lunes, 3 de marzo de 2014

ISIS SIN VELO CAPITULO I- (Segunda Parte)




EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA


            Si después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C., los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la India, ni su discípulo Platón.
           
A este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya Brâhmana (9):
            “
El Mantra-Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la tierra era una enorme cabeza calva (10).
            “Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
            
“Este Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
            La descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
           
El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe” (11).
           
El pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición (12).
           
En uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit (13) a girar alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a la aparente carrera del sol.
            Según dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades” (14).

ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS


            Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que el Shu-King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi-King (Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos.
            
De todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
            
Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días tal como aún subsisten.
           
El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo exacto.
           
Gracias a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos simbolizados en los devas y los iranios en los asuras. ¿En qué época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
            
A ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
          
  Los más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
            
De acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y perecedera, mientras que la otra (augoeides o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).

EL ALMA DE LOS ANIMALES


            Es muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
            
Demuestra Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
            
De esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a la filosofía (19).
            El desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como reflejo del Arqueos universal, es semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
            
La triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”.
           
La fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
          
  Más verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall “especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las, según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.
           
Si consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día habrá de comprenderlo el hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.

EL PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”


            No sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite un protoplasma universal que al formar las células origina la vida. Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica convierte las leyes y hechos en centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica” (21). Sin embargo, nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
           
  Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
            
Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los mismos Misterios estaban adulterados hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto.
            
Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades herméticas llamadas más tarde esenios, donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos.
          
  Lo mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.
           
La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible En-Soph una Potestad.

DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS


            Vemos, por lo tanto, que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del acaso, pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados deEuclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas.
           
Muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos conocida todavía es la cábala universal de Oriente! 

Pocos son sus adeptos; pero estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos (23) han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás.

 El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más absurdo y extravagante del Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia contemporánea. 

Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué época se olvidó por completo?
            
Los Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes (24). Hoy mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente, de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma (25).

 En las naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada (27).

ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA


            Pero aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con su dorada segur la rama del materno roble. La magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen, de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre. Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época (28).
            Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios (29).
           
Los más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón.

 Lo mismo que éstas, parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram cuya muerte juran vengar.

NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL


            Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo a las obras esotéricas de los antiguos.

 La medicina moderna sabe de seguro más anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades, vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos.

 Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante sí tenían.
            
En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos. El periódico de Nueva York, La Tribuna, en su crítica del Papiro de Ebers, dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
         
   En su obra Conflictos entre la religión y la ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros tiempos.

 Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo llamado saros, que constaba de 6.585 día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. 

Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.
           
Estamos del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.


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