lunes, 20 de agosto de 2018

SAN CIPRIANO DE ANTIOQUÍA




Los Eones o Espíritus estelares, emanados de los Desconocidos según los gnósticos, e idénticos a los Dhyân Chohans de la doctrina esotérica, han sido transformados en Arcángeles y “Espíritus de la Presencia” por las Iglesias griega y latina, con detrimento del primitivo concepto. Se llamó “Hueste celestial” al Pleroma, quedando por lo tanto el antiguo nombre limitado a las “legiones” de Satán. En todo tiempo es derecho la fuerza; y así está la Historia llena de antinomias. Los discípulos de Manes le llamaron “Paráclito”. Fue Manes un ocultista cuyo nombre ha pasado a la posteridad con fama de hechicero, gracias a la persecución de la Iglesia, que por vía de contraste, elevó a la dignidad de obispo y luego a la alteza de santo, al arrepentido Cipriano de Antioquía cuyas artes de “magia negra” él mismo confiesa.
            
No es gran cosa lo que la Historia sabe de San Cipriano, y aun por la mayor parte se funda en sus propios relatos, corroborados a lo que se dice, por San Gregorio, la emperatriz Eudoxia, Focio y la propia Iglesia. El marqués De Mirville encontró el curioso manuscrito en la Biblioteca del Vaticano y lo tradujo al francés por vez primera, según afirma el traductor. Extractaremos unas cuantas páginas de la traducción, para que los estudiantes de ocultismo puedan comparar los procedimientos de la magia antigua (llamada demoníaca por la Iglesia), con los de la teurgia y ocultismo de nuestro tiempo.
            
El relato tiene por escenario la ciudad de Antioquía, y ocurren los sucesos a mediados del siglo III, unos 252 años después de J. C., según cómputo del traductor. El arrepentido hechicero escribió su Confesión después de convertirse; y así no es maravilla que increpe frecuentemente en ella a su iniciador “Satán” o la “Serpiente Dragón”, como él lo llama. Casos análogos nos ofrece la naturaleza humana; pues los indos, parsis y otros “paganos” que se convierten al cristianismo, no cesan de anatematizar la religión de sus antepasados en todo momento.
            
Dice así la Confesión:
            
¡Oh vosotros que negáis los verdaderos misterios de Cristo! Mirad mis lágrimas... Vosotros, los que os revolcáis en prácticas demoníacas, aprended de mi triste ejemplo, la vanidad de las añagazas satánicas. Soy aquel Cipriano que consagrado a Apolo desde su infancia, fue iniciado tempranamente en todas las artes del dragón. Antes de los siete años me presentaron en el templo de Mitra, y tres años después me llevaron mis padres a Atenas para darme la ciudadanía. Allí me revelaron los misterios de Ceres llorosa, y llegué a ser guardián del dragón, en el templo de Palas.
            
Subí después a la cumbre del Olimpo, la sede de los dioses como se la llama, y me iniciaron en el sentido y verdadero significado de los discursos y estrepitosas manifestaciones de los dioses. Allí me acostumbré a ver en la imaginación (fantasía o mâyâ) los árboles y plantas que operan prodigios por obra de los demonios; ...Vi sus danzas, sus luchas, sus celadas, ilusiones y promiscuidades. Oí sus cantos. Finalmente, por cuarenta días consecutivos vi a la falange de dioses y diosas que desde el Olimpo enviaban, como si fuesen reyes, espíritus que los representasen en la tierra y en su nombre actuasen en todas las naciones.
            
Por este tiempo no comía yo más que frutas sólo después de ponerse el sol, y los siete sacerdotes del sacrificio me enseñaron las ventajas de este régimen de vida.
            
Al cumplir quince años quisieron mis padres que supiese no sólo las leyes naturales de la generación y muerte de los cuerpos en la tierra, en el aire y en las aguas, sino también las leyes relativas a todas las demás fuerzas injertas en los elementos por el Príncipe del Mundo a fin de frustrar su primaria y divina constitución. A los veinte años fui a Menfis, en cuyos santuarios me enseñaron todo lo concerniente a la comunicación de los demonios (Daimones o Espíritus) con la tierra, su repugnancia por ciertos lugares y su predilección por otros, su expulsión de ciertos planetas, su gusto por la oscuridad y su horror a la luz. Allí supe el número de ángeles caídos que encarnan en cuerpos humanos para entrar en comunicación con las almas. Aprendí la analogía que existe entre los terremotos y las lluvias, entre el movimiento de la tierra  y el del mar. Vi los espíritus de los gigantes sumirse en subterráneas tinieblas y sostener el mundo como un faquín lleva a hombros la carga.
            
A los treinta años fui a Caldea para estudiar el verdadero poder del aire que algunos colocan en el fuego y los más doctos en la luz (âkâsha). Me enseñaron que los planetas eran tan variados como las plantas en la tierra, y las estrellas como ejércitos dispuestos en orden de batalla. Aprendí la caldaica división del éter en 365 partes, y eché de ver que cada uno de los demonios que se lo reparten entre sí está dotado de la fuerza material necesaria para ejecutar las órdenes del Príncipe y guiar allí [en el éter] los movimientos. Los caldeos me enseñaron cómo aquellos Príncipes toman parte en el Consejo de las Tinieblas, en constante oposición al Consejo de la luz. Conocí a los mediadores [seguramente no médiums como De Mirville afirma], y al ver los pactos de obligación mutua que estipulaban, me maravilló la índole de sus cláusulas y juramentos.
            
Creedme. Vi al diablo. Creedme. En mi juventud lo abracé [¿cómo las brujas en aquelarre?], y él me saludó llamándome nuevo Jambres, diciéndome que había merecido la iniciación y prometiéndome ayuda de por vida y un principado después de la muerte. Bajo su tutela llegué a gran alteza [a ser adepto], y entonces puso a mis órdenes una falange de demonios. Al despedirme exclamó: “Ánimo y buen éxito, excelente Cipriano”, al mismo tiempo que se levantaba de su silla al verme en la puerta, dejando admirados a los circunstantes.

            
Después de despedirse de su iniciador caldeo marchó a Antioquía el futuro hechicero y santo. El relato de sus “iniquidades” y de su consiguiente arrepentimiento es largo; y así lo resumiremos diciendo que llegó a ser “mago acabadísimo” con gran copia de discípulos y “aspirantes al ejercicio de la peligrosa y sacrílega arte”. Él mismo muestra distribuyendo filtros amorosos, encantos mortíferos “para librar de maridos viejos a esposas jóvenes y deshonrar vírgenes cristianas”. Desgraciadamente no pudo sustraerse Cipriano al influjo del amor y se prendó de la hermosa Justina, una joven convertida, después de haber tratado en vano de hacerla participar de la pasión que sentía por ella, cierto libertino llamado Aglaides. Nos dice Cipriano que sus “demonios fracasaron” y empezó a cobrarles aversión, de lo que provino una querella con su hierofante, a quien insiste en identificar con el demonio. A la querella siguió una controversia entre el hierofante y algunos cristianos convertidos, en el cual, como era de suponer, quedó derrotado el “espíritu maligno”. Habiendo puesto a los pies de Antimes, obispo de Antioquía, todos sus libros de magia se convirtió en santo en compañía de la hermosa Justina que le había convertido; y ambos sufrieron el martirio en tiempo de Diocleciano, siendo enterrados vera por vera en la basílica de San Juan de Letrán, junto al baptisterio.

D.S TV

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