miércoles, 9 de abril de 2014

ISIS SIN VELO - Capitulo III (Parte I)




CAPÍTULO  III



 El espejo del alma no puede reflejar a la vez la tierra
Y el cielo. La tierra desaparece de la superficie tan luego
Como el cielo se retrata en el fondo.- ZANONI.

¿Quién te dio el encargo de anunciar al pueblo que no
hay Dios? ¿Qué ventaja hallas en convencer a las gentes de
que una fuerza ciega preside sus destinos y al azar igualmente
             flagela el crimen y la virtud?
ROBESPIERRE.-Discurso del 7 de Mayo de 1794.



            Creemos que muy pocos de estos fenómenos, cuando son auténticos, pueden atribuirse a espíritus humanos, y aun los derivados de las ocultas fuerzas naturales a través de verdaderos médiums y de los fakires de la India y Egipto, requieren cuidadosa y detenida comprobación científica, sobre todo desde que respetables autoridades atestiguan la imposibilidad de fraude en muchos casos. Nadie niega que haya hechiceros de oficio cuya destreza alcance a producir fenómenos más estupendos que todos los “John King” habidos y por haber. Sirva de ejemplo Roberto Houdin, que tenía habilidad para ello y, no obstante, se burlaba luego en la misma cara de los académicos, porque le instaban a declarar con su firma en los periódicos que para hacer girar una mesa o que respondiera sin contacto de manos, era indispensble prepararla convenientemente para ello con la debida antelación (1). Prueba del erróneo juicio que atribuye a impostura todo fenómeno psíquico, nos la da el no haber aceptado un famoso prestidigitador londinense la apuesta de mil libras esterlinas con que Algernón Joy (2) le incitó a producir los fenómenos psíquicos en las mismas condiciones que los médiums, bajo la vigilancia de una comisión nombrada al efecto. Por hábil que sea un prestidigitador no podrá llevar a cabo en igualdad de circunstancias los fenómenos operados por los ma´s vulgares fakires indos. Entre los requisitos de prueba habrían de constar indispensablemente: por una parte, que la comisión investigadora designase el lugar del experimento, en el mismo instante de empezar el acto, sin que el fakir tuviera el más leve indicio de la designación; y por otra, que el experimento se efectuase en pleno día, sin otro ayudante que un chiquillo en cueros vivos, cuyo traje sería también, o poco más, el del fakir. En estas condiciones escogeríamos las tres suertes más repetidas por los fakires y presenciadas no hace mucho por varios personajes del séquito del príncipe de Gales, conviene a saber:
           
1º  Convertir en serpiente cobra, de mordedura mortal, una rupia fuertemente retenida en la mano cerrada, por un circunstante escéptico.
           
2º  Lograr que en menos de quince minutos brote, crezca, fructifique y madure una simiente escogida arbitrariamente por los espectadores y plantada en el tiesto que ellos mismos proporcionen.
           
3º  Tenderse el fakir sobre tres espadas hincadas por el puño en el suelo, punta arriba, y al deshincarlas una tras otra, quedarse el fakir tendido en el aire a un metro del suelo. Cuando hagan lo mismo los prestidigitadores, empezando por Houdin y acabando por el último impostor que recabó éxitos con sus ataques al espiritismo, entonces, y sólo entonces, creeremos que el género humano procede la pezuña del orohippus eocénico de Huxley.

EXPOSICIONES  ERRÓNEAS


            Nuevamente afirmamos con entera seguridad que no hay en los otros tres puntos cardinales hechicero profesional capaz de emular a los desastrados e incultos fakires de Oriente, que no necesitan estancias egipcias ni preparación ni ensauyo para realizar sus experimentos, pues siempre están prontos a invocar en su auxilio a las ocultas fuerzas de la naturaleza, que son libro de siete sellos tanto para los prestidigitadores como para los científicos europeos. Acertadamente dice Elihu: “No siempre son sabios los hombres eminentes, ni la edad es prueba de discernimiento” (3). Repetiremos a este propósito lo que dice el teólogo inglés More: “A la verdad, si los hombres no hubiesen perdido la modestia, los relatos bíblicos les probarían plenamente la existencia de espíritus y ángeles... Me parece providencial que los recientes casos de apariciones despierten en nuestras entorpecidas y aletargadas mentes el convencimiento de que hay otros seres inteligentes, además de los revestidos de grosera arcilla... Porque si estas pruebas nos demuestran la existencia de espíritus malignos, forzosamente hemos de creer en los espíritus buenos, y por lo tanto en Dios”. El ejemplo ya citado entraña una lección moral, no sólo para los científicos, sino también para los teólogos. Tanto los predicadores como los catedráticos delatan continuamente su incompetencia en psicología, menospreciando las coyunturas de estudio que se les ofrecen y poniéndose en ridículo a los ojos del estudiante sincero. La opinión pública, en este punto, está amañada por impostores e ignorantes indignos de consideración.
           
Tardíamente ha evolucionado la psicología, más bien por el ridículo en que se pusieron sus profesores, que por dificultades propias de su estudio. El huero desdén de los sabios en mantillas y de los necios a la moda ha contribuido a mantener al hombre en la ignorancia de sus latentes facultades, con mayor fuerza que las tenebrosidades, riesgos e impedimentos propios del asunto. Éste es precisamente el caso de los fenómenos espiritistas cuya investigación ha estado hasta ahora en manos profanas, a causa del temor que los científicos tenían de las burlas, dicterios y preocupaciones de gentes indignas de atarles la correa del zapato, pues también anida la poquedad de ánimo en las universidades.
            
La vitalidad del espiritismo moderno resiste victoriosamente al desprecio de la ciencia y a la bulliciosa jactancia de sus presumidos expositores. Desde los padres graves de la ciencia, como Faraday y Brewster, hasta los informes del afortunado imitador de los fenómenos de Londres, no encontramos ni el más leve argumento sólido contra la autenticidad de los fenómenos espiritistas. El imitador aludido dice en su titulado informe: “Mi opinión es que Williams simulaba las personalidades de John King y Peter. Nadie podrá demostrar lo contrario”. A pesar de la arrogancia de la afirmación, no pasa de ser una hipótesis, por lo que los espiritistas pueden exigir a su vez del informante la prueba de cuanto dice.
          
Pero los más inveterados y acerbos enemigos del espiritismo pertenecen a una clase por fortuna poco numerosa, pero que alzan mucho la voz para publicar sus opiniones con estrépito digno de mejor causa. Son los eruditos a la violeta que, en la América del Norte, presumen de sabios por tener una máquina eléctrica en su despacho o haber publicado tal o cual memoria pueril sobre la locura y la mediummanía. Se creen estos hombres pensadores profundos y fisiólogos eminentes, y desdeñan la para ellos absurda metafísica, porque son positivistas de la escuela de Augusto Comte, cuyo más vivo anhelo es levantar a la ilusa humanidad del negro abismo en que la superstición la tiene sumida, y reconstruir el Cosmos sobre mejores fundamentos. Su irascible psicofobia llega al extremo de considerar imperdonable ofensa que les supongan dotados de espíritu inmortal, y si les hubiéramos de hacer caso, los hombres sólo pueden tener alma científica o alma anticientífica, según su grado de mentalidad (4).

LA  RELIGIÓN  DE  COMTE


            Unos treinta o cuarenta años atrás, Augusto Comte, alumno de la Escuela Politécnica de París y auxiliar de las cátedras de Cálculo diferencial e integral y Mecánica racional en el mismo establecimiento docente, se despertó una mañana con la ventolera de ser profeta. En los Estados Unidos se encuentra un profeta en cada esquina, y en Europa escasean como cisnes negros; pero Francia es país de novedades y Comte fue profeta con tanto éxito, que aun la grave Inglaterra lo diputó durante algún tiempo por el Newton del siglo XIX. Difundióse el contagio mental hasta invadir cual devorador incendio Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. La flamante filosofía ganó algunos prosélitos en Francia, cuyo entusiasmo no fue duradero, porque se negaron a proporcionar los recursos que necesitaba el profeta, y el fervoroso entusiasmo despertado en un principio por aquella religión sin Dios se entibió con rapidez igual a su enfervoramiento. De los ardientes apóstoles del profeta sólo quedó uno notable: el famoso filólogo Littré, miembro del Instituto de Francia y candidato perpetuo a la Academia Imperial de Ciencias, cuya entrada le obstruía maliciosamente el obispo de Orleáns (5).
           
El matemático-filósofo, el sumo pontífice de la “religión” del porvenir, predicaba su doctrina al estilo de todos los profetas contemporáneos. Divinizaba a la mujer y la ponía sobre un altar, pero la “diosa” quedaba en la obligación de pagarse la peana. Los racionalistas que tanto se burlaron de las extravagancias de Fourier y de Saint Simón y con tanto desprecio ridiculizaron el espiritismo, se vieron presos como inacutos gorriones en la liga retórica del nuevo profeta. Como ni los más empedernidos ateos son extraños al anhelo congénito en el hombre de reconocer una Divinidad, al ansia de lo desconocido, los discípulos de Comte le siguieron atraídos por el aparente brillo de este fuego fatuo, hasta hundirse en un pantano sin fondo. Encubiertos bajo la máscara de una falsa erudición, los positivistas se propusieron acabar con el espiritismo, mientras por otra parte alardeaban de investigar sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado tímidos para arremeter contra las iglesias cristianas, procuraron minar la fe del hombre en Dios y en la inmortalidad del alma, principios fundamentales de toda religión. Su táctica consiste en ridiculizar el espiritsmo fenoménico, que tantas pruebas suministra de la supervivencia del alma, y para atacarlo en su punto más flaco, se apoyan por un lado en la falta de método inductivo y en las exageraciones de las doctrinas espiritistas, y por otro en la prevención con que las gentes miran el fenomenalismo. De esta suerte se muestran quijotescos y benéficos debeladores de la tan, según el vulgo, monstruosa superstición.
            
Veamos hasta qué punto aventaja al espiritismo la ponderada religión del porvenir instituida por Comte, y nos percataremos de que con mayor motivo merecen sus prosélitos el manicomio, donde aconsejaban recluir a los médiums con quienes se habían mostrado tan solícitos. Ante todo conviene advertir que por lo menos las tres cuartas partes de los rasgos repulsivos del espiritismo moderno derivan de los materialistas que aventureramente se pasaron al campo contrario. Comte ha descrito repugnantemente la fecundación aritifical de la mujer del porvenir, hermana mayor del venusto ideal de los partidarios del amor libre. Las futuristas enseñanzas de los lunáticos discípulos de Comte han contagiado a algunos pseudo-espiritistas hasta el punto de inducirles a formar comunidades societarias, aunque ninguna duradera, pues su carácter distintivo era una especie de animismo materialista recubierto de una tenue capa de filosofía similor, esmaltada de enrevesados nombres griegos.

Propuso Platón (6) que para mejorar la especie humana se eliminaran los individuos enfermizos y deformes, y se fomentasen los matrimonios entre los más robustos ejemplares de la raza. No era de esperar que el “genio de nuestro siglo”, no obstante sus presunciones de profeta, forjase nuevos planes en su cerebro y, como buen matemático, combinó hábilmente unas cuantas utopías antiguas, dióles matiz plástico, y apoyado en el pensamiento de Platón, engendró la mayor monstruosidad nacida de cerebro humano.
           
Es preciso advertir que no atacamos a Comte como filósofo, sino tan sólo como innovador. En la notoria confusión de sus ideas sociales, filosóficas y religiosas, resplandecen con frecuencia algunas observaciones y juicios tan lógicos en el fondo, como brillantes en la forma, cuyo fulgor, parecido al del relámpago en noche tenebrosa, acrecienta las tinieblas luego de extinguido. De sus obras podría entresacarse un volumen de aforismos verdaderamente originales, que definen con sumo acierto la mayor parte de los males de la sociedad; pero ni en su pesado Curso de filosofía positiva ni en su paródico Catecismo de la religión positivista se encuentra la ma´s ligera insinuación del posible remedio. Los discípulos de Comte vienen a suponer que las doctrinas de su maestro son demasiado sublimes para que las comprenda el vulgo; pero comparando los dogmas del positivismo con la interpretación que les dan sus apóstoles, se echan de ver las contradicciones del fondo, pues mientras el pontífice dice que “la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre” (7) y los legisladores positivistas afirman que en el matrimonio y en la familia debe ser la mujer “consocia del hombre, dispensada de toda función materna” (8), a cuyo efecto proyectan una futura institución en que las funciones proyectan una futura institución en que las funciones de la maternidad queden substituidas por “la aplicación a la casta esposa de una fuerza latente” (9), no faltan sacerdotes laicos del positivismo que preconizan la poligamia y aseguran que sus doctrinas contienen la quinta esencia de la filosofía espiritualista.

NEGACIONES  DEL  POSITIVISMO


            Según los teólogos católicos cuya eterna pesadilla es el demonio, la mujer futura, descrita por Comte, caerá en poder de los íncubos (10); pero a juicio de más zumbones autores, la Divinidad del positivismo será una yegua de dos patas. También Littré hace prudentes restricciones al aceptar el apostolado de tan maravillosa religión. Decía así en 1859:
          
  “Asegura Comte que no sólo ha establecido los principios, trazado los perfiles y descubierto el método, sino también las consecuencias necesarias para levantar el edificio social y religioso del porvenir. En esta segunda parte nos reservamos la opinión, al propio tiempo que aceptamos sin reparo en herencia el conjunto de la primera” (11).
           
Pero más adelante añade:
            “En su magistral obra: Sistema de filosofía positiva, establece Comte las bases de una filosofía que, con el tiempo, ha de suceder a la teología y a la metafísica. En esta obra expone, como no podía menos, su directa aplicación al gobierno de las sociedades. Como quiera que no advierto nada arbitrario en estas doctrinas, y en cambio encuentro verdadera ciencia, mi adhesión a los principios se extiende a sus esenciales consecuencias”.
          
  Littré se ha mostrado digno discípulo del profeta, pues todo el sistema de Comte nos parece basado sobre equívocos. Donde dice positivismo se ha de leer nihilismo; donde castidad, leed impudicia, y así de lo demás. Como quiera que es una religión fundada sobre bases negativas, difícilmente pueden llevarla sus prosélitos a la práctica, sin decir que lo negro es blanco. Sigue Littré: “La filosofía positiva no acepta el ateísmo, porque el ateo no tiene la mente emancipada, sino que, a su modo, es un teólogo que explica como le place la esencia de las cosas, y presume conocer su origen... El ateísmo es sinónimo de panteísmo y este sistema también es todavía enteramente teológico y pertenece a la escuela antigua” (12).
           
Perderíamos el tiempo si prosiguiéramos citando más pasajes de estas paradójicas disertaciones. Comte llegó al colmo del absurdo al dar el nombre de religión a su nueva filosofía y, como suele acontecer en estos casos, sus discípulos sobrepujaron el absurdo. Filósofos postizos que brillan en las academias positivistas de Norte América, como una luciérnaga en comparación de una estrella, delatan con toda amplitud sus opiniones al cotejar “el sistema de pensamiento y vida” planeado por el apóstol francés con “las necedades del espiritismo” que, por supuesto, sale malparado del cotejo. “Para destruir es necesario reedificar”, exclama Comte citando a Cassaudiere, sin conformarse con su pensamiento; y sus discípulos explanan el aborrecible sistema con que pretenden sustituir el cristianismo, el espiritismo y aun los métodos científicos. Uno de ellos dice: “El positivismo es una doctrina integral que repudia por completo toda creencia teológica y metafísica, toda modalidad sobrenatural y, por consiguiente, el espiritismo. El verdadero criterio positivista sustituye el estudio de las leyes invariables de los fenómenos por el de sus causas inmediatas. En este concepto también repudia el ateísmo, porque al fin y al cabo el ateo es un teólogo en el fondo, pues no difiere de los teólogos en el planteamiento, sino en la solución del problema, y por lo tanto, es inconsecuente. Los positivistas rechazamos todo problema inaccesible a la mente humana, pues de lo contrario malgastaríamos nuestras fuerzas en la imposible indagación de las causas primeras. Por lo tanto, el positivismo da satisfactoria explicación del mundo y de los deberes y destino del hombre" (13).

OPINIÓN  DE  HARE


            Mitiguemos el brillo de este programa con el juicio crítico del insigne Hare, quien dice a este propósito: “La filosofía positivista de Comte es, en último término, puramente negativa, pues afirma la inutilidad de perder tiempo en indagar los inescrutables orígenes de las leyes de la naturaleza. Por considguiente, esta doctrina se funda en la ignorancia de las causas y medios de las leyes en que forzosamente ha de permanecer el hombre, a pesar de las pruebas referentes al mundo espiritual. Así es que, mientras el ateísmo queda recluido en los dominios de la materia, el espiritismo se mueve en un campo de tan dilatado espacio como la eternidad con relación a una vida humana y como las insondables regiones sidéreas respecto al área habitable de nuestro planeta” (14).
          
  En suma, el positivismo arremete igualmente contra la teología, la metafísica, el espiritismo, el ateísmo, el materialismo y la ciencia, con amenaza de invalidarse a sí mismo. Opina De Mirville que, según la filosofía positivista, “la mente humana no logrará equilibrarse hasta que la psicología se considere como un laxante cerebral y la historia como un laxante social”. El Mahoma moderno empieza por despojar al hombre del alma y de la fe en Dios, para hundir después inadvertidamente en las entrañas de su propia doctrina la afiladísima espada de la metafísica, cuyos golpes presumiera evitar. De este modo no quedan en su sistema ni vestigios de filosofía.
           
De un discurso pronunciado en 1864 por Pablo Janet, miembro del Instituto de Francia, sobre el positivismo, entresacamos el siguiente párrafo:
           
“Hay algunos talentos educados y nutridos en las ciencias exactas y experimentales, que sienten instintiva inclinación a la filosofía, pero sin que puedan satisfacerla más que con elementos ajenos, y su ignorancia de las ciencias psicológicas les lleva precisamente a combatirlas, con lo cual presumen haber fundado una nueva filosofía positiva que, bien mirada, no es ni más ni menos que una incompleta y mutilada hipótesis metafísica. Se arrogan la infalible autoridad, propia tan sólo de las ciencias de experimentación y cálculo, siendo así que su defectuoso sistema es del mismo orden mental que los que combaten. De aquí lo deleznable de su posición y el descrédito de sus ideas, que muy luego serán esparcidas a cuatro vientos” (15).
          
  Los positivistas norteamericanos se han esforzado incesantemente en derrumbar el espiritismo. Para que se vea hasta dónde llega su imparcialidad, recordaremos que preguntan si los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Trinidad y la Eucaristía, resisten al examen de la fisiología, de las matemáticas y de la química, para decir después que más absurdas todavía son las quimeras del espiritismo. Perfectamente. Pero ¿hay absurdo teológico ni quimera espiritista que aventaje en depravada imbecilidad al positivista concepto de la fecundación artificial? Por una parte declaran incognoscibles las causas primeras, y por otra suplantan en el porvenir la vívida e inmortal compañera del hombre con un tipo de mujer imposible, semejante al fetiche indio de Obeah, día tras día repleto de huevos de serpiente para que el sol los empolle.
          
  En nombre del sentido común cabe preguntar por qué ha de motejar de supersticiosos a los místicos cristianos y de orates a los espiritistas una titulada religión que con tan repulsivos absurdos tiene partidarios entre los mismos académicos y pone en boca de su propio fundador, para admiración de sus discípulos, rapsodias tan extravagantes como la siguiente:
           
“Me admira cada día más la creciente coincidencia entre el advenimiento social del misterio femenino y la disminución de la fe en el sacramento de la Eucaristía. La Virgen ha suplantado a Dios en la mente de los católicos meridionales. El positivismo realizará la utopía medioeval que consideraba la raza humana nacida de una virgen madre”. Después de exponer el modus operandi, prosigue Comte diciendo: “La difusión del nuevo procedimiento produciría muy luego una raza sin los inconvenientes de la herencia y más a propósito que la procreación vulgar para el nacimiento de caudillos espirituales y aun temporales, cuya autoridad dimanara de un origen verdaderamente superior que no retrocedería ante ninguna investigación” (16).

FECUNDACIÓN  ARTIFICIAL


            Cabe preguntar, después de leído esto, si en las “quimeras” del espiritismo, o en los “misterios” del cristianismo, hay algo tan descabellado como esa descripción de la humanidad futura. Si los positivistas que predican públicamente la poligamia no desmienten con su conducta la tendencia de la escuela al materialismo, mucho tememos que, haya o no haya una estirpe sacerdotal así engendrada, no veamos los vástagos de las vírgenes madres.
           
Natural es que una filosofía entre cuyos ideales está la procreación de semejante casta de doctores íncubos, mueva la pluma de uno de sus más gárrulos tratadistas, para escribir lo siguiente: “Estamos en una muy triste época abundante en creencias muertas o moribundas, y llena de frívolos devotos que en vano ruegan a los caídos dioses. Pero también es una época gloriosamente iluminada por los áureos rayos del naciente sol de la ciencia. ¿Qué tenemos que ver con quienes, perdida la fe y extraviado el entendimiento, se refugian en el espejuelo del espiritismo, en los engaños del trascendentalismo o en las abulias del hipnotismo”? (17).
           
El fuego fatuo, como se complacen hoy en llamar los filósofos pigmeos al fenomenalismo psíquico, ha tenido que luchar para darse a conocer. No hace mucho tiempo, los ya familiares fenómenos psíquicos tuvieron enérgica negativa en boca de un corresponsal de The Times, de Londres, cuya opinión subsistió como valedera hasta que dirimió la cuestión la obra de Phipson, apoyada en el testimonio de Beccaria y Humboldt (18).
           
Los positivistas debieron exigir otro símil más feliz y al mismo tiempo estar mejor enterados de los descubrimientos científicos, pues en cuanto al hipnotismo lo practican con éxito, en algunos hospitales de Alemania, eminencias médicas cuya fama y sabiduría está muy lejos de igualar el presuntuoso conferenciante sobre la mediumnidad y la locura. Pocas palabras diremos antes de acabar este enojoso asunto. Hay positivistas que se vanaglorian de contar por correligionarios a los más ilustres científicos de Europa. Sin embargo, no entran en este número Huxley ni Mausley, de nombradía universal. Por lo que toca a Huxley, en una conferencia dada en 1868 en Edimburgo, sobre Los fundamentos fisiológicos de la vida, se muestra muy sorprendido de la ligereza con que el arzobispo de York le atribuyó filiación positivista, y dice: “Por lo que a mí toca, bien pudiera el respetable prelado desmenuzar polémicamente a Comte como un nuevo Agag, sin que yo le detenga la mano. Mi examen de la filosofía positivista me ha convencido de que poco o nada tiene de valía científica, pues en su mayor parte es tan opuesta a la verdadera ciencia, como pueda serlo el catolicismo ultramontano. En la práctica, la filosofía positivista es un catolicismo despojado del espíritu del cristianismo”. Más adelante se indigna Huxley con los filósofos escoceses, y les reconviene por haber consentido que el arzobispo de York atribuyese a Comte la fundación de la escuela filosófica de Hume, y a este propósito exclama: “Bastaba para remover en su tumba los huesos de David Hume, que, no lejos de ella, un auditorio parcial escuchara sin protesta cómo se atribuían sus doctrinas a un escritor francés de hace cincuenta años, en cuyas verbosas y áridas páginas se echa de menos el vigor de pensamiento y la claridad de expresión” (19).
            ¡Pobre Comte! Ahora resulta que, por lo menos en los Estados Unidos, sus más conspicuos discípulos quedan reducidos a un físico, un médico y un abogado, a quienes un crítico socarrón motejó de “triunvirato anómalo cuyas arduas tareas no les dejan tiempo para aprender a escribir” (20).
            Los positivistas no perdonan medio de combatir al espiritismo en provecho de su religión. Sus prelados soplan sin cesar las trompetas como si a su estrépito hubieran de caer los muros de la nueva Jericó; pero ni con sus singularísimas paradojas ni con sus deleznables ataques al espiritismo lograrán su propósito. Para muestra de estos ataques, basta entresacar de una reciente conferencia  (21) el párrafo que sigue: “La exclusiva satisfacción del instinto religioso es incentivo de lujuria. Sacerdotes, frailes, monjas, santos, médiums, místicos y devotos han sido siempre famosos por sus concupiscencias”.

LOS  MONOS  DE  LA  CIENCIA


            Nos complacemos en observar que mientras el positivismo se erige alborozadamente en religión, el espiritismo no ha pretendido jamás ser otra cosa que una ciencia, una filosofía incipiente o, más bien, el estudio indagativo de las fuerzas naturales. Los verdaderos científicos reconocen la realidad de los fenómenos psíquicos, que sólo se atreven a negar los monos remedadores de la ciencia. Los positivistas se burlan del fenomenalismo psíquico y en cambio no saben abrir la boca sin que, como el retórico Butler, no se les escape un tropo. Quisiéramos contraer las censuras al círculo de necios y pedantes que usurpan el título de científicos; pero es innegable que cuando las eminencias tratan algún nuevo punto, pasan sus decisiones sin réplica, aun cuando la merezcan. La cautela propia de los hábitos de investigación experimental, los prejuicios establecidos y el peso de la autoridad científica contribuyen paralelamente a petrificar el pensamiento en dogmas intangibles, y con demasiada frecuencia la ciencia progresa a costa del martirio  o del ostracismo del innovador. Los experimentadores de laboratorio deben, por decirlo así, tomar a la bayoneta el reducto de la preocupación y la rutina, pues no será fácil que una mano amiga deje entornada la poterna.

 No han de hacer caso de las ruidosas protestas y la impertinente crítica de los publicistas de quinta fila que se arremolinan en la antesala de la ciencia, pues deben reservar sus fuerzas para dar en rostro a la hostilidad de los conspicuos y vencerla. La ciencia progresa rápidamente, pero los científicos no se percatan del progreso, pues casi siempre arremeten contra los nuevos inventos. El triunfo es de quien valerosa y perseverantemente resiste la embestida parapetado en su intuición. Pocas son las leyes naturales cuya primera enunciación no suscitara burlas y fuera generalmente tenida por absurdamente contraria a la ciencia. Pero no obstante el orgullo de quienes nada descubren, no es posible desoír por mucho tiempo el clamoreo de los innovadores que, desgraciadamente para la pobre y egoísta humanidad, se convierten a su vez en rémoras de cuantos indagan nuevamente la acción de las leyes naturales. Así, poco a poco, va pasando la humanidad por sucesivos ciclos de conocimientos cuyos errores corrige de continuo la ciencia para rehabilitar hoy las hipótesis desechadas por erróneas ayer. Esto ha sucedido no sólo en cuestiones psicológicas, tales como el hipnotismo desde el doble punto de vista fisiológico y psíquico, sino también en descubrimientos relativos a las ciencias de observación.
           
¿Qué hemos de hacer? ¿Evocar un pasado desagradable? ¿Decir que los científicos medioevales negaban con el clero el sistema heliocéntrico por temor de oponerse a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Recordaremos que algunos naturalistas del siglo XVIII negaron autenticidad zoológica a las conchas fósiles, diciendo que tan sólo eran simulaciones artificiosas, mientras otros sostenían acaloradamente lo contrario en discusiones salpicadas de insultos, hasta que Buffón sentenció el pleito con pureba plena a favor de los segundos? Seguramente que si tan discordes andan los científicos respecto al origen y naturaleza de las conchas fósiles, tan fácilmente observables, a duras penas cabe esperar que crean en las formas espectrales de las sesiones espiritistas, cuando el médium es genuinamente sincero.

          
  Los escépticos podrían entretener provechosamente los ratos de ocio en la lectura de la obra de Flourens, secretario perpetuo de la Academia francesa, titulada: Historia de las investigaciones de Buffón, en la que describe cómo el insigne naturalista desbarató la hipótesis de la simulación artificial, cuyos partidarios persistieron en negar todo cuanto no comprendían y se mofaron sarcásticamente de los experimentos eléctricos de Franklin, de las tentativas de Fulton, de los proyectos ferroviarios de Perdonnet, de las nuevas orientaciones de Harvey y de las heroicas pruebas de Palissy.

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