Frecuentes han sido las quejas
contra el celo de los iniciados, al reservar las Ciencias ocultas, negándoselas
a la humanidad. A los Guardianes del Saber Secreto se les ha culpado de egoísmo
por detentar los “tesoros” de la sabiduría antigua; y se ha dicho que eran
positivamente criminal guardar tales conocimientos (“si es que había alguno”),
privando de ellos a los hombres de Ciencia, etcétera.
No obstante, motivos poderosos debió
de haber para ello, cuando desde los albores de la Historia tal fue la conducta
de todos los hierofantes y “maestros”. A Pitágoras, el primer adepto y
verdadero hombre de ciencia de la Europa precristiana, se le vitupera por haber
enseñado en público que la tierra estaba fija y que las estrellas se movían
alrededor de ella, mientras que a los discípulos predilectos les enseñaba el
sistema heliocéntrico, y que la Tierra era un planeta. Muchas son las razones
que motivaron este sigilo. En Isis sin
Velo se expuso ya la principal, que ahora repetiremos:
Desde el día mismo en que el primer
místico enseñado por el primer instructor, perteneciente a las “divinas
dinastías” de las primitivas razas, aprendió los medios de comunicación entre
este mundo y los mundos de la hueste invisible; entre las esferas material y
espiritual, pudo comprender que fuera desquiciar esta misteriosa ciencia el
abandonarla a la profanación involuntaria del profano populacho. Su abuso
determinaría la rápida destrucción de la humanidad; parecidamente a si se
pusieran substancias explosivas en manos de chiquillos, proporcionándoles
además la lumbre con que encenderlas. El primer instructor divino inició tan
sólo a unos cuantos discípulos, y estos guardaron silencio ante el vulgo. Reconocieron
ellos a su “Dios”; y todo adepto
sintió al gran “Yo” dentro de sí. El
Âtman, el Yo, el poderoso señor y Protector, mostró la plenitud de su potencia
en quienes lo reconocían idéntico al “Yo soy”, al “Ego sum”, al “Asmi”, y eran capaces de escuchar “la aun leve voz”.
Desde los días del hombre primitivo, descritos por el primer poeta védico,
hasta la edad presente, no hubo filósofo digno de este nombre que no mantuviera
tan misteriosa verdad en el silente santuario de su corazón. Si fue iniciado,
la aprendió como ciencia sagrada; si de otra manera, cual Sócrates,
repitiéndose a sí mismo e inculcando a sus discípulos el noble consejo:
“Conócete a ti mismo”, reconoció a Dios en su interior. El rey salmista nos
dijo: “Sois dioses”; y vemos que Jesús recuerda a los escribas que esta
expresión fue dirigida a los mortales que sin blasfemia anhelaban para ellos el
mismo privilegio. Y como fidelísimo eco, afirma San Pablo que todos somos
“templo del Dios vivo”; mientras en otro pasaje observa cautelosamente que
estas cosas sólo son para los “sabios” y no es “lícito” hablar de ellas.
Podemos exponer aquí algunos de los
motivos de este sigilo:
La ley fundamental y clave maestra
de la teurgia práctica, en sus principales aplicaciones al detenido estudio de
los misterios cósmicos, sidéreos, físicos y espirituales, fue y es todavía lo
que los neoplatónicos griegos llamaron “Teofanía”. En su significado más
general es la “comunicación entre los Dioses (o Dios), y aquellos iniciados
espiritualmente capaces de semejante interloquio”. Pero esotéricamente
significa mucho más, pues no es tan sólo la presencia de un Dios, sino la
actual, aunque temporánea, encarnación, la aleación, por decirlo así, del Ser
supremo, de la Deidad personal, con el hombre, su representante o agente en la
tierra. Por ley general, el Dios Supremo, la Superalma (Âtma-Buddhi) del ser
humano, tan sólo cobija al individuo durante la vida mortal, con objeto de
darle revelaciones y enseñanzas, siendo lo que los católicos llaman “ángel de
la guarda” que “a nuestro lado nos vigila”; pero en el caso del misterio
teofánico, esta Superalma encarna plenamente en el teurgo para realizar alguna
revelación. Cuando la encarnación es temporánea, dura muy poco tan sublime
estado, que se llama “éxtasis” definido por Plotino como “la liberación de la
mente de su conciencia finita, para identificarse con lo Infinito"” El
alma humana, brote y emanación de su dios, realiza en tal estado la unión de
"Padre y el Hijo" y la “divina fuente fluye como un torrente por su
humano cauce"”. Sin embargo, en casos excepcionales, el misterio es
completo; el Verbo se hace realmente carne y el individuo llega a ser divino en
toda la acepción de la palabra, puesto que su Dios personal toma vitalicio
tabernáculo en su cuerpo, el “templo de Dios”, como San Pablo dijo.
Por Dios personal del hombre se entiende aquí no sólo su séptimo principio,
que, per se, y en esencia, es
meramente un rayo del infinito océano de Luz. Atma y Buddhi (los dos Principios
más elevados) no son una dualidad, pues Atma emana indivisiblemente del
Absoluto. El Dios personal no es la mónada, sino el prototipo, que por
necesidad de término más apropiado llamamos el Kâranâtma manifestado (Alma Causal), uno de los “siete” y principales
receptáculos de las mónadas humanas o egos. Estos van gradualmente formándose y
robusteciéndose durante el ciclo de encarnación por el constante incremento de
individualidad, tomando de las personalidades en que encarna aquel principio
andrógino que a un tiempo participa de lo celestial y de lo terreno, llamado
por los vedantinos Jîva y Vijñânamaya Kosha y que los ocultistas designaron con
el nombre de Manas (la Mente); en una palabra, aquello que parcialmente unido a
la mónada encarna en cada renacimiento. Saben los teósofos que cuando está ello
en perfecta unidad con su (séptimo) principio, el puro espíritu, es el Yo
divino Superior. Después de cada encarnación, Buddhi-Manas extrae, por decirlo
así, el aroma de la flor llamada personalidad, dejando que se desvanezcan como
una sombra las heces o residuos terrenos. Ésta es la parte más difícil de la
doctrina, por su metafísica trascendencia.
Según hemos dicho varias veces en
esta y otras obras, los filósofos, sabios y adeptos de la antigüedad no fueron
idólatras; al contrario, por reconocer la unidad divina, gracias a su
iniciación en los misterios, comprendieron perfectamente la ..... (hiponea), o significación subyacente en
el antropomorfismo de los llamados ángeles, dioses, y seres espirituales de
todo linaje. Adoraron la única Esencia Divina que penetra a la Naturaleza
entera; y reverenciaron a estos “dioses” superiores o inferiores, sin adorarlos
ni idolizarlos jamás, ni aun a la personal divinidad de que eran rayos
ellos mismos, y a la cual invocaban.
Dijo Metrodoro de Chios, discípulo
de Pitágoras:
La Santa Tríada emana del Uno, y es
la Tetraktys; los dioses, los genios y las almas, son una emanación de la
Tríada. Los héroes y hombres, reproducen la jerarquía en sí mismos.
La última parte del pasaje,
significa que el hombre tiene en sí mismo los siete pálidos reflejos de las
siete jerarquías divinas; por lo tanto, su Yo superior es reflejo del Rayo
directo. Quien considera a éste como una entidad, en la ordinaria acepción de
la palabra, es uno de los “infieles y ateos” de quienes habla Epicuro, pues
siguiendo “las opiniones del vulgo”, atribuye a Dios un grosero antropomorfismo. Los adeptos y ocultistas saben que “los llamados dioses son los primeros
principios” (Aristóteles). En todo caso, son principios inteligentes, conscientes
y vivientes las siete primarias Luces
manifestadas procedentes de la Luz inmanifestada, que para nosotros es
oscuridad. Son los siete (exotéricamente cuatro), Kumâras o “Hijos nacidos de
la Mente” de Brahmâ; los Dhyân-Chohans, o prototipos, en la eónica eternidad,
de dioses inferiores y jerarquías de seres divinos, en el ínfimo peldaño de
cuya escala estamos los hombres.
De modo que el politeísmo,
filosóficamente comprendido, puede resultar muy superior al monoteísmo
protestante que supone lo Infinito en la Divinidad limitada y condicionada,
cuyas supuestas acciones hacen de ese “Absoluto e Infinito” la más absurda
paradoja filosófica. Desde este punto de vista, el catolicismo romano es
muchísimo más lógico que el protestantismo, si bien la Iglesia romana admite el
concepto exotérico del “vulgo” pagano y rechaza la filosofía del puro
esoterismo.
De modo que todo hombre tiene en los
cielos su contraparte inmortal, o mejor dicho, su arquetipo. Quiere ello decir
que durante el ciclo de renacimientos está indisolublemente unido éste a la
parte mortal en cada una de sus encarnaciones; pero esto se verifica por medio
del principio espiritual e intelectual enteramente distinto del yo inferior; y nunca por medio de la
personalidad terrestre. De éstas, algunas faltas de vínculos espirituales,
llegan hasta a romper esta unión. Como con enigmático estilo dice Paracelso, el
hombre con sus tres espíritus (combinados), pende a manera de feto por los tres
de la matriz del Macrocosmos; y el cordón que lo mantiene unido es el
“Alma-Hilo”, “Sûtrâtmâ, y Taijasa (el “Brillante”) de los vedantinos, Por medio
de este principio espiritual e intelectual, está unido el hombre a su arquetipo
celeste; nunca por medio del yo inferior o cuerpo astral, que se desintegra y
desvanece, en la mayor parte de los casos, sin quedar nada.
El Ocultismo o Teurgia enseña el
modo de realizar esta unión. Pero sólo las acciones y personales merecimientos
del hombre pueden producirla sobre la tierra o determinar su duración. Ésta
dura desde unos segundos, un relámpago, o muchas horas. En este intervalo, el
teurgo o teófano, es él mismo ese “Dios” protector, dotado durante ese tiempo,
por lo tanto, de relativa omniscencia y omnipotencia. En adeptos tan perfectos
y divinos como Buddha y otros, este hipostático estado de avatárica
condición, puede durar toda la vida; mientras que en los iniciados completos
que no alcanzaron todavía el perfecto estado de Jivanmukta la Teopneustía,
cuando está en pleno influjo, se reduce al completo recuerdo de todo lo visto,
oído y sentido por el Adepto elevado.
Según se lee en el Mândûkyopanishad:
Taijas tiene la fruición de lo
suprasensible.
Aquellos menos perfectos consiguen
tan sólo parcial e indistinta memoria; y el principiante, en el primer período
de sus experiencias psíquicas, tiene que afrontar al pronto una mera confusión,
seguida de un rápido y completo olvido de los misterios vistos durante su
estado superhipnótico. Al volver a la condición de vigilia física, el grado de
recuerdo depende de su purificación psíquica y espiritual; pues el mayor
enemigo de la memoria superior es el cerebro físico, el órgano de la naturaleza
sensual y afectiva del hombre.
Hemos descrito los estados
superiores para mejor comprensión de las palabras empleadas en esta obra. Hay
tantas y tan varias condiciones y estados, que aun los videntes se exponen a
confundirlos unos con otros. Repetiremos que la arcaica palabra griega
“teofanía”, tuvo más amplio significado para los neoplatónicos que para los
modernos pergeñadores de diccionarios. Esta palabra compuesta no quiere decir
“aparición de Dios al hombre” como de su etimología se infiere y fuera
absurdo; sino la presencia real de
Dios en el hombre, o sea la encarnación divina.
Cuando Simón el Mago pretendía ser “el Dios Padre”, quería decir precisamente
lo que se acaba de explicar, a saber que era una divina encarnación de su propio Padre, sea que en éste veamos un
ángel, un dios o un espíritu; y por eso se decía de él: “Éste es el poder de
Dios que se llama grane”, o sea el poder por el cual el divino Yo se
engasta en su yo inferior; es decir, en el hombre.
Éste es uno de los varios misterios
de la existencia y de la encarnación. Otro es el que se nos ofrece cuando un
adepto alcanza en vida aquel estado de pureza y santidad que “lo equipara a los
ángeles”. Entonces su cuerpo astral, o aparicional, después de la muerte
física, se hace tan sólido y tangible como el carnal y se transforma en el
hombre verdadero. El antiguo cuerpo físico se desecha en tal caso como
muda de piel la culebra y a su albedrío el cuerpo del “nuevo” hombre puede
hacerse visible o invisible por estar eclipsado por una concha âkâshica que lo
envuelve. Tres caminos tiene el Adepto entonces:
1º
Permanecer en la esfera etérea de la tierra (vâyu o kâma-loka), en esa
localidad etérea oculta a las miradas humanas, excepto durante relámpagos
clarividentes. En este caso, su cuerpo astral, por virtud de su gran pureza y
espiritualidad, ha perdido las condiciones requeridas para que la luz âkâshica
(el éter inferior o terrestre), absorba sus partículas semimateriales; y el
adepto tendría que permanecer en compañía de los cascarones astrales en proceso
de desintegración sin hacer obra útil. Esto, naturalmente, no puede ser.
2º
Por un supremo esfuerzo de voluntad, puede sumirse completamente en su
mónada y quedar unido a ella. Sin embargo, si tal hiciese: a) impediría que su
Yo superior alcanzara el póstumo samâdhi (estado de dicha que no es nirvâna
real) puesto que el cuerpo astral, aunque puro, sería demasiado terreno para
semejante estado de felicidad; y b) con esto crearía karma, pues es egoísta la
acción de cosechar los frutos en provecho propio.
3º
El adepto puede renunciar conscientemente al nirvâna y quedarse
trabajando en la tierra por el bien de la humanidad, lo cual le cabe hacer de
dos diferentes modos: dando a su cuerpo astral apariencia física como se ha
dicho, y resumiendo en él su personalidad; o aprovechándose, ya del cuerpo
físico enteramente nuevo de un recién nacido, ya de algún “cuerpo abandonado”
como con el de un Rajá muerto hizo Shankarâchârya, para vivir en él cuanto
quiera. A esto se le llama “existencia continuada”. En “El Misterio de
Buddha” explicaremos más detenidamente estos fenómenos, incomprensibles para
los profanos, y absurdos para la
mayoría de las gentes. Tal es la doctrina que se nos enseña y que, a nuestra
elección, podemos estudiar hasta profundizarla, o no hacer caso de ella.
Lo expuesto es tan sólo una corta
parte de lo que hubiéramos podido publicar en Isis sin Velo si fuera entonces tiempo oportuno como lo es ahora.
Nadie estudiará provechosamente las ciencias ocultas a menos que se entregue a
ellas en cuerpo, corazón y alma. Algunas de sus verdades son demasiado
terribles y peligrosas para las mentes mediocres. No es posible jugar
impunemente con tan tremendas armas. Por lo tanto, según dice San Pablo, es
“ilícito” hablar de ellas; aceptemos el aviso, y hablemos tan sólo de lo
“lícito”.
La cita [de Isis sin Velo] que figura al principio de esta sección se
refiere únicamente a la magia psíquica o espiritual, Las enseñanzas prácticas
de la ciencia oculta son completamente distintas, y pocos tienen el necesario
vigor mental para recibirlas. El éxtasis y diversas clases de autoiluminación
puede alcanzarlos uno mismo, sin necesidad de iniciador ni maestro; porque al
éxtasis se llega mediante el interno imperio y dominio del Yo sobre el ego
físico; mientras que para adquirir mando sobre las fuerzas de la naturaleza, se
necesita larga práctica o ser “mago de nacimiento”. Así, pues, a los que
carecen de ambas cualidades requeridas, se les aconseja insistentemente que se
limiten al desenvolvimiento espiritual. Pero aun éste es difícil; porque la
primera e indispensable condición es la inquebrantable creencia en los poderes
propios y en el Dios interno; pues de otro modo se convertiría uno en un médium
irresponsable. En toda la literatura mística del mundo antiguo descubrimos la
misma idea, espiritualmente esotérica, de que el Dios personal está dentro y no
fuera del adorador. Esta Deidad personal no es vana palabra ni ficción
caprichosa, sino una Entidad inmortal, el Iniciador de los iniciados, ahora que
ya no habitan entre nosotros los iniciadores celestes (los shishta de los ciclos precedentes). Como rápida y clara corriente
subterránea, fluye aquélla sin mancillar su cristalina pureza en las fangosas y
turbias aguas del dogmatismo religioso con su forzado Dios en figura de hombre
y su intolerancia. La idea de Dios interior palpita en el enmarañado y tosco
estilo del Codex Nazaraeus, en el
grandilocuente y neoplatónico Evangelio de San Juan, en los antiquísimos Vedas, en el Avesta, en el Abhidharma,
en el Sânkhya de Kapila y en el Bhagavad Gîtâ. No es posible alcanzar el
adeptado y el nirvâna, la felicidad y el “reino de los cielos”, sin unirnos
indisolublemente a nuestro Rey de la Luz, al Señor del Esplendor y de la Luz,
el inmortal Dios que está en nosotros. “Aham
eva param Brahman”. “Verdaderamente yo soy el supremo Brahman”. Tal fue
siempre la única verdad viva en el corazón y en la mente de los adeptos; y esta
verdad es la que ayuda al místico a llegar al adeptado. Primero es preciso
reconocer en nuestro interior el inmortal Principio, y después únicamente se
puede conquistar el reino de los cielos por las violencias. Pero esta
espiritual proeza sólo puede cumplirla el hombre superior (no el intermedio, ni
mucho menos el inferior que es deleznable polvo). Tampoco puede el segundo
hombre, el “Hijo” en este plano (como el “Padre” es también “Hijo” en plano
superior), realizar cosa alguna sin auxilio del primero, del “Padre”. Pero para
lograr éxito, tiene uno que identificarse con su propio Padre divino.
El primer hombre es de la tierra,
terreno, el segundo hombre [el interno, el más elevado] es el Señor del cielo...
He aquí, os digo un misterio .
Esto dice San Pablo refiriéndose
únicamente al hombre dual y trino, para mejor comprensión de los no iniciados.
Sin embargo, esto no basta; porque es preciso cumplir el délfico mandato; y que
a sí mismo se conozca el hombre, para convertirse en perfecto adepto. Pocos
pueden adquirir empero este conocimiento; no ya tan sólo en su místico
significado, sino ni siquiera en su simple sentido literal, pues hay dos
significados en este mandamiento del Oráculo. Tal es, lisa y llanamente, la
doctrina de Buddha y de los Bodhisattvas. Éste es también el místico sentido de
lo que san Pablo dijo a los corintios, sobre que ellos eran el “templo de
Dios”; pues he aquí el sentido esotérico:
¿No sabéis que sois templo de [él, o
vuestro] Dios y que el espíritu de [un, o vuestro] Dios, mora en vosotros?.
Estas palabras encierran exactamente
el mismo significado que el “Yo soy verdaderamente Brahman” de los vedantinos,
y si blasfemia es esto, también habría de serlo lo dicho por San Pablo, lo cual
se niega. Al contrario, la afirmación vedantina es mucho más sincera y
explícita que la cristiana, porque los brahmanes nunca se refieren a su cuerpo
físico al decir “yo”, “sino que lo consideran como forma ilusoria, para ser
visto por los demás en él, y ni tan siquiera como parte del “yo”.
Todas las naciones antiguas
comprendieron perfectamente el mandato délfico: “Conócete a ti mismo”.
Igualmente lo comprenden hoy día las religiones orientales, pues con excepción
de los musulmanes, forma parte de toda religión oriental, incluso los judíos
instruidos cabalísticamente. Sin embargo, para entender bien su significado es
preciso ante todo creer en la reencarnación y sus misterios; no como la admiten
los reencarnacionistas franceses de la escuela de Allan Kardec, sino según la
expone y enseña la filosofía esotérica. En una palabra, el hombre debe saber
quién fue antes de saber lo que es. Pero ¿cuántos europeos son capaces de
creer, en absoluto, como ley general, en sus pasadas y futuras encarnaciones,
dejando aparte el místico conocimiento de su vida precedente? La educación
primaria, el habitual ejercicio de la mente, la tradición, todo, en suma,
contraría tal creencia durante toda su vida. A las gentes instruidas se les
imbuyó la perniciosa idea de que son casuales las hondas diferencias existentes
entre los hombres, aun de una misma raza; que el ciego azar abrió abismos de
separación entre hombres de distinta cuna, posición y cualidades personales
(circunstancias todas que tan poderosamente influyen en el proceso de cada vida
humana), y que todo se debe al ciego azar. Tan sólo los más piadosos,
encuentran equívoco consuelo ante semejantes diferencias, atribuyéndolas a la
“voluntad de Dios”. Nunca han analizado, nunca se han detenido a pensar que al
rechazar neciamente la equitativa ley de los múltiples renacimientos, arrojan
sobre su Dios el más infamante oprobio. ¿Han reflexionado alguna vez los
cristianos sinceros y anhelosos de imitar la conducta de Cristo, sobre la
pregunta: “¿Eres tú Elías?” que al Bautista dirigieron los sacerdotes y
levitas? El Cristo enseñó a sus discípulos esta gran verdad de la Filosofía
Esotérica; pero, si los apóstoles la comprendieron, parece que nadie más ha
desentrañado su recto sentido. Ni aun Nicodemo, que a las palabras de Jesús: “A
menos que el hombre sea nacido de nuevo no verá el reino de los cielos”,
respondió: “¿Cómo puede nacer un hombre viejo?”; a lo que Cristo replicó:
“¿Eres maestro en Israel y no sabes estas cosas?”, pues nadie tiene derecho a llamarse
“maestro” e instructor, si no ha sido iniciado en los misterios del
renacimiento espiritual por el agua, el fuego y el espíritu, y en el
renacimiento en la carne. También aluden transparentemente a la doctrina
de los múltiples renacimientos, las palabras con que Jesús respondió a los
saduceos “que negaban la resurrección”, esto es, el renacimiento, puesto que
aun el clero docto considera hoy absurda la resurrección de la carne:
Los que sean dignos alcanzarán aquel
mundo [el nirvâna], en que no hay bodas... y en donde no morirán ya más;
Lo
cual indica que ya habían muerto más de una vez. Y también:
Que los
muertos se han levantado ahora lo mostró también Moisés... cuando llamó al
Señor, el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; pues él no es
Dios de muertos, sino de vivos .
La frase “se han levantado ahora” se refiere evidentemente a los entonces
actuales renacimientos de los Jacob e Isaac, y no a su futura resurrección;
porque en tal caso hubieran estado aún muertos, y no se hablara de ellos como
“vivos”.
Pero la parábola más sugestiva de
Cristo, su más concluyente “sentencia enigmática” es la que dio a sus
apóstoles, sobre el hombre ciego:
Maestro, ¿quién pecó, éste o sus
padres, para haber nacido ciego? – Y Jesús respondió: “Ni este hombre [el
físico, el ciego] pecó, ni sus padres; mas que las obras de [su] Dios es
preciso se manifiesten en él” .
El hombre es sólo el “tabernáculo”,
la “casa” de su Dios; y por lo tanto no es el templo sino su morador, el
vehículo de Dios, quien pecó en una encarnación anterior y trajo en
consecuencia el karma de ceguera en el nuevo cuerpo físico. Vemos, pues, que
Jesús habló verdad; pero sus prosélitos persisten hasta hoy en no comprender
las palabras de la sabiduría hablada. La Iglesia cristiana presenta al Salvador
en las interpretaciones que da a sus palabras, como si realizara un programa
preconcebido que hubiese de conducir a un previsto milagro. Verdaderamente, el
gran Mártir desde entonces y durante diez y ocho siglos, está siendo
crucificado día tras día, por clérigos y laicos, mucho más cruelmente que lo
fue por sus alegóricos enemigos. Porque tal es el recto sentido de las palabras
“que las obras de Dios es preciso se manifiesten en él”, si las leemos a la luz
de la interpretación teológica, y es poco digno si se rechaza la explicación
esotérica.
Tal vez algunos consideren esto como
palmaria blasfemia; pero sabemos que muchos cristianos cuyos corazones palpitan
por el ideal de Jesús, y cuyas almas repugnan la teológica figura del Salvador
canónico, reflexionarán sobre aquella explicación, sin hallar blasfemia alguna,
sino tal vez un consuelo.
H.P. Blavatsky D.S TV
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