EL
SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA
Si
después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de
la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella
todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a
desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a
pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas
arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve
noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda
desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos
precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del
sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por
ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C.,
los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema
heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la
India, ni su discípulo Platón.
A
este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya
Brâhmana (9):
“
El
Mantra-Serpiente es uno de los que
vio Sarparâjni (la reina de las
serpientes). Porque la tierra (iyam)
es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se
mueve (sarpat). En un principio, la
tierra era una enorme cabeza calva (10).
“Entonces
vio la tierra este Mantra que
confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra
“entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado
aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
“Este
Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
La
descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después
blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores
de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en
un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la
acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente
el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de
recitar el sacerdote los shâstras y
explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice:
“Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no
sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan,
porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está
debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el
sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en
noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto
sabe” (11).
El
pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su
texto diciendo que en él se niega la
salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el
astro conserva constantemente su elevada posición (12).
En
uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos
tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes.
Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit (13) a girar
alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar
duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy
adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a
la aparente carrera del sol.
Según
dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con
intervalo de un día llamado vishuvan
(ecuador o día central) que partía el sattras
en dos mitades” (14).
ANTIGUOS
CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS
Aunque
Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas
tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más
antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400
y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos
antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que
el Shu-King (Libro de la Historia) y
los cantos sacrificiales del Shi-King
(Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos
se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos
astronómicos.
De
todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los
caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros
días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las
estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano
se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
Las
operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo
caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que
coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses
distribuidos en días tal como aún subsisten.
El
calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de
días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron
las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso
que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario
Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo
exacto.
Gracias
a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos
de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los
filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que
floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas,
cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos
prevédicos simbolizados en los devas y
los iranios en los asuras. ¿En qué
época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la
idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
A
ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les
parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
Los
más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y
los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la
doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría,
Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por
los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates
sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de
enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el
materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
De
acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de
Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre
tiene dos almas de distinta
naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y
perecedera, mientras que la otra (augoeides
o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma
astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada,
perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va
purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por
motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole
esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el
alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término.
Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos
cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino;
otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del
Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la
tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final.
San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo
Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).
EL
ALMA DE LOS ANIMALES
Es
muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los
animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el
suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el
original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
Demuestra
Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el
sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del
nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra,
el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera
traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la
palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
De
esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a
la filosofía (19).
El
desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la
ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el
origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la
causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden
evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va
guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso
y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para
quienes los tipos inferiores eran
imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un
principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como
reflejo del Arqueos universal, es
semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
La
triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente
es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario
ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada,
escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas
observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más
sutil imaginación retroceden confundidas
ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de
nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si
en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales
de la naturaleza”.
La
fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo
con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en
su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta
figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan
valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera
en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un
niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de
cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones
telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
Más
verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall
“especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro
sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las,
según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen
microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes
menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo
material se internara en el espiritual.
Si
consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que
su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta,
con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo
infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo
que vislumbramos en el más allá,
algún día habrá de comprenderlo el
hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.
EL
PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”
No
sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos
fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite
un protoplasma universal que al
formar las células origina la vida.
Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las
células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el
divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica
convierte las leyes y hechos en
centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la
postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi
imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa
diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica” (21). Sin embargo,
nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen
las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el
protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia
del espíritu, mientras que una vez muertas las células
protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes
de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
Los
cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían
establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
Pero
la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del
materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación
dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el
precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues
todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los
mismos Misterios estaban adulterados
hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos
eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara
la espada conquistadora del antiguo Egipto.
Ciertamente
había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con
Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de
adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de
sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes
andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades
herméticas llamadas más tarde esenios,
donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante
espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura
religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en
la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes
de milenarios estudios esotéricos.
Lo
mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos
contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la
naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su
penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la
existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes
de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes
son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la
cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real
que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el
anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa
verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es
preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es
de la mente.
La
ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega
la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy
discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La
raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin
identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá
idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas
proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue
el invisible En-Soph una Potestad.
DESCONOCIDOS,
PERO PODEROSOS ADEPTOS
Vemos,
por lo tanto, que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus
precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple
sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del acaso,
pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados deEuclides los
dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas.
Muy
pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella.
El Talmud es profundamente
enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas
que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos
son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con
mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos
conocida todavía es la cábala universal de Oriente!
Pocos son sus adeptos; pero
estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las
deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos
(23) han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No
pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo,
como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos
viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias
ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las
cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto
posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las
desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los
brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los
desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás.
El
insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi
divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más
absurdo y extravagante del Talmud,
encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este
eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y
otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas
y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los
recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la
química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les
daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es
maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los
templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia
contemporánea.
Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la
magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de
años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por
otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas
y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué
época se olvidó por completo?
Los
Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos,
describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes (24). Hoy
mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia
cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las
enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de
las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente,
de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales,
naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan
antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias
la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban
ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de
los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma (25).
En las
naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se
congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que
es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial
en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las
cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían
hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada (27).
ANTIGÜEDAD
DE LA MAGIA
Pero
aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los
sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran
con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo
cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida
sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con
su dorada segur la rama del materno roble. La
magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen,
de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre.
Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de
la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores.
Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la
magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los
misteriosos ritos de las sacerdotisas valas
son muy anteriores a dicha época (28).
Otros
eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en
que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino,
Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que
tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo
profesada por los caldeos y egipcios (29).
Los
más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los
libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y
ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según
saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con
trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón.
Lo mismo que éstas,
parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los
acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje
a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas
conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el
corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un
catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que
sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos
dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la
naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y
el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de
Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su
elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram
cuya muerte juran vengar.
NADA
HAY NUEVO BAJO EL SOL
Si
prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala,
atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados
beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como
la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por
privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de
los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo
a las obras esotéricas de los antiguos.
La medicina moderna sabe de seguro más
anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento
por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada
escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el
grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos
hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos
resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería
conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles
que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades,
vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos.
Quienes estudien
la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont,
hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente
comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los
médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día
confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en
el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el
vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante
sí tenían.
En
el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los
antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos.
El periódico de Nueva York, La Tribuna,
en su crítica del Papiro de Ebers,
dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65,
66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y
polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
En
su obra Conflictos entre la religión y la
ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos
corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que
los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a
toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones
astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos
tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de
eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de
siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy
oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para
obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros
tiempos.
Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de
error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los
equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo
llamado saros, que constaba de 6.585
día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos
cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos
caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados.
Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en
doce horas y la noche en otras tantas.
Durante mucho tiempo estudiaron las
ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles,
conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron
cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos
conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces.
El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio
mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de
los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración,
sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica
interrogación de la naturaleza”.
Estamos
del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más
acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero
no toda, porque desconoce la índole y
extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo
tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides
y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco
que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da
el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e
invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere
lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de
abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos
en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.
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