CAPÍTULO PRIMERO
Blavatsky Helena
EGO
SUM QUI SUM.
Axioma de
la Filosofía hermética.
“Empezamos las investigaciones en donde las modernas
conjeturas pliegan sus engañosas alas. Y con nosotros están los
elementos científicos que los sabios del día desdeñan por
quiméricos o con prevención los miran como arcanos
insondables”.-BULWER, ZANONI.
Hay en un
lugar de este mundo un libro de tan remota antigüedad que los arqueólogos lo
atribuirían a una época de incalculable cómputo y no acertarían a ponerse de
acuerdo sobre la materia de que está compuesto. Es el único ejemplar manuscrito
que de dicho libro se conserva.
El más antiguo tratado hebreo de ciencia
oculta, el Siphra-Dzeniuta es una
compilación de aquel manuscrito, hecha en época en que ya se le consideraba
como reliquia literaria. Uno de los dibujos que lo ilustran representa la
Esencia divina al emanar de Adam en traza de arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de
llegado al culminante punto de la gloria inefable, retrocede hacia la tierra,
envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad. A medida que va
acercándose a nuestro planeta, la Emanación es más sombría y al tocar en él es
negra como la noche.
En
toda época han tenido los filósofos herméticos el convencimiento, basado en sesenta mil años de experiencia , de
que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose más
groseramente el cuerpo físico del hombre cuya naturaleza era en un principio
casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del
universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro
interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus.
Las
más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adam mítico
existieron sucesivamente varias razas humanas. ¿Eran tipos más perfectos?
¿Pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en Fedro? A la ciencia le incumbe resolver
este problema, tomando por punto de partida las cavernas de Francia y los
restos de la edad de piedra.
A
medida que avanza el ciclo se van abriendo los ojos del hombre hasta conocer el
“bien y el mal” tan acabadamente como los mismos Elohim. Después de alcanzar el punto culminante comienza a
descender el ciclo. Cuando el arco llega al punto situado al nivel de la línea
fija del plano terrestre, la naturaleza proporciona al hombre vestiduras de piel y el Señor Dios “le viste con
ellas”.
En
las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia
en una raza de espiritualidad superior a la actual. El manuscrito quiché Popal Vuh, publicado por Brasseur de
Bourbourg, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio
y de habla, con vista sin límites, que conocía todas las cosas a un tiempo.
Según Filo Judeo, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus,
inmortales y libres de pecado unos; y perniciosos y mortales otros. “De los
hijos de ÉL descendemos, e hijos de ÉL volveremos a ser”.
La misma creencia se
trasluce en el pasaje del Evangelio de
San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le
recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su
nombre”; es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús,
se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a
sus discípulos. Platón describe admirablemente, en Fedro, el estado primario del hombre al cual ha de volver de nuevo.
“Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el
mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad enseñó la filosofía religiosa que
el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De
una de éstas surgió con el tiempo ADAM, el hombre primitivo.
Los
kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también en sus leyendas, razas
anteriores a la nuestra y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi
ilimitados, de lo que se engrieron hasta la audacia de rebelarse contra el Gran
Espíritu, quien, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los
encerró en cuerpos que limitaron sus
facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un
perseverante arrepentimiento, de la purificación y desenvolvimiento interior.
Creen que sus shamanos pueden ejercer
a veces las divinas facultades que un tiempo poseyeron todos los hombres.
LOS LIBROS
DE HERMES
En
la biblioteca Astort, de Nueva York, hay el facsímil de un tratado egipcio de
medicina escrito en el año 1552 antes de J. C., cuando, según la cronología
corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados
sobre una corteza interna del Cyperus
papyrus, y el profesor Schenk, de Leipzig, no sólo atestigua su
autenticidad, sino que lo diputa por el más perfecto de cuantos se conocen. Es
una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de
ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas
cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo Ebers de manos de
un árabe de Luxor.
El periódico La
Tribuna, de Nueva York, dijo, a propósito de este asunto, que del examen
del papiro se infiere con toda probabilidad que es uno de los seis Libros herméticos de Medicina citados
por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de
Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a
Hermes (Thuti). Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de
todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente
en anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terpéutica . El Papiro de Ebers es seguramente uno de
estos tratados herméticos”.
Si
el fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor ha iluminado
con tan viva luz la antigua ciencia de los egipcios, no cabe duda de que si se
repitiera el caso con un egipcio tan servicial como el árabe, se esclarecerían
muchos puntos tenebrosos de la historia antigua.
Los descubrimientos de la ciencia moderna no
invalidan en modo alguno las remotísimas tradiciones que atribuyen increíble
antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace pocos años no
había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene
hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho
antes del último período glacial que se remonta a 250.000 años. Es un cómputo
muy duro de roer para los teólogos. Sin embargo, así lo creyeron los antiguos
filósofos.
Por
otra parte, junto con restos humanos se han encontrado utensilios, en prueba de
que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía
edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigadora marcha, sin
dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana cuyas pruebas
ulteriores han de aducirse todavía. Desgraciadamente, los antropólogos y
psicólogos modernos son incapaces de reconstruir con los fósiles hasta ahora
descubiertos el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que
cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros
resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el
hombre es más salvaje y semejante a los brutos a medida que nos acercamos a su
origen. ¡Extraña lógica! ¿Acaso los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de
Devon, demuestran que no existieran entonces otras razas superiormente
civilizadas?
Cuando
hayan desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de la
raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los
indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar con razón que
en el siglo XIX comenzaba la humanidad a salir de la Edad de piedra?
LÍMITES
DE LAS CIENCIAS FÍSICAS
Hasta hace muy poco estaba
de moda hablar de “los insostenibles conceptos de un pasado inculto”, ¡como si fuera posible ocultar tras un
epigrama las canteras intelectuales en que se labraron tantas reputaciones
científicas! Así como Tyndall propende fácilmente a mofarse de los antiguos
filósofos con cuyas ideas se han pavoneado muchos sabios modernos, así también
se inclinan de día en día los geólogos a suponer que las razas arcaicas estaban
sumidas en profunda barbarie. Sin embargo, no todos los orientalistas son de
esta opinión, pues algunos sostienen lo contrario, como, por ejemplo, Max
Müller que dice: “Hay todavía muchas cosas incomprensibles para nosotros, y el
lenguaje jeroglífico de los antiguos tan sólo expresa la mitad de los
pensamientos.
Sin embargo, la imagen del hombre se nos aparece cada vez más
pura y noble en todos los países, según nos acercamos a su origen y
comprendemos sus errores e interpretamos sus ensueños. Por lejanas que estén
las huellas del hombre, aun en los más apartados confines de la historia,
descubrimos desde un principio el divino don de la vigorosa y razonable
inteligencia, de suerte que es imposible sostener que la raza humana haya
surgido lentamente de las profundidades de la brutalidad animal" .
Como
se ha dicho que no es filosófico inquirir las causas primeras, los sabios se
ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación
científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen
los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la
materia, como ardillas enjauladas, dicho sea con todo el respeto debido a los
eruditos. Somos demasiado pigmeos para poner en tela de juicio la valía
potencial de la ciencia; pero los científicos no encarnan la ciencia, como
tampoco los habitantes del planeta son el planeta mismo.
Ninguno de nosotros
tiene autoridad ni derecho para forzar a los modernos filósofos a que acepten
sin reparo la descripción geográfica del hemisferio de la luna oculto a las
miradas de los astrónomos; pero si un cataclismo lunar lanzase a alguno de sus
habitantes a la esfera de atracción de nuestro globo, de modo quesano y salvo
cayera ante la puerta del doctor Carpenter, no podría éste, sin mengua de sus
deberes profesionales, considerar el hecho más que desde el punto de vista
físico.
Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún
nuevo fenómeno, así fuera éste tan insólito como la caída de un hombre de la
luna o la aparición de un espectro en su alcoba. Tanto da investigar por el
método aristotélico como por el platónico; pero lo cierto es que los antiguos
antropólogos conocían perfectamente las dos naturalezas interna y externa del
hombre. A pesar de las vacilantes hipótesis de los geólogos empezamos a tener
casi diariamente pruebas de las aserciones de aquellos filósofos, quienes dividían la existencia del hombre sobre la
tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales alcanzaba
gradualmente la humanidad el pináculo de la civilización para ir sumiéndose
paulatinamente en la más abyecta barbarie.
De los maravillosos monumentos
de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Herodoto de
otros ya desaparecidos, puede inferirse, aunque no por completo, el eminente
grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos.
Ya en la época del célebre historiador griego eran montones de ruinas muchos
templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama
“venerables testigos de las glorias de nuestros remotors antepasados”. Elude
Herodoto tratar de las cosas divinas y se contrae a describir, según
referencias llegadas a sus oídos, los maravillosos subterráneos del Laberinto
que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados cuyos restos yacen todavía en
lugares ocultos.
Sin
embargo, los relatos hitóricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan
elementos bastantes para juzgar de las florecientes civilizaciones de la
antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes con
pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones recientemente efectuadas
en Mariette-Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de
madera y otros objetos artísticos cuyo examen muestra que muchísimo antes de
las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la
perfección artística, hasta el punto de maravillar a los más entusiastas
partidarios del arte helénico.
NÚMEROS
PITAGÓRICOS
En
una de sus obras describe Taylor dichas estatuas diciendo que es verdaderamente
inimitable la belleza plástica de aquellas testas con ojos de piedras preciosas
y párpados de cobre.
A
mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos
existentes hoy en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott
se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la ya referida doctrina
hermética de los ciclos.
El
entusiasta helenista doctor Schliemann halló en las excavaciones efectuadas no
ha mucho en el Asia menor, notorias huellas del progreso gradual de la barbarie
a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la
barbarie. Así, pues, si el hombre antediluviano era mucho más docto que
nosotros en ciencias profanas y mucho más hábil en ciertas artes que ya damos
por perdidas, ¿por qué no admitir que pudiera igualmente aventajarnos en el
conocimiento de la psicología? Esta hipótesis debe prevalecer mientras no se
aduzcan pruebas evidentes en contrario.
Todo
sabio digno de este nombre reconoce que muchas ramas de la ciencia están
todavía en mantillas. ¿Será porque nuestro ciclo haya principiado hace poco
tiempo? Sin embargo, según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan a un tiempo a toda la humanidad,
y así lo corrobora espontáneamente Draper al decir que los períodos en que a la
geología le plugo dividir los progresos del hombre, no son tan exabruptos que
comprendan simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo los
indios nómadas de América que en nuestros días están trascendiendo la para
ellos Edad de piedra.
Los
cabalistas versados en el sistema pitagórico de números y líneas saben
perfectamente que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos
principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda
ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz
fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus
fundamentos”.
Algunos
filósofos de nuestra época ponderan el aristotélico método inductivo en
perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan
sólo en ir a rastras de lo particular a lo universal. Draper lamenta que
los místicos especulativos como Amonio Saccas y Plotino suplantaran a los
rigurosos geómetras de las escuelas antiguas; pero no tiene en cuenta que la
geometría es entre todas las ciencias el más acabado modelo de síntesis y en
toda su trama procede de lo universal a lo particular o sea el método
platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas
en las condiciones del mundo físico, se contraigan al método aristotélico; pero
como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, no podrán las
investigaciones meramente físicas trasponer la esfera del mundo material.
La
teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes
egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu demostrando
matemáticamente la existencia de ambos principios por la de cada uno de ellos.
Las
combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el
arduo problema y explican la teoría de la irradiación y el ciclo de las
emanaciones. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores
y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión,
se reabsorben en el infinito.
La
fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica,
y si en el actual ciclo va saliendo apenas del arco inferior, algún día
tendremos la prueba de que en época muy anterior a Pitágoras estuvo en el punto
culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía
de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció
muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar
las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir
eternamente en la memoria de los hombres.
COMENTADORES
DE PLATÓN
Las ciencias enseñads en los santuarios
estaban veladas impenetrablemente por el más sigiloso arcano. Ésta es la
causa del poco aprecio en que hoy se tiene a los filósofos antiguos, y más de
un comentador acusó de incongruentes a Platón y Filo Judeo, por no advertir el
propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas cuya
aparente absurdidad tan perplejos deja a los lectores del Timeo. Pero ¿qué comentador de los clásicos supo leer a Platón?
Esto nos mueve a preguntar los juicios críticos que sobre el insigne filósofo
encontramos en las obras de Stalbaüm, Schleiermacher, Ficino, Heindorf,
Sydenham, Buttmann, Taylor y Burges, por no citar otros de menos autoridad. Las
veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema
confusión a sus comentadores, cuya atrevida ignorancia llegó al punto de
alterar muchos pasajes del texto, creídos de que estaban equivocadas las
palabras. Así tenemos que respecto a la alusión órfica en que el autor exclama:
Del canto el orden de la sexta raza cierra,
cuya interpretación sólo cabe dar en el sentido de
la aparición de la sexta raza en la
consecutiva evolución de las esferas , opina erróneamente Burges que el
pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado” . El
que edita una obra ¿no tiene la obligación de por lo menos entender lo que dice
el autor?
Es
opinión general, aun entre los críticos más serenos, que los sabios de la antigüedad
no tuvieron de las ciencias experimentales el profundo conocimiento que tanto
engríe a nuestro siglo.
Algunos
comentadores han sospechado que ignoraban el fundamental apotegma filosófico: ex nihilo nihil fit, y dicen que si algo
sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de
principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo,
nosotros opinamos lo contrario, pues aunque las enseñanzas de los filósofos
antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén
sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron
profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto
sigilo cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia, rivalizaban
unos con otros en ingeniosas trazas para encubrir sus verdaderas opiniones.
La
doctrina de la metempsícosis, tan acerbamente ridiculizada por los científicos
y con no menos dureza combatida por los teólogos, es un concepto sublime para
quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la
materia e inmortalidad del espíritu. ¿No sería justo mirar la cuestión desde el
punto de vista en que los antiguos se colocaron, antes de burlarnos de ellos?
Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el
magno problema de la eternidad. lA
armónica variedad en la matemática unidad de la dual evolución del espíritu y
de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de
Pitágoras, enteramente idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha
demostrado el celoso orientalista Martín Haug en su por desgracia demasiado
tardía traducción del Aitareya Brâhmana del
Rig Veda, hasta ahora desconocido de
los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico entrañan en el
número el significado esotérico. En el primero depende de la mística relación
entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el segundo, del
número de sílabas de cada versículo de los mantras.
Platón,
ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su
maestro que sostuvo que el Demiurgos se valió del dodecaedro para construir el
universo.
Algunas
figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por
ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues
sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y
armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4
es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable
nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys,
por quien juraban solemnemente los antiguos místicos.

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