martes, 28 de mayo de 2019

ISIS SIN VELO I - CAPITULO II






¡Orgullo! Cuando la razón desfallezca, acude en nuestro
auxilio y llena hasta los bordes el enorme vacío de la mente.

                                                                                                                                    POPE


Pero ¿a qué alterar las obras de la naturaleza? La filosofía
Más profunda será la que nos revele los secretos de la
Naturaleza y nos permita penetrar en ella sin trastornarla.

                                                                                                                                    BULWER


            
¿Le basta al hombre con saber que existe? ¿Le basta tener forma humana para engalanarse con el título de hombre? Estamos en la firme convicción de que para llegar a ser una entidad genuinamente espiritual en el verdadero signficado de esta palabra, debe el hombre regenerarse eliminando de su mente todda impureza egoísta y con ellas la superstición y las preocupaciones, que conviene distinguir de las simpatías y antipatías. Al principio nos vemos arrastrados dentro del negro círculo de la poderosa oleada magnética que emana así de los objetos materiales como de las ideas, y de esta suerte nos invaden los respetos humanos y el temor a la opinión de las gentes.
            
Raramente acepta el hombre una idea por la libre acción del propio juicio, sino que, al contrario, se inclina a la opinión dominante en la colectividad. Así tenemos, por ejemplo, que un devoto no pagará exorbitantemente un asiento cómodo en una función religiosa, ni un materialista irá dos veces a escuchar las conferencias de Huxley sobre la evolución porque tal sea su voluntad definida, sino porque tanto a uno como a otro acto asisten personas distinguidas en sociedad, con las que el buen ver exige alternar. Lo mismo sucede en todo lo demás. Si la psicología hubiese tenido su Darwin, de seguro considerara la descendencia moral del hombre invariablemente paralela a su descendencia orgánica, pues en sus serviles manías de remedo ofrece el hombre más semejanza con el mono que en los rasgos exteriores señalados por el insigne antropólogo. Las múltiples variedades de cuadrumanos, burlescas imitaciones del hombre, parecen haber evolucionado con objeto de proporcionar a las gentes de buena ropa los materiales necesarios para el trazado de su árbol genealógico.
            
La ciencia se enriquece de día en día con nuevos descubrimientos químicos, físicos, fisiológicos y antropológicos. Los eruditos y doctos han de estar libres de toda preocupación y prejuicio; pero no obstante la libertad que actualmente disfrutan el pensamiento y las opiniones, los científicos no han modificdo su temperamenteo intelectual. Utópico es presumir que el hombre cambie por la evolución y desenvolvimiento de nuevas ideas. Podemos abonar un campo para que cada año dé más copiosos y sazonados frutos; pero si cavamos en lo hondo, encontraremos la misma clase de tierra que al abrir el primer surco.
            
No hace todavía muchos años era anatematizado por hereje quien dudaba de los dogmas teológicos. La ciencia ha vencido Vae victis!... Pero el vencedor se atribuye a su vez la misma infalibilidad que develara en el vencido, si bien tampoco puede probar su derecho a ella. Tempora mutantur et nos mutamur in illis, dijo Lotario con apropiada aplicación a este caso. Sin embargo, nos creemos con algún derecho para interrogar a los pontífices de la ciencia.
            
Durante muchos años hemos seguido de cerca la marcha del espiritismo moderno, familiarizándonos con sus dos literaturas, europea y norteamericana, presenciando sus interminables controversias y comparando sus contradictorias hipótesis. Muchos espiritistas disidentes, que quisieron profundizar las causas de los fenómenos, llegaron a la conclusión de que, ya fuese por ineptitud de los investigadores, ya por lo misterioso de las fuerzas actuantes, cuanto más frecuentes y diversas eran las manifestaciones psíquicas, más impenetrablemente oculta quedaba su causa.

VALÍA  DE  LAS  PRUEBAS


Los fenómenos psíquicos, que erróneamente sin duda se llaman espiritistas, están hoy perfectamente comprobados y fuera inútil negarlos. Aun prescindiendo de los casos de fraude e impostura, todavía queda mucho para las investigaciones de la ciencia. No es necesario el valor de Galileo para lanzar al rostro de los académicos el famoso e pur si muove, porque los fenómenos psíquicos han tomado ya la ofensiva.
            
Opinan los modernos científicos que, si bien son para ellos un misterio los fenómenos mediumnímicos, nada prueba que no deriven de anormales condiciones nerviosas de los médiums, y hasta tanto que no se dilucide esta cuestión, es inadmisible atribuirlos a espíritus humanos. Verdaderamente, quienes afirman la intervención de los espíritus han de probar su afirmación; pero si los científicos quisieran estudiar el asunto de buena fe, con sincero deseo de esclarecer tan hondo misterio, en vez de desdeñarlo, no habrían de temer censura alguna. Ciertamente, la mayoría de las comunicaciones mediumnímicas parecen dadas a propósito para despertar recelos en los investigadores menos sagaces, porque, aun en los casos en que no hay impostura, suelen ser vulgares y chabacanas. En los últimos veinte años vimos escritas, de mano de distintos médiums, comunicaciones dictadas, al decir del comunicante, por Shakespeare, Byron, Franklin, Pedro el Grande, Napoleón, Josefina y Voltaire; pero nos causaron el efecto de que Napoleón y su esposa habían olvidado la ortografía, de que Shakespeare y Byron eran unos fatuos y Voltaire un imbécil. 

Disculpable es, por lo tanto, juzgar del aparente embaucamiento, que si tan palpable es el fraude en la superficie, no será fácil hallar la verdad en el fondo. La ridícula suplantación de personajes célebres,cuyos nombres aparecen al pie de vulgarísimas comunicaciones, ha empachado de tal modo a los científicos, que no pueden digerir la verdad subyacente en los fenómenos psíquicos, como si juzgaran del fondo del océano por la superficie de las aguas cubiertas de espuma y escorias. Pero si por una parte no cabe vituperar a quienes al primer indicio de falsedad entran en recelo, tenemos el derecho de censurarlos por no llevar adelante sus investigaciones. Tan neciamente proceden estos tales, como si un buzo repugnara tomar una concha al verla sucia y viscosa, sin tener en cuenta que con sólo abrirla encontraría la perla. Ni siquiera las negaciones de las eminencias científicas valen en este caso, pues la repugnancia que sienten hacia un asunto tan impopular, parece como si hubiera contagiado a la generalidad de las gentes. Los fenómenos ahuyentan a los científicos y los científicos rehuyen los fenómenos, dice Aksakof en un notable artículo sobre mediumnidad, de acuerdo con la comisión científica de San petersburgo, encargada de investigar los fenómenos psíquicos, cuyo informe estaba tan poco meditado y lleno de prejuicios, que aun los mismos escépticos protestaron despectivamente contra su notoria parcialidad.
            
El profesor Fisk delata en su obra El Mundo invisible, la falta de lógica de sus colegas científicos al criticar la filosofía genuinamente espiritualista, diciendo que según las exactas definiciones de los conceptos de materia y espíritu, la existencia del espíritu es indemostrable por los sentidos, y que por lo tanto, no es posible fundamentar la filosofía espiritualista en pruebas científicas. A este propósito transcribiremos el siguiente pasaje de la citada obra:
“El testimonio de la existencia del espíritu es inasequible en las condiciones de la vida terrena, puesto que escapa a toda experimentación, y por numerosas que sean sus pruebas, no cabe esperanza de hallarlas. Por lo tanto, nuestro fracaso en este empeñao no es seguramente de valía contra la existencia del espíritu. En este concepto, la creencia en la vida futura carece de base científica, porque en manera alguna lo necesita ni es posible someterla a la crítica de los científicos. Los adelantos de la ciencia física, por rápidos que sean, no podrán en lo futuro impugnar esta creencia, que lejos de ser contraria a la razón, en nada afecta a la mentalidad científica ni para nada influye en las conclusiones de las ciencias experimentales.

JUICIO  DE  LOS  CIENTÍFICOS

 “Si los científicos reconocieran que el espíritu no es materia ni está regido por las leyes de la materia, y refrenaran las especulaciones a que les mueve su conocimiento de las cosas materiales, eliminarían la principal causa de disgusto que solivianta los sentimientos religiosos de las gentes”.
            Pero no harán tal, seguramente, porque por una parte les ha exasperado la noble, franca y leal rendición al espiritualismo de un hombre tan eminente como Wallace, y por otra repugnan adoptar una conducta de prudente expectativa como la de Crookes.
            
Contra las opiniones expuestas en la presente obra, se levanta la única objeción de que están basadas en el sostenido estudio de la magia antigua y de su moderna forma el espiritismo. Aun ahora que se han vulgarizado los fenómenos de análoga naturaleza, confunden muchos la magia con la prestidigitación y el ilusionismo. En cuanto a los fenómenos espiritistas, ya que no sea posible negarlos por su abrumadora evidencia, se los tiene por alucinación de cuantos los presencian. Al cabo de muchos años de fomentar el trato de magos, ocultistas, hipnotizadores y demás profesores del arte en sus dos modalidades blanca y negra, nos creemos con sobrada idoneidad en tan controvertido y complejo asunto. Nos hemos relacionado con los fakires de la India y hemos presenciado sus comunicaciones con los pitris. Hemos observado los procedimientos y actuaciones de los derviches de la danza aullante; hemos tenido amistoso trato con los marabutos o santones musulmanes y con los encantadores de serpientes de Damasco y Benares, cuyos secretos pudimos sorprender. Por consiguiente, nos apena que científicos desconocedores de todos estos fenómenos y sin oportunidad para estudiarlos, los achaquen a meras habilidades de prestidigitación. Debieran suspender todo juicio hasta analizar por completo las fuerzas de la naturaleza, pues resulta de manifiesta incongruencia, por no decir mala fe, desdeñar asuntos que al fin y al cabo son de índole psicológica o fisiológica y rechazar sin más ni más la posibilidad de tan sorprendentes fenómenos.
            
No cerjaremos en nuestro empeña, aunque hubiese de repetirse en nuestros días el insulto lanzado por Faraday, al decir con más espontaneidad que cultura cívica: “muchos perros aventajan en lógica a algunos espiritistas” (. Los insultos no son argumentos y mucho menos pruebas. Porque hombres como Huxley y Tyndall califiquen el espiritismo de “creencia degradante” y la magia de “prestidigitación”, no por ello dejará la verdad de serlo. El escepticismo, ya dimane de un ignorante o de un erudito, es incapaz de invalidar la inmortalidad del alma. “La razón está sujeta a error”, dice Aristóteles, y así puede ocurrir que la opinión del más ilustre filósofo sea más equivocada que el vulgar sentido común de su analfabeto cocinero. En los Cuentos del Califa impío, el sabio, árabe Barrachias-Hassan-Oglu, dice prudentemente: “Guárdate, ¡oh hijo mío!, de la alabanza propia, porque embriaga con deleite. Aprovéchate de tu saber, pero respeta asimismo la sabiduría de tus padres. Y acuérdate, ¡oh amado mío!, de que la luz divina de la verdad de Allah alumbra a veces más fácilmente una mente rasa que otra que, por estar repleta de conocimientos, no da cabida al argentino rayo... Tal es el caso de nuestro sapientísimo cadi”.

Cuando Crookes emprendió en Londres la investigación de los fenómenos mediumnímicos, recrudecieron las acritudes y desdenes de los científicos europeos y americanos hacia tan misterioso problema. el insigne físico fue el primero en presentar al público uno de aquellos supuestos centinelas que guardaban las puertas cuyo dintel estaba prohibido atravesar. Después de Crookes, hubo otros científicos que tuvieron el heroico valor, dada la impopularidad del asunto, de ocuparse en serio de los fenómenos psíquicos.
            Mas por desgracia la flaqueza de la carne no correspondió a la voluntad del espíritu, y retrocedieron ante la pesada carga del ridículo, que cayó por entero sobre los hombros de Crookes. En cuanto al provecho obtenido por este sabio de sus investigaciones y al agradecimiento de sus propios colegas, basta leer las Investigaciones de los fenómenos espiritistas.

CONCLUSIONES  DE  CROOKES


            
Al cabo de algún tiempo, los individuos designados para comprobar los experimentos de Crookes, hubieron de atestiguar, de acuerdo con éste, las siguientes conclusiones:

 Que los fenómenos presenciados personalmente por ellos mismos, eran auténticos y de imposible simulación, por lo que no había más remedio que admitir la actuación de una fuerza desconocida.
            
  Que no les era posible afirmar si los fenómenos tenían por causa la acción de espíritus desencarnados, o entidades análogas; pero que eran innegables y contrariaban muchas hipótesis establecidas, así como también las leyes naturales.
            
  Que no obstante la combinación de esfuerzos para invalidar los fenómenos, hubieron de cerciorarse de su indisputable realidad, vislumbrando en ellos una fuerza natural, de ley todavía ignorada (3).
            
Esto es precisamente lo que no satisfizo a los escépticos, porque antes de publicar el informe se había vaticinado la derrota de los espiritistas, y tal confesión por parte de los comisionados, hería en lo más vivo el amor propio de cuantos rehuyeron timoratamente las investigaciones. Era ya demasiado que burlasen las pesquisas de tan expertos físicos, unos vulgares y nefandos fenómenos tenidos hasta entonces, en opinión general de los doctos, por consejas de ayas o entretenimiento de criadas histéricas, y relegados al olvido por el Instituto de Francia. Una oleada de indignación cubrió el informe de los comisionados, según el mismo Crookes relata en su folleto La fuerza psíquica, encabezado muy hábilmente con la siguiente cita de Galvani: “Dos opuestas sectas me combaten: la de los que saben algo y la de los que no saben nada; pero estoy seguro de haber descubierto una de las mayores fuerzas naturales”.
            
Después dice Crookes:
            
“Tenían por seguro que el resultado de mis experimentos coincidiría con sus prejuicios y no deseaban la verdad, sino la corroboración de sus preconcebidas afirmaciones; pero al ver que los hechos resultantes de mis experiencias diferían de su opinión, se retractaron de sus anteriores excitaciones para la investigación de los fenómenos, diciendo: “Home es un hábil hechicero que nos ha engañado a todos”. “De la misma manera podía Crookes investigar las artimañas de un prestidigitador indo”. “Crookes debiera presentar testigos más fidedignos para que le creyéramos”. “La cosa es demasiado absurda para tomarla en serio”. “Si es imposible, no puede ser”. (Nunca declaré yo que fuera imposible, sino que era cierto). “A los investigadores se les ha sugestionado y por ello imaginaron ver lo que jamás hubo”. Así otros subterfugios por el estilo”.
            
Todos cuantos de este modo se expresaron, redarguyeron además con hipótesis tan pueriles como la “cerebración inconsciente”, la contracción muscular involuntaria y la archiridícula del “chasquido de la rótula”, ansiosos de quitar toda importancia a la aparición de la nueva fuerza, hasta que al cabo de ignominiosos tropiezos se resolvieron al silencio, envueltos en el manto de la dignidad, no sin sacrificar a sus colegas en el altar de la opinión pública; pero al salir del palenque de la investigación, donde quedan campeones no tan temerosos, es muy posible que no vuelvan a entrar en él estos infortunados experimentadores.
            
Es mucho más cómodo negar la realidad de los fenómenos psíquicos desde abrigadas posiciones, que señalarles lugar apropiado entre los fenómenos naturalesclasificados por las ciencias de observación. ¿Pero cómo podrán lograrlo si dichos fenómenos corresponden a la psicología que con sus ocultas y misteriosas fuerzas es país desconocido para la ciencia moderna? Así es que impotentes para explicar cuanto directamente procede de la naturaleza del alma humana, cuya existencia niegan los más de ellos, e incapaces por otra parte de confesar su ignorancia, arremeten vengativamente los científicos contra quienes sin presumir de sabios creen en el testimonio de sus sentidos.
            
“Un puntapié tuyo, ¡oh Júpiter!, es suave”, dice el poeta Tretiakowsky en una antigua tragedia rusa. Lo mismo podemos decir respecto de los vastos conocimientos de los dioses mayores de la ciencia, en cuestiones menos abstrusas; mas aunque no imitemos su conducta, tampoco hemos de desconceptuarlos ante la opinión pública. Pero por desgracia, no son los dioses quienes más alto claman.

LOS  MONOS  DE  LA  CIENCIA


El elocuente Tertuliano llama a Satán y sus retoños “monos de Dios”, porque remedan las obras del creador. Suerte tienen los filosofastros del día que no haya un nuevo Tertuliano para inmortalizarlos despectivamente como los “monos de la ciencia”.
            
Pero volvamos a los verdaderos científicos. Dice Aksakof: “Los fenómenos de carácter meramente objetivo demandan la investigación de científicos que los expliquen; pero los pontífices de la ciencia quedan desconcertados ante una cuestión tan sencilla a primera vista, pues parece como si al tratar de ella se vieran en la precisión de faltar, no sólo a la suprema ley moral: la verdad, sino a la suprema ley científica: la experimentación... Advierten que algo muy importante hay en el fondo de todo ello, pues los casos de Hare, crookes, Morgan, Varley, Wallace y Butleroff sembraron entre ellos el pánico y temen que, de retroceder un paso, se vean precisados a abandonar todo el terreno. Los principios consagrados por el tiempo, las especulativas contemplaciones de toda una vida, de toda una generación, dependen de un sencillo vuelco de la suerte”. Ante experimentos tales como los de Crookes, Wallace, Hare y de la Sociedad Dialéctica, ¿qué cabe esperar de las lumbreras de erudición? La actitud respecto de fenómenos innegables es ya, por sí misma, otro fenómeno sencillamente incomprensible, a menos que admitamos una enfermedad psíquica tan contagiosa como la hidrofobia que, sin exigir nada por el descubrimiento, llamaríamos psicofobia científica. Deben de haber aprendido ya a estas horas en la amarga escuela de la experiencia, que las ciencias experimentales tienen su límite, pues mientras haya en la naturaleza un solo misterio inexplicado, es muy peligroso pronunciar la palabra imposible.
            
En su Investigación de los fenómenos del espiritismo, somete Crookes a sus lectores las ocho hipótesis siguientes, respecto de los fenómenos observados:
            
  Los fenómenos son resultado de tretas, fraudes, combinaciones mecánicas y juegos de manos. Los médiums son impostores, y los concurrentes imbéciles.
            
  Los concurrentes son víctimas de alucinación e imaginan presenciar fenómenos sin realidad objetiva.
            
  Los fenómenos son resultado de la acción cerebral, ya consciente, ya inconsciente.
            
  El espíritu del médium se compenetra con el de todos o parte de los concurrentes.
            
  El espíritu maligno asume la personalidad que le place, con propósito de perjudicar a la religión y perder las almas de los hombres .
            
  Los fenómenos resultan de la acción de entidades no pertenecientes a la especie humana, pero que viven en la tierra y son capaces de manifestar su presencia en algunas ocasiones. En todo tiempo, y según la época, recibieron estas entidades los diversos nombres de gnomos, hadas, salamandras, sílfides, ondinas, ogros, duendes, trasgos, genios, diablos, enanos, etc..
            
  Los fenómenos se deben a la acción de las almas de los difuntos.
            
  La energía psíquica opera, por medio de las entidades aludidas, en las cuatro hipótesis inmediatamente precedentes.
            
La primera hipótesis sólo es válida en casos, por desgracia demasiado frecuentes, pero no tiene importancia alguna con relación a los fenómenos de por sí. Las segunda y tercera son los últimos reductos en que se guarecen los escépticos y materialistas, a quienes puede aplicarse el aforismo jurídico: Adhuc sub judice lis est. Por lo tanto, sólo hemos de analizar las otras cuatro hipótesis en las que podremos incluir la octava.
En prueba de lo muy expuesta a error que está toda opinión científica, compararemos los diversos artículos que sobre los fenómenos espiritistas escribió Crookes desde 1870 a 1875. De uno de ellos entresacamos el siguiente pasaje:

OPINIONES  DE  CROOKES

 “El perfeccionamiento y difusión de los métodos científicos facilitarán la exactitud de las observaciones, con estímulos de mayores anhelos de verdad, en los investigadores futuros, cuyos descubrimientos lanzarán los vanos residuos del espiritismo al desconocido antro de la magia y de la nigromancia”.
Sin embargo, en 1875 describía el mismo crookes, con profusión de pormenores, los fenómenos producidos por el materializado espíritu llamado Catalina King (10). No cabe suponer que durante dos o tres años seguidos estuviera Crookes sujeto a algtuna sugestión extraña o alucinado por completo, pues la materializada forma de Catalina King se le aparecía en su propio despacho en circunstancias incompatibles con todo fraude, y la vieron y oyeron centenares de testigos. Sin embargo, dice Crookes que jamás creyó que Catalina King fuera un espíritu desencarnado. Aun admitiendo la afirmación de Crookes bajo su sola palabra, tendríamos que la materializada forma había de ser forzosamente una de las entidades enumeradas en la sexta hipótesis, según opina el mismo Crookes (11). Y por cierto, que tan sólo a un hada pudiera aplicarse la poética descripción del insigne físico cuando de ella dice:
            
“Aparece rodeada de un ambiente de vida, y sus dulces y serenos ojos, tan bellos como los pensamientos celestiales, acrecientan con su mirada la diafanidad del aire. Ante su avasalladora presencia, sentimos que no fuera idolatría hincarnos de rodillas” (12). Así es que después de haber escrito en 1870 tan acerbas frases contra el espiritismo y la magia, después de declarar que todo le parecía cosa de superstición, o por lo menos de inexplicable fraude o alucinación de los sentidos, dice Crookes cinco años más tarde:
            “Mayor repugnancia siente mi razón, por contrario al sentido común, a creer que la Catalina King de estos tres pasados años, sea ilusorio efecto de fraudes e imposturas, que creer que sea lo que ella misma afirma ser” (13).
            
Esta observación demuestra concluyentemente:
            
  Que si bien Crookes tenía el pleno convencimiento de que la forma materializada Catalina King era una entidad, no creía que fuese el médium, ni difunto alguno, sino, por el contrario, una desconocida fuerza de la naturaleza, propensa a las expansiones del amor y de la alegría retozona.
            
  Que a pesar de su absoluta certeza de la existencia de aquella nueva fuerza, no variaba el eminente investigador su escéptica actitud respecto de la cuestión. En una palabra: creía firmemente en el fenómeno, pero negaba que lo produjera la acción del espíritu de un difunto.
            Nos parece que por lo concerniente a los prejuicios del vulgo, esclarece Crookes un misterio para sumir a las gentes en otro todavía mayor, es decir, que le resulta el obscurum per obscurius, pues al rechazar los despreciables residuos del espiritismo, se sumerge temerariamente el audaz científico en el desconocido limbo de la magia y la nigromancia.
            
Las leyes hasta ahora conocidas de las ciencias físicas, apenas intervienen en los fenómenos espiritistas, por muy objetivos que sean, y aunque de ellos se infieran visiblemente los efectos de una fuerza desconocida, no han podido todavía los científicos comprobarlos a su sabor ni descubrir las condiciones necesarias y suficientes para su producción, porque ello requiere un estudio tan profundo de la trina naturaleza física, psíquica y espiritual del hombre, cual en otro tiempo lo hicieron los magos, teurgos y taumaturgos.
            
Hasta ahora, aun los mismos que, a ejemplo de Crookes, han investigado atenta e imparcialmente los fenómenos psíquicos, prescindieron de la causa como si de antemano la diputaran por investigable y les conturbase lo mismo que la causa primera de los fenómenos cósmicos, cuyos infinitos efectos tan cachazudamente observan y clasifican. Sus procedimientos de investigación igualan en insensatez a aquel que para encontrar las fuentes de un río, caminase hacia la desembocadura. Tan mezquino concepto tienen de la posible acción de las leyes naturales, que, o niegan aun las más sencillas modalidades de fenómenos psíquicos, o han de atribuirlos a milagros que la ciencia rechaza por absurdos, resultando de todo ello desprestigiados los científicos. Si estos hubieran estudiado los llamados “milagros”, en vez de negarlos, de seguro que ya conocerían muchas leyes naturales que los antiguos conocieron. Como dice Bacon: “El convencimiento no dimana de los argumentos, sino de la experimientación”.

AUTENTICIDAD  DEL  ALKAHEST


 Los antiguos, y sobre todo los magos y astrólogos caldeos, se distinguieron siempre por su ardiente anhelo de inquirir la verdad en las diversas ramas de la ciencia, pues se esforzaban en penetrar los secretos de la naturaleza, por los mismos métodos de observación y experimentación a que recurren los modernos investigadores; y si estos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más en los misterios del universo, no por ello es justo negar que poseyeran vastos conocimientos, ni tampoco acusarles de superstici`´on, pues lejos de haber prueba de estas imputaciones, cada nuevo descubrimiento arqueológico es un testimonio a su favor. Nadie les ha superado aún en conocimientos químicos, y a este propósito dice Wendell en su famosa conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química llegó en tiempos antiguos a una altura no alcanzada ni siquiera bordeada por nosotros”. Conocieron el vidrio maleable que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su propio peso, hasta adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse a la muñeca, y cuyo secreto de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta la luna. Está históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo. 

En Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del tan ridiculizado alkahest o disolvente universal que, según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de reducir todos los cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor uniforme y potable, que aun mezclado con agua u otro zumo cualquiera no pierde su virtud, y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y elemental”. ¿Qué inconveniente hay en admitir la posibilidad de todo esto? ¿Por qué ha de ser utópico este disolvente? ¿Acaso porque los químicos modernos no lo han descubierto? Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos dimanan de una substancia primaria que de acuerdo con la astornomía, geología y física, debió de ser fluida en su originario estado. ¿Por qué no puede el oro, cuya génesis desconocen los químicos modernos, haber sido primitivamente una substancia básica del oro, un fluido pesado que, como dice Van Helmont, “por su propia naturaleza y por la firme cohesión de sus partículas tomó el estado sólido”? No es, por lo tanto, despropósito creer que haya una substancia universal que reduzca todos los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad, no se altera al reaccionar sobre otras materias, y tiene suficiente energía para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio, la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”.
            
Éste es el fluido que aún hoy se emplea para sumergir el vidrio común y darle maleabilidad.
Tenemos una prueba palpable de semejantes posibilidades. Un corresponsal extranjero de la Sociedad Teosófica, famoso médico que hace más de treinta años se dedica al estudio de las ciencias ocultas, ha obtenido el primario elemento del oro al que llama legítimo aceite de oro, que analizado por muchos químicos, se han visto precisados a confesar que no acertaban con el procedimiento de obtención. No debe extrañarnos que este médico se resista a publicar su nombre, pues el ridículo y las preocupaciones vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición antigua. La tierra adámica es de linaje emparentado con el alkahest y uno de los más importantes secretos alquímicos, que ningún cabalista divulgará, pues como dice muy bien en lenguaje simbólico: “daría explicación de las águilas de los alquimistas y las águilas tienen las alas cortadas”. Es un secreto que Tomás Vaughan (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en aprender.

ELOGIO  DE  PARACELSO


A medida que la aurora de las ciencias físicas fue acrecentándose en luz diurna, las ciencias espirituales se sumergieron en cada vez más densas sombras, hasta el punto de negarlas muchos muy rotundamente. A los eminentes psicólogos de otras épocas se les tiene hoy por ignoprantes y supersticiosos, cuando no por saltimbanquis y prestidigitadores, pues el sol de la ciencia brilla en nuestros días con tal esplendor, que parece axiomático que los antiguos nada sabían y estaban envueltos en las brumas de la superstición. Pero olvidan sus detractores que el sol de nuestro tiempo será obscura noche en comparación del luminar futuro, uy que así como los científicos de nuestro siglo tildan de ignorantes a sus antepasados, tal vez sus descendientes digan de ellos que nada sabían.
            
La marcha del mundo es cíclica. Las razas futuras serán reproducción de otras hace siglos desaparecidas, mientras que la nuestra acaso reproduce la existente diez mil años atrás. Tiempo ha de llegar en que reciban su merecido cuantos hoy detractan úblicamente a los herméticos, pero que en privado consultan sus polvorientos volúmenes para plagiar sus ideas. A este propósito exclama honradamente Pfaff: “¿Quién ha tenido tan claro concepto de la naturaleza como Paracelso? Fue el audaz fundador de la química médica y de innovadoras escuelas, victoriosas en la controversia, y uno de los pensadores que dieron más acertada orientación al estudio de la naturaleza de las cosas. Lo que en sus obras dice acerca de la piedra filosofal, de los pigmeos y gnomos, de los homúnculos, del elixir de larga vida y demás temas hoy aducidos por sus detractores para regatearle méritos, no pude debilitar nuestro agradecimiento y admiración por sus obras y por su noble vida”.
            
Muchos médicos, químicos y magnetizadores nutrieron su mente en las obras de Paracelso. De él tomó Hufeland su teoría de las enfermedades infecciosas, a pesar de que Sprengel le llama “el charlatán de la Edad Media”, si bien en cambio reivindica Hemman la memoria del insigne filósofo diputándole noblemente por el químico más ilustre de su época”. Lo mismo dicen Molitor  y el eminente psicólogo alemán Ennemoser, de cuyos estudios sobre Paracelso se infiere que este hermético fue “el más admirable talento de su tiempo”. Pero las lumbreras modernas presumen de aventajarle en sabiduría, y han hundido en el “limbo de la magia” las ideas de los rosacruces acerca de los espíritus elementales, duendes y hadas como si fueran cuentos infantiles.
            
Concedemos de buen grado a los escépticos que en la mitad y más de los fenómenos psíquicos interviene el fraude más o menos hábilmente dispuesto, según prueban recientes manifestaciones de médiums materializados; pero quedan todavía muchísimos otros fenómenos perfectamente auténticos, en espera de comprobación por parte de los científicos que se verán precisados a efectuarla con toda sinceridad, cuando los espiritistas sean lo suficientemente razonables para no proporcionar armas a sus adversarios.

EL  ESPIRITISMO  CLERICAL


 ¿Qué concepto formarán los espiritistas sensibles del espíritu guía que después de haberse servido año tras año de un pobre médium, lo abandona de repente cuando más necesita de su auxilio? Tan sólo seres sin alma ni conciencia pueden hacerse reos de tamaña injusticia. ¿Es acaso por la fuerza de las circunstancias? Mero sofisma. ¿Qué espíritus son esos que no convocan si es necesario un ejército de espíritus amigos para salvar al inocente médium del abismo abierto bajo sus plantas? Lo que sucedió en pasados tiempos puede también suceder en los nuestros. Apariciones hubo antes del espiritismo moderno y fenómenos análogos a los de hoy se produjeron en toda época. Si las presentes manifestaciones psíquicas son ciertas e indudables, también debieron serlo los milagros y proezas taumatúrgicas de la antigüedad, porque los de ayer no tienen mejor testimonio que los de hoy. Pero aun cuando admitamos la impostura de los dos tercios de manifestaciones psíquicas que torrencialmente van derramándose de uno a otro extremo del globo, ¿qué decir de las indudablemente auténticas? Entre los fenómenos comprobados, hay sublimes, magnas y divinas comunicaciones dadas por médiums, ya profesionales, ya espontáneos. A veces son niños y personas sencillas de cuya boca recibimos enseñanzas, máximas filosóficas, poesías, oraciones inspiradísimas, composiciones musicales y obras pictóricas dignas de los comunicantes. Con frecuencia se han cumplido sus vaticinios, y a veces se elevaron a disquisiciones morales de positiva eficacia. ¿Quiénes son estos espíritus, estas inteligentes potestades, externas sin duda alguna al médium, y con entidad per se. Verdaderamente, son inteligencias tan distintas de los trasgos y duendes, como el día de la noche.
            
Reconocemos la gravedad del caso. Cada vez va generalizándose más la sujeción de los médiums a esos “espíritus” falaces con apariencia, diabólica, cuyos efectos se multiplican perniciosamente. Algunos de los mejores médiums se han retirado de las sesiones públicas y el movimiento espiritista toma cariz de iglesia. Nos atrevemos a pronosticar que si los espiritistas no aprenden en la filosofía a distinguir de espíritus y precaverse de los de mala índole, antes de veinticinco años se habrán refugiado en la iglesia romana huyendo de los “guías y directores a que por tanto tiempo estuvieron aficionados”. Ya empiezan a manifestarse las señales de esta catástrofe. En el reciente Congreso de Filadelfia hubo quienes propusieron fundar una secta de espiritistas cristianos. Esto se deriva de que, separados de la Iglesia e ignorantes de la filosofía de los fenómenos y de la naturaleza de las entidades espirituales, están sumidos en un mar de incertidumbres como buque sin timón ni brújula. No pueden substraerse al dilema: o con Porfirio o con Pío IX.
            
Aunque científicos tan legítimos como Wallace, Crookes, Wagner, Butlerof, Varley, Buchanan, Hare, Reichenbach, Thury, Perty, Morgan, Hoffmann, Goldschmidt, Gregory, Flammarion, Cox y algunos otros creen firmemente en los fenómenos psíquicos, hay entre ellos quienes rechazan la hipótesis de que tengan por causa los espíritus de los difuntos. Por lo tanto, es lógico suponer que si la Catalina King, de Londres, de tan notoria autenticidad, no es el espíritu de un difunto, había de ser forzosamente el condensado fantasma astral de alguna entidad, o bien uno de los duendes de los rosacruces o, en último término, una fuerza natural todavía desconocida. Pero poco importa que sea espíritu angélico o maligno desde el momento en que, según rigurosas comprobaciones, no era una forma sólida y densa, sino una aparición, un aliento, un espíritu. Es una inteligencia que actúa externamente al organismo del médium y, por lo tanto, forzoso es reconocerle existencia, aunque invisible. Pero ¿qué es este alguien impalpable que piensa y habla, si no es persona humana?; ¿cómo manifestaría emoción, remordimiento, temor, alegría y demás afectos anímicos si de por sí no sintiese?; ¿por qué algunas de estas misteriosas manifestaciones se gozan en burlar al investigador sincero y menosprecian los más nobles sentimientos humanos? Tan sólo el verdadero psicólogo es capaz de desentrañar este misterio si cuida de consultar las polvorientas obras de los desdeñados herméticos y teurgos.
            
Dice el famoso platonista  Enrique More al replicar a un escéptico de su época llamado Webster, que negaba los fenómenos psíquicos:
            
“Respecto a la opinión sustentada por la mayor parte de los predicadores reformados, de que el demonio tomó la figura de Samuel al aparecerse a Saúl, no merece tenerla en cuenta. Sin embargo, yo creo que en muchas de estas apariciones nigrománticas intervienen espíritus burlones, pero de ningún modo se aparecen las almas de los difuntos. Respecto de la aparición del alma de Samuel, y lo mismo en otros casos de nigromancia, creo que pueden ser debidos a espíritus como los que Porfirio describe, los cuales asumen las más variadas formas y aspectos, de modo que unos aparecen en figura de demonios y otros en la de ángel o en la de algún difunto. Un espíritu de este linaje pudo muy bien personificar a Samuel, por más que Webster lo niegue con burdos y endebles argumentos”.

NOMBRES NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS


Cuando tan insigne filósofo como Enrique More da semejante testimonio, bien vale decir que fundamos sólidamente nuestra opinión. Investigadores muy eruditos, pero también muy escépticos en lo referente a los espíritus en general y a los de los difuntos en particular, se han devanado los sesos durante los últimos veinte años para dar nombres nuevos a una idea antiquísima. Según Crookes, Sergeant y Cox, la causa de los fenómenos es la “fuerza psíquica”; Thury la llama psícoda o fuerza ectérnica; Balfour Stuart, fuerza electro-biológica; Faraday, tan insigne físico como torpe psicólogo, “acción muscular inconsciente” y “cerebración inconsciente”, con otras denominaciones por el estilo; Hamilton, un pensamiento latente; Carpenter, “idea motora capital”. Tantos científicos, tantos nombres.
            
Hace años, el filósofo alemán Schopenhauer afirmó la coexistencia de la materia y de la fuerza, diciendo que el universo es la voluntad manifestada en fuerzas cuyas modalidades corresponden a los diferentes grados de objetividad. Esta doctrina aceptó Vallace al convertirse al espiritualismo, y fue precisamente la expuesta por Platón al decir que “todas las cosas visibles proceden de la invisible y eterna voluntad que las modela, y que los cielos están plasmados en el eterno modelo del “mundo ideal” contenido en el dodecaedro o arquetipo geométrico de la Divinidad”. Según Platón, la substancia primaria emanó de la mente demiúrgica (nous) donde desde la eternidad reside la idea del mundo que ha de ser y que es en cuanto la idea emana de la divina mente . Las leyes de la naturaleza no son ni más ni menos que las relaciones entre la idea demiúrgica y sus diversas formas de manifestación  cuyo número cambia de continuo dentro del tiempo y del espacio.
Sin embargo, distan mucho de ser estas enseñanzas originales de Platón, pues en los Oráculos caldeos se lee: “Las obras de la naturaleza coexisten con la intelectual (...) y espiritual luz del Padre. Porque el alma (...) adorna el inmenso cielo y lo embellece según voluntad del Padre".
            
Por su parte dice Filón, a quien erróneamente se le supone discípulo de Platón: “El mundo incorpóreo estaba ya entonces fundamentado en la mente divina”.
            
La Teogonía de Mochus admite dos principios: el éter y el aire, de los que procede el Dios manifestado (...) el dios Ulom o universo material y visible.
            
En los Himnos Órficos, el Eros-Phanes nace del huevo espiritual fecundado por el viento etéreo, símbolo del “espíritu de Dios” que desde toda eternidad cobija la ideación divina (26).
En el Kathopanishada, el Espíritu divino (Purusha) es preexistente a la substancia primordial con la que se une para engendrar el Mahâ-Atmâ o Brahmâ, es decir, el Espíritu de vida (27), el Anima Mundi, equivalente a la Luz Astral de los teurgos y cabalistas.
Pitágoras aprendió sus doctrinas en los santuarios de Oriente, encubriéndolas bajo simbolismos numéricos; pero su discípulo Platón las expuso en forma más inteligible, de modo que las comprendieran los no iniciados, aunque manteniendo todavía las fórmulas esotéricas. Así dice que el Pensamiento divino es el padre, la Materia la madre y el Cosmos el hijo.
            
Según afirma Dunlap , en la religión egipcia había un Horus mayor, hermano de Osiris, y un Horus menor, hijo de Osiris y de Isis. El primero simbolizaba la idea del universo, contenida en la mente demiúrgica, la idea “surgida en la obscuridad antes de la creación del mundo”; y el segundo era la misma idea ya emanada del Logos, revestida de materia y actualizada en existencia.

FUERZA  CONTRA  FUERZA


 Dicen los Oráculos caldeos: “El Dios del mundo es eterno, ilimitado, joven y viejo y de forma sinuosa”.
 La frase “forma sinuosa” es símbolo de la vibración de la luz Astral que los sacerdotes de la antigüedad conocían perfectamente, aunque no tuvieran del éter el mismo concepto que los modernos, pues por éter significaban la Idea eterna, compenetrada en el universo, es decir, la Voluntad que actualizada en energía organiza la materia.
Dice Van Helmont: “La voluntad es la potencia capital y superior de todas. 
La voluntad del creador puso en movimiento todas las cosas. La voluntad es atributo de todas las entidades espirituales y se desenvuelve con tanta mayor actividad cuanto más libre está de la materia”.

Y Paracelso, por sobrenombre “el divino”, añade: “La fe ha de ser la corroboradora de la imaginación, pues por la fe se establece la voluntad... en todas las obras mágicas, es requisito indispensable la firmeza de voluntad... Las artes no tienen reglas fijas y ciertas, porque los hombres no saben imaginar ni creer en el resultado eficaz de lo que imaginan”. La negativa energía de la incredulidad y el escepticismo, aplicada en la misma dirección, pero en sentido contrario y con igual intensidad, es la única potencia capaz de resistir a la positiva energía del espiritualismo y de equilibrarla dinámicamente. No les ha de maravillar, por lo tanto, a los espiritistas que la presencia de escépticos empedernidos o de quienes asistan a las sesiones con preconcebida animosidad, sea impedimento para la manifestación fenoménica, pues si no hay en la tierra ningún poder consciente sin otro opuesto a su acción, ¿qué tiene de extraño quje el poder inconsciente de un médium quede paralizado de pronto por otro poder opuesto y también inconscientemente ejercido? Tyndall y Faraday se engrieron de que no ocurriera fenómeno alguno mientras estuvieron presentes en las sesiones. Sin embargo, esto debiera haber demostrado a tan eminentes físicos la existencia de una fuerza merecedora de su atención, pues si las manifestaciones hubiesen sido fraudulentas en grado bastante para engañar a los concurrentes, no se librara del engaño ni el mismo Tyndall, a pesar de su valía científica, no acorde por cierto con su falta de maliciosa observación. Nadie ha superado en obras milagrosas a Jesús, y sin embargo, la corriente de su voluntad tropezó a veces con el escepticismo de las gentes, según corrobora aquel pasaje que dice: “Y no obró allí prodigios a causa de la incredulidad de las gentes”.
            
En la filosofía de Schopenhauer se vislumbran estos mismos conceptos, y no harían mal los modernos investigadores si la estudiaran, pues en ella encontrarían singulares hipótesis basadas en ideas antiguas, aparte de especulaciones acerca de los nuevos fenómenos psíquicos que les ahorraran el trabajo de pergeñar otras. Las fuerzas psíquica, ecténica y electro-biológica, el pensamiento latente, la cerebración inconsciente y todas las hipótesis forjadas por los modernos investigadores, pueden resumirse en dos palabras: la luz astral de los cabalistas.

OPINIONES  DE  SCHOPENHAUER


Los valientes conceptos de Schopenhauer difieren completamente de los de la mayoría de experimentadores. Dice el ilustre filósofo: “En realidad no cabe distinguir entre materia y espíritu. La gravitación de una piedra es tan inexplicable como el pensamiento en el cerebro humano. Si no sabemos por qué cae al suelo un objeto material, tampoco sabremos si este objeto es o no capaz de pensar... Aun en las mismas ciencias físicas, tan pronto como pasamos de lo experimental a lo especulativo, de lo físico a los metafísico, nos atajan el paso las enigmáticas fuerzas de cohesión, afinidad, gravitación, etc., cuyo misterio es para nuestros sentidos tan profundo como la voluntad y el pensamiento humanos. Entonces nos vemos frente a frente de las inescrutables fuerzas de la naturaleza. ¿Dónde está, pues, esa materia que presumís de conocer tan bien y con la que os creéis familiarizados hasta el punto de deducir de ella todas vuestras teorías y de atribuirle cuanto os parece? Nuestra razón y nuestros sentidos sólo son capaces de conocer lo superficial, pero jamás penetrarán en la íntima substancia de las cosas. Tal era la opinión de Kant. Si admitís algo espiritual en el hombre, forzosamente habéis de admitirlo también en la piedra. Si vuestra muerta y pasiva materia tiene la propiedad de gravitar, atraer, repeler y fulgurar, no es razón negarle la de pensar como piensa el cerebro. En suma: cada partícular del llamado espíritu puede substituirse equivalentemente por otra de materia, y cada partícula de materia, por otra de espíritu... Así resulta que la cartesiana división de las cosas en materia y espíritu es filosóficamente inexacta, y conviene diferenciarlas en voluntad y manifestación, con la ventaja de espiritualizar todas las cosas, pues lo real y objetivo, los cuerpos y la materia de la división cartesiana, los consideramos como manifestación dimanante de la voluntad”.
            
Estas opiniones corroboran lo que ya dijimos acerca de las diversas denominaciones dadas a una misma cosa, como si los adversarios disputaran sobre palabras. Llámese fuerza, energía, electricidad, magnetismo, voluntad o potencia espiritual a la causa del fenómeno, siempre será la parcial manifestación del alma, encarnada o desencarnada, de una partícula de la inteligente, omnipotente e individual Voluntad que llena la naturaleza toda y a que, por insuficiencia de lenguaje humano para expresar los conceptos psicológicos, llamamos Dios.
            
Las ideas que sobre este punto exponen algunos filósofos modernos son erróneas en muchos aspectos, desde el punto de vista cabalístico. Hartmann califica sus propias opiniones de prejuicio instintivo y afirma que la experimentación no ha de tener por objeto la materia propiamente dicha, sino las fuerzas que en ella actúan, de lo cual infiere que la llamada materia es tan sólo agregación de fuerzas atómicas, pues de lo contrario sería la materia una palabra sin sentido científico. Mas a pesar de su sincera confesión, de que nada saben con seguridad acerca de ella, los experimentadores físicos, fisiólogos y químicos divinizan la materia. Todo fenómeno con cuya explicación no aciertan, sirve de incienso en el altar de la diosa predilecta de la ciencia.
            
Nadie trata tan magistralmente este asunto como Schopenhauer en su Parerga. Estudia detenidamente el magnetismo animal, la terapéutica simpática, la profecía, la magia, los agüeros, las apariciones espectrales y otros fenómenos psíquicos, respecto de lo cual dice: “Todas estas manifestaciones son ramas del mismo árbol y prueban irrefutablemente la existencia de una categoría de seres pertenecientes a un orden de la naturaleza muy distinto del que se basa en las leyes del espacio, del tiempo y de la adaptación. Este otro orden es mucho más profundo porque es el originario y directo, y de nada valen las comunes leyes de la naturaleza que tan sólo atañen a la forma. Por lo tanto, bajo el régimen de este orden superior, ni el tiempo ni el espacio pueden separar a las entidades individuales, y la separación determinada por las formas corpóreas no son barreras infranqueables para el intercambio de pensamientos y la inmediata acción de la voluntad. De este modo pueden ocurrir cambios por procedimientos completamente diferentes de la causalidad física, es decir, mediante la voluntad manifestada en acción, externamente al individuo. Así resulta que el carácter peculiar de las antedichas manifestaciones es la visión y acción a distancia, tanto respecto del tiempo como del espacio. Esta acción a distancia es precisamente la característica fundamental de la llamada magia, porque es la acción inmediata de nuestra voluntad, una acción independiente de las condiciones causales de la acción física, es decir, del contacto material.
            
“Además, estas manifestaciones contradicen lógica y esencialmente el materialismo, y aún el naturalismo, porque de ellas se infiere que el orden de cosas consideradas por estas dos últimas escuelas como absolutas y exclusivamente legítimas, resultan, por el contrario, superficiales y fenoménicas, en cuyo fondo hay algo aparte y del todo independiente de sus propias leyes. Por lo tanto, estas manifestaciones psíquicas son las más importantes de cuantas se han ofrecido al estudio de observación, por lo menos desde el punto de vista puramente filosófico, y todo científico está obligado a conocerlas”.
            
La comparación entre los filosóficos conceptos de Schopenhauer y las superficiales generalidades de algunos académicos franceses, nos servirá tan sólo para acreditar la valía intelectual de ambas escuelas. Ya hemos visto que la alemana trata profundamente las cuestiones filosóficas y ahora podemos cotejarla con lo mejor de cuanto el astrónomo Babinet y el químico Boussingault nos dicen de los fenómenos psíquicos. En el curso de 1854 a 1855, presentaron estos dos distinguidos intelectuales a la Academia de Ciencias de París, una memoria en la que corroboraban y al mismo tiempo aclaraban la demasiado compleja hipótesis con que el doctor Chevreuil explicaba el fenómeno de las mesas rotatorias, investigado por la comisión científica de que formaba parte. Dice así:

LAS  MESAS  ROTATORIAS

 “Respecto a los supuestos movimientos y oscilaciones de ciertas mesas, no puede atribuírseles otra causa que las invisibles e involuntarias vibraciones del sistema muscular del experimentador, de modo que la continuada contracción de los músculos acaba por establecer una serie de vibraciones que determinan un temblor visible cuyo efecto es la rotación de la mesa, con energía bastante para acelerar el movimiento y para transmutarlo en resistencia cuando se le quiere detener. De aquí que no ofrezca dificultad alguna la clara explicación física del fenómeno”.
            
Ciertamente que esta hipótesis resulta tan clara como una nebulosa de las observadas por el astrónomo Babinet en noche de niebla. Pero, no obstante su claridad, le falta la importantísima condición del sentido común. No sabemos si Babinet acepta o no como último recurso la afirmación de Hartmann respecto a que “los visibles efectos de la materia son efectos de la fuerza”, y que para tener claro concepto de la materia debemos tenerlo previamente de la fuerza. La escuela a que pertenece Harmann, cuyos principios aceptan en parte los sabios alemanes, enseña que el problema de la materia sólo puede resolverlo aquella fuerza a cuyo conocimiento llama Schopenhauer “ciencia mágica” o “acción de la voluntad”. Por lo tanto, es preciso saber ante todo si las “vibraciones involuntarias del sistema muscular del experimentador” que al fin y al cabo son “efectos de la materia” están determinadas por una voluntad externa al experimentador o propia de él. Si lo primero, sería un epiléptico inconsciente, según Babinet; si lo segundo, atribuye las respuestas inteligentes de la mesa parlante a un “ventriloquismo inconsciente”. Sabemos que, según la escuela alemana, toda acción de la voluntad se manifiesta en fuerza, y las manifestaciones de las fuerzas atómicas son acciones individuales de la voluntad, que dan por resultado la espontánea precipitación de los átomos en imágenes concretas, ya forjadas subjetivamente por la voluntad. De acuerdo con su maestro Leucipo, enseñaba Demócrito que los átomos en el vacío fueron el principio de todas las cosas existentes en el universo, entendiendo por vacío, en sentido cabalístico, la Divinidad latente cuya primera manifestación es la voluntad que comunica el primer impulso a los átomos que, al cohesionarse, constituyen la materia. Sin embargo, el nombre de vacío es menos apropiado que su sinónimo caos, porque, según los peripatéticos, “la naturaleza tiene horror al vacío”.
            
Las alegorías, aparte de otros elementos de juicio, demuestran que, mucho antes de Demócrito, estaban ya familiarizados los antiguos con la idea de la indestructibilidad de la materia. Movers define el concepto fenicio de la ideal luz solar, diciendo que era la espiritual influencia emanada del supremo Dios, Iao, la luz tan sólo concebible por la mente, el principio así físico como espiritual de todas las cosas del cual emana el alma. Es la esencia masculina o sabiduría, mientras que el caos es la esencia femenina. Así tenemos, que la materia y el espíritu eran ya para los fenicios los dos principios coeternos e infinitos. Esta teoría es tan antigua como el mundo, y no fue Demócrito su autor, pues la intuición del hombre precedió al ulterior desenvolvimiento de su razón. Las escuelas materialistas son incapaces de explicar los fenómenos ocultos, porque niegan a Dios, en quien reside la Voluntad. Su desconocimiento de los fenómenos psíquicos, y lo absurdo de las hipótesis con que pretenden explicarlos, dimanan de que a priori desdeñan cuanto puede empujarles a trasponer los límites de las ciencias experimentales y entrar en los dominios de la psicología o de la que no fuera incongruente llamar fisiología metafísica. Los filósofos antiguos afirmaban que todas las cosas visibles e invisibles surgían a la existencia por manifestación de la Voluntad, a que Platón llamó Idea divina, y que así como esta Idea da existencia objetiva a la materia con sólo enfocar su voluntad en un centro de fuerzas localizadas, así también el hombre, el microcosmos respecto del macrocosmos, da forma objetiva a la materia en proporción del vigor de su voluntad. Los átomos imaginarios son como operarios movidos automáticamente a influjo de la Voluntad universal que en ellos se enfoca y, manifestada en fuerza, los pone en actividad. El proyecto del futuro edificio está en la mente del Arquitecto y es reflejo de su voluntad que, abstracta desde el momento de concebirlo, se concreta en cuanto los átomos imaginarios obedecen a los puntos, líneas y formas trazadas en la mente del divino geómetra.

LA  ENERGÍA  ATÓMICA


Como Dios crea, así crea el hombre. Dadle voluntad lo suficientemente vigorosa y subjetivará las formas mentales, que muchos llaman alucinaciones, aunque para quien las forja sean tan reales como los objetos tangibles. Si aumenta el vigor de la voluntad e inteligentemente la dirige, condensará las formas en objetos visibles. Este es el secreto de los secretos, y quien lo aprende, merece el título de mago.
             
Los materialistas nada pueden argüir contra esto, desde el punto en que para ellos es materia el pensamiento. Si tal supusiéramos, tendríamos que el ingenioso mecanismo proyectado por el inventor, las encantadoras escenas surgidas de la mente del poeta, los soberbios lienzos pintados por la viva imaginación del artista, la incomparable estatua cincelada en el pensamiento del escultor, los palacios y castillos planeados por el arquitecto, debieran existir objetivamente, a pesar de ser subjetivos e invisibles, porque el pensamiento, según los materialistas, es materia plasmada en forma. ¿Cómo negar entonces que haya hombres de voluntad lo bastante potente para transportar al mundo visible estas creaciones mentales y revestirlas de materia tangible?
            
Si los científicos franceses no han cosechado laureles en el nuevo campo de investigación, tampoco los cosecharon los científicos ingleses hasta que Crookes se ofreció en holocausto por los pecados del mundo científico. Al cabo de veinte años de desdenes, consiente Faraday en hablar un par de veces de este asunto, no obstante servir su nombre de conjuro contra los hechizos del espiritismo entre cuantos discuten los fenómenos psíquicos, y de ser ya notorio que en su vida vio una mesa giratoria el ilustre físico, que se avergonzaba de haber publicado sus investigaciones sobre tan degradante creencia. No tenemos más que desdoblar unos cuantos olvidados números del Journal des Debats, correspondientes a la época en que actuaba en Inglaterra un notable médium escocés, para restituir a pasados acontecimientos su primitiva lozanía. En uno de dichos números se erige Foucault en campeón del famoso físico inglés, diciendo: “No vaya a creerse que el insigne físico se ha olvidado de sí mismo hasta el extremo de sentarse prosaicamente junto a una mesa rotatorias. Entonces, ¿de qué se avergonzaba el caudillo de la filosofía experimental? Aprovecharemos esta coyuntura para hablar del indicador de Faraday, el famoso aparato que inventó para atrapar a los médiums, es decir, para sorprender los fraudes mediumnímicos, según describe el marqués de Mirville, en La cuestión de los espíritus, esta complicada máquina cuyo recuerdo turba el sueño de los médiums impostores.

LA  FUERZA  MEDIUMNÍMICA


Para comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba incontrovertible de que el médium había empujado el mueble.
            
Otro aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?” (37).
            
Con mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los vivos que de los muertos.
            Resulta, por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.
            
Apolonio y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás, “no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).
            Así llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños, que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son “ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.
            
Dice un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los tostaba sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en su máxima Ecclesia non novit sanguinem, quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.
            
Varios de estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas, pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos, fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan hoy mismo quienes más le escarnecen.

MILAGROS  DE  BACON


 En un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina, y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio, hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos de los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez que los letrados mienten”.
            
Un historiador moderno  comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos, pero completamente naturales”.
            
El fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el fenómeno que llama toque musical. Las mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este punto.
            
En su tratado de Magia Natural, enumera Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los hechiceros.
            
Quienes conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna, aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio Agripa y Filaleteo.

EL  ESPECTRO  SIN  ALMA


Si los espiritistas quieren mantener la recta noción del mundo espiritual, no deben consentir que los científicos investiguen fenómenos con estricto propósito de experimentación, pues seguramente daría por resultado un parcial redescubrimiento de la magia de Moisés y Paracelso. Bajo la engañosa belleza de sus apariciones espectrales, podrían encubrirse las sílfides y ondinas de los rosacruces, jugueteando en las corrientes de fuerza psíquica y de fuerza ódica.
            
Crookes reconoce que la aparición espectral de Catalina King es una entidad, pero recela que no tenga alma y esté animada aquella figura de hermoso cutis por el médium y los concurrentes. También los eruditos autores de El universo invisible dan de mano a su hipótesis electrobiológica y vislumbran la posibilidad de que el éter universal sea el álbum fotográfico de En-Soph, el infinito Ser.


FORMAS  MATERIALIZADAS


Más adelante daremos copiosas pruebas entresacadas de autores antiguos acerca de esta evidente verdad. Por ahora repetiremos que ningún espíritu de los llamados humanos por los espiritistas ha demostrado suficientemente su condición. Los espíritus desencarnados pueden comunicar su influencia subjetivamente a los médiums y producir manifestaciones objetivas a través de estos, pero no por sí mismos. Pueden disponer del cuerpo del médium y expresar sus conceptos y deseos por los diversos procedimientos del fenomenalismo psíquico, pero no materializar lo inmaterial, es decir, su divina esencia. Así es que toda materialización genuina está determinada o por la voluntad del espíritu aparecido, o por los espíritus duendísticos que son generalmente demasiado groseros para merecer el nombre de diablos. Rara vez son capaces los espíritus de dominar a estos seres sin alma, siempre dispuestos a tomar nombres pomposos; pero cuando los dominan, quedan sujetos como polichinelas a cuanto les dicta el alma inmortal. Sin embargo, este dominio requiere condiciones generalmente desconocidas aún de los espiritistas más asiduos concurrentes a las sesiones, pues no a todo el que quiere le es dable evocar espíritus humanos. Uno de los más poderosos estímulos de los difuntos, es el intenso amor a sus deudos en la tierra, que irresistiblemente los empuja hacia la corriente de luz astral, cuyas vibraciones enlazan el alma del ser amado con el alma universal. Otro requisito importantísimo es la armonía y pureza mental de los circunstantes.
            
Si este razonamiento es erróneo, si las formas materializadas que aparecen en oscuros aposentos, salidas de estancias aún más oscuras, fuesen espíritus de difuntos, ¿a qué establecer diferencias entre ellas y los fantasmas que de súbito aparecen sin gabinete de preparación ni médium comunicante? ¿Quién no ha oído hablar de las almas en pena que vagan por los lugares donde se perpetró algún crimen o vuelven movidas de irresistibles ansias de necesidad no satisfecha y cuyas manos tienen el tacto de la carne viva de modo que apenas cabe distinguirlas de los vivos?
            
Conocemos casos auténticos de súbitas apariciones espectrales, sin analogía alguna con las incipientes materializaciones de nuestros días. El periódico Medium and Day Break, del 8 de Septiembre de 1876, publicó una carta de una señora que durante sus viajes por el continente presenció un fenómeno en una casa encantada. Dice uno de sus párrafos: “En el oscuro rincón de la biblioteca resonó un extraño ruido y al volver la vista eché de ver una nube de vapor luminoso... el espíritu apegado a la tierra vagaba por el lugar maldito de sus fechorías”.
            
Este espíritu era indudablemente un elemental auténtico que por espontánea determinación se hizo visible, como lo son todos los espectros, pero impalpable, o, a lo sumo, dando al tacto una sensación como si se metiera de pronto la mano en el agua o se palpara una nube de vapor acuoso. Según la descripción, era luminoso y vaporoso, por lo que bien podemos colegir que sería la sombra personal del espíritu apegado a la tierra por el remordimiento de crímenes propios, o a consecuencia de los ajenos. La muerte encierra profundos misterios y las modernas materializaciones sólo sirven para ridiculizarlos a los ojos de los indiferentes. A esto pueden replicar los espiritistas diciendo que, por declaración explícitamente pública, hemos presenciado personalmente dichas formas materializadas. No tenemos reparo en reiterar el testimonio y decir que en tales formas reconocimos la representación visible de conocidos, amigos y aun parientes, y escuchamos de ellos palabras en idiomas orientales desconocidos del médium y de todos los circunstantes, excepto de nosotros mismos. Nadie dejó de considerar este hecho como prueba concluyente de las facultades del médium, un zafio labriego llamado Vermont; pero aquellas formas no eran de las personalidades que aparentaban ser, sino sencillamente simulaciones suyas, plasmadas vívidamente por espíritus elementales y elementarios. No habíamos tocado hasta ahora este punto, porque la masa general de espiritistas no estaba preparada ni para escuchar siquiera, cuanto menos para creer en los espíritus elementales y elementarios. Desde entonces se ha discutido públicamente este punto y ya no resulta tan aventurado entregar a la voracidad de la crítica la canosa filosofía de los antiguos, porque la cultura general ha evolucionado lo bastante para tomarla en consideración y estudiarla sin apasionamiento. Dos años de agitación mental han mejorado notablemente la mentalidad colectiva.

Asegura Pausanias que cuatro siglos después de la batalla de Maratón, se oían en el campo los relinchos de los caballos y el vocerío de los combatientes. Suponiendo que vagasen por aquel lugar los espíritus de los soldados muertos en la batalla, resultaría que aparecieron en figura espectral o fantástica, y no en forma materializada. Pero ¿qué causa tenían los relinchos? ¿Eran los espíritus de los caballos? Si admitimos, contra toda verdad, que los caballos tienen alma, habremos de confesar que el alma inmortal de los soldados muertos relinchaba para reproducir con mayor y más dramática viveza la bélica escena. Repetidas veces se han visto aparecer fantasmas de animales domésticos, y el testimonio en este caso es tan fidedigno como el referente a las apariciones de espectros humanos. ¿Quién simula entonces la figura espectral de estos animales? ¿Los espíritus humanos? La cuestión está encerrada en un dilema: o los animales tienen alma y espíritu como el hombre, o forzosamente hemos de aceptar con Porfirio la existencia en el mundo invisible de una especie de demonios maliciosos y embusteros, una clase de seres intermedios entre el hombre y los dioses, que se complacen en asumir cuantas formas les viene bien remedar, desde la del hombre a la de los animales (42).

ESPÍRITUS  ELEMENTARIOS


Pero antes de resolver la cuestión de si los espectros zoóticos, con tanta frecuencia aparecidos, están animados por el espíritu del animal, conviene examinar cuidadosamente su manera de conducirse. ¿Proceden estos espectros en armonía con las costumbres, instintos y características de sus congéneres en vida? ¿Muestran los fieros su natural acometividad y los mansos su peculiar timidez, o bien se descubre en estos contrariamente a su índole la maligna disposición de molestar al hombre en vez de rehuir su presencia? Muchas víctimas de estas obsesiones, como por ejemplo en el caso de Salem y otros hechizos igualmente comprobados, afirmaron haber visto entrar en sus aposentos fantasmasde perros, gatos, cerdos y otros animales, que se les subían a la cama y les hablaban incitándoles al suicidio y otros crímenes. En el auténtico caso de Isabel Eslinger, descrito por Kerner, el espectro del cura de Wimmenthal  iba acompañado de un enorme perro negro, que, según declaración de numerosos testigos, saltaba a las camas de los presos. En cierta ocasión se apareció el cura con un cordero y en otra con dos. Además, la mayor parte de los acusados en el proceso de Salem confesaron que por encargo de la hechicera habían hecho sortilegios y maquinado maldades valiéndose de unos pájaros amarillos que se les posaban en los hombros y en las vigas del techo.
            
Por lo tanto, so pena de invalidar los múltiples testimonios de todo país y época y atribuir el monopolio de la clarividencia a los modernos médiums, hemos de reconocer que los espectros de animales denotan los peores rasgos de la más depravada naturaleza humana, a pesar de no ser en modo alguno humanos. ¿Qué serán, entonces, sino elementales? Descartes fue uno de los pocos que se atrevieron a decir que a la medicina oculta se le deberían descubrimientos destinados a dilatar los dominios de la filosofía; y Brierre de Boismont, no sólo compartía esta esperanza, sino que explícitamente manifestaba sus simpatías por el supernaturalismo a que llamaba el “magno credo universal”. Dice a este propósito: “Creo, de acuerdo con Guizot, que la existencia de la sociedad está íntimamente ligada a lo sobrenatural y es inútil que el racionalismo moderno lo rechace por no saber explicar las íntimas causas de los fenómenos a pesar del positivismo de que alardea. Lo sobrenatural está universalmente arraigado en el fondo de todos los corazones. Los hombres de mayor talento son sus más ardorosos discípulos.
            
Colón descubrió el continente americano, y Américo Vespucio le usurpó la nombradía del descubrimiento. Paracelso redescubrió las secretas propiedades del imán (el hueso de Horus, como le llamaban los antiguos, que doce siglos atrás se valían de él en los Misterios teúrgicos) y fundó la escuela teúrgico-magnética de la Edad Media. Sin embargo, Mesmer, que tres siglos después de Paracelso continuó su escuela, usurpó la fama al insigne filósofo ígneo, que acabó sus días en un hospital. Tal es el mundo. Los nuevos descubrimientos son hijos de la ciencia antigua. Los hombres se suceden sin alteración de la naturaleza humana.


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