CAPÍTULO III
Y el cielo. La tierra desaparece de la superficie tan luego
Como el cielo se retrata en el fondo.- ZANONI.
¿Quién te dio el encargo de anunciar al pueblo que no
hay Dios? ¿Qué ventaja hallas en convencer a las gentes de
que una fuerza ciega preside sus destinos y al azar igualmente
flagela el crimen y la virtud?
ROBESPIERRE.-Discurso del 7 de Mayo de 1794.
Creemos
que muy pocos de estos fenómenos, cuando son auténticos, pueden atribuirse a
espíritus humanos, y aun los derivados de las ocultas fuerzas naturales a
través de verdaderos médiums y de los fakires de la India y Egipto, requieren
cuidadosa y detenida comprobación científica, sobre todo desde que respetables
autoridades atestiguan la imposibilidad de fraude en muchos casos. Nadie niega
que haya hechiceros de oficio cuya destreza alcance a producir fenómenos más
estupendos que todos los “John King” habidos y por haber. Sirva de ejemplo
Roberto Houdin, que tenía habilidad para ello y, no obstante, se burlaba luego
en la misma cara de los académicos, porque le instaban a declarar con su firma
en los periódicos que para hacer girar una mesa o que respondiera sin contacto de manos, era indispensble
prepararla convenientemente para ello con la debida antelación (1). Prueba del
erróneo juicio que atribuye a impostura todo fenómeno psíquico, nos la da el no
haber aceptado un famoso prestidigitador londinense la apuesta de mil libras
esterlinas con que Algernón Joy (2) le incitó a producir los fenómenos
psíquicos en las mismas condiciones que los médiums, bajo la vigilancia de una
comisión nombrada al efecto. Por hábil que sea un prestidigitador no podrá llevar
a cabo en igualdad de circunstancias
los fenómenos operados por los ma´s vulgares fakires indos. Entre los
requisitos de prueba habrían de constar indispensablemente: por una parte, que
la comisión investigadora designase el lugar del experimento, en el mismo
instante de empezar el acto, sin que el fakir tuviera el más leve indicio de la
designación; y por otra, que el experimento se efectuase en pleno día, sin otro
ayudante que un chiquillo en cueros vivos, cuyo traje sería también, o poco
más, el del fakir. En estas condiciones escogeríamos las tres suertes más
repetidas por los fakires y presenciadas no hace mucho por varios personajes
del séquito del príncipe de Gales, conviene a saber:
1º Convertir en serpiente cobra, de mordedura
mortal, una rupia fuertemente retenida en la mano cerrada, por un circunstante
escéptico.
2º Lograr que en menos de quince minutos brote,
crezca, fructifique y madure una simiente escogida arbitrariamente por los
espectadores y plantada en el tiesto que ellos mismos proporcionen.
3º Tenderse el fakir sobre tres espadas hincadas
por el puño en el suelo, punta arriba, y al deshincarlas una tras otra,
quedarse el fakir tendido en el aire a un metro del suelo. Cuando hagan lo
mismo los prestidigitadores, empezando por Houdin y acabando por el último
impostor que recabó éxitos con sus ataques al espiritismo, entonces, y sólo
entonces, creeremos que el género humano procede la pezuña del orohippus eocénico de Huxley.
EXPOSICIONES ERRÓNEAS
Nuevamente
afirmamos con entera seguridad que no hay en los otros tres puntos cardinales
hechicero profesional capaz de emular a los desastrados e incultos fakires de
Oriente, que no necesitan estancias egipcias ni preparación ni ensauyo para
realizar sus experimentos, pues siempre están prontos a invocar en su auxilio a
las ocultas fuerzas de la naturaleza, que son libro de siete sellos tanto para
los prestidigitadores como para los científicos europeos. Acertadamente dice
Elihu: “No siempre son sabios los hombres eminentes, ni la edad es prueba de
discernimiento” (3). Repetiremos a este propósito lo que dice el teólogo inglés
More: “A la verdad, si los hombres no hubiesen perdido la modestia, los relatos
bíblicos les probarían plenamente la existencia de espíritus y ángeles... Me
parece providencial que los recientes casos de apariciones despierten en
nuestras entorpecidas y aletargadas mentes el convencimiento de que hay otros
seres inteligentes, además de los revestidos de grosera arcilla... Porque si
estas pruebas nos demuestran la existencia de espíritus malignos, forzosamente
hemos de creer en los espíritus buenos, y por lo tanto en Dios”. El ejemplo ya
citado entraña una lección moral, no sólo para los científicos, sino también
para los teólogos. Tanto los predicadores como los catedráticos delatan
continuamente su incompetencia en psicología, menospreciando las coyunturas de
estudio que se les ofrecen y poniéndose en ridículo a los ojos del estudiante
sincero. La opinión pública, en este punto, está amañada por impostores e
ignorantes indignos de consideración.
Tardíamente
ha evolucionado la psicología, más bien por el ridículo en que se pusieron sus
profesores, que por dificultades propias de su estudio. El huero desdén de los
sabios en mantillas y de los necios a la moda ha contribuido a mantener al
hombre en la ignorancia de sus latentes facultades, con mayor fuerza que las
tenebrosidades, riesgos e impedimentos propios del asunto. Éste es precisamente
el caso de los fenómenos espiritistas cuya investigación ha estado hasta ahora en
manos profanas, a causa del temor que los científicos tenían de las burlas,
dicterios y preocupaciones de gentes indignas de atarles la correa del zapato,
pues también anida la poquedad de ánimo en las universidades.
La
vitalidad del espiritismo moderno resiste victoriosamente al desprecio de la
ciencia y a la bulliciosa jactancia de sus presumidos expositores. Desde los
padres graves de la ciencia, como Faraday y Brewster, hasta los informes del
afortunado imitador de los fenómenos de Londres, no encontramos ni el más leve
argumento sólido contra la autenticidad de los fenómenos espiritistas. El
imitador aludido dice en su titulado informe: “Mi opinión es que Williams
simulaba las personalidades de John King y Peter. Nadie podrá demostrar lo
contrario”. A pesar de la arrogancia de la afirmación, no pasa de ser una
hipótesis, por lo que los espiritistas pueden exigir a su vez del informante la
prueba de cuanto dice.
Pero
los más inveterados y acerbos enemigos del espiritismo pertenecen a una clase
por fortuna poco numerosa, pero que alzan mucho la voz para publicar sus
opiniones con estrépito digno de mejor causa. Son los eruditos a la violeta
que, en la América del Norte, presumen de sabios por tener una máquina
eléctrica en su despacho o haber publicado tal o cual memoria pueril sobre la
locura y la mediummanía. Se creen estos hombres pensadores profundos y
fisiólogos eminentes, y desdeñan la para ellos absurda metafísica, porque son
positivistas de la escuela de Augusto Comte, cuyo más vivo anhelo es levantar a
la ilusa humanidad del negro abismo en que la superstición la tiene sumida, y
reconstruir el Cosmos sobre mejores fundamentos. Su irascible psicofobia llega
al extremo de considerar imperdonable ofensa que les supongan dotados de
espíritu inmortal, y si les hubiéramos de hacer caso, los hombres sólo pueden
tener alma científica o alma anticientífica, según su grado de
mentalidad (4).
LA RELIGIÓN
DE COMTE
Unos
treinta o cuarenta años atrás, Augusto Comte, alumno de la Escuela Politécnica de París y auxiliar de las cátedras de Cálculo
diferencial e integral y Mecánica racional en el mismo establecimiento docente,
se despertó una mañana con la ventolera de ser profeta. En los Estados Unidos
se encuentra un profeta en cada esquina, y en Europa escasean como cisnes
negros; pero Francia es país de novedades y Comte fue profeta con tanto éxito,
que aun la grave Inglaterra lo diputó durante algún tiempo por el Newton del
siglo XIX. Difundióse el contagio mental hasta invadir cual devorador incendio
Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. La flamante filosofía ganó algunos
prosélitos en Francia, cuyo entusiasmo no fue duradero, porque se negaron a
proporcionar los recursos que necesitaba el profeta, y el fervoroso entusiasmo
despertado en un principio por aquella religión sin Dios se entibió con rapidez
igual a su enfervoramiento. De los ardientes apóstoles del profeta sólo quedó
uno notable: el famoso filólogo Littré, miembro del Instituto de Francia y
candidato perpetuo a la Academia Imperial de Ciencias, cuya entrada le obstruía
maliciosamente el obispo de Orleáns (5).
El
matemático-filósofo, el sumo pontífice de la “religión” del porvenir, predicaba
su doctrina al estilo de todos los profetas contemporáneos. Divinizaba a la
mujer y la ponía sobre un altar, pero la “diosa” quedaba en la obligación de
pagarse la peana. Los racionalistas que tanto se burlaron de las extravagancias
de Fourier y de Saint Simón y con tanto desprecio ridiculizaron el espiritismo,
se vieron presos como inacutos gorriones en la liga retórica del nuevo profeta.
Como ni los más empedernidos ateos son extraños al anhelo congénito en el
hombre de reconocer una Divinidad, al ansia de lo desconocido, los discípulos
de Comte le siguieron atraídos por el aparente brillo de este fuego fatuo,
hasta hundirse en un pantano sin fondo. Encubiertos bajo la máscara de una
falsa erudición, los positivistas se propusieron acabar con el espiritismo,
mientras por otra parte alardeaban de investigar sin prejuicio alguno los
fenómenos psíquicos. Demasiado sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos.
Demasiado tímidos para arremeter contra las iglesias cristianas, procuraron
minar la fe del hombre en Dios y en la inmortalidad del alma, principios
fundamentales de toda religión. Su táctica consiste en ridiculizar el
espiritsmo fenoménico, que tantas pruebas suministra de la supervivencia del
alma, y para atacarlo en su punto más flaco, se apoyan por un lado en la falta
de método inductivo y en las exageraciones de las doctrinas espiritistas, y por
otro en la prevención con que las gentes miran el fenomenalismo. De esta suerte
se muestran quijotescos y benéficos debeladores de la tan, según el vulgo,
monstruosa superstición.
Veamos
hasta qué punto aventaja al espiritismo la ponderada religión del porvenir instituida
por Comte, y nos percataremos de que con mayor motivo merecen sus prosélitos el
manicomio, donde aconsejaban recluir a los médiums con quienes se habían
mostrado tan solícitos. Ante todo conviene advertir que por lo menos las tres
cuartas partes de los rasgos repulsivos del espiritismo moderno derivan de los
materialistas que aventureramente se pasaron al campo contrario. Comte ha
descrito repugnantemente la fecundación aritifical de la mujer del porvenir,
hermana mayor del venusto ideal de los partidarios del amor libre. Las
futuristas enseñanzas de los lunáticos discípulos de Comte han contagiado a
algunos pseudo-espiritistas hasta el punto de inducirles a formar comunidades
societarias, aunque ninguna duradera, pues su carácter distintivo era una especie
de animismo materialista recubierto de una tenue capa de filosofía similor,
esmaltada de enrevesados nombres griegos.
Propuso Platón (6) que para
mejorar la especie humana se eliminaran los individuos enfermizos y deformes, y
se fomentasen los matrimonios entre los más robustos ejemplares de la raza. No
era de esperar que el “genio de nuestro siglo”, no obstante sus presunciones de
profeta, forjase nuevos planes en su cerebro y, como buen matemático, combinó
hábilmente unas cuantas utopías antiguas, dióles matiz plástico, y apoyado en
el pensamiento de Platón, engendró la mayor monstruosidad nacida de cerebro
humano.
Es
preciso advertir que no atacamos a Comte como filósofo, sino tan sólo como
innovador. En la notoria confusión de sus ideas sociales, filosóficas y
religiosas, resplandecen con frecuencia algunas observaciones y juicios tan
lógicos en el fondo, como brillantes en la forma, cuyo fulgor, parecido al del
relámpago en noche tenebrosa, acrecienta las tinieblas luego de extinguido. De
sus obras podría entresacarse un volumen de aforismos verdaderamente
originales, que definen con sumo acierto la mayor parte de los males de la
sociedad; pero ni en su pesado Curso de
filosofía positiva ni en su paródico Catecismo
de la religión positivista se encuentra la ma´s ligera insinuación del
posible remedio. Los discípulos de Comte vienen a suponer que las doctrinas de
su maestro son demasiado sublimes para que las comprenda el vulgo; pero
comparando los dogmas del positivismo con la interpretación que les dan sus
apóstoles, se echan de ver las contradicciones del fondo, pues mientras el
pontífice dice que “la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre” (7) y los legisladores positivistas afirman que
en el matrimonio y en la familia debe ser la mujer “consocia del hombre,
dispensada de toda función materna” (8), a cuyo efecto proyectan una futura
institución en que las funciones proyectan una futura institución en que las
funciones de la maternidad queden substituidas por “la aplicación a la casta
esposa de una fuerza latente” (9), no faltan sacerdotes laicos del positivismo
que preconizan la poligamia y aseguran que sus doctrinas contienen la quinta
esencia de la filosofía espiritualista.
NEGACIONES DEL
POSITIVISMO
Según
los teólogos católicos cuya eterna pesadilla es el demonio, la mujer futura,
descrita por Comte, caerá en poder de los íncubos (10); pero a juicio de más
zumbones autores, la Divinidad del
positivismo será una yegua de dos patas. También Littré hace prudentes
restricciones al aceptar el apostolado de tan maravillosa religión. Decía así
en 1859:
“Asegura
Comte que no sólo ha establecido los principios, trazado los perfiles y
descubierto el método, sino también las consecuencias necesarias para levantar
el edificio social y religioso del porvenir. En esta segunda parte nos
reservamos la opinión, al propio tiempo que aceptamos sin reparo en herencia el
conjunto de la primera” (11).
Pero
más adelante añade:
“En
su magistral obra: Sistema de filosofía
positiva, establece Comte las bases de una filosofía que, con el tiempo, ha
de suceder a la teología y a la metafísica. En esta obra expone, como no podía
menos, su directa aplicación al gobierno de las sociedades. Como quiera que no
advierto nada arbitrario en estas doctrinas, y en cambio encuentro verdadera
ciencia, mi adhesión a los principios se extiende a sus esenciales
consecuencias”.
Littré
se ha mostrado digno discípulo del profeta, pues todo el sistema de Comte nos
parece basado sobre equívocos. Donde dice positivismo
se ha de leer nihilismo; donde castidad, leed impudicia, y así de lo demás. Como quiera que es una religión
fundada sobre bases negativas, difícilmente pueden llevarla sus prosélitos a la
práctica, sin decir que lo negro es blanco. Sigue Littré: “La filosofía
positiva no acepta el ateísmo, porque el ateo no tiene la mente emancipada,
sino que, a su modo, es un teólogo que explica como le place la esencia de las
cosas, y presume conocer su origen... El ateísmo es sinónimo de panteísmo y
este sistema también es todavía enteramente teológico y pertenece a la escuela
antigua” (12).
Perderíamos
el tiempo si prosiguiéramos citando más pasajes de estas paradójicas
disertaciones. Comte llegó al colmo del absurdo al dar el nombre de religión a
su nueva filosofía y, como suele acontecer en estos casos, sus discípulos
sobrepujaron el absurdo. Filósofos postizos que brillan en las academias
positivistas de Norte América, como una luciérnaga en comparación de una
estrella, delatan con toda amplitud sus opiniones al cotejar “el sistema de
pensamiento y vida” planeado por el apóstol francés con “las necedades del
espiritismo” que, por supuesto, sale malparado del cotejo. “Para destruir es
necesario reedificar”, exclama Comte citando a Cassaudiere, sin conformarse con
su pensamiento; y sus discípulos explanan el aborrecible sistema con que
pretenden sustituir el cristianismo, el espiritismo y aun los métodos
científicos. Uno de ellos dice: “El positivismo es una doctrina integral que
repudia por completo toda creencia teológica y metafísica, toda modalidad
sobrenatural y, por consiguiente, el espiritismo. El verdadero criterio
positivista sustituye el estudio de las leyes invariables de los fenómenos por
el de sus causas inmediatas. En este concepto también repudia el ateísmo,
porque al fin y al cabo el ateo es un
teólogo en el fondo, pues no difiere de los teólogos en el planteamiento,
sino en la solución del problema, y por lo tanto, es inconsecuente. Los
positivistas rechazamos todo problema inaccesible a la mente humana, pues de lo
contrario malgastaríamos nuestras fuerzas en la imposible indagación de las
causas primeras. Por lo tanto, el positivismo da satisfactoria explicación del
mundo y de los deberes y destino del hombre" (13).
OPINIÓN DE
HARE
Mitiguemos
el brillo de este programa con el juicio crítico del insigne Hare, quien dice a
este propósito: “La filosofía positivista de Comte es, en último término,
puramente negativa, pues afirma la inutilidad de perder tiempo en indagar los
inescrutables orígenes de las leyes de la naturaleza. Por considguiente, esta
doctrina se funda en la ignorancia de las causas y medios de las leyes en que
forzosamente ha de permanecer el hombre, a pesar de las pruebas referentes al
mundo espiritual. Así es que, mientras el ateísmo queda recluido en los
dominios de la materia, el espiritismo se mueve en un campo de tan dilatado
espacio como la eternidad con relación a una vida humana y como las insondables
regiones sidéreas respecto al área habitable de nuestro planeta” (14).
En
suma, el positivismo arremete igualmente contra la teología, la metafísica, el
espiritismo, el ateísmo, el materialismo y la ciencia, con amenaza de
invalidarse a sí mismo. Opina De Mirville que, según la filosofía positivista,
“la mente humana no logrará equilibrarse hasta que la psicología se considere
como un laxante cerebral y la
historia como un laxante social”. El
Mahoma moderno empieza por despojar al hombre del alma y de la fe en Dios, para
hundir después inadvertidamente en las entrañas de su propia doctrina la
afiladísima espada de la metafísica, cuyos golpes presumiera evitar. De este
modo no quedan en su sistema ni vestigios de filosofía.
De
un discurso pronunciado en 1864 por Pablo Janet, miembro del Instituto de
Francia, sobre el positivismo, entresacamos el siguiente párrafo:
“Hay
algunos talentos educados y nutridos en las ciencias exactas y experimentales,
que sienten instintiva inclinación a la filosofía, pero sin que puedan
satisfacerla más que con elementos ajenos, y su ignorancia de las ciencias
psicológicas les lleva precisamente a combatirlas, con lo cual presumen haber
fundado una nueva filosofía positiva que, bien mirada, no es ni más ni menos
que una incompleta y mutilada hipótesis metafísica. Se arrogan la infalible
autoridad, propia tan sólo de las ciencias de experimentación y cálculo, siendo
así que su defectuoso sistema es del mismo orden mental que los que combaten.
De aquí lo deleznable de su posición y el descrédito de sus ideas, que muy
luego serán esparcidas a cuatro vientos” (15).
Los
positivistas norteamericanos se han esforzado incesantemente en derrumbar el
espiritismo. Para que se vea hasta dónde llega su imparcialidad, recordaremos
que preguntan si los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Trinidad y la
Eucaristía, resisten al examen de la fisiología, de las matemáticas y de la
química, para decir después que más absurdas todavía son las quimeras del
espiritismo. Perfectamente. Pero ¿hay absurdo teológico ni quimera espiritista
que aventaje en depravada imbecilidad al positivista concepto de la fecundación
artificial? Por una parte declaran incognoscibles las causas primeras, y por
otra suplantan en el porvenir la vívida e inmortal compañera del hombre con un
tipo de mujer imposible, semejante al fetiche indio de Obeah, día tras día repleto
de huevos de serpiente para que el sol los empolle.
En
nombre del sentido común cabe preguntar por qué ha de motejar de supersticiosos
a los místicos cristianos y de orates a los espiritistas una titulada religión
que con tan repulsivos absurdos tiene partidarios entre los mismos académicos y
pone en boca de su propio fundador, para admiración de sus discípulos,
rapsodias tan extravagantes como la siguiente:
“Me
admira cada día más la creciente coincidencia entre el advenimiento social del misterio femenino y la disminución de la
fe en el sacramento de la Eucaristía. La Virgen ha suplantado a Dios en la
mente de los católicos meridionales. El positivismo realizará la utopía
medioeval que consideraba la raza humana nacida de una virgen madre”. Después de exponer el modus operandi, prosigue Comte
diciendo: “La difusión del nuevo procedimiento produciría muy luego una raza
sin los inconvenientes de la herencia y más a propósito que la procreación
vulgar para el nacimiento de caudillos espirituales y aun temporales, cuya
autoridad dimanara de un origen verdaderamente superior que no retrocedería ante ninguna investigación” (16).
FECUNDACIÓN ARTIFICIAL
Cabe
preguntar, después de leído esto, si en las “quimeras” del espiritismo, o en
los “misterios” del cristianismo, hay algo tan descabellado como esa
descripción de la humanidad futura. Si los positivistas que predican
públicamente la poligamia no desmienten con su conducta la tendencia de la
escuela al materialismo, mucho tememos que, haya o no haya una estirpe
sacerdotal así engendrada, no veamos los vástagos de las vírgenes madres.
Natural
es que una filosofía entre cuyos ideales está la procreación de semejante casta
de doctores íncubos, mueva la pluma de uno de sus más gárrulos tratadistas,
para escribir lo siguiente: “Estamos en una muy triste época abundante en
creencias muertas o moribundas, y llena de frívolos devotos que en vano ruegan
a los caídos dioses. Pero también es una época gloriosamente iluminada por los
áureos rayos del naciente sol de la ciencia. ¿Qué tenemos que ver con quienes, perdida la fe y extraviado el entendimiento,
se refugian en el espejuelo del
espiritismo, en los engaños del trascendentalismo o en las abulias del hipnotismo”? (17).
El fuego fatuo, como se complacen hoy en
llamar los filósofos pigmeos al fenomenalismo psíquico, ha tenido que luchar
para darse a conocer. No hace mucho tiempo, los ya familiares fenómenos
psíquicos tuvieron enérgica negativa en boca de un corresponsal de The Times, de Londres, cuya opinión
subsistió como valedera hasta que dirimió la cuestión la obra de Phipson,
apoyada en el testimonio de Beccaria y Humboldt (18).
Los
positivistas debieron exigir otro símil más feliz y al mismo tiempo estar mejor
enterados de los descubrimientos científicos, pues en cuanto al hipnotismo lo
practican con éxito, en algunos hospitales de Alemania, eminencias médicas cuya
fama y sabiduría está muy lejos de igualar el presuntuoso conferenciante sobre
la mediumnidad y la locura. Pocas palabras diremos antes de acabar este enojoso
asunto. Hay positivistas que se vanaglorian de contar por correligionarios a
los más ilustres científicos de Europa. Sin embargo, no entran en este número
Huxley ni Mausley, de nombradía universal. Por lo que toca a Huxley, en una
conferencia dada en 1868 en Edimburgo, sobre Los fundamentos fisiológicos de la vida, se muestra muy sorprendido
de la ligereza con que el arzobispo de York le atribuyó filiación positivista,
y dice: “Por lo que a mí toca, bien pudiera el respetable prelado desmenuzar
polémicamente a Comte como un nuevo Agag, sin que yo le detenga la mano. Mi
examen de la filosofía positivista me ha convencido de que poco o nada tiene de
valía científica, pues en su mayor parte es
tan opuesta a la verdadera ciencia, como pueda serlo el catolicismo
ultramontano. En la práctica, la filosofía positivista es un catolicismo despojado del espíritu del cristianismo”. Más
adelante se indigna Huxley con los filósofos escoceses, y les reconviene por
haber consentido que el arzobispo de York atribuyese a Comte la fundación de la
escuela filosófica de Hume, y a este propósito exclama: “Bastaba para remover
en su tumba los huesos de David Hume, que, no lejos de ella, un auditorio
parcial escuchara sin protesta cómo se atribuían sus doctrinas a un escritor
francés de hace cincuenta años, en cuyas verbosas y áridas páginas se echa de
menos el vigor de pensamiento y la claridad de expresión” (19).
¡Pobre
Comte! Ahora resulta que, por lo menos en los Estados Unidos, sus más
conspicuos discípulos quedan reducidos a un físico, un médico y un abogado, a
quienes un crítico socarrón motejó de “triunvirato anómalo cuyas arduas tareas
no les dejan tiempo para aprender a escribir” (20).
Los
positivistas no perdonan medio de combatir al espiritismo en provecho de su religión.
Sus prelados soplan sin cesar las trompetas como si a su estrépito hubieran de
caer los muros de la nueva Jericó; pero ni con sus singularísimas paradojas ni
con sus deleznables ataques al espiritismo lograrán su propósito. Para muestra
de estos ataques, basta entresacar de una reciente conferencia (21) el párrafo que sigue: “La exclusiva
satisfacción del instinto religioso es incentivo de lujuria. Sacerdotes,
frailes, monjas, santos, médiums,
místicos y devotos han sido siempre famosos por sus concupiscencias”.
LOS MONOS
DE LA CIENCIA
Nos
complacemos en observar que mientras el positivismo se erige alborozadamente en
religión, el espiritismo no ha pretendido jamás ser otra cosa que una ciencia,
una filosofía incipiente o, más bien, el estudio indagativo de las fuerzas
naturales. Los verdaderos científicos reconocen la realidad de los fenómenos
psíquicos, que sólo se atreven a negar los monos remedadores de la ciencia. Los
positivistas se burlan del fenomenalismo psíquico y en cambio no saben abrir la
boca sin que, como el retórico Butler, no se les escape un tropo. Quisiéramos
contraer las censuras al círculo de necios y pedantes que usurpan el título de
científicos; pero es innegable que cuando las eminencias tratan algún nuevo
punto, pasan sus decisiones sin réplica, aun cuando la merezcan. La cautela
propia de los hábitos de investigación experimental, los prejuicios
establecidos y el peso de la autoridad científica contribuyen paralelamente a
petrificar el pensamiento en dogmas intangibles, y con demasiada frecuencia la
ciencia progresa a costa del martirio o
del ostracismo del innovador. Los experimentadores de laboratorio deben, por
decirlo así, tomar a la bayoneta el reducto de la preocupación y la rutina,
pues no será fácil que una mano amiga deje entornada la poterna.
No han de
hacer caso de las ruidosas protestas y la impertinente crítica de los
publicistas de quinta fila que se arremolinan en la antesala de la ciencia,
pues deben reservar sus fuerzas para dar en rostro a la hostilidad de los
conspicuos y vencerla. La ciencia progresa rápidamente, pero los científicos no
se percatan del progreso, pues casi siempre arremeten contra los nuevos
inventos. El triunfo es de quien valerosa y perseverantemente resiste la
embestida parapetado en su intuición. Pocas son las leyes naturales cuya
primera enunciación no suscitara burlas y fuera generalmente tenida por
absurdamente contraria a la ciencia. Pero no obstante el orgullo de quienes
nada descubren, no es posible desoír por mucho tiempo el clamoreo de los
innovadores que, desgraciadamente para la pobre y egoísta humanidad, se
convierten a su vez en rémoras de cuantos indagan nuevamente la acción de las
leyes naturales. Así, poco a poco, va pasando la humanidad por sucesivos ciclos
de conocimientos cuyos errores corrige de continuo la ciencia para rehabilitar
hoy las hipótesis desechadas por erróneas ayer. Esto ha sucedido no sólo en
cuestiones psicológicas, tales como el hipnotismo desde el doble punto de vista
fisiológico y psíquico, sino también en descubrimientos relativos a las
ciencias de observación.
¿Qué
hemos de hacer? ¿Evocar un pasado desagradable? ¿Decir que los científicos
medioevales negaban con el clero el sistema heliocéntrico por temor de oponerse
a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Recordaremos que algunos naturalistas del
siglo XVIII negaron autenticidad zoológica a las conchas fósiles, diciendo que
tan sólo eran simulaciones artificiosas, mientras otros sostenían
acaloradamente lo contrario en discusiones salpicadas de insultos, hasta que
Buffón sentenció el pleito con pureba plena a favor de los segundos?
Seguramente que si tan discordes andan los científicos respecto al origen y
naturaleza de las conchas fósiles, tan fácilmente observables, a duras penas
cabe esperar que crean en las formas espectrales de las sesiones espiritistas,
cuando el médium es genuinamente sincero.
Los
escépticos podrían entretener provechosamente los ratos de ocio en la lectura
de la obra de Flourens, secretario perpetuo de la Academia francesa, titulada: Historia de las investigaciones de Buffón,
en la que describe cómo el insigne naturalista desbarató la hipótesis de la
simulación artificial, cuyos partidarios persistieron en negar todo cuanto no
comprendían y se mofaron sarcásticamente de los experimentos eléctricos de
Franklin, de las tentativas de Fulton, de los proyectos ferroviarios de
Perdonnet, de las nuevas orientaciones de Harvey y de las heroicas pruebas de
Palissy.
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