Las
cosas han cambiado mucho en estos últimos tiempos. Se ha dilatado el campo de
investigación; se comprenden algo mejor las religiones antiguas, y desde aquel
infausto día en que una comisión, nombrada por la Academia francesa y presidida
por Benjamín Franklin, para informar sobre los fenómenos del mesmerismo,
declaró que eran hábiles supercherías de charlatanes, han ido adquiriendo ciertos
derechos y privilegios tanto la filosofía pagana como el mesmerismo, que
actualmente se estudian desde puntos de vista enteramente distintos. ¿Es que se
les hace plena justicia al tomarlos en mayor consideración? Mucho tememos que
no. La naturaleza humana es hoy la misma que cuando Pope dijo de la fuerza del
prejuicio:
Grande es la diferencia entre el que
ve y el objeto visto. Todo toma algo de nuestro propio tinte. O lo descolora
nuestra pasión, o bien la fantasía multiplica, invierte, contrae y dilata mil
variados matices.
Así fue que en la primera década del
siglo XIX, la Iglesia y la Ciencia estudiaron la filosofía hermética bajo dos
aspectos completamente opuestos. La Iglesia dijo que era pecaminosa y
diabólica; la ciencia nególa en absoluto, no obstante las evidentes pruebas
aducidas por los sabios de toda época, incluso la actual. No se concedió
siquiera atención al erudito P. Kircher; y el mundo científico recibió con
despectiva risa su afirmación de que los fragmentos de las obras llamadas de
Hermes Trismegisto [tres veces grande Hermes o Mercurio], Beroso, Ferécides de
Siros, etcétera, eran pergaminos salvados del incendio de la gran biblioteca de
Alejandría, de aquella maravilla de los siglos, fundada por Tolomeo Filadelfo,
en la que, según Josefo y Estrabón, habían cien mil volúmenes, sin contar otras
tantas copias manuscritas de antiguos pergaminos caldeos, fenicios y persas.
Tenemos también la evidencia
adicional de Clemente de Alejandría, que debiera tener algún crédito.
Clemente afirma sobre este particular que existían además 30.000 ejemplares de
los libros de Thoth en la biblioteca instalada en el sepulcro de Osimandias,
sobre cuyo frontispicio se leían estas palabras: “Medicina del alma”. Después,
como todo el mundo sabe, ha encontrado Champollion textos enteros de las obras
“apócrifas” del “falso” Pimander, y del no menos “falso” Asclepias, en los
monumentos más antiguos de Egipto. Según dije en Isis sin Velo:
Después de haber dedicado toda su
vida al estudio de la antigua sabiduría egipcia, tanto Champollion-Figéac como
Champollion el menor declararon, contra el parecer de algunos críticos ligeros
e indoctos, que los Libros de Hermes
“contienen gran copia de tradiciones egipcias, corroboradas por auténticos
recuerdos y monumentos de la más remota antigüedad”.
Es indiscutible la valía de
Champollion como egiptólogo; y si afirma que todo converge a demostrar la
exactitud de los escritos del misterioso Hermes Trismegisto, y que su origen se
pierde en la noche de los tiempos, según corroboran minuciosos pormenores, sin
duda que debiera satisfacerse con ello la crítica. Dice Champollion:
Estas inscripciones son sólo eco
difelísimo y expresión de antiquísimas verdades.
Desde que se escribió lo
antecedente, se han encontrado varios versos “apócrifos” del “mítico” Orfeo,
copiados palabra por palabra, en jeroglíficos, e inscripciones de la cuarta
dinastía, dedicados a ciertas divinidades. Finalmente, Creuzer descubrió y
señaló el significativo hecho de que numerosos pasajes de Homero y Hesiodo
están tomados indudablemente de los himnos órficos, demostrándose con ello que
estos últimos son mucho más antiguos que la Ilíada
y la Odisea.
De este modo se van vindicando
gradualmente los derechos de la antigüedad, y la crítica moderna ha de
someterse a la evidencia. Muchos escritores confiesan ya que un estilo
literario como el de las obras herméticas de Egipto ha de pertenecer a una
época muy antigua de la edad prehistórica. Ahora se van descubriendo los textos
de varios de estos antiguos libros, incluso el de Enoch (tan ruidosamente
declarado “apócrifo” en el principio del siglo), en los más recónditos y
sagrados santuarios de Caldea, la India, Fenicia, Egipto y Asia central. Pero
ni aun tales pruebas han bastado a convencer a la mayor parte de los
materialistas modernos, por la sencilla y evidente razón de que estos venerados
textos de la antigüedad, descubiertos en las bibliotecas secretas de los
grandes templos y estudiados, si no siempre comprendidos, por los más grandes
estadistas, jurisconsultos, filósofos, sabios y monarcas, eran pura y
simplemente libros de magia y ocultismo; o sea la hoy escarnecida y calumniada
Teosofía. De aquí el ostracismo.
¿Acaso
eran las gentes tan crédulas y sencillas en tiempo de Pitágoras y Platón? ¿Tan
mentecatos eran los millones de habitantes de Asiria, Egipto, India y Grecia
con sus grandes sabios al frente, que durante los períodos de civilización y
cultura anteriores al año uno de nuestra era (la cual engendró las tinieblas
mentales del fanatismo medieval), hubieran dedicado su vida a la ilusoria
superstición llamada magia, hombres por otra parte tan grandes? Así parecería,
si nos contentáramos con las conclusiones de la filosofía moderna.
Todo arte y toda ciencia, cualquiera
que sea su mérito intrínseco, ha tenido su fundador, sus expositores y
consiguientemente sus maestros. ¿Cuál es el origen de las ciencias ocultas, de
la magia? ¿Quiénes fueron sus maestros y qué sabemos de ellos, ya por la
historia, ya por la leyenda? Clemente de Alejandría, uno de los más eruditos y
sabios padres de la Iglesia cristiana, ex discípulo de la escuela neoplatónica,
responde a esta pregunta en su Stromateis
y arguye diciendo:
Si hay
enseñanza, debemos buscar el maestro.
Así nos dice que Cleanto fue
discípulo de Zenón, Teofrasto de Aristóteles, Metrodoro de Epicuro, Platón de
Sócrates, etc.; añadiendo que al volver la vista más atrás han de suponer
forzosamente que Pitágoras, Ferécides y Tales, tuvieron sus maestros
respectivos. Lo mismo dice que ha de suponerse respecto de los egipcios, indos,
asirios y aun de los mismos magos, sin cesar de inquirir quiénes fueron sus
maestros; hasta que, al llegar a la cuna y origen del género humano, se
pregunta de nuevo quién dio la enseñanza, y responde que con seguridad no debió
ser “hombre alguno”. Pero clemente va todavía más allá, diciendo que aun al
llegar a la altura de los ángeles en sus diversas jerarquías, cabe repetir la
misma pregunta: ¿quién fue su maestro? (refiriéndose a la vez a los ángeles
“divinos” y a los “caídos”)
El propósito del buen padre, al
argumentar de este modo, es descubrir, naturalmente, dos distintos maestros
primitivos: uno, el preceptor de los patriarcas bíblicos, y otro el de los
gentiles. Pero los estudiantes de la Doctrina Secreta no necesitan semejante
distinción, porque sus instructores saben quiénes fueron los maestros de sus
predecesores en ciencias ocultas y sabiduría.
Finalmente, acaba Clemente de
Alejandría por señalar los dos primitivos maestros que, como podía presumirse,
son, según él, Dios, y su eterno y perenne enemigo y adversario el Diablo;
tratando de relacionar esto con el aspecto dual
de la filosofía hermética. Como en todas las obras de ocultismo que él conocía
campea la más pura moral y se encomia la virtud, quiso Clemente de Alejandría
cohonestar la palmaria oposición entre la doctrina y la práctica, entre la
magia buena y la mala, y deduce que la magia tiene dos orígenes, uno divino y
otro diabólico. Como ve que se bifurca en dos canales, de ahí su conclusión.
También nosotros lo echamos de ver;
pero sin necesidad de llamar a esa bifurcación diabólica, pues consideramos el
“siniestro sendero” saliendo de las manos de su fundador. De otro modo,
juzgando por los efectos de la religión de Clemente y por el paso por el mundo
de algunos de sus preceptores, también podríamos discurrir análogamente,
diciendo que desde la muerte del Maestro cristiano se bifurcó la magia de sus
doctrinas, pues mientras el Maestro de los verdaderos
cristianos fue el Cristo santo, puro y bueno; los que se deleitaron en los
horrores de la Inquisición, los que exterminaron a los herejes judíos y
alquimistas, el protestante Calvino que abrasó a Servet, sus sucesores
protestantes perseguidores, y los que azotaban y quemaban a las brujas en
América, debieron de tener por maestro suyo
al Diablo. Pero como los ocultistas no creen en el Diablo, no se toman ese
desquite.
Sin embargo, el testimonio de
Clemente de Alejandría es valioso, porque señala: 1) el enorme número de obras
de ocultismo existentes en su tiempo; y 2) los pasmosos poderes que, por medio
de las ciencias ocultas llegaron a poseer ciertos hombres.
El Padre cristiano dedica, por
ejemplo, todo el sexto volumen de su Stromateis
a indagar quiénes fueron los respectivos “maestros” primarios de las a su
entender verdadera y falsa filosofías que, como él dice, se conservaban en los
santuarios egipcios. Con mucha oportunidad y acierto, apostrofa Clemente a los
griegos, preguntándoles por qué no han de creer en los “milagros” de Moisés,
puesto que creen en los de sus filósofos, y da numerosos ejemplos. Así cita el
de la lluvia prodigiosa que obtuvo Eaco por su oculto poder; los vientos que
soplaron a la voz de Aristeo; y la tempestad calmada por mandato de Empedocles.
Los libros de Hermes Trismegisto
atrajeron en sumo grado la atención de Clemente. También elogia con calor
el Histaspes, los libros sibilinos y aun los de la buena astrología.
En todo tiempo hubo uso y abuso de
la magia, como hoy día lo hay del mesmerismo o hipnotismo. El mundo antiguo
tuvo sus Apolonios y sus Ferécides, y las gentes doctas podían distinguirlos
tan bien como ahora. Por ejemplo, mientras ningún escritor pagano tuvo una sola
palabra de reproche para Apolonio de Tiana, varios de ellos, como Hesiquio de
Mileto, Filón de Biblos y Eustacio acusan todos a Ferécides de haber basado su
filosofía y su ciencia en tradiciones demoníacas, es decir, en la brujería.
Cicerón afirma que Ferécides es potius
divinus quam medicus: “más bien un agorero que un médico” y Diógenes Laercio
refiere muchos casos relativos a sus vaticinios. Un día Ferécides vaticinó el
naufragio de un buque a centenares de millas de distancia; otra vez la derrota
de los lacedemonios por los arcadianos; y finalmente, su misma desgraciada
muerte.
En previsión de las objeciones que
seguramente han de hacerse a las enseñanzas esotéricas, tal como en esta obra
se exponen, nos adelantaremos a algunas.
Las imputaciones levantadas por
Clemente de Alejandría contra los adeptos “paganos”, sólo prueban que en todo tiempo
hubo videntes y profetas, pero en modo alguno demuestran la existencia de un
Diablo. Únicamente tienen, pues, valor, para aquellos cristianos que consideran
a Satanás como una de las principales columnas de la fe. Ejemplo de ello nos
dan Baronio y De Mirville, al ver nada menos que una irrebatible prueba de
Demonología, en la creencia en la coeternidad del espíritu y la materia.
De Mirville dice que Ferécides: Admite la primordialidad de Zeus o
el Eter, y luego, en el mismo plano, otro principio coeterno y coactivo, al que
llama quinto elemento, u Ogenos.
Luego
dice que la palabra Ogenos significa encerrar, retener cautivo, y eso es el
Hades, o, “en una palabra, el infierno”.
Todos los escolares conocen los
sinónimos, sin que De Mirville haya de tomarse el trabajo de explicárselos a la
Academia; y en cuanto a la deducción, no habrá ocultista que deje de negarla y
recibir sonriente su necedad. Vengamos ahora a la conclusión teológica.
El resumen de las opiniones de la Iglesia latina, según autores tan
ultramontanos como el marqués de De Mirville, es que los libros herméticos, no
obstante su sabiduría (plenamente admitida en Roma), son “la herencia legada
por el maldito Caín al género humano”. Y el moderno memoralista de Satanás a
través de la historia dice que “se admite generalmente”, que: Inmediatamente después del Diluvio,
Cam y su descendencia propagaron de nuevo las antiguas enseñanzas de Caín y de
la raza sumergida.
Esto prueba, en todo caso, que la
magia, o hechicería, como la llama el autor, es un arte antediluviano, y así
nos apuntamos un tanto. Pues, como él dice: El testimonio de Beroso identifica a
Cam con el primer Zoroastro, fundador de la Bactria y primitivo maestro de las
artes mágicas de Babilonia, llamado también
Chemesenuea o Cam, el maldito por
los fieles secuaces de Noé (11) (de cuyo nombre ..... se deriva el de
alquimia), que llegó finalmente a ser objeto de adoración entre los egipcios,
quienes edificaron en su honor la ciudad de.Chemnís,
o sea la “ciudad del fuego”. En ella los adoró Cam, por lo que se dio a
las pirámides el nombre de Chammaim,
del que se deriva el nombre vulgar de “chimenea”.
Esta afirmación es enteramente
errónea. Egipto fue la cuna de la Química, según se sabe hoy sin duda alguna.
Kenrick y otros autores dicen que la raíz de dicho nombre es chemi o chem, que no se deriva de Cham
o Ham, sino de Khem, el Dios fálico
egipcio de los Misterios.
Pero esto no es todo. De Mirville se
afana en buscar un origen satánico aun al ahora inocente Tarot, y sigue
diciendo:
Respecto a los medios de propagación
de esta mala magia, nos los revelan ciertos caracteres rúnicos trazados en
planchas metálicas, que escaparon a la catástrofe de diluvio. Esto hubiera
podido parecer legendario, si posteriores descubrimientos no demostraran su
verdad. Se encontraron planchas de positiva antigüedad, con curiosos caracteres
completamente indescifrables, a los cuales atribuyeron los camitas [hechiceros,
según el autor] el origen de sus maravillosos y terribles poderes.
Podemos dejar al piadoso autor con
sus ortodoxas creencias, pues al fin y al cabo, parece sincero. Pero sus
argumentos caen por su base, porque se indicará con procedimientos matemáticos
quien, o más bien qué eran Caín y Cam.
De Mirville es tan sólo hijo sumiso de su Iglesia, interesada en mantener el
carácter antropomórfico de Caín y su actual significación en la Sagrada
Escritura. El estudiante de ocultismo, por el contrario, está únicamente
interesado en la verdad. Pero los tiempos han de seguir el curso natural de la
evolución.
H.P.Blavatsky. D.S TV
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