domingo, 9 de junio de 2019

ISIS SIN VELO I - CAPÍTULO III







El espejo del alma no puede reflejar a la vez la tierra
Y el cielo. La tierra desaparece de la superficie tan luego
Como el cielo se retrata en el fondo.- ZANONI.


¿Quién te dio el encargo de anunciar al pueblo que no
hay Dios? ¿Qué ventaja hallas en convencer a las gentes de
que una fuerza ciega preside sus destinos y al azar igualmente
             flagela el crimen y la virtud?
ROBESPIERRE.-Discurso del 7 de Mayo de 1794.



            
Creemos que muy pocos de estos fenómenos, cuando son auténticos, pueden atribuirse a espíritus humanos, y aun los derivados de las ocultas fuerzas naturales a través de verdaderos médiums y de los fakires de la India y Egipto, requieren cuidadosa y detenida comprobación científica, sobre todo desde que respetables autoridades atestiguan la imposibilidad de fraude en muchos casos. Nadie niega que haya hechiceros de oficio cuya destreza alcance a producir fenómenos más estupendos que todos los “John King” habidos y por haber. Sirva de ejemplo Roberto Houdin, que tenía habilidad para ello y, no obstante, se burlaba luego en la misma cara de los académicos, porque le instaban a declarar con su firma en los periódicos que para hacer girar una mesa o que respondiera sin contacto de manos, era indispensble prepararla convenientemente para ello con la debida antelación. Prueba del erróneo juicio que atribuye a impostura todo fenómeno psíquico, nos la da el no haber aceptado un famoso prestidigitador londinense la apuesta de mil libras esterlinas con que Algernón Joy ( le incitó a producir los fenómenos psíquicos en las mismas condiciones que los médiums, bajo la vigilancia de una comisión nombrada al efecto. Por hábil que sea un prestidigitador no podrá llevar a cabo en igualdad de circunstancias los fenómenos operados por los mas vulgares fakires indos. Entre los requisitos de prueba habrían de constar indispensablemente: por una parte, que la comisión investigadora designase el lugar del experimento, en el mismo instante de empezar el acto, sin que el fakir tuviera el más leve indicio de la designación; y por otra, que el experimento se efectuase en pleno día, sin otro ayudante que un chiquillo en cueros vivos, cuyo traje sería también, o poco más, el del fakir. En estas condiciones escogeríamos las tres suertes más repetidas por los fakires y presenciadas no hace mucho por varios personajes del séquito del príncipe de Gales, conviene a saber:
            
  Convertir en serpiente cobra, de mordedura mortal, una rupia fuertemente retenida en la mano cerrada, por un circunstante escéptico.
            
  Lograr que en menos de quince minutos brote, crezca, fructifique y madure una simiente escogida arbitrariamente por los espectadores y plantada en el tiesto que ellos mismos proporcionen.
            
  Tenderse el fakir sobre tres espadas hincadas por el puño en el suelo, punta arriba, y al deshincarlas una tras otra, quedarse el fakir tendido en el aire a un metro del suelo. Cuando hagan lo mismo los prestidigitadores, empezando por Houdin y acabando por el último impostor que recabó éxitos con sus ataques al espiritismo, entonces, y sólo entonces, creeremos que el género humano procede la pezuña del orohippus eocénico de Huxley.

EXPOSICIONES  ERRÓNEAS


            
Nuevamente afirmamos con entera seguridad que no hay en los otros tres puntos cardinales hechicero profesional capaz de emular a los desastrados e incultos fakires de Oriente, que no necesitan estancias egipcias ni preparación ni ensauyo para realizar sus experimentos, pues siempre están prontos a invocar en su auxilio a las ocultas fuerzas de la naturaleza, que son libro de siete sellos tanto para los prestidigitadores como para los científicos europeos. Acertadamente dice Elihu: “No siempre son sabios los hombres eminentes, ni la edad es prueba de discernimiento”. 
Repetiremos a este propósito lo que dice el teólogo inglés More: “A la verdad, si los hombres no hubiesen perdido la modestia, los relatos bíblicos les probarían plenamente la existencia de espíritus y ángeles... Me parece providencial que los recientes casos de apariciones despierten en nuestras entorpecidas y aletargadas mentes el convencimiento de que hay otros seres inteligentes, además de los revestidos de grosera arcilla... Porque si estas pruebas nos demuestran la existencia de espíritus malignos, forzosamente hemos de creer en los espíritus buenos, y por lo tanto en Dios”. El ejemplo ya citado entraña una lección moral, no sólo para los científicos, sino también para los teólogos. Tanto los predicadores como los catedráticos delatan continuamente su incompetencia en psicología, menospreciando las coyunturas de estudio que se les ofrecen y poniéndose en ridículo a los ojos del estudiante sincero. La opinión pública, en este punto, está amañada por impostores e ignorantes indignos de consideración.
            
Tardíamente ha evolucionado la psicología, más bien por el ridículo en que se pusieron sus profesores, que por dificultades propias de su estudio. El huero desdén de los sabios en mantillas y de los necios a la moda ha contribuido a mantener al hombre en la ignorancia de sus latentes facultades, con mayor fuerza que las tenebrosidades, riesgos e impedimentos propios del asunto. Éste es precisamente el caso de los fenómenos espiritistas cuya investigación ha estado hasta ahora en manos profanas, a causa del temor que los científicos tenían de las burlas, dicterios y preocupaciones de gentes indignas de atarles la correa del zapato, pues también anida la poquedad de ánimo en las universidades.
            
La vitalidad del espiritismo moderno resiste victoriosamente al desprecio de la ciencia y a la bulliciosa jactancia de sus presumidos expositores. Desde los padres graves de la ciencia, como Faraday y Brewster, hasta los informes del afortunado imitador de los fenómenos de Londres, no encontramos ni el más leve argumento sólido contra la autenticidad de los fenómenos espiritistas. El imitador aludido dice en su titulado informe: “Mi opinión es que Williams simulaba las personalidades de John King y Peter. Nadie podrá demostrar lo contrario”. A pesar de la arrogancia de la afirmación, no pasa de ser una hipótesis, por lo que los espiritistas pueden exigir a su vez del informante la prueba de cuanto dice.
            
Pero los más inveterados y acerbos enemigos del espiritismo pertenecen a una clase por fortuna poco numerosa, pero que alzan mucho la voz para publicar sus opiniones con estrépito digno de mejor causa. Son los eruditos a la violeta que, en la América del Norte, presumen de sabios por tener una máquina eléctrica en su despacho o haber publicado tal o cual memoria pueril sobre la locura y la mediummanía. Se creen estos hombres pensadores profundos y fisiólogos eminentes, y desdeñan la para ellos absurda metafísica, porque son positivistas de la escuela de Augusto Comte, cuyo más vivo anhelo es levantar a la ilusa humanidad del negro abismo en que la superstición la tiene sumida, y reconstruir el Cosmos sobre mejores fundamentos. Su irascible psicofobia llega al extremo de considerar imperdonable ofensa que les supongan dotados de espíritu inmortal, y si les hubiéramos de hacer caso, los hombres sólo pueden tener alma científica o alma anticientífica, según su grado de mentalidad.

LA  RELIGIÓN  DE  COMTE


            
Unos treinta o cuarenta años atrás, Augusto Comte, alumno de la Escuela Politécnica de París y auxiliar de las cátedras de Cálculo diferencial e integral y Mecánica racional en el mismo establecimiento docente, se despertó una mañana con la ventolera de ser profeta. En los Estados Unidos se encuentra un profeta en cada esquina, y en Europa escasean como cisnes negros; pero Francia es país de novedades y Comte fue profeta con tanto éxito, que aun la grave Inglaterra lo diputó durante algún tiempo por el Newton del siglo XIX. Difundióse el contagio mental hasta invadir cual devorador incendio Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. La flamante filosofía ganó algunos prosélitos en Francia, cuyo entusiasmo no fue duradero, porque se negaron a proporcionar los recursos que necesitaba el profeta, y el fervoroso entusiasmo despertado en un principio por aquella religión sin Dios se entibió con rapidez igual a su enfervoramiento. De los ardientes apóstoles del profeta sólo quedó uno notable: el famoso filólogo Littré, miembro del Instituto de Francia y candidato perpetuo a la Academia Imperial de Ciencias, cuya entrada le obstruía maliciosamente el obispo de Orleáns.
            
El matemático-filósofo, el sumo pontífice de la “religión” del porvenir, predicaba su doctrina al estilo de todos los profetas contemporáneos. Divinizaba a la mujer y la ponía sobre un altar, pero la “diosa” quedaba en la obligación de pagarse la peana. Los racionalistas que tanto se burlaron de las extravagancias de Fourier y de Saint Simón y con tanto desprecio ridiculizaron el espiritismo, se vieron presos como inacutos gorriones en la liga retórica del nuevo profeta. Como ni los más empedernidos ateos son extraños al anhelo congénito en el hombre de reconocer una Divinidad, al ansia de lo desconocido, los discípulos de Comte le siguieron atraídos por el aparente brillo de este fuego fatuo, hasta hundirse en un pantano sin fondo. Encubiertos bajo la máscara de una falsa erudición, los positivistas se propusieron acabar con el espiritismo, mientras por otra parte alardeaban de investigar sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado tímidos para arremeter contra las iglesias cristianas, procuraron minar la fe del hombre en Dios y en la inmortalidad del alma, principios fundamentales de toda religión. Su táctica consiste en ridiculizar el espiritsmo fenoménico, que tantas pruebas suministra de la supervivencia del alma, y para atacarlo en su punto más flaco, se apoyan por un lado en la falta de método inductivo y en las exageraciones de las doctrinas espiritistas, y por otro en la prevención con que las gentes miran el fenomenalismo. De esta suerte se muestran quijotescos y benéficos debeladores de la tan, según el vulgo, monstruosa superstición.
            
Veamos hasta qué punto aventaja al espiritismo la ponderada religión del porvenir instituida por Comte, y nos percataremos de que con mayor motivo merecen sus prosélitos el manicomio, donde aconsejaban recluir a los médiums con quienes se habían mostrado tan solícitos. Ante todo conviene advertir que por lo menos las tres cuartas partes de los rasgos repulsivos del espiritismo moderno derivan de los materialistas que aventureramente se pasaron al campo contrario. Comte ha descrito repugnantemente la fecundación aritifical de la mujer del porvenir, hermana mayor del venusto ideal de los partidarios del amor libre. Las futuristas enseñanzas de los lunáticos discípulos de Comte han contagiado a algunos pseudo-espiritistas hasta el punto de inducirles a formar comunidades societarias, aunque ninguna duradera, pues su carácter distintivo era una especie de animismo materialista recubierto de una tenue capa de filosofía similor, esmaltada de enrevesados nombres griegos.

Propuso Platón  que para mejorar la especie humana se eliminaran los individuos enfermizos y deformes, y se fomentasen los matrimonios entre los más robustos ejemplares de la raza. No era de esperar que el “genio de nuestro siglo”, no obstante sus presunciones de profeta, forjase nuevos planes en su cerebro y, como buen matemático, combinó hábilmente unas cuantas utopías antiguas, dióles matiz plástico, y apoyado en el pensamiento de Platón, engendró la mayor monstruosidad nacida de cerebro humano.
            
Es preciso advertir que no atacamos a Comte como filósofo, sino tan sólo como innovador. En la notoria confusión de sus ideas sociales, filosóficas y religiosas, resplandecen con frecuencia algunas observaciones y juicios tan lógicos en el fondo, como brillantes en la forma, cuyo fulgor, parecido al del relámpago en noche tenebrosa, acrecienta las tinieblas luego de extinguido. De sus obras podría entresacarse un volumen de aforismos verdaderamente originales, que definen con sumo acierto la mayor parte de los males de la sociedad; pero ni en su pesado Curso de filosofía positiva ni en su paródico Catecismo de la religión positivista se encuentra la ma´s ligera insinuación del posible remedio. Los discípulos de Comte vienen a suponer que las doctrinas de su maestro son demasiado sublimes para que las comprenda el vulgo; pero comparando los dogmas del positivismo con la interpretación que les dan sus apóstoles, se echan de ver las contradicciones del fondo, pues mientras el pontífice dice que “la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre” (7) y los legisladores positivistas afirman que en el matrimonio y en la familia debe ser la mujer “consocia del hombre, dispensada de toda función materna” (8), a cuyo efecto proyectan una futura institución en que las funciones proyectan una futura institución en que las funciones de la maternidad queden substituidas por “la aplicación a la casta esposa de una fuerza latente” (9), no faltan sacerdotes laicos del positivismo que preconizan la poligamia y aseguran que sus doctrinas contienen la quinta esencia de la filosofía espiritualista.

NEGACIONES  DEL  POSITIVISMO


 Según los teólogos católicos cuya eterna pesadilla es el demonio, la mujer futura, descrita por Comte, caerá en poder de los íncubos; pero a juicio de más zumbones autores, la Divinidad del positivismo será una yegua de dos patas. También Littré hace prudentes restricciones al aceptar el apostolado de tan maravillosa religión. Decía así en 1859:
            
“Asegura Comte que no sólo ha establecido los principios, trazado los perfiles y descubierto el método, sino también las consecuencias necesarias para levantar el edificio social y religioso del porvenir. En esta segunda parte nos reservamos la opinión, al propio tiempo que aceptamos sin reparo en herencia el conjunto de la primera”.
            
Pero más adelante añade:
            
“En su magistral obra: Sistema de filosofía positiva, establece Comte las bases de una filosofía que, con el tiempo, ha de suceder a la teología y a la metafísica. En esta obra expone, como no podía menos, su directa aplicación al gobierno de las sociedades. Como quiera que no advierto nada arbitrario en estas doctrinas, y en cambio encuentro verdadera ciencia, mi adhesión a los principios se extiende a sus esenciales consecuencias”.
            
Littré se ha mostrado digno discípulo del profeta, pues todo el sistema de Comte nos parece basado sobre equívocos. Donde dice positivismo se ha de leer nihilismo; donde castidad, leed impudicia, y así de lo demás. Como quiera que es una religión fundada sobre bases negativas, difícilmente pueden llevarla sus prosélitos a la práctica, sin decir que lo negro es blanco. Sigue Littré: “La filosofía positiva no acepta el ateísmo, porque el ateo no tiene la mente emancipada, sino que, a su modo, es un teólogo que explica como le place la esencia de las cosas, y presume conocer su origen... El ateísmo es sinónimo de panteísmo y este sistema también es todavía enteramente teológico y pertenece a la escuela antigua”.
            
Perderíamos el tiempo si prosiguiéramos citando más pasajes de estas paradójicas disertaciones. 
Comte llegó al colmo del absurdo al dar el nombre de religión a su nueva filosofía y, como suele acontecer en estos casos, sus discípulos sobrepujaron el absurdo. Filósofos postizos que brillan en las academias positivistas de Norte América, como una luciérnaga en comparación de una estrella, delatan con toda amplitud sus opiniones al cotejar “el sistema de pensamiento y vida” planeado por el apóstol francés con “las necedades del espiritismo” que, por supuesto, sale malparado del cotejo. “Para destruir es necesario reedificar”, exclama Comte citando a Cassaudiere, sin conformarse con su pensamiento; y sus discípulos explanan el aborrecible sistema con que pretenden sustituir el cristianismo, el espiritismo y aun los métodos científicos. Uno de ellos dice: “El positivismo es una doctrina integral que repudia por completo toda creencia teológica y metafísica, toda modalidad sobrenatural y, por consiguiente, el espiritismo. El verdadero criterio positivista sustituye el estudio de las leyes invariables de los fenómenos por el de sus causas inmediatas. En este concepto también repudia el ateísmo, porque al fin y al cabo el ateo es un teólogo en el fondo, pues no difiere de los teólogos en el planteamiento, sino en la solución del problema, y por lo tanto, es inconsecuente. Los positivistas rechazamos todo problema inaccesible a la mente humana, pues de lo contrario malgastaríamos nuestras fuerzas en la imposible indagación de las causas primeras. Por lo tanto, el positivismo da satisfactoria explicación del mundo y de los deberes y destino del hombre".

OPINIÓN  DE  HARE


            
Mitiguemos el brillo de este programa con el juicio crítico del insigne Hare, quien dice a este propósito: “La filosofía positivista de Comte es, en último término, puramente negativa, pues afirma la inutilidad de perder tiempo en indagar los inescrutables orígenes de las leyes de la naturaleza. Por considguiente, esta doctrina se funda en la ignorancia de las causas y medios de las leyes en que forzosamente ha de permanecer el hombre, a pesar de las pruebas referentes al mundo espiritual. Así es que, mientras el ateísmo queda recluido en los dominios de la materia, el espiritismo se mueve en un campo de tan dilatado espacio como la eternidad con relación a una vida humana y como las insondables regiones sidéreas respecto al área habitable de nuestro planeta”.
            
En suma, el positivismo arremete igualmente contra la teología, la metafísica, el espiritismo, el ateísmo, el materialismo y la ciencia, con amenaza de invalidarse a sí mismo. Opina De Mirville que, según la filosofía positivista, “la mente humana no logrará equilibrarse hasta que la psicología se considere como un laxante cerebral y la historia como un laxante social”. El Mahoma moderno empieza por despojar al hombre del alma y de la fe en Dios, para hundir después inadvertidamente en las entrañas de su propia doctrina la afiladísima espada de la metafísica, cuyos golpes presumiera evitar. De este modo no quedan en su sistema ni vestigios de filosofía.
            
De un discurso pronunciado en 1864 por Pablo Janet, miembro del Instituto de Francia, sobre el positivismo, entresacamos el siguiente párrafo:
            
“Hay algunos talentos educados y nutridos en las ciencias exactas y experimentales, que sienten instintiva inclinación a la filosofía, pero sin que puedan satisfacerla más que con elementos ajenos, y su ignorancia de las ciencias psicológicas les lleva precisamente a combatirlas, con lo cual presumen haber fundado una nueva filosofía positiva que, bien mirada, no es ni más ni menos que una incompleta y mutilada hipótesis metafísica. Se arrogan la infalible autoridad, propia tan sólo de las ciencias de experimentación y cálculo, siendo así que su defectuoso sistema es del mismo orden mental que los que combaten. De aquí lo deleznable de su posición y el descrédito de sus ideas, que muy luego serán esparcidas a cuatro vientos”.
            
Los positivistas norteamericanos se han esforzado incesantemente en derrumbar el espiritismo. Para que se vea hasta dónde llega su imparcialidad, recordaremos que preguntan si los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Trinidad y la Eucaristía, resisten al examen de la fisiología, de las matemáticas y de la química, para decir después que más absurdas todavía son las quimeras del espiritismo. Perfectamente. Pero ¿hay absurdo teológico ni quimera espiritista que aventaje en depravada imbecilidad al positivista concepto de la fecundación artificial? Por una parte declaran incognoscibles las causas primeras, y por otra suplantan en el porvenir la vívida e inmortal compañera del hombre con un tipo de mujer imposible, semejante al fetiche indio de Obeah, día tras día repleto de huevos de serpiente para que el sol los empolle.
            
En nombre del sentido común cabe preguntar por qué ha de motejar de supersticiosos a los místicos cristianos y de orates a los espiritistas una titulada religión que con tan repulsivos absurdos tiene partidarios entre los mismos académicos y pone en boca de su propio fundador, para admiración de sus discípulos, rapsodias tan extravagantes como la siguiente:
           
“Me admira cada día más la creciente coincidencia entre el advenimiento social del misterio femenino y la disminución de la fe en el sacramento de la Eucaristía. La Virgen ha suplantado a Dios en la mente de los católicos meridionales. El positivismo realizará la utopía medioeval que consideraba la raza humana nacida de una virgen madre”. Después de exponer el modus operandi, prosigue Comte diciendo: “La difusión del nuevo procedimiento produciría muy luego una raza sin los inconvenientes de la herencia y más a propósito que la procreación vulgar para el nacimiento de caudillos espirituales y aun temporales, cuya autoridad dimanara de un origen verdaderamente superior que no retrocedería ante ninguna investigación”.

FECUNDACIÓN  ARTIFICIAL


            
Cabe preguntar, después de leído esto, si en las “quimeras” del espiritismo, o en los “misterios” del cristianismo, hay algo tan descabellado como esa descripción de la humanidad futura. Si los positivistas que predican públicamente la poligamia no desmienten con su conducta la tendencia de la escuela al materialismo, mucho tememos que, haya o no haya una estirpe sacerdotal así engendrada, no veamos los vástagos de las vírgenes madres.
            
Natural es que una filosofía entre cuyos ideales está la procreación de semejante casta de doctores íncubos, mueva la pluma de uno de sus más gárrulos tratadistas, para escribir lo siguiente: “Estamos en una muy triste época abundante en creencias muertas o moribundas, y llena de frívolos devotos que en vano ruegan a los caídos dioses. Pero también es una época gloriosamente iluminada por los áureos rayos del naciente sol de la ciencia. ¿Qué tenemos que ver con quienes, perdida la fe y extraviado el entendimiento, se refugian en el espejuelo del espiritismo, en los engaños del trascendentalismo o en las abulias del hipnotismo”?.
            
El fuego fatuo, como se complacen hoy en llamar los filósofos pigmeos al fenomenalismo psíquico, ha tenido que luchar para darse a conocer. No hace mucho tiempo, los ya familiares fenómenos psíquicos tuvieron enérgica negativa en boca de un corresponsal de The Times, de Londres, cuya opinión subsistió como valedera hasta que dirimió la cuestión la obra de Phipson, apoyada en el testimonio de Beccaria y Humboldt .
            
Los positivistas debieron exigir otro símil más feliz y al mismo tiempo estar mejor enterados de los descubrimientos científicos, pues en cuanto al hipnotismo lo practican con éxito, en algunos hospitales de Alemania, eminencias médicas cuya fama y sabiduría está muy lejos de igualar el presuntuoso conferenciante sobre la mediumnidad y la locura. Pocas palabras diremos antes de acabar este enojoso asunto. Hay positivistas que se vanaglorian de contar por correligionarios a los más ilustres científicos de Europa. Sin embargo, no entran en este número Huxley ni Mausley, de nombradía universal. Por lo que toca a Huxley, en una conferencia dada en 1868 en Edimburgo, sobre Los fundamentos fisiológicos de la vida, se muestra muy sorprendido de la ligereza con que el arzobispo de York le atribuyó filiación positivista, y dice: “Por lo que a mí toca, bien pudiera el respetable prelado desmenuzar polémicamente a Comte como un nuevo Agag, sin que yo le detenga la mano. Mi examen de la filosofía positivista me ha convencido de que poco o nada tiene de valía científica, pues en su mayor parte es tan opuesta a la verdadera ciencia, como pueda serlo el catolicismo ultramontano. En la práctica, la filosofía positivista es un catolicismo despojado del espíritu del cristianismo”. Más adelante se indigna Huxley con los filósofos escoceses, y les reconviene por haber consentido que el arzobispo de York atribuyese a Comte la fundación de la escuela filosófica de Hume, y a este propósito exclama: “Bastaba para remover en su tumba los huesos de David Hume, que, no lejos de ella, un auditorio parcial escuchara sin protesta cómo se atribuían sus doctrinas a un escritor francés de hace cincuenta años, en cuyas verbosas y áridas páginas se echa de menos el vigor de pensamiento y la claridad de expresión” (19).
            
¡Pobre Comte! Ahora resulta que, por lo menos en los Estados Unidos, sus más conspicuos discípulos quedan reducidos a un físico, un médico y un abogado, a quienes un crítico socarrón motejó de “triunvirato anómalo cuyas arduas tareas no les dejan tiempo para aprender a escribir” (20).
            
Los positivistas no perdonan medio de combatir al espiritismo en provecho de su religión. Sus prelados soplan sin cesar las trompetas como si a su estrépito hubieran de caer los muros de la nueva Jericó; pero ni con sus singularísimas paradojas ni con sus deleznables ataques al espiritismo lograrán su propósito. Para muestra de estos ataques, basta entresacar de una reciente conferencia  (21) el párrafo que sigue: “La exclusiva satisfacción del instinto religioso es incentivo de lujuria. Sacerdotes, frailes, monjas, santos, médiums, místicos y devotos han sido siempre famosos por sus concupiscencias”.

LOS  MONOS  DE  LA  CIENCIA


            
Nos complacemos en observar que mientras el positivismo se erige alborozadamente en religión, el espiritismo no ha pretendido jamás ser otra cosa que una ciencia, una filosofía incipiente o, más bien, el estudio indagativo de las fuerzas naturales. Los verdaderos científicos reconocen la realidad de los fenómenos psíquicos, que sólo se atreven a negar los monos remedadores de la ciencia. 
Los positivistas se burlan del fenomenalismo psíquico y en cambio no saben abrir la boca sin que, como el retórico Butler, no se les escape un tropo. Quisiéramos contraer las censuras al círculo de necios y pedantes que usurpan el título de científicos; pero es innegable que cuando las eminencias tratan algún nuevo punto, pasan sus decisiones sin réplica, aun cuando la merezcan. La cautela propia de los hábitos de investigación experimental, los prejuicios establecidos y el peso de la autoridad científica contribuyen paralelamente a petrificar el pensamiento en dogmas intangibles, y con demasiada frecuencia la ciencia progresa a costa del martirio  o del ostracismo del innovador. 

Los experimentadores de laboratorio deben, por decirlo así, tomar a la bayoneta el reducto de la preocupación y la rutina, pues no será fácil que una mano amiga deje entornada la poterna. No han de hacer caso de las ruidosas protestas y la impertinente crítica de los publicistas de quinta fila que se arremolinan en la antesala de la ciencia, pues deben reservar sus fuerzas para dar en rostro a la hostilidad de los conspicuos y vencerla. La ciencia progresa rápidamente, pero los científicos no se percatan del progreso, pues casi siempre arremeten contra los nuevos inventos. El triunfo es de quien valerosa y perseverantemente resiste la embestida parapetado en su intuición. 

Pocas son las leyes naturales cuya primera enunciación no suscitara burlas y fuera generalmente tenida por absurdamente contraria a la ciencia. Pero no obstante el orgullo de quienes nada descubren, no es posible desoír por mucho tiempo el clamoreo de los innovadores que, desgraciadamente para la pobre y egoísta humanidad, se convierten a su vez en rémoras de cuantos indagan nuevamente la acción de las leyes naturales. Así, poco a poco, va pasando la humanidad por sucesivos ciclos de conocimientos cuyos errores corrige de continuo la ciencia para rehabilitar hoy las hipótesis desechadas por erróneas ayer. Esto ha sucedido no sólo en cuestiones psicológicas, tales como el hipnotismo desde el doble punto de vista fisiológico y psíquico, sino también en descubrimientos relativos a las ciencias de observación.
            
¿Qué hemos de hacer? ¿Evocar un pasado desagradable? ¿Decir que los científicos medioevales negaban con el clero el sistema heliocéntrico por temor de oponerse a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Recordaremos que algunos naturalistas del siglo XVIII negaron autenticidad zoológica a las conchas fósiles, diciendo que tan sólo eran simulaciones artificiosas, mientras otros sostenían acaloradamente lo contrario en discusiones salpicadas de insultos, hasta que Buffón sentenció el pleito con pureba plena a favor de los segundos? Seguramente que si tan discordes andan los científicos respecto al origen y naturaleza de las conchas fósiles, tan fácilmente observables, a duras penas cabe esperar que crean en las formas espectrales de las sesiones espiritistas, cuando el médium es genuinamente sincero.
            
Los escépticos podrían entretener provechosamente los ratos de ocio en la lectura de la obra de Flourens, secretario perpetuo de la Academia francesa, titulada: Historia de las investigaciones de Buffón, en la que describe cómo el insigne naturalista desbarató la hipótesis de la simulación artificial, cuyos partidarios persistieron en negar todo cuanto no comprendían y se mofaron sarcásticamente de los experimentos eléctricos de Franklin, de las tentativas de Fulton, de los proyectos ferroviarios de Perdonnet, de las nuevas orientaciones de Harvey y de las heroicas pruebas de Palissy.

EPIDEMIA  DE  NEGACIONES


En la ya citada obra: Conflictos entre la religión y la ciencia, se muestra Draper algo distanciado de la justicia, al achacar tan sólo al clero los impedimentos con que tropieza el progreso de las ciencias; pero sin menoscabo de la admiración debida al insigne escritor, observaremos que, aparte de la enemiga mostrada por el clero a los descubrimientos enumerados en la obra, no debió pasar por alto la oposición de todo inventor hubo de encontrar en los científicos. Dice bien Draper en pro de la ciencia, que “saber es poder”; pero los abusos del poder son igualmente perniciosos, ya provengan del extravío de la sabiduría, ya de las obcecaciones de la ignorancia. Además, el clero no tiene hoy la fuerza que tuvo en otras épocas, y sus protestas no harían mella en el mundo científico. Sin embargo, mientras los teólogos se mantienen tras cortina, los científicos han empuñado a dos manos el cetro del despotismo y lo blanden como espada del querubín puesto a la entrada del Edén, para alejar a los hombres del árbol de vida mortal, y retenerlos en el mundo de perecedera materia.
            
El periódico londinense El Espiritista, en su réplica a la crítica de Gully sobre la hipótesis de Tyndall, llamada de la neblina ígnea, dice que, gracias a la ciencia, no mueren hoy todos los espiritistas en las hogueras inquisitoriales. Admitamos esta gracia, aun teniendo en cuenta que ya pasaron de moda los autos de fe, y preguntemos si en el caso de que Faraday, Tryndall, Huxley, Agassiz y otros dispusieran del poder de la Inquisición, se encontrarían los espiritistas tan seguros como están hoy día; pues mueve a preguntarlo la actitud de dichos científicos respecto del espiritismo, ya que a falta de hogueras donde abrasar a quienes creen en el mundo de los espíritus, les llaman locos, maniáticos, alucinados, fetichistas y demás vituperios por el estilo.
            
A la verdad, no acertamos a descubrir las razones que habrá tenido el director de El Espiritista, de Londres, para mostrarse tan agradecido a la benevolencia de los científicos, pues el reciente proceso Lankester-Donkin-Slade, seguido en Londres, debiera haber abierto los ojos a los espiritistas demasiado confiados, para darles a entender que el materialismo pertinaz es mucho más refractario a la razón que el fanatismo religioso. Uno de los mejores escritos de Tyndall es el folleto titulado: Martineau y el Materialismo, aunque tal vez con el tiempo enmiende el autor algunos excesos de lenguaje. Pero dejando por de pronto esto aparte, fijémonos en lo que dice sobre la ciencia. En boca de Martineau pone la pregunta siguiente: “Cuando un hombre piensa, siente y quiere, ¿cómo actúa la conciencia?” Y responde: “No es posible concebir el transporte del funcionamiento cerebral a los correspondientes hechos de conciencia. Suponiendo que un pensamiento definido coincida simultáneamente con una acción molecular en el cerebro, no poseemos, ni rudimentariamente siquiera, el órgano intelectual que nos permita descubrir por el raciocinio el enlace entre el pensamiento y la acción cerebral que coinciden sin que sepamos por qué. Aun cuando nuestra mente y nuestros sentidos fuesen capaces de percibir las moléculas cerebrales, de atisbar todos sus movimientos, agrupaciones y descargas eléctricas, si acaso las hay; aunque conociéramos perfectamente su correspondencia con los pensamientos y emociones, no podríamos resolver el problema de cómo el proceso fisiológico se enlaza con los hechos de conciencia. 
La hondonada entre ambos fenómenos quedaría tan intelectualmente infranqueable como antes”.

LA  CIENCIA  ULTRAMONTANA


Esta hondonada, que a Tyndall le parece tan infranqueable como la neblina ígnea en que envuelve la causa agnoscible, no es obstáculo alguno para la intuición espiritual. El profesor Buchanan, en sus Bosquejos de conferencias sobre el sistema neurológico en Antropología, escritos en 1854, señala el modo de echar un puente sobre tan temerosa hondonada. Aquí tenemos una de aquellos trojes donde se almacena parcamente la semilla mental de futuras y copiosas cosechas. Pero el edificio del materialismo se basa enteramente sobre los toscos sótanos de la razón. Cuando los maestros de la ciencia hayan llegado al límite extemo de su capacidad, podrán a lo sumo revelarnos un mundo de moléculas animadas por secreto impulso. El más acertado diagnóstico de la enfermedad que aqueja a los científicos, lo encontraremos con sólo una ligera substitución de palabras, en la crítica a que Tyndall somete la mentalidad del clero ultramontano. En vez de “sacerdotes” pongamos “científicos”; en lugar de “pasado precientífico” leamos “presente materialista”, y reemplacemos “ciencia” por “espíritu”. El pasaje siguiente nos traza un vivo retrato, pintado por mano maestra, del científico moderno:
            
“... Sus sacerdotes viven tan apegados al precientífico pasado, que aun los más poderosos talentos son refractarios a las verdades recientes. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; porque ojos y oídos se convierten a visiones y sonidos de otros tiempos. Desde el punto de vista científico, el cerebro de los ultramontanos es poco menos que infantil. Pero no obstante ser tan niños en conocimiento científico, tienen suficiente poderío espiritual entre los ignorantes para inducirles a prácticas que sonrojan a los de más claro juicio”.
            
El ocultista les dice a los científicos que se miren en este espejo.
            
Desde los albores de la historia, todos los pueblos exigieron en su legislación el testimonio de, por lo menos, dos testigos para aplicar la pena de muerte. “Por boca de dos o tres testigos sea condenado el reo de muerte”  dice el legislador del pueblo hebreo. “Las leyes que condenan a un hombre a muerte por la declaración de un solo testigo son contrarias a la libertad. La razón exige, por lo menos, dos testigos”. Todos los pueblos han aceptado, por lo tanto, el valor de la prueba, pero los científicos rechazarían un millón de testimonios contra uno. En vano doscientos mil testigos dan fe de los hechos. Los científicos tienen ojos y no ven, como si persistieran en ceguedad y sordera. Treinta años de pruebas irrecusables y el testimonio de algunos millones de creyentes en Europa y América tienen derecho a que se les considere y respete, sobre todo cuando el veredicto de un jurado compuesto de doce espiritistas, influido por las pruebas aducidas por los testigos, pudiera condenar a muerte a un científico que hubiere perpetrado un crimen por efecto de la conmoción de las moléculas cerebrales, no refrenadas por el convencimiento de una futura retribución moral.
            
La ciencia, en síntesis considerada como divina meta, es digna de que el mundo entero la respete y venere, porque sólo por la ciencia podemos comprender a Dios en sus obras.
            
Según Webster, “la ciencia es la comprensión de la verdad ante los hechos, la investigación de la verdad en sí misma, la adquisición del conocimiento puro”. Si la definición es exacta, tendremos que la mayoría de los científicos modernos han falseado a su diosa. ¡La verdad en sí misma! ¿Pues dónde hemos de buscar la clave de las verdades de la naturaleza sino en los inescrutados misterios de la psicología? Desgraciadamente muchos experimentadores sólo escogen los hechos más apropósito para cohonestar sus prejuicios.
            
La psicología no tiene peores enemigos que los médicos de la escuela alopática. No es preciso recordar que, entre las ciencias de experimentación, es la medicina la menos merecedora de este calificativo, pues prescinde del estudio de la psicología, que debiera ocupar gran parte de su atención para que el ejercicio de la medicina no degenere en tanteador empirismo de dudoso éxito. Todo cuanto discrepa de las doctrinas establecidas, se repudia por herético, y aunque un nuevo sistema terapéutico haya salvado miles de vidas, se aferran a las prescripciones tradicionales para condenar al innovador y la innovación, hasta que les place darle sello oficial. Entretanto, pueden morir miles de enfermos, con tal de que el honor profesional quede a salvo.
            
Teóricamente parece la medicina la ciencia más benéfica, pero ninguna otra ha dado tantas muestras de materialismo y obstinada preocupación. Pocas veces han patrocinado los médicos famosos un descubrimiento útil. La sangría, las ventosas y la lanceta tuvieron su época de popularidad, hasta caer en desuso. A los calenturientos se les deja beber hoy el agua que antes se les negara, los baños fríos han suplantado a los calientes, y durante algún tiempo fue la hidroterapia una verdadera manía. La corteza de quina que Warring, el defensor de la autoridad de la Biblia, identifica con el paradisíaco “árbol de la vida”, fue importada en España el año 1632 y estuvo en olvido durante mucho tiempo. La Iglesia demostró, por una vez al menos, más penetración que la ciencia, pues a instancias del cardenal de Lugo, patrocinó Inocencio X el nuevo medicamento.

PANACEAS  Y  ESPECÍFICOS


 El autor de una obra antigua titulada: Demonología, cita muchas medicinas que volvieron a emplearse después de largos años de olvido, de suerte que la mayor parte de los descubrimientos terapéuticos vienen a ser sencillamente la rehabilitación de antiguos remedios. En el siglo XVIII, una curandera llamada Nouffleur encomiaba las virtudes que para la expulsión de la tenia posee la raíz del helecho macho, y vendió el secreto a Luis XV por una cuantiosa suma; pero los médicos averiguaron que ya lo había empleado Galeno en el tratamiento de la misma enfermedad. Los famosos polvos del duque de Portland, contra la gota, eran el diacentaureón de Celio Aureliano, y luego se vio que ya lo mencionaron los primitivos médicos en sus obras, tomándolo de los autores griegos. Lo mismo sucede con el agua medicinal de Husson, famoso remedio de la gota, que, no obstante su nuevo disfraz, es el Colchicum autumnale, o villorita, muy semejante a una planta llamada Hermodactylus, cuyas propiedades antigotosas ponderaron Oribario, famoso médico del siglo IV y Etio Amideno, que floreció en el siglo V. Después cayó en desuso tan sólo porque era medicamento demasiado antiguo para ser tenido en cuenta por los médicos del siglo XVIII.
            
El sabio fisiólogo Magendie no descubrió nada que ya no conocieran los médicos de la antigüedad. Su específico contra la tisis, en que entraba como ingrediente el ácido prúsico, está descrito en las obras de Lumeo, donde afirma que la infusión de laurel se empleaba con excelentes resultados en el tratamiento de tan terrible enfermedad. Plinio asegura que el extracto de almendras y huesos de cereza curaba las toses más pertinaces. Concluye diciendo el autor de Demonología, que puede afirmarse con toda seguridad, que las diversas preparaciones secretas a base de opio, tenidas por descubrimientos de la moderna farmacopea, están descritas en las obras de los autores antiguos, tan desdeñados en nuestros días.
            
Nadie niega ya que, desde tiempo inmemorial, estuvo concentrada en el lejano Oriente la sabiduría humana, hasta el punto de que ni en Egipto se cultivaban las ciencias naturales tan asiduamente como en el Asia central. El mismo Sprengel, no obstante su cautelosa prevención contra todo indicio, lo reconoce así en su Historia de la Medicina, y cuando discute los puntos relacionados con la magia, deja a salvo la de la India por menos conocida que la de cualquier otro país de la antigüedad, pues entre los indios era más esotérica, si cabe, que entre los egipcios, y por tan sagrada se la tenía que el vulgo apenas sospechaba su existencia y sólo se ejercía públicamente en las graves crisis nacionales o en circunstancias de temerosa trascendencia. Era la magia una ciencia divina que más intensamente resplandecía en los ascetas gimnósofos, cuya austeridd de vida, pureza de costumbres y desprendimiento de las cosas mundanas aventajaba a la de los más ejemplares hierofantes egipcios y era tenidos en mayor veneración que los magos caldeos. 

Vivían solitarios  en yermo, mientras que los sacerdotes egipcios formaban comunidades y, no obstante las preocupaciones históricas contra magos y adivinos, poseían valiosos secretos médicos y sobresalían insuperablemente en el arte de curar, según se infiere de los numerosos tratados que todavía se conservan en los monasterios de la India. No nos detendremos a dilucidar si los gimnósofos fueron los primeros magos de la India o si recibieron este conocimiento en herencia de los rishis, porque los científicos experimentales lo tendrían por estéril especulación.
            
Un autor moderno dice al hablar de los gimnósofos: “Les honra sobremanera el celo con que educaban a los jóvenes en la virtud, despertando en sus corazones generosos sentimientos; y sus máximas y pláticas, transmitidas por los historiadores, demuestran lo muy versados que estaban en filosofía, astronomía, religión y moral. Mantuviéronse dignamente independientes de la soberanía temporal de los príncipes más poderosos, cuyo favor jamás solicitaban ni tampoco iban a lisonjearles con visitas de adulación, y cuando el príncipe necesitaba de sus oraciones o de consejos, no tenía más remedio que ir en persona a consultarles o enviar mensajeros en su busca. Conocían las propiedades útiles de minerales y plantas, pues estaban familiarizados con los secretos de la naturaleza, y tanto la fisiología como la psicología eran para ellos libros abiertos en que libaban la ciencia mágica llamada entonces machagiotia.

EL  DEMIURGO

 Es muy extraño que los cristianos estén obligados a creer como artículo de fe los milagros bíblicos, y no sólo no crean, sino que se mofen de los prodigios relatados en el Atharva Veda y los atribuyan al demonio. Sin embargo, contra la malévola opinión de algunos sanscritistas, podemos demostrar, bajo varios aspectos, la identidad esencial entre ambas taumaturgias, con la particularidad de que no pueden haber plagiado los Vedas a la Biblia, puesto que las escrituras hebreas son muy posteriores a las indas.
            
Primeramente, la cosmogonía induísta desvanece el error, durante tanto tiempo sustentado por los occidentales, de que Brahmâ era la divinidad suprema de los indos, cuando tan sólo es un aspecto inferior, análogo al Jehovah hebreo, “el espíritu semoviente sobre las aguas”, el dios creador, el demiurgos, el arquitecto del mundo, cuya imagen simbólica tiene cuatro rostros correspondientes a los cuatro puntos cardinales.
            
A este propósito dice Poler:
            
“En el principio, el embrionario universo reposaba sumergido en las aguas, en el seno del Eterno. De las caóticas tinieblas surgió Brahmâ, el arquitecto del universo, y sobre una hoja de loto flotaba entre las aguas y las tinieblas".
            
Idéntico es el relato de la cosmogonía egipcia, en que Athor, la Madre Noche, símbolo de las tinieblas, cubría en un principio la inmensidad del abismo de las aguas sobre las que flotaba el espíritu del Eterno. También las Escrituras hebreas hablan del espíritu de Dios, y de su emanación creadora simbolizada en otra divinidad (30).
            
Pero continuemos el relato de la cosmogonía inda: “Al ver el caótico estado de las cosas, se pregunta Brahmâ a sí mismo lleno de consternación: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Entonces oye una voz que le dice: “Eleva tus plegarias a Bhagavad”. Brahmâ se sentó en la hoja de loto en actitud contemplativa, con la mente enfocada en el Eterno, quien, complacido de aquella muestra de piedad, disipa las tinieblas y descorre el velo de su mente. Al punto surge el radiante Brahmâ del huevo del universo, y henchido del divino espíritu que le ha despertado la mente, empieza a actuar y se mueve sobre las aguas. Es Narayana”.
            
El loto, la flor sagrada de indos y egipcios, simboliza a Brahmâ entre los primeros y a Horus entre los segundos. Todos los templos del Tíbet y del Nepal ostentan la flor de loto, cuyo sugestivo significado es idéntico al del lirio que el arcángel Gabriel ofrece a María en las representaciones pictóricas de la Anunciación. Para los indos es el loto emblema de la potencia creadora de la naturaleza, por la compenetración del fuego (espíritu) con el agua (materia). Un versículo del Bhagavad Gîtâ, dice: “¡Oh Eterno! Entronizado en ti veo al creador Brahmâ sobre el loto”. Según Jones, la simiente del loto contiene ya antes de germinar el embrión de las futuras hojas; y como dice Gross, la naturaleza nos da en el loto un ejemplo de la anteformación de sus productos, pues la simiente de todas las plantas fanerógamas contiene la futura planta con su propia configuración.
            
Lo mismo significa el loto para los budistas. El Bodhisat (Espíritu del Buddha) se aparece con el loto en la mano junto al lecho de Mahâmayâ o Mahâdeva, la madre de Gautama Buddha, y le anuncia el nacimiento de su hijo. De la propia suerte, la flor de loto estaba invariablemente unida en Egipto a todas las representaciones de Osiris y Horus.

EL  LIRIO  DE  GABRIEL


Todo esto demuestra el común parentesco del símbolo en las religiones induísta, egipcia y judía, pues en todas ellas la flor de loto o lirio de agua simboliza el tránsito de lo subjetivo a lo objetivo, del pensamiento abstracto de la Divinidad desconocida a las formas concretas y visibles de la creación. Disipadas las tinieblas, surgió la luz y Brahmâ vio en el mundo ideal, hasta entonces sumido en la mente divina, los arquetipos de las coasas que habían de tomar forma visible en la manifestación del universo. Porque, como arquitecto del universo, ha de dar existencia objetiva a los tipos ideales ocultos en el seno del Eterno, del mismo modo que en la simiente del loto se ocultan las futuras hojas de la planta. A esto se refiere el versículo del génesis que dice: “Produzca la tierra árbol de fruto que dé fruto, según su especie, y cuya semilla esté en él”. En todas las religiones antiguas el “Hijo del Padre” es el Dios creador, es decir, su manifiesto y visible pensamiento. Antes de la era cristiana, desde la Trimurti inda hasta la tríada de las Escrituras hebreas, según la interpretación cabalística, todas las naciones velaron simbólicamente la trina naturaleza de su Divinidad suprema. En la religión cristiana, el misterio de la trinidad no es ni más ni menos que el artificioso injerto de una rama nueva en tronco viejo, y el mismo significado simbólico que el loto tiene el lirio de la Anunciación en las iglesias latina y griega.
            
Por otra parte, como el loto se cría en el agua al calor del sol, los antiguos lo consideraron hijo del fuego y del agua; de aquí que simbolice también la dualidad de espíritu y materia. Brahmâ, Jehovah, Adam-Kadmon y Osiris o más bien Pymander, representan la segunda persona de la Trinidad. Por esta razón es Pymander, en la teogonía egipcia, el progenitor de todos los dioses solares. El Eterno es el espíritu ígneo que educe, plasma y desenvuelve todo cuanto al calor de Brahmâ nace en las aguas, de suerte que Brahmâ es el universo y el universo es Brahmâ. Tal es la filosofía de Spinoza aprendida de Pitágoras y también la de Giordano Bruno que, por sostenerla, murió en la hoguera. Para demostrar los extravíos de la teología cristiana, baste advertir que Giordano Bruno murió a manos del fanatismo intolerante por la explicación del mismo símbolo que expusieron los apóstoles y aceptaron los primitivos cristianos. El lirio del Bodhisat y de Gabriel, que simboliza el agua y el fuego o el concepto de la creación, se pone de manifiesto en el primitivo sacramento del bautismo.

ACUSACIÓN  CONTRA  BRUNO


 Las doctrinas de Bruno y Spinoza son virtualmente idénticas, aunque éste las exponga de un modo más cauto y velado que el autor de Causa Principio et Uno o sea Infinito Universo e Mondi. Pero tanto Bruno, que declara haberse inspirado en Pitágoras, como Spinoza, que sin declararlo lo deja traslucir, tienen el mismo concepto de la Causa primera. Según ellos, Dios es entidad per se, el infinito Espíritu, el único Ser independiente de toda otra causa y efecto, que por su voluntad produjo todas las cosas y estableció las leyes del universo cuya ordenada existencia mantiene perpetuamente. De acuerdo con los swâbhâvikas indos, erróneamente tildados de ateos, quienes dicen que todas las cosas y todos los seres, hombres dioses y espíritus proceden del Swabhâva o su propia naturaleza (34), Spinoza y Bruno afirman que es preciso buscar a Dios en la naturaleza y no fuera de ella. Porque siendo la creación proporcional al poder del creador, el universo ha de ser tan infinito y eterno como el creador, y cada forma engendra de su propia esencia otra forma. 

Los críticos modernos afirman que Giordano Bruno prefirió dar la vida a ceder en sus convicciones, porque no le sostenía la esperanza en otro mundo mejor, de lo que parece inferirse que Giordano Bruno no creía en la inmortalidad del alma, y así lo asegura Draper al decir con referencia a la multitud de víctimas de la intolerancia clerical: “El tránsito de esta vida a la otra, aun en circunstancias aflictivas, era entonces el paso de temporánea pena a eterna felicidad... El mártir cree que una mano invisible le conduce a través del tenebroso valle... Bruno no cree en semejante auxilio. Las opiniones filosóficas de por qué sacrificó su vida no podían prestarle consuelo alguno” (35). Sin embargo, Draper demuestra conocer muy superficialmente la doctrina de Bruno, dejando de lado a Spinoza cuya cautelosa exposición de ideas las encubre a quien no sepa descifrar la metafísica pitagórica. Pero desde el momento en que Bruno declaraba explícitamente su conformidad con las doctrinas pitagóricas, por fuerza había de creer en la inmortalidad del alma y no verse privado de la consoladora esperanza de mejor vida. Su proceso, referido por Berti en la Vida de Bruno, en vista de documentos originales recientemente publicados, no deja duda respecto de las verdaderas doctrinas del ilustre filósofo. De conformidad con los neoplatónicos y los cabalistas, sostenía que Jesús era mago, en el sentido que Porfirio, Cicerón y Filo Judeo dan a la palabra magia, o sea de sabiduría divina, capaz de investigar los secretos de la naturaleza. Según Filo Judeo, los magos son hombres de santidad que, apartados de las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, comprenden claramente la naturaleza de los dioses y los espíritus e inician a otros hombres en los misterios cuyo conocimiento les permite relacionarse continuamente en vida con los seres invisibles.
            
Pero mejor se inferirán las ideas de Giordano Bruno de la acusación entablada contra él por Mocenigo, que dice así:
            
“Yo, Zuanio Mocenigo, hijo del muy ilustre señor Marco Antonio, pongo en vuestro conocimiento, reverendísimos padres, por impulso de mi conciencia y mandato de mi confesor, que oí decir muchas veces a Giordano, conversando con él en mi casa, que era blasfemia afirmar la transubstanciación del pan en carne; que no le satisfacía ninguna religión; que era contrario a la misa; que Cristo era un pobre hombre cuyas perversas obras para seducir a las gentes justificaban su crucifixión; que en Dios no puede haber distinción de personas, so pena de tenerle por imperfecto; que el mundo es eterno y que hay infinitos mundos que Dios crea continuamente, porque puede hacer cuanto quiere; que Cristo hizo milagros tan sólo aparentes, pues era mago como lo fueron los apóstoles, y que él, es decir, Bruno, tiene poder sobrado para hacer más de cuanto ellos hicieron; que Cristo repugnaba la muerte e hizo cuanto pudo para evitarla; que no hay castigo para los pecados, y que las almas creadas por obra de la naturaleza pasan de un animal a otro; y que así como los brutos animales han nacido de la corrupción, así también los hombres han de nacer otra vez después de morir (36).
            
Ha expresado Bruno su deseo de propagar una secta con el título de Nueva Filosofía. Dice que la Virgen no pudo haber parido sin dejar de serlo y que la fe católica está llena de blasfemias contra la majestad de Dios; que los frailes han de ser despojados de sus bienes y del derecho de controversia, porque corrompen el mundo y son unos borricos en todas sus opiniones; que los católicos no tenemos prueba alguna de que nuestra fe sea meritoria a los ojos de Dios; que el no querer para los demás lo que no queremos para nosotros es suficiente a la buena conducta, y que se ríe de los demás pecados y se admira de que Dios consienta tantas herejías en los católicos. Dice que quiere dedicarse al arte de la adivinación y lograr que todo el mundo le siga; que Santo Tomás y todos los doctores de la Iglesia, nada saben comparados con él, pues podría preguntar a los más insignes teólogos del mundo cosas a que ninguno fuera capaz de responder”.
            
A esta acusación respondió Giordano Bruno con la siguiente profesión de fe, idéntica a la de los antiguos maestros:
            
“Creo que el universo es infinito como obra del divino e infinito poder, porque hubiera sido indigno de la omnipotencia y de la bondad de Dios crear un solo mundo finito pudiendo crear, además de este mundo, infinitos otros. Por lo tanto, declaro que hay infinitos mundos parecidos al nuestro, el cual, de acuerdo con el sentir de Pitágoras, creo que es una estrella de naturaleza análoga a la luna, a los otros planetas y demás astros, cuyo número es infinito, y que todos estos cuerpos celestes son mundos innumerables que constityen el universo infinito en el espacio infinito, y esto es lo que llamo universo infinito con innumerables mundos; y así tenemos dos linajes de grandeza infinita en el universo y una multitud de mundos. Esto parece a primera vista contrario a la verdad, si se compulsa con la fe ortodoxa.

 

IDEAS  PITAGÓRICAS  DE  BRUNO


“Además, en este universo hay una providencia universal por cuya virtud todos los seres viven, se mueven y perseveran en su perfeccionamiento. Esto lo entiendo en dos sentidos: primero, a la manera como el alma está en todo el cuerpo y en cada una de sus partes, a lo que llamo la naturaleza, sombra o huella de la Divinidad; y segundo, a la manera como está Dios en todo y sobre todo, por esencia, presencia y potencia, no como parte ni como alma, sino de modo inefable.
            
“Además, creo que todos los atributos de Dios son uno solo y el mismo. De acuerdo con los más eminentes teólogos y filósofos concibo tres atributos principales: poder, sabiduría y bondad, o, mejor dicho, voluntad, conocimiento y amor. La voluntad engendra todas las cosas; el conocimiento las ordena; y el amor las concierta y armoniza. Así comprendo la existencia de todas las cosas, pues nada hay que no participe de la existencia ni ésta es posible sin esencia, de la propia manera que nada es bello sin belleza, y por lo tanto nada puedeescapar a la divina presencia. Así es que por raciocinio y no por verdad substancial entiendo distinción en Dios.
            
“Creo que el universo con todos sus seres procede de una Causa primera, por lo que no debe desecharse el nombre de creación a que, según colijo, se refiere Aristóteles al decir que Dios es aquello de que el universo y la naturaleza dependen. Así es que, según el sentir de Santo Tomás sea o no eterno el universo, considerado en razón de sus seres, depende de una Causa primera y nada hay en él independiente.
            
“Con respecto a la verdadera fe, prescindiendo de la filosofía, ha de creerse en la individualidad de las divinas personas, y que la sabiduría, el Hijo de la Mente, llamada por los filósofos inteligencia y por los teólogos Verbo, tomó carne humana. Pero a la luz de la filosofía, dudo de estas enseñanzas ortodoxas, aunque no recuerdo haberlo dado a entender explícitamente, ni de palabra ni por escrito, sino de un modo indirecto, al hablar de otras cosas que con toda sinceridad creo que pueden demostrarse por natural juicio. Así, en lo referente al Espíritu Santo o tercera persona, no lo comprendo de otra manera que como lo entendieron Salomón y Pitágoras, es decir, como Alma del universo compenetrado con el universo, pues según Salomón: “El espíritu de Dios llena toda la tierra y contiene todas las cosas”. Y esto concuerda asimismo con la doctrina pitagórica expuesta por Virgilio en el texto de la Eneida, cuando dice:

                        Principio coelum ac terras camposque liquentes,
                        Lucentemque globum Lunae, Titaniaque astra
                        Spiritus intus alit, totamque infusa per artus
                        Mens agitat molem...

            
“De este Espíritu, vida del universo, procede, a mi entender, la vida y el alma de todo cuanto tiene alma y vida. Además, creo en la inmortalidad del alma lo mismo que en la del cuerpo, pues en lo que a su substancia se refiere también el cuerpo es inmortal, ya que no hay otra muerte que la disgregación, según parece inferirse de la sentencia del Ecclesiastes, que dice: “Nada hay nuevo bajo el sol. Lo que es será”.
            
Tenemos, por lo tanto, que Bruno no comprende el dogma de la Trinidad ni el de la Encarnación, según la fe ortodoxa, pero cree firmemente en los milagros de Cristo, de conformidad con las enseñanzas pitagóricas. Si bajo la implacable férula de la Inquisición se retractó como Galileo, implorando clemencia de sus verdugos, hemos de considerar que la naturaleza física flaquea en el tormento ante la perspectiva de la hoguera.

ENSEÑANZAS  ORIENTALES


Sin la oportuna publicación del valioso trabajo de Berti, hubiésemos seguido venerando a Giordano Bruno como un mártir, cuyo busto, coronado de laureles por mano de Draper, había de ocupar preferente lugar en el panteón de la ciencia experimental; pero bien vemos que el héroe de una hora no fue ateo ni materialista ni positivista, sino sencillamente un filósofo de la escuela pitagórica, que profesaba las doctrinas del Asia Central y poseía las facultades mágicas tan menospreciadas por la escuela de Draper. Es verdaderamente jocoso que les haya sobrevenido a los científicos este contratiempo, después de haber descubierto arqueólogos poco reverentes, que la estatua de San Pedro era nada menos que la de Júpiter Capiolino, y que el Josafat de los católicos es el mismo Buda. Resulta, por lo tanto, que ni aun escudriñando los escondrijos de la historia, encontraremos ni un ápice de filosofía moderna, sea de Newton, Descartes o Huxley, que no esté entresacado de las antiguas enseñanzas orientales. El positivismo y el nihilismo tienen su prototipo en la filosofía exotérica de Kapila, según observa Max Müller. La inspiración de los sabios indos desentrañó los misterios del Prajnâ Paramitâ (perfecta sabiduría), y sus manos mecieron la cuna del progenitor de ese débil, pero bullicioso niño, a que llamamos ciencia moderna.


BLAVATSKY

























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