El Apocalipsis, como el Libro de
Job, es un alegórico relato de los Misterios y de la iniciación en ellos de
un candidato, personificado en el mismo San Juan. Así lo comprenderán
necesariamente los masones de grado superior, pues los números siete, doce y
otros, tan cabalísticos como estos, bastan para esclarecer las tenebrosidades
de dicho libro. Tal era también la opinión de Paracelso.
El siguiente pasaje desvanece toda duda sobre el
particular:
Al vencedor daré yo
maná escondido y le daré una piedrecita blanca y en la piedrecita un nuevo
nombre escrito, que no sabe ninguno sino aquel que lo recibe (9).
¿Qué maestro masón titubeará en reconocer en esta
inscripción la misma con que hemos epigrafiado el presente capítulo?
En los Misterios de Mithra, el neófito que triunfaba
de las doce pruebas precedentes a la iniciación recibía una hostia de pan ázimo
con figuras en ambas caras, que entre otros simbolismos tenía el del disco
solar, y se la llamaba también “pan celeste” o “maná”. Rociaban después al
candidato con la sangre de un cordero
o de un toro sacrificado al efecto,
como cuando la iniciación del emperador Juliano, y se le comunicaban las siete reglas misteriosas equivalentes a
los siete sellos de que nos habla el evangelista Juan (10), quien
indudablemente alude a esta ceremonia.
Los amuletos católicos (11) y las reliquias
bendecidas por los pontífices romanos tienen el mismo origen que las piedras y
pergaminos mágicos de Efeso, las filactrias
(...) hebreas con versículos de la Escritura y los amuletos mahometanos con
versículos del Corán. Todos sirven igualmente para proteger a quien cree en su
eficacia y encima los lleva. Así es que cuando Epifanio reconviene a los
maniqueos por el uso de amuletos (periapta), que califica de supersticiones y
fraudes, debe incluir en la reconvención los amuletos de la Iglesia romana.
Pero la consecuencia es una virtud que la influencia
jesuítica va debilitando más y más entre los clericales. El astuto, solapado, sagaz
y terrible jesuitismo es como el alma de la Iglesia romana, de cuyo poder
espiritual se apoderó por entero. Conviene, pues, comparar la moral jesuítica
con la de los antiguos tanaímes y teurgos, para descubrir la íntima relación
que con las sociedades secretas tienen los arteros enemigos de toda reforma. No
hay en la antigüedad escuela ni asociación ni secta alguna que se parezca
siquiera a la Compañía de Jesús, contra cuyas tendencias se levantaron
generales protestas apenas nacida (12), pues a los quince años de su
constitución se deshicieron de ella los gobiernos de Europa. Portugal y los
Países Bajos expulsaron a los jesuitas en 1578; Francia en 1594; la república
de Venecia en 1606; Nápoles en 1622; Rusia en 1820 (13).
Desde su adolescencia mostró la Compañía de Jesús
las mañas que todo el mundo le reconoce, y que han causado más daños morales
que las infernales huestes del mítico Satán. No le parecerá exagerada esta
afirmación al lector cuando se entere de los principios, máximas y reglas de
los jesuitas, entresacados de sus propios autores y de la obra mandada publicar
por decreto del Parlamento francés (5 de Marzo de 1762) y revisada por la
comisión que se nombró al efecto (14). Esta obra fue presentada al monarca para
que, como hijo primogénito de la Iglesia, adviertiese la perversidad de (como
dice textualmente el decreto del Parlamento) “una doctrina que permite el robo,
el asesinato, el perjurio, la fornicación, el parricidio y el regicidio, y
sobre las ruinas de la religión quiere erigir la superstición, la hechicería, la impiedad y la idolatría”.
Veamos primero las ideas sustentadas por los
jesuitas respecto de la magia.
Dice Antonio Escobar:
Es lícito el uso del conocimiento adquirido por
mediación del demonio, con tal que no se emplee en provecho del demonio, pues
el conocimiento es bueno en sí mismo y se borró el pecado cometido al
adquirirlo (15).
PRECEPTOS JESUÍTICOS
Esto
supuesto, ¿por qué no han de poder los jesuitas engañar al diablo como engañan
a las gentes?
Dice el mismo
P. Escobar en otro pasaje:
¿Los astrólogos y
adivinos están o no obligados a restituir el estipendio si no sucede lo que
vaticinaron? Opino que no están obligados, porque cuando un astrólogo o adivino
ha puesto toda su diligencia en el diabólico arte, sin el que no le fuera
posible lograr su objeto, ha cumplido ya con su deber, sea cual fuese el
resultado. Así como el médico no está obligado a restituir los honorarios si el
enfermo muere, tampoco lo está el astrólogo a la restitución de los suyos si
hace cuanto puede; con lo que no engaña, a menos que por desconocimiento del
arte embauque a las gentes (16).
En punto a astrología, dice el jesuita Arsdekin:
Si alguien afirma por
conjeturas fundadas en la influencia de los astros y en el carácter y
disposición de un niño, que será soldado, sacerdote u obispo, este vaticinio
estará libre de todo pecado, porque los astros y la disposición natural pueden
inclinar la voluntad humana en determinado sentido, pero no obligarla a
seguirlo (17).
Por su parte, añaden Busembaum y Lacroix:
Se considera lícita
la quiromancia, si por medio de las rayas y divisiones de las manos puede
colegirse el temperamento del cuerpo y conjeturar con mucha probabilidad los
afectos e inclinaciones del ánimo (18).
A pesar de las afirmaciones contrarias, ha resultado
que la Compañía de Jesús pertenece en uno de sus aspectos al linaje de las
sociedades secretas. Sus constituciones, traducidas al latín en 1558 por el P.
Polanco e impresas en Roma, se mantuvieron en riguroso secreto (19), hasta que
en 1761 mandó publicarlas el Parlamento francés cuando el famoso proceso del P.
Lavalette.
Los grandes de la orden son seis, a saber: novicios,
hermanos, sacerdotes, coadjutores, profesos de tres votos y profesos de cinco
votos. Además, hay un séptimo grado secreto, tan sólo conocido del general de
la orden y de unos cuantos dignatarios, en que consiste el terrible y
misterioso poder de la Compañía, uno de cuyos mayores timbres de gloria es para
ellos la reorganización del sanguinario tribunal del Santo Oficio, a instancias
de Loyola.
Los jesuitas son hoy día omnipotentes en la curia
romana e influyen decisivamente en las congregaciones de cardenales y en la
secretaría de Estado, de modo que antes de la ocupación de Roma pudo decirse
que estaba en sus manos el gobierno pontificio.
Respecto a su organización interna dice Mackenzie:
La Compañía de Jesús
tiene signos secretos y contraseñas distintas para cada uno de los grados, y
como no llevan divisa alguna exterior es muy difícil reconocerlos, a no ser por
declaración propia, pues según el encargo que reciban se presentan como
católicos o protestantes, plebeyos o aristócratas, fanáticos o escépticos.
Tienen espías en todas partes y en todas las clases sociales, y se fingen
mentecatos cuando así les conviene. Hay jesuitas de ambos sexos y de toda edad
que se inmiscuyen por doquiera, hasta el punto de haber algunos de familias
distinguidas y complexión delicada, que no obstante están de criados en casas
de protestantes para mejor servir los intereses de la Compañía. Nunca nos
precaveremos suficientemente contra su influjo, pues como la Orden se funda en
la absoluta y ciega obediencia, puede convertir toda su fuerza hacia
determinado punto (20).
Por su parte, sostienen los jesuitas que “la Orden
no es de institución humana sino que la fundó el mismo Jesús al trazarle la
regla de conducta, primero con su ejemplo y después con su palabra” (21).
Veamos, pues, esta regla de conducta, y entérense de
ella los cristianos piadosos. Al efecto, entresacaremos los siguientes pasajes
de obras de los mismos jesuitas:
Si lo manda Dios es
lícito matar a un inocente, robar y fornicar; porque Dios es Señor de vida y
muerte y de todas las cosas, y debemos por lo tanto cumplir sus órdenes (22).
El religioso que
temporáneamente se despoja del hábito con algún propósito criminal, no comete pecado abominable ni tampoco incurre
en pena de excomunión (23).
¿Está obligado un
juez a restituir el estipendio que recibió por dictar sentencia? Si se lo
dieron con intento de que fallase injustamente, es muy probable que se pueda
quedar con él, pues tal es el sentir de cincuenta y ocho tratadistas (24).
LA PASTORAL DE
CAMBRAY
No sigamos adelante, porque tan repugnantes por lo
hipócritas, licenciosos y desmoralizadores son estos preceptos, que no es
prudente traducir del latín muchos de ellos (25), y así tan sólo citaremos más
adelante los menos espinosos.
Pero ¿qué porvenir aguarda al mundo católico si ha
de continuar dominado por esta nefanda sociedad? No será muy lisonjero desde el
momento en que el mismo cardenal arzobispo de Cambray levanta su voz en pro de
los jesuitas, aunque como han transcurrido ya dos siglos de la exposición de
tan abominables principios, les ha sobrado tiempo a los jesuitas para amañar su
defensa con mentiras afortunadas, de modo que la mayoría de católicos jamás
creerán a sus acusadores. El pontífice Clemente XIV suprimió la Compañía de
Jesús el 23 de Julio de 1773, y sin embargo la restableció Pío VII el 7 de
Agosto de 1814.
Pero copiemos el extracto que de la pastoral del
arzobispo de Cambray publica un periódico. Dice así:
... Los enemigos de
la religión han establecido distinciones entre el clericalismo, ultramontanismo
y jesuitismo, que son una sola y misma cosa, esto es, el catolicismo. Hubo
tiempo en que predominó en Francia cierta opinión respecto a la autoridad del
Papa, pero estaba circunscrita a nuestra nación y era de origen reciente. La
potestad civil asumió durante siglo y medio la enseñanza oficial. Los
partidarios de estas doctrinas se llamaron galicanos, y los oponentes
recibieron el calificativo de ultramontanos por estar Roma más allá de los
Alpes. Hoy día ya no cabe distinguir entre galicanos y ultramontanos, porque la
doctrina ortodoxa se declaró en contra de la iglesia nacionalizada, según
decisión del concilio ecuménico del Vaticano. No es posible ser hoy católico
sin ser al propio tiempo ultramontano y jesuita.
Esto define la cuestión. Prescindiendo de
comentarios, compararemos la preceptiva moral de los jesuitas con la de los
místicos y fraternidades de la antigüedad, a fin de que el lector pueda juzgar
imparcialmente entre ambos extremos.
El rabino Jehoshua-ben-Chananea (26) declaró que
había operado milagros por virtud del libro del Sepher Yetzireh, y retaba a cuantos no lo creyeran (27).
Simón el Mago era indudablemente discípulo de los
tanaímes de Samaria, y la fama adquirida con sus prodigios, que le valieron el
sobrenombre de “gran poder de Dios”, es prueba elocuente de la sabiduría de sus
maestros. Ningún cristiano aventajaba a Simón en virtud taumatúrgica, a pesar
de las calumniosas imputaciones contra él lanzadas por los compiladores de los Hechos de los apóstoles. Es de todo
punto ridícula la leyenda de que habiéndose elevado Simón en el aire, cayóse de
pronto por ruegos de San Pedro y se quebró las piernas en la caída. En vez de
impetrar de Dios el fracaso de su rival, hubiera debido el apóstol pedir el
auxilio necesario para prevalecer taumatúrgicamente contra Simón y sobrepujarle
en prodigios, pues lograra con ello manifestar más fácilmente la superioridad
de su poder y convertir millones de gentiles y judíos al cristianismo. La
posteridad sólo conoce un aspecto de esta leyenda, y seguramente que de
favorecer la fortuna a los discípulos de Simón diría hoy la historia que fue
Pedro el perniquebrado, si no supiéramos que este apóstol tenía bastante
prudencia para no presentarse en Roma. según confiesan varios historiadores
eclesiásticos, ningún apóstol aventajó a Simón en “maravillas sobrenaturales”;
pero las gentes piadosas replicarán diciendo que esto demuestra precisamente
que Simón actuaba por obra del diablo.
LA MENTIRA COHONESTADA
Acusaron a Simón de blasfemia contra el Espíritu
Santo, porque lo consideraba en el femenino aspecto de Mente matriz de todas
las cosas, sin advertir que el mismo concepto expresa el Libro de Enoch cuando contrapone al “Hijo del Hombre” el “Hijo de
la Mujer”, así como el apócrifo Evangelio de los hebreos, cuando dice que Jesús
reconocía el aspecto femenino del Espíritu Santo en la expresión: mi Madre, el santo Pneuma. El mismo
concepto exponen corrientemente el Código
de los nazarenos, el Zohar y los Libros de Hermes.
Pero las blasfemias de Simón y de todos los herejes,
¿qué son comparadas con las de los jesuitas que de tal suerte han dominado al
pontificado y al orbe católico? Oigámoslos de nuevo:
Haced lo que vuestra
conciencia os represente por bueno y lícito, pero si por invencible error
creéis que os manda Dios mentir y blasfemar, blasfemad.
No hagáis lo que
repugne a vuestra conciencia, y si por invencible error creéis que Dios prohibe
tributarle culto, dejad el culto de Dios (28).
Obedeced los dictados
de vuestra conciencia, sin importar que sean invenciblemente erróneos, de modo
que si creéis que os está mandada una mentira, mentid (29).
Si un católico cree
invenciblemente que está prohibido el culto de lasimágenes y las adora, no
tendrá Jesucristo más remedio que decirle: Apártate
de mí, maldito, porque adoraste mi imagen. Así tampoco es absurdo suponer
que Jesucristo pueda decir: Ven, bendito,
porque mentiste, creído de que yo te mandaba mentir (30).
No hay palabras lo suficientemente expresivas para
manifestar la aversión que en toda conciencia honrada ha de promover tan
estupenda preceptiva. Sea el silencio,
nacido de una repugnancia invencible,
el mejor comentario de semejantes extravíos morales.
Cuando en 1606 fueron expulsados de Venecia los
jesuitas, se sublevó contra ellos violentamente el sentimiento popular. La
multitud siguió tras los expulsados hasta el embarcadero, despidiéndoles con
gritos de: ¡id enhoramala! Según
comenta Michelet, de quien tomamos estos datos, aquel grito no cesó de resonar
en los dos siglos siguientes: en Bohemia el año 1618; en la India el de 1623, y
en toda la cristiandad en 1773.
¿Cómo es posible, pues, acusar de impiedad a Simón
el Mago si obedecía los invencibles dictados de su conciencia? ¿Y bajo qué
aspecto han sido los herejes y los mismos infieles de peor especie que los
jesuitas? Oigamos a los de Caen:
La religión cristiana
es evidentemente creíble, pero no evidentemente verdadera. Es evidentemente
creíble porque quienquiera que la abraza obra con prudencia; pero no es
evidentemente verdadera porque o bien enseña oscuramente las cosas o son
oscuras las cosas que enseña. Y quienes afirman que la religión cristiana es
evidentemente verdadera, se ven obligados a confesar que es evidentemente
falsa.
De esto se infiere:
1.º Que no es evidente que en el mundo haya en la
actualidad una religión verdadera.
2.º Que no es evidente que la religión cristiana
sea entre todas la verdadera, porque ¿acaso habéis viajado por todos los países
del mundo y conocéis las religiones que profesan?
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4.º Que no es evidente que los profetas
estuviesen inspirados por Dios, pues tanto pudieron vaticinar por profecía como
por mera conjetura.
5.º Que no es evidente la realidad de los
milagros de Jesucristo, aunque nadie pueda prudentemente negarlos.
Tampoco es necesario
que los cristianos confiesen explícitamente que creen en Jesucristo, en la
Trinidad, en el decálogo y los artículos de la fe, pues basta que crean como
los judíos en Dios y en su justicia remunerativa (31).
Por nuestra parte inferiremos de todo esto que es
más que evidente que al más solemne embustero del mundo se le puede escapar tal
o cual verdad en determinados momentos de su vida. Ejemplo de ello son los
autores jesuitas, hasta el punto de que es fácil advertir de dónde salieron los
anatemas del concilio ecuménico de 1870 contra ciertas herejías y la definición
de nuevos dogmas, cuyos inspiradores eran quienes menos creían en ellos. La
historia no sabe todavía que el octogenario Pío IX, engreído de su recientemente
definida infalibilidad, es eco fidelísimo de los jesuitas. Así dice Michelet:
Un tembloroso
valetudinario se ve levantado sobre el pavés del Vaticano. Todo queda absorbido
y limitado en él... Durante quince siglos la cristiandad había estado sometida
al yugo espiritual de la Iglesia, pero esto no bastaba, pues les era necesario
que el mundo entero se doblegase bajo la mano de un solo dueño. Pero como mis
palabras serían demasiado débiles, tomaré las del obispo de París, cuando en
pleno concilio de Trento decía que “los jesuitas han querido convertir a la
esposa de Cristo en la concubina esclava de los caprichos de un hombre (32).
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