No es extraño que se interpreten erróneamente
muchas parábolas y dichos de Jesús. Desde Orfeo, el primer adepto que la
historia vislumbra tenuemente entre las nieblas de la era precristiana, pasando
por Pitágoras, Confucio, Buddha, Jesús, Apolonio de Tiana y Amonio Saccas,
ningún maestro dejó nada escrito. Todos y cada uno de ellos recomendaron
silencio y sigilo sobre ciertos hechos y acontecimientos. Confucio no quiso explicar
pública y satisfactoriamente lo que entendía por su “Gran Extremo”, ni tampoco
dar la clave para la adivinación por medio de “pajas”. Jesús encargó a sus
discípulos que a nadie dijesen que era el Cristo, el “hombre de las
angustias” y pruebas, anteriores a su última y suprema iniciación, y asimismo
les ordenó que no divulgasen que hubiese producido un “milagro” de resurrección. El sigilo entre los apóstoles llegaba al extremo de que “la mano izquierda
no supiese lo que hacía la derecha” o sea, en términos más claros, que los
peligrosos magos negros, enemigos terribles de los adeptos, de la mano derecha,
especialmente antes de su iniciación suprema, no se aprovecharan de la
publicidad, para dañar conjuntamente al sanador y al paciente. Por si esto
pareciesen simples presunciones, desentrañemos el significado de las siguientes
palabras terribles:
A vosotros es dado conocer el
misterio del reino de Dios; mas a los que están fuera, todo se ler trata por
parábolas. Para que viendo, vean y no perciban; y oyendo, oigan y no entiendan;
no sea que alguna vez se conviertan, y les sean perdonados los pecados.
Si estas palabras no se
interpretaran en el sentido de la ley de sigilo y de karma, evidenciarían
aparentemente un espíritu egoísta y falto de caridad. Dichas palabras se
relacionan directamente con el terrible dogma de la predestinación.
¿Consentiría un docto y buen cristiano en arrojar sobre su Salvador tan cruel
estigma de egoísmo?.
La tarea de propagar la verdad por
medio de parábolas fue encomendada a los discípulos de los grandes iniciados,
con el deber de acomodarse a la clave de las enseñanzas secretas, sin revelar
sus misterios. Así lo demuestra la historia de todos los grandes adeptos.
Pitágoras clasificó a sus alumnos en oyentes, exotéricos y esotéricos. Los
magos aprendían y se iniciaban, en las más recónditas cavernas de Bactriana. Al
decir Josefo que Abraham enseñó matemáticas, significa con ello que enseñó
"magia"” pues en la escuela pitagórica se daba el nombre de matemáticas
a las ciencias esotéricas, o sea la gnosis.
El profesor Wilder hace notar que:
Parecidas distinciones hacían los
esenios de Judea y el Carmelo, dividiendo a sus prosélitos en neófitos,
hermanos y perfectos... Amonio obligaba con juramento a sus discípulos, para
que no comunicaran sus doctrinas sino a los ya instruidos por completo y
dispuestos [a la iniciación].
Una de las más poderosas razones de
la necesidad de riguroso sigilo, nos la da Jesús mismo, si hemos de dar crédito
al evangelista Mateo. Porque he aquí lo que se hace decir al Maestro:
No deis lo santo a los perros ni
echéis vuestras perlas delante de los puercos; no sea que las huellen con sus
pies y revolviéndose contra vosotros os despedacen.
Sentencia
de profunda verdad y sabiduría. En nuestra época, y aun entre nosotros las
recordaron muchos, a veces cuando ya era demasiado tarde.
El mismo Maimónides recomienda el
sigilo respecto del verdadero significado de los textos bíblicos, lo cual
rebate la común afirmación de que la “Sagrada Escritura” es el único libro del
mundo cuyos divinos oráculos contengan verdad clara sin reservas. Esto puede
que sea así para los cabalistas eruditos; pero es precisamente lo contrario,
para los cristianos. Porque he aquí lo que dice el sabio filósofo hebreo:
Quienquiera que descubra el
verdadero significado del Génesis,
cuide de no divulgarlo. Así nos lo recomendaron insistentemente todos nuestros
sabios, en particular respecto de los seis días de la creación. Si alguien
descubriese por sí mismo, o con ayuda de otro, el verdadero significado de los seis días, guarde sigilo, y si acaso
habla, hágalo de tan oscura y enigmática manera como yo, dejando lo demás para
que lo conjeturen quienes puedan comprenderlo.
Si de esta manera confiesa el gran
filósofo hebreo el simbolismo esotérico del Antiguo
Testamento, natural es que los Padres de la Iglesia confiesen otro tanto
acerca del Nuevo Testamento y de la Biblia en general. Así vemos que
Clemente de Alejandría y Orígenes lo reconocen explícitamente. Clemente de
Alejandría, que había sido iniciado en los misterios eleusinos, con
conocimiento de causa, dice:
Las doctrinas allí enseñadas
contenían en sí el objeto de toda
instrucción conforme a Moisés y los profetas,
cuya ligera
tergiversación se le puede dispensar al buen Padre. Después de todo, se deduce
de lo transcrito que los misterios judaicos eran idénticos a los de los paganos
griegos, que los tomaron de los egipcios, y estos a su vez de los caldeos,
quienes los aprendieron de los arios, estos de los atlantes y así
antecedentemente mucho antes de los tiempos de aquella raza. Clemente de
Alejandría atestigua además el secreto significado del Evangelio, cuando dice
que no a todos se les puede comunicar los misterios de la fe. Pero como quiera que esta tradición
no se publica sólo para quienes perciben la magnificencia de la palabra, es
necesario encubrir bajo un misterio, la sabiduría que enseñó el Hijo de Dios.
No menos explícito es Orígenes
respecto a la Biblia y a sus
simbólicas fábulas. Dice así:
Si
hubiésemos de atenernos a la letra y comprender lo que está escrito en la ley
según lo entienden los judíos y el vulgo, me sonrojaría de proclamar en voz
alta que Dios hubiese dado estas leyes; pues fueron mejores y más razonables
las de los hombres.
Bien podía “sonrojarse” de semejante
confesión el sincero y honrado apologista del cristianismo, cuando esta
doctrina era relativamente pura; mas los cristianos de nuestra letrada y
civilizada época no se avergüenzan de ello; sino que admiten al pie de la letra
la “luz” antes de la formación del sol, el jardín del Paraíso, la ballena de
Jonás y lo demás, no obstante la indignación del mismo Orígenes al preguntar:
¿Qué hombre de buen juicio asentirá
a la afirmación de que en los tres primeros días, con mañana y tarde, no hubiese sol, ni luna, ni estrellas, y que el
primer día no tuviese cielo? ¿Qué hombre será tan idiota para suponer que Dios
plantó árboles en el Paraíso, en el Edén, como un labrador? Yo creo que debemos
tomar estas cosas por imágenes de oculto significado.
No ya en el siglo tercero, sino en
nuestra edad de tan encomiada ilustración, hay millones de tales “idiotas”.
Desde el punto en que San Pablo afirma inequívocamente que la historia de
Abraham y de sus dos hijos es “una alegoría” y que “Agar simboliza el monte
Sinaí”, poca culpa le cabe al cristiano o gentil que sólo vea ingeniosas
alegorías en los relatos bíblicos.
El rabí Simeón ben Jochai,
compilador del Zohar, siempre
comunicó sólo oralmente los principales puntos de su doctrina, y tan sólo a un
corto número de discípulos. Por lo tanto, sin la iniciación final en la Mercavah, quedará siempre incompleto el
estudio de la Kabalah; y la Mercavah sólo podrá aprenderse “en
tinieblas, en solitario paraje, y después de varias y terroríficas pruebas”.
Desde la muerte del gran iniciado judío, esta secreta doctrina ha sido
inviolable arcano para el mundo exotérico.
En la venerable secta de los tanaim, o mejor dicho de los tananim o sabios, estaban los varones
prudentes y doctos, encargados de enseñar prácticamente los secretos y de
iniciar a algunos discípulos, en el grande y supremo misterio. Pero en la
segunda sección del Mishna Hagiga, se
dice que el índice de la Mercaba
[Mercavah] “sólo debe confiarse a los doctores viejos”. El Gemara es todavía más dogmático. “Los
secretos de mayor importancia en los Misterios no se revelaban ni aun a todos
los sacerdotes. Únicamente lo sabían los iniciados”. Y así notamos el mismo
riguroso sigilo en todas las antiguas religiones.
¿Qué dice por su parte la Kabalah? Los grandes rabinos
anatematizan hoy a quien verbalmente
admite sus sentencias. Leemos en el Zohar:
¡Ay del hombre que tan sólo ve en el
Thorah, esto es, en la Ley, simples
recitados y palabras vulgares! Porque si en verdad contuviera eso únicamente,
seríamos nosotros, hoy mismo, capaces de componer un Thorah mucho más digno de admiración. Si nos atuviéramos
literalmente a las palabras, tan sólo podríamos dirigirnos a los legisladores
de la tierra a quienes vemos en las cúspides de la grandeza. Fuera
suficiente imitarlos, y componer una ley a su ejemplo y según sus palabras.
Pero no es así; cada vocablo del Thorah
encierra profundo significado y sublime misterio... Los versículos del Thorah son el vestido del Thorah. ¡Ay de quien tome el vestido por
el Thorah!... Los necios se enteran
únicamente de los versículos o vestidura del Thorah, y no advierten otra cosa, ni ven lo que encubre el ropaje.
Los doctos no atienden al vestido, sino al cuerpo que está envuelto en él.
Amonio Saccas enseñó que la doctrina
secreta de la Religión de la Sabiduría, estaba enteramente contenida en los Libros de Thoth (Hermes) de los que
tanto Pitágoras como Platón, derivaron gran parte de sus conocimientos y
filosofías; y que las enseñanzas de dichos libros son “idénticas a las de los
sabios del remoto Oriente”. El profesor Wilder observa que:
Como el nombre Thoth significa colegio o asamblea, no es aventurado suponer que se
llamaron así los libros, por ser una colección de los oráculos y doctrinas de
la comunidad sacerdotal de Menfis. Rabinos muy sabios han expuesto la misma
hipótesis tocante a las divinas expresiones registradas en las Escrituras
hebreas.Es muy posible; pero los profanos
nunca comprendieron ni de mucho “las expresiones divinas”. Filón Judeo, que no
era un iniciado, fracasó en el empeño de desentrañar su oculta significación.
Pero tanto los libros de Hermes, como la Biblia,
los Vedas o la Kabalah, prescriben el mismo sigilo sobre ciertos misterios de la
naturaleza simbolizados en su texto. “¡Ay de quien divulgue indiscretamente las
palabras cuchicheadas al oído de Mânushi por el Primer Iniciador!” El Libro
de Enoch explica quién era este Iniciador:
De boca de los ángeles oí todas las
cosas y comprendí cuanto vi. Aquello que no sucederá en esta generación (raza),
sino en otra que ha de venir en tiempos muy distantes (6ª y 7ª razas), según
refieren los elegidos (los iniciados).
Además, respecto al castigo de
quienes revelan “los secretos de los ángeles”, se dice:
Juzgados fueron los que revelaron secretos, pero no tú, hijo mío [Noé]... tú
eres puro y bueno y no se te puede acusar de descubrir [revelar] secretos .
Hay
en nuestro tiempo hombres que han llegado a “descubrir secretos” sin ayuda
extraña, por su propia sabiduría y sagacidad, siendo de recto proceder; y no
intimidados por amenazas ni súplicas; pues no se han comprometido a guardar
silencio, se asombran ante tales revelaciones. Uno de estos hombres es el
erudito autor y descubridor de una “Clave de los Misterios hebraico-egipcios”.
Según él, se notan “algunas extrañas características relacionadas con la
composición de la Biblia”.
Quienes compilaron este libro fueron
hombres como nosotros, que conocieron, vieron, manejaron y realizaron por medio
de la clave de las medidas la ley
del viviente y siempre activo Dios. No necesitaban creer que Dios actuase
como un poderoso mecánico y arquitecto. La idea que de Dios tenían se la
reservaban para sí mismos, al paso que, primero como profetas y luego como
apóstoles de Cristo, establecieron un culto ritual exotérico y una huera
enseñanza de pura fe, sin pruebas a
propósito para el ejercicio del sentido íntimo, de que Dios proveyó a todos los
hombres como medio natural de alcanzar el verdadero conocimiento. Misterios, parábolas y sentencias oscuras que encubren el verdadero significado, son
el acopio del Antiguo y Nuevo Testamento. Los relatos de la Biblia resultan ficciones compuestas
adrede para despistar a las masas ignorantes, no obstante darles en ellos un
perfeccionado código moral proporcionado a su capacidad. ¿Cómo es posible
cohonestar estas fábulas con la inspiración divina, puesto que atributo de Dios
es la plenitud de veracidad en la
naturaleza de las cosas? ¿Qué tiene que ver el misterio, con la promulgación de
las verdades de Dios?.
Nada en absoluto, ciertamente, si
tales misterios hubiesen sido dados desde el principio, como sucedió con las
primitivas, semidivinas, puras y espirituales razas de la humanidad, que
poseían las “verdades de Dios”, y según ellas y su ideal vivían,
preservándolas, en tanto que apenas hubo mal alguno, por lo que apenas fuera
posible abusar de aquellas verdades. Pero la evolución y la caída en la
materia, es también una de las “verdades” y una ley de “Dios”. Y a medida que
el género humano fue progresando, y llegó a ser cada generación más carnal,
terrenalmente, principió a afirmarse la individualidad de cada Ego temporario.
El egoísmo personal se desarrolla e incita al hombre a abusar de su
conocimiento y poderío, porque el egoísmo es semejante al edificio cuyas
puertas y ventanas dan siempre paso libre a todo linaje de iniquidades, para
que penetren en el alma humana. Pocos fueron durante la primera juventud de la
humanidad, y menos todavía hoy, los hombres dispuestos a practicar la varonil
declaración de Pope, de que no hubiera vacilado en destrozarse el corazón, si
de egoísta amor propio latiera, burlándose del prójimo. De aquí la necesidad de
sustraer gradualmente de los hombres el poder y conocimiento divinos, que en
cada nuevo ciclo humano hubieran llegado a ser más peligrosos, como espada de
dos cortes, cuyo siniestro filo amenazaba siempre al prójimo, y cuyas buenas
cualidades se prodigaban exclusivamente en provecho propio. Aquellos pocos
“elegidos” a cuya naturaleza interior no afectó el externo desenvolvimiento
físico, llegaron a ser así, con el tiempo, los únicos guardianes de los
misterios revelados; y los comunicaron a los más aptos para recibirlos,
manteniéndolos ocultos a los demás. Si se prescinde de esta explicación de las
enseñanzas secretas, queda la religión reducida a fraude y engaño.
Sin
embargo, las masas necesitaban algún freno moral. El hombre está siempre
ansioso de un “más allá” y no puede vivir sin un ideal cualquiera, que le sirva
de faro y consuelo. Al mismo tiempo a ningún hombre vulgar, aún en esta época
de cultura general, se le pueden confiar verdades demasiado metafísicas y
sutiles de difícil comprensión, sin correr el riesgo de una inminente reacción,
que suplante con el absurdo y cerrado ateísmo la fe en Dios y sus santos.
Ningún verdadero filántropo, y por consiguiente ningún ocultista, soñaría ni
por un momento con una humanidad sin religión; y aun en nuestros días, la
religión de Europa, limitada a los domingos, vale más que carecer de ella. Pero
si, como dijo Bunyan, “la religión es la mejor armadura del hombre”, no es
menos cierto que es “la peor capa”; y contra esa “capa” y falsas pretensiones
luchan ocultistas y teósofos. Si apartamos esta capa, tejida por la fantasía
humana y arrojada sobre la Divinidad por la artificiosa mano de sacerdotes
ávidos de dominación y poderío, podrá adorar el hombre el verdadero ideal de la
Divinidad, al único Dios viviente en la naturaleza. La primera hora de este
siglo anunció el destronamiento del “Dios más elevado” de cada país, a favor de
una universal Divinidad; el Dios de la inmutable Ley, no el de la caridad; el
Dios de la justicia distributiva, no el de la clemencia, que es sencillamente
un incentivo para cometer el mal y reincidir en él. Cuando el primer sacerdote
inventó la primera oración de súplica egoísta, se perpetró el más nefando
crimen de lesa humanidad. La idea de un Dios propicio a las súplicas para
“bendecir las armas” de sus adoradores y aniquilar a los enemigos (que son
hermanos); un Dios que da oídos a laudes entreverados de ruegos para que los
“vientos le sean favorables” al suplicante y contrarios al que navega en
opuesto rumbo; esta idea es la que ha
nutrido el egoísmo en el hombre, y le ha privado de confianza en sí mismo. La
oración es acto noble cuando la mueve un intenso sentimiento y ardiente deseo
del bien ajeno, sin mira alguna personal. El ansia de un más allá es santa y
bendita en el hombre; pero a condición de que con sus semejantes comparta su
dicha. Podemos comprender y estimar debidamente las palabras del pagano Sócrates, al decir con profunda
sabiduría:Nuestras oraciones deben encaminarse a
la prosperidad de todos, porque los dioses saben muy bien lo que particularmente nos conviene.
Pero la oración oficial,
para conjurar una calamidad pública o en beneficio de uno solo con perjuicio de
millares de hombres, no sólo es supersticiosa práctica, sino crimen el más
innoble, siendo además impertinente petulancia y una superstición heredada por
expoliación, de los Jehovitas que, en el desierto, adoraron al becerro de oro.
Fue “Jehová”, según demostraremos,
quien sugirió la necesidad de velar y eclipsar el impronunciable nombre de Dios
y condujo a todo este “misterio, parábolas, frases oscuras y encubrimientos”.
Moisés inició, en todo caso, en las verdades ocultas, a setenta ancianos, que
escribieron así con algún conocimiento el Antiguo
Testamento; pero los autores del Nuevo
Testamento distaron mucho de hacer tanto, o tan poco. Con sus dogmas,
adulteraron la gran figura del Cristo, sumiendo desde entonces a las gentes en
mil errores que las han conducido a nefandos crímenes, en Su santo nombre.
Es evidente que, excepto Pablo y
Clemente de Alejandría, iniciados ambos en los Misterios, ningún otro Padre de
la Iglesia conoció gran cosa de las verdades secretas. Por la mayor parte
fueron gentes ignorantes e incultas; y, si como le pasó a Agustín, Lactancio,
el venerable Beda y otros, no conocieron hasta tiempos de Galileo las
enseñanzas que en los templos paganos se daban acerca de la redondez de la
tierra, sin hablar del sistema heliocéntrico; puede colegirse cuán supina
sería la ignorancia de los demás. Para los primitivos cristianos eran sinónimos
la instrucción y el pecado; y de aquí que acusaran a los filósofos paganos de
tener pacto con el demonio.
Pero la verdad debe prevalecer. Los
ocultistas, a quienes De Mirville y otros autores de su linaje llaman
“discípulos del maldito Caín”, pueden ahora invertir los términos. Lo que hasta
aquí sólo conocían los cabalistas, en Europa y Asia, se publica y demuestra en
nuestros días, siendo verdad matemáticamente. El autor de La Clave de los Misterios hebraico-egipcios u Origen de las Medidas,
prueba que los dos grandes nombres divinos, Jehovah
y Elohim representaban en uno de los
significados de sus valores numéricos, el diámetro y la circunferencia; es
decir, que eran índices numéricos de relaciones geométricas; y que Jehová es Caín y viceversa.
Esta
idea, dice el autor:
Ayuda asimismo a lavar la horrible
mancha del nombre de Caín, que desfigura su carácter; porque aun sin estas
demostraciones, del mismo texto se infiere que Caín era Jehovah. Así las escuelas teológicas ganarían mucho más si
con loable enmienda devolvieran honra y fama al Dios a quien adoran.
Este consejo no es el primero que
reciben las “escuelas teológicas”, que, sin embargo, lo sabían ya desde un
principio, como Clemente de Alejandría y otros. Pero si así es, no les
favorecería, y su admisión sobrepujaría la mera santidad y grandeza de la fe
establecida.
Pero se nos puede preguntar: ¿por
qué siguieron el mismo rumbo las religiones asiáticas que nada de esta clase
tenían que ocultar y que abiertamente revelaban el esoterismo de sus doctrinas?
La respuesta es que mientras el actual, y sin duda forzoso silencio de la
Iglesia en este punto, se relaciona tan sólo con la externa y teórica
exposición de la Biblia (cuyos secretos ningún mal causaran si desde un
principio se hubiesen explicado), sucede cosa muy distinta en cuanto al
esoterismo y simbología del Oriente. Si se hubiese revelado el sentido oculto
del Antiguo Testamento, en nada desmereciera la gran figura protagonística del
Evangelio, como la del fundador del buddhismo si se hubiese probado eran
alegóricos los escritos brahmánicos de los Purânas
que precedieron a su nacimiento. Además, Jesús de Nazareth ganara más que
perdiera si se le hubiese presentado como un mortal que hubiera de estimarse
por sus propios méritos y enseñanzas, en vez de considerarle como un Dios cuyas
palabras y actos están expuestos a los ataques de la crítica. Por otra parte,
los símbolos y sentencias alegóricas que velan las grandes verdades de la
Naturaleza en los Vedas, Bráhmanas,
Upanishads y especialmente en el lamaísta Chagpa Thogmed y otras obras de naturaleza del todo distinta y
mucho más complicados en su significación secreta. Los símbolos de la Biblia tienen casi todos fundamento
trínico, al paso que el de las Escrituras orientales es septenario, estando tan
íntimamente relacionados con los misterios de la Fisica y de la Fisiología,
como con los del Psiquismo, Teogonía y la trascendental naturaleza de los
elementos cósmicos. Revelado su sentido oculto, perjudicarían a los no
iniciados, y fueran desastrosos sus efectos si se comunicaran a la generación
presente en su actual estado de desenvolvimiento físico e intelectual, con
ausencia de espiritualidad y aun de sentido moral.
Sin embargo, las secretas enseñanzas
de los templos han tenido y tienen sus depositarios, que las perpetuaron en
distintos modos. Se han difundido por el mundo en cientos de volúmenes
henchidos de la afectada y enigmática prosa de los alquimistas; y como
impetuosas cataratas de oculto y místico saber, fluyeron de labios de bardos y
poetas. Sólo el genio tuvo determinados privilegios en aquellas tenebrosas
épocas en que ningún vidente podía ofrecer al mundo ni siguiera una ficción,
sin adecuar al texto bíblico sus conceptos del cielo y de la tierra. Sólo al
genio le cupo revelar libremente algunas de las augustas verdades de iniciación
en aquellos siglos de ceguera mental, en que el temor al “Santo Oficio” cubría
con tupido velo toda verdad cósmica y física. ¿De dónde sacó Ariosto, en su Orlando Furioso, aquella idea del valle
de la Luna, en donde después de la muerte podemos encontrar las ideas e imágenes
de todo cuanto en la tierra existe? ¿Cómo llegó Dante a imaginarse en su Infierno las múltiples descripciones de
su visita y trato con las almas de las siete esferas que nos hace en aquella
verdadera revelación épica de su Divina
Comedia, comparable al Apocalipsis de San Juan? Las verdades ocultas no
chocan al entendimiento vulgar cuando las enuncian la poesía o la sátira,
porque se suponen hijas de la fantasía. El conde de Gabalis es mejor conocido y
ha tenido mayor éxito que Porfirio y Jámblico. Por ficción se tiene a la
misteriosa Atlántida de Platón; y en cambio creen en el diluvio universal
algunos arqueólogos, que se mofan del mundo arquetípico a que alude Marcelo
Palingenio en su Zodíaco; y se
considerarían injuriados si se les invitara a discutir sobre los cuatro mundos:
arquetípico, espiritual, astral, elemental, y otros tres más internos, de
Mercurio Trismegisto. Evidentemente las sociedades civilizadas sólo están medio
preparadas a recibir la revelación. De aquí que los iniciados no descubrirán del
todo los secretos, hasta que la masa general de la humanidad haya cambiado su
modo de ser actual y esté mejor dispuesta a aceptar la verdad. Razón tenía
Clemente de Alejandría al decir: “Es indispensable ocultar en un misterio la
sabiduría hablada” que enseñan “los hijos de Dios”.
Según iremos viendo, esta Sabiduría
concierne a las primievales verdades que los “Hijos de la Mente” y los
“Constructores” del universo, comunicaron a las primeras razas humanas.
En todos los países antiguos que por
civilizados se tuvieron, hubo una doctrina esotérica, un sistema llamado
genéricamente SABIDURÍA, a quienes se aplicaban a su estudio y fomento se
les dio el nombre de sabios... Pitágoras llamó a este sistema ... ... ... , Gnosis o conocimiento de las cosas que son.
Los antiguos maestros, los sabios de la India, los magos de Persia y Babilonia,
los videntes y profetas de Israel, los hierofantes de Egipto y Arabia y los
filósofos de Grecia y Roma, incluían en la noble denominación de SABIDURÍA todo
conocimiento de naturaleza para ellos divina, distinguiendo una parte
esotérica, y una parte exotérica. A esta última la llamaron los rabinos Mercavah, o sea cuerpo o vehículo del
conocimiento superior.
Más adelante hablaremos de las leyes
del sigilo a que están sujetos los discípulos orientales o chelas.
H.P. Blavatsky D.S TV
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