Es muy
posible que en la época de la Reforma nada supieran los protestantes del
verdadero origen del Cristianismo, o, mejor dicho, del de la Iglesia latina. Ni
tampoco parece probable que lo conociese bien la Iglesia griega; pues la
separación de ambas ocurrió en tiempos en que la primera luchaba por la
supremacía política y por asegurar a toda costa la adhesión de las clases
influyentes y cultas del paganismo que, por su parte, deseaban asumir la
representación externa del nuevo culto, con propósito de conservar su poder. No
hay necesidad de recordar los pormenores de esta lucha, de sobra conocida. Es
indudable que a los cultísimos gnósticos tales como Saturnillo, ascético
intransigente, Marción, Valentino, Basílides, Menandro y Cerinto no los
anatematizó la Iglesia latina por herejes, ni porque sus enseñanzas y prácticas
fueran realmente “ob turpitudinem
portentosam nimium et horribilem” (de monstruosa y horrible abominación),
como califica Baronio las de Carpócrates; sino sencillamente porque conocían
demasiado en hecho y en verdad. Como observa oportunamente R. H. Mackenzie:
Anatematizólos la Iglesia romana,
porque provocaron un conflicto con la más pura Iglesia, cuya posesión usurparon
los obispos de Roma, pero cuya fidelidad al Fundador mantiene la primitiva
Iglesia griega ortodoxa.
Para que no se tache de gratuita
esta afirmación, la corroboraremos con argumentos de un tan fervoroso católico
como el marqués De Mirville, quien sin duda por cuenta del Vaticano, se
esfuerza en explicar a favor de la Iglesia romana ciertos importantes
descubrimientos arqueológicos y paleográficos; si bien dejando hábilmente a la
misma Iglesia fuera de controversia. Así lo demuestran claramente las
voluminosas obras dirigidas al Instituto de Francia desde 1803 a 1865. Con
pretexto de llamar la atención de los materialistas “inmortales” sobre la
“epidemia espiritista” que con numerosas huestes satánicas invadía a Europa y América,
los esfuerzos del autor se encaminan a probar su aserto, mediante comparaciones
genealógicas y teogónicas entre las deidades del cristianismo y el paganismo.
Según De Mirville, la admirable semejanza y aun identidad, es tan sólo
“aparente y superficial”, debiéndose a que los símbolos cristianos y asimismo
sus personajes como el Cristo, la Virgen, ángeles y santos fueron
personificados muchos siglos antes por las furias del infierno con propósito de
desacreditar la verdad eterna con impíos remedos. Sigue diciendo Mirville que,
por su conocimiento del provenir descubrieron los demonios “el secreto de los
ángeles”, y anticiparon los acontecimientos. Concluye por decir que las
divinidades celestiales, los dioses solares llamados Soter (Salvadores), que nacidos
de madre virgen murieron en suplicio, fueron tan sólo Ferouers como los llamaron los zoroastrianos, o diablos
impostores que produjeron copias anticipadas del Mesías prometido.
Grande había llegado a ser, en
efecto, el riesgo de que se reconociesen semejantes remedos, que, como espada
de Damocles, quedaron pendientes sobre la cabeza de la Iglesia, desde los
tiempos de Voltaire, Dupuis y otros autores de su índole. Los descubrimientos
de los egiptólogos y el hallazgo de premosaicos objetos asirios y babilonios,
en los que se encuentra la leyenda de Moisés, lo hacían inevitable,
especialmente con obras racionalistas múltiples como las publicadas en
Inglaterra con el título de “Religión
Sobrenatural”. De aquí que muchos autores, tanto católicos como
protestantes, hayan intentado lo imposible, esto es, cohonestar la revelación
divina con la portentosa semejanza entre los personajes, ritos, dogmas y
símbolos del cristianismo y los de las grandes religiones antiguas. Los
protestantes alegan en su defensa la “profética precursión de ideas”; y los
católicos, como De Mirville, tratan de explicarlo inventando una doble serie de
ángeles y dioses, unos Divinos y verdaderos, y los otros (los más antiguos),
“copias que preceden a los originales”, debidas a un claro plagio del Diablo.
El sofisma de los protestantes es viejo, pero el de los católicos lo es mucho
más, y de puro olvidado parece nuevo. La Cristiandad
Monumental y Un milagro en la piedra,
del Dr. Lundy, pertenecen a la primera clase de obras. La Pneumatología [Des Esprits] de Mirville, a la segunda. Los
esfuerzos que en este sentido hacen los escoceses y otros misioneros cristianos
en China e India son tan inútiles como ridículos; pero los jesuitas siguen un
plan más serio. De aquí que los libros de Mirville tengan mucha importancia,
por haberse aprovechado el autor de toda la erudición de su época, aparte de
los artificios casuísticos que pueden proporcionar los hijos de Loyola. Pues,
sin duda alguna, auxiliaron al marqués en su tarea hombres de mucho talento al
servicio de Roma.
Empieza él reconociendo, no sólo la
justicia de las imputaciones que sobre la originalidad de sus dogmas se le
hacen a la Iglesia latina, sino que parece complacerse en anticiparlas; pues
afirma que todos los dogmas del cristianismo, se conocieron ya en las
religiones de la antigüedad pagana. Pasa Mirville revista al Panteón de Paganas
Deidades y señala los puntos de contacto que cada dios ofrece con las personas
de la Trinidad y con la Virgen María. No hay misterio, ni dogma, ni rito de la
Iglesia latina, que, según el autor afirma, no hayan sido “parodiados por los
Curvati”, los “Encorvados”, los Diablos. Admitido y explicado esto, los
simbologistas debían callar. Y callarían, si no hubiera críticos materialistas
empeñados en negar la omnipotencia del diablo en este mundo. Porque si Roma
reconoce la semejanza, también pretende el derecho de juzgar entre los
verdaderos y falsos avatares, entre el Dios real y el ilusorio, entre el
original y la copia; por más que la copia preceda de milenios al original.
Arguye Mirville que doquiera los
misioneros tratan de convertir a los idólatras, responden estos diciendo
invariablemente:
Antes que vosotros tuvimos nuestro
crucificado. ¿A qué venís ahora a enseñárnoslo?. Por lo tanto, nada
ganaríamos con negar el aspecto misterioso de este remedo, so pretexto de que,
según Weber, todos los actuales Purânas
son refundiciones de otros más antiguos, puesto que tenemos aquí en el mismo
orden de personajes una positiva precedencia que nadie osaría impugnar.
Y
el autor cita los ejemplos de Buddha, Krishna, Apolo, etc., rehuyendo la
dificultad de esta manera; después de admitir todo esto:
Sin embargo, los Padres de la
Iglesia que reconocieron su propiedad bajo esta piel de cordero... sabiendo,
por los Evangelios... todas las astucias de los pretendidos espíritus de la
Luz; los Padres, decimos, meditando sobre las palabras: “todos cuantos vinieron
antes de Mí, ladrones son” (Juan, X, 8) descubrieron sin vacilar el oculto
agente de la obra, la general y superhumana dirección dada de antemano a la
impostura, los universales atributos y caracteres de todos estos falsos dioses
de las naciones; “Omnes dii gentium
doemonia (elilim)”. (Salmo XCVI).
Con semejante procedimiento todo
resulta fácil. Toda semejanza, toda prueba plena de identidad pueden así
repudiarse. Las crueles, altaneras y egoístas palabras que Juan pone en boca de
Quien fue personificación de la mansedumbre y de la caridad no pueden haber
sido pronunciadas jamás por Jesús. Los ocultistas rechazan indignados semejante
imputación; y están dispuestos a defender al hombre contra el dios mostrando de
dónde vienen las palabras plagiadas por el autor del cuarto Evangelio. Ellas
están tomadas de las “Profecías” del Libro
de Enoch, según corroboran el erudito arzobispo Laurence y el autor de la Evolución del Cristianismo. En la última
página de la Introducción al Libro de
Enoch, se lee el siguiente pasaje:
La parábola de la oveja rescatada
por el Buen Pastor del poder de guardianes mercenarios y de los lobos, la copió
evidentemente el cuarto evangelista del capítulo LXXXIX del Libro de Enoch, en donde el autor
describe cómo los pastores mataban a las ovejas antes de que viniese su Señor,
revelando así el verdadero significado del hasta hoy misterioso pasaje de la
parábola de Juan: “todos cuantos vinieron antes de mí, son salteadores y
ladrones”; en que evidentemente se alude a los alegóricos pastores de Enoch.
“Evidente”, en efecto, y aun algo
más es la alusión. Porque, aun cuando Jesús hubiese pronunciado aquellas
palabras en el sentido que se le atribuye, denotaría haber leído el cabalístico
Libro de Enoch, que hoy declaran
apócrifo las Iglesias cristianas. Además, tampoco debe haber ignorado que
dichas palabras pertenecían a antiquísimos rituales de iniciación. Y si
Jesús no leyó el citado Libro de Enoch
y la frase pertenece a Juan o a quien escribiera el cuarto Evangelio, ¿qué
confianza podemos tener en la autenticidad de otras parábolas y sentencias
atribuidas al Salvador cristiano?
De modo que la explicación de
Mirville no puede ser más desdichada. Con la misma facilidad se desbarataría
cualquier otro argumento que adujese la Iglesia, con intento de probar el
carácter demoníaco de los copistas ante y anticristianos. Magna est veritas et prevalebit.
Así responden los ocultistas a los
dos cargos de “superstición” y “hechicería” que continuamente se les dirigen. A
nuestros hermanos cristianos que nos echan en cara el sigilo impuesto a los
discípulos orientales, diciendo que su “Escritura sagrada” es un “libro
abierto” para que todos “lo lean, comprendan y se salven”, les replicaremos invitándoles a que estudien cuanto
acabamos de exponer en esta Sección; y después, que lo refuten, si pueden.
Pocos hay en nuestros días que estén aún dispuestos a asegurar a sus lectores
que la Biblia tuvo a Dios por autor,
la salvación por fin, y la verdad sin mezcla de error por asunto.
Si a Locke se le volviera a
preguntar sobre el caso, de seguro no dijera que la Biblia es en todo pura, en todo sincera, sin que le sobre ni falte
nada.
Aunque la Biblia no es lo contrario de todo esto, necesita por desgracia un
intérprete versado en las doctrinas orientales, tal como están expuestas en las
obras secretas. Después de la traducción del Libro de Enoch por el arzobispo Laurence, ya no es posible afirmar
con Cowper que la Biblia
...ilumine
todas las edades con luz propia, sin tomarla
de prestado porque la
Biblia copia y plagia no poco; especialmente en opinión de quienes, ignorantes
de los significados simbólicos y de la universalidad de las verdades ocultas en
ellos, sólo juzgan por las apariencias de la letra muerta. Es la Biblia un gran libro, una obra
maestra, compuesta con ingeniosas fábulas que encierran importantísimas
verdades, pero éstas sólo son perceptibles a quienes, como los iniciados,
poseen una clave de interpretación de su significado interno. Es verdaderamente
un cuento sublime, en su moral y en sus enseñanzas; pero, al fin y al cabo,
alegoría y cuento. El Antiguo Testamento es un repertorio de personajes
imaginados; y el Nuevo un conjunto de parábolas y sentencias enigmáticas, que
extravían a los ignorantes de su esoterismo. Además, hay en la Biblia sabeísmo puro, como puede notarse
en el Pentateuco leído
exotéricamente; si bien se eleva en altísimo nivel a ciencia arcaica y
astromía, cuando se le interpreta esotéricamente.
H.P. Blavatsky D.S TV
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