miércoles, 17 de julio de 2019

ISIS SIN VELO I - CAPÍTULO VIII





No creas que en mis mágicas maravillas me ayuden
los ángeles de la Estigia evocados del infierno y malditos
por quienes quisieron dominar a los tenebrosos divis y
afrites, sino que me ayuda la percepción de los secretos
poderes de las fuentes minerales, de las íntimas células
de la naturaleza, de las hierbas colgantes en verde cortina
y de los astros que voltean sobre torres y montes.

            TASSO, XIV, 13.



 Como a las puertas del infierno, detesto a quien se
atreve a pensar una cosa y decir otra.-POPE.


Si el hombre cesara de existir al bajar a la tumba,
habríamos de confesar sin remedio que es la única
criatura a quien la naturaleza o la providencia se han
complacido en defraudar concediéndole cualidades
que carecen de objeto de aplicación en la tierra.

BULWER  LYTTON.-Una historia singular.




 Del prefacio de la obra de Proctor titulada: Nuestro lugar en el infinito, entresacamos el siguiente párrafo: 
“La ignorancia en que los antiguos estaban del lugar de la tierra en el espacio les indujo a suponer influencias favorables o adversas de los astros en el destino de los individuos y de las naciones, así como a formar el grupo de siete días dedicados a los siete planetas de su sistema astrológico”.

LA  FORMACIÓN  DE  LA  TIERRA


            
Dos distintas afirmaciones sienta Proctor en el párrafo citado: 

1.ª  Que los antiguos ignoraban el verdadero lugar de la tierra en el espacio. 

2.ª  Que creían en la influencia favorable o adversa de los astros en el destino de los individuos y de los pueblos. 

Sin embargo, hay poderosos motivos para suponer que los sabios de la antigüedad conocían la posición, movimientos y relaciones de los astros, según se infiere del testimonio de Plutarco, ampliado con los de Draper y Jowett. Además, si tan ignorantes eran los antiguos astrónomos, ¿cómo es que en los fragmentos de sus obras se descubren bajo el enigmático lenguaje muchos conceptos corroborados por recientes descubrimientos? En su citada obra expone Proctor la teoría de la formación de la tierra y describe las sucesivas fases porque pasó antes de ofrecer morada al hombre, pintando con vivos colores el gradual agrupamiento de la materia cósmica en esferas gaseosas, rodeadas de una inconsistente capa líquida, que fueron condensándose hasta la solidificación de la corteza externa, seguida del lento, enfriamiento de la masa, con los resultados químicos de la acción del intenso calor sobre la primitiva materia del globo, que determinaron la formación y distribución de las partes firmes, los cambios en la constitución de la atmósfera, la aparición de vegetales, animales y por último del hombre.
            
Pero veamos ahora el hermético Libro de los Números  escrito, según tradición caldea, por Hermes Trismegisto. Dice así: “En el principio del tiempo el gran Invisible tenía sus santas manos llenas de materia celeste que esparció por el infinito y, ¡oh pasmo!, se convirtió en esferas de fuego y en esferas de arcilla que, como el inquieto metal, se disgregaron en esferas menores que empezaron a voltear incesantemente. Y algunas, que eran esferas de fuego, se convirtieron en esferas de arcilla y las de arcilla en esferas de fuego, porque las de fuego esperaban a que llegase el tiempo de convertirse en de arcilla y las otras las envidiaban en espera de convertirse en de puro y divino fuego”.
            
No creemos que nadie se atreva a pedir más claro compendio de las fases cósmicas tan elegantemente descritas por Proctor.
            
Vemos en el pasaje de Hermes la difusión de la materia, su agrupamiento en esferas de las que se disgregan otras menores, la rotación axial, la paulatina transición de la materia incandescente a materia terrosa y por fin la pérdida de calor con que se inicia el período de la muerte planetaria.

El tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicará a los materialistas algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una estrella en la constelación de Casiopea el año 1572 y de otra en el serpentario en 1604, según observaciones de Kepler. Verdaderamente demuestran los caldeos en el citado pasaje más profunda filosofía que los astrónomos modernos, pues la confversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza la subsiguiente existencia planetaria análoga a la que más allá de la muerte corporal tiene el espíritu del hombre. Si, como ya admite la astronomía, nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren los astros, ¿por qué no han de tener, como el hombre, la subsiguiente existencia etérea o espiritual? Así lo afirman los magos al decir que la fecunda madre tierra está sujeta a las mismas leyes que sus hijos y en oportunidad de tiempo engendra de su seno todas las cosas hasta que, llegada la plenitud de su tiempo, cae en la tumba de los mundos. La materia densa de la tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a la inexorable ley, formarán nuevas combinaciones; pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual de que originariamente emanara. 

Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu” (5).
            
Nadie hallará en las obras de Hermes ni el más leve indicio del enorme absurdo sostenido después por la iglesia romana, diciendo que los astros habían sido creados para recreo del hombre, puesto que el unigénito Hijo de Dios bajó a este ínfimo mundo para redimir nuestras culpas.

LA  TIERRA  INVISIBLE


Proctor nos habla de una capa inconsistente de materia no condensada todavía, que recubre un océano de consistencia viscosa en el cual gira un núcleo sólido. Pero también esta hipótesis tiene su precedente en la siguiente referencia: “Asegura Hermes que en el principio era la tierra una especie de limo o gelatina temblorosa compuesta de agua condensada por la incubación y calor del divino espíritu o, según la letra del texto: cum adhuc terra tremula esset, lucente sole compacta esto”.

De la misma obra de Filaleteo entresacamos el siguiente pasaje: “Por mi alma afirmo que la tierra es invisible, y no sólo esto, sino que el ojo del hombre no ve jamás la tierra ni puede ésta ser vista sin arte. El mayor secreto de la magia es hacer invisible este elemento... y este cuerpo feculento y grosero sobre que andamos, es un compuesto, y no la tierra, sino que en él está la tierra. En una palabra, que todos los elementos son visibles menos la tierra, y cuando alcancemos la necesaria perfección para saber por qué Dios ha puesto la tierra in abscondito, tendremos una excelente traza para conocer a Dios y saber cómo es visible y cómo invisible”.

Muchos siglos antes de nacer los científicos contemporáneos había ya dicho Salomón: “Tu poderosa mano hizo el mundo de materia informe. Esta frase encierra cuanto pudiéramos decir; pero añadiremos que tal vez la materia informe, la tierra preadámica entrañe una “potencia” cuyo hallazgo regocijaría a Tyndall y Huxley.

Al descender de lo universal o lo particular, de la antigua teoría de la evolución planetaria a la evolución de la vida vegetal y animal, tan opuesta a las creaciones individuales de los seres, vemos anticipada la moderna teoría de la transformación de las especies en el siguiente pasaje de Hermes: “Cuando Dios hubo llenado sus potentes manos de cuanto en la naturaleza existe y la limita, exclamó sin abrirlas: “¡Oh tierra bendita! Sé la madre de todo para que nada necesites. Entonces abrió las manos derramando de ellas todo lo necesario para la formación de las cosas”. Aquí tenemos simbolizada la materia primaria en que laten potencialmente todas las futuras formas de vida y que la tierra es la madre de cuanto desde entonces brota de su seno.
Más explícito es todavía Marco Antonio en su Soliloquio: “La naturaleza se complace en mudar todas las cosas y revestirlas de nuevas formas. La materia es para ella como cera con que moldea toda clase de figuras, y si hace un pájaro lo convierte después en cuadrúpedo, o de una flor hace una rana, de suerte que se deleita en sus operaciones mágicas, como los hombres en las obras de su propia imaginación”.
Antes de que los modernos científicos pensaran en la teoría evolutiva, había dicho ya Hermes que nada hay truncado en la naturaleza, pues todas sus obras rebosan de suave armonía sin saltos ni transiciones violentas ni aun en las muertes súbitas.

Los rosacruces iluminados profesaban la doctrina del lento desenvolvimiento de las formas preexistentes. Las Tres Madres enseñaron a Hermes el misterioso proceso de sus obras antes de revelarlo a los alquimistas medioevales. En lenguaje hermético las Tres Madres significan la luz, el calor y el magnetismo, transmutables según el principio de la correlación de fuerzas o transformación de la energía. Dice Sinesio que en el templo de Menfis encontró unos libros de piedra con la siguiente máxima esculpida: “Una naturaleza se deleita en otra; una naturaleza vence a otra; una naturaleza prevalece contra otra; pero todas ellas son una sola”.

LA  EVOLUCIÓN SEGÚN  HERMES

           
La continua actividad de la materia está expresada en el siguiente aforismo de Hermes: “La acción es la vida de Phta”. Por su parte Orfeo llama a la naturaleza “la madre que hace muchas cosas” ..... o “madre ingeniosa que imagina e inventa”.

En su ya citada obra dice Proctor: “Todo cuanto existe, así en la superficie como en el itnerior de la tierra, las formas vegetales y animales y nuestro organismo corporal, están constituidos por materia atraída de las profundidades del espacio que por todas partes nos rodea”. Los herméticos y rosacruces sostuvieron que todas las cosas, así visibles como invisibles, dimanaban de la lucha entre la luz y las tinieblas y que toda partícula material entraña una chispa luminosa (espíritu) cuya propensión a volver a su divino origen, librándose del obstáculo impediente, determina el movimiento de los átomos que a su vez engendra las formas. Sobre el particular dice Hargrave Jennings con referencia a Roberto Fludd: “Todos los minerales tienen en esta centella de vida la potencialidad rudimentaria de las plantas y otros organismos de más en más perfeccionados. Asimismo, todas las plantas tienen rudimentarias sensaciones que, con el tiempo, pueden ponerlas en estado de transformarse en otras criaturas capaces de moverse de acá para allá con funciones de orden más o menos elevado. De suerte que el reino vegetal ha de psar por ignorados caminos a otros más altos senderos por donde irse perfeccionando hasta el punto de que su divina luz se explaye con mayor y más impelente fuerza y con más pleno y consciente propósito, por la planetaria influencia de los invisibles operarios del gran Arquitecto”.

La luz (primera creación según el Génesis) es la Sephira de los cabalistas; la Mente divina, la madre de los Sefirotes cuyo padre es la Sabiduría oculta. La luz es la primera emanación del Supremo y luz es vida según el Evangelista. Luz y vida son electricidad, el principio vital, el anima mundi que interpenetra el universo y vivifica todas las cosas. La luz es el mágico Proteo cuyas diversas ondulaciones, movidas por la divina voluntad del Arquitecto, originan las formas vivientes. De su turgente y eléctrico seno brotan la materia y el espíritu. Sus rayos entrañan la virtud de las acciones físicoquímicas y de los fenómenos cósmicos y espirituales. La luz organiza y desorganiza; da y quita la vida; y de su punto primordial surgen gradualmente a la existencia miríadas de visibles e invisibles mundos. Dice Platón  que en un rayo de esta trina madre primaria encendió Dios el fuego que llamamos sol y no es causa de luz y calor, sino únicamente el foco, o mejor dicho la lente que concentra y enfoca sobre nuestros sistema solar los rayos de la luz primordial de cuyas diversas vibraciones dimana la correlación de fuerzas.

La obra de Proctor, que motiva estos comentarios, consta de doce tratados, de los cuales el último se titula: Ideas acerca de la Astrología. El autor estudia esta materia con mayor respeto del acostumbrado entre los científicos, en prueba de que puso en ella toda su atención. Dice a este propósito: “Si consideramos debidamente el asunto, hemos de convenir en que de cuantos errores sufrieron los hombres en su ansia de escrutar el porvenir, la astrología es el más digno de respeto y aun pudiéramos decir que el más razonable..., pues los cuerpos celestes regulan inequívocamente el destino de los individuos y de las naciones, ya que sin las benéficas y reguladoras influencias del sol, que es entre todos el principal, perecerían las criaturas vivientes sobre la tierra... También tiene influencia la luna, y no es extraño que los antiguos infiriesen por analogía que si estos dos astros influyen tan poderosamente en la tierra, también tengan su especial influencia los demás astros”.

ASTROLOGÍA  Y  ASTRONOMÍA


Por otra parte, no cree Proctor infundada su sospecha de que los planetas de más lento movimiento ejerzan influencia superior al mismo sol, y opina que “la astrología fue formándose tras repetidas tentativas en que los astrólogos se guiaron por la observada relación entre ciertos sucesos de monta en la vida de reyes, caudillos o magnates y la posición de los astros el día de su nacimiento. Sin embargo, también pudieron algunos astrólogos imaginar influencias en que creyeron las gentes por haberlas confirmado alguna curiosa coincidencia”.

Conviene advertir que aun los tratadistas formales recurren a palabras de tan vago sentido como la de coincidencia, para encubrir lo que les repugna aceptar. Pero los sofismas no son axiomas ni mucho menos demostraciones matemáticas en que por lo menos los astrónomos debieran apoyar sus afirmaciones. 

La astrología es ciencia tan exacta como la astronomía, con tal de que las observaciones sean también exactas, pues sin esta condición sinecnanónica una y otra ciencia incurrirán en error. La astrología es a la astronomía como la psicología a la fisiología, y tanto en astrología como en psicología es preciso ir más allá del mundo visible y entrar en los dominios del trascendente espíritu. Tal fue la vieja lucha entre las escuelas platónica y aristotélica; pero en nuestro siglo de escepticismo saduceico no prevalecerá aquélla contra ésta. Proctor parece como si viera la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, pues si apuntáramos los errores y despropósitos de los astrónomos, seguramente excederían de mucho a los de los astrólogos.

Sigue exponiendo Proctor en su obra cuanto de heterodoxo ha encontrado en sus investigaciones científicas y se asombra más de una vez de tan “curiosas coincidencias” como, por ejemplo, la que refiere en estos términos: “No me detendré en la curiosa coincidencia de si efectivamente conocían los astrólogos caldeos el anillo de Saturno, pues representaban al Dios de este nombre dentro de un triple anillo... Del hallazgo de algunos instrumentos ópticos en las ruinas asirias, se infiere que pudieron descubrir los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter... Belo, el Júpiter asirio, estaba algunas veces representado con cuatro alas esmaltadas de estrellas; pero es muy posible que esto fuesen meras coincidencias”.

Sin embargo, esta serie de coincidencias a que se refiere Proctor serían más milagrosas que la realidad de los hechos y no parece sino que los escépticos anden anhelosos de coincidencias. Bastantes pruebas dimos en el capítulo anterior de que los antiguos disponían de instrumentos ópticos tan excelentes como los del día. Según infiere Rawlinson de las inscripciones de los ladrillos asirios, el templo de Borsippa (Birs-Nimrud) tenía siete pisos dispuestos en círculos concéntricos de ladrillo y metal, del color correspondiente al planeta cuyas órbitas simbolizaban, y por lo tanto no cabe suponer que los instrumentos de Nabucodonosor fuesen de poco alcance ni de escasa monta los conocimientos de sus astrónomos. Tampoco es posible achacar a coincidencia que los caldeos diesen a cada planeta el color que en efecto han distinguido en ellos las recientes observaciones telescópicas. Asimismo, no puede ser coincidencia que Platón aludiera en el Timeo a la indestructibilidad de la materia, transmutación de fuerzas y conservación de la energía, de modo que su comentador Jowett dice a este propósito: “La última palabra de la filosofía moderna es continuación y desarrollo de los principios fundamentales de la ciencia que dejó sentados Platón”.

ALEGORÍAS  ASTRONÓMICAS


            
Las antiguas religiones fueron esencialmente sabeístas, y cuando lleguen a interpretarse con exactitud sus mitos y alegorías, no sólo se verá que no discrepan lo más mínimo de los modernos conceptos astronómicos, sino que casi todos los principios de esta ciencia están encubiertos en las ingeniosas trazas de sus fábulas. Alegorizaban el movimiento de los astros, personificaban la índole de los fenómenos y en la conducta y temperamento de las divinidades olímpicas simbolizaban los principios de las ciencias físicoquímicas. La electricidad atmosférica en su estado latente está representada por los semidioses, cuya acción se limita a la tierra, pero que en sus eventuales vuelos a las regiones divinas despliegan energía eléctrica estrictamente proporcionada a la distancia a que se elevan. Las mazas de Hércules y Thor eran mucho más mortíferas cuando los dioses se cernían entre las nubes. Júpiter olímpico concentraba en su persona y atributos las fuerzas cósmicas antes de que el genio de Fidias le diese forma humana a propósito para que las multitudes le adorasen con el nombre de Máximus o Dios de los dioses. 

El mito de Júpiter, menos metafísico y complicado en un principio, era elocuentísima expresión de filosofía natural. Según dicen Porfirio y Proclo, al elemento masculino (Zeus) de la creación se le llamaba cabeza de los seres vivientes (Zoon-ok-zoon) cuyos femeninos principios eran Vesta (tierra) y Metis (agua). En la teoría órfica, que desde el punto de vista metafísico es la más antigua de todas, representa Zeus a la vez la potencia y el acto, la Causa inmanifestada y el Demiurgo o Creador, emanado de la invisible Potencia. Las esposas de Zeus, considerado como Demiurgo, simbolizan los agentes de la evolución cósmica, es decir, las afinidades químicas y las atracciones y repulsiones magnéticas y la electricidad atmosférica. De estos  
simbolismos físicos se infiere cuán versados estaban los antiguos en las ciencias físicas tal como ahora se conocen.
            
Posteriormente, en tiempo de Pitágoras representa Zeus la metafísica trinidad o sea la Mónada que de sí misma educe la Tetractis de voluntad, mente y acción. Más adelante todavía, los neoplatónicos se abstienen de filosofar sobre la Mónada primaria, por inaccesible al entendimiento humano, y tratan tan sólo de la Tríada demiúrgica o manifestación visible y tangible de la Divinidad desconocida.
            
Plotino, Porfirio, Proclo y otros filósofos admitieron la misma Tríada de Zeus Padre, Zeus Hijo (Poseidón o Dunamis) y de Zeus Espíritu (Nous). Este mismo concepto siguió enseñándose durante el siglo II de la era cristiana en la escuela de Ireneo, pues no hubo entre los neoplatónicos y cristianos otra discrepancia que la violenta confusión establecida por los últimos entre la Mónada incomprensible y la Tríada creadora.
            
Desde el punto de vista astronómico, Zeus-Dionisio tiene su origen en el Zodíaco o antiguo año solar. En Libia lo representaban bajo forma de carnero y su concepto era idéntico el Amun egipcio que engendró a Osiris (dios-toro), quien a su vez es una personificada emanación del Padre-Sol o Sol en Tauro, mientras que el Padre-Sol del cual emana esta personificación es Sol en Aries. Según sabemos, el toro simboliza la potencia creadora; y precisamente uno de los principales expositores de la cábala, Simón-Ben-Iochai que floreció en el siglo I de la era cristiana, nos explica el origen de esta extraña adoración de toros y vacas. Más adelante nos referiremos a las enseñanzas de los cabalistas sobre este símbolo, según las expone Simón-Ben-Iochai, y veremos que ni Darwin ni Huxley, fundadores de la teoría de la evolución y transformación de las especies, encontrarían en él nada opuesto a la razón y sí tan sólo la contrariedad de ver que los antiguos se les hayan anticipado en el descubrimiento.
            
Sin dificultad puede probarse que Saturno o Kronos (cuyo anillo descubrieron con toda seguridad los astrólogos caldeos) estuvo considerado desde tiempo inmemorial como padre de Zeus, antes de que éste alcanzara la suprema categoría de padre de los dioses. Es Saturno el Belo o Baal de los caldeos, que tomaron su culto de los acadianos, y aunque Rawlinson insiste en que estos últimos procedían de Armenia, no cabe admitir esta hipótesis por cuanto Belo es la variedad babilónica del Siva o Bala indo, el destructor dios del fuego que en muchos aspectos sobrepuja al mismo Brahmâ.
            
A este propósito dice un himno órfico: “Zeus es el primero y el último, la cabeza y las extremidades. De él proceden todas las cosas. Es hombre y ninfa inmortal, alma de las cosas, motor principal del fuego, sol y luna, fuente del océano, demiurgo del universo, divina potestad creadora y gobernadora del cosmos. Zeus lo es todo. Es fuego, agua, tierra, éter, noche, cielos, Metis (la arquitecta primieval). Eros y Cupido. Todo está comprendido en las vastísimas dimensiones de su glorioso cuerpo”.

SÍMBOLOS  DE  LA  LUNA


            Este breve himno laudatorio abarca el fundamento de todo concepto mítico. La imaginación de los antiguos era, según parece, tan inagotable como las visibles manifestaciones de la Divinidad que les deparaban los temas de sus alegorías siempre referentes, no obstante su copiosa variación, a las dos ideas capitales que bajo las sacras representaciones se ajustaban paralelamente a los aspectos físico y espiritual de las leyes naturales. Los metafísicos conceptos de los antiguos no estaban jamás en contradicción con las verdades científicas, y sus credos religiosos se basan en las ideas físicopsíquicas de los sacerdotes y filósofos, que las derivaron de las tradiciones primievales, confirmadas por la experiencia propia con auxilio de la sabiduría acopiada en épocas intermedias.
            
La misión de los rayos de Júpiter estaba simbolizada en Diana, la esplendente virgen Artemisa, llamada en antiquísimo tiempos Diktynna . La luna es opaca y su brillo es reflejo de la luz solar. Su símbolo era la diosa Astarté o Diana que, como la cretense Diktynna, está coronada de una guirnalda de la mágica y siempre verde planta diktammon o dictamnus, cuyo contacto, según se dice, provoca el sonambulismo en quien no lo tiene. Análogamente a Eilithya y Juno Pronuba, presidía Diana los nacimientos y se la consideraba como divinidad esculápica. La guirnalda de dictamnus en las figuras de Diana nos demuestra una vez más la profunda observación de los antiguos, pues por una parte esta planta tiene muy eficaces virtudes sedantes y medra abundantemente en el monte Dicte de la isla de Creta; y por otra parte, la luna, según las más notables autoridades en magnetología, influye en los humores del cuerpo y en las células nerviosas, que tan importante papel desempeñan en la hipnotización. Así es que los cretenses ponían manojos de esta planta sobre el cuerpo de las parturientas y con las raíces hacían un brebaje que aliviaba los dolores del parto y mitigaba la peligrosa irritabilidad del organismo en este período. También solían colocar a las parturientas en el recinto sagrado del templo de Diana, expuestas a los rayos de la esplendente hija de Júpiter, la brillante y serena luna del cielo oriental.
            
Los induístas y budistas tienen muy complejo concepto de la influencia del sol y de la luna considerados como elementos masculino y femenino, que son respectivamente los principios positivo y negativo de la polaridad magnética. Todos los autores indos que trataron del magnetismo reconocieron la influencia de la luna en las mujeres, y tanto Ennemoser como Du Potet corroboran acabadamente las teorías de los videntes indos.
            
En todos los países de la antigüedad estaba consagrado el zafiro a la Luna, y los budistas tenían esta preciosa piedra en muchísimo respeto, no derivado de la superstición, sino con sólido fundamento científico. Atribuyen los budistas al zafiro virtudes mágicas, por cuanto su color azul obscuro determina fenómenos sonambúlicos, según puede observar cualquier estudiante de hipnotismo. Esto se deriva de la hasta hace poco tiempo no advertida influencia de los colores del prisma y especialmente del azul en el crecimiento de las plantas. Según ha demostrado el general Pleasonton, después de muchas discusiones académicas sobre la potencia calorífica de los rayos solares, los azules son los más eléctricos y su influencia favorece en mágicas proporciones el crecimiento de plantas y animales. Por otra parte, las investigaciones de Amoretti sobre la polaridad eléctrica de las piedras preciosas demuestran que el diamante, el granate y la amatista son electro-negativos, al paso que el zafiro es electro-positivo. Todo esto nos mueve a reconocer que las modernas ciencias experimentales corroboran cuanto acerca del particular conocían los sabios de la India, muchísimo antes de la fundación de las academias europeas.

LAS  PIEDRAS  PRECIOSAS


            Dice una antiquísima leyenda inda, que enamorado Brahmâ Prajâpati de su propia hija Ushâs, tomó la forma de ciervo (ris’ya) y la convirtió a ella en cierva, de modo que así se cometió el primer pecado de que fue culpable el mismo Brahmâ. Ante tamaña profanación, se aterrorizaron de tal manera los dioses, que asumiendo su más horrible aspecto, pues los dioses pueden tomar cuantas figuras quieran, formaron a Bhûtavan, el espíritu del mal, con propósito de aniquilar la encarnación del primer pecado, cometido por el mismo Brahmâ. Al ver esto, Brahmâ-Hiranyagarbha  se arrepintió profundamente y empezó a recitar los mantras de purificación. De su llanto cayó una lágrima, la más ardiente de cuantas de ojos brotaron, que al tocar en el suelo se convirtió en el primer zafiro”. Esta semipopular y semisagrada leyenda denota que los indos, no sólo sabían que el azul era el color más eléctrico, sino que también conocían la influencia del zafiro y de otros minerales. Aparte de esto, dice Orfeo que con una piedra imán es posible influir en muchas personas reunidas; Pitágoras atribuye secreta importancia al color y naturaleza de las piedras preciosas; y Apolonio de Tyana enseñaba a sus discípulos las ocultas virtudes de estas piedras, y cada día del mes llevaba una sortija de distinta piedra, con arreglo a las leyes de la astrología judiciaria. Según los budistas, el zafiro tranquiliza el espíritu, serena el ánimo, aleja los malos pensamientos y tonifica el cuerpo, que son precisamente los efectos atribuidos por la moderna electroterapia a la acción de una corriente eléctrica con acierto dirigida. A este propósito dicen los budistas: “El zafiro abre puertas y casas cerradas para el espíritu del hombre; despierta el deseo de orar y entraña mayor paz que cualquiera otra alhaja. Pero quien la lleve ha de vivir pura y santamente”.
            
Diana es hija de Zeus y Proserpina; pero Hesiodo la llama Diana Eilythia-Lucina y dice que es hija de Júpiter y Juno. En las frecuentes querellas conyugales entre Júpiter y Juno, su hija Diana se vuelve de espaldas a su madre y sonríe a su padre, aunque reconviniéndole por sus devaneos. Esto es símbolo de los eclipses de luna, durante los cuales, se dice que los magos de Tesalia y Babilonia convertían hacia la tierra sus hechizos y encantos hasta lograr que se reconciliase la irritada pareja. Entonces Juno sonreía orgullosa a la brillante Diana que, circuyéndose de su creciente, volvía al secreto retiro de las montañas.
            
Parece que esta fábula alude a las fases de la luna. Los habitantes de la tierra sólo vemos un hemisferio de la luna y esto significa que Diana le vuelve la espalda a su madre Juno.
            Las posiciones respectivas del sol, la tierra y la luna cambian continuamente, y la fase de luna nueva coincide siempre con variaciones atmosféricas, aparte de que las tempestades pudieron muy bien sugerir la idea de una lucha entre el sol y la tierra, sobre todo cuando aquél está oculto por rugientes nubes. Además, la luna no brilla en su fase de nueva, porque el hemisferio visible desde la tierra no está iluminado por el sol; pero después de la reconciliación, va mostrándose gradualmente iluminado el disco de la luna, y de aquí que los astrólogos caldeos y los magos de Tesalia, cuyo conocimiento del curso de los astros igualaba al de cualquier astrónomo moderno, se esforzaran en aplacar las iras de la luna y moverla a mostrar de nuevo su semblante, después de haber recibido la “radiante sonrisa” de su madre la tierra, cuando a su vez se refleja la luz del sol en la luna. Por esto decía la fábula que tan luego como Diana se ciñe el creciente, se marcha otra vez a cazar a la montaña.

OBSERVATORIO  DE  BELO


            No hemos de negar la intrínseca sabiduría de los antiguos juzgando por las, en apariencia, supersticiosas fábulas con que velaron la explicación de los fenómenos naturales, pues a tanto equivaldría que, por ejemplo, dentro de quinientos años nuestros descendientes tacharan de antiguos ignorantones a los discípulos del profesor Balfour Stewart y de filósofo superficial a su maestro, por haber llevado éste a cabo experimentos con propósito de averiguar, como en efecto averiguó, que las manchas del sol están relacionadas con las enfermedades de algunas plantas y que influyen poderosamente en las condiciones de la tierra. 

Si la ciencia moderna llega a este punto, no hay motivo para tratar de locos o de bellacos a los astrólogos de la antigüedad. Entre la astrología natural y la judiciaria hay la misma relación que entre la fisiología y la psicología o entre lo físico y lo moral. Si posteriormente decayeron estas ciencias en pura charlatanería, gracias a unos cuantos impostores ávidos de ganancia, no es justo acusar de ello a los insignes astólogos cuyo amor al estudio y santidad de vida inmortalizaron los nombres de Caldea y Babilonia. Seguramente que no merecen el dicterio de impostores quienes desde el observatorio de Belo, rodeado de nubes, como dice Draper, remontaron sus exactas observaciones astronómicas hasta cien años acá del diluvio. Aunque se hayan ridiculizado los procedimientos que seguían los caldeos para divulgar las verdades astronómicas, cabe la duda de si aventajaban a los modernos procedimientos de enseñanza, pues en su tiempo la ciencia estaba hermanada con la religión y la idea del Creador era inseparable de las obras de la creación. El vulgo de Babilonia y de Grecia sabía que Urano era el padre de Saturno y Saturno el de Júpiter, a quienes, así como a sus satélites, diputaban por divinidades; mientras que en nuestros tiempos apenas habrá entre las multitudes el uno por diez mil que conozca la respectiva posición y movimiento de los planetas del sistema solar.
            
Basta abrir cualquier tratado de astrología y comparar la Fábula de las doce mansiones con los modernos descubrimientos astronómicos respecto a la constitución de los planetas, para advertir que los antiguos la conocían perfectamente sin necesidad del espectroscopio, pues las simbólicas representaciones de los dioses del Olimpo y los doce signos del Zodíaco con sus especiales cualidades, nos indican hasta cierto punto las proporciones de calor y luz recibidas del sol por cada planeta. Las diosas que simbolizan la tierra son idénticas en naturaleza física a los demás dioses y diosas, dando a entender con ello que aquellos astrónomos que día y noche velaban en la cúspide de la torre de Belo, comunicándose continuamente con las divinidades personificadas, habían echado de ver la unidad física del universo y la analogía química entre la tierra y los demás planetas. La astrología representa al sol en Aries (Júpiter) como signo masculino, diurno, cardinal, equinoccial, oriental, cálido y seco, en pñerfecta correspondencia con el caráctrer atribuido al “Padre de los dioses”.
            
Cuando Zeus-Akrios arranca colérico de su ardiente cinto los rayos que desde los cielos fulmina, rasga las nubes y desciende convertido en Júpiter Pluvius, en torrentes de lluvia. Es el mayor y más encumbrado dios y se mueve con tanta velocidad como el mismo rayo. Ahora bien; el planeta Júpiter gira sobre su eje con velocidad ecuatorial de unos 720 kilómetros por minuto. Tan excesiva fuerza centrífuga ha sido al parecer la causa de su gran aplanamiento en los polos y sin duda por ello representaban los cretenses a Júpiter sin orejas. El disco del planeta está cruzado por fajas obscuras de amplitud variable, relacionadas, según parece, con la rotación sobre su eje y producidas por perturbaciones atmosféricas. De aquí que el rostro del padre Zeus se inflamara de ira al ver la rebelión de los titanes.
            
En la obra de Proctor aparecen los astrónomos como destinados por la Providencia a topar con toda suerte de curiosas coincidencias, porque entresaca muchos casos de los miles que pudiera citar. A esta lista podemos añadir el ejército de egiptólogos y arqueólogos favorecidos por la señora casualidad, que suele escoger a los “árabes complacientes” y otros caballeros orientales para representar el papel de genios benéficos en las dificultades con que tropiezan los orientalistas. Ebers fue uno de los recientemente favorecidos, y por otra parte se sabe que cuando Champollion necesitaba alguna malla en la cadena de sus investigaciones, no le era difícil encontrarla de singular e inesperada manera.

NO  HAY  CASUALIDAD


            Voltaire, el “impío” mayor del siglo XVIII, decía que si no existiese Dios fuera preciso inventarlo. Volney, también tachado de materialista, no niega a Dios en ninguno de sus libros; antes al contrario, afirma repetidas veces que el universo es obra del Omnisciente y está convencido de la existencia de un agente supremo, un artífice universal llamado Dios.
Al fin de sus años admite Voltaire las doctrinas pitagóricas y concluye diciendo: “He consumido cuarenta años de mi peregrinación en busca de la piedra filosofal llamada verdad. Consulté con los filósofos desde Platón a Epicuro y desde Agustín a Malebranche y sigo en la misma ignorancia... Todo cuanto he podido inferir de la comparación y cotejo de los sistemas de Platón, Aristóteles, Pitágoras y los orientales, es que la casualidad es palabra sin sentido, pues el mundo está regido por leyes matemáticas”.

Conviene advertir que Proctor tropieza con la misma piedra de escándalo que los autores materialistas, cuyas opiniones comparte, confundiendo las operaciones físicas con las espirituales de la naturaleza. Prueba de las orientaciones de su mente nos da la suposición por él mantenida de que tal vez los sabios de la antigüedad infirieron la influencia sutilísima de los astros por analogía con la ya conocida del sol y de la luna, pues dice que si según la ciencia el sol es manantial de calor y luz y la luna influye en las mareas, necesariamente habían de atribuir a los demás astros la misma influencia en el organismo y destino de los hombres.

Pero permítasenos ahora una digresión. Difícilmente descubrirá el concepto que de los astros tenían los antiguos, quien desconozca el significado esotérico de sus doctrinas, pues si bien la filología y la teología comparadas han emprendido una ardua tarea de análisis, sus resultados son hasta ahora de poca importancia, a causa de que las alegorías del lenguaje han extraviado a los comentadores hasta el punto de tomar los efectos por causas y las causas por efectos. En el complejo fenómeno de la correlación de fuerzas, no es capaz de señalar el sabio más eminente cuál de ellas es la causa y cuáles son los efectos, ya que todos son recíprocamente transmutables. Por lo tanto, al preguntar a los físicos si la luz engendra calor o si inversamente el calor engendra luz, responderían probablemente que la luz engendra calor. 

Pero ¿cómo?: ¿hizo el gran artífice primero la luz y después el sol, o formó desde luego el sol que, según se dice, es el único manantial de luz y por consiguiente de calor? Esa pregunta tal vez parezca pueril a primera vista, pero mudará de aspecto si detenidamente la examinamos. Según el Génesis, el Señor hizo la luz tres días antes de hacer el sol, la luna y las estrellas. Tan enorme despropósito científico ha regocijado a los materialistas, que en verdad podrían aprovecharse dialécticamente de él si fuera cierta su hipótesis de que la luz y el calor dimanan del sol. A falta de otra mejor, todo el mundo acepta esta hipótesis que, según expresión de un predicador, prevalecía soberanamente en el reino de las especulaciones. Los antiguos heliólatras identificaban el Supremo Espíritu con la naturaleza y veneraban al sol como divinidad “en quien reside el Señor de la vida”. Según la teoría induista, Gama es el sol, la fuente de las almas y de toda vida (32). También la divinidad inda Agni, el fuego divino, está identificada con el sol (33); Ormazd es la luz, el dios-sol, donador de vida. Según la filosofía induista, las almas emanan del alma del mundo y a su origen vuelven como las chispas al fuego (34); y otro pasaje dice que el sol es el alma de todas las cosas, que todo salió del sol y al sol ha de volver (35), de lo cual se infiere que el sol físico es símbolo del invisible sol central y espiritual, es decir, de DIOS cuya primera manifestación es Sephira, la Luz emanada de En-soph.

Dice el profeta Ezequiel: “Y miré y he aquí que venía del Aquilón un viento de torbellino y una grande nube envuelta en fuego y en su torno un resplandor y de en medio de él, esto es, de en medio del fuego, como apariencia de electro”.

NATURALEZA  DEL  SOL


            Y dice Daniel: “... sentóse el anciano de días...  en su trono de llamas de fuego con ruedas de fuego encendido... Un impetuoso río de fuego salía de su faz”. “Como el Saturno pagano que tenía su castillo de llamas en el séptimo cielo, así el Jehovah judío tiene su “castillo de fuego sobre el séptimo cielo”.
            
Si la falta de espacio no lo impidiese, fácilmente probaríamos que los antiguos heliólatras consideraban el sol visible como emblema del invisible y metafísico sol espiritual y no creían que, según dice la ciencia moderna, la luz y el calor dimanen del sol físico ni que este astro infunda la vida en la naturaleza visible. A este propósito dice el Rig Veda: “Su radiación es perpetua. Los intensamente brillantes, continuos, inextinguibles y omnipenetrantes rayos de Agni no cesan de irradiar ni de día ni de noche”. Esto se refiere sin duda alguna al sol central y espiritual, al eterno e infinito donador de vida cuyos rayos son omnipenetrantes y continuos. 
El sol espiritual es el centro (que está en todas partes) de la circunferencia (que no está en ninguna); es el fuego etéreo y espiritual; el alma y espíritu del omnipenetrante y misterioso éter; el desesperante enigma de los materialistas, quienes algún día se convencerán de que la electricidad o, mejor dicho, el magnetismo divino es causa de la diversidad de fuerzas cósmicas manifestadas en correlación perpetua y que el sol físico es uno de los miles y miles de imanes esparcidos por el espacio, un reflector  sin más luz propia que la de cualquier astro opaco. dÍa ha de llegar en que varíe el concepto científico de la gravitación según la entendía Newton y se eche de ver que los planetas giran atraídos por la potente fuerza magnética del sol y no por su peso o gravitación. Esto y mucho más podrán aprender algún día; pero entretanto démonos por satisfechos con que se burlen de nosotros en vez de tostarnos por herejes o recluirnos en un manicomio por orates.
            
Las leyes de Manu no son ni más ni menos que las doctrinas de Platón, Filo Judeo, Zoroaastro, Pitágoras y los cabalistas que explican el esoterismo de todas las religiones. El concepto cabalístico del Padre y del Hijo (..... y .....) es idéntico al de las enseñanzas fundamentales del budismo. Moisés no podía revelar al pueblo los sublimes secretos de las doctrinas religiosas y cosmogónicas veladas bajo la Ilusión induista, que encubría hábilmente el Sancta Sanctorum cuyo significado extravió a tantos comentadores.          
            Las heterodoxas teorías del general Pleasonton vienen a corroborar las enseñanzas cabalísticas. Según este experimentador (cuyas conclusiones se apoyan en hechos mucho más sólidos que los aducidos por la ciencia ortodoxa), el espacio comprendido entre el sol y la tierra está ocupado por un medio transmisor de naturaleza física. El enorme roce de la luz al atravesar este medio ha de producir necesariamente electricidad que, transmutada en magnetismo, engendra las enormes fuerzas naturales cuya acción determina las variaciones de la vida planetaria. Demuestra Pleasonton que el calor terrestre no deriva directamente del sol, porque el calor asciende. Dice que por ser la fuerza productora del calor repelente y electro-positiva, queda atraída por la electricidad negativa de las capas superiores de la atmósfera. Aduce en prueba de ello que cuando la nieve cubre el suelo y estorba la acción de los rayos del sol, está más caliente en los puntos donde mayor es la capa de nieve, a causa de que elcalor electro-positivo irradiante del interior del globo queda atraído por la electricidad negativa de la nieve.
           
De todo esto concluye Pleasonton que la luz es un elemento independiente del sol, creado por el divino fiat, cuyo roce con el medio de transmisión engendra el calor. Afirma por otra parte, contra la hipótesis de la constitución gaseosa e incandescente del sol, que las irradiaciones de la fotoesfera producen enormes cantidades de electricidad y magnetismo al atravesar el espacio, de suerte que la combinación de electricidades contrarias engendra calor y transmite el magnetismo a todas las substancias capaces de recibirlo. Así, cada astro y cada nebulosa es un imán.
            
Si Pleasonton evidenciara esta su hipótesis, no les quedarían a las futuras generaciones muchas ganas de burlarse de la luz sideral de Paracelso ni de su doctrina de las magnéticas influencias ejercidas por los astros en animales, vegetales y minerales.

INFLUENCIAS  LUNARES


            El prevalecimiento de tan revolucionarias ideas nos mueve a preguntar a los científicos si sabrían decirnos por qué el movimiento de las mareas está relacionado con el de la luna. Seguramente que no acertarían a explicar este conocido fenómeno tan satisfactoriamente como lo hiciera un neófito en magia o alquimia, ni tampoco nos dirían por qué los rayos de la luna producen funestos efectos en determinadas personas hasta el punto de volverse loco quien a su luz se duerme en algunos parajes de la India y de África; ni por qué las crisis de ciertas enfermedades coinciden con las fases lunares y los sonámbulos están mucho más excitados en el plenilunio. Los jardineros, labradores y leñadores creen firmemente en la influencia de la luna en la vegetación, y entre otras pruebas de ello tenemos que diversas especies de mimosas abren y cierran sucesivametne los pétalos de sus flores, según la luna llena aparece o se oculta entre nubes.
            
Si la ciencia no sabe explicar estas influencias físicas, en mayor ignorancia estará todavía acerca de la influencia de los astros en el destino del hombre; y por lo tanto carecen los científicos de autoridad para contradecir lo que con pruebas no pueden impugnar. Desde el momento en que las fases de la luna influyen tan notoriamente en la tierra, que en todo tiempo estuvieron familiarizadas las gentes con sus efectos, no resulta irrazonable afirmar la posibilidad de que determinada combinación de influencias siderales produzca sus correspondientes efectos.

Si recordamos lo que dicen los ilustrados autores de El Universo invisible, acerca de los efectos resultantes en el éter universal de una causa tan nimia como la vibración del pensamiento en el cerebro humano, más lógico nos ha de parecer todavía que el tremendo impulso dado al éter por la rotación de millones de astros influya en la tierra y sus habitantes. Si los astrónomos desconocen la oculta ley de formación de los mundos que incesantemente voltean en torno de un punto céntrico de atracción, ¿cómo se atreven a decir que no puedan actuar en el espacio ciertas influencias cuya acción se deje sentir en los planetas? No se sabe apenas nada respecto a los agentes imponderables ni de sus efectos en el cuerpo y mente del hombre; y aun lo poco que se conoce por demostración, se achaca a la casualidad de curiosas coincidencias (46). Pero gracias a estas coincidencias sabemos que ciertas enfermedades, inclinaciones, dichas e infortunios de la humanidad son más intensas y prevalecientes según la época, pues hay epidemias tanto en lo físico como en lo moral. En unos tiempos la controversia religiosa excita las más acerbas pasiones de la animalidad humana, provocando enconadas persecuciones y sangrientas guerras, al paso que en otros el espíritu de rebelión se propaga por medio mundo como virulenta epidemia .

MÚSICA  DE  LAS  ESFERAS


            Además, el pensamiento colectivo va acompañado de anómalas condiciones psíquicas que invaden a millones de individuos hasta el punto de moverles a obrar automáticamente, corroborando con ello la vulgar opinión de las obsesiones diabólicas justificadas por las satánicas emociones y actos que dimanan de semejante estado mental. En ciertas épocas predomina la tendencia colectiva al retiro y la contemplación, y de aquí el incalculable número de postulantes a la vida ascética y monástica. Otras épocas propenden, por el contrario, a la acción manifestada en caballerescas aventuras que llevan a miles de gentes en busca de Eldorados o las empeñana en crueles guerras por la posesión de míseros y áridos territorios (48). Dice a este propósito Carlos Elam que “la semilla del vicio germina en el subsuelo social y brota y fructifica incesantemente con espantosa rapidez”.
            En presencia de tan chocantes fenómenos, la ciencia permanece muda sin conjeturar siquiera su causa, y natural es que así proceda por cuanto no ve más allá de este globo de arcilla y de su pesada atmósfera, sin percatarse de las ocultas influencias que a cada instante recibimos. Pero los antiguos, a quienes también Proctor trata de ignorantes, sabían que las relaciones interplanetarias son tan perfectas como las establecidas entre los glóbulos de la sangre que, flotantes en el mismo fluido, reciben las combinadas influencias de todos los demás, al par que cada uno de ellos influye en todos. Así como los planetas difieren en magnitud, distancia y movimiento, asimismo es distinto no sólo el impulso que cada cual comunica al éter o luz astral, sino también las sutiles fuerzas que irradian según su posición en el espacio. La música es combinación modulada de sonidos y el sonido es vibración etérea en el aire. Ahora bien; si los impulsos comunicados al éter por los astros pueden comparase a las notas de un instrumento musical, fácilmente concebiremos la realidad de la “música de las esferas” a que aludía Pitágoras, y que en determinadas posiciones puedan perturbar los astros el éter en que se baña la tierra, al paso que en otras posiciones puedan armonizarlo sosegadamente. Ciertas clases de música nos ponen frenéticos, mientras que otras hienchen nuestra alma de fervor religioso. Apenas hay creación humana que no responda a determinadas vibraciones de la atmósfera. Lo mismo ocurre con los colores, que unos nos excitan y otros nos sosiegan. La monja viste de negro para denotar el desaliento de una fe apesadumbrada por el pecado original; la desposada se atavía de blanco; el rojo aviva la furia de algunos animales. Y si vemos que tanto el hombre como los animales son sensibles a tandébiles vibraciones, ¿cómo no han de recibir también la potísima influencia de las combinadas vibraciones estelares?
            
Dice sobre ello el doctor Elam: “Sabemos que ciertas condiciones patológicas se convierten fácilmente en epidémicas bajo la influencia de causas no investigadas todavía... Vemos cuán poderoso es el contagio mental, pues no hay idea ni quimera alguna, por absurda que sea, que no asuma carácter de pensamiento colectivo. También observamos el notable fenómeno de que reaparecen en una época las ideas de otra ya pasada... y por horrendo que sea un crimen (homicidios, infanticidios, envenenamientos), toma a veces epidémicos caracteres de perpetración... La causa de la propagación de las epidemias sigue envuelta en el misterio”.
            
Este pasaje traza en pocas líneas, de mano maestra, un innegable hecho psicológico, al par que una ingenua confesión de ignorancia, pues en vez de decir: causas no investigadas todavía, debiera agregar el autor con entera franqueza: de imposible investigación con los actuales métodos científicos.
            
A propósito de una epidemia de manía incendiaria, entresaca el doctor Elam de los Anales de Higiene Pública dos casos: el de una muchacha de diecisiete años convicta y confesa de haber prendido fuego a la casa por irresistible impulso; y el de un joven de la misma edad que cometió varias veces igual crimen, sin que pasión alguna le moviera a ello sino el deleite que experimentaba al ver surgir las llamas.
            
Continuamente encontramos en la prensa diaria relatos de crímenes sangrientos que los mismos culpables atribuyen a irresistibles obsesiones, diciendo que alguien les incitaba secretamente a perpetrarlos. Los médicos suelen achacar estos crímenes a trastornos cerebrales e impulsos transitorios de locura homicida; pero ¿qué psicólogo es capaz de definir la locura, ni acaso se ha establecido hipótresis alguna que la explique victoriosamente contra la investigación imparcial? Respondan las obras de los alienistas contemporáneos.


EL  HOMBRE  DUAL


            Reconoce Platón que el hombre es juguete de la necesidad a que está sometido desde su entrada en el mundo de la materia; la externa influencia de las causas es semejante a la del daimonia de Sócrates.
            
Según Platón, feliz es el hombre corporalmente puro, pues la pureza del cuerpo físico determina la del astral que si bien expuesta a extraviarse por su propio impulso, siempre servirá a la razón en sus empeños contra las animálicas propensiones del cuerpo físico. La sensualidad y otras pasiones dimanan del cuerpo carnal; y aunque opina que crímenes involuntarios, porque provienen de causas externas, distingue Platón entre ella. El fatalismo no excluye la posibilidad de vencer dichas causas, porque si bien las pasiones son necesarias en el hombre, cabe deominarlas para vivir rectamente y quien no las domina vive en extravío. El hombre dual, es decir, aquél de quien se ha separado el divino e inmortal espíritu dejando tan sólo los cuerpos astral y físico, es presa de todos los vicios e instintos propios de la materia, por lo que se convierte en dócil instrumento de las invisibles entidades de materia sublimada que vagan por la atmósfera y están siempre en acecho de obsesionar a cuantos quedaron abandonados por su inmortal consejero, el divino espíritu a que Platón llama genio. Según este insigne filósofo e iniciado, quien haya vivido rectamente en la tierra volverá a morar en su astro para tener allí existencia de felicidad proporcionada a sus merecimientos; pero si no hubiese vivido rectamente será mujer  en la otra generación, y si aún así tampoco se aparta del mal, quedará convertido en bruto de índole ajustada a sus perversos instintos, sin que cesen sus penas y transmigraciones hasta que, identificándose con el divino principio en su interior existente y venciendo con auxilio de la razón a los turbadores e irracionales elementos (espíritus elementales) compuestos de agua, aire, fuego y tierra, asuma nuevamente su primaria y superior naturaleza.
            
Pero el doctor Elam opina diversamente y dice  que sigue siendo un misterio la causa de la propagación de las epidemias; en cambio nada misterioso encuentra en el incremento de la manía incendiaria. ¡Singular contradicción! Lo mismo ocurre con la manía homicida de que trata De Quincey, sin explicar la causa de aquella epidemia de asesinatos sobrevenida entre los años de 1588 a 1635, en que murieron a mano armada siete personajes de la época.

FENÓMENOS  HISTÉRICOS


            Si apremiáramos a estos presuntos filósofos para que nos explicaran estos fenómenos sociales, responderían que es mucho más científico atribuirlos a perturbaciones de la mente, excitaciones políticas, movimientos impulsivos, espíritu de imitación, ociosidad, neurastenia e histerismo, que darles por quimérico fundamento la absurda hipótesis de la luz astral. Sin embargo, creemos que si por designio providencial dejara de afligir a la especie humana el histerismo, se verían apuradísimos los médicos para explicar los fenómenos que ahora atribuyen a las condiciones patológicas de los centros nerviosos. El histerismo ha sido hasta ahora tabla de salvación para los patólogos escépticos. Histérica llaman a la ruda campesina que sin causa determinante habla idiomas extranjeros y compone poesías. A “desarreglo de los centros nerviosos seguido de alucinación histérica colectiva” atribuyó Littré  la levitación de un médium que en presencia de doce testigos salió por una ventana del tercer piso de la casa y volvió a entrar en el aposento por otra distinta. Des Mousseaux  califica de alucinación canina el caso de un perro de caza que acertó a entrar en la sala durante una manifestación y fue lanzado al aire por una mano invisible con tal empuje, que después de hacer pedazos al chocar con ella la araña pendiente del techo a cinco metros de altura, cayó muerto en el suelo.
            
Dice Bulwer Lytton, por boca del doctor Fenwick, que “la verdadera ciencia no se aferra a ninguna opinión, pues sólo admite tres estados mentales: negación, afirmación y la suspensión de juicio que media dilatadamente entre ambas”. Acaso fuese ésta la verdadera ciencia en los días del doctor Fenwick; pero en nuestros tiempos, la ciencia, o niega rotundamente sin tomarse trabajo alguno de investigación preliminar, o bien colocándose a prudente distancia entre la afirmación y la negación recurre al diccionario greco-latino para inventar neologismos con que poner nombre a modalidades histéricas que jamás tuvieron realidad.
            
No es muy raro que poderosos videntes y expertos hipnotizadores hayan descrito las manifestaciones patológicas de carácter físico (aunque inaccesibles a la visión ordinaria) que la ciencia achaca a desórdenes epilépticos y hemático-nerviosos, pero que en modo alguno pueden tener origen orgánico, puesto que la lúcida visión las observaba en la luz astral, cuyas vibraciones eléctricas, según testimonio de videntes e hipnotizadores, estaban violentamente perturbadas con notoria influencia en la epidemia morbosa o mental a la sazón dominante. Pero la ciencia no ha hecho caso de ellos y ha proseguido en su tarea de dar nombres nuevos a cosas viejas.
            
Du Potet, el príncipe de los hipnotizadores franceses, dice a este propósito: “La historia mantiene demasiado vivo el recuerdo de la nigromancia, que se presta con harta facilidad a monstruosos abusos... Pero ¿cómo descubrí yo el arte hipnótico? ¿En dónde lo aprendí? ¿En mis pensamientos? No. La misma naturaleza me reveló el secreto. ¿Cómo? Ofreciendo a mi vista, sin necesidad de buscarlos, indisputables fenómenos de hechicería y magia. ¿Qué es, después de todo, el sueño sonambúlico? Resultado del poder mágico. ¿Qué determina esas atracciones, esos impulsos repentinos, esas epidemias asoladoras, pasiones, antipatías, esas crisis y convulsiones sociales, en fin, que vosotros podéis hacer duraderas? Pues las determina el genuino principio que nosotros empleamos, el agente que sin duda alguna conocían también los antiguos. 

Lo que vosotros llamáis fluido nervioso o magnetismo lo llamaron los antiguos potencia oculta del alma, yugo y MAGIA. La magia está fundada en la existencia de un complejo mundo situado fuera y no dentro de nosotros, con el cual nos ponemos en comunicación mediante ciertas prácticas y artes... Un elemento natural, pero desconocido pero desconocido de la mayoría de las gentes, invade a una persona y la doblega y abate como junco al soplo del huracán; dispersa a los hombres a largas distancias, los hiere en mil puntos a un tiempo sin que descubran al invisible enemigo ni puedan protegerse a sí mismos... Este elemento escoge amigos y favoritos a cuyo pensamiento obedece, responde a sus voces y comprende el significado de ciertos signos. Todo esto es incomprensible para muchas gentes que lo repudian en nombre de la razón; y sin embargo, está demostrado y yo lo veo y porque lo veo lo digo muy alto, pues ya es para mí verdad demostrada incontrovertiblemente...  Si entrase en pormenores, se comprendería fácilmente que tanto a nuestro alrededor como en nosotros mismos, entidades misteriosas de potencia y forma entran y salen a voluntad, no obstante estar las puertas bien cerradas” . En otra de sus obras nos dice el gran hpnotizador: “La facultad de dirigir este fluido requiere determinada complexión fisiológica... Pasa este fluido a través de todos los cuerpos, pues todos son sus conductores y a la vez medios de actuación... Ninguna fuerza química ni física es capaz de contrarrestarlo, pues hay muy poca analogía entre este fluido magnético animal y los que los físicos conocen con el nombre de imponderables”.

EL  PODER  DEL  ALMA


            Si volvemos la vista a la Edad Media encontraremos las mismas ideas en las obras de varios autores, entre ellos Cornelio Agripa que dice: “El alma del mundo es la fuerza universal siempre cambiante que puede fecundar un objeto cualquiera y comunicarle sus propiedades celestes, de modo que mediante las debidas preparaciones de la ciencia pueda transmitirnos su virtud. Basta llevar estos objetos encima para sentir inmediatamente su acción tanto en el espíritu como en el cuerpo. El alma humana, esencialmente idéntica a toda la creación, tiene maravilloso poder. Quien este secreto conoce es capaz de alcanzar sabiduría superior a cuanto le quepa presumir, con la necesaria condición de permanecer unido a esta fuerza universal... La verdad y el porvenir pueden presentarse continuamente a la vista del alma, según demuestran las profecías y vaticinios rigurosamente cumplidos... El tiempo y el espacio se desvanecen ante la mirada de águila del alma inmortal...; su poder no tiene límites..., pues le cabe lanzarse a través del espacio y envolver con su presencia a un hombre cualquiera que sea la distancia a que se halle e infundirse en él y hablarle como si personalmente estuviese a su lado”.
            
Pero aún podemos remontarnos a tiempos más antiguos y escoger entre los filósofos precristianos a Cicerón, como menos sospechoso de superstición y credulidad. Dice el famoso orador: “Sabemos que de todos los seres vivientes, el hombre es el mejor formado y, como los dioses también son seres vivientes, deben tener forma humana, aunque no quiero decir con esto que estén provistos de carne y sangre, sino que parece como si tuvieran cuerpo de carne y sangre...” Epicuro, paraquien las cosas ocultas eran tan palpables cual si las tocara con las manos, nos enseña que “los dioses no son ordinariamente visibles pero sí inteligibles, pues aunque carecen de cuerpo denso, podemos reconocerlos por sus pasajeras imágenes, ya que en el espacio infinito hay átomos suficientes para formar las imágenes que al aparecerse nos dan idea de lo que son esos seres felices e inmortales.
            
A su vez dice Eliphas Levi: “Un iniciado que posea completa lucidez puede dirigir y comunicar a voluntad las vibraciones magnéticas en la masa de la luz astral... En el momento de la concepción se transforma en luz humana, de que se reviste el alma como de primer envoltorio y, combinada con los más sutiles fluidos, forma el cuerpo etéreo o fantasma sideral, que ya no se desprende por completo del cuerpo de carne hasta el momento de la muerte”. El gran secreto del adepto mágico consiste en proyectar este cuerpo etéreo a cualquier distancia y condensar en él oleadas del mismo fluido que lo constituye, a fin de hacerlo visible y tangible.
            
La magia teúrgica es la más acabada expresión de la psicología oculta. Los científicos la desdeñan como alucinación de cerebros calenturientos o la denigran con el estigma de charlatanería; pero nosotros les negamos el derecho de juzgar un asunto que jamás investigaron. Tanto valiera reconocerle a un indígena de las Islas Fiji el derecho de criticar las obras de Agassiz o Faraday. Todo lo más que pueden hacer los científicos es enmendar hoy su tarea de ayer. Tres mil años atrás, antes de la época de Pitágoras, afirmaban los filósofos que la luz era materia ponderable y al propio tiempo fuerza. La teoría corpuscular fue desechada a causa de los errores en que incurriera Newton al exponerla, pero en cambio aceptó el mundo científico la teoría de las ondulaciones lumínicas. Sin embargo, ahora se sorprenden los físicos al ver que Crookes pesa la luz en su radiómetro. Los pitagóricos sostenían, contrariamente a los modernos científicos, que la luz es un agente que no dimana directamente del sol ni de las estrellas. Lo mismo puede decirse respecto de la ley de gravedad. De acuerdo con las enseñanzas pitagóricas, sostenía Platón que la gravedad no era tan sólo la atracción magnética de las masas menores por las mayores, sino también la atracción de los cuerpos semejantes y la repulsión de los contrarios. A este propósito dice: “Si se ponen juntas cosas de naturaleza contraria, luchan y se repelen mutuamente”.

MAGNETISMO  PLANETARIO



Esto no debe tomarse en el sentido de que se repelan los cuerpos de propiedades contrarias, sino tan sólo los que están juntos y son de naturaleza antagónica. Las investigaciones de Bart y Schweigger han disipado las dudas que pudieran caber acerca de si los antiguos conocían debidamente la atracción del hierro por el imán, así como las modalidades positiva y negativa de la electricidad, aunque dieran a todo ello distintos nombres. Entre los antiguos era opinión general que los planetas estaban relacionados magnéticamente, porque todos son imanes, y así, no sólo llamaban piedras magnéticas a los aerolitos, sino que se valían de ellos en los Misterios para los mismos usos en que nosotros empleamos hoy el imán. A este propósito dice Mayer: “La tierra es un enorme imán y todo súbito trastorno de la superficie del sol altera profundamente el equilibrio magnético de la tierra, ocasionando el temblor de las brújulas de los observatorios con luces polares cuyas vaporosas llamas parecen danzar al compás de la inquieta aguja”.
            
Cuando esto enseñaba Mayer, no hacía más que repetir en inglés lo que se enseñó en lengua dórica muchos siglos antes de nacer el primer filósofo cristiano.
            
Los prodigios realizados por los sacerdotes teurgos son tan auténticos y se apoyan en tan sólidas pruebas (si de algo vale el testimonio humano), que Brewster les reconoce piadosamente profundos conocimientos de ciencias físicas y filosofía natural, por no confesar que sobrepujaron en maravilla a los taumaturgos cristianos. Los modernos científicos están enredados en los términos de un dilema: o confiesan que los antiguos sabían más física que ellos o han de admitir en la naturaleza algo más allá de las ciencias físicas, es decir, que el espíritu posee facultades no sospechadas por nuestros filósofos. Sobre esto dice Bulwer Lytton: “Los errores en que caemos respecto de la ciencia de nuestra especialidad, sólo los advertimos a la luz de otra ciencia especialmente cultivada por el estudio ajeno”.
            
Nada de más fácil explicación que las superiores posibilidades de la magia. La radiante luz del universal océano magnético, cuyas eléctricas ondulaciones interpenetran en su incesante movimiento los átomos de la creación entera, revelan a los estudiantes de hipnotismo el alfa y el omega del gran misterio, a pesar de la deficiencia de sus experimentos. Tan sólo el estudio de este agente, soplo divino, descubre los secretos de la psicología y de la fisiología y de los fenómenos cósmicos y espirituales.
            
A este propósito dice Psello: “La magia ea la parte superior de la ciencia sacerdotal y tenía por objeto investigar la naturaleza, potencias y cualidades de todas las cosas sublunares; de los elementos y sus compuestos; de los animales; de las plantas y sus frutos; de las piedras y hierbas; en una palabra, inquiría la esencia y potencia de todas las cosas. Los efectos de esta ciencia se resolvían en esculpir estatuas magnetizadas que tocaban los enfermos para recobrar la salud, y en fabricar figuras y talismanes que lo mismo servían para provocar la enfermedad que para curarla. También por medio de la magia se hace aparecer frecuentemente fuego celestial que enciende las lámparas y hace sonreír a las estatuas”.
            
No es extraño que los antiguos sacerdotes animaran mágicamente estatuas de piedra y metal, según aseguran fidedignos testimonios, cuando en nuestros tiempos es posible, gracias al descubrimiento de Galvani, mover las patas de una rana muerta y alterar los rasgos fisonómicos de un cadáver, de modo que sucesivamente denote alegría, ira, horror y las más variadas emociones.
            
El puro y celeste fuego del altar pagano era electricidad derivada de la luz astral, y por consiguiente, si las estatuas estaban preparadas al efecto, bien podían, sin sospecha de superstición, provocar la enfermedad o restituir la salud mediante contacto, como sucede hoy con los cinturones eléctricos.

RIDICULECES  APARENTES


            Los escépticos, así doctos como ignorantes, se han burlado a su sabor en estos dos últimos siglos de los absurdos atribuidos a Pitágoras por su biógrafo Jámblico. Dice éste que el filósofo de Samos disuadió a una osa de comer carne; logró que un águila bajara de las nubes a posarse sobre su cuerpo, de modo que pudo domesticarla acariciándola con la mano y dirigiéndola suaves palabras; y por fin, persuadió a un buey a que no comiese habas, sin más exhortaciones que unas cuantas frases musitadas a la oreja. Todo esto parecen ridiculeces de ignorancia y superstición a los ojos de las cultísimas generaciones del día; pero si analizamos estos supuestos absurdos veremos que no lo son tanto como el en que incurren los detractores de Pitágoras al creer literalmente que Josué detuvo el sol en su carrera. Con frecuencia vemos hombres de escasa cultura y aun jovencitas de complexión delicada que a copia de paciencia y voluntad lograron domar los ferocísimos animales que exhiben sin temor alguno en sus colecciones zoológicas. El mismo resultado obtienen algunos hipnotizadores que, con su mágica sugestión, dominan no sólo a los animales, sino también a las personas, como hizo, por ejemplo, el famoso magnetizador Regazzoni, cuyos experimentos (mucho más increíbles que cuanto se haya podido atribuir a Pitágoras) tanta admiración causaron en París y Londres. No es justo, por lo tanto, acusar de inveraces o supersticiosos hasta el absurdo a los biógrafos de hombres tales como Pitágoras y Apolonio de Tyana. Al ver que la mayoría de quienes tan escépticos se muestran en lo tocante a las facultades mágicas de los antiguos y se burlan de sus míticas teogonías creen sin embargo firmemente en la Biblia, no podemos por menos de asentir al oportuno apóstrofe de Higgins, que dice: “Cuando encuentro hombres instruídos que toman el Génesis al pie de la letra, siendo así que los antiguos, no obstante sus defectos, tuvieron sobrado buen criterio para tomarlo en sentido alegórico, casi llego a dudar de si realmente ha progresado la mentalidad humana”.
            
Taylor es uno de los pocos comentadores que han reconocido con justicia el talento de los autores griegos y latinos. En su traducción de la Vida de Pitágoras, de Jámblico, dice Taylor: “Puesto que según nos informa Jámblico estuvo Pitágoras iniciado en los misterios de Byblus y Tiro, en las ceremonias religiosas de los sirios, en la sagrada ciencia de los magos de Babilonia y en los secretos de los santuarios egipcios, donde pasó veintidós años de su vida, nada tiene de maravilloso que conociera la teurgia y fuese capaz de operar prodigios superiores al ordinario alcance de la virtud humana, que al vulgo le parecen increíbles”.
            
El éter universal no era para los antiguos un desierto extendido por las inmensidades cerúleas, sino que lo consideraban como mar sin orillas, en cada una de cuyas moléculas latía un germen de vida, poblado, a semejanza de los mares terrenos, de diversidad de criaturas monstruosas unas y menores otras. Así como los animales de branquias se encuentran, según la especie, en mares altos o charcas bajas, así también cada linaje o casta de las entidades etéreas (espíritus elementales) moran habitualmente en los parajes más adecuados a su índole y unas se muestran amigas y otras enemigas del homrbe; cuáles son de agradable y cuáles de repulsivo aspecto; algunas se refugian en apacibles retiros y varias se complacen en planear sobre las aguas.
            
Si recordamos que el movimiento de los astros ha de perturbar el éter más hondamente todavía que los proyectiles el aire o las naves el agua, no será difícil inferir que determinadas posiciones respectivas de los astros puedan originar corrientes etéreas más caudalosas en una dirección que en otra y arrastrar, por lo tanto, en el mismo sentido grandes masas de elementales amigos o enemigos que, al ponerse en contacto con la atmósfera de la tierra, ocasionen efectos de notoria realidad.

LOS  ELEMENTALES


            
Opinaron los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento de la luz astral, que es fuerza engendrada por la voluntad. Pero como esta voluntad procede de una inteligencia infalible (porque es purísima emanación del Padre y no está sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano), desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas que, ya pertenezcan a nuestro planeta, ya a cualquiera de los miles que voltean en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales que pasaron a los mundos invisibles. En el encadenamiento de la filosofía antigua no faltaba eslabón alguno de cuantos pudiera forjar una “imaginación experta”, como dice Tyndall, ni quedaba la menor laguna que pudiera colmarse con hipótesis materialistas, pues nuestros “ignorantes” antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo, sin que, como absurdamente han hecho los modernos científicos, intentaran resolver ecuaciones de un solo miembro. De la propia suerte que en la serie de evolución física no falla término alguno desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano, así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre.
            
Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen en esta línea un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.
            
Nadie ha descrito más poética y acabadamente los seres elementales que Bulwer Lytton, en su obra Zanoni, pues cuando los pinta como “algo inmaterial que da idea de alegría y luz”, parecen sus palabras más bien eco fiel de la memoria que exuberante engendro de la imaginación. Dice uno de los personajes de la mencionada obra: “El hombre es tanto más presuntuoso cuanto más ignorante. Durante muchos siglos sólo vio lucecitas encendidas por Dios para alumbrarle por la noche en los innumerables mundos que centellean en el espacio como burbujas en un océano sin límites... La astronomía ha desvanecido esta ilusión de la vanidad humana, y, aunque con repugnancia, confiesa el hombre que los astros son otros tantos mundos mayores y mejores que el suyo...  Por doquiera descubre la ciencia nuevas vidas en esta inmensa ordenación... Procediendo, pues, por rigurosa analogía, si no hay brizna de hierba ni gota de agua que no sea, como la estrella más lejana, un mundo palpitante de vida, y si el hombre es un mundo para los millones de seres vivientes que pueblan su carne y su sangre, basta el sentido común para inferir que los infinitos espacios interplanetarios están cuajados de entidades vivientes adaptadas a dicho medio. ¿No es absurdo admitir la vida en una brizna de hierba y negarla en las inmensidades del espacio? La ley reguladora del sistema universal no consiente el vacío ni en un punto siquiera, ni tampoco permite lugar alguno donde no aliente la vida. ¿Cómo cabe concebir, entonces, que el espacio esté vacío, inanimado, y tenga en el ordenamiento de la creación menor utilidad que la brizna de hierba o la gota de agua poblada de miles de infusorios? 

El microcospio descubre los parásitos que habitan en la brizna, pero no se ha inventado todavía un telescopio de suficiente alcance para descubrir los nobilísimos y superiores seres que pueblan los inmensos espacios etéreos. Sin embargo, entre estos seres y el hombre hay misteriosa y terrible afinidad... Mas para descorrer este velo es preciso que el alma rebose de vivo entusiasmo y se desprenda de todo deseo mundano... Dispuesto así el hombre, vendrá en su auxilio la ciencia para que su vista sea más aguda, su ingenio más vivo, su sensibilidad más exquisita y aun el mismo éter, por virtud de ciertos secretos de química sublime, será más tangible y manifiesto. Después de todo, esto no es magia como se figuran los crédulos, pues no hay magia contra naturaleza, sino que únicamente la ciencia es capaz de dominar a la naturaleza. Ahora bien: existen en el espacio millones de seres no precisamente espirituales, porque todos tienen, como los infusorios, ciertas formas de materia, si bien tan delicada, vaporosa y tenue, que es a manera de película o vello que envuelve el espíritu... A la verdad, estas razas difieren entre sí completamente, pues unas son de extrema sabiduría y otras de horrible malignidad; unas hostiles con enemiga implacable hacia el hombre y otras benéficas como medianeras entre cielo y tierra... Entre los habitantes de los umbrales hay uno que excede en malicia y perversidad a todos los de su linaje; uno cuya mirada arredra al hombre más intrépido y cuyo poder se acrecienta en proporción del temor que inspira”.

EL  MORADOR  DEL  UMBRAL

Tal es el esbozo que de los elementales no dotados de espíritu traza un autor, de quien se supone fundadamente que sabía mucho más de cuanto condescendiera a declarar ante un público escéptico.
Más adelante tratremos de explicar algunas enseñanzas esotéricas acerca del pasado, presente y porvenir del hombre. Estas enseñanzas son la fuente de que brotó el Antiguo y parte del Nuevo Testamento, y contienen los más sublimes conceptos de moral y de religión revelada. Las clases fanáticas e ignorantes de la sociedad tomaban la doctrina en sentido literal, pero las clases superiores, constituidas en su mayoría por iniciados, estudiaban en el solemne silencio de los santuarios y adoraban al único Dios del cielo.
            
Las enseñanzas que en el Banquete expone Platón acerca de la creación del hombre, y su teoría cosmogónica declarada en el Timeo, deben tomarse en sentido alegórico para aceptarlas por completo. Los neoplatónicos se aventuraron a exponer, sin violación de sigilo, las interpretaciones pitagóricas contenidas en el Timeo, Cratylus, Parménides y algunos otros diálogos y trilogías. Los conceptos capitales de estas enseñanzas, en apariencia incongruentes, son el de la inmortalidad del alma y el de Dios como mente universal infundia en todas las cosas. La piedad de Platón y el respeto con que siempre habla de los Misterios son prenda suficiente de su discreción para no quebrantar el profundo sentimiento de responsabilidad inherente a todo adepto. A este propósito dice el insigne filósofo: “El hombre sólo puede llegar a ser verdaderamente perfecto, perfeccionándose en los perfectos misterios”.
            
No disimulaba Platón su disgusto por la divulgación que en su tiempo empezaba ya a darse a las enseñanzas de los misterios, pues opinaba que en vez de profanarlos en oídos de la multitud, debían reservarse exclusivamente a los más dignos y celosos discípulos. Si bien menciona Platón frecuentemente a los dioses en sus obras, no cabe dudar de su fe monoteísta, pues por dioses entiende seres de jerarquía muy inferior a la divinidad y tan sólo superiores en un grado al hombre. El mismo Josefo, no obstante los prejuicios de raza, reconoce la creencia monoteísta de Platón, y a este propósito dice en su famosa diatriba contra Apión: “Los filósofos griegos que discurrían de acuerdo con la verdad no ignoraban cosa alguna... ni dejaban de notar la aparente frivolidad de las alegorías mitológicas que con justicia desdeñaban... Por este motivo se inclina Platón a creer que son inconvenientes los poetas en la república y, no obstante rendir homenaje a Homero, le inculpa de haber quebrantado con sus mitos la ortodoxa creencia en un solo Dios”.
            
Quienes descubran el verdadero espíritu de la filosofía platónica, difícilmente se contentarán con los comentarios de Jowett, quien dice que la influencia ejercida en la posteridad por el Timeo deriva en parte de la equivocada interpretación que los neoplatónicos dieron a las doctrinas de su autor, hasta el punto de estar las aclaraciones neoplatónicas de los Diálogos en “completo desacuerdo con el espíritu de Platón”. Esto equivaldría a suponer que Jowett ha penetrado acertadametne este espíritu; pero sus comentarios no lo denotan así. Dice Jowett que los cristianos encuentran en el Timeo las ideas de la Trinidad, el Verbo, la Creación y la Iglesia, aunque bajo el concepto judaico. Sin embargo, no es extraño que encuentren estas ideas, porque realmente están expuestas literalmente en dicha obra, aunque haya volado el espíritu que animaba las enseñanzas del insigne filósofo y fuera en vano que lo buscáramos en los áridos dogmas de la teología cristiana. La esfinge es hoy la misma que cuatro siglos antes de nuestra era, pero Edipo murió de muerte violenta por haber revelado al mundo lo que el mundo no estaba en disposición de recibir. Platón encarnaba la verdad y necesario era que muriese como han de morir las verdades trascendentales antes de que renazcan cual Fénix de sus cenizas. Todos los comentadores de Platón han advertido la vvísima semejanza entre las esotéricas enseñanzas del ilustre filósofo y la doctrina cristiana; pero cada cual trató de explicar esta semejanza desde el punto de vista de sus personales creencias religiosas. Así, Cory  opina que la semejanza es tan sólo superficial y prefiere el Dios antropomórfico a la Mónada pitagórica. Taylor, por el contrario, encarama la Mónada muy por encima del Dios mosaico. Zeller ridiculiza el atrevimiento de los Padres de la Iglesia que, sin respeto a la historia ni a la cronología ni a la opinión pública, insisten en que la escuela platónica copió de la religión cristiana sus conceptos fundamentales.

LA  MENTE  UNIVERSAL


Todas las filosofías antiguas enseñan que Dios es la mente universal difundida en todas las cosas. 
Las religiones induista, budista  y cristiana se fundan en este concepto. En cuanto a la metempsícosis o proceso purificador de las transmigraciones, que tan groseramente se antropomorfizó más tarde, fue dogma subalterno que los sofismas teológicos adulteraron con intento de ridiculizarlo a los ojos de los fieles. Pero ni Gautama el Buddha ni Pitágoras tomaron al pie de la letra esta alegoría puramente metafísica, cuya explicación nos da el Misterio de Kunbum (según veremos más adelante), con referencia a las peregrinaciones espirituales del alma humana. No esperen los eruditos encontrar en la letra muerta de las Escrituras budistas la aclaración de estas sutilezas metafísicas que abisman el pensamiento en la insondable profundidad de su significado, hasta el punto de que nunca está el investigador más lejos de la verdad que cuando presume descubrirla. Las abstrusas enseñanzas budistas sólo pueden comprenderse con auxilio del método platónico, que procede de lo universal a lo particular y cuya clave hallamos en el sutilmente místico influjo espiritual de la vida divina. Así dice el Buddha: “Quien desconoce mi ley y muere en tal estado ha de volver a la tierra hasta que se convierta en perfecto samano. Para ello ha de sofocar en sí mismo la trinidad de Maya , extinguir sus pasiones, identificarse con la Ley  y comprender la religión del aniquilamiento” .
            
En este concepto budista se apoya la filosofía pitagórica, que en este punto concreto expone Whitelock Bulstrode, como sigue: “¿Puede convertirse en no entidad aquel Espíritu que da la vida e impulsa el movimiento y participa de la naturaleza de la luz? ¿Puede el espíritu senciente de los brutos volver a la nada, a pesar de tener memoria, que es facultad racional? Si decís que los brutos exhalan su espíritu en el aire y allí se desvanece, lo niego. Verdaderamente es el aire lugar a propósito para recibir el espíritu de los brutos, porque, según Laercio, está poblado de almas y, según Epicuro, lleno de átomos originarios de todas las cosas; porque hasta este lugar donde nos movemos y en donde vuelan las aves participa de la naturaleza espiritual de modo que es invisible, y por lo tanto, muy bien puede ser el receptor de las formas, puesto que en él están todas las formas. Nosotros tan sólo podemos conocer este lugar por sus efectos. Y si aun el mismo aire es demasiado sutil para comprender su naturaleza, ¿qué será el éter de las regiones superiores y qué formas e influencias descenderán de allí?”

 

EL  NIRVANA


Opinaban los pitagóricos que los espíritus de las criaturas no son formas sino emanaciones del éter sublimado, es decir soplos. Todos los filósofos convienen en que el éter es incorruptible y por lo tanto inmortal y exento de aniquilación. Pero ¿qué es lo invisible e indivisible que no tiene cuerpo ni forma ni peso, que es y no existe? El nirvana, responden los budistas. La NADA, que no es un lugar, sino un estado. En el nirvana queda el hombre libre de los efectos de las “cuatro verdades”, porque todas las causas engendradoras de efectos se aniquilan en el estado nirvánico. La doctrina budista del nirvana se funda en estas “cuatro verdades” que, según el libro de la sabiduría (Prajnâ Paramitâ), son las siguientes:
            
1.ª  Existencia del dolor.
            
2.ª  Causa del dolor.
            
3.ª  Extinción del dolor.
            
4.ª  Medio de extinguir el dolor.
            
¿De dónde dimana el dolor? De la existencia. Al nacimiento siguen decrepitud y muerte, porque doquiera hay forma hay causa de dolor. Tan sólo el espíritu no tiene forma alguna y por lo tanto no existe aunque es. El hombre interno que alcanza completamente la espiritualidad sin forma alguna, entra en la perfecta bienaventuranza. El hombre externo y objetivo se aniquila, pero la subjetiva espiritualidad vive eternamente, porque el espíritu es incorruptible e inmortal.
            
En el fondo de las enseñanzas de Buda y Pitágoras se descubre su identidad. La omnipenetrante anima mundi es el nirvana y la mónada encarnada de Pitágoras es el buddha de los budistas, que silenciosamente mora en los arcanos de la bienaventuranza final. También se identifican la mónada pitagórica y el buddha budista con el Brahm arúpico, la sublime e incognoscible Divinidad que llena el universo entero. Cuando el buddha se manifiesta en forma carnal es un avatar, mesías, cristo, logos o verbo, esto es, una transmutación del divino espíritu, el Padre que está en el Hijo y el Hijo que está en el Padre

El inmortal espíritu cobija al hombre mortal y desciende a infundirse en la morada de carne. 
Todo hombre es capaz de convertirse en buddha, dice la doctrina. Así es que en la interminable sucesión de los tiempos vemos de cuando en cuando hombres que alcanzaron más o menos completamente la unión con Dios, que equivale a la unión consigo mismos. Los budistas llaman arhats a estos hombres que están ya próximos a ser buddhas y nadie les aventaja en ciencia infusa y virtudes taumatúrgicas, la misma identidad con las doctrinas secretas de Pitágoras nos descubren los relatos, tenidos por fabulosos, de ciertos libros budistas, una vez desnudos de toda alegoría. Los Jâtakâs, escritos en lengua pâli, relatan las 550 encarnaciones o metempsícosis del Buddha y describen las formas que tuvo en cada vida, animal, psando del insecto al ave y al cuadrúpedo hasta llegar al hombre, imagen microscópica de Dios en la tierra. Sin embargo, no vale tomar estos relatos en sentido literal ni acomodarlos a las existencias de un solo espíritu que sucesivamente animó diversas formas de seres orgánicos. Sino entender, de acuerdo con la metafísica budista, que el sinnúmero de espíritus humanos individuales son colectivamente un solo espíritu, como las gotas de agua del océano constituyen una sola masa líquida, a esar de su posible separación. 

Cada espíritu humano es un destello de la Luz que penetra el universo todo, y por lo tanto, lógico es creer que el divino espíritu anima el grano de arena, la flor, al león y al hombre. Los hierofantes egipcios, los brahmanes, los budistas del Este y algunos filósofos griegos sostuvieron siempre que el mismo espíritu latente en el átomo de polvo, anima al hombre, en quien se manifiesta plenamente activo. También fue general en otro tiempo la doctrina de la gradual absorción del alma humana en la esencia del paterno espíritu; pero jamás implicó esta doctrina la aniquilación del Ego, sino tan sólo la desintegración de las formas que al hombre verdadero envuelven en el mundo físico y después de la muerte. Nadie más a porpósito para revelarnos los misterios de ultratumba (tan equivocadamente tenidos por impenetrables), que aquellos hombres favorecidos de algunos vislumbres de la verdad suprema por haber logrado, mediante su firmeza de propósito y pureza de vida, la unión con Dios (80). Todos estos videntes nos dan singulares descripciones de las diversas formas asumidas por las entidades astrales que reflejan concretamente los pensamientos del hombre durante su vida terrena.

LA  IMPERSONALIDAD


Es sencillamente absurdo tachar de atea y materialista la filosofía budista, porque el nirvana es aniquilación y el svabhâvat es la nada o la impersonalidad. También el En del En-soph judaico significa nihil, lo que no existe (quo ad nos), y sin embargo, a nadie se le ha ocurrido acusar de ateos a los judíos. En ambos casos la palabra nada o aniquilación expresa la idea de que Dios no es cosa ni persona visible y concreta a la cual pueda aplicarse propiamente el nombre de algo conocido en la tierra.

BLAVATSKY

FIN DEL TOMO I










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