jueves, 23 de mayo de 2019

EL VELO DE ISIS




CAPÍTULO  PRIMERO


                                                                            EGO SUM QUI SUM.

                                                                                               Axioma  de  la  Filosofía  hermética.

“Empezamos las investigaciones en donde las modernas
conjeturas pliegan sus engañosas alas. Y con nosotros están los
elementos científicos que los sabios del día desdeñan por
quiméricos o con prevención los miran como arcanos
insondables”.-BULWER, ZANONI.


            Hay en un lugar de este mundo un libro de tan remota antigüedad que los arqueólogos lo atribuirían a una época de incalculable cómputo y no acertarían a ponerse de acuerdo sobre la materia de que está compuesto. Es el único ejemplar manuscrito que de dicho libro se conserva. El más antiguo tratado hebreo de ciencia oculta, el Siphra-Dzeniuta es una compilación de aquel manuscrito, hecha en época en que ya se le consideraba como reliquia literaria. Uno de los dibujos que lo ilustran representa la Esencia divina al emanar de Adam  en traza de arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de llegado al culminante punto de la gloria inefable, retrocede hacia la tierra, envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad. A medida que va acercándose a nuestro planeta, la Emanación es más sombría y al tocar en él es negra como la noche.
            
En toda época han tenido los filósofos herméticos el convencimiento, basado en sesenta mil años de experiencia, de que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose más groseramente el cuerpo físico del hombre cuya naturaleza era en un principio casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus.
            
Las más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adam mítico existieron sucesivamente varias razas humanas. ¿Eran tipos más perfectos? ¿Pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en Fedro? A la ciencia le incumbe resolver este problema, tomando por punto de partida las cavernas de Francia y los restos de la edad de piedra.
            
A medida que avanza el ciclo se van abriendo los ojos del hombre hasta conocer el “bien y el mal” tan acabadamente como los mismos Elohim. Después de alcanzar el punto culminante comienza a descender el ciclo. Cuando el arco llega al punto situado al nivel de la línea fija del plano terrestre, la naturaleza proporciona al hombre vestiduras de piel y el Señor Dios “le viste con ellas”.
            
En las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia en una raza de espiritualidad superior a la actual. El manuscrito quiché Popal Vuh, publicado por Brasseur de Bourbourg, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio y de habla, con vista sin límites, que conocía todas las cosas a un tiempo. Según Filo Judeo, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus, inmortales y libres de pecado unos; y perniciosos y mortales otros. “De los hijos de ÉL descendemos, e hijos de ÉL volveremos a ser”. La misma creencia se trasluce en el pasaje del Evangelio de San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre”; es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús, se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a sus discípulos. Platón describe admirablemente, en Fedro, el estado primario del hombre al cual ha de volver de nuevo. “Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad enseñó la filosofía religiosa que el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De una de éstas surgió con el tiempo ADAM, el hombre primitivo.
            
Los kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también en sus leyendas, razas anteriores a la nuestra y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi ilimitados, de lo que se engrieron hasta la audacia de rebelarse contra el Gran Espíritu, quien, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los encerró en cuerpos que limitaron sus facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un perseverante arrepentimiento, de la purificación y desenvolvimiento interior. Creen que sus shamanos pueden ejercer a veces las divinas facultades que un tiempo poseyeron todos los hombres.

LOS  LIBROS  DE  HERMES


            En la biblioteca Astort, de Nueva York, hay el facsímil de un tratado egipcio de medicina escrito en el año 1552 antes de J. C., cuando, según la cronología corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados sobre una corteza interna del Cyperus papyrus, y el profesor Schenk, de Leipzig, no sólo atestigua su autenticidad, sino que lo diputa por el más perfecto de cuantos se conocen. Es una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo Ebers de manos de un árabe de Luxor. El periódico La Tribuna, de Nueva York, dijo, a propósito de este asunto, que del examen del papiro se infiere con toda probabilidad que es uno de los seis Libros herméticos de Medicina citados por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a Hermes (Thuti). Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente en anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terpéutica (4). El Papiro de Ebers es seguramente uno de estos tratados herméticos”.
            
Si el fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor ha iluminado con tan viva luz la antigua ciencia de los egipcios, no cabe duda de que si se repitiera el caso con un egipcio tan servicial como el árabe, se esclarecerían muchos puntos tenebrosos de la historia antigua.
            
Los descubrimientos de la ciencia moderna no invalidan en modo alguno las remotísimas tradiciones que atribuyen increíble antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace pocos años no había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho antes del último período glacial que se remonta a 250.000 años. Es un cómputo muy duro de roer para los teólogos. Sin embargo, así lo creyeron los antiguos filósofos.
            
Por otra parte, junto con restos humanos se han encontrado utensilios, en prueba de que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigadora marcha, sin dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana cuyas pruebas ulteriores han de aducirse todavía. Desgraciadamente, los antropólogos y psicólogos modernos son incapaces de reconstruir con los fósiles hasta ahora descubiertos el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el hombre es más salvaje y semejante a los brutos a medida que nos acercamos a su origen. ¡Extraña lógica! ¿Acaso los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de Devon, demuestran que no existieran entonces otras razas superiormente civilizadas?
            Cuando hayan desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de la raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar con razón que en el siglo XIX comenzaba la humanidad a salir de la Edad de piedra?

LÍMITES DE LAS CIENCIAS FÍSICAS

 Hasta hace muy poco estaba de moda hablar de “los insostenibles conceptos de un pasado inculto”, ¡como si fuera posible ocultar tras un epigrama las canteras intelectuales en que se labraron tantas reputaciones científicas! Así como Tyndall propende fácilmente a mofarse de los antiguos filósofos con cuyas ideas se han pavoneado muchos sabios modernos, así también se inclinan de día en día los geólogos a suponer que las razas arcaicas estaban sumidas en profunda barbarie. Sin embargo, no todos los orientalistas son de esta opinión, pues algunos sostienen lo contrario, como, por ejemplo, Max Müller que dice: “Hay todavía muchas cosas incomprensibles para nosotros, y el lenguaje jeroglífico de los antiguos tan sólo expresa la mitad de los pensamientos. Sin embargo, la imagen del hombre se nos aparece cada vez más pura y noble en todos los países, según nos acercamos a su origen y comprendemos sus errores e interpretamos sus ensueños. Por lejanas que estén las huellas del hombre, aun en los más apartados confines de la historia, descubrimos desde un principio el divino don de la vigorosa y razonable inteligencia, de suerte que es imposible sostener que la raza humana haya surgido lentamente de las profundidades de la brutalidad animal" (5).
            
Como se ha dicho que no es filosófico inquirir las causas primeras, los sabios se ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la materia, como ardillas enjauladas, dicho sea con todo el respeto debido a los eruditos. Somos demasiado pigmeos para poner en tela de juicio la valía potencial de la ciencia; pero los científicos no encarnan la ciencia, como tampoco los habitantes del planeta son el planeta mismo. Ninguno de nosotros tiene autoridad ni derecho para forzar a los modernos filósofos a que acepten sin reparo la descripción geográfica del hemisferio de la luna oculto a las miradas de los astrónomos; pero si un cataclismo lunar lanzase a alguno de sus habitantes a la esfera de atracción de nuestro globo, de modo quesano y salvo cayera ante la puerta del doctor Carpenter, no podría éste, sin mengua de sus deberes profesionales, considerar el hecho más que desde el punto de vista físico. Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún nuevo fenómeno, así fuera éste tan insólito como la caída de un hombre de la luna o la aparición de un espectro en su alcoba. Tanto da investigar por el método aristotélico como por el platónico; pero lo cierto es que los antiguos antropólogos conocían perfectamente las dos naturalezas interna y externa del hombre. 

A pesar de las vacilantes hipótesis de los geólogos empezamos a tener casi diariamente pruebas de las aserciones de aquellos filósofos, quienes dividían la existencia del hombre sobre la tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales alcanzaba gradualmente la humanidad el pináculo de la civilización para ir sumiéndose paulatinamente en la más abyecta barbarie. De los maravillosos monumentos de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Herodoto de otros ya desaparecidos, puede inferirse, aunque no por completo, el eminente grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos. Ya en la época del célebre historiador griego eran montones de ruinas muchos templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama “venerables testigos de las glorias de nuestros remotors antepasados”. Elude Herodoto tratar de las cosas divinas y se contrae a describir, según referencias llegadas a sus oídos, los maravillosos subterráneos del Laberinto que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados cuyos restos yacen todavía en lugares ocultos.
            
Sin embargo, los relatos hitóricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan elementos bastantes para juzgar de las florecientes civilizaciones de la antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes con pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones recientemente efectuadas en Mariette-Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de madera y otros objetos artísticos cuyo examen muestra que muchísimo antes de las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la perfección artística, hasta el punto de maravillar a los más entusiastas partidarios del arte helénico.


NÚMEROS PITAGÓRICOS

            
En una de sus obras describe Taylor dichas estatuas diciendo que es verdaderamente inimitable la belleza plástica de aquellas testas con ojos de piedras preciosas y párpados de cobre.
            
A mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos existentes hoy en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la ya referida doctrina hermética de los ciclos.
            
El entusiasta helenista doctor Schliemann halló en las excavaciones efectuadas no ha mucho en el Asia menor, notorias huellas del progreso gradual de la barbarie a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la barbarie. Así, pues, si el hombre antediluviano era mucho más docto que nosotros en ciencias profanas y mucho más hábil en ciertas artes que ya damos por perdidas, ¿por qué no admitir que pudiera igualmente aventajarnos en el conocimiento de la psicología? Esta hipótesis debe prevalecer mientras no se aduzcan pruebas evidentes en contrario.
            
Todo sabio digno de este nombre reconoce que muchas ramas de la ciencia están todavía en mantillas. ¿Será porque nuestro ciclo haya principiado hace poco tiempo? Sin embargo, según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan a un tiempo a toda la humanidad, y así lo corrobora espontáneamente Draper al decir que los períodos en que a la geología le plugo dividir los progresos del hombre, no son tan exabruptos que comprendan simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo los indios nómadas de América que en nuestros días están trascendiendo la para ellos Edad de piedra.
            
Los cabalistas versados en el sistema pitagórico de números y líneas saben perfectamente que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus fundamentos”.
            
Algunos filósofos de nuestra época ponderan el aristotélico método inductivo en perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan sólo en ir a rastras de lo particular a lo universal. Draper lamenta  que los místicos especulativos como Amonio Saccas y Plotino suplantaran a los rigurosos geómetras de las escuelas antiguas; pero no tiene en cuenta que la geometría es entre todas las ciencias el más acabado modelo de síntesis y en toda su trama procede de lo universal a lo particular o sea el método platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas en las condiciones del mundo físico, se contraigan al método aristotélico; pero como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, no podrán las investigaciones meramente físicas trasponer la esfera del mundo material.
            
La teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu demostrando matemáticamente la existencia de ambos principios por la de cada uno de ellos.
Las combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el arduo problema y explican la teoría de la irradiación y el ciclo de las emanaciones. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión, se reabsorben en el infinito.
            
La fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica, y si en el actual ciclo va saliendo apenas del arco inferior, algún día tendremos la prueba de que en época muy anterior a Pitágoras estuvo en el punto culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir eternamente en la memoria de los hombres.

COMENTADORES DE PLATÓN


     Las ciencias enseñadas en los santuarios estaban veladas impenetrablemente por el más sigiloso arcano. Ésta es la causa del poco aprecio en que hoy se tiene a los filósofos antiguos, y más de un comentador acusó de incongruentes a Platón y Filo Judeo, por no advertir el propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas cuya aparente absurdidad tan perplejos deja a los lectores del Timeo. Pero ¿qué comentador de los clásicos supo leer a Platón? Esto nos mueve a preguntar los juicios críticos que sobre el insigne filósofo encontramos en las obras de Stalbaüm, Schleiermacher, Ficino, Heindorf, Sydenham, Buttmann, Taylor y Burges, por no citar otros de menos autoridad. Las veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema confusión a sus comentadores, cuya atrevida ignorancia llegó al punto de alterar muchos pasajes del texto, creídos de que estaban equivocadas las palabras. Así tenemos que respecto a la alusión órfica en que el autor exclama:

                        Del canto el orden de la sexta raza cierra,

cuya interpretación sólo cabe dar en el sentido de la aparición de la sexta raza en la consecutiva evolución de las esferas, opina erróneamente Burges que el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado”. El que edita una obra ¿no tiene la obligación de por lo menos entender lo que dice el autor?
            
Es opinión general, aun entre los críticos más serenos, que los sabios de la antigüedad no tuvieron de las ciencias experimentales el profundo conocimiento que tanto engríe a nuestro siglo.
            
Algunos comentadores han sospechado que ignoraban el fundamental apotegma filosófico: ex nihilo nihil fit, y dicen que si algo sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo, nosotros opinamos lo contrario, pues aunque las enseñanzas de los filósofos antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto sigilo cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia, rivalizaban unos con otros en ingeniosas trazas para encubrir sus verdaderas opiniones.
            
La doctrina de la metempsícosis, tan acerbamente ridiculizada por los científicos y con no menos dureza combatida por los teólogos, es un concepto sublime para quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la materia e inmortalidad del espíritu. ¿No sería justo mirar la cuestión desde el punto de vista en que los antiguos se colocaron, antes de burlarnos de ellos? Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el magno problema de la eternidad. lA armónica variedad en la matemática unidad de la dual evolución del espíritu y de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de Pitágoras, enteramente idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha demostrado el celoso orientalista Martín Haug en su por desgracia demasiado tardía traducción del Aitareya Brâhmana del Rig Veda, hasta ahora desconocido de los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico entrañan en el número el significado esotérico. En el primero depende de la mística relación entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el segundo, del número de sílabas de cada versículo de los mantras.
            
Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro que sostuvo que el Demiurgos se valió del dodecaedro para construir el universo.
            
Algunas figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4 es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys, por quien juraban solemnemente los antiguos místicos.

EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA


Si después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C., los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la India, ni su discípulo Platón.
            
A este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya Brâhmana:
            
“El Mantra-Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la tierra era una enorme cabeza calva.
“Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
“Este Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
 La descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
            
El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe.
El pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición.
En uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit  a girar alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a la aparente carrera del sol.
Según dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades”.

ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS


Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que el Shu-King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi-King (Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos.
            
De todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
            
Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días tal como aún subsisten.
            
El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo exacto.
            
Gracias a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos simbolizados en los devas y los iranios en los asuras. ¿En qué época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
            
A ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
            
Los más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
            
De acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y perecedera, mientras que la otra (augoeides o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).

EL ALMA DE LOS ANIMALES


Es muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
            
Demuestra Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
            
De esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a la filosofía (19).
            
El desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como reflejo del Arqueos universal, es semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
            
La triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”.
            
La fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
            
Más verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall “especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las, según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.
            
Si consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día habrá de comprenderlo el hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.

EL PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”


No sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite un protoplasma universal que al formar las células origina la vida. Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica convierte las leyes y hechos en centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica”. Sin embargo, nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
            
Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los mismos Misterios estaban adulterados hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto.
            
Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades herméticas llamadas más tarde esenios, donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos.
            
Lo mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.
            
La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible En-Soph una Potestad.

DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS

 Vemos, por lo tanto, que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del acaso, pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados deEuclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas.
            
Muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos conocida todavía es la cábala universal de Oriente! Pocos son sus adeptos; pero estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos  han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás. 

El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más absurdo y extravagante del Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia contemporánea. Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué época se olvidó por completo?
            
Los Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes . Hoy mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente, de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma. En las naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada.

ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA


Pero aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con su dorada segur la rama del materno roble. La magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen, de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre. Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época (28).
            
Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios (29).
            
Los más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón. Lo mismo que éstas, parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram cuya muerte juran vengar.

NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL


            
Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe de seguro más anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades, vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante sí tenían.
            
En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos. El periódico de Nueva York, La Tribuna, en su crítica del Papiro de Ebers, dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
            
En su obra Conflictos entre la religión y la ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo llamado saros, que constaba de 6.585 día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.
            
Estamos del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.

INVESTIGACIONES GEOMÉTRICAS


Respecto a la eficacia de las investigaciones geométricas, ya no han de contraerse los estudiantes de ocultismo a nuevas conjeturas, sino que pueden seguir la orientación señalada en nuestros días por el insigne geómetra norteamericano Jorge Felt, quien apoyado en los antecedentes sentados por los antiguos egipcios, ha inferido las siguientes consecuencias:
            
  Determinar el diagrama fundamental de la geometría plana y del espacio.
            
  Establecer proporciones aritméticas en forma geométrica.
            
  Inferir la norma geométrica que de tan maravillosa y exacta manera siguieron los egipcios en todas sus construcciones arquitectónicas y escultóricas.
            
  Comprobar que de esta misma norma geométrica se valieron los egipcios para los cómputos astronómicos sobre que fundaron casi todo su simbolismo religioso.
            
  Descubrir las huellas de la norma geométrica de los egipcios en el arte y arquitectura de Grecia y en las Escrituras hebreas, cuya derivación egipcia resulta de ello evidente.
            
  Demostrar que después de investigar durante miles de años las leyes de la naturaleza, llegaron los egipcios a conocer el sistema del universo.
            
  Determinar con toda precisión problemas de fisiología, hasta hoy tan sólo sospechados.
            
  Que la primitiva ciencia y la primitiva religión, que serán también las últimas, estuvieron comprendidas en la filosofía masónica.
            
A esto podemos añadir por testimonio ocular que los escultores y arquitectos egipcios no forjaban en el yunque de su fantasía las admirables estatuas de sus templos, sino que de modelo les servían las “invisibles entidades del aire” y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían ellos, como atribuye también Felt, a la eficacia de alquímicos y cabalísticos procedimientos. Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos.
            
El descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido a hipnotólogos tan eminentes como Ennemoser, Schweigger y Bart, en Alemania, Du Potet, en Francia, y Regazzoni, en Italia, señalar casi exactamente la analogía entre los mitos divinos y las energías naturales. El dedo ideico, que tanta importancia tuvo en la magia médica, significa un dedo de hierro, atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas.
            
Bart aventaja a Schweigger en la interpretación de los mitos antiguos que estudia bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos saludadores. A este propósito, dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron la preceptuación del cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza? (32) De la misma opinión es Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.

 

SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS


No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo comprueba el siguiente pasaje entresacado de la primera hoja del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa-Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Conviene advertir que los antiguos daban título de dioses a los hombres eminentes, y por lo tanto, la divinización de los mortales y considerarlos como dioses no prueba que fuesen politeístas, de la propia suerte que tampoco sería justo calificar de politeístas a los cristianos porque veneran las imágenes de sus santos. Los norteamericanos de hoy día no merecen ciertamente que de aquí a tres mil años les tilde la posteridad de idólatras, por haber levantado estatuas a Washington. Tan secreta era la filosofía hermética, que a Volney le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los símbolos materiales y groseros, siendo así que eran meras representaciones de principios esótericos. También Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este problema, equivoca la significación de los símbolos religiosos y los atribuye exclusivamente a la astronomía. Eberhart y otros autores alemanes de los siglos XVIII y XIX tratan de la magia con menores escrúpulos y la derivan de los mitos platónicos del Timeo. Pero ¿cómo era posible que estos eruditos, sin la agudísima intuición de un Champollión, descubrieran el significado esotérico de cuanto el velo de Isis no dejaba traslucir sino a los adeptos? Nadie regatea la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo comprueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas, y gracias a sus indagaciones está demostrada en los más nimios pormenores la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice también Ennemoser: “Herodoto, Tales, Parménides, Empédocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud.
            
En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: ¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países? Por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede atribuirse a la pérdida de las obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa, encontrados en la tumba de este monarca y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público” (33).
            
La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filo Judeo que “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes” (34). Con el tiempo degeneró por abuso en hechicería y se atrajo la animadversión general; pero nosotros hemos de considerarla tal como fue en los tiempos de su pureza, cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes, como vulgarmente se cree, sino los magos, cuyo nombre indica la procedencia. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi (35). La magia es coetánea de las primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de magia muy conocido en los siglos IV y V que, según tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, hijo de Adán (36).
            
Moisés fue deudor de sus conocimientos a la iniciada Batria, esposa del Faraón y madre de la princesa egipcia Termutis, que lo salvó de las aguas del Nilo (37). De él dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras” (38). Justino Mártir, apoyado en la autoridad de Trogo Pompeyo, afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios (39).

SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS


En determinadas ramas de la ciencia, sabían los antiguos más de lo que hasta ahora han descubierto los modernos. Aunque muchos repugnen confesarlo, así lo reconocen algunos sabios. El doctor A. Todd Thomson, que publicó la obra Ciencias ocultas, escrita por Salverte, dice a este propósito: “Los conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad humana eran mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Baader que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”.
            
Orígenes, discípulo de escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo en general, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley” con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas.
            
San Jerónimo dice que los judíos de Tiberíades y Lida eran singulares maestros en hermenéutica mística. Por último, Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los esenios. Molitor reivindica la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con estropeamiento de las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación... los antiguos misterios de Israel, que contienen todos los secretos de hoy, debieran servir para establecer la teología sobre profundos principios teosóficos y dar base firme a las ciencias especulativas. De esta suerte se abrirían nuevos caminos en el laberinto de mitos, símbolos y organización política de las sociedades primitivas. Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas que Samuel no fundó, sino que tan sólo restauró, y cuyo objeto era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia distintamente seprada en dos opuestos linajes: la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia divina se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia diabólica se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y delitos de lesa naturaleza”.
            
El clero de las tres principales iglesias cristianas, lagriega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo, papistas y protestantes condenaban a la hoguera y a la horca, o cuando no, mandaban asesinar a los infelices médiums por cuyo organismo se comunicaban las entidades astrales y a veces las desconocidas fuerzas de la naturaleza. En esta persecución sobresalía la iglesia romana, cuyas manos están tintas en sangre de inocentes víctimas sacrificadas a un Moloch implacable, que tal parece el Dios de sus creencias. Ansía la iglesia romana reanudar tan cruenta labor, pero la ligan de pies y manos el espíritu del siglo y el universal sentimiento de libertad religiosa contra el que diariamente prorrumpe en invectivas. La iglesia griega es, por el contrario, de benigna condición y más conforme con las enseñanzas de Cristo por su sencilla aunque ciega fe; pero si bien hace muchos siglos que ocurrió el cisma de Oriente y no hay relación alguna entre las iglesias griega y latina, los pontífices romanos fingen ignorar este hecho y se arrogan audazmente la jurisdicción en todos los países de religión griega o protestante. A este propósito dice Draper: “La Iglesia insiste en que el Estado no debe inmiscuirse en la jurisdicción eclesiástica, y como el protestantismo es una rebeldía, no le cabe derecho alguno, ni siquiera en las diócesis de países protestantes donde el prelado católico es el pastor legítimo y la única autoridad espiritual".

PRETENSIONES DE ROMA


            A pesar de no haber hecho caso ninguno los protestantes de los decretos y encíclicas del papa ni de las invitaciones a los concilios ecuménicos ni de las excomuniones despectivamente recibidas, persiste la iglesia romana en su temeraria conducta, que llegó a grado máximo de insensatez cuando en 1864 excomulgó Pío IX con público anatema al emperador de Rusia por cismático indigno de pertenecer al gremio de la Iglesia católica (42). Sin embargo, desde la conversión de los eslavos al cristianismo, no han consentido ni los zares ni el pueblo ruso unirse a la iglesia de Roma. ¿Por qué no alega también el papa jurisdicción eclesiástica sobre los budistas tibetanos o sobre los espectros de los antiguos hyk-sos?
            
Los fenómenos mediumnímicos ocurren en todas partes sin distinción de religiones, nacionalidades e individuos, y la fuerza que los produce puede manifestarse, igualmente en el monarca y en el mendigo. Ni siquiera el vicario de Dios, el pontífice Pío IX, logró rehuir la visita del incómodo huésped, pues desde los cincuenta años de su edad se vio acometido de frecuentes arrebatos y transportes, que en el Vaticano atribuían a visiones divinas y los médicos diagnosticaban de ataques epilépticos, no faltando entre el pueblo quienes los achacasen a la obsesión espectral de Peruggia, Castelfidardo y Mentana.
            
Se le podía aplicar la famosa execración de Shakespeare:

            
Brillan las azuladas luces. Ya es media noche y frío temblor estremece mis carnes. Hacia mí llegan las almas de mis víctimas.

            
El príncipe de Hohenlohe tuvo mucha fama a principios del siglo XIX por sus dotes saludadoras, y era muy notable médium. Ciertamente, las aptitudes mediumnímicas y los fenómenos por su virtud producidos, no son privativos de ninguna época ni país, sino cualidades inherentes a la naturaleza psicológica del microcosmos.
            
Los que en Rusia llaman klikuchy (energúmenos) y yourodevoy (semiidiotas) se ven asaltados frecuentemente por perturbaciones nerviosas que el clero y el populacho atribuyen a posesión diabólica. Estos infelices se agolpan a las puertas de las catedrales sin atreverse a entrar por temor de que el demonio que les posee no los derribe al suelo. En Voroneg, Kiew, Kazan y en todas las poblaciones donde se veneran reliquias de santos milagrosos, abundan este linaje de médiums inconscientes de repugnante aspecto, que se agrupan en los vestíbulos y atrios de los templos. Durante la celebración del oficio divino, en el acto de alzar, o cuando el coro entona el Ejey Cheruvim, todos aquellos maniáticos empiezan a dar voces semejantes a aullidos, cacareos, ladridos, rebuznos y rugidos entre espantosas convulsiones. 

El clero y el vulgo explican piadosamente este fenómeno diciendo que el espíritu inmundo no puede resistir la santidad de la oración. Algunas almas caritativas acuden en socorro de aquellos infelices, con pócimas calmantes y oportunas limosnas. A menudo solicita el público la intervención de un sacerdote para exorcizar a los poseídos, y así lo hace aquél, unas veces por caridad y otras mediante el estipendio de unas cuantas monedas de plata. Sin embargo, entre los supuestos energúmenos hay tal o cual clarividente y vaticinador, aunque por lo general trafican con sus aptitudes, sin que nadie les moleste al ver el lastimero estado en que les pone el arrebato. Mas, por otra parte, ¿qué razón habría para que el clero concitase contra ellos los ánimos de las gentes diciendo que son brujos? Es de sentido común y al par de justicia, que en todo caso el culpable no es la víctima poseída, sino el demonio poseedor. Si el exorcismo no tiene otras consecuencias que proporcionar al paciente un fuerte resfriado, entonces se le abandona en manos de Dios y de la caridad pública. Sin embargo, por muy ciega y supersticiosa que sea la fe conducente a semejantes extravíos, no entraña ofensa para el hombre ni para el verdadero Dios. No sucede lo mismo en los cleros romano y protestante, de los que nos ocuparemos en el transcurso de esta obra, con excepción de algunos eminentes pensadores de ambas confesiones. Necesitamos saber en qué se fundan para tratar como infieles predestinados al infierno eterno a los indos, chinos, espiritistas y cabalistas.

EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL


Lejos de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles e invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos basta el convencimiento de que Él existe y que Él es la sabiduría infinita. Nos basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos al supremo infinito e ilimitado poder, al céntrico SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. Él es el único evangelio infalible.
            
Dice Plutarco en el Teseo, que los geógrafos antiguos llenaban las márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Poco menos hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras estos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, aquéllos afirman sentenciosamente que nada hay más allá de la materia.
             
Sin embargo, muchos de nuestros empedernidos escépticos pertenecen a las logias masónicas. Todavía existen, aunque sólo de nombre, los rosacruces que tanto sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Podrán derramar lágrimas sobre la tumba de su respetable maestro Hiram Abiff, pero en vano buscarán el sitio donde estuvo la rama de acacia. Sólo queda la letra muerta; el espíritu se desvaneció. Parecen coristas ingleses o alemanes que en el cuarto acto de Hernani bajan a la cripta de Carlomagno para entonar el coro de la conspiración en lengua extraña. Así los modernos caballeros del sagrado Arco, aunque bajen todas las noches “por los nueve arcos a las entrañas de la tierra”, jamás descubrirán el sagrado delta de Enoch. Los caballeros del Valle del Norte y del Valle del Sur, tal vez se figuren que la iluminación despunta en su mente y que según adelanten en la masonería irá rasgándose el velo de la superstición, la tiranía y el despotismo; pero todo esto serán vanas palabras mientras renieguen de su madre la magia y desconozcan a su hermano gemelo el espiritismo. En verdad que podéis dejar vuestros sitiales, ¡oh Caballeros de Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte. 

Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver vuestras dudas, no obstante tantas pretensiones en contrario. Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del lugar santo. ¿Lo hallastéis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras jornadas a siete ni aún a siete veces siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R. S. W. Sepa multiplicar 333 de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser prudentes y manteneros sub-rosa.
            
Para demostrar que no estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos, concluiremos este capítulo con una de las más remotas tradiciones referentes a la evolución de nuestro planeta.

NEROSOS, YUGAS Y KALPAS


Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución física. Las zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas (45). Como quiera que cada diez milenios y cerca de un nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de helíaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año helíaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según tradición popular, la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año helíaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre hay entre los comentadores acerca de la duración del año helíaco, que ninguno se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años (46). En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
            Los períodos llamados yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a eminentes matemáticos. El Sâtya-yuga y los ciclos budistas nos asustan con sus cifras. El mahakalpa o edad máxima se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es de 4.320.000.000 de años solares, que se distribuyen como vamos a ver:
            En primer lugar tenemos los cuatro yugas siguientes:

  Sâtya-yuga .................................................................. 1.728.000  años
  Trêtya-yuga ................................................................. 1.296.000    
  Dvâpa-yuga .................................................................    864.000    
  Kali-yuga ......................................................................   432.000     
                                                                                            ________
                                                                                           
                                                                                            4.320.000    
           

EL  AÑO  MÁXIMO

 Estos cuatro yugas constituyen un mahâ-yuga o yuga máximo y setenta y un mahâ-yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ o duración de los crepúsculos matutino y vespertino, en todo este tiempo, equivalente a un sâtya-yuga ó 1.728.000 años, con los que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000 años o sea el período llamado manvántara (49). Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años y añadiendo un sandhya tendremos 4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años o sea el mahâkalpa o edad máxima, según vimos al principio de este cómputo. Como quiera que nos hallamos en el kali-yuga de la época vigésimo-octava del séptimo manvántara, aún nos falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida del planeta. Estos guarismos no son fantásticos, sino que, por el contrario, derivan de cálculos astronómicos según ha demostrado Davis (50). Muchos eruditos, entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones cuál era el ciclo secreto. Bunsen  ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas. Tal vez provenga la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad, y así no será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad; si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto, pero bien se echa de ver que no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes .

Algunos cabalistas, matemáticos y arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos de 6.000. de aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto, computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el plano de la eclíptica forma con el plano del ecudor fue decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez nerosos” (53).
            
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin del mundo.

Así como el movimiento de rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales al pináculo de su grandeza y poderlo para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el ciclo anterior.

TIPOS  Y  PROTOTIPOS


Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos caracteres que gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por ello no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento.

Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será.

Siempre ha sido el mundo ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo, y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:

“¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que, menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos... Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra”.

Verdaderamente es posible la conciliación. Hace treinta años que los primeros fenómenos psíquicos de Rochester llamaron la dormida atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible, y cuando la menuda lluvia de golpes se convirtió en torrente cuya impetuosidad estremeció al mundo, los espiritistas hubieron de contender con dos adversarios: la teología y la ciencia. Pero los teósofos han de combatir con todas las preocupaciones del mundo, y más acerbamente todavía con la de los espiritistas.

Por una parte, los teólogos cristianos anatematizan a quien no cree en la existencia del Dios personal y del diablo también personal, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro, y tienen por tres veces idiotas a cuantos creen en el diablo. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. Ninguno de ellos tiene de Dios el absurdo, pasional y veleidoso concepto que la superstición forjara, pero todos distinguen entre el bien y el mal. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina, y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Ego que piensa, siente y quyiere independientemente de la envoltura mortal en que alienta, no sólo cree, sino además sabe que existe Dios, la vida de nuestras vidas en Quien todos vivimos y Él vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la recatada intimidad de la conciencia.

LA  NATURALEZA  HUMANA


La naturaleza humana tiene el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?

Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.

“Terra legit carnem tumulum circumvolet umbra,
Orcus habet manes, spiritus astra petit”.

Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos han inducido a error a gran número de traductores e intérpretes que leyeron literalmente las frases de los alquimistas medioevales, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón. Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver que la filosofía antigua, como también la moderna, se valió del método de extrema necesidad, y que desde los orígenes de la especie humana estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina; que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que en continua cadena circula el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos eleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones.

POSIBILIDADES DEL  PORVENIR


La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidadesdel grosero materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época reciente. eL momento es más propicios que nunca para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir?

Pronto ha de empezar, o mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.



















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