegar al término de la evolución espiritual paralela a la física. Conviene tener presente que no hay en la naturaleza fuerza alguna espiritual ni material capaz de transportar a la mónada de un reino a otro no inmediatamente superior, y así resulta naturalmente imposible que después de trascender la mónada el reino animal y entrar en el humano, salte de súbito al espiritual. Ni la individualidad de un feto abortado que no respiró en este mundo ni el de un niño muerto antes del uso de razón ni el del idiota de nacimiento cuya anormalidad cerebral le exime de toda culpa, pueden recibir premio o castigo en la otra vida. Esta conclusión no es, después de todo, tan ridícula como otras sancionadas por la ortodoxia, pues la fisiología no ha esclarecido aún estos misterios y no faltan médicos que, como Fournié, le nieguen a dicha ciencia la posibilidad de progresar fuera del campo de la hipótesis.
            
Por otra parte, dicen las enseñanzas ocultas de Oriente, que algunas aunque raras veces el desencarnado espíritu humano cuyos vicios, crímenes y pasiones le hayan sumido en la octava esfera, puede por un relampagueante esfuerzo de su voluntad elevarse de aquel abismo, como náufrago que sube a la superficie del agua. El ardiente intento de eludir sus sufrimientos, un anhelo vehemente de cualquier índole podrán llevarle de nuevo a la atmósfera de la tierra, ansioso de ponerse en contacto con los hombres. Estas entidades astrales son los vampiros magnéticos, no perceptibles por la vista, pero sí por sus efectos; los demonios subjetivos de las monjas, frailes, clarividentes y hechiceros medioevales; los demonios sanguinarios de Porfirio; y las larvas de los autores antiguos. Obsesas por estas entidades penaron en el tormento y subieron al patíbulo débiles y desdichadas víctimas.
            
Afirma Orígenes, que los malignos espíritus de cuya posesión habla el Nuevo Testamento eran espíritus humanos. Moisés conocía perfectamente la índole de estas entidades y las funestas consecuencias a que se exponían cuantos se prestaban a su maligna influencia, por lo que promulgó severas leyes contra los endemoniados. Pero Jesús, henchido de divino amor al género humano, curaba a los poseídos en vez de matarlos, como más tarde, prefiriendo la ley de Moisés a la de Cristo, mató la intolerancia clerical en las hogueras inquisitoriales a un sinnúmero de estos infelices acusados de brujos y hechiceros.

LOS  HECHICEROS

¡Hechicero! Nombre potente que en pasados tiempos fue segura sentencia de muerte ignominiosa y en los nuestros es promesa cierta de sarcasmo y ridículo. Sin embargo, en todo tiempo hubo varones doctos que, sin menoscabo de su honradez científica ni mengua de su dignidad personal, atestiguaron públicamente la posibilidad de que existiesen “hechiceros” en la recta acepción de esta palabra. Uno de estos intrépidos confesores de la verdad fue el erudito profesor de la Universidad de Cambridge, Enrique More, que floreció en siglo XVII y cuya ingeniosa manera de tratar este asunto demanda nuestra atención.
            
Según parece, allá por los años de 1678, el teólogo Juan Webster publicó una obra titulada: Críticas e interpretaciones de la escritura en contra de la existencia de hechiceros y otras supersticiones. Enrique More juzgó esta obra muy “endeble y no poco impertinente”, como así lo declaraba en una carta dirigida a Glanvil a la que acompañó un tratado de hechicería  con aclaraciones y comentarios explicativos de la palabra hechicero, de cuya etimología inglesa infiere More su equivalencia con la palabra sabio, y añade que sin duda el uso dilataría su acepción a la clase de sabiduría que se aparta de los conocimientos comunes y tiene algo de extraordinario, pero sin significar con ello nada en oposión a la ley. Sin embargo, con el tiempo se restringió de tal modo el concepto de las palabras brujo y hechicero, que sirvieron para denominar respectivamente a la mujer y al hombre capaces de hacer cosas extraordinarias y fuera de lo común, en virtud de pacto expreso o convenio tácito con los espíritus malignos.
            
La ley promulgada por Moisés contra la hechicería enumera diversos linajes de hechiceros, según se colige del siguiente pasaje: “No haya entre vosotros quien practique la adivinación ni sea agorero, encantador o hechicero, ni haga sortilegios ni consulte a los espíritus familiares, ni sea brujo o nigromántico”.
            
Más adelante expondremos el motivo de tamaña severidad. Por ahora diremos que después de definir cada uno de los nombres enumerados en el anterior pasaje con su verdadera significación en la época de Moisés, señala More la profunda diferencia entre brujo y las demás modalidades comprendidas en la ley mosaica, cuya diversidad enumerativa requiere la precisa significación de cada nombre para no contradecirlos unos con otros. El brujo no es en modo alguno el vulgar prestidigitador que en ferias y mercados embauca con sus suertes a los lugareños, sino tan sólo quien evoca espectros ilusorios con ayuda del maligno espíritu de que está poseído, por lo cual usaba la ley mosaica de extrema severidad con ellos hasta el punto de ordenar: “No consentirás que viva ningún brujo (... *macashephah *)”. Verdaderamente hubiera sido tiranía emplear tamaño rigor con los infelices prestidigitadores y así tenemos que la ley mosaica sólo condenaba a muerte a los brujos (... ..., *shoel obh *), esto es, el que evoca y consulta a los espíritus familiares, pues respecto a los demás linajes de hechicería, la ley se limita a prohibir el trato y concierto con ellos por ser idólatras.
            
Esta ley era cruel e injusta sin duda alguna, y de su texto se infiere cuán desencaminados andaban los médiums de las sesiones espiritistas de la América del Norte al decir, en comunicación recibida, que la ley de Moisés no condenaba a muerte a los brujos, sino que el sentido de las palabras “no consentirás que un brujo viva” se contrae a que no viva del producto de su arte. Esta interpretación es en extremo peregrina y denota la pobreza filológica de las entidades que la inspiraron.

LA  OBSESIÓN


 Dice la cábala: “Cierra la puerta a la faz del demonio y echará a correr huyendo de ti, como si le persiguieses”. Esto significa que no debemos consentir la influencia de los espíritus de obsesión, atrayéndolos a una atmósfera siniestra.
            
Estos espíritus obsesionantes procuran infundirse en los cuerpos de los mentecatos e idiotas, donde permanecen hasta que los desaloja una voluntad pura y potente. Jesús, Apolonio y algunos apóstoles tuvieron la virtud de expulsar los espíritus malignos, purificando la atmósfera interna y externa del poseído, de suerte que el molesto huésped se veía precisado a salir de allí. Ciertas sales volátiles les son muy nocivas, como lo demostró experimentalmente el electricista londinense Varley colocándolas en un plato puesto debajo de la cama para librarse de las molestias que por la noche le asaltaban .
            
Los espíritus humanos de placentera e inofensiva índole, nada han de temer de ewtas manipulaciones, pues como se han desembarazado ya de la materia terrena, no pueden afectarles en lo más mínimo las combinaciones químicas, como afectan a los espíritus elementales y a las entidades apegadas a la tierra.
            
Los cabalistas antiguos opinaban que las larvas o elementales humanos tienen probabilidad de reencarnación en el caso de que, por un impulso de arrepentimiento bastante poderoso, se liberten de la pesadumbre de sus culpas con auxilio de alguna voluntad compasiva que le infunda sentimientos de contrición. Pero cuando la mónada pierde por completo su conciencia ha de recomenzar la evolución terrestre y seguir paso a paso las etapas de los reinos inferiores hasta renacer en el humano. No es posible computar el tiempo necesario para que se cumpla este proceso, porque la eternidad desvanece toda noción de tiempo.
            
Algunos cabalistas y otros tantos astrólogos admitieron la doctrina de la reencarnación. Por lo que a los últimos se refiere observaron que la posición de los astros, al nacer ciertos personajes históricos, se correspondía perfectamente con los oráculos y vaticinios relativos a otros personajes nacidos en épocas anteriores. Aparte de estas observaciones astrológicas, corroboró la exactitud de esta correspondencia, por algunos atribuida a curiosas coincidencias, el “sagrado sueño” del neófito durante el cual se obtenía el oráculo, cuya trascendencia es tanta que aun muchos de cuantos conocen esta temerosa verdad, prefieren no hablar ni siquiera de ella, lo mismo que si la ignorasen. En la India llaman a esta sublime letargia “el sagrado sueño de ***” y resulta de provocar la suspensión de la vida fisiológica por medio de cietos procedimientos mágicos en que sirve de instrumento la bebida del soma. 

El cuerpo del letárgico permanece durante algunos días como muerto y por virtud del adepto queda purificado de sus vicios e imperfecciones terrenas y en disposición de ser el temporal sagrario del inmortal y radiante augeoides. En esta situación el aletargado cuerpo refleja la gloria de las esferas superiores como los rayos del sol un espejo pulimentado. El letárgico pierde la noción del tiempo y al despertar se figura que tan sólo ha estado dormido breves instantes. Jamás sabrá qué han pronunciado sus labios, pero como los abrió el espíritu, no pudo salir de ellos más que la verdad divina. Durante algunos momentos el inerte cuerpo se convertirá en infalible oráculo de la sagrada Presencia, como jamás lo fueron las asfixiadas pitonisas de Delfos; y así como éstas exhibían públicamente su frenesí mántico, del sagrado sueño son tan sólo testigos los pocos adeptos dignos de permanecer en la manifestada presencia de ADONAI.
            
A este caso podemos aplicar la descripción que hace Isaías de cómo ha de purificarse un profeta antes de ser heraldo del cielo. Dice en su metafórico lenguaje: “Entonces voló hacia mí un serafín con un ascua que había tomado del altar y la puso en mi boca y dijo: He aquí que al tocar esto en tus labios se han borrado tus iniquidades”.
            
En Zanoni describe Bulwer Lytton, en estilo de incomparable belleza, la invocación del purificado adepto a su augoeides, que no responderá a ella mientras se interponga el más ligero vestigio de pasión terrena. No solamente son muy pocos los que logran éxito en esta invocación, sino que aun estos lo consiguen únicamente cuando han de instruir a los neófitos u obtener conocimientos de excepcional importancia.

LA  CLASE  DE  LA  “KABALA”


Sin embargo, la generalidad de las gentes no se percata de la valía de los conocimientos atesorados por los hierofantes, pues como dice un autor: “Hay una recopilación de tratados y tradiciones, llamado Kabala, que se atribuye a los sabios orientales; pero como para estimar el valor de esta obra sería necesario tener la clave que sólo pueden proporcionar las Fraternidades orientales, ninguna utilidad allegaría su traducción a la masa general de lectores". Así se explica que cualquier viajante de comercio, de los que a caza de pedidos recorren la India, escriba sentenciosamente a The Times dando por única norma de sus observaciones sobre la magia oriental los artificiosos engaños de titiriteros y prestidigitadores.
            
A pesar de esta demostración de ignorancia o mala fe, los habilísimos prestidigitadores Roberto Houdin y Moreau-Cinti dieron público y honrado testimonio a favor de los médiums franceses, pues cuando la Academia les pidió informe sobre el particular declararon que únicamente los médiums podían producir los fenómenos de golpeteo y levitación sin preparación a propósito ni aparatos especiales. También aseveraron que la “levitación sin contacto era fenómeno muy superior a la habilidad de todos los prestidigitadores profesionales, a menos de disponer de mecanismos ocultos y espejos cóncavos en un aposento adecuado. Añadieron, por otra parte, que la aparición de una mano diáfana, con absoluta imposibilidad de fraude por el previo registro del médium, era prueba plena de la causa no humana del fenómeno”.

ESPECTROS  FINGIDOS


El profesor Pepper, director del Instituto Politécnico de Londres, inventó un ingenioso aparato para producir apariciones espectrales en público. Los fantasmas parecían reales y se desvanecían a voluntad del operador, pues todo el artificio consistía en el reflejo de una figura intensamente iluminada, sobre un espejo plano, tan hábilmente dispuesto, que producía la ilusión óptica del fantasma con todos sus movimientos en el escenario del teatro. A veces el fantasma se sentaba en un banco y fingía arremeter contra él uno de los actores, hasta que agarrando éste una pesada hacha forjaba en los espectadores la ilusión de que decapitaba al espectro o le partía el cuerpo de alto abajo. El artificio funcionó admirablemente, a pesar de que se necesitaba mucha tramoya escénica con sus correspondientes tramoyistas, y el espectáculo atrajo todas las noches numeroso público. Sin embargo, algunos periódicos se aprovecharon de estas exhibiciones para ridiculizar a los espiritistas, sin percatarse de que nada tenía que ver una cosa con otra. Lo efectuado ilusoriamente por los espectros de Pepper pueden efectuarlo también en realidad los espíritus humanos desencarnados, cuando los elementales materializan su reflejo, hasta el punto de que los atravesarán con una espada o con un proyectil de arma de fuego sin la más leve herida. Pero sucederá lo contrario cuando se trate de espíritus elementarios, tanto cósmicos como humanos, porque cualquier arma o instrumento cortante o punzante bastará para que el terror los desvanezca. Esto les parecerá increíble a quienes ignoren de qué clase de materia están constituidos dichos elementarios, pero los cabalistas lo saben perfectamente y está corroborado por los anales de la antigüedad y de la Edad Media, aparte del testimonio jurídico de los fenómenos de Cideville en nuestros días.
            
Los escépticos, y aun no pocos espiritistas desconfiados, han acusado, con tanta frecuencia como injusticia, de impostores a los médiums cuando no se les consintió comprobar por sí mismos la realidad de las apariciones. En cambio, en otros muchos casos los espiritistas han sido crédulas víctimas de charlatanes y farsantes, al paso que menospreciaban las legítimas manifestaciones mediumnímicas por ignorar que cuando un médium sincero está poseído de una entidad astral, humana o no, deja de ser dueño de sí mismo y mucho menos puede gobernar a su gusto las acciones de la entidad a que sirve de medianero convertido en fantoche movido por hilos invisibles. 
El médium impostor puede fingir éxtasis y, sin embargo, poner entretanto en juego todo linaje de fraudes, mientras que el médium sincero puede estar despierto en apariencia, cuando en realidad está automáticamente dirigido por su guía, o también quedarse extático en el gabinete en tanto que el cuerpo astral se manifiesta en la sala animado por otra entidad.
            
De todos los fenómenos psíquicos, el más notable es el de la repercusión, íntimamente relacionado con los de ubicuidad y traslación aérea que en tiempos medioevales se tuvieron por arte de brujería. Gasparín se ocupó extensamente en este asunto al refutar el carácter milagroso de los fenómenos de Cideville; pero De Mirville y Des Mousseaux rebatieron a su manera las explicaciones del conde atribuyendo dichos fenómenos al diablo, con lo que, después de todo, les reconocían origen espiritual.
            
Dice sobre este particular Des Mousseaux: “Ocurre el fenómeno de repercusión cuando el golpe inferido al cuerpo astral desdoblado de una persona viviente produce herida incisa o contusa, según el caso, en el cuerpo físico y en el mismo punto vulnerado en el astral. Debemos suponer, por lo tanto, que el golpe repercute como si rebotase del espectro  al cuerpo vivo de la persona en cualquier paraje donde ésta se halle. Así, por ejemplo, si una entidad se me aparece en actitud hostil o sin aparecerse me amenaza con obsesionarme, no tengo más que herir al fantasma, en el primer caso, o asestar el golpe hacia donde yo presuma que ha de estar el invisible obsesionador, para que brote sangre en aquel sitio y se oiga a veces el grito de angustia que la entidad profiere al sentirse mortalmente herida. Pero sin embargo de que en el momento de asestarle el golpe estaba en otro sitio la persona cuyo espectro herí, repercutió la herida en el mismo punto del cuerpo físico vulnerado en el espectro. Por lo tanto, resulta evidente el íntimo parentesco de los fenómenos de repercusión con los de ubicuidad y desdoblamiento”.

 BRUJERÍAS  DE  SALEM


El caso de las brujerías de Salem, tal como lo refieren las obras de Cotton Mather, Calef, Upham y otros autores, corrobora de curiosa manera la realidad de los desdoblamientos, así como la inconveniencia de consentir la antojadiza acción de los elementarios. Sin embargo, este trágico capítulo de la historia de los Estados Unidos no se ha escrito verídicamente todavía. Hacia el año 1704, cinco muchachas norteamericanas que frecuentaban la compañía de una india dedicada al nefando culto del Obeah, adquirieron facultades mediumnímicas y empezaron a notar dolores en diversas partes del cuerpo con señales de pinchazos, golpes y mordiscos causados, al decir de las muchachas, por los fantasmas de ciertas personas cuyas señas dieron. Dio publicidad a este suceso el famoso relato de Deodato Lawson (Londres 1704), por quien se supo que, según confesaron algunos de los acusados, eran en efecto autores de las lesiones inferidas a las muchachas, y al preguntárseles de qué modo se valían para ello, respondieron que pinchaban, golpeaban y mordían unas figuras de cera con vehementísimo deseo de que la lesión se produjera en la correspondiente parte del cuerpo de las muchachas. Una de las brujas, llamada Abigail Bobbs, confesó que había hecho pacto con el diablo, quien se le aparecía en figura de hombre y le mandaba atormentar a las muchachas, y al efecto le traía imágenes de madera cuyas facciones eran parecidas a las de la víctima señalada. En estas imágenes clavaba la bruja alfileres y espinas cuyas punzadas repercutían en el mismo sitio del cuerpo de las muchachas”.
            
La autenticidad de estos hechos, evidenciada por el irrecusable testimonio de los tribunales de justicia, corrobora acabadamente la doctrina de Paracelso; y por otra parte resulta curioso que un científico tan escrupuloso como Upham no se diera cuenta de que, al recopilar en su obra tal número de pruebas jurídicas, demostraba la intervención en dichos fenómenos de los maliciosos espíritus elementarios y de las entidades humanas apegadas a la tierra.
            Hace siglos puso Lucrecio en boca de Enio los versos siguientes:

                        Bis duo sunt hominis, manes, caro, spiritus umbra;
                              Quatuor ista loci bis duo suscipirent;
                        Terra tegit carnem;-tumulum circumvolat umbra,
                              Orcus habet manes.

Pero en este caso, lo mismo que en todos sus análogos, los sabios eluden la explicación diciendo que son completamente imposibles.
            
Sin embargo, no faltan ejemplos históricos en demostración de que los elementarios se intimidan a la vista de un arma cortante. No nos detendremos a explicar la razón de este fenómeno, por ser incumbencia de la fisiología y la psicología, aunque desgraciadamente los fisiólogos, desesperanzados de descubrir la relación entre el pensamiento y el lenguaje, dejaron el problema en manos de psicólogos que, según Fournié, tampoco lo han resuelto por más que lo presuman. Cuando los científicos se ven incapaces de explicar un fenómeno, lo arrinconan en la estantería, después de ponerle marbete con retumbante nombre griego del todo ajeno a la verdadera naturaleza del fenómeno.
            
Le decía el sabio Mufti a su hijo, que se atragantaba con una cabeza de pescado: “¡Ay, hijo mío! ¿Cuándo te convencerás de que tu estómago es más chico que el océano?” O como dice Catalina Crowe: “¿Cuándo se convencerán los científicos de que su talento no sirve de medida a los designios del Omnipotente?”.
            
En este particular es más sencilla tarea citar no los autores antiguos que refieren, sino los que no refieren casos de índole aparentemente sobrenatural. En la Odisea (44) evoca Ulises el espíritu de su amigo el adivino Tiresias para celebrar la fiesta de la sangre, y con la desnuda espada ahuyenta a la multitud de espectros que acudían atraidos por el sacrificio. Su mismo amigo Tiresias no se atreve a acercarse mientras Ulises blande la cortante arma. En la Eneida se dispone Eneas a bajar al reino de las sombras, y tan luego como toca en los umbrales, la sibila que le guía le ordena desevainar la espada para abrirse paso a través de la compacta muchedumbre de espectros que a la entrada se agolpan. Glanvil relata maravillosamente el caso del tamborilero de Tedworth ocurrido en 1661. El doble del brujo tamborilero se amedrentaba de mala manera a la vista de una espada.
            
Psello refiere extensamente  cómo su cuñada fue poseída de un elementario y el horrible estado en que la sumió el poseedor hasta que la curó un exorcizador extranjero, llamado Anafalangis, expulsando al maligno espíritu a fuerza de amenazarle con una espada. A este propósito da Psello una curiosa información de demonología que, según recordamos, es como sigue:

VULNERABILIDAD  ASTRAL


            Los cuerpos de los espíritus son vulnerables con espada u otra arma cualquiera. Si les disparamos un objeto duro les causará dolor, y aunque la materia de sus cuerpos no sea sólida ni resistente, tienen sensibilidad, por más que no tengan nervios, pues también siente el espíritu que los anima; y así el cuerpo de un espíritu puede ser sensible tanto en conjunto como en cada una de sus partes, de suerte que sin necesidad de organismo fisiológico el espíritu ve, oye y siente todo contacto. Si partís por la mitad el cuerpo de un espíritu, sentirá dolor como si residiera en cuerpo de carne, porque dicho cuerpo no deja de ser material, si bien de tan sutil naturaleza que no lo perciben nuestros ojos... Sin embargo, cuando amputamos los miembros de un cuerpo carnal no es posible reponerlos en su prístina disposición, mientras que inmediatamente de hendir a un demonio de arriba abajo vuelve a quedar tan entero como antes, como sucede cuando un cuerpo sólido atraviesa el aire o el agua sin dejar la más leve lesión. Mas a pesar de ello, los rasguños, heridas o golpes con que se vulnera el cuerpo de un espíritu le ocasionan dolor, y ésta es la razón de que a los elementarios les intimide la vista de una espada o cualquier arma cortante. Quien desee ver cómo huyen estos espíritus no tiene más que probar lo que decimos.

El demonólogo Bodin, uno de los científicos más eruditos de nuestra época, es también de opinión que a los elementarios, así cósmicos como humanos, les aterroriza hondamente la vista de espadas y dagas. De igual parecer son Porfirio, Jámblico, Platón y Plutarco, quien trata repetidas veces de este particular. Los teurgos estaban perfectamente enterados de ello y obraban en consecuencia, pues sabían que el más leve rasguño lesionaba los cuerpos de los elementarios.
            
A este propósito refiere Bodin que en 1557, un elementario de la clase de los relampagueantes entró con un rayo en casa del zapatero Poudot e inmediatamente empezaron a caer piedras en el aposento sin dañar a ninguno de los circunstantes. La dueña de la casa recogió tal cantidad de piedras que pudo llenar un arcón, y aunque tomó la providencia de cerrar herméticamente puertas y ventanas y el mismo arcón, no cesó por ello la lluvia de piedras. Avisado del caso el alcalde del distrito fue a ver lo que ocurría, pero apenas entró en la habitación, el trasgo le arrebató el sombrero sin que se pudiera averiguar su paradero. Seis días hacía que duraba el fenómeno, cuando el magistrado Morgnes invitó a Bodin a presenciarlo, y al entrar en la casa se enteró de que le habían aconsejado al dueño que, después de encomendarse a Dios de todo corazón, recorriese el aposento espada en mano. En efecto, desde aquel punto no se volvieron a oír los estrépitos que en los siete días precedentes no habían cesado ni un instante.
            
En cuanto a los autores antiguos, Proclo aventaja a todos en relatos de casos sorprendentes, apoyados en testimonios de nota y algunos de esclarecida fama. Refiere varios casos en que la posición de los cadáveres en el sepulcro se había mudado de horizontal en bípeda unas veces y en sedente otras, lo cual atribuye a que estos difuntos eran larvas como, según dicen otros autores de la época, lo fueron Aristio, Epiménides y Hermodoro. Por su parte cita Proclo cinco casos de muerte aparente, tomados de la historia de Clearco, discípulo de Aristóteles y ocurridos en las siguientes personas:
            
1.º  El ateniense Cleónimo.
            
2.º  El conspicuo eolio Policrito quien, según testimonio de los historiadores Nomaquio y Hiero, resucitó a los nueve meses de fallecido.
            
3.º  Un vecino de Nicópolis llamado Eurino, que resucitó a los quince días de su muerte y vivió todavía algún tiempo con ejemplar conducta.
            
4.º  El sacerdote Rufo, de Tesalónica, que resucitó al tercer día de su muerte para cumplir la promesa de ciertas ceremonias sagradas, después de lo cual murió definitivamente.
            
5.º  Una mujer llamada Filonea, hija de Demostrato y Carito, vecinos de Anfípolis, en tiempo del rey Filipo. Murió poco después de haberse casado a disgusto con un tal Krotero, y a los seis meses de su muerte resucitó movida por el amor al joven Macates quien, de paso en la ciudad, se hospedaba en casa de los padres de la resucitada, donde ésta, o mejor dicho, el elemental que había tomado en apariencia corporal, visitó durante algunas noches al joven hasta que, al verse sorprendida, cayó exánime su cuerpo diciendo que obraba de aquella manera por obediencia a los demonios humanos. Todos los habitantes de la ciudad acudieron a ver el cadáver de Filonea después de su segunda muerte en casa de los padres, y al abrir el sepulcro para enterrarla lo encontraron vacío.

SUSPENSIÓN  DE  LA  VIDA


            Dice textualmente Proclo:

Muchos otros autores antiguos refieren también casos de muertes seguidas más o menos pronto de resurrección. El filósofo naturalista Demócrito, al tratar del Hades, afirma que la muerte no es en algunos casos el cese completo de la vida orgánica, sino una suspensión causada por algún golpe o herida, de modo que el alma continúa ligada al cuerpo y en el corazón subsiste el empireuma de la vida que puede reanimar al cuerpo... El alma se separa algunas veces del cuerpo para infundirse nuevamente en él o en otro distinto, según experimentó Clearco en un niño dormido cuya alma atrajo por virtud de una varilla mágica, conduciéndola hasta cierta distancia con propósito de demostrar que el cuerpo permanecía inmóvil sin sufrir daño alguno y que infundida de nuevo en él daba el niño al despertar razón de todo cuanto le había pasado. Con esta experiencia convenció Clearco a Aristóteles de que el alma puede separarse temporalmente del cuerpo.

            
Tal vez se tilde de absurda la insistencia, en pleno siglo XIX, en los fenómenos de brujería; pero el siglo es ya algo viejo y empieza a chochear, pues no sólo repudia la infinidad de casos de brujería perfectamente comprobados en la Edad Media, sino también los que durante los últimos treinta años han acaecido en el mundo entero. Tras un intervalo de muchos miles de años cabría dudar del mágico poder de los sacerdotes tesalonicenses y sus hechicerías, según las relata Plinio (50); podríamos poner en tela de juicio lo que Suidas nos dice acerca del viaje aéreo de Medea y echar en olvido que la magia era el superior conocimiento de la filosofía natural; pero ¿cómo negar los repetidos viajes aéreos que hemos presenciado y corroboró el testimonio de centenares de personas de cabal juicio? Si la universalidad de una creencia prueba su verdad, pocos fenómenos tienen fundamento tan sólido como los de hechicería.
            
Tomás Wright, miembro del Instituto de Francia y adscrito a la escuela escéptica, se maravilla del misterioso florecimiento de la magia en diversas partes de Europa, y distingue entre la hechicería y la magia, diciendo al efecto:

            
En toda época y todos los pueblos, desde el más inculto al más refinado, han creído en la especie de agente sobrenatural conocido con el nombre de magia, fundada en la universalmente extendida creencia de que, además de nuestra visible vida, vivimos en un invisible mundo de seres espirituales que suelen guiar nuestras acciones y aun nuestros pensamientos, y que tienen cierto poder sobre los elementos y el ordinario curso de la vida orgánica. El mago se diferencia del brujo en que éste es ignorante instrumento de los demonios y aquél es señor y dueño de ellos, con el potente valimiento de la ciencia mágica, que muy pocos dominan .

            Si no basta la opinión de este escéptico veamos lo que dice sobre el particular el anónimo autor del Arte Mágico:

            El lector podrá preguntar en qué se diferencia el mago del médium. Este último es el instrumento pasivo de que se valen las entidades astrales para manifestarse fenoménicamente, mientras que el mago, por el contrario, puede atraer y repeler a los espíritus según su voluntad y llevar a cabo por sí mismo muchos actos de oculta potencia, así como someter a su servicio a entidades de jerarquía inferior a la suya y efectuar transformaciones en los seres orgánicos e inorgánicos de la naturaleza.

LA  MEDIUMNIDAD


Este erudito autor olvida un rasgo distintivo que de seguro no desconoce. Los fenómenos físicos resultan de la actuación de las fuerzas a través del organismo del médium, manipuladas por entidades invisibles de diversa especie; y por lo tanto, la mediumnidad es una aptitud dimanante del peculiar temperamento orgánico, así como la magia con sus fenómenos subjetivamente intelectuales depende del temperamento espiritual del mago. De la propia suerte que el alfarero fabrica con una masa de barro toscas vasijas o artísticos jarrones, así también la materia astral de unos médiums puede ser a propósito para fenómenos psíquicos de muy distinta índole que la de otros. Una vez afirmado el temperamento peculiar del médium, es tan difícil alterar sus características como lo fuera dar al hierro en frío forma distinta de la que se le dio en la fragua. Por regla general, los médiums cuyas aptitudes se desenvolvieron con aplicación a una clase de fenómenos no sirven para la manifestación de otros.
            
La psicografía o escritura directa de comunicaciones es común a las dos modalidades de mediumnidad. La escritura en sí misma es un fenómeno físico, pero las ideas expresadas por medio de este sistema gráfico pueden ser de elevadísimo carácter espiritual, cuyo grado dependerá del estado anímico del médium. No es preciso que tenga mucha cultura para transcribir conceptos filosóficos dignos de Aristóteles, ni que sea poeta para componer poesías emuladoras de las de Byron o Lamartine; tan sólo se requiere que, por lo pura, sirva el alma del médium de vehículo a la sublimidad conceptiva de los espíritus superiores.
            
El autor del Arte Mágico describe un muy curioso caso de mediumnidad, cuyo sujeto fue una muchacha que, sin pluma ni tinta ni lápiz, transcribió en un período de tres años cuatro volúmenes dictados por los espíritus en sánscrito antiguo. Bastaba colocar el papel en blanco sobre un trípode cuidadosamente resguardado de la luz y que la niña sentada en el suelo reclinara la cabeza sobre él y lo abrazara por el pie, para que fueran apareciendo los caracteres escritos en las hojas de papel. Este caso de mediumnidad es tan notable y corrobora tan acabadamente el principio antes expuesto, que no podemos resistir al deseo de extractar un pasaje de dichos manuscritos, sobre todo por tratarse en él del estado prenatal del hombre, a que ya nos hemos referido, aunque incompletamente. Dice así:
            
El hombre vive en muchas tierras antes de llegar a ésta. en el espacio hormiguean miríadas de mundos donde el alma embrionaria recorre las etapas de su peregrinación hasta que alcanza el vasto y luminoso planeta llamado Tierra, cuya gloriosa función es despertar la egoencia . Entonces adquiere el alma la característica humana, pues hasta entonces, en las precedentes etapas de su larguísima y trabajosa peregrinación, residió en fugaces formas de materia sin explayar más que tenues aspectos de su esencial naturaleza en sucesivas muertes y nacimientos de transitoria y rudimentaria existencia espiritual, pero siempre con más vehementes ansias de progreso, cual mariposa que rompe la crisálida para tejerse nuevo capullo y volver a romperlo en escabrosa y áspera serie de elaboraciones y vuelos hasta que despierta en cuerpo humano .

            
Diremos por nuestra parte que en la India fuimos testigos oculares de una porfía de habilidad psíquica entre un fakir y un prestidigitador. Se había discutido antes acerca de las facultades propias de los pitris (espíritus preadámicos) del fakir y los invisibles cooperadores del prestidigitador, y se convino en que ambos pusieran a prueba su habilidad respectiva, bajo nuestro juicio arbitral, por designación de los circunstantes. Era la hora del asueto meridiano y estábamos a orillas de un lago de la India Septentrional, sobre cuyas límpidas aguas flotaban multitud de flores acuáticas de anchas y brillantes hojas. Cada contendiente tomó una hoja. El fakir se la puso en el pecho con las manos cruzadas sobre ella, y tras breve éxtasis la colocó en el agua con el reverso hacia arriba. 

El prestidigitador al propio tiempo tomó su hoja, y después de algunas palabras de encantamiento la arrojó al lago, con intento de recabar del “espíritu de las aguas” que impidiera en su elemento toda acción de los pitris del fakir. La hoja del prestidigitador se agitó al punto violentamente, mientras que la del fakir permanecía quieta. Al cabo de pocos momentos uno y otro recogieron su hoja respectivamente, y en la del fakir apareció una especie de dibujo simétrico de caracteres blancos como la leche, cual si la savia de la hoja hubiese servido de corrosivo jugo para trazarlos. De esto se enojó airadamente el prestidigitador, y cuando la hoja del fakir estuvo seca pudimos ver todos que los caracteres eran sánscritos y expresaban una profunda máxima moral, con la particularidad de que el fakir era analfabeto. En la hoja del prestidigitador apareció dibujado un rostro de lo más horriblemente repulsivo. Así es que cada hoja quedó estigmatizada según el carácter respectivo de los contrincantes y la índole de las entidades espirituales que a uno y a otro servían.
            
Pero con profunda pena hemos de dejar la India de cielo azul y misterioso pasado, de místicos devotísimos y habilidosos prestidigitadores, para respirar de nuevo la pesada atmósfera de la Academia francesa.

FENÓMENOS  DE  CEVENNES


La obra de Figuier titulada: Historia de lo maravilloso en los tiempos modernos, abunda en citas de las más conspicuas autoridades en fisiología, psicología y medicina, que denotan cuán tímida, prejuiciosa y superficialmente trataron las cuestiones psicológicas. Impelido el autor por el turbulento espíritu de la ciencia, forma el propósito de acabar con la superstición y el espiritismo, ofreciéndonos un resumen de los más notables fenómenos mediumnímicos ocurridos en los dos últimos siglos. Abarca este resumen los casos de los profetas de Cevennes, camisardos, jansenistas, abate París y otros ya descritos por cuantos autores se han ocupado en este asunto durante los pasados veinte años, por lo que en vez de discutir la verdad o falsía de los hechos, nos contraeremos a la crítica de las explicaciones que de ellos dieron los científicos que los examinaron. Así verá el lector cuán poco puede esperar el ocultismo de la ciencia oficial, pues si los más famosos fenómenos psíquicos de la historia se tratan con tanta ligereza, mucha menor atención prestarán los científicos a otros fenómenos igualmente interesantes, aunque no tan ruidosos. La obra de Figuier está basada en informes académicos, procesos jurídicos y sentencias de tribunales que cualquiera puede consultar como documentos de comprobación; pero contra todo ello se revuelve el autor con peregrinos argumentos que merecen acerbos comentarios del demonólogo Des Mousseaux. 
El estudiante de ocultismo podrá escoger entre el escéptico y el mojigato.
            
Comencemos por los fenómenos ocurridos en Cevennes a fines de 1700. Una masa de dos mil personas, entre hombres, mujeres y niños, animados de espíritu profético resistieron año tras año a las tropas del rey que con las milicias del país llegaron a reunir un ejército de sesenta mil hombres. Esta inconcebible resistencia es ya de por sí un prodigio. Entre los informes oficiales que se dieron sobre el caso, se conserva el enviado a Roma por el abate Chayla, prior de Laval, quien declara en estos términos: “Es tan poderoso el espíritu maligno, que ni tortura ni exorcismo alguno bastan para expulsarlo del cuerpo de los cevenenses. Mandé que algunos poseídos pusieran las manos sobre ascuas y no sufrieron ni la más leve chamuscadura. A otros se les envolvió el cuerpo en algodones empapados de aceite y después se les prendió fuego sin levantar la más ligera ampolla. Otras veces los proyectiles de arma de fuego que contra ellos se disparaban se aplastaron entre ropa y piel sin ocasionarles el menor daño”.
            
En este y otros informes se apoya Figuier para argumentar según vamos a ver:

A fines del siglo XVII una vieja llevó a Cevennes el espíritu de profecía comunicándolo a unos cuantos jóvenes de ambos sexos que a su vez lo difundieron por todo el pueblo, siendo mujeres y niños los más fáciles al contagio, de suerte que todos los poseídos, aun las tiernas criaturas de un año hablaban por inspiración en correcto y puro francés desconocido de ordinario en aquella comarca cuya habla natural era el patués. Ocho mil profetas se derramaron por la comarca, y a presenciar tan maravilloso fenómeno acudieron muchos médicos de las Facultades de Francia, entre ellas la renombrada de Montpeller, quienes se admiraron de escuchar de labios de analfabetas criaturas discursos sobre materias de que no entendían ni una palabra. Sin embargo, los médicos no se daban cuenta de lo que veían, aunque muchos profetizantes comunicaban vigorosamente su espíritu a quienes intentaban romper el hechizo. Los discursos duraban a veces horas enteras, de modo que hubieran fatigado en estado normal a los diminutos oradores. Pero todos estos fenómenos no fueron ni más ni menos que efecto de una transitoria exaltación de las facultades intelectuales, según suele observarse en muchas afecciones del cerebro.

            Escuchemos ahora los comentarios de Des Mousseaux:

No se concibe cómo Figuier atribuye a exaltación momentánea una tan prodigiosa serie de fenómenos como los que refiere en su obra, pues semejante exaltación momentánea dura muchas horas en cerebros de criaturas de un año, no destetadas todavía, que hablan en correcto francés antes de aprender ni una sílaba de su nativo patués. ¡Oh milagro de la fisiología! Debiéramos llamarte prodigio.

TEOMANÍA  E  HISTERISMO


Dice Figuier en su ya citada obra que el doctor Calmeil, al ocuparse en su tratado sobre la locura de la teomanía extática de los calvinistas, afirma que esta enfermedad debe atribuirse en los casos más benignos al histerismo, y en los más graves a la epilepsia. Pero Figuier opina por su parte que era una enfemedad característica a la que llama convulsión de Cevennes.
            
Otra vez tropezamos con la teomanía y el histerismo, como si las corporaciones médicas estuviesen aquejadas de atomomanía incurable, pues de otro modo no se comprende que incurran en tamaños absurdos y esperen que haya de aceptarlos la ciencia.
            
Prosigue diciendo Figuier que tan furibunda era el ansia de exorcisar y achicharrar, que los frailes veían poseídos en todas partes para cohonestar milagros con que poner más en claro la omnipotencia del diablo o asegurar la pitanza monacal.
            
Des Mousseaux agradece a Figuier este sarcasmo, en gracia a que es uno de los pocos tratadistas franceses que no niegan la autenticidad de fenómenos realmente innegables, y además desdeña el método empleado por sus predecesores, de cuyo camino declaradamente se aparta, diciendo a este propósito:

No repudiaremos por indignos de crédito determinados hechos tan sólo porque se oponen a nuestro sistema. Antes al contrario, recopilaremos todos cuantos la historia compruebe y en ellos nos apoyaremos para darles explicación natural que añadiremos a las de los sabios que nos precedieron en el examen de esta cuestión.

           
Después dice Des Mousseaux  que Figuier pasa a ocuparse de los convulsionarios de San Medardo e invita a sus lectores a examinar bajo su dirección los prodigiosos fenómenos que, según él, son simples efectos de la naturaleza.
            
Pero antes de seguir analizando por nuestra parte las opiniones de Figuier, veamos en qué consistieron los milagros de los jansenistas, según comprobación histórica.
            
El año 1727 murió el abate jansenista París, en cuya tumba empezaron a observarse de allí a poco sorprendentes fenómenos que acudían a presenciar multitud de curiosos. Exasperados los jesuitas de que en el sepulcro de un hereje se operaran tales prodigios, recabaron de la autoridad la prohibición de acercarse a la tumba del abate; pero no obstante, continuaron repitiéndose los fenómenos durante unos veinte años, y el obispo Douglas pudo convencerse de ellos por sí mismo cuando con este solo propósito fue a París en 1749. En vista de lo infructuoso de sus tentativas para invalidar estos hechos, no tuvo el clero católico otro remedio que reconocerlos, aunque, como de costumbre, los achacó al diablo. A este propósito dice Hume:

            
Seguramente no se habrán atribuido jamás a taumaturgo algunos tantos milagros como los que se dice ocurrieron últimamente en París, junto al sepulcro del abate París. Los sordos oyen, los ciegos ven y los enfermos sanan apenas tocan la tumba, según testimonio de personas ilustradas... Ni los mismos jesuitas, a pesar de su cultura, del apoyo que reciben del poder civil y de su enemiga a los jansenistas cuya doctrina profesaba el difunto abate, han sido capaces de negarlos ni de dar satisfactoria explicación de ellos.

FENÓMENOS  INSÓLITOS


Pero escuchemos ahora el algún tanto minucioso extracto que de los procesos verbales levantados con ocasión de las insólitas ocurrencias de Cevennes hace Figuier en su ya citada obra. Dice así:

Una convulsionaria se colocó pecho arriba, doblada en arco, sin otro apoyo que una estaca hincada en el suelo cuya punta libre sostenía el cuerpo por la región lumbar. Puesta de este modo la joven, en mitad del aposento, le dejan caer, a su misma instancia, sobre el abdomen, una piedra de cincuenta libras de peso, luego de levanta en alto por medio de una cuerda arrollada a una carrucha fija en el techo. Los circunstantes, entre quienes se contaba Montgerón, atestiguaron que la punta de la estaca no penetró en la carne ni siquiera dejó señal en la piel a pesar de la violencia del golpe que, por otra parte, no molestó en lo más mínimo a la muchacha, quien lejos de quejarse, decía gritando que la golpearan con más fuerza. Otro caso es el de Juana Maulet, joven de veinte años, que puesta de espaldas a la pared recibió en la boca del estómago cien martillazos descargados por un robusto hombretón a cuyos golpes retemblaba la pared. Para comprobar la violencia percusora de los martillos, el mismo Montgerón golpeó con la maza de un jansenista la pared contra que se apoyaba la joven, y a los veinticinco golpes abrió un boquete de más de medio pie. También refiere Montgerón que en otras ocasiones se hizo la prueba golpeando una barrena apoyada sobre la boca del estómago de convulsionarios de uno y otro sexo, en cuyo semblante se reflejaba el deleite que, según confesión propia, les causaba una tortura capaz de atravesarles las entrañas hasta el espinazo... 

A mediados del siglo XIX, ocurrieron en Alemania fenómenos de posesión en la persona de unas monjas que daban saltos mortales, trepaban ágilmente por las paredes y hablaban sin dificultad idiomas extranjeros. Sin embargo, el remedio de todo ello consistía en que las poseídas recurriesen al matrimonio... He de añadir que los fanáticos de San Medardo tan sólo recibían los golpes durante las crisis convulsivas y, por consiguiente, como indica el doctor Calmeil, el estado de turgencia, contracción, erotismo, espasmo o dilatación en que, según los casos, quedaba el organismo de los convulsos, pudo muy bien amortiguar y aun resistir la violencia de los golpes. La asombrosa insensibilidad de la piel y del tejido adiposo en casos que debieran haberlos desgarrado, se explica por la consideración de que en momentos de extrema emotividad, como los paroxismos de ira, temor y cólera, también queda insensible el organismo... Por otra parte, dice asimismo el doctor Calmeil, que para golpear los cuerpos de los convulsivos se empleaban instrumentos muy voluminosos de superficie plana y redondeada o bien de forma cilíndrica y punta roma, cuyo efecto vulnerante es muchísimo menor que si se hubieran empleado cordeles o instrumentos punzantes de mucha elasticidad. Así es que los golpes producían en el organismo de los convulsivos el mismo efecto que un saludable masaje, al paso que aminoraban los dolores propios del histerismo.

Conviene advertir ahora que cuanto precede no es burla socarrona, sino la explicación que de los fenómenos da por pluma de Figuier una de las eminencias médicas de Francia en aquel entonces, el doctor Calmeil, director del manicomio de Charentón, lo cual infunde la sospecha de si al cabo de tantos años de trato no le contagiarían sus pupilos. Además, no tiene en cuenta Figuier que en otro pasaje de su obra  describe gráficamente la resistencia que el cuerpo de la convulsa Elia Marión opuso, como si fuese de hierro, a la afilada punta de un cuchillo, así como también dice que en varias ocasiones se emplearon puntiagudas barras de hierro, espadas y hachas y otras armas punzantes y cortantes.

RETO  ORIGINAL


            Al comentar el pasaje que acabamos de transcribir exclama Des Mousseaux:

¿Estaba en sus cabales el ilustrado médico cuando escribió esto? Si los doctores Calmeil y Figuier quisieran sostener sus afirmaciones, les replicaríamos diciendo que ningún inconveniente tendríamos en creerles, con tal de que para demostrarlas más prácticamente nos permitieran despertar en su ánimo una violenta y terrible emoción de cólera o ira. Al efecto, en interés de la ciencia y con el previo consentimiento de ambos doctores, les diríamos, ante un concurso no sabedor de nuestro trato, que sus escritos son una asechanza a la verdad, un agravio al sentido común, una ignominia que tal vez soporte el papel, pero que no debe aguantar el público. Añadiremos que falsifican la ciencia y embaucan a los ignorantes bobalicones agrupados a su alrededor, como en gentío en torno de un frívolo sacamuelas... Y cuando henchidos de cólera, revuelta la bilis y encendido el rostro lleguéis al paroxismo de la ira, golpearemos vuestros turgentes músculos y descargaremos lluvias de piedras en las partes que como más insensibles nos indiquen vuestros amigos, pues el mismo trato recibieron los cuerpos de las convulsas mujeres que parecían complacerse en el dolor. Mas para que no os veáis privados de la saludable satisfacción de ese masaje a que aludís, contundiremos vuestros cuerpos con instrumentos cilíndricos de superficie lisa como, por ejemplo, rígidos garrotes y estacas primorosamente torneadas, si lo preferís... En todo caso podemos llevar nuestra generosidad al extremo de permitiros poner en substitución de vuestras personas, las de vuestras hermanas, esposas e hijas, pues habéis advertido que el sexo débil demuestra mayor fortaleza en estas desconcertadas pruebas.

            Inútil es decir que el reto de Des Mousseaux no obtuvo respuesta.

BLAVATSKY







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