NEROSOS,
YUGAS Y KALPAS
Al
término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período
de siete saros (44), sufre nuestro planeta una total revolución física. Las
zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven
poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su
copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración
de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras
perturbaciones cósmicas (45). Como quiera que cada diez milenios y cerca de un
nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del
tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de helíaco, pero
únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas.
Al invierno del año helíaco le llamaban cataclismo
o diluvio, y al verano le denominaban
ecpirosis. Según tradición popular,
la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y
volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año helíaco. Así consta
en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre
hay entre los comentadores acerca de la duración del año helíaco, que ninguno
se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo
computan en 10.800 y 13.984 años (46).
En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
Los
períodos llamados yugas, kalpas, nerosos
y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a
eminentes matemáticos. El Sâtya-yuga
y los ciclos budistas nos asustan con sus cifras. El mahakalpa o edad máxima se
remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es de
4.320.000.000 de años solares, que se distribuyen como vamos a ver:
En primer
lugar tenemos los cuatro yugas siguientes:
1º Sâtya-yuga
..................................................................
1.728.000 años
2º
Trêtya-yuga
.................................................................
1.296.000 “
3º Dvâpa-yuga
................................................................. 864.000
“
4º Kali-yuga
...................................................................... 432.000
“
________
4.320.000 “
EL AÑO
MÁXIMO
Estos cuatro yugas constituyen
un mahâ-yuga o yuga máximo y setenta y un mahâ-yugas comprenden, por lo tanto,
4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ o duración de los crepúsculos
matutino y vespertino, en todo este tiempo, equivalente a un sâtya-yuga ó
1.728.000 años, con los que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000
años o sea el período llamado manvántara
(49). Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años y
añadiendo un sandhya tendremos
4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años o sea el mahâkalpa o edad
máxima, según vimos al principio de este cómputo. Como quiera que nos hallamos
en el kali-yuga de la época vigésimo-octava del séptimo manvántara, aún nos
falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida
del planeta. Estos guarismos no son fantásticos, sino que, por el contrario,
derivan de cálculos astronómicos según ha demostrado Davis (50). Muchos
eruditos, entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones
cuál era el ciclo secreto.
Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas (51). Tal vez provenga la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad, y así no será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad; si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto, pero bien se echa de ver que no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes (52).
Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas (51). Tal vez provenga la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad, y así no será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad; si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto, pero bien se echa de ver que no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes (52).
Algunos cabalistas,
matemáticos y arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de
21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el
último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro
globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los
equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que
suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos
de 6.000. de aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos
ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común,
estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto,
computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el
plano de la eclíptica forma con el plano del ecudor fue decreciendo
gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron
de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el
sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está
respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir
los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la
tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de
24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000
años y el mundo quedaría destruido por el
fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el
agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean
diez nerosos” (53).
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin del mundo.
Así como el movimiento de
rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el
ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los
ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta
es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas.
Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo
semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales al
pináculo de su grandeza y poderlo para descender de acuerdo con la misma ley de
su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su
decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley
progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el ciclo
anterior.
TIPOS Y
PROTOTIPOS
Las edades de oro, plata,
cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de
los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor
literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona
materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos
caracteres que gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como
Buda y Jesús en el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son
reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes,
reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por
ello no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones
mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a
pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas
antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas
aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad
del firmamento.
Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo, así en la tierra.
Lo que fue, será.
Siempre ha sido el mundo
ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo,
y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las
obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del
sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto
la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían
los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento
de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son
símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las
ideas relativas a la naturaleza de las cosas (54). De esto se infiere que para
investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora
acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que, menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos... Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra” (55).
Verdaderamente es posible la conciliación. Hace treinta años que los primeros fenómenos psíquicos de Rochester llamaron la dormida atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible, y cuando la menuda lluvia de golpes se convirtió en torrente cuya impetuosidad estremeció al mundo, los espiritistas hubieron de contender con dos adversarios: la teología y la ciencia. Pero los teósofos han de combatir con todas las preocupaciones del mundo, y más acerbamente todavía con la de los espiritistas.
Por una parte, los teólogos cristianos anatematizan a quien no cree en la existencia del Dios personal y del diablo también personal, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro, y tienen por tres veces idiotas a cuantos creen en el diablo. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. Ninguno de ellos tiene de Dios el absurdo, pasional y veleidoso concepto que la superstición forjara, pero todos distinguen entre el bien y el mal. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina, y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Ego que piensa, siente y quyiere independientemente de la envoltura mortal en que alienta, no sólo cree, sino además sabe que existe Dios, la vida de nuestras vidas en Quien todos vivimos y Él vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la recatada intimidad de la conciencia.
LA NATURALEZA
HUMANA
La naturaleza humana tiene
el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron
en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del
Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como
quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido
hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios
plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente
entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado
tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo?
El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos.
Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?
El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos.
Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?
Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.
“Terra legit carnem
tumulum circumvolet umbra,
Orcus habet manes,
spiritus astra petit”.
Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del
alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al
escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia, muchos eruditos
olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología simbólica empleada
por los antiguos místicos han inducido a error a gran número de traductores e
intérpretes que leyeron literalmente las frases de los alquimistas medioevales,
del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón.
Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver que la filosofía
antigua, como también la moderna, se valió del método de extrema necesidad, y
que desde los orígenes de la especie humana estuvo la verdad bajo la salvaguarda
de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran
aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la
primitiva revelación divina; que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el
dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y
religiosa, que en continua cadena circula el globo. A la filosofía y a la
psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados,
siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos eleve a
desentrañar el misterio de las antiguas religiones.
POSIBILIDADES
DEL PORVENIR
La negligencia en el examen
de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y
Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por
falta de espiritual intuición, a las diversas modalidadesdel grosero
materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor
ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos
opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a
cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los
modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de
los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir
el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época
reciente. eL momento es más propicios que nunca para la restauración de la
filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y
naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella.
Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir?
Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir?
Pronto ha de empezar, o mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.

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