Sabido es que el cardenal Benno
inculpó públicamente de hechicería al papa Silvestre II por haber mandado
construir una cabeza parlante por el estilo de la que poseyó Alberto el Magno e
hizo pedazos Tomás de Aquino (4). Se comprobó la acusación, así como también
que siempre andaba en compañía de entidades diabólicas (5).
Demasiado conocidos son los fenómenos
operados por el obispo de Ratisbona y el “doctor an´gelico” Tomás de aquino
para que nos detengamos a describirlos.
Baste decir que si el prelado católico
tuvo suficiente habilidad para sugerir en cruda noche de invierno la sensación
de un caluroso día de verano y la idea de que los carámbanos colgantes de los
árboles del jardín eran frutos tropicales, también los magos indos operan hoy
en día parecidos portentos sin necesidad de auxilio divino ni ayuda diabólica,
pues tanto unos como otros son actualización de la potencia inherente a todos
los hombres.
Poco antes de estallar la Reforma se
promovieron entre el clero escandalosos incidentes con motivo de su mucha
afición a las prácticas mágicas y alquímicas. El cardenal Wolsey fue procesado
por complicidad con el hechicero Wood, quien declaró explícitamente contra él
(6).
El sacerdote Guillermo Stapleton fue
procesado por hechicería en el reinado de Enrique VIII (7).
Bienvenido Cellini alude a un
sacerdote nigromántico, natural de Sicilia, que cobró fama por sus afortunadas
hechicerías, sin que nadie le molestara en el ejercicio de este arte; y según
saben los eruditos, refiere Cellini a este propósito que dicho sacerdote
conjuró a toda una legión de diablos en el coliseo de Roma; y además, tuvo
exacto cumplimiento el vaticinio de que pronto encontraría a su amante en el
tiempo y lugar prefijados
A últimos del siglo XVI apenas había
clérigo que no se aficionara al estudio de la magia y alquimia, movidos por el
deseo de imitar a Cristo en el exorcismo contra los malignos espíritus (9), de
modo que consideraron “sagradas” sus prácticas, al paso que acusaban de
nigromancia a los magos laicos.
Los ocultos conocimientos espigados siglos
atrás en los feraces campos de la teurgia, se los reservaba la Iglesia romana
como por privilegio exclusivo y enviaba al suplicio a cuantos se atrevían a
cazar furtivamente en el coto de la teología, para ellos la scientia scientiarum (la ciencia de las
ciencias), o bien a cuantos no podían encubrir sus culpas bajo el hábito
monacal (10).
La historia nos ofrece en prueba
varios datos estadísticos, pues, según dice Tomás Wright (11), en los quince
años transcurridos entre 1580 y 1595, el inquisidor Remigio, presidente del
tribunal de Lorena, sentenció a la hoguera a novecientos brujos (12).
Así es que mientras el clero
practicaba la hechicería y el arte de evocar legiones de “demonios” sin que el
poder civil le molestase en lo más mínimo, se perseguía cruelmente a infelices
extraviados y monomaníacos (13).
Ecclesia
non novit sanguinem, exclaman melosamente los teólogos, y en justificación
de este aforismo se instituyó sin duda la Santa Inquisición, bajo cuyo
estandarte (14) el asesor de la reina Isabel I de Castilla e inquisidor general
Tomás de Torquemada sentenció a la hoguera a diez mil reos y puso en el
tormento a ochenta mil (15). En ningún país como en España y Portugal
estuvieron tan difundidas entre el clero las artes de magia y hechicería, tal
vez porque los árabes eran muy entendidos en ciencias ocultas, y en Toledo,
Sevilla y Salamanca hubo escuelas superiores de magia. Los cabalistas
salmantinos sobresalían en el dominio del saber abstruso, pues conocían las
virtudes de las piedras preciosas y otros minerales y los más hondos secretos
de la alquimia.
PROCESOS
INQUISITORIALES
Entresaquemos ahora algunos casos
demostrativos de la conducta del Santo Oficio en aquellos tiempos:
De los
documentos originales del proceso incoado contra la mariscala D’Ancre, durante
la regencia de María de Médicis, se infiere que murió en la hoguera por culpa
de los clérigos, cuya compañía deseaba como buena italiana. En la iglesia de
los agustinos de París se exorcisó a sí misma por creerse embrujada, y como se
sintiera con mucho quebranto de salud y violentos dolores de cabeza, le
aconsejaron los clérigos italianos y el médico judío de la reina que se
aplicara al cuerpo un gallo blanco recién matado. Por todo esto el pueblo de
París la acusó de hechicera, y como a tal la procesaron y sentenciaron.
El párroco
de Barjota, diócesis de Calahorra (España), que vivió en el siglo XVI, fue
maravilla de todo el mundo por sus mágicos poderes, y, según aseguraba la voz
pública, llegó a trasladarse a lejanos países para presenciar acontecimientos
de importancia que sabía que iban a ocurrir y luego los vaticinaba en el
pueblo.
Cuentan las crónicas de este caso que el cura de Barjota tuvo muchos
años a su servicio un demonio familiar, con quien últimamente se mostró ingrato
y falaz, pues habiéndole revelado una conjuración que se estaba tramando contra
la vida del papa, a consecuencia de una aventura de éste con cierta hermosa
dama, transportóse el cura a Roma (en cuerpo astral, por supuesto) y descubrió
la trama, salvando así la vida del pontífice. Arrepintióse entonces de cuanto
hasta allí hiciera y confesóse con el galante papa, que le absolvió de toda culpa.
De vuelta en su curato, fue preso por pura
fórmula en la cárcel de la Inquisición de Logroño, de la que salió rehabilitado
al poco tiempo.
En los
archivos de la Inquisición de Cuenca está el proceso seguido en el siglo XIV
contra el famoso doctor Eugenio Torralba, médico de la casa del almirante de
Castilla. Del proceso resulta que un dominico llamado fray Pedro regaló al
doctor un demonio llamado Zequiel, a
quien vieron y hablaron los cardenales Volterra y Santa Cruz, pudiendo
convencerse de que el tal demonio era un benéfico elemental que sirvió
fielmente a Torralba hasta la muerte de éste. El tribunal de la Inquisición
tuvo en cuenta todas estas circunstancias, y absolvió a Torralba en la vista
del proceso, celebrada en Cuenca el 29 de Enero de 1530.
En Alemania, el odio entre católicos
y protestantes motivó numerosas acusaciones de hechicería contra estos últimos,
sin otro fundamento muchas veces que la enemistad personal o política. En
Bamberg y Wurzburgo, donde predominaban los jesuitas, eran más frecuentes los
casos de hechicería, y los dignos hijos de Loyola mostraron su astuta labor en
aquellas sangrientas tragedias, entre cuyas víctimas se contaron niños de edad
temprana (16).
Sobre este asunto dice Wright:
El crimen de
muchos de los sentenciados a la hoguera en Alemania por inculpación de
hechicería, durante la primera mitad del siglo XVII, no fue otro que su
adhesión a las doctrinas de Lutero... Los príncipes alemanes aprovechaban
cualquier pretexto para procesar a gente rica, cuyos bienes confiscaban en
personal provecho... Los obispos de Bamberg y Wurzburgo eran al propio tiempo
soberanos temporales de sus diócesis.
El de Bamberg, llamado Juan Jorge II,
después de infructuosas tentativas para desarraigar el luteranismo, deshonró su
reinado con una serie de sangrientos procesos por hechicería, de cuya
sustanciación estuvo encargado el vicario general y canciller Federico Forner
(17). Entre los años 1625 y 1630 los tribunales de Bamberg y de Zeil vieron
unos novecientos procesos, y según las estadísticas oficiales, en la sola
ciudad de Wurzburgo murieron en la hoguera seiscientas personas acusadas de hechicería.
Había entre
los hechiceros niñas de siete a diez años, de las que veintisiete murieron en la hoguera. Tantos fueron los reos y tan
escasa consideración merecían al tribunal, que en vez de por sus nombres los
designaban por números. Los jesuitas recibían en secreto las declaraciones de
los acusados (18).
PALABRAS
DE JESÚS
Mal se concilian con semejantes
abominaciones perpetradas para satisfacer los apetitos del clero, aquellas
dulces palabras de Jesús:
“Dejad a los
niños y no los estorbéis de venir a mí, porque de ellos es el reino de los
cielos”.-“Y el que escandalizare a uno de estos pequeñitos que en mí creen,
mejor fuera que le colgasen del cuello una piedra de molino y lo echasen al
mar”.-“Así no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que
perezca uno de estos pequeñitos” (19).
Pero aquellos sacrificios en el altar
de su Moloch no eran obstáculo para que
los codiciosos de riquezas practicasen el negro arte, pues en ninguna clase
social abundaron tanto como entre el clero los consultores de “espíritus
familiares” durante los siglos XV, XVI y XVII.
Cierto es que entre las víctimas
se contaron algunos sacerdotes católicos; pero si bien se les acusaba de
“prácticas nefandas” (20), no había tal, sino que, según testimonio de los cronistas
de la época, consistía su culpa en herejía anatematizable y, por lo tanto, más
punible que el crimen de hechicería (21).
Eliphas Levi, en su Dogma y ritual de la alta magia, tan
menospreciado por Des Mousseaux, sólo revela de las ceremonias secretas lo que
los clérigos medioevales practicaban con el consentimiento tácito, ya que no
expreso, de la Iglesia. El exorcista penetraba en el círculo de actuación a
media noche, revestido de sobrepelliz nuevo, estola sembrada de caracteres
sagrados y gorro puntiagudo, en cuyo frente estaba escrito en hebreo, con una
pluma nueva mojada en la sangre de una paloma blanca, el inefable nombre Tetragrámmaton.
Anheloso el exorcista de ahuyentar a
los miserables espíritus que frecuentan
los lugares donde hay tesoros escondidos, rocía el círculo de actuación con
las sangres de un cordero negro y de un pichón blanco, y después conjura a las
potestades infernales (22) y almas condenadas, en los poderosos nombres de
Jehovah, Adonai, Elohah y Sabaoth (23).
Los malignos espíritus se resistían al
conjuro, diciéndole al exorcista que era pecador y por lo tanto no podía contar
con ellos para apoderarse del tesoro; pero él replicaba que, como “la sangre de
Cristo había lavado todas sus culpas” (24), les conjuraba de nuevo a salir de
allí, porque eran fantasmas malditos y ángeles protervos. Una vez ahuyentados
los espíritus malignos, el exorcista confortaba a la pobre alma en nombre del
Salvador y la dejaba al cuidado de los ángeles
buenos que, según parece, eran menos poderosos que el exorcista, pues el
rescatado tesoro quedaba en manos del clero.
Añade Howit que el calendario
eclesiástico señalaba los días más favorables para la práctica del exorcismo, y
en caso de que los demonios se resistiesen al conjuro, recurría el exorcista a
sahumerios de azufre, asafétida, ruda y hiel de oso (25).
LAS SIETE ABOMINACIONES
Tal es el clero y tal la Iglesia que
en el siglo XIX sostiene en los Estados Unidos cinco mil sacerdotes para
enseñar a las gentes la falibilidad de la ciencia y la infalibilidad del obispo
de Roma. ya dijimos que, según confesión de un eminente prelado, no es posible
eliminar de los dogmas teológicos el concepto de Satanás, sin menoscabo de la
perpetuidad de la Iglesia, pero aunque desapareciera el príncipe del pecado no
desaparecería el pecado, pues quedarían la Biblia
y los Artículos de la fe, es decir,
la supuesta revelación divina y la necesidad de intérpretes que presuman de
inspirados.
Conviene, por lo tanto, investigar la autenticidad de la Biblia y analizar sus páginas, por ver
si en efecto contienen la palabra de Dios o si son simple compendio de antiguas
tradiciones y rancios mitos. Hemos de interpretarlas con nuestro propio
criterio, a ser posible, y aplicar a los presuntuosos maestros de hermenéutica
aquellas palabras de Salomón:
Seis cosas
aborrece el Señor y la séptima la detesta su alma: ojos altivos, lengua
mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que maquina designios
pésimos, pies ligeros para correr al mal, testigo falso que profiere mentiras y
aquel que siembra discordias entre los hermanos (26).
¿Cuál de estas acusaciones pueden rechazar los hombres que dejaron sus
huellas en el Vaticano?
Dice San Agustín:
Cuando los
demonios quieren insinuarse en las criaturas, comienzan por ceder a los deseos
de ellas, pues con propósito de atraer a los hombres les fingen obediencia para
seducirlos... Porque ¿cómo es posible saber, si los mismos demonios no lo
dicen, qué les gusta y qué les disgusta, y qué evocación puede reducirlos a la
obediencia; en una palabra, toda esa ciencia de los magos (27).
A esta expresiva disertación
replicaremos que ningún mago negó jamás que hubiese aprendido su arte de los
“espíritus”, ya fuera un agente por cuyo medio actuaran, ya por haber sido
iniciado en la ciencia por quienes la conocieron antes de él. Pero ¿de quién
aprendía el exorcista?, ¿de quién aprende el sacerdote que autocráticamente se
inviste de autoridad, no sólo sobre los magos sino también sobre los
“espíritus”, a quienes califica de demonios o diablos cuando obedecen a otro?
En alguna parte debe de haber aprendido el arte de exorcizar, y de alguien
recibido los poderes de que alardea. Sin duda responderán los teólogos que, en
cuanto se refiere a los seglares, es preciso convenir con San Agustín que los mismos
demonios han de enseñarles la evocación a propósito para someterlos a
obediencia; pero que en cuanto a los clérigos, reciben el conocimiento por
revelación y por el don del Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles en
forma de lenguas de fuego, infundiéndoles a ellos y a sus sucesores la virtud
del exorcismo, aunque lo practiquen por anhelo de fama o apetencia de lucro
(28).
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