jueves, 27 de febrero de 2014

Ante el Velo- Isis sin Velo Tomo I (Parte 1) b






Platón llama epopteia, o visión personal, la perfecta contemplación de lo aprendido intuitivamente o sean las verdades e ideas absolutas. También considera la coronación como símbolo de la autoridad recibida de los instructores para conducir a otros a la misma contemplación. El quinto grado es la mayor felicidad terrena y, según Platón, consiste en asimilarse a la Divinidad, tanto como cabe en los seres humanos (6).
            Tal es el platonismo. Dice Emerson que “de Platón arranca cuanto los pensadores escriben y discuten”. En él se resumía la ciencia de su época: la de Grecia, de Filolao a Sócrates; la de Pitágoras en Italia; y la que derivó de Egipto y Oriente. Era una inteligencia tan vasta, que toda la filosofía europea y asiática está comprendida en sus doctrinas, y a su cultura y poder de contemplación añadía temperamento y cualidades de poeta.
           

Los discípulos de Platón aceptaron, en general, sus teorías psicológicas. Algunos, como Xenócrates, aventuraron atrevidas especulaciones. Espeusipo, sobrino y sucesor del eminente filósofo, fue autor del Análisis numérico, o tratado de los números pitagóricos. Algunas de sus especulaciones no están en los Diálogos escritos; pero como era oyente de las conferencias orales de Platón, tiene mucha razón Enfield al decir que sus opiniones no debían diferenciarse de las de su maestro. Él es, sin duda, el antagonista que Aristóteles critica sin nombrarlo cuando cita el argumento de Platón contra la doctrina de Pitágoras, de que todas las cosas son en sí mismas números, o, mejor dicho, inseparables de la idea de número. Insistía especialmente en demostrar que la doctrina platónica de las ideas difería esencialmente de la pitagórica en que los números y magnitudes existen independientemente de las cosas. También aseguraba que Platón enseñó que no puede existir conocimiento real, si el objeto de conocimiento no trasciende a una región superior a lo sensible.
           
Pero Aristóteles no es testimonio fidedigno, pues adulteró a Platón y casi puso en ridículo las ideas de Pitágoras. Hay una regla de interpretación que debe guiarnos en el examen de toda opinión filosófica. “La inteligencia humana, bajo la necesaria acción de sus propias leyes, está impelida a mantener las mismas ideas fundamentales, y el corazón del hombre a alimentar los mismos sentimientos en toda época”. Cierto es que Pitágoras despertó la más profunda simpatía intelectual de su tiempo y que sus doctrinas ejercieron poderosa influencia en Platón. Su idea fundamental es que en las formas, mudanzas y fenómenos del Universo subyace un principio permanente de unidad. Aristóteles asegura que Pitágoras creía y enseñaba que “los números son los principios primordiales de toda entidad”. Ritter opina que la fórmula de Pitágoras se ha de tomar simbólicamente, y así es sin duda. Aristóteles trata de asociar estos números a las “formas” e “ideas” de Platón y atribuye a éste la afirmación de que “las formas son números, y las ideas existencias substanciales o entidades reales”. Platón no enseñaba tal cosa. Decía que la causa final era la Bondad Suprema (...) “Las ideas son objeto de pura concepción para la razón humana, y atributos de la Razón Divina” (7). No decía que “las formas son números”, sino que, como se lee en el Timeo: “Dios formó por primera vez las cosas, según formas y números”.
           
Reconoce la ciencia moderna que las leyes superiores de la naturaleza asumen la forma de enunciado cuantitativo. Esto es quizás una más explícita afirmación de la doctrina pitagórica. Los números se consideran como la mejor representación de las leyes de armonía que regulan el Cosmos. Sabemos que la teoría atómica y las leyes de combinación están hoy, por decirlo así, arbitrariamente definidas por números. W. Archer Butler dice a este propósito: “El mundo es, en todas sus partes, una aritmética viva en su desarrollo y una verdadera geometría en su reposo”.
           
La clave de los dogmas pitagóricos es la fórmula general de unidad en la variedad; lo uno desenvuelve y por completo penetra lo múltiple. Tal es, en compendio, la antigua doctrina de la emanación. El apóstol Pablo la aceptaba asimismo como verdadera. “... ... ... ...”
           
De Aquél, por Aquél y en Aquél son y están todas las cosas. Esto es puramente indo y brahmánico.
            “Cuando la disolución (Pralaya) llega a su término, el Ser inmenso, Para-Atma, o Para-Purusha, el Señor existente por sí mismo y del cual y por medio del cual todas las cosas fueron son y serán..., quiso emanar de su propia substancia la variedad de criaturas”. (Manava-Dharma-Shastra, libro I, dísticos 6 y 7).
           
La Década mística 1 + 2 + 3 + 4 = 10 expresa esta idea. El 1 simboliza a Dios; el 2 la materia; el 3 la combinación de la Mónada y la Duada que participan de la naturaleza de ambas en el mundo fenomenal; el 4, o forma de perfección, simboliza el vacío; y el 10, o suma de todas las cosas, comprende la totalidad del Cosmos. El universo es la combinación de miles de elementos, y sin embargo es la expresión de un solo espíritu: un caos para los sentidos, un cosmos para la razón.
           
Todo es induísta en esta combinación y progresión de números en la idea de la creación. Único es el Ser existente por sí mismo, Swayambhu o Swayambhuva, como también se le llama. De sí mismo emana la facultad creadora, Brahmâ o Purusha (varón divino), y el Uno se convierte en Dos; de esta Duada, unión del principio puramente intelectual con el de la materia, procede un tercero, Virdj, el mundo fenomenal. De esta invisible e incomprensible trinidad, la Trimurti brahmánica, procede la segunda tríada, que representa las tres facultades: creadora, conservadora y transformadora, representadas por Brahmâ, Vishnu y Shiva, aunque siempre reunidas en una. Brahmâ, o Tridandin, como se le llama en los Vedas, es la Unidad, el dios trino y manifestado que da origen al simbólico Aum, o Trimurti compendiada. Sólo por medio de esta trinidad, siempre activa y perceptible a nuestros sentidos, puede la invisible y desconocida Mónada manifestarse en el mundo de los mortales.

Cuando se convierte en Sharira, esto es, cuando asume forma visible, simboliza los principios de la materia y los gérmenes de vida. Entonces es Purusha, el dios trifáceo, o del trino poder, la esencia de la tríada Védica. “Conozcan los brahmanes la sagrada sílaba (Aum), las tres palabras del Savitri, y lean diariamente los Vedas”. (Manu, libro IV, dístico 125).
           
“Después de crear el universo, Aquél cuyo poder es incomprensible, se desvaneció absorbido en el Alma Suprema... Restituida a su primera obscuridad la gran Alma, permanece en lo desconocido y carece de forma...
           
“Cuando de nuevo reúne los sutiles principios elementarios y penetra en algfún germen animal o vegetal, asume en cada uno nueva forma”.
           
“Así es, que por alternativa de reposo y actividad, el Ser inmutable hace que eternamente revivan y mueran todas las criaturas existentes, activas e inertes”. (Manu, libro I, dístico 50 y siguientes).
           
Quien haya estudiado a Pitágoras y sus teorías respecto de la Mónada que, después de emanar la Duada, se restituye al silencio y a la oscuridad y crea la Tríada, puede descubrir la fuente de donde manan la filosofía del eminente filósofo de Samos, la de Sócrates y la de Platón.
           
Espeusipo parece haber enseñado que el alma física o thumética era inmortal como el espíritu o alma racional. Más adelante expondremos sus razones. También, como Filolao y Aristóteles en sus disquisiciones sobre el alma, dice que el éter es un elemento y supone cinco elementos principales, correspondientes a las cinco figuras regulares geométricas. Esta enseñanza está tomada de la escuela alejandrina (8). Hay en las doctrinas de los filaleteos mucho que no aparece en las obras de los más antiguos platónicos, porque sin duda las enseñaba el maestro con sigilosas reservas, como arcanos que no debían publicarse. Espeusipo y Xenócrates sostuvieron después que el anima mundi o (alma del mundo) no era la Divinidad, sino su manifestación. Estos filósofos jamás atribuyeron al Uno naturaleza animada (9). El Uno originario no existe en la acepción que damos a la palabra, pues hasta que se desdobló en lo múltiple (existencias emanadas, la mónada y la duada), no tuvo existencia. El ..., el algo manifestado mora igualmente en el centro que en la circunferencia, pero sólo el Alma del Mundo es reflejo de la Divinidad (10). En esta doctrina aletea el espíritu del budismo esotérico.
           
La idea que tiene de Dios el hombre es la deslumbradora luz que ve reflejada en el cóncavo espejo de su propia alma, pero esta imagen no en realidad la de Dios, sino su reflejo. Su gloria está allí, pero el hombre ve a lo sumo la luz de su propio espíritu, que es cuanto puede ver. Cuanto más limpio esté el espejo, más resplandecerá la imagen divina. Pero el mundo exterior no puede permanecer allí al mismo tiempo. Para el extático yogui, para el profeta iluminado, el espíritu brilla como el sol del mediodía; para la viciosa víctima de los atractivos terrenos, el resplandor desaparece, porque el grosero aliento de la materia empaña el espejo. Tales hombres reniegan de Dios y quisieran de un golpe privar de alma a la humanidad.
          
  ¿Ni DIOS ni ALMA? ¡Horrible y aniquilador pensamiento! Delirante pesadilla del lunático ateo, ante cuya alucinada vista pasa una horrible e incesante serie de chispas de materia cósmica, por nadie creadas, que aparecen, existen y se desenvuelven por sí mismas, es decir, por nada ni nadie y no proceden de ninguna parte ni van a parte alguna, sin que ninguna Causa las impela en un círculo eterno, ciego, inerte y SIN CAUSA. ¡Qué comparación cabe con el erróneo concepto del nirvâna búdico! El nirvâna va precedido de innumerables transformaciones espirituales y reencarnaciones durante las cuales la entidad no pierde ni por un segundo el sentimiento de su propia individualidad, que persiste durante millones de edades antes de llegar a la nada final.
           
Aunque muchos tienen a Espeusipo por inferior a Aristóteles, el mundo le debe la definición de varios conceptos que Platón dejó confusos en su doctrina acerca de lo sensible y lo ideal. Decía Espeusipo: “Conocemos lo inmaterial por medio del pensamiento científico y lo material por la científica percepción” (11).
          
  Xenócrates expuso muchas teorías y enseñanzas no tratadas por su maestro. Tiene en gran estima la doctrina pitagórica y su matemático sistema de números. Sólo admite tres grados de conocimiento: pensamiento, percepción e intuición, y dice que el pensamiento se emplea en lo que hay más allá de los cielos; la percepción, en las cosas del cielo; y la intuición, en los cielos mismos.
           
Vemos estas teorías, y casi el mismo lenguaje, en el Manava-Dharma-Shastra, cuando habla de la creación del hombre: “Él (el Supremo) exhaló su propia esencia, el soplo inmortal, que no perece en el ser, y a esta alma del ser, le dio el Ahankâra (conciencia del Ego) o guía soberano. Después dio a aquella alma del ser (hombre), la inteligencia compuesta de tres cualidades y cinco sentidos de percepción externa”.
           
Estas tres cualidades son: entendimiento, conciencia y voluntad, análogas al pensamiento, percepción e intuición de Xenócrates. Expuso más completamente que Espeusipo la relación entre números e ideas, y aventajó a Platón en su doctrina de las magnitudes indivisibles. Redujo a sus primitivos elementos ideales las formas y figuras para demostrar que proceden de la indivisible línea. Es evidente que Xenócrates sostiene las mismas teorías de Platón en lo concerniente al alma humana (suponiéndola número), aunque Aristóteles contradiga todas las enseñanzas de este filósofo (12). Esto nos demuestra que Platón expuso oralmente la mayor parte de sus doctrinas y que Xenócrates, y no Platón, fue el autor de la teoría de las magnitudes indivisibles. Deriva el alma de la primera Duada y la llama número semoviente (13).

Teofrasto dice que Xenócrates aventajó a los demás platónicos en la exposición de la teoría del alma, sobre la que se basa su doctrina cosmológica, demostrando la necesidad de que en cada punto del espacio universal exista una serie progresiva de seres espirituales animados e inteligentes (14). El alma humana es, según él, un conjunto de las más espirituales propiedades de la Mónada y de la Duada con los principios más elevados de ambas. Como Platón y Pródico, considera potestades divinas a los elementos y los llama dioses, pero ni él ni otros suponen con ello idea alguna antropomórfica. Observa Krische que Xenócrates llama dioses a los elementos para no confundirlos con los demonios del mundo inferior (15) o espíritus elementarios. Como el alma del Mundo penetra todo el Cosmos, los animales han de tener algo divino (16). Lo mismo enseñan los budistas y los herméticos, y Manu concede también alma a las plantas, aun a la más tenue hoja de césped.
           
De acuerdo con esta teoría, los demonios son seres intermedios entre la perfección divina y la maldad humana (17). Los clasifica en diversas categorías y afirma que el alma individual de cada hombre es su demonio protector y guía y que ningún demonio tiene más poder sobre nosotros que nosotros mismos. Así, el daimonion de Sócrates es la entidad divina que le inspiró durante toda su vida. Del hombre únicamente depende el abrir o cerrar su percepción a la voz divina. A semejanza de Espeusipo, concede inmortalidad al ..., cuerpo psíquico o alma irracional; pero algunos filósofos herméticos han enseñado que el alma únicamente tiene existencia separada y continua cuando, a su paso al través de las esferas se le incorporan algunas partículas terrenas y materiales que, luego de purificada en absoluto, se aniquilan y la quintaesencia del alma se identifica con el espíritu divino y racional.
          
  Asegura Zeller que Xenócrates proscribía la carne de animales, no porque en ellos viese, en semejanza con el hombre, una vaga e imperfecta conciencia divina, sino, al contrario, porque "la irracionalidad del alma animal podía influir en el hombre" (18). Pero nosotros creemos que más bien era porque, como Pitágoras, había tenido a los sabios indos por maestros y modelos. Cicerón dice que Xenócrates lo desdeñaba todo, excepto la virtud más elevada (19), y nos lo pinta como hombre de austero carácter (20). “Nuestro más arduo negocio es redimirnos de la esclavitud de la vida senciente y vencer los titánicos elementos de nuestra naturaleza carnal por medio de la divina”. Zeller cita este pasaje (21): “El deber capital es mantenernos puros aun en los más íntimos anhelos de nuestro corazón, y únicamente la filosofía y la iniciación en los Misterios nos lo permitirán cumplir”.
           
Crantor, otro filósofo de la primera época de la academia platónica, derivaba el alma humana de la substancia raíz de todas las cosas, la Mónada o Uno, y la Duada o Dos. Plutarco habla extensamente de este filósofo, quien, como su maestro, creía que las almas encarnaban por castigo en los cuerpos.
           
Aunque algunos críticos opinan que Heráclides no siguió del todo las doctrinas de Platón (22), enseñaba la misma ética. Zeller dice que con Hicetas y Ecfanto admitía la doctrina pitagórica de la rotación de la tierra alrededor de su eje y la inmovilidad de las estrellas fijas, pero que ignoraba la revolución anual de la tierra alrededor del sol y el sistema heliocéntrico (23). Sin embargo, hay pruebas de que en los Misterios se enseñaba este sistema, y que Sócrates fue condenado a muerte por divulgar estas santas enseñanzas, que sus compatriotas tildaron de ateas. Heráclides opinaba lo mismo que Pitágoras y Platón en lo concerniente a las facultades y potencias del alma humana, que describe como esencia luminosa y en alto grado etérea, residente en la vía láctea antes de descender a la generación o existencia sublunar. Los demonios o espíritus son para él seres con cuerpos vaporosos y aéreos.
          
  La doctrina pitagórica de los números, en relación con las cosas creadas, está plenamente expuesta en el Epinomis. Como buen platónico, su autor afirma que sólo es posible alcanzar sabiduría por la sagaz investigación de la oculta naturaleza de la creación, pues sólo así aseguraremos feliz existencia después de la muerte. Trata extensamente de la inmortalidad del alma y dice que únicamente podemos inferirla de la perfecta comprensión de los números. El hombre incapaz de distinguir una línea recta de una curva, jamás tendrá el necesario conocimiento para demostrar matemáticamente lo invisible, por lo que debemos asegurarnos de la existencia objetiva de nuestro cuerpo astral, antes de tener conciencia de que poseemos un espíritu divino e inmortal. Jámblico declara lo mismo y añade que todo esto es un secreto de la más elevada iniciación. “Al Poder-Divino, dice, le indignan todos cuantos revelan la formación del icostagonus, o sea el método de inscribir un dodecaedro (24) en una esfera.
           
La idea de que los números por su gran virtud producen siempre el bien y nunca el mal, se refiere a la justicia, ecuanimidad y armonía. Cuando el autor dice que cada estrella es un alma individual, repite lo que los iniciados indos y los herméticos enseñaron antes y después de él; o sea, que cada astro es un planeta independiente, con alma propia, y que todos los átomos de materia están henchidos del divino flujo del alma del mundo, de modo que respiran, viven, sienten, sufren y gozan de la vida a su manera. ¿Qué físico puede negarlo con pruebas? Por lo tanto, debemos considerar los cuerpos celestes como imágenes de dioses que participan substancialmente de los poderes divinos; y aunque su alma-entidad no es inmortal, su influencia en la economía del universo les da derecho a honores divinos, tales como los que tributamos a los dioses menores.
           
La idea es clara, y de mala fe procedería quien equivocadamente la expusiese. Si el autor de Epinomis coloca a estos ígneos dioses muy por encima de los animales, plantas y hombres a quienes, como criaturas terrenas, les señala ínfimo lugar, ¿quién le probará lo contrario? Preciso es sumergirse en las profundidades de la abstracta metafísica de la antigüedad, para comprender las varias formas de sus conceptos que, después de todo, se fundan en la adecuada comprensión de la naturaleza, atributos y método de la Causa Primera.
           
Además, cuando el autor de Epinomis interpone entre los dioses superiores y los inferiores (almas encarnadas) tres clases de demonios, y puebla el universo de seres invisibles, es más racional que nuestros modernos sabios, que colocan entre ambos extremos un vacío inmenso donde sólo operan las ciegas fuerzas de la Naturaleza. De estas tres clases de demonios, la primera y la segunda son invisibles y sus cuerpos están formados de puro éter y fuego (espíritus planetarios);  los de la tercera clase son generalmente invisibles, pero algunas veces, al concentrarse en sí mismos, son visibles durante pocos segundos. Estos son los espíritus terrenos, o nuestras almas astrales.
           
Estas doctrinas, estudiadas analógicamente y por correspondencia, condjujeron paso a paso a los antiguos, así como a los modernos filaleteos, a la comprensión de los más grandes misterios. Al borde del negro abismo que separa el mundo espiritual del material, está la ciencia moderna con los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia atrás, pareciéndole infranqueable y sin fondo, aunque tiene en la mano una antorcha que con sólo bajarla a sus profundidades, la sacaría de su error. Pero el tenaz estudiante de filosofía hermética ha tendido un puente a través del abismo.

Continua...

No hay comentarios:

Publicar un comentario