LA ENERGÍA
ATÓMICA
Como
Dios crea, así crea el hombre. Dadle voluntad lo suficientemente vigorosa y
subjetivará las formas mentales, que muchos llaman alucinaciones, aunque para
quien las forja sean tan reales como los objetos tangibles. Si aumenta el vigor
de la voluntad e inteligentemente la dirige, condensará las formas en objetos
visibles. Este es el secreto de los secretos, y quien lo aprende, merece el
título de mago.
Los materialistas nada pueden argüir contra
esto, desde el punto en que para ellos es materia el pensamiento. Si tal
supusiéramos, tendríamos que el ingenioso mecanismo proyectado por el inventor,
las encantadoras escenas surgidas de la mente del poeta, los soberbios lienzos
pintados por la viva imaginación del artista, la incomparable estatua cincelada
en el pensamiento del escultor, los palacios y castillos planeados por el
arquitecto, debieran existir objetivamente, a pesar de ser subjetivos e invisibles,
porque el pensamiento, según los materialistas, es materia plasmada en forma.
¿Cómo negar entonces que haya hombres de voluntad lo bastante potente para
transportar al mundo visible estas creaciones mentales y revestirlas de materia
tangible?
Si
los científicos franceses no han cosechado laureles en el nuevo campo de
investigación, tampoco los cosecharon los científicos ingleses hasta que
Crookes se ofreció en holocausto por los pecados del mundo científico. Al cabo
de veinte años de desdenes, consiente Faraday en hablar un par de veces de este
asunto, no obstante servir su nombre de conjuro contra los hechizos del
espiritismo entre cuantos discuten los fenómenos psíquicos, y de ser ya notorio
que en su vida vio una mesa giratoria el ilustre físico, que se avergonzaba de
haber publicado sus investigaciones sobre tan degradante creencia. No tenemos
más que desdoblar unos cuantos olvidados números del Journal des Debats, correspondientes a la época en que actuaba en
Inglaterra un notable médium escocés, para restituir a pasados acontecimientos
su primitiva lozanía. En uno de dichos números se erige Foucault en campeón del
famoso físico inglés, diciendo: “No vaya a creerse que el insigne físico se ha
olvidado de sí mismo hasta el extremo de sentarse prosaicamente junto a una
mesa rotatorias. Entonces, ¿de qué se avergonzaba el caudillo de la filosofía
experimental? Aprovecharemos esta coyuntura para hablar del indicador de
Faraday, el famoso aparato que inventó para atrapar
a los médiums, es decir, para sorprender los fraudes mediumnímicos, según
describe el marqués de Mirville, en La
cuestión de los espíritus, esta complicada máquina cuyo recuerdo turba el
sueño de los médiums impostores.
LA FUERZA
MEDIUMNÍMICA
Para
comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón
adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían
por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es
que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser
significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la
misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba
incontrovertible de que el médium había empujado
el mueble.
Otro
aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño
dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el
mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este
dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza
que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la
existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza
pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera
independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice
de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza
desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y
los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de
tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta
índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?”
(37).
Con
mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría
parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo
Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de
Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos
que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los
vivos que de los muertos.
Resulta,
por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a
los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza
los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los
antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima
mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y
otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque
tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.
Apolonio
y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás,
“no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).
Así
llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con
toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber
heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se
atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños,
que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son
“ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que
crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.
Dice
un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las
estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los
misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni
instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los
tostaba sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este
propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en
su máxima Ecclesia non novit sanguinem,
quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.
Varios de
estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos
secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo
descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje
Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas,
pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de
ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y
sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos,
fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan
hoy mismo quienes más le escarnecen.
MILAGROS DE
BACON
En
un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y
basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido
presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina,
y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa
como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en
crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio,
hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se
difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado
con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de
los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba
enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos de
los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual
presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó
al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra
gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez
que los letrados mienten”.
Un
historiador moderno (39) comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse
esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias
naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y
no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la
verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por
el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos
psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron
de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes
dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas
naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos,
pero completamente naturales”.
El
fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de
Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de
nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los
corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron
músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por
cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de
dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se
celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante
muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el
fenómeno que llama toque musical. Las
mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y
tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones
espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas
y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este
punto.
En
su tratado de Magia Natural, enumera
Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios
efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían
tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no
fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre
sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan
abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos
consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de
las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias
religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el
divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza
de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que
despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían
los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en
modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los
hechiceros.
Quienes
conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las
facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la
deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la
inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por
entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna,
aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo
diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada
de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos
impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era
para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y
poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas
ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber
reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en
los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas
cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar
sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio
Agripa y Filaleteo.
EL ESPECTRO
SIN ALMA
Si
los espiritistas quieren mantener la recta noción del mundo espiritual, no
deben consentir que los científicos investiguen fenómenos con estricto
propósito de experimentación, pues seguramente daría por resultado un parcial
redescubrimiento de la magia de Moisés y Paracelso. Bajo la engañosa belleza de
sus apariciones espectrales, podrían encubrirse las sílfides y ondinas de los
rosacruces, jugueteando en las corrientes de fuerza psíquica y de fuerza ódica.
Crookes
reconoce que la aparición espectral de Catalina King es una entidad, pero recela que no tenga alma y esté animada aquella
figura de hermoso cutis por el médium y los concurrentes. También los eruditos
autores de El universo invisible dan
de mano a su hipótesis electrobiológica y vislumbran la posibilidad de que el éter universal sea el álbum fotográfico de En-Soph, el infinito Ser.
Muy lejos
estamos de asegurar que todos los espíritus comunicantes de las sesiones
espiritistas pertenezcan a los órdenes de elementales y elementarios, pues
muchos de ellos, sobre todo los que hablan por boca y escriben por mano del
médium, aparte de otras operaciones, son espíritus de difuntos cuya bondad o
malicia depende del carácter moral del médium, del ambiente colectivo de los
circunstantes y, mucho más todavía, de la intensidad e índole del propósito.
Nada serio puede esperarse cuando la sesión no tiene otro objeto que satisfacer
la curiosidad y pasar el tiempo; pero tampoco crea nadie que un espíritu sea
capaz de materializarse en carne y hueso, pues lo más que pueden hacer es
proyectar su imagen etérea en las ondas atmosféricas, de modo que tanto el
cuerpo como el traje causarán al tacto una sensación semejante a la brisa y no
la de un objeto densamente material. Es inútil atribuir naturaleza humana a los
“espíritus materializados en quienes se advertían los latidos del corazón, y
que hablaban con voz sonora, unas veces valiéndose de trompetilla y otras sin
haber de recurrir a este instrumento. Difícilmente se olvidan una vez oídas las
voces, si cabe darles este nombre, de las apariciones espectrales. La voz de
los espíritus puros semeja el trémulo murmullo de una lejana arpa eólica. La
voz de un espíritu en pena, y por lo tanto impuro, si no maligno, puede
compararse a la voz humana que saliese del fondo de un tonel vacío.
Esta
filosofía no es nuestra, sino la de muchísimas generaciones de magos y teurgos
que la fundaron en la experiencia. El testimonio de la antigüedad es irrecusable
en este punto: ... ... ... (40). Las voces de los espíritus son inarticuladas.
La voz de los espíritus consiste en una serie de sonidos de efecto semejante al
de una columna de aire comprimido que, ascendiendo de abajo arriba, se
derramara en torno del oyente. En el caso de Isabel Eslinger, todos cuantos
presenciaron la aparición (41), atestiguaron que habían visto como una columna de nubes. Durante once
semanas seguidas observaron diariamente esta aparición, el doctor Kerner y sus
hijos, varios sacerdotes luteranos, el abogado Fraas, el grabador Düttenhöfer,
los dos médicos Siefer y Sicherer, el juez Heyd, el barón de Hugel y muchas
otras personas. Mientras se manifestaba el espectro, permanecía Isabel en su
celda orando sin cesar en voz alta, y como al propio tiempo hablaba la
aparición, no podía ser un caso de ventriloquismo, aparte que, según los
testigos, nada tenía aquella voz de humana ni nadie era capaz de imitar su
timbre.
FORMAS MATERIALIZADAS
Más
adelante daremos copiosas pruebas entresacadas de autores antiguos acerca de
esta evidente verdad. Por ahora repetiremos que ningún espíritu de los llamados
humanos por los espiritistas ha demostrado suficientemente su condición. Los
espíritus desencarnados pueden
comunicar su influencia subjetivamente
a los médiums y producir manifestaciones objetivas
a través de estos, pero no por sí mismos. Pueden disponer del cuerpo del médium
y expresar sus conceptos y deseos por los diversos procedimientos del
fenomenalismo psíquico, pero no materializar
lo inmaterial, es decir, su divina
esencia. Así es que toda materialización genuina está determinada o por la
voluntad del espíritu aparecido, o por los espíritus duendísticos que son
generalmente demasiado groseros para merecer el nombre de diablos. Rara vez son
capaces los espíritus de dominar a estos seres sin alma, siempre dispuestos a
tomar nombres pomposos; pero cuando los dominan, quedan sujetos como
polichinelas a cuanto les dicta el alma inmortal. Sin embargo, este dominio
requiere condiciones generalmente desconocidas aún de los espiritistas más
asiduos concurrentes a las sesiones, pues no a todo el que quiere le es dable
evocar espíritus humanos. Uno de los más poderosos estímulos de los difuntos,
es el intenso amor a sus deudos en la tierra, que irresistiblemente los empuja
hacia la corriente de luz astral, cuyas vibraciones enlazan el alma del ser
amado con el alma universal. Otro requisito importantísimo es la armonía y
pureza mental de los circunstantes.
Si
este razonamiento es erróneo, si las formas materializadas que aparecen en
oscuros aposentos, salidas de estancias aún más oscuras, fuesen espíritus de
difuntos, ¿a qué establecer diferencias entre ellas y los fantasmas que de
súbito aparecen sin gabinete de preparación ni médium comunicante? ¿Quién no ha
oído hablar de las almas en pena que
vagan por los lugares donde se perpetró algún crimen o vuelven movidas de
irresistibles ansias de necesidad no satisfecha y cuyas manos tienen el tacto
de la carne viva de modo que apenas
cabe distinguirlas de los vivos?
Conocemos
casos auténticos de súbitas apariciones espectrales, sin analogía alguna con
las incipientes materializaciones de nuestros días. El periódico Medium and Day Break, del 8 de
Septiembre de 1876, publicó una carta de una señora que durante sus viajes por
el continente presenció un fenómeno en una casa encantada. Dice uno de sus
párrafos: “En el oscuro rincón de la biblioteca resonó un extraño ruido y al
volver la vista eché de ver una nube de vapor luminoso... el espíritu apegado a
la tierra vagaba por el lugar maldito de sus fechorías”.
Este
espíritu era indudablemente un elemental auténtico que por espontánea
determinación se hizo visible, como lo son todos los espectros, pero
impalpable, o, a lo sumo, dando al tacto una sensación como si se metiera de
pronto la mano en el agua o se palpara una nube de vapor acuoso. Según la
descripción, era luminoso y vaporoso,
por lo que bien podemos colegir que sería la sombra personal del espíritu apegado a la tierra por el
remordimiento de crímenes propios, o a consecuencia de los ajenos. La muerte
encierra profundos misterios y las modernas materializaciones sólo sirven para
ridiculizarlos a los ojos de los indiferentes. A esto pueden replicar los
espiritistas diciendo que, por declaración explícitamente pública, hemos
presenciado personalmente dichas formas
materializadas. No tenemos reparo en reiterar el testimonio y decir que en
tales formas reconocimos la representación visible de conocidos, amigos y aun
parientes, y escuchamos de ellos palabras en idiomas orientales desconocidos
del médium y de todos los circunstantes, excepto de nosotros mismos. Nadie dejó
de considerar este hecho como prueba concluyente de las facultades del médium,
un zafio labriego llamado Vermont; pero aquellas formas no eran de las
personalidades que aparentaban ser, sino sencillamente simulaciones suyas,
plasmadas vívidamente por espíritus elementales y elementarios. No habíamos
tocado hasta ahora este punto, porque la masa general de espiritistas no estaba
preparada ni para escuchar siquiera, cuanto menos para creer en los espíritus
elementales y elementarios. Desde entonces se ha discutido públicamente este
punto y ya no resulta tan aventurado entregar a la voracidad de la crítica la
canosa filosofía de los antiguos, porque la cultura general ha evolucionado lo
bastante para tomarla en consideración y estudiarla sin apasionamiento. Dos
años de agitación mental han mejorado notablemente la mentalidad colectiva.
Asegura
Pausanias que cuatro siglos después de la batalla de Maratón, se oían en el
campo los relinchos de los caballos y el vocerío de los combatientes.
Suponiendo que vagasen por aquel lugar los espíritus de los soldados muertos en
la batalla, resultaría que aparecieron en figura espectral o fantástica, y no
en forma materializada. Pero ¿qué causa tenían los relinchos? ¿Eran los
espíritus de los caballos? Si admitimos, contra toda verdad, que los caballos
tienen alma, habremos de confesar que el alma inmortal de los soldados muertos
relinchaba para reproducir con mayor y más dramática viveza la bélica escena.
Repetidas veces se han visto aparecer fantasmas de animales domésticos, y el
testimonio en este caso es tan fidedigno como el referente a las apariciones de
espectros humanos. ¿Quién simula entonces la figura espectral de estos
animales? ¿Los espíritus humanos? La cuestión está encerrada en un dilema: o
los animales tienen alma y espíritu como el hombre, o forzosamente hemos de
aceptar con Porfirio la existencia en el mundo invisible de una especie de
demonios maliciosos y embusteros, una clase de seres intermedios entre el
hombre y los dioses, que se complacen en asumir cuantas formas les viene bien
remedar, desde la del hombre a la de los animales (42).
ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
Pero
antes de resolver la cuestión de si los espectros zoóticos, con tanta
frecuencia aparecidos, están animados por el espíritu del animal, conviene
examinar cuidadosamente su manera de conducirse. ¿Proceden estos espectros en
armonía con las costumbres, instintos y características de sus congéneres en
vida? ¿Muestran los fieros su natural acometividad y los mansos su peculiar
timidez, o bien se descubre en estos contrariamente a su índole la maligna
disposición de molestar al hombre en vez de rehuir su presencia? Muchas
víctimas de estas obsesiones, como por ejemplo en el caso de Salem y otros
hechizos igualmente comprobados, afirmaron haber visto entrar en sus aposentos
fantasmasde perros, gatos, cerdos y otros animales, que se les subían a la cama
y les hablaban incitándoles al suicidio y
otros crímenes. En el auténtico caso de Isabel Eslinger, descrito por
Kerner, el espectro del cura de Wimmenthal ( 43) iba acompañado de un enorme
perro negro, que, según declaración de numerosos testigos, saltaba a las camas
de los presos. En cierta ocasión se apareció el cura con un cordero y en otra
con dos. Además, la mayor parte de los acusados en el proceso de Salem
confesaron que por encargo de la hechicera habían hecho sortilegios y maquinado
maldades valiéndose de unos pájaros amarillos que se les posaban en los hombros
y en las vigas del techo (44).
Por
lo tanto, so pena de invalidar los múltiples testimonios de todo país y época y
atribuir el monopolio de la clarividencia a los modernos médiums, hemos de
reconocer que los espectros de animales denotan los peores rasgos de la más
depravada naturaleza humana, a pesar de no ser en modo alguno humanos. ¿Qué
serán, entonces, sino elementales? Descartes fue uno de los pocos que se
atrevieron a decir que a la medicina oculta se le deberían descubrimientos
destinados a dilatar los dominios de la filosofía; y Brierre de Boismont, no
sólo compartía esta esperanza, sino que explícitamente manifestaba sus
simpatías por el supernaturalismo a que llamaba el “magno credo universal”.
Dice a este propósito: “Creo, de acuerdo con Guizot, que la existencia de la
sociedad está íntimamente ligada a lo sobrenatural y es inútil que el
racionalismo moderno lo rechace por no saber explicar las íntimas causas de los
fenómenos a pesar del positivismo de
que alardea. Lo sobrenatural está universalmente arraigado en el fondo de todos
los corazones. Los hombres de mayor talento son sus más ardorosos discípulos
(45).
Colón
descubrió el continente americano, y Américo Vespucio le usurpó la nombradía
del descubrimiento. Paracelso redescubrió las secretas propiedades del imán (el
hueso de Horus, como le llamaban los antiguos, que doce siglos atrás se valían
de él en los Misterios teúrgicos) y fundó la escuela teúrgico-magnética de la
Edad Media. Sin embargo, Mesmer, que tres siglos después de Paracelso continuó
su escuela, usurpó la fama al insigne filósofo ígneo, que acabó sus días en un
hospital. Tal es el mundo. Los nuevos descubrimientos son hijos de la ciencia
antigua. Los hombres se suceden sin alteración de la naturaleza humana.
FIN DEL CAPITULO II
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