La
Doctrina Secreta del Oriente ario, se encuentra repetida en el simbolismo
egipcio y en la terminología de los libros de Hermes. A principios del siglo
XIX, la mayor parte de los sabios tenían por indignos de atención los libros
llamados herméticos, considerándolos con desdeñosa altanería como sarta de
cuentos de absurda finalidad y absurdas pretensiones. Díjose que “eran
posteriores al cristianismo” y que “se habían escrito con el triple objeto de
la especulación, el engaño y el fraude piadoso”, siendo todos ellos, aun el
mejor, neciamente apócrifos. Sobre este particular, el siglo XIX fue digno
vástago del XVIII, pues en tiempo de Voltaire, y luego en éste, todo cuanto no
procedía directamente de las Reales Academias se diputaba falso, supersticioso
e insensato. Mucho más aún que hoy quizá, era objeto de escarnio y mofa, la
creencia en la sabiduría de los antiguos. Resueltamente se repudiaba el solo
intento de aceptar por auténticas las obras y quimeras “de un falso Hermes, un
falso Orfeo, un falso Zoroastro”, los falsos oráculos y sibilas, y el tres
veces falso Mésmer con su absurdo fluido. Así se tuvo en aquellos días por
“contrario a la ciencia” y “ridículamente absurdo” todo cuanto no llevaba el
erudito y dogmático marbete de Oxford y Cambridge o la Academia de Francia.
Este tendencia ha perdurado hasta nuestros días.
Nada más lejos de la intención de un
verdadero ocultista (cuyas elevadas facultades psíquicas son instrumentos de
indagación, muy superiores en potencia a los de laboratorio) que menospreciar
los esfuerzos que se hacen en el campo de la investigación física. Siempre
vieron con agrado y tuvieron por santas, las tareas emprendidas para resolver
en lo posible los problemas naturales. Con espíritu de reverencia hacia la
ilimitada Naturaleza, que la oculta filosofía no puede eclipsar, echó de ver
Newton que al fin y al cabo su labor astronómica era una mera colecta infantil
de conchitas ante el vastísimo océano del conocimiento. La actitud mental que
supone este símil resume hermosamente la de la gran mayoría de genuinos sabios ante los fenómenos
físicos de la Naturaleza. Al observarlos son la prudencia y la moderación
personificadas. Observan con insuperable paciencia. Guardan prudente y nunca
bastante loada cautela para inferir hipótesis; y, sujetos a las limitaciones en
que estudian la Naturaleza, proceden con admirable exactitud en la ilación de sus
observaciones. Además, puede concederse que los modernos científicos, van con
sumo cuidado en no afirmar negaciones, y pueden decir que es muy improbable la
contradicción entre cualquier nuevo descubrimiento y las teorías aceptadas.
Pero aun tocante a las más amplias generalizaciones (que sólo tienen visos
dogmáticos en los libros de texto o en manuales de ciencia popular), el
carácter tónico de la verdadera “ciencia”, si encarnarla podemos en sus más
conspicuos representantes, es de reserva y a menudo de modestia.
Lejos, por lo tanto, de burlarse de
los errores a que están expuestos los científicos por limitaciones de
procedimiento, el verdadero ocultista podrá apreciar mejor lo patético de una
situación en que el ansia de verdad y el ingenio indagatorio estén condenados a
confusión y desaliento.
Sin embargo, lo deplorable en la
ciencia moderna es que el exceso de precaución, que en sus debidos límites la
preserva de precipitadas conclusiones, produce la obstinación con que los
científicos se niegan a reconocer que además de los instrumentos de
laboratorio, pueden emplearse otros que no son del plano físico para indagar
los misterios de la Naturaleza; y que por lo tanto puede ser imposible apreciar
debidamente los fenómenos de un plano, sin también observarlos desde los puntos
de vista que otros planos proporcionan. Así cierran tercamente sus ojos a la
evidencia, que les demostraría con toda claridad cómo la Naturaleza es mucho
más compleja de lo que puede inferirse de los fenómenos físicos; que hay medios
por los cuales las facultades perceptivas pueden pasar algunas veces de uno a
otro plano, y que sus energías están mal dirigidas cuando atienden
exclusivamente a las minucias de la estructura física o de la fuerza material;
por lo que son menos merecedores de simpatía que de vituperio.
Se siente uno empequeñecido y
humillado al leer lo que Renán, ese moderno “destructor” de las creencias
religiosas pasadas, presentes y futuras, dice de la pobre humanidad y de sus
facultades discernientes:
La humanidad tiene la mente muy
obtusa; y es casi imperceptible el número de los hombres capaces de comprender
con precisión la verdadera analogía de las cosas.
Al
comparar, sin embargo, esta afirmación con lo que el mismo autor dice en otra
de sus obras, a saber que:
La mente del crítico debiera
entregarse a los hechos, atada de pies y manos para que le condujeran a
dondequiera que le llevan se experimenta alivio. Y además cuando a las dos
antedichas afirmaciones filosóficas añade el famoso académico la tercera,
diciendo que:
Toda solución preconcebida debiera
proscribirse de la ciencia.
Desaparece todo nuestro
temor. Desgraciadamente, Renán es el primero en quebrantar tan hermosa regla.
El testimonio de Herodoto (llamado,
sarcásticamente sin duda, el “Padre de la Historia”, pues su criterio nada vale
cuando no coincide con el del Nuevo Pensamiento), y las razonables afirmaciones
de Platón, Tucídides, Polibio y Plutarco, y aun algunas del mismo Aristóteles,
se desdeñan como si fuesen nonadas, siempre que se refieren a lo que la crítica
moderna le place calificar de mitos. Hace algún tiempo que Strauss dijo que:
La
presencia de un elemento sobrenatural o de un milagro en una narración, es
señal infalible de que hay en ella un mito.
Tal
es la regla tácitamente adoptada por todos los críticos modernos. Pero ¿qué es
un mito - .....? ¿No dijeron los autores antiguos que esta palabra significa
tradición? La palabra latina fábula
¿no es sinónima de algo sucedido en tiempos prehistóricos, y no precisamente
una invención? Con las autocráticas y despóticas reglas que siguen, la mayor
parte de los críticos orientalistas de Francia, Inglaterra y Alemania, serán
quizás interminables las sorpresas históricas, geográficas, étnicas y
filológicas del siglo venidero. Últimamente han llegado a ser tan comunes las
mistificaciones filosóficas, que nada puede ya asombrar a las gentes en este
punto. Un erudito especulador ha dicho que Homero era simplemente “la
personificación mítica de la epopeya”; otro asegura que “debe tenerse por
quimérica” la existencia de Hipócrates, hijo de Esculapio; que los Asclepiades son una “ficción”, no obstante haber subsistido durante siete siglos; que
la ciudad de Troya sólo ha existido en el mapa (a pesar de los descubrimientos
del Dr. Schliemann), etc. Después de esto, ¿por qué no considerar como mitos
los caracteres históricos de la antigüedad? Si la Filología no necesitase de
Alejandro Magno como de martillo de fragua para quebrantar las pretensiones
cronológicas del brahmanismo, hace ya tiempo que se hubiera convertido en un
“símbolo de la anexión” o un “genio de la conquista”; según ya insinuó cierto
escritor francés.
La negación rotunda es el único
recurso de los críticos, y el más seguro abrigo en que se refugiará algún día
el último escéptico. Inútil es argüir con quien niega sistemáticamente los
irrefutables hechos aducidos por el adversario, evitando así tener que conceder
algo. Creuzer, el mejor simbologista moderno, el más erudito de los muchos
mitólogos alemanes, debió envidiar la plácida confianza en sí de algunos
escépticos, al verse forzado a admitir en un momento de desesperada perplejidad
que:
Nos
vemos obligados a retroceder a las teorías de los gnomos y los genios, tal como
las comprendieron los antiguos; pues sin ellas es absolutamente imposible
explicar nada de lo concerniente a los Misterios.
Por supuesto que se refiere a los
Misterios de la antigüedad, cuya existencia no puede negarse.
Los católicos romanos, que
precisamente son culpables del mismo culto a la letra tomado de los últimos
caldeos, los nabateos del Líbano y sabeos bautizados, y no de los sabios
astrónomos iniciados de la antigüedad, quisieran ahora cegar con anatemas la
fuente de que dimana. Teólogos y clericales desearían ardientemente enturbiar el
límpido manantial que desde un principio los alimentó, para que la posteridad
no pudiera ver en él su originario prototipo. Sin embargo, los ocultistas creen
que ha llegado el tiempo de dar a cada cual lo suyo. Tocante a nuestros
restantes enemigos, los modernos escépticos, epicúreos, cínicos y saduceos,
podrán hallar en los cuatro primeros tomos de esta obra cumplida respuesta a
sus negaciones. Y por lo que atañe a ciertas calumnias contra las doctrinas de
los antiguos, la razón de ellas está en las siguientes palabras de Isis sin Velo:
La
idea de los actuales comentadores y críticos de las antiguas enseñanzas, está
limitada y circunscrita al exoterismo
de los templos. Su intuición no quiere o no puede penetrar en el augusto
recinto de la antigüedad, en donde el hierofante instruía a los neófitos en el
verdadero significado del culto público. Ningún sabio antiguo pensó jamás que
el hombre fuese el rey de la creación, ni que para él hubieran sido creados el
estrellado cielo y la madre tierra.
Al ver que hoy día se publican obras
como Phallicism (Falicismo),
comprendemos que han pasado ya los tiempos de la ocultación y el disfraz. La
Filología, el Simbolismo, la Religión comparada y otras ciencias hermanas han
progresado lo bastante para no consentir más imposturas, y la Iglesia es
demasiado prudente y precavida para no sacar el mejor partido posible de la
situación. Entretanto, los “rombos de Hecate” y las “ruedas de Lucifer” exhumadas a diario de las ruinas de Babilonia, ya no pueden ser utilizados como
pruebas palmarias de un culto a Satán, puesto que los mismos símbolos se
encuentran en el ritual de la Iglesia romana. Éste es demasiado docta para
ignorar que ni siquiera los caldeos de la decadencia, que redujeron todas las
cosas a dos principios originarios, nunca adoraron a Satanás ni a ídolo alguno,
como tampoco hicieron tal los zoroastrianos, a quienes también se achaca hoy el
mismo culto, sino que su religión fue tan sumamente filosófica como cualquier
otra; y que en su dual y exotérica teosofía se basaron las creencias de los
hebreos, quienes a su vez las transmitieron en gran parte a los cristianos. A
los parsis se les acusa hoy de haber adorado al Sol; y no obstante, en los
Oráculos caldeos, en los “Preceptos filosóficos y mágicos de Zoroastro”, se
lee:
No
dirijas tu mente a la vasta extensión de la tierra
Porque
no crece en ella la planta de la verdad.
No
midas las dimensiones del sol,
Porque
por voluntad eterna del Padre se mueve, y no para ti.
Desdeña
la impetuosa carrera de la luna; porque por causa de necesidad se mueve sin
cesar.
La
muchedumbre de estrellas no fue engendrada para tu satisfacción.
Existía
grandísima diferencia entre la religión del estado o del vulgo, y la enseñanza
del verdadero culto que se daba a los dignos de recibirla. Se acusa a los magos
de todo linaje de supersticiones; pero los mismos Oráculos caldeos dicen:
No
es cierto lo que indica el vuelo de las aves en el aire,
Ni
la disección de las entrañas de las víctimas; todo esto son fruslerías.
Objeto
de fraudes mercenarios; huye de ellos.
Si
quieres abrir el sacro paraíso de piedad,
En
donde se reúnen la virtud, la sabiduría y la equidad.
A este propósito dijimos en Isis sin Velo:
Seguramente no es posible acusar de
fraudulentos a quienes contra “fraudes mercenarios” precaven a las gentes; y si
algo hacían que parezca maravilloso, ¿quién será capaz de negar que lo hicieron
porque poseían un conocimiento de filosofía natural y de ciencia psicológica,
desconocido en nuestra escuela?.
Las
estrofas citadas son bien extrañas en aquellos que se cree rendían culto divino
al sol, a la luna y las estrellas. La sublime profundidad de los preceptos
mágicos; es trascendentalmente superior a las modernas ideas materialistas; y
por eso se ven acusados los filósofos caldeos de sabeísmo y heliolatría, que
era únicamente la religión del vulgo.
H.P. Blavatsky D.S TV
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