Juan. Arbolemos en los muros nuestras ondulantes
Banderas. Rey Enrique VI. Act. IV.
–He consagrado mi vida
Al estudio del hombre, de su destino y de su felicidad”. J. R.
BUCHANAN, M. D., Bosques de
Conferencias sobre Antropología.
Según se nos dice, hace
diecinueve siglos que la divina luz del cristianismo disipó las tinieblas del
paganismo, y dos siglos y medio que la refulgente lámpara de la ciencia moderna
empezó a iluminar la obscura ignorancia de los tiempos. Se afirma que el
verdadero progreso moral e intelectual de la raza se ha realizado en estas dos
épocas. Que los antiguos filósofos eran suficientemente sabios para su tiempo,
pero poco menos que iletrados en comparación de nuestros modernos hombres de
ciencia. La moral pagana bastó a las necesidades de la inculta antigüedad,
hasta que la luminosa “Estrella de Bethlehem” mostró el camino de la perfección
moral y allanó el de la salvación. En la Antigüedad, el embrutecimiento era
regla, la virtud y el espiritualismo excepción. Ahora, el más empedernido puede
conocer la voluntad de Dios en su palabra revelada; todos los hombres desean
ser buenos y mejoran constantemente.
Tal
es la proposición: ¿qué nos dicen los hechos? Por una parte, un clero
materializado, dogmático y con demasiada frecuencia corrompido; una hueste de
sectas y tres grandes religiones en guerra; discordia en lugar de unión; dogmas
sin pruebas; predicadores efectistas; sed placeres y riquezas en feligreses
solapados e hipócritas, por exigencias de la respetabilidad. Ésta es la regla
del día; la sinceridad y verdadera piedad la excepción. Por otra parte,
hipótesis científicas edificadas sobre arena; ni en la más sencilla cuestión,
acuerdo; rencorosas querellas y envidias; impulso general hacia el
materialismo; lucha a muerte entre la ciencia y la teología por la
infalibilidad: “Un conflicto de épocas”.
En
Roma, que a sí propia se llama centro de la cristiandad, el putativo sucesor de
Pedro mina el orden social con su invisible pero omnipotente red de astutos
agentes, y les incita a revolucionar la Europa a favor de su supremacía de
espiritual y temporal. Vemos al que se llama Vicario de Cristo, fraternizar con los musulmanes, contra una
nación cristiana, invocando públicamente la bendición de Dios para las armas de
quienes por siglos resistieron a sangre y fuego las pretensiones del Cristo a
la Divinidad. En Berlín, uno de los mayores focos de cultura, eminentes
profesores de las modernas ciencias experimentales han vuelto la espalda a los
tan encomiados resultados del progreso en el período posterior a Galileo, y han
apagado tranquilamente la luz del gran florentino, con intento de probar que el
sistema heliocéntrico y la rotación de la tierra son sueños de sabios ilusos:
que Newton era un visionario y todos los astrónomos pasados y presentes,
hábiles calculadores de fenómenos improbables.
Entre
estos dos titanes en lucha, ciencia y teología, hay una muchedumbre extraviada
que pierde rápidamente la fe en la inmortalidad del hombre y en la Divinidad, y
que aceleradamente desciende al nivel de la existencia animal. ¡Tal es el
cuadro actual iluminado por la meridiana luz de esta era cristiana y científica!
¿Fuera
de estricta justicia condenar a lapidación crítica al más humilde y modesto
autor, por rechazar enteramente la
autoridad de ambos combatientes? ¿No deberíamos más bien tomar como
verdadero aforismo de este siglo, la declaración de Horacio Greeley: “No acepto
sin reserva la opinión de ningún hombre, vivo o muerto” (1)? Suceda lo que
suceda, ésta será nuestra divisa, y tomaremos este principio por lema y guía
constante en la presente obra.
Entre
los muchos frutos fenoménicos de nuestro siglo, la creencia de los llamados
espiritistas ha brotado de entre las vacilantes ruinas de la religión revelada
y de la filosofía materialista; porque al fin y al cabo es la única que depara
posible refugio, a manera de transacción entre ambas. No es maravilla que
nuestro soberbio y positivo siglo haya mal acogido a los inesperados espectros
de la época anterior al cristianismo. Los tiempos han cambiado de manera
extraña, y no ha mucho, un conocido predicador de Brroklyn, decía acertadamente
en un sermón que si de nuevo Jesús viniera y hablara en las calles de Nueva
York, como en las de Jerusalén, lo llevarían a la cárcel (2). ¿Qué acogida
había de esperar, pues, el espiritismo? Lo misterioso y extraño no atrae ni
seduce a primera vista. rAquítico como niño amamantado por siete nodrizas,
llegará a la adolescencia lisiado y mutilado. Sus enemigos son legión y sus
amigos puñado. ¿Por qué así? ¿Cuándo fue aceptada una verdad a priori?
Los campeones del espiritismo
exageraron fanáticamente sus cualidades, y no echaron de ver sus indudables
imperfecciones. La falsificación es imposible sin modelo que falsificar. El
fanatismo de los espiritistas prueba la ingenuidad y posibilidad de sus
fenómenos. Nos dan hechos que debemos investigar; no afirmaciones que debamos
creer sin pruebas. Millones de personas razonables no sucumben fácilmente a
colectivas alucinaciones. Y así, mientras el clero interpreta tendenciosamente
la Biblia, y la ciencia promulga Códigos acerca de lo posible en la
naturaleza, sin dar oídos a nadie, la verdadera ciencia real y la verdadera
religión caminan con majestuoso silencio hacia su futuro desarrollo.
Todo lo
referente a los fenómenos descansa en la correcta comprensión de la filosofía
antigua. ¿Adónde acudir en nuestra perplejidad sino a los antiguos sabios,
desde el momento en que, so pretexto de superchería, los modernos nos niegan
toda explicación? Preguntémosles qué conocen de la verdadera ciencia y
religión, no en lo concerniente a meros pormenores, sino respecto a los amplios
conceptos de estas dos gemelas, tan fuertes cuando unidas como débiles cuando
separadas. Además, mucho nos aprovechará comparar la tan encomiada ciencia
moderna con la antigua ignorancia, y la teología perfeccionada con la “Doctrina
Secreta” de la antigua religión universal. Quizás encontremos así un campo
neutral donde relacionarnos ventajosamente con ambas.
La
filosofía platónica es el más perfecto compendio de los abstrusos sistemas de
la antigua India, y la única que puede ofrecernos terreno neutral. Aunque
Platón murió hace veintidós siglos, los intelectuales todavía se ocupan de sus
obras. Platón fue, en la plena acepción de la palabra, el intérprete del mundo,
el filósofo más grande de la era precristiana, que reflejó fielmente en sus
obras el espiritualismo y la metafísica de los filósofos védicos, que le
precedieron millares de años. Vyasa, Jaimini, Kapila, Vrihaspati y Sumantu influyeron indeleblemente al través de los
siglos en Platón y su escuela. Con esto probaremos que Platón y los sabios de
la India tuvieron la misma revelación de la verdad. ¿No prueba su pujanza,
contra las injurias del tiempo, que esta sabiduría es divina y eterna?
Platón
enseña que la justicia permanece en el alma de su poseedor, y que es su mayor
bien. “Los hombres admitieron sus derechos trascendentes en proporción de su
inteligencia”. Y sin embargo, los comentadores de Platón desdeñan casi
unánimemente los pasajes probatorios de que su metafísica tiene sólidos
cimientos y no se funda en especulaciones.
Platón
no podía aceptar una filosofía sin aspiración espiritual. Ambas cosas se
armonizan en él. El antiguo sabio griego tiene por único objeto de logro el
REAL CONOCIMIENTO. Sólo consideraba como filósofos sinceros, o estudiantes de
verdad, a quienes poseían la ciencia de las realidades en oposición a las
apariencias; de lo eterno en
oposición a lo transitorio; de lo permanente
en oposición a cuanto alternativamente crece, mengua, nace y perece. “Más
allá de las existencias finitas y causas secundarias de las leyes, ideas y
principios, hay una INTELIGENCIA o MENTE (..., nous, el espíritu), principio de
los principios; Idea Suprema en que se apoyan las demás ideas; monarca y
legislador del universo; substancia primordial de que todas las cosas proceden
y a que deben su existencia; Causa primera y eficiente de todo orden, armonía,
belleza, excelencia y bondad, que hienche el universo, a la que llamamos el
Supremo Bien el Dios (...) de los dioses (... ... ...)” (3). No es la verdad ni
la inteligencia, sino “Padre de ambas”. Aunque nuestros sentidos corporales no
pueden percibir esta eterna esencia de las cosas, pueden comprenderla cuantos
por no ser completamente obtusos quieran comprenderla. “A vosotros os es dado
saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos (...) no les es dado...
Por eso les hablo por parábolas; porque viendo no ven y oyendo no oyen ni
entienden (4).
Asegura
el neoplatónico Porfirio, que en los MISTERIOS se enseñaba y comentaba la
filosofía de Platón. Muchos han puesto en tela de juicio y aun han negado los
misterios; y Lobeck, en su Aglaophomus, llega al extremo de decir que estas
sagradas ceremonias sólo servían para cautivar la imaginación. ¿Cómo Atenas y
Grecia hubieran acudido durante más de veinte siglos cada cinco años a Eleusis,
si los misterios fueran farsa religiosa? Agustín, obispo de Hipona, declara que
las doctrinas neoplatónicas son las esotéricas y originales doctrinas de los
primeros discípulos de Platón, y diputa a Plotino por un Platón resucitado.
También explica los motivos que tuvo el gran filósofo para encubrir el sentido
interno de sus enseñanzas (5).
Respecto
de los Mitos, declara Platón en el Gorgias y en el Phoedon que son vehículos de grandes verdades muy dignas de
aprender; pero los comentadores conocen tan poco al gran filósofo que se ven
obligados a confesar que no saben dónde “termina lo doctrinal y empieza lo
mítico”. Platón desvanecía la popular superstición de la magia y los demonios,
y enunciaba las exageradas ideas de su tiempo en teorías racionales y
concepciones metafísicas que tal vez no se acomoden al método de raciocinio
inductivo establecido por Aristóteles; pero que satisfacen cumplidamente a
cuantos se percatan de la elevada facultad del hombre, llamada intuición, que
nos da el criterio para conocer la Verdad.
Fundando
sus doctrinas en la Mente Suprema, enseña Platón que el nous, espíritu, o alma racional del hombre, fue “engendrado por el
Padre Divino”, y es de naturaleza semejante y homogénea a la Divinidad, y, por
lo tanto, capaz de percibir las eternas realidades. La facultad de contemplar
la realidad directa e inmediatamente, sólo es propia de Dios, y la aspiración a
este conocimiento es la filosofía propiamente dicha, o amor a la sabiduría. El
amor a la verdad es inherentemente el amor al bien, y si predomina sobre todo
deseo del alma y la purifica por su asimilación con lo divino y dirige las
acciones del hombre, le eleva a participar de la Divinidad y le ensalza a
semejanza de Dios. “Esta ascensión” dice Platón en el Theoetetus “consiste en llegar a parecerse a Dios, y la asimilación
se efectúa cuando, por medio de la sabiduría, el hombre es justo y santo”.
La
base de esta asimilación es siempre la preexistencia del espíritu o nous. La alegoría del carro con caballos
alados del Phoedrus, presenta a la
naturaleza psíquica doblemente compuesta del thumos o parte epithumética,
formada de substancias pertenecientes al mundo de los fenómenos, y el ......, thumoeides, la esencia enlazada con el
mundo eterno. La actual vida terrena es caída y castigo. El alma habita en “la
sepultura que llamamos cuerpo” y en
su estado de encarnación, antes de recibir la disciplina educativa, el elemento
espiritual o noético está “dormido”. La vida es más bien sueño que realidad.
Como los cautivos de la subterránea caverna descrita en La República, percibimos únicamente, con la espalda vuelta a la
luz, las sombras de los objetos y creemos que son realidades actuales. ¿Acaso
no es ésta la idea de Maya, o ilusión
de los sentidos durante la vida física, rasgo característico de la filosofía
budista? Si en la vida material no nos entregamos absolutamente a los sentidos,
estas ilusiones despiertan en nosotros la reminiscencia del mundo superior en
que ya hemos vivido. “El espíritu interno conserva un vago y obscuro recuerdo
del anterior estado de bienaventuranza de que gozara y anhela instintivamente
volver a él”. Incumbencia de la Filosofía es libertarle de la esclavitud de los
sentidos, por medio de la disciplina, y elevarle al empíreo del puro
pensamiento, a la visión de la verdad, bondad y belleza eternas.
Dice Platón en
el Theoetetus que “el alma no puede
encarnar en cuerpo humano, si antes no ha contemplado la verdad o sea el
conjunto de todo cuanto el alma veía cuando habitaba en la Divinidad, con
desprecio de las cosas que decimos que son,
y la mira puesta en lo que REALMENTE ES. Por lo tanto, sólo el nous, o espíritu del filósofo (o amante
de la suprema verdad) está dotado de alas, porque con su elevada capacidad
retiene estas cosas en su mente, y al contemplarlas diviniza, por decirlo así,
a la misma Divinidad. El debido uso de las reminiscencias de la vida primera y
el perfeccionamiento en los perfectos misterios lleva al hombre a la verdadera
perfección. Entonces está iniciado en la sabiduría divina”.
Así
comprenderemos por qué las más sublimes escenas de los Misterios eran siempre
nocturnas. La vida del espíritu interno es la muerte de la naturaleza externa,
y la noche del mundo físico es el día del espiritual. Por esto se adoraba a
Dionisio, el sol nocturno, con preferencia a Helios, el sol diurno. Los
Misterios simbolizaban la preexistente condición del espíritu y del alma, la
caída de ésta en la vida terrena y en el Hades, las miserias de esta vida, la
purificación del alma y su restitución a la divina bienaventuranza o reunión
con el espíritu. Theón de Esmirna compara acertadamente la disciplina
filosófica con los ritos místicos: A este propósito, dice que podemos
considerar la filosofía como la iniciación en los verdaderos arcanos y la
instrucción en los genuinos Misterios. La iniciación abarca cinco grados: 1º,
la purificación previa; 2º, la admisión en los ritos secretos; 3º, la
revelación epóptica; 4º, la investidura o entronización; 5º, en consecuencia de
los anteriores, la amistad íntima, comunión con Dios y la felicidad dimanante
de la comunicación con seres divinos...
Continua…
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