¡Orgullo! Cuando la razón desfallezca, acude en
nuestro
auxilio y llena hasta los bordes el enorme vacío de la
mente.
POPE
Pero ¿a qué alterar las obras de la naturaleza? La
filosofía
Más profunda será la que nos revele los secretos de la
Naturaleza y nos permita penetrar en ella sin
trastornarla.
BULWER
¿Le
basta al hombre con saber que existe? ¿Le basta tener forma humana para
engalanarse con el título de hombre? Estamos en la firme convicción de que para
llegar a ser una entidad genuinamente espiritual en el verdadero signficado de
esta palabra, debe el hombre regenerarse eliminando de su mente todda impureza
egoísta y con ellas la superstición y las preocupaciones, que conviene
distinguir de las simpatías y antipatías.
Al principio nos vemos arrastrados dentro del negro círculo de la poderosa
oleada magnética que emana así de los objetos materiales como de las ideas, y
de esta suerte nos invaden los respetos humanos y el temor a la opinión de las
gentes.
Raramente
acepta el hombre una idea por la libre acción del propio juicio, sino que, al
contrario, se inclina a la opinión dominante en la colectividad. Así tenemos,
por ejemplo, que un devoto no pagará exorbitantemente un asiento cómodo en una
función religiosa, ni un materialista irá dos veces a escuchar las conferencias
de Huxley sobre la evolución porque tal sea su voluntad definida, sino porque
tanto a uno como a otro acto asisten personas distinguidas en sociedad, con las
que el buen ver exige alternar. Lo mismo sucede en todo lo demás. Si la
psicología hubiese tenido su Darwin, de seguro considerara la descendencia
moral del hombre invariablemente paralela a su descendencia orgánica, pues en
sus serviles manías de remedo ofrece el hombre más semejanza con el mono que en
los rasgos exteriores señalados por el insigne antropólogo. Las múltiples
variedades de cuadrumanos, burlescas imitaciones del hombre, parecen haber
evolucionado con objeto de proporcionar a las gentes de buena ropa los
materiales necesarios para el trazado de su árbol genealógico.
La
ciencia se enriquece de día en día con nuevos descubrimientos químicos,
físicos, fisiológicos y antropológicos. Los eruditos y doctos han de estar
libres de toda preocupación y prejuicio; pero no obstante la libertad que
actualmente disfrutan el pensamiento y las opiniones, los científicos no han
modificdo su temperamenteo intelectual. Utópico es presumir que el hombre
cambie por la evolución y desenvolvimiento de nuevas ideas. Podemos abonar un
campo para que cada año dé más copiosos y sazonados frutos; pero si cavamos en
lo hondo, encontraremos la misma clase de tierra que al abrir el primer surco.
No
hace todavía muchos años era anatematizado por hereje quien dudaba de los dogmas
teológicos. La ciencia ha vencido Vae
victis!... Pero el vencedor se atribuye a su vez la misma infalibilidad que
develara en el vencido, si bien tampoco puede probar su derecho a ella. Tempora mutantur et nos mutamur in illis,
dijo Lotario con apropiada aplicación a este caso. Sin embargo, nos creemos con
algún derecho para interrogar a los pontífices de la ciencia.
Durante
muchos años hemos seguido de cerca la marcha del espiritismo moderno,
familiarizándonos con sus dos literaturas, europea y norteamericana,
presenciando sus interminables controversias y comparando sus contradictorias
hipótesis. Muchos espiritistas disidentes, que quisieron profundizar las causas
de los fenómenos, llegaron a la conclusión de que, ya fuese por ineptitud de
los investigadores, ya por lo misterioso de las fuerzas actuantes, cuanto más
frecuentes y diversas eran las manifestaciones psíquicas, más impenetrablemente
oculta quedaba su causa.
VALÍA DE
LAS PRUEBAS
Los fenómenos psíquicos, que erróneamente
sin duda se llaman espiritistas, están hoy perfectamente comprobados y fuera
inútil negarlos. Aun prescindiendo de los casos de fraude e impostura,
todavía queda mucho para las investigaciones de la ciencia. No es necesario el
valor de Galileo para lanzar al rostro de los académicos el famoso e pur si muove, porque los fenómenos
psíquicos han tomado ya la ofensiva.
Opinan
los modernos científicos que, si bien son para ellos un misterio los fenómenos
mediumnímicos, nada prueba que no deriven de anormales condiciones nerviosas de
los médiums, y hasta tanto que no se dilucide esta cuestión, es inadmisible
atribuirlos a espíritus humanos. Verdaderamente, quienes afirman la
intervención de los espíritus han de probar su afirmación; pero si los
científicos quisieran estudiar el asunto de buena fe, con sincero deseo de
esclarecer tan hondo misterio, en vez de desdeñarlo, no habrían de temer
censura alguna. Ciertamente, la mayoría de las comunicaciones mediumnímicas
parecen dadas a propósito para despertar recelos en los investigadores menos
sagaces, porque, aun en los casos en que no hay impostura, suelen ser vulgares
y chabacanas. En los últimos veinte años vimos escritas, de mano de distintos
médiums, comunicaciones dictadas, al decir del comunicante, por Shakespeare,
Byron, Franklin, Pedro el Grande, Napoleón, Josefina y Voltaire; pero nos
causaron el efecto de que Napoleón y su esposa habían olvidado la ortografía,
de que Shakespeare y Byron eran unos fatuos y Voltaire un imbécil.
Disculpable
es, por lo tanto, juzgar del aparente embaucamiento, que si tan palpable es el
fraude en la superficie, no será fácil hallar la verdad en el fondo. La
ridícula suplantación de personajes célebres,cuyos nombres aparecen al pie de
vulgarísimas comunicaciones, ha empachado de tal modo a los científicos, que no
pueden digerir la verdad subyacente en los fenómenos psíquicos, como si
juzgaran del fondo del océano por la superficie de las aguas cubiertas de
espuma y escorias. Pero si por una parte no cabe vituperar a quienes al primer
indicio de falsedad entran en recelo, tenemos el derecho de censurarlos por no
llevar adelante sus investigaciones. Tan neciamente proceden estos tales, como
si un buzo repugnara tomar una concha al verla sucia y viscosa, sin tener en
cuenta que con sólo abrirla encontraría la perla. Ni siquiera las negaciones de
las eminencias científicas valen en este caso, pues la repugnancia que sienten
hacia un asunto tan impopular, parece como si hubiera contagiado a la
generalidad de las gentes. Los fenómenos
ahuyentan a los científicos y los científicos rehuyen los fenómenos, dice
Aksakof en un notable artículo sobre mediumnidad, de acuerdo con la comisión
científica de San petersburgo, encargada de investigar los fenómenos psíquicos,
cuyo informe estaba tan poco meditado y lleno de prejuicios, que aun los mismos
escépticos protestaron despectivamente contra su notoria parcialidad.
El
profesor Fisk delata en su obra El Mundo
invisible, la falta de lógica de sus colegas científicos al criticar la
filosofía genuinamente espiritualista, diciendo que según las exactas
definiciones de los conceptos de materia
y espíritu, la existencia del
espíritu es indemostrable por los sentidos, y que por lo tanto, no es posible
fundamentar la filosofía espiritualista en pruebas
científicas. A este propósito transcribiremos el siguiente pasaje de la
citada obra:
“El testimonio de la
existencia del espíritu es inasequible en las condiciones de la vida terrena,
puesto que escapa a toda experimentación, y por numerosas que sean sus pruebas,
no cabe esperanza de hallarlas. Por lo tanto, nuestro fracaso en este empeñao
no es seguramente de valía contra la existencia del espíritu. En este concepto,
la creencia en la vida futura carece de base científica, porque en manera
alguna lo necesita ni es posible someterla a la crítica de los científicos. Los
adelantos de la ciencia física, por rápidos que sean, no podrán en lo futuro
impugnar esta creencia, que lejos de ser contraria a la razón, en nada afecta a
la mentalidad científica ni para nada influye en las conclusiones de las
ciencias experimentales.
JUICIO DE
LOS CIENTÍFICOS
Pero
no harán tal, seguramente, porque por una parte les ha exasperado la noble,
franca y leal rendición al espiritualismo de un hombre tan eminente como
Wallace, y por otra repugnan adoptar una conducta de prudente expectativa como
la de Crookes.
Contra las opiniones expuestas en la
presente obra, se levanta la única objeción de que están basadas en el
sostenido estudio de la magia antigua y de su moderna forma el espiritismo.
Aun ahora que se han vulgarizado los fenómenos de análoga naturaleza, confunden
muchos la magia con la prestidigitación y el ilusionismo. En cuanto a los
fenómenos espiritistas, ya que no sea posible negarlos por su abrumadora
evidencia, se los tiene por alucinación de cuantos los presencian. Al cabo de
muchos años de fomentar el trato de magos, ocultistas, hipnotizadores y demás
profesores del arte en sus dos modalidades blanca y negra, nos creemos con
sobrada idoneidad en tan controvertido y complejo asunto. Nos hemos relacionado
con los fakires de la India y hemos presenciado sus comunicaciones con los
pitris. Hemos observado los procedimientos y actuaciones de los derviches de la
danza aullante; hemos tenido amistoso trato con los marabutos o santones
musulmanes y con los encantadores de serpientes de Damasco y Benares, cuyos
secretos pudimos sorprender. Por consiguiente, nos apena que científicos
desconocedores de todos estos fenómenos y sin oportunidad para estudiarlos, los
achaquen a meras habilidades de prestidigitación. Debieran suspender todo
juicio hasta analizar por completo las fuerzas de la naturaleza, pues resulta
de manifiesta incongruencia, por no decir mala fe, desdeñar asuntos que al fin
y al cabo son de índole psicológica o fisiológica y rechazar sin más ni más la
posibilidad de tan sorprendentes fenómenos.
No
cerjaremos en nuestro empeña, aunque hubiese de repetirse en nuestros días el
insulto lanzado por Faraday, al decir con más espontaneidad que cultura cívica:
“muchos perros aventajan en lógica a algunos espiritistas” (. Los insultos no
son argumentos y mucho menos pruebas. Porque hombres como Huxley y Tyndall
califiquen el espiritismo de “creencia degradante” y la magia de
“prestidigitación”, no por ello dejará la verdad de serlo. El escepticismo, ya
dimane de un ignorante o de un erudito, es incapaz de invalidar la inmortalidad
del alma. “La razón está sujeta a error”, dice Aristóteles, y así puede ocurrir
que la opinión del más ilustre filósofo sea más equivocada que el vulgar
sentido común de su analfabeto cocinero. En los Cuentos del Califa impío, el sabio, árabe Barrachias-Hassan-Oglu,
dice prudentemente: “Guárdate, ¡oh hijo mío!, de la alabanza propia, porque
embriaga con deleite. Aprovéchate de tu saber, pero respeta asimismo la
sabiduría de tus padres. Y acuérdate, ¡oh amado mío!, de que la luz divina de
la verdad de Allah alumbra a veces más fácilmente una mente rasa que otra que,
por estar repleta de conocimientos, no da cabida al argentino rayo... Tal es el
caso de nuestro sapientísimo cadi”.
Cuando Crookes emprendió en
Londres la investigación de los fenómenos mediumnímicos, recrudecieron las
acritudes y desdenes de los científicos europeos y americanos hacia tan
misterioso problema. el insigne físico fue el primero en presentar al público
uno de aquellos supuestos centinelas que guardaban las puertas cuyo dintel
estaba prohibido atravesar. Después de Crookes, hubo otros científicos que
tuvieron el heroico valor, dada la impopularidad del asunto, de ocuparse en
serio de los fenómenos psíquicos.
Mas
por desgracia la flaqueza de la carne no correspondió a la voluntad del
espíritu, y retrocedieron ante la pesada carga del ridículo, que cayó por
entero sobre los hombros de Crookes. En cuanto al provecho obtenido por este
sabio de sus investigaciones y al agradecimiento de sus propios colegas, basta
leer las Investigaciones de los fenómenos
espiritistas.
CONCLUSIONES DE
CROOKES
Al
cabo de algún tiempo, los individuos designados para comprobar los experimentos
de Crookes, hubieron de atestiguar, de acuerdo con éste, las siguientes
conclusiones:
1ª Que los fenómenos presenciados personalmente
por ellos mismos, eran auténticos y de imposible simulación, por lo que no
había más remedio que admitir la actuación de una fuerza desconocida.
2ª Que no les era posible afirmar si los
fenómenos tenían por causa la acción de espíritus desencarnados, o entidades
análogas; pero que eran innegables y contrariaban muchas hipótesis
establecidas, así como también las leyes naturales.
3ª Que no obstante la combinación de esfuerzos
para invalidar los fenómenos, hubieron de cerciorarse de su indisputable
realidad, vislumbrando en ellos una fuerza natural, de ley todavía ignorada
(3).
Esto
es precisamente lo que no satisfizo a los escépticos, porque antes de publicar
el informe se había vaticinado la derrota de los espiritistas, y tal confesión
por parte de los comisionados, hería en lo más vivo el amor propio de cuantos
rehuyeron timoratamente las investigaciones. Era ya demasiado que burlasen las
pesquisas de tan expertos físicos, unos vulgares y nefandos fenómenos tenidos
hasta entonces, en opinión general de los doctos, por consejas de ayas o
entretenimiento de criadas histéricas, y relegados al olvido por el Instituto
de Francia. Una oleada de indignación cubrió el informe de los comisionados,
según el mismo Crookes relata en su folleto La
fuerza psíquica, encabezado muy hábilmente con la siguiente cita de
Galvani: “Dos opuestas sectas me combaten: la de los que saben algo y la de los
que no saben nada; pero estoy seguro de haber descubierto una de las mayores
fuerzas naturales”.
Después
dice Crookes:
“Tenían
por seguro que el resultado de mis experimentos coincidiría con sus prejuicios
y no deseaban la verdad, sino la
corroboración de sus preconcebidas afirmaciones; pero al ver que los hechos
resultantes de mis experiencias diferían de su opinión, se retractaron de sus
anteriores excitaciones para la investigación de los fenómenos, diciendo: “Home
es un hábil hechicero que nos ha engañado a todos”. “De la misma manera podía
Crookes investigar las artimañas de un prestidigitador indo”. “Crookes debiera
presentar testigos más fidedignos para que le creyéramos”. “La cosa es
demasiado absurda para tomarla en serio”. “Si es imposible, no puede ser”.
(Nunca declaré yo que fuera imposible, sino que era cierto). “A los
investigadores se les ha sugestionado y por ello imaginaron ver lo que jamás
hubo”. Así otros subterfugios por el estilo”.
Todos
cuantos de este modo se expresaron, redarguyeron además con hipótesis tan
pueriles como la “cerebración inconsciente”, la contracción muscular
involuntaria y la archiridícula del “chasquido de la rótula”, ansiosos de
quitar toda importancia a la aparición de la nueva fuerza, hasta que al cabo de
ignominiosos tropiezos se resolvieron al silencio, envueltos en el manto de la
dignidad, no sin sacrificar a sus colegas en el altar de la opinión pública;
pero al salir del palenque de la investigación, donde quedan campeones no tan
temerosos, es muy posible que no vuelvan a entrar en él estos infortunados
experimentadores.
Es
mucho más cómodo negar la realidad de los fenómenos psíquicos desde abrigadas
posiciones, que señalarles lugar apropiado entre los fenómenos naturalesclasificados
por las ciencias de observación. ¿Pero cómo podrán lograrlo si dichos fenómenos
corresponden a la psicología que con sus ocultas y misteriosas fuerzas es país
desconocido para la ciencia moderna? Así es que impotentes para explicar cuanto
directamente procede de la naturaleza del alma humana, cuya existencia niegan
los más de ellos, e incapaces por otra parte de confesar su ignorancia,
arremeten vengativamente los científicos contra quienes sin presumir de sabios
creen en el testimonio de sus sentidos.
“Un
puntapié tuyo, ¡oh Júpiter!, es suave”, dice el poeta Tretiakowsky en una
antigua tragedia rusa. Lo mismo podemos decir respecto de los vastos
conocimientos de los dioses mayores de la ciencia, en cuestiones menos
abstrusas; mas aunque no imitemos su conducta, tampoco hemos de
desconceptuarlos ante la opinión pública. Pero por desgracia, no son los dioses
quienes más alto claman.
LOS MONOS
DE LA CIENCIA
El
elocuente Tertuliano llama a Satán y sus retoños “monos de Dios”, porque
remedan las obras del creador. Suerte tienen los filosofastros del día que no
haya un nuevo Tertuliano para inmortalizarlos despectivamente como los “monos
de la ciencia”.
Pero
volvamos a los verdaderos científicos. Dice Aksakof: “Los fenómenos de carácter
meramente objetivo demandan la investigación de científicos que los expliquen;
pero los pontífices de la ciencia quedan desconcertados ante una cuestión tan
sencilla a primera vista, pues parece como si al tratar de ella se vieran en la
precisión de faltar, no sólo a la suprema ley moral: la verdad, sino a la
suprema ley científica: la experimentación... Advierten que algo muy importante
hay en el fondo de todo ello, pues los casos de Hare, crookes, Morgan, Varley,
Wallace y Butleroff sembraron entre ellos el pánico y temen que, de retroceder
un paso, se vean precisados a abandonar todo el terreno. Los principios
consagrados por el tiempo, las especulativas contemplaciones de toda una vida,
de toda una generación, dependen de un sencillo vuelco de la suerte”. Ante
experimentos tales como los de Crookes, Wallace, Hare y de la Sociedad
Dialéctica, ¿qué cabe esperar de las lumbreras de erudición? La actitud
respecto de fenómenos innegables es ya, por sí misma, otro fenómeno
sencillamente incomprensible, a menos que admitamos una enfermedad psíquica tan
contagiosa como la hidrofobia que, sin exigir nada por el descubrimiento,
llamaríamos psicofobia científica.
Deben de haber aprendido ya a estas horas en la amarga escuela de la
experiencia, que las ciencias experimentales tienen su límite, pues mientras
haya en la naturaleza un solo misterio inexplicado, es muy peligroso pronunciar
la palabra imposible.
En
su Investigación de los fenómenos del
espiritismo, somete Crookes a sus lectores las ocho hipótesis siguientes,
respecto de los fenómenos observados:
1ª Los fenómenos son resultado de tretas,
fraudes, combinaciones mecánicas y juegos de manos. Los médiums son impostores,
y los concurrentes imbéciles.
2ª Los concurrentes son víctimas de alucinación
e imaginan presenciar fenómenos sin realidad objetiva.
3ª Los fenómenos son resultado de la acción
cerebral, ya consciente, ya inconsciente.
4ª El espíritu del médium se compenetra con el
de todos o parte de los concurrentes.
5ª El espíritu maligno asume la personalidad que
le place, con propósito de perjudicar a la religión y perder las almas de los
hombres .
6ª Los fenómenos resultan de la acción de
entidades no pertenecientes a la especie humana, pero que viven en la tierra y
son capaces de manifestar su presencia en algunas ocasiones. En todo tiempo, y
según la época, recibieron estas entidades los diversos nombres de gnomos,
hadas, salamandras, sílfides, ondinas, ogros, duendes, trasgos, genios,
diablos, enanos, etc..
7ª Los fenómenos se deben a la acción de las
almas de los difuntos.
8ª La energía psíquica opera, por medio de las
entidades aludidas, en las cuatro hipótesis inmediatamente precedentes.
La
primera hipótesis sólo es válida en casos, por desgracia demasiado frecuentes,
pero no tiene importancia alguna con relación a los fenómenos de por sí. Las
segunda y tercera son los últimos reductos en que se guarecen los escépticos y
materialistas, a quienes puede aplicarse el aforismo jurídico: Adhuc sub judice lis est. Por lo tanto,
sólo hemos de analizar las otras cuatro hipótesis en las que podremos incluir
la octava.
En
prueba de lo muy expuesta a error que está toda opinión científica,
compararemos los diversos artículos que sobre los fenómenos espiritistas
escribió Crookes desde 1870 a 1875. De uno de ellos entresacamos el siguiente
pasaje:
OPINIONES DE
CROOKES
Sin
embargo, en 1875 describía el mismo crookes, con profusión de pormenores, los
fenómenos producidos por el materializado espíritu llamado Catalina King (10).
No cabe suponer que durante dos o tres años seguidos estuviera Crookes sujeto a
algtuna sugestión extraña o alucinado por completo, pues la materializada forma
de Catalina King se le aparecía en su propio despacho en circunstancias
incompatibles con todo fraude, y la vieron y oyeron centenares de testigos. Sin
embargo, dice Crookes que jamás creyó que Catalina King fuera un espíritu
desencarnado. Aun admitiendo la afirmación de Crookes bajo su sola palabra,
tendríamos que la materializada forma había de ser forzosamente una de las
entidades enumeradas en la sexta hipótesis, según opina el mismo Crookes (11).
Y por cierto, que tan sólo a un hada pudiera aplicarse la poética descripción
del insigne físico cuando de ella dice:
“Aparece
rodeada de un ambiente de vida, y sus dulces y serenos ojos, tan bellos como
los pensamientos celestiales, acrecientan con su mirada la diafanidad del aire.
Ante su avasalladora presencia, sentimos que no fuera idolatría hincarnos de
rodillas” (12). Así es que después de haber escrito en 1870 tan acerbas frases
contra el espiritismo y la magia, después de declarar que todo le parecía cosa
de superstición, o por lo menos de inexplicable fraude o alucinación de los
sentidos, dice Crookes cinco años más tarde:
“Mayor
repugnancia siente mi razón, por contrario al sentido común, a creer que la
Catalina King de estos tres pasados años, sea ilusorio efecto de fraudes e
imposturas, que creer que sea lo que ella misma afirma ser” (13).
Esta
observación demuestra concluyentemente:
1º Que si bien Crookes tenía el pleno
convencimiento de que la forma materializada Catalina King era una entidad, no
creía que fuese el médium, ni difunto alguno, sino, por el contrario, una
desconocida fuerza de la naturaleza, propensa a las expansiones del amor y de
la alegría retozona.
2º Que a pesar de su absoluta certeza de la
existencia de aquella nueva fuerza, no variaba el eminente investigador su
escéptica actitud respecto de la cuestión. En una palabra: creía firmemente en
el fenómeno, pero negaba que lo produjera la acción del espíritu de un difunto.
Nos
parece que por lo concerniente a los prejuicios
del vulgo, esclarece Crookes un misterio para sumir a las gentes en otro
todavía mayor, es decir, que le resulta el obscurum
per obscurius, pues al rechazar los
despreciables residuos del espiritismo, se sumerge temerariamente el audaz
científico en el desconocido limbo de la
magia y la nigromancia.
Las
leyes hasta ahora conocidas de las ciencias físicas, apenas intervienen en los
fenómenos espiritistas, por muy objetivos que sean, y aunque de ellos se
infieran visiblemente los efectos de una fuerza desconocida, no han podido
todavía los científicos comprobarlos a su sabor ni descubrir las condiciones
necesarias y suficientes para su producción, porque ello requiere un estudio
tan profundo de la trina naturaleza física, psíquica y espiritual del hombre,
cual en otro tiempo lo hicieron los magos, teurgos y taumaturgos.
Hasta
ahora, aun los mismos que, a ejemplo de Crookes, han investigado atenta e
imparcialmente los fenómenos psíquicos, prescindieron de la causa como si de
antemano la diputaran por investigable y les conturbase lo mismo que la causa
primera de los fenómenos cósmicos, cuyos infinitos efectos tan cachazudamente
observan y clasifican. Sus procedimientos de investigación igualan en
insensatez a aquel que para encontrar las fuentes de un río, caminase hacia la
desembocadura. Tan mezquino concepto tienen de la posible acción de las leyes
naturales, que, o niegan aun las más sencillas modalidades de fenómenos
psíquicos, o han de atribuirlos a milagros que la ciencia rechaza por absurdos,
resultando de todo ello desprestigiados los científicos. Si estos hubieran
estudiado los llamados “milagros”, en vez de negarlos, de seguro que ya
conocerían muchas leyes naturales que los antiguos conocieron. Como dice Bacon:
“El convencimiento no dimana de los argumentos, sino de la experimientación”.
AUTENTICIDAD DEL
ALKAHEST
Los
antiguos, y sobre todo los magos y astrólogos caldeos, se distinguieron siempre
por su ardiente anhelo de inquirir la verdad en las diversas ramas de la
ciencia, pues se esforzaban en penetrar los secretos de la naturaleza, por los
mismos métodos de observación y experimentación a que recurren los modernos
investigadores; y si estos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más
en los misterios del universo, no por ello es justo negar que poseyeran vastos
conocimientos, ni tampoco acusarles de superstici`´on, pues lejos de haber
prueba de estas imputaciones, cada nuevo descubrimiento arqueológico es un
testimonio a su favor. Nadie les ha superado aún en conocimientos químicos, y a
este propósito dice Wendell en su famosa conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química
llegó en tiempos antiguos a una altura no
alcanzada ni siquiera bordeada por nosotros”. Conocieron el vidrio maleable
que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su propio peso, hasta
adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse a la muñeca, y cuyo
secreto de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta la
luna. Está históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo
de Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se
rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva
forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo.
En Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y
otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman
que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del tan ridiculizado alkahest o disolvente universal que,
según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de reducir todos los
cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor
uniforme y potable, que aun mezclado con agua u otro zumo cualquiera no pierde
su virtud, y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y
elemental”. ¿Qué inconveniente hay en admitir la posibilidad de todo esto? ¿Por
qué ha de ser utópico este disolvente? ¿Acaso porque los químicos modernos no
lo han descubierto? Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos
dimanan de una substancia primaria que de acuerdo con la astornomía, geología y
física, debió de ser fluida en su originario estado. ¿Por qué no puede el oro,
cuya génesis desconocen los químicos modernos, haber sido primitivamente una substancia básica del oro, un fluido
pesado que, como dice Van Helmont, “por su propia naturaleza y por la firme
cohesión de sus partículas tomó el estado sólido”? No es, por lo tanto,
despropósito creer que haya una substancia
universal que reduzca todos los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más
poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad,
no se altera al reaccionar sobre otras materias, y tiene suficiente energía
para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio, la sílice, el azufre
y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias
disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”.
Éste
es el fluido que aún hoy se emplea para sumergir el vidrio común y darle
maleabilidad.
Tenemos
una prueba palpable de semejantes posibilidades. Un corresponsal extranjero de
la Sociedad Teosófica, famoso médico que hace más de treinta años se dedica al
estudio de las ciencias ocultas, ha obtenido el primario elemento del oro al
que llama legítimo aceite de oro, que
analizado por muchos químicos, se han visto precisados a confesar que no
acertaban con el procedimiento de obtención. No debe extrañarnos que este
médico se resista a publicar su nombre, pues el ridículo y las preocupaciones
vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición antigua. La tierra adámica es de linaje emparentado
con el alkahest y uno de los más
importantes secretos alquímicos, que ningún cabalista divulgará, pues como dice
muy bien en lenguaje simbólico: “daría explicación de las águilas de los alquimistas y las águilas tienen las alas cortadas”.
Es un secreto que Tomás Vaughan (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en
aprender.
ELOGIO DE
PARACELSO
A
medida que la aurora de las ciencias físicas fue acrecentándose en luz diurna,
las ciencias espirituales se sumergieron en cada vez más densas sombras, hasta
el punto de negarlas muchos muy rotundamente. A los eminentes psicólogos de
otras épocas se les tiene hoy por ignoprantes y supersticiosos, cuando no por
saltimbanquis y prestidigitadores, pues el sol de la ciencia brilla en nuestros
días con tal esplendor, que parece axiomático que los antiguos nada sabían y
estaban envueltos en las brumas de la superstición. Pero olvidan sus
detractores que el sol de nuestro tiempo será obscura noche en comparación del
luminar futuro, uy que así como los científicos de nuestro siglo tildan de
ignorantes a sus antepasados, tal vez sus descendientes digan de ellos que nada sabían.
La
marcha del mundo es cíclica. Las razas futuras serán reproducción de otras hace
siglos desaparecidas, mientras que la nuestra acaso reproduce la existente diez
mil años atrás. Tiempo ha de llegar en que reciban su merecido cuantos hoy
detractan úblicamente a los herméticos, pero que en privado consultan sus polvorientos
volúmenes para plagiar sus ideas. A este propósito exclama honradamente Pfaff:
“¿Quién ha tenido tan claro concepto de la naturaleza como Paracelso? Fue el
audaz fundador de la química médica y de innovadoras escuelas, victoriosas en
la controversia, y uno de los pensadores que dieron más acertada orientación al
estudio de la naturaleza de las cosas. Lo que en sus obras dice acerca de la
piedra filosofal, de los pigmeos y gnomos, de los homúnculos, del elixir de
larga vida y demás temas hoy aducidos por sus detractores para regatearle
méritos, no pude debilitar nuestro agradecimiento y admiración por sus obras y
por su noble vida”.
Muchos
médicos, químicos y magnetizadores nutrieron su mente en las obras de
Paracelso. De él tomó Hufeland su teoría de las enfermedades infecciosas, a
pesar de que Sprengel le llama “el charlatán de la Edad Media”, si bien en
cambio reivindica Hemman la memoria del insigne filósofo diputándole noblemente
por el químico más ilustre de su época”. Lo mismo dicen Molitor y el
eminente psicólogo alemán Ennemoser, de cuyos estudios sobre Paracelso se
infiere que este hermético fue “el más admirable talento de su tiempo”. Pero
las lumbreras modernas presumen de aventajarle en sabiduría, y han hundido en el
“limbo de la magia” las ideas de los rosacruces acerca de los espíritus
elementales, duendes y hadas como si fueran cuentos infantiles.
Concedemos
de buen grado a los escépticos que en la mitad y más de los fenómenos psíquicos
interviene el fraude más o menos hábilmente dispuesto, según prueban recientes
manifestaciones de médiums materializados; pero quedan todavía muchísimos otros
fenómenos perfectamente auténticos, en espera de comprobación por parte de los
científicos que se verán precisados a efectuarla con toda sinceridad, cuando
los espiritistas sean lo suficientemente razonables para no proporcionar armas
a sus adversarios.
EL ESPIRITISMO
CLERICAL
¿Qué
concepto formarán los espiritistas sensibles del espíritu guía que después de
haberse servido año tras año de un pobre médium, lo abandona de repente cuando
más necesita de su auxilio? Tan sólo seres sin alma ni conciencia pueden hacerse reos de tamaña injusticia. ¿Es
acaso por la fuerza de las circunstancias? Mero sofisma. ¿Qué espíritus son
esos que no convocan si es necesario un ejército de espíritus amigos para
salvar al inocente médium del abismo abierto bajo sus plantas? Lo que sucedió
en pasados tiempos puede también suceder en los nuestros. Apariciones hubo antes del espiritismo moderno y fenómenos análogos a
los de hoy se produjeron en toda época. Si las presentes manifestaciones
psíquicas son ciertas e indudables, también debieron serlo los milagros y
proezas taumatúrgicas de la antigüedad, porque los de ayer no tienen mejor
testimonio que los de hoy. Pero aun cuando admitamos la impostura de los dos
tercios de manifestaciones psíquicas que torrencialmente van derramándose de
uno a otro extremo del globo, ¿qué decir de las indudablemente auténticas?
Entre los fenómenos comprobados, hay sublimes, magnas y divinas comunicaciones
dadas por médiums, ya profesionales, ya espontáneos. A veces son niños y
personas sencillas de cuya boca recibimos enseñanzas, máximas filosóficas,
poesías, oraciones inspiradísimas, composiciones musicales y obras pictóricas
dignas de los comunicantes. Con frecuencia se han cumplido sus vaticinios, y a
veces se elevaron a disquisiciones morales de positiva eficacia. ¿Quiénes son
estos espíritus, estas inteligentes potestades, externas sin duda alguna al
médium, y con entidad per se.
Verdaderamente, son inteligencias tan
distintas de los trasgos y duendes, como el día de la noche.
Reconocemos
la gravedad del caso. Cada vez va generalizándose más la sujeción de los
médiums a esos “espíritus” falaces con apariencia,
diabólica, cuyos efectos se multiplican perniciosamente. Algunos de los mejores
médiums se han retirado de las sesiones públicas y el movimiento espiritista
toma cariz de iglesia. Nos atrevemos a pronosticar que si los espiritistas no
aprenden en la filosofía a distinguir de espíritus y precaverse de los de mala
índole, antes de veinticinco años se habrán refugiado en la iglesia romana
huyendo de los “guías y directores a que por tanto tiempo estuvieron
aficionados”. Ya empiezan a manifestarse las señales de esta catástrofe. En el
reciente Congreso de Filadelfia hubo quienes propusieron fundar una secta de
espiritistas cristianos. Esto se
deriva de que, separados de la Iglesia e ignorantes de la filosofía de los
fenómenos y de la naturaleza de las entidades espirituales, están sumidos en un
mar de incertidumbres como buque sin timón ni brújula. No pueden substraerse al
dilema: o con Porfirio o con Pío IX.
Aunque
científicos tan legítimos como Wallace, Crookes, Wagner, Butlerof, Varley,
Buchanan, Hare, Reichenbach, Thury, Perty, Morgan, Hoffmann, Goldschmidt,
Gregory, Flammarion, Cox y algunos otros creen firmemente en los fenómenos
psíquicos, hay entre ellos quienes rechazan la hipótesis de que tengan por
causa los espíritus de los difuntos. Por lo tanto, es lógico suponer que si la
Catalina King, de Londres, de tan notoria autenticidad, no es el espíritu de un
difunto, había de ser forzosamente el condensado fantasma astral de alguna
entidad, o bien uno de los duendes de los rosacruces o, en último término, una
fuerza natural todavía desconocida. Pero poco importa que sea espíritu angélico
o maligno desde el momento en que, según rigurosas comprobaciones, no era una
forma sólida y densa, sino una aparición, un aliento, un espíritu. Es una inteligencia que actúa externamente al
organismo del médium y, por lo tanto, forzoso es reconocerle existencia, aunque
invisible. Pero ¿qué es este alguien impalpable que piensa y habla, si no es
persona humana?; ¿cómo manifestaría emoción, remordimiento, temor, alegría y demás
afectos anímicos si de por sí no sintiese?; ¿por qué algunas de estas
misteriosas manifestaciones se gozan en burlar al investigador sincero y
menosprecian los más nobles sentimientos humanos? Tan sólo el verdadero
psicólogo es capaz de desentrañar este misterio si cuida de consultar las
polvorientas obras de los desdeñados herméticos y teurgos.
Dice
el famoso platonista Enrique More al replicar a un escéptico de su época
llamado Webster, que negaba los fenómenos psíquicos:
“Respecto
a la opinión sustentada por la mayor parte de los predicadores reformados, de
que el demonio tomó la figura de Samuel al aparecerse a Saúl, no merece tenerla
en cuenta. Sin embargo, yo creo que en muchas de estas apariciones
nigrománticas intervienen espíritus
burlones, pero de ningún modo se aparecen las almas de los difuntos.
Respecto de la aparición del alma de Samuel, y lo mismo en otros casos de
nigromancia, creo que pueden ser debidos a espíritus como los que Porfirio
describe, los cuales asumen las más variadas formas y aspectos, de modo que
unos aparecen en figura de demonios y otros en la de ángel o en la de algún
difunto. Un espíritu de este linaje pudo muy bien personificar a Samuel, por más que Webster lo niegue con burdos y
endebles argumentos”.
NOMBRES
NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS
Cuando
tan insigne filósofo como Enrique More da semejante testimonio, bien vale decir
que fundamos sólidamente nuestra opinión. Investigadores muy eruditos, pero
también muy escépticos en lo referente a los espíritus en general y a los de
los difuntos en particular, se han devanado los sesos durante los últimos
veinte años para dar nombres nuevos a una idea antiquísima. Según Crookes,
Sergeant y Cox, la causa de los fenómenos es la “fuerza psíquica”; Thury la
llama psícoda o fuerza ectérnica; Balfour Stuart, fuerza
electro-biológica; Faraday, tan insigne físico como torpe psicólogo, “acción
muscular inconsciente” y “cerebración inconsciente”, con otras denominaciones
por el estilo; Hamilton, un pensamiento latente; Carpenter, “idea motora
capital”. Tantos científicos, tantos nombres.
Hace
años, el filósofo alemán Schopenhauer afirmó la coexistencia de la materia y de
la fuerza, diciendo que el universo es la voluntad manifestada en fuerzas cuyas
modalidades corresponden a los diferentes grados de objetividad. Esta doctrina
aceptó Vallace al convertirse al espiritualismo, y fue precisamente la expuesta
por Platón al decir que “todas las cosas visibles proceden de la invisible y
eterna voluntad que las modela, y que los cielos están plasmados en el eterno
modelo del “mundo ideal” contenido en el dodecaedro o arquetipo geométrico de
la Divinidad”. Según Platón, la substancia primaria emanó de la mente
demiúrgica (nous) donde desde la
eternidad reside la idea del mundo que ha de ser y que es en cuanto la idea emana de la divina
mente . Las leyes de la naturaleza no son ni más ni menos que las
relaciones entre la idea demiúrgica y sus diversas formas de manifestación cuyo número cambia de continuo dentro del tiempo y del espacio.
Sin
embargo, distan mucho de ser estas enseñanzas originales de Platón, pues en los
Oráculos caldeos se lee: “Las obras
de la naturaleza coexisten con la intelectual (...) y espiritual luz del Padre.
Porque el alma (...) adorna el inmenso cielo y lo embellece según voluntad del
Padre".
Por
su parte dice Filón, a quien erróneamente se le supone discípulo de Platón: “El
mundo incorpóreo estaba ya entonces fundamentado en la mente divina”.
La
Teogonía de Mochus admite dos principios: el éter y el aire, de los que procede
el Dios manifestado (...) el dios Ulom o universo material y visible.
En
los Himnos Órficos, el Eros-Phanes nace del huevo espiritual
fecundado por el viento etéreo, símbolo del “espíritu de Dios” que desde toda
eternidad cobija la ideación divina
(26).
En
el Kathopanishada, el Espíritu divino
(Purusha) es preexistente a la substancia primordial con la que se une para
engendrar el Mahâ-Atmâ o Brahmâ, es decir, el Espíritu de vida (27), el Anima Mundi,
equivalente a la Luz Astral de los
teurgos y cabalistas.
Pitágoras
aprendió sus doctrinas en los santuarios de Oriente, encubriéndolas bajo
simbolismos numéricos; pero su discípulo Platón las expuso en forma más
inteligible, de modo que las comprendieran los no iniciados, aunque manteniendo
todavía las fórmulas esotéricas. Así dice que el Pensamiento divino es el padre, la Materia la madre y el Cosmos
el hijo.
Según
afirma Dunlap , en la religión egipcia había un Horus mayor, hermano de
Osiris, y un Horus menor, hijo de Osiris y de Isis. El primero simbolizaba la idea del universo, contenida en la mente
demiúrgica, la idea “surgida en la obscuridad antes de la creación del mundo”;
y el segundo era la misma idea ya emanada del Logos, revestida de materia y
actualizada en existencia.
FUERZA CONTRA
FUERZA
Dicen
los Oráculos caldeos: “El Dios del
mundo es eterno, ilimitado, joven y viejo y de forma sinuosa”.
La
frase “forma sinuosa” es símbolo de la vibración de la luz Astral que los
sacerdotes de la antigüedad conocían perfectamente, aunque no tuvieran del éter
el mismo concepto que los modernos, pues por éter significaban la Idea eterna, compenetrada en el
universo, es decir, la Voluntad que
actualizada en energía organiza la materia.
Dice
Van Helmont: “La voluntad es la potencia capital y superior de todas.
La
voluntad del creador puso en movimiento todas las cosas. La voluntad es
atributo de todas las entidades espirituales y se desenvuelve con tanta mayor
actividad cuanto más libre está de la materia”.
Y
Paracelso, por sobrenombre “el divino”, añade: “La fe ha de ser la
corroboradora de la imaginación, pues por la fe se establece la voluntad... en
todas las obras mágicas, es requisito indispensable la firmeza de voluntad...
Las artes no tienen reglas fijas y ciertas, porque los hombres no saben
imaginar ni creer en el resultado eficaz de lo que imaginan”. La negativa
energía de la incredulidad y el escepticismo, aplicada en la misma dirección,
pero en sentido contrario y con igual intensidad, es la única potencia capaz de
resistir a la positiva energía del espiritualismo y de equilibrarla
dinámicamente. No les ha de maravillar, por lo tanto, a los espiritistas que la
presencia de escépticos empedernidos o de quienes asistan a las sesiones con
preconcebida animosidad, sea impedimento para la manifestación fenoménica, pues
si no hay en la tierra ningún poder consciente
sin otro opuesto a su acción, ¿qué tiene de extraño quje el poder inconsciente de un médium quede
paralizado de pronto por otro poder opuesto y también inconscientemente
ejercido? Tyndall y Faraday se engrieron de que no ocurriera fenómeno alguno
mientras estuvieron presentes en las sesiones. Sin embargo, esto debiera haber
demostrado a tan eminentes físicos la existencia de una fuerza merecedora de su
atención, pues si las manifestaciones hubiesen sido fraudulentas en grado
bastante para engañar a los concurrentes, no se librara del engaño ni el mismo
Tyndall, a pesar de su valía científica, no acorde por cierto con su falta de
maliciosa observación. Nadie ha superado en obras milagrosas a Jesús, y sin
embargo, la corriente de su voluntad tropezó a veces con el escepticismo de las
gentes, según corrobora aquel pasaje que dice: “Y no obró allí prodigios a
causa de la incredulidad de las gentes”.
En
la filosofía de Schopenhauer se vislumbran estos mismos conceptos, y no harían
mal los modernos investigadores si la estudiaran, pues en ella encontrarían
singulares hipótesis basadas en ideas antiguas, aparte de especulaciones acerca
de los nuevos fenómenos psíquicos que
les ahorraran el trabajo de pergeñar otras. Las fuerzas psíquica, ecténica y
electro-biológica, el pensamiento latente, la cerebración inconsciente y todas
las hipótesis forjadas por los modernos investigadores, pueden resumirse en dos
palabras: la luz astral de los
cabalistas.
OPINIONES DE
SCHOPENHAUER
Los
valientes conceptos de Schopenhauer difieren completamente de los de la mayoría
de experimentadores. Dice el ilustre filósofo: “En realidad no cabe distinguir
entre materia y espíritu. La gravitación de una piedra es tan inexplicable como el
pensamiento en el cerebro humano. Si no sabemos por qué cae al suelo un objeto material, tampoco sabremos si este
objeto es o no capaz de pensar... Aun en las mismas ciencias físicas, tan pronto
como pasamos de lo experimental a lo especulativo, de lo físico a los
metafísico, nos atajan el paso las enigmáticas fuerzas de cohesión, afinidad,
gravitación, etc., cuyo misterio es para nuestros sentidos tan profundo como la
voluntad y el pensamiento humanos. Entonces nos vemos frente a frente de las
inescrutables fuerzas de la naturaleza. ¿Dónde está, pues, esa materia que presumís de conocer tan bien
y con la que os creéis familiarizados hasta el punto de deducir de ella todas
vuestras teorías y de atribuirle cuanto os parece? Nuestra razón y nuestros
sentidos sólo son capaces de conocer lo superficial, pero jamás penetrarán en
la íntima substancia de las cosas. Tal era la opinión de Kant. Si admitís algo espiritual en el hombre, forzosamente
habéis de admitirlo también en la piedra. Si vuestra muerta y pasiva materia
tiene la propiedad de gravitar, atraer, repeler y fulgurar, no es razón negarle
la de pensar como piensa el cerebro. En suma: cada partícular del llamado
espíritu puede substituirse equivalentemente por otra de materia, y cada
partícula de materia, por otra de espíritu... Así resulta que la cartesiana
división de las cosas en materia y espíritu es filosóficamente inexacta, y
conviene diferenciarlas en voluntad y
manifestación, con la ventaja de
espiritualizar todas las cosas, pues lo real y objetivo, los cuerpos y la
materia de la división cartesiana, los consideramos como manifestación
dimanante de la voluntad”.
Estas
opiniones corroboran lo que ya dijimos acerca de las diversas denominaciones
dadas a una misma cosa, como si los adversarios disputaran sobre palabras.
Llámese fuerza, energía, electricidad, magnetismo, voluntad o potencia
espiritual a la causa del fenómeno, siempre será la parcial manifestación del alma, encarnada o desencarnada, de una
partícula de la inteligente, omnipotente e individual Voluntad que llena la naturaleza toda y a que, por insuficiencia de
lenguaje humano para expresar los conceptos psicológicos, llamamos Dios.
Las
ideas que sobre este punto exponen algunos filósofos modernos son erróneas en
muchos aspectos, desde el punto de vista cabalístico. Hartmann califica sus
propias opiniones de prejuicio instintivo
y afirma que la experimentación no ha de tener por objeto la materia
propiamente dicha, sino las fuerzas que en ella actúan, de lo cual infiere que
la llamada materia es tan sólo agregación de fuerzas atómicas, pues de lo
contrario sería la materia una palabra sin sentido científico. Mas a pesar de
su sincera confesión, de que nada saben con seguridad acerca de ella, los
experimentadores físicos, fisiólogos y químicos divinizan la materia. Todo fenómeno con cuya explicación no
aciertan, sirve de incienso en el altar de la diosa predilecta de la ciencia.
Nadie
trata tan magistralmente este asunto como Schopenhauer en su Parerga. Estudia detenidamente el
magnetismo animal, la terapéutica simpática, la profecía, la magia, los
agüeros, las apariciones espectrales y otros fenómenos psíquicos, respecto de
lo cual dice: “Todas estas manifestaciones son ramas del mismo árbol y prueban
irrefutablemente la existencia de una categoría de seres pertenecientes a un
orden de la naturaleza muy distinto del que se basa en las leyes del espacio,
del tiempo y de la adaptación. Este otro orden es mucho más profundo porque es
el originario y directo, y de nada valen las comunes leyes de la naturaleza que
tan sólo atañen a la forma. Por lo tanto, bajo el régimen de este orden
superior, ni el tiempo ni el espacio pueden separar a las entidades
individuales, y la separación determinada por las formas corpóreas no son
barreras infranqueables para el intercambio de pensamientos y la inmediata
acción de la voluntad. De este modo pueden ocurrir cambios por procedimientos
completamente diferentes de la causalidad física, es decir, mediante la
voluntad manifestada en acción, externamente al individuo. Así resulta que el
carácter peculiar de las antedichas manifestaciones es la visión y acción a distancia, tanto respecto del tiempo como del
espacio. Esta acción a distancia es precisamente la característica fundamental
de la llamada magia, porque es la acción inmediata de nuestra voluntad, una
acción independiente de las condiciones causales de la acción física, es decir,
del contacto material.
“Además,
estas manifestaciones contradicen lógica y esencialmente el materialismo, y aún
el naturalismo, porque de ellas se infiere que el orden de cosas consideradas
por estas dos últimas escuelas como absolutas y exclusivamente legítimas,
resultan, por el contrario, superficiales y fenoménicas, en cuyo fondo hay algo
aparte y del todo independiente de
sus propias leyes. Por lo tanto, estas manifestaciones psíquicas son las más
importantes de cuantas se han ofrecido al estudio de observación, por lo menos
desde el punto de vista puramente filosófico, y todo científico está obligado a
conocerlas”.
La
comparación entre los filosóficos conceptos de Schopenhauer y las superficiales
generalidades de algunos académicos franceses, nos servirá tan sólo para
acreditar la valía intelectual de ambas escuelas. Ya hemos visto que la alemana
trata profundamente las cuestiones filosóficas y ahora podemos cotejarla con lo
mejor de cuanto el astrónomo Babinet y el químico Boussingault nos dicen de los
fenómenos psíquicos. En el curso de 1854 a 1855, presentaron estos dos
distinguidos intelectuales a la Academia de Ciencias de París, una memoria en
la que corroboraban y al mismo tiempo aclaraban la demasiado compleja hipótesis
con que el doctor Chevreuil explicaba el fenómeno de las mesas rotatorias,
investigado por la comisión científica de que formaba parte. Dice así:
LAS MESAS
ROTATORIAS
Ciertamente
que esta hipótesis resulta tan clara como una nebulosa de las observadas por el
astrónomo Babinet en noche de niebla. Pero, no obstante su claridad, le falta
la importantísima condición del sentido común. No sabemos si Babinet acepta o
no como último recurso la afirmación de Hartmann respecto a que “los visibles efectos de la materia son efectos de la fuerza”, y que para
tener claro concepto de la materia debemos tenerlo previamente de la fuerza. La
escuela a que pertenece Harmann, cuyos principios aceptan en parte los sabios
alemanes, enseña que el problema de la materia sólo puede resolverlo aquella fuerza
a cuyo conocimiento llama Schopenhauer “ciencia mágica” o “acción de la
voluntad”. Por lo tanto, es preciso saber ante todo si las “vibraciones
involuntarias del sistema muscular del experimentador” que al fin y al cabo son
“efectos de la materia” están determinadas por una voluntad externa al experimentador o propia de él. Si lo primero, sería un
epiléptico inconsciente, según Babinet; si lo segundo, atribuye las respuestas
inteligentes de la mesa parlante a un “ventriloquismo inconsciente”. Sabemos que,
según la escuela alemana, toda acción de la voluntad se manifiesta en fuerza, y
las manifestaciones de las fuerzas atómicas son acciones individuales de la
voluntad, que dan por resultado la espontánea precipitación de los átomos en
imágenes concretas, ya forjadas subjetivamente por la voluntad. De acuerdo con
su maestro Leucipo, enseñaba Demócrito que los átomos en el vacío fueron el principio de todas las
cosas existentes en el universo, entendiendo por vacío, en sentido cabalístico, la Divinidad latente cuya primera manifestación es la voluntad que comunica el primer impulso a los átomos que, al
cohesionarse, constituyen la materia. Sin embargo, el nombre de vacío es menos apropiado que su sinónimo
caos, porque, según los
peripatéticos, “la naturaleza tiene horror al vacío”.
Las
alegorías, aparte de otros elementos de juicio, demuestran que, mucho antes de
Demócrito, estaban ya familiarizados los antiguos con la idea de la
indestructibilidad de la materia. Movers define el concepto fenicio de la ideal
luz solar, diciendo que era la espiritual influencia emanada del supremo Dios, Iao, la luz tan sólo concebible por la
mente, el principio así físico como espiritual de todas las cosas del cual
emana el alma. Es la esencia masculina o sabiduría, mientras que el caos es la
esencia femenina. Así tenemos, que la materia y el espíritu eran ya para los
fenicios los dos principios coeternos e infinitos. Esta teoría es tan antigua
como el mundo, y no fue Demócrito su autor, pues la intuición del hombre
precedió al ulterior desenvolvimiento de su razón. Las escuelas materialistas
son incapaces de explicar los fenómenos ocultos, porque niegan a Dios, en quien
reside la Voluntad. Su desconocimiento de los fenómenos psíquicos, y lo absurdo
de las hipótesis con que pretenden explicarlos, dimanan de que a priori desdeñan cuanto puede
empujarles a trasponer los límites de las ciencias experimentales y entrar en
los dominios de la psicología o de la que no fuera incongruente llamar
fisiología metafísica. Los filósofos antiguos afirmaban que todas las cosas
visibles e invisibles surgían a la existencia por manifestación de la Voluntad,
a que Platón llamó Idea divina, y que
así como esta Idea da existencia objetiva a la materia con sólo enfocar su
voluntad en un centro de fuerzas localizadas, así también el hombre, el
microcosmos respecto del macrocosmos, da forma objetiva a la materia en
proporción del vigor de su voluntad. Los átomos imaginarios son como
operarios movidos automáticamente a influjo de la Voluntad universal que en
ellos se enfoca y, manifestada en fuerza, los pone en actividad. El proyecto
del futuro edificio está en la mente del Arquitecto y es reflejo de su voluntad
que, abstracta desde el momento de concebirlo, se concreta en cuanto los átomos
imaginarios obedecen a los puntos, líneas y formas trazadas en la mente del
divino geómetra.
LA ENERGÍA
ATÓMICA
Como
Dios crea, así crea el hombre. Dadle voluntad lo suficientemente vigorosa y
subjetivará las formas mentales, que muchos llaman alucinaciones, aunque para
quien las forja sean tan reales como los objetos tangibles. Si aumenta el vigor
de la voluntad e inteligentemente la dirige, condensará las formas en objetos
visibles. Este es el secreto de los secretos, y quien lo aprende, merece el
título de mago.
Los materialistas nada pueden argüir contra
esto, desde el punto en que para ellos es materia el pensamiento. Si tal
supusiéramos, tendríamos que el ingenioso mecanismo proyectado por el inventor,
las encantadoras escenas surgidas de la mente del poeta, los soberbios lienzos
pintados por la viva imaginación del artista, la incomparable estatua cincelada
en el pensamiento del escultor, los palacios y castillos planeados por el
arquitecto, debieran existir objetivamente, a pesar de ser subjetivos e invisibles,
porque el pensamiento, según los materialistas, es materia plasmada en forma.
¿Cómo negar entonces que haya hombres de voluntad lo bastante potente para
transportar al mundo visible estas creaciones mentales y revestirlas de materia
tangible?
Si
los científicos franceses no han cosechado laureles en el nuevo campo de
investigación, tampoco los cosecharon los científicos ingleses hasta que
Crookes se ofreció en holocausto por los pecados del mundo científico. Al cabo
de veinte años de desdenes, consiente Faraday en hablar un par de veces de este
asunto, no obstante servir su nombre de conjuro contra los hechizos del
espiritismo entre cuantos discuten los fenómenos psíquicos, y de ser ya notorio
que en su vida vio una mesa giratoria el ilustre físico, que se avergonzaba de
haber publicado sus investigaciones sobre tan degradante creencia. No tenemos
más que desdoblar unos cuantos olvidados números del Journal des Debats, correspondientes a la época en que actuaba en
Inglaterra un notable médium escocés, para restituir a pasados acontecimientos
su primitiva lozanía. En uno de dichos números se erige Foucault en campeón del
famoso físico inglés, diciendo: “No vaya a creerse que el insigne físico se ha
olvidado de sí mismo hasta el extremo de sentarse prosaicamente junto a una
mesa rotatorias. Entonces, ¿de qué se avergonzaba el caudillo de la filosofía
experimental? Aprovecharemos esta coyuntura para hablar del indicador de
Faraday, el famoso aparato que inventó para atrapar
a los médiums, es decir, para sorprender los fraudes mediumnímicos, según
describe el marqués de Mirville, en La
cuestión de los espíritus, esta complicada máquina cuyo recuerdo turba el
sueño de los médiums impostores.
LA FUERZA
MEDIUMNÍMICA
Para
comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón
adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían
por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es
que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser
significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la
misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba
incontrovertible de que el médium había empujado
el mueble.
Otro
aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño
dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el
mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este
dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza
que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la
existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza
pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera
independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice
de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza
desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y
los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de
tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta
índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?”
(37).
Con
mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría
parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo
Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de
Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos
que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los
vivos que de los muertos.
Resulta,
por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a
los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza
los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los
antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima
mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y
otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque
tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.
Apolonio
y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás,
“no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).
Así
llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con
toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber
heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se
atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños,
que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son
“ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que
crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.
Dice
un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las
estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los
misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni
instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los tostaba
sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este
propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en
su máxima Ecclesia non novit sanguinem,
quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.
Varios
de estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos
secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo
descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje
Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas,
pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de
ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y
sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos,
fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan
hoy mismo quienes más le escarnecen.
MILAGROS DE
BACON
En
un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y
basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido
presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina,
y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa
como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en
crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio,
hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se
difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado
con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de
los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba
enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos
de los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual
presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó
al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra
gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez
que los letrados mienten”.
Un
historiador moderno comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse
esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias
naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y
no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la
verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por
el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos
psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron
de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes
dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas
naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos,
pero completamente naturales”.
El
fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de
Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de
nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los
corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron
músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por
cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de
dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se
celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante
muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el
fenómeno que llama toque musical. Las
mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y
tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones
espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas
y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este
punto.
En
su tratado de Magia Natural, enumera
Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios
efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían
tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no
fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre
sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan
abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos
consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de
las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias
religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el
divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza
de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que
despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían
los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en
modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los
hechiceros.
Quienes
conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las
facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la
deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la
inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por
entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna,
aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo
diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada
de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos
impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era
para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y
poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas
ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber
reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en
los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas
cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar
sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio
Agripa y Filaleteo.
EL ESPECTRO
SIN ALMA
Si
los espiritistas quieren mantener la recta noción del mundo espiritual, no
deben consentir que los científicos investiguen fenómenos con estricto
propósito de experimentación, pues seguramente daría por resultado un parcial
redescubrimiento de la magia de Moisés y Paracelso. Bajo la engañosa belleza de
sus apariciones espectrales, podrían encubrirse las sílfides y ondinas de los
rosacruces, jugueteando en las corrientes de fuerza psíquica y de fuerza ódica.
Crookes
reconoce que la aparición espectral de Catalina King es una entidad, pero recela que no tenga alma y esté animada aquella
figura de hermoso cutis por el médium y los concurrentes. También los eruditos
autores de El universo invisible dan
de mano a su hipótesis electrobiológica y vislumbran la posibilidad de que el éter universal sea el álbum fotográfico de En-Soph, el infinito Ser.
FORMAS MATERIALIZADAS
Más
adelante daremos copiosas pruebas entresacadas de autores antiguos acerca de
esta evidente verdad. Por ahora repetiremos que ningún espíritu de los llamados
humanos por los espiritistas ha demostrado suficientemente su condición. Los
espíritus desencarnados pueden
comunicar su influencia subjetivamente
a los médiums y producir manifestaciones objetivas
a través de estos, pero no por sí mismos. Pueden disponer del cuerpo del médium
y expresar sus conceptos y deseos por los diversos procedimientos del
fenomenalismo psíquico, pero no materializar
lo inmaterial, es decir, su divina
esencia. Así es que toda materialización genuina está determinada o por la
voluntad del espíritu aparecido, o por los espíritus duendísticos que son
generalmente demasiado groseros para merecer el nombre de diablos. Rara vez son
capaces los espíritus de dominar a estos seres sin alma, siempre dispuestos a
tomar nombres pomposos; pero cuando los dominan, quedan sujetos como
polichinelas a cuanto les dicta el alma inmortal. Sin embargo, este dominio
requiere condiciones generalmente desconocidas aún de los espiritistas más
asiduos concurrentes a las sesiones, pues no a todo el que quiere le es dable
evocar espíritus humanos. Uno de los más poderosos estímulos de los difuntos,
es el intenso amor a sus deudos en la tierra, que irresistiblemente los empuja
hacia la corriente de luz astral, cuyas vibraciones enlazan el alma del ser
amado con el alma universal. Otro requisito importantísimo es la armonía y
pureza mental de los circunstantes.
Si
este razonamiento es erróneo, si las formas materializadas que aparecen en
oscuros aposentos, salidas de estancias aún más oscuras, fuesen espíritus de
difuntos, ¿a qué establecer diferencias entre ellas y los fantasmas que de
súbito aparecen sin gabinete de preparación ni médium comunicante? ¿Quién no ha
oído hablar de las almas en pena que
vagan por los lugares donde se perpetró algún crimen o vuelven movidas de
irresistibles ansias de necesidad no satisfecha y cuyas manos tienen el tacto
de la carne viva de modo que apenas
cabe distinguirlas de los vivos?
Conocemos
casos auténticos de súbitas apariciones espectrales, sin analogía alguna con
las incipientes materializaciones de nuestros días. El periódico Medium and Day Break, del 8 de
Septiembre de 1876, publicó una carta de una señora que durante sus viajes por
el continente presenció un fenómeno en una casa encantada. Dice uno de sus
párrafos: “En el oscuro rincón de la biblioteca resonó un extraño ruido y al
volver la vista eché de ver una nube de vapor luminoso... el espíritu apegado a
la tierra vagaba por el lugar maldito de sus fechorías”.
Este
espíritu era indudablemente un elemental auténtico que por espontánea
determinación se hizo visible, como lo son todos los espectros, pero
impalpable, o, a lo sumo, dando al tacto una sensación como si se metiera de
pronto la mano en el agua o se palpara una nube de vapor acuoso. Según la
descripción, era luminoso y vaporoso,
por lo que bien podemos colegir que sería la sombra personal del espíritu apegado a la tierra por el
remordimiento de crímenes propios, o a consecuencia de los ajenos. La muerte
encierra profundos misterios y las modernas materializaciones sólo sirven para
ridiculizarlos a los ojos de los indiferentes. A esto pueden replicar los
espiritistas diciendo que, por declaración explícitamente pública, hemos
presenciado personalmente dichas formas
materializadas. No tenemos reparo en reiterar el testimonio y decir que en
tales formas reconocimos la representación visible de conocidos, amigos y aun
parientes, y escuchamos de ellos palabras en idiomas orientales desconocidos
del médium y de todos los circunstantes, excepto de nosotros mismos. Nadie dejó
de considerar este hecho como prueba concluyente de las facultades del médium,
un zafio labriego llamado Vermont; pero aquellas formas no eran de las
personalidades que aparentaban ser, sino sencillamente simulaciones suyas,
plasmadas vívidamente por espíritus elementales y elementarios. No habíamos
tocado hasta ahora este punto, porque la masa general de espiritistas no estaba
preparada ni para escuchar siquiera, cuanto menos para creer en los espíritus
elementales y elementarios. Desde entonces se ha discutido públicamente este
punto y ya no resulta tan aventurado entregar a la voracidad de la crítica la
canosa filosofía de los antiguos, porque la cultura general ha evolucionado lo
bastante para tomarla en consideración y estudiarla sin apasionamiento. Dos
años de agitación mental han mejorado notablemente la mentalidad colectiva.
Asegura
Pausanias que cuatro siglos después de la batalla de Maratón, se oían en el
campo los relinchos de los caballos y el vocerío de los combatientes.
Suponiendo que vagasen por aquel lugar los espíritus de los soldados muertos en
la batalla, resultaría que aparecieron en figura espectral o fantástica, y no en
forma materializada. Pero ¿qué causa tenían los relinchos? ¿Eran los espíritus
de los caballos? Si admitimos, contra toda verdad, que los caballos tienen
alma, habremos de confesar que el alma inmortal de los soldados muertos
relinchaba para reproducir con mayor y más dramática viveza la bélica escena.
Repetidas veces se han visto aparecer fantasmas de animales domésticos, y el
testimonio en este caso es tan fidedigno como el referente a las apariciones de
espectros humanos. ¿Quién simula entonces la figura espectral de estos
animales? ¿Los espíritus humanos? La cuestión está encerrada en un dilema: o
los animales tienen alma y espíritu como el hombre, o forzosamente hemos de
aceptar con Porfirio la existencia en el mundo invisible de una especie de demonios
maliciosos y embusteros, una clase de seres intermedios entre el hombre y los
dioses, que se complacen en asumir cuantas formas les viene bien remedar, desde
la del hombre a la de los animales (42).
ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
Pero
antes de resolver la cuestión de si los espectros zoóticos, con tanta
frecuencia aparecidos, están animados por el espíritu del animal, conviene
examinar cuidadosamente su manera de conducirse. ¿Proceden estos espectros en
armonía con las costumbres, instintos y características de sus congéneres en
vida? ¿Muestran los fieros su natural acometividad y los mansos su peculiar
timidez, o bien se descubre en estos contrariamente a su índole la maligna
disposición de molestar al hombre en vez de rehuir su presencia? Muchas
víctimas de estas obsesiones, como por ejemplo en el caso de Salem y otros
hechizos igualmente comprobados, afirmaron haber visto entrar en sus aposentos
fantasmasde perros, gatos, cerdos y otros animales, que se les subían a la cama
y les hablaban incitándoles al suicidio y
otros crímenes. En el auténtico caso de Isabel Eslinger, descrito por
Kerner, el espectro del cura de Wimmenthal iba acompañado de un enorme
perro negro, que, según declaración de numerosos testigos, saltaba a las camas
de los presos. En cierta ocasión se apareció el cura con un cordero y en otra
con dos. Además, la mayor parte de los acusados en el proceso de Salem
confesaron que por encargo de la hechicera habían hecho sortilegios y maquinado
maldades valiéndose de unos pájaros amarillos que se les posaban en los hombros
y en las vigas del techo.
Por
lo tanto, so pena de invalidar los múltiples testimonios de todo país y época y
atribuir el monopolio de la clarividencia a los modernos médiums, hemos de
reconocer que los espectros de animales denotan los peores rasgos de la más
depravada naturaleza humana, a pesar de no ser en modo alguno humanos. ¿Qué
serán, entonces, sino elementales? Descartes fue uno de los pocos que se
atrevieron a decir que a la medicina oculta se le deberían descubrimientos
destinados a dilatar los dominios de la filosofía; y Brierre de Boismont, no
sólo compartía esta esperanza, sino que explícitamente manifestaba sus
simpatías por el supernaturalismo a que llamaba el “magno credo universal”.
Dice a este propósito: “Creo, de acuerdo con Guizot, que la existencia de la
sociedad está íntimamente ligada a lo sobrenatural y es inútil que el
racionalismo moderno lo rechace por no saber explicar las íntimas causas de los
fenómenos a pesar del positivismo de
que alardea. Lo sobrenatural está universalmente arraigado en el fondo de todos
los corazones. Los hombres de mayor talento son sus más ardorosos discípulos.
Colón
descubrió el continente americano, y Américo Vespucio le usurpó la nombradía
del descubrimiento. Paracelso redescubrió las secretas propiedades del imán (el
hueso de Horus, como le llamaban los antiguos, que doce siglos atrás se valían
de él en los Misterios teúrgicos) y fundó la escuela teúrgico-magnética de la
Edad Media. Sin embargo, Mesmer, que tres siglos después de Paracelso continuó
su escuela, usurpó la fama al insigne filósofo ígneo, que acabó sus días en un
hospital. Tal es el mundo. Los nuevos descubrimientos son hijos de la ciencia
antigua. Los hombres se suceden sin alteración de la naturaleza humana.
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