15 de octubre de 1978
Aparentemente,
la mayoría de las personas pierde muchísimo tiempo en discutir la mera claridad
verbal y no parece captar la profundidad y el contenido que está más allá de
las palabras. En el intento de buscar claridad verbal, vuelven mecánicas sus
mentes, y la vida se convierte en algo superficial y muy a menudo
contradictorio.
En estas cartas no estamos interesados en la comprensión
verbal, sino en los hechos cotidianos de nuestra vida. Ese es el punto
fundamental de todas estas cartas: no la explicación verbal del hecho sino el
hecho mismo. Cuando lo que nos interesa es la claridad verbal y, por ende, una
claridad de ideas, nuestra vida es conceptual y no factual. Todos los ideales,
las teorías, los principios, son conceptuales. Los conceptos pueden ser
deshonestos, hipócritas e ilusorios. Uno puede tener cualquier cantidad de
conceptos e ideales, pero estos nada tienen que ver con los cotidianos
acontecimientos de nuestra vida.
La gente se nutre de ideales; cuanto más
fantásticos son, más nobles se les considera; pero la comprensión de los
eventos cotidianos es mucho más importante que los ideales. Si nuestra mente
está atiborrada de conceptos, ideales, etcétera, el hecho, el acontecimiento
real nunca puede ser encarado. El concepto se convierte en un bloqueo. Cuando
todo esto se comprende muy claramente —no con una comprensión intelectual o
verbal— la importancia inmensa de enfrentarse a un hecho, a lo real, al ahora,
se vuelve el factor fundamental en nuestra educación.
La política es alguna clase de
enfermedad universal basada en conceptos, y la religión es emocionalismo
romántico e imaginario. Cuando usted observa lo que ocurre realmente, ve que
todo aquello es una indicación del pensar conceptual y un modo de evitar la
desdicha cotidiana, la confusión y el dolor de nuestras vidas.
La bondad
no puede florecer en el terreno del temor. En este terreno hay una gran
variedad de temores, el temor de lo inmediato y los temores de muchos mañanas.
El temor no es un concepto, pero la explicación del temor es conceptual, y
estas explicaciones varían de un experto a otro, de uno a otro intelectual. La
explicación no es importante; lo que sí tiene importancia es enfrentarse al
hecho del temor.
En todas
nuestras escuelas, el educador y los que son responsables por los estudiantes,
ya sea en la clase, en el campo de deportes o en sus habitaciones, tienen la
responsabilidad de ver que no surja el temor en ninguna de sus formas. El
educador no debe despertar temor en el estudiante. Esto no es conceptual,
porque el educador mismo comprende, no sólo verbalmente, que el temor en
cualquiera de sus formas mutila la mente, destruye la sensibilidad, contrae los
sentidos. El temor es la pesada carga que el hombre siempre ha llevado consigo.
De este temor surgen diversas formas de superstición —religiosa, científica,
imaginaria. Uno vive en un mundo de artificio, y la esencia del mundo
conceptual nace del temor.
Dijimos anteriormente que el hombre no puede vivir sin relación, y esta relación no es
sólo la de su propia vida privada sino que, en el caso de un educador, éste
tiene una relación directa con el estudiante. Si en esta relación existe alguna
clase de temor, entonces el maestro no puede ayudar al estudiante a que se
libere del temor. El estudiante llega desde un ambiente de miedo, de autoridad,
llega con toda clase de impresiones y apremios reales o imaginarios. El
educador también tiene sus propios temores y tensiones; no será capaz de
producir la comprensión de la naturaleza del temor, si él mismo no ha
descubierto la raíz de sus propios temores. No es que primero deba hallarse
libre de sus temores a fin de ayudar al estudiante a que se libere de los
suyos, sino que en la relación diaria entre ellos, en la conversación, en
clase, el maestro señalará el hecho de que él mismo experimenta temor, al igual
que el estudiante, y así podrán explorar juntos la total naturaleza y
estructura del temor. Pero debe indicarse que ésta no es una actitud
confesional por parte del maestro. El sólo está estableciendo un hecho, sin
ningún énfasis emocional o personal. Es como tener una conversación entre dos
buenos amigos.
Esto requiere cierta honestidad y humildad. La humildad no es
servilismo, no es un sentimiento derrotista; la humildad no conoce ni la
arrogancia ni el orgullo.
De modo
que el maestro tiene una inmensa responsabilidad, porque la suya es la más
noble de todas las profesiones. Él ha de producir una nueva generación en el
mundo, lo cual asimismo es un hecho y no un concepto. Usted podrá hacer un
concepto de un hecho, y así extraviarse entre conceptos, pero lo real permanece
siempre. Encarar lo real, el presente y el temor, es la más alta función del
educador —no el producir solamente excelencia académica sino, lo que es mucho
más importante, la libertad psicológica del estudiante y de él mismo. Cuando se
comprende la naturaleza de la libertad, uno elimina toda competencia, en el
campo de deportes, en el aula. ¿Es posible eliminar por completo la evaluación
comparativa, tanto académica como éticamente? ¿Es posible ayudar al estudiante
a que no piense competitivamente en el terreno académico y que, no obstante,
tenga excelencia en sus estudios, en sus acciones y en su vida de todos los
días? Por favor, tenga muy presente que estamos interesados en el florecimiento
de la bondad, la que no puede florecer donde hay cualquier tipo de competencia.
La competencia se da solamente donde hay comparación, y la comparación no
produce excelencia. Estas escuelas existen fundamentalmente para ayudar tanto
al estudiante como al maestro a florecer en la bondad. Esto exige excelencia en
la conducta, en la acción y en las relaciones. Este es nuestro intento y la
razón de que se hayan creado estas escuelas; no para producir meros
profesionales de carrera sino para dar origen a la excelencia del espíritu.
En
nuestra próxima carta continuaremos con la naturaleza del temor; no con la
palabra temor sino con el hecho real del temor.
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