PROFECÍA DE HERMES
Los jesuitas se salieron con la suya. Desde la
definición de la infalibilidad, la Iglesia es un ciego instrumento y el Papa un
agente servil de la Compañía de Jesús. ¿Hasta cuándo? Mientras les llega el
fin, pueden los cristianos sinceros recordar las proféticas lamentaciones de
Hermes Trismegisto sobre su propio país, en que decía:
¡Ay, hijo mío! Día
llegará en que los sagrados jeroglíficos parezcan ídolos, porque el mundo
tomará por dioses los emblemas de la ciencia y acusará al glorioso Egipto de
haber adorado monstruos infernales. Pero quienes de este modo nos calumnian
adorarán a la muerte en lugar de la vida, y a la locura en vez de la sabiduría.
Abominarán del amor y de la fecundidad, llenarán sus templos de huesos de
muerto que llamarán reliquias, y malograrán su juventud en soledad y llanto.
Sus vírgenes preferirán ser monjas a ser esposas y se consumirán en el dolor,
porque los hombres habrán profanado con menosprecio los sagrados misterios de
Isis (33).
Del acierto de esta profecía nos da prueba el
siguiente pasaje:
La opinión más
razonable es que todas las cosas inanimadas e irracionales pueden ser objeto de
adoración. Quien comprenda debidamente la doctrina expuesta, advertirá que no
sólo las imágenes pintadas y toda representación de cosas santas expuesta por
la autoridad eclesiástica al culto de Dios puede ser adorada como si fuese el
mismo Dios, sino cualquier otra cosa de este mundo, sea de naturaleza
inanimada, racional o irracional.
¿Por qué no adorar y
venerar como a Dios sin peligro alguno cualquier cosa de este mundo, puesto que
Dios está en ella en esencia (34) y la conserva continuamente con Su poder?
Cuando nos inclinamos ante ella y la besamos, nos presentamos ante Dios su
autor con toda nuestra alma, considerándole como el prototipo de la imagen
(35). A esto podemos añadir, que puesto es obra de Dios todo lo de este mundo y
Dios de continuo mora y labora en el mundo, más fácil nos será conocer a Dios
por las cosas del mundo que a un santo por los vestidos que le pertenecieron.
Por lo tanto, sin tener en cuenta la
dignidad de la cosa creada, no es vano ni supersticioso sino puro acto de
religión besar el objeto adorado o arrodillarnos sumisamente ante él, con tal
que dirijamos a Dios nuestro pensamiento (36).
Aunque la doctrina expuesta en este pasaje no
redunde en honor de la Iglesia cristiana, puede al menos aprovechar a los
llamados “paganos” para redargüir con ella cuando se les eche en cara su
idolatría.
La profecía de Hermes es mucho más diáfana que las
de Isaías, que facilitaron pretexto para calificar de demonios a los dioses
gentilicios. Pero los hechos suelen tener mayor consistencia que la más robusta
fe. Todo cuanto los judíos sabían lo aprendieron de pueblos más antiguos. Los
magos caldeos les enseñaron la doctrina secreta durante la cautividad de
Babilonia.
Plinio menciona tres escuelas de magia: una de
origen desconocido por lo antigua; la segunda fundada por Osthanes y Zoroastro;
la tercera establecida por Moisés y Jambres. Sin embargo, estas mismas escuelas
derivaron sus enseñanzas de la India, de las comarcas que se extienden a uno y
otro lado de los Himalayas. lAs arenas del desierto de Gobi, en el Turquestán
oriental, encubren más de un secreto y los sabios del Khotan han perpetuado
curiosas tradiciones y raros conocimientos alquímicos.
Dice Bunsen que las oraciones e himnos del Libro de los Muertos datan de la
dinastía premenista (37) de Abydos, por los años 4500 a 3100 antes de J. C. El
sabio egiptólogo remonta al año 3059 el reinado de Menes o establecimiento del
imperio nacional, antes de cuya época se conocía ya el culto de Osiris y demás
divinidades de la mitología egipcia (38).
Por otra parte, Bunsen nos lleva mucho más atrás de
los cuatro mil años computados por la Biblia a la actual edad del mundo, y en
los himnos correspondientes a esta preadámica era encontramos preceptos morales
idénticos en el fondo y muy parecidos en la forma a la doctrina expuesta por
Jesús en el sermón de la montaña. Así se infiere de las investigaciones
llevadas a efecto por los más eminentes egiptólogos y hierólogos. Dice Bunsen
sobre el particular:
Las inscripciones de
la duodécima dinastía abundan en fórmulas ritualísticas correspondientes a muy
primitivos tiempos, así como se ven extractos de los libros herméticos en los
monumentos de las primeras dinastías... De estas inscripciones se infiere que
para los egipcios el primer fundamento de piedad consistía en dar de comer al
hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y enterrar a los muertos.
En aquella época se conocía ya la doctrina de la inmortalidad del alma, según
demuestra la tablilla n.º 562 del Museo británico (39).
LAS ÁNIMAS VIVIENTES
Y acaso sea mucho más antigua, porque se remonta, en
efecto, a la edad en que el alma era un ser objetivo,
y por lo tanto no podía negarse a sí
misma, cuando la espiritualidad de la raza humana no conocía la muerte.
Hacia la declinación del ciclo de vida, el etéreo hombre espiritual cayó en dulce sueño de transitoria inconsciencia
para despertar en todavía más alta y luminosa esfera; pero así como el hombre
espiritual se esfuerza continuamente en ascender a su fuente originaria,
pasando por los ciclos y esferas de la vida individual, el hombre físico había
de incorporarse al ciclo máximo de la creación universal hasta revestirse de
carne. Entonces quedó el alma demasiado abrumada por el peso de las terrestres
vestiduras para reconocerse a sí misma, excepto en aquellas naturalezas
delicadas, que escasean más y más en cada ciclo.
Sin embargo, ningún pueblo prehistórico negó jamás
la existencia del verdadero hombre, del Yo superior, pues la filosofía antigua
enseñaba que sólo el espíritu es inmortal y que el alma no es por sí misma
eterna ni divina, sino que, unida íntimamente a su envoltura terrestre, se
convierte en la mente finita, en el principio de la vida animal o nephesh de las Escrituras hebreas, según
se infiere de los siguientes pasajes:
Y crió Dios las
grandes ballenas y toda ánima (nephesh)
que vive y se mueve (40).
Con esto se da a entender la creación de los
animales.
... Y fue hecho el
hombre en ánima (nephesh) viviente
(41).
Aquí vemos que la palabra nephesh se aplica indistintamente al hombre inmortal y al bruto mortal.
Porque la sangre de
vuestras ánimas (nephesh) demandaré
de mano de todas las bestias (42).
Salva tu ánima (nephesh) (43).
No le quites la vida
(nephesh) (44).
El que hiriere animal
restituirá otro en su lugar, esto es, alma por alma (nephesh por nephesh)
(45).
En los libros de los Reyes también se toma la
palabra nephesh por sinónima de vida
y alma (46).
Verdaderamente, muy poco podemos aprender en el Antiguo Testamento respecto a la
inmortalidad del alma, a menos de leerlo cabalísticamente para desentrañar su
oculto significado. El vulgo de los hebreos no tuvo ni tiene la más ligera idea
de la distinción entre alma y espíritu, pues confunde los conceptos de vida, sangre y alma, llamando a esta
última soplo de vida. Los traductores de la Biblia
han tergiversado de tal modo los conceptos, que únicamente los cabalistas
pueden restablecer el significado original.
La doctrina de la naturaleza trina del hombre está
explícitamente expuesta en los libros herméticos, en la filosofía de Platón y
en las doctrinas induísta y budista. Sin embargo, es una de las enseñanzas más
importantes y menos comprendidas de la ciencia hermética. Los Misterios
egipcios, de los que sólo conoce el mundo lo poco que de ellos nos dicen las Metamorfosis de Apuleyo, ejercitaban a
los iniciados en las más heroicas virtudes y le transmitían conocimientos que
en vano buscan en los libros cabalísticos los modernos investigadores, y que
las enigmáticas enseñanzas de la Iglesia romana, inspirada por los jesuitas,
serán incapaces de descubrir. Resulta, por lo tanto, un agravio para las
antiguas confraternidades secretas de iniciados comparar sus doctrinas con las
alucinaciones de los discípulos de Loyola, por sinceros que fuesen en los primeros
tiempos de la Orden.
Uno de los más poderosos obstáculos para la
iniciación, así entre los egipcios como entre los griegos, era el haber
derramado sangre humana en cualquiera de las modalidades del homicidio. En
cambio, una de las mayores recomendaciones para el ingreso en la Compañía de
Jesús es el haber cometido o estar dispuesto a perpetrar un asesinato en
defensa del jesuitismo, según se colige del siguiente pasaje:
Los hijos que
profesen la religión católica pueden acusar a sus padres del crimen de herejía
si tratan de apartarlos de la fe; y esto aunque sepan de antemano que han de
ser condenados a muerte en hoguera, como Tolet enseña... Y no sólo pueden
negarles el alimento, sino también matarlos con justicia (47).
Sabido es que el emperador Nerón jamás se atrevió a
solicitar la entrada en los Misterios a causa de haber dado muerte a su madre
Agripina. En cambio, oigamos lo que dice un jesuita acerca del homicidio:
Si un adúltero,
aunque sea eclesiástico, mata al marido al verse atacado por éste, no se le
debe culpar (48).
Si un padre estuviese
en el destierro por peligros a la
seguridad del Estado y al orden social, y no hubiese otro medio de librarse de
él, aprobaría que su propio hijo le diese muerte (49).
Al clérigo secular o
regular le es lícito matar al calumniador de su persona o de su orden (50).
Y así son los demás ejemplos que nos dan las
autoridades de la Orden para establecer como regla que un católico puede
quebrantar las leyes humanas hasta el crimen, sin menoscabo de su jesuítica santidad.
Veamos ahora qué principios morales enseñaban los egipcios antes de que los
jesuitas perfeccionasen la ética de tan curiosa manera.
MORAL EGIPCIA
En las ciudades importantes de Egipto estaba el
cementerio separado de la población por un lago sagrado, en cuya margen se
reunían los cuarenta y dos jueces encargados de juzgar al alma del difunto, de
la propia suerte que el Libro de los
muertos nos representa el juicio del alma en el mundo espiritual. Si los
jueces se pronunciaban unánimemente a favor del alma, el barquero conducía el
cadáver a través del lago hasta el lugar del enterramiento, y terminada la
fúnebre ceremonia regresaban los sacerdotes al sagrado recinto, donde el al-om-jah (51) instruía a los neófitos
acerca del drama que en aquellos momentos se desenvolvía en el mundo invisible,
y fortalecía su creencia en la inmortalidad del alma.
El Crata Nepoa
(52) describe como sigue los siete grados
de la iniciación:
El neófito pasaba en la escuela de Tebas por las
doce pruebas preliminares, se le intimaba a dominar sus pasiones y no apartar
ni un momento de Dios su pensamiento. Después había de subir varias escaleras y
vagar a oscuras por una cripta de muchas puertas, pero todas ellas cerradas,
para simbolizar en esta ceremonia la peregrinación del alma no purificada. Si
triunfaba de las terribles pruebas preliminares recibía los tres primeros
grados de iniciación, que se llamaban Pastophoris,
Neocoris y Melanephoris. Después
se le conducía a una vasta cripta llena de momias colocadas con mucho aparato,
y se le dejaba frente a un ataúd con el mutilado cuerpo de Osiris. Esta cripta
se llamaba “Puerta de la Muerte”, y seguramente aluden a ella el Libro de Job (53) y los Evangelios (54),
aunque equiparándolas con las puertas del infierno.
Vencida esta prueba, se le llevaba a la “Cámara de
los Espíritus” para que estos le juzgasen.
Entre las enseñanzas morales en que se instruía al
neófito, figuraban la abstención de todo género de venganza, el auxilio del
necesitado, aun con riesgo de la propia vida, honrar a los padres, enterrar a
los muertos, respetar a los ancianos, proteger a los débiles y pensar de
continuo en la muerte seguida de la resurrección en nuevo e imperecedero cuerpo
(55). La castidad era virtud rigurosamente prescrita en las iniciaciones, y el
adulterio estaba penado de muerte.
Al recibir el cuarto grado (Kristophores) se le comunicaba al candidato el misterioso nombre de
IAO y en el quinto (Balahala) se le
comunicarban los secretos de la alquimia (chemia)
en nombre de Horus.
En el sexto grado se le enseñaba la danza cíclica
sacerdotal que era un verdadero curso de astronomía, pues simbolizaba el
movimiento de los planetas. En el séptimo grado se le iniciaba en el misterio
final, después de pasar por la última prueba en el astronomus (56), y entonces recibía la cruz (tau) que al morir le colocaban sobre el pecho. Ya era hierofante.
FESTINES OBSCENOS
Cabe comparar la moral de los jesuitas con la de los
Misterios paganos, contra los que la Iglesia romana desencadena las iras de su
vengativo Dios. Si la Iglesia tuvo también sus ritos misteriosos, ¿serían tan
nobles, puros y morales ni más propicios a la ejemplaridad de una vida
virtuosa? Oigamos lo que dice Niccolini respecto a los modernos misterios del
claustro.
En la mayor parte de
monasterios y más particularmente en los de capuchinos y reformados, comienza
por Navidad una serie de fiestas que no terminan hasta Carnaval, y en ellas se
entregan los monjes a toda clase de juegos y diversiones, celebran suntuosos
banquetes y acuden al refectorio gran número de vecinos si está el convento
enclavado en una población de segundo orden. Por Carnaval son todavía más
espléndidos los festines, en cuyas mesas parece que la abundancia hubiese
derramado cumplidamente su cuerno, a pesar de que ambas órdenes son mendicantes
(57). Al sombrío silencio del claustro sucede entonces el bullicioso jolgorio
del festín, y en las tétricas bóvedas resuenan cantos muy distintos de la
salmodia. Termina la fiesta con un animado baile, en que para demostrar sin
duda cómo el voto de castidad ha desarraigado en ellos todo apetito carnal, se
presentan vestidos de mujer los monjes más jóvenes y los demás en traje de
caballero seglar. No podría por menos de repugnar al lector la escandalosa
escena que a todo esto se sigue. Baste decir que con frecuencia he sido
espectador de semejantes saturnales (58).
El ciclo está en descenso, y a medida que desciende,
la naturaleza física y pasional del hombre cobra mayores bríos a costa del Yo
superior (59).
Seguramente que apartaremos disgustados la vista de
esa farsa religiosa llamada cristianismo moderno, para convertirla a las nobles
creencias de la antigüedad.
En el Libro de
los Muertos, que Bunsen califica de “inestimable y misterioso libro”,
leemos un discurso que se supone dirigido por el difunto en representación de
Horus, enumerando todo cuanto ha hecho por su padre Osiris. Entre otras cosas,
dice el dios:
30.
Yo te di el espíritu.
31.
Yo te di el alma.
32.
Yo te di el cuerpo
(la fueza).
En otro pasaje, la entidad a que el difunto llama “Padre”
representa el espíritu humano, pues el versículo dice:
Yo llevé a mi alma a
que hablase con su Padre, con su
Espíritu (60).
Los egipcios creían que su Ritual era de inspiración divina, lo mismo que para los induístas
lo son los Vedas y la Biblia para los judíos. Según Bunsen y
Lepsius, la palabra hermético equivale
a inspirado, porque Thoth, la
Divinidad en persona, revela a sus elegidos los arcanos de las cosas divinas,
de modo que en los libros heméticos hay pasajes enteros que los egipcios suponían
“escritos por el mismo dedo de Thoth” (61).
Por su parte dice Lepsius:
En un período
posterior es todavía más distinguible el carácter hermético de estos libros,
pues en la inscripción grabada sobre un ataúd correspondiente a la
vigesimosexta dinastía, anuncia Horus al difunto que el mismo Thoth le ha
traído los libros de su palabra divina o Escrituras herméticas (62).
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