CAPÍTULO PRIMERO
EGO
SUM QUI SUM.
Axioma de
la Filosofía hermética.
“Empezamos las investigaciones en donde las modernas
conjeturas pliegan sus engañosas alas. Y con nosotros
están los
elementos científicos que los sabios del día desdeñan
por
quiméricos o con prevención los miran como arcanos
insondables”.-BULWER, ZANONI.
Hay
en un lugar de este mundo un libro de tan remota antigüedad que los arqueólogos
lo atribuirían a una época de incalculable cómputo y no acertarían a ponerse de
acuerdo sobre la materia de que está compuesto. Es el único ejemplar manuscrito
que de dicho libro se conserva. El más antiguo tratado hebreo de ciencia
oculta, el Siphra-Dzeniuta es una
compilación de aquel manuscrito, hecha en época en que ya se le consideraba
como reliquia literaria. Uno de los dibujos que lo ilustran representa la
Esencia divina al emanar de Adam en traza de arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de
llegado al culminante punto de la gloria inefable, retrocede hacia la tierra,
envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad. A medida que va
acercándose a nuestro planeta, la Emanación es más sombría y al tocar en él es
negra como la noche.
En
toda época han tenido los filósofos herméticos el convencimiento, basado en sesenta mil años de experiencia, de
que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose más
groseramente el cuerpo físico del hombre cuya naturaleza era en un principio
casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del
universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro
interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus.
Las
más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adam mítico
existieron sucesivamente varias razas humanas. ¿Eran tipos más perfectos?
¿Pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en Fedro? A la ciencia le incumbe resolver
este problema, tomando por punto de partida las cavernas de Francia y los
restos de la edad de piedra.
A
medida que avanza el ciclo se van abriendo los ojos del hombre hasta conocer el
“bien y el mal” tan acabadamente como los mismos Elohim. Después de alcanzar el punto culminante comienza a
descender el ciclo. Cuando el arco llega al punto situado al nivel de la línea
fija del plano terrestre, la naturaleza proporciona al hombre vestiduras de piel y el Señor Dios “le viste con
ellas”.
En
las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia
en una raza de espiritualidad superior a la actual. El manuscrito quiché Popal Vuh, publicado por Brasseur de
Bourbourg, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio
y de habla, con vista sin límites, que conocía todas las cosas a un tiempo.
Según Filo Judeo, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus,
inmortales y libres de pecado unos; y perniciosos y mortales otros. “De los
hijos de ÉL descendemos, e hijos de ÉL volveremos a ser”. La misma creencia se
trasluce en el pasaje del Evangelio de
San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le
recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su
nombre”; es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús,
se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a
sus discípulos. Platón describe admirablemente, en Fedro, el estado primario del hombre al cual ha de volver de nuevo.
“Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el
mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad enseñó la filosofía religiosa que
el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De
una de éstas surgió con el tiempo ADAM, el hombre primitivo.
Los
kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también en sus leyendas, razas
anteriores a la nuestra y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi
ilimitados, de lo que se engrieron hasta la audacia de rebelarse contra el Gran
Espíritu, quien, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los
encerró en cuerpos que limitaron sus
facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un
perseverante arrepentimiento, de la purificación y desenvolvimiento interior.
Creen que sus shamanos pueden ejercer
a veces las divinas facultades que un tiempo poseyeron todos los hombres.
LOS LIBROS
DE HERMES
En
la biblioteca Astort, de Nueva York, hay el facsímil de un tratado egipcio de
medicina escrito en el año 1552 antes de J. C., cuando, según la cronología
corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados
sobre una corteza interna del Cyperus
papyrus, y el profesor Schenk, de Leipzig, no sólo atestigua su
autenticidad, sino que lo diputa por el más perfecto de cuantos se conocen. Es
una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de
ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas
cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo Ebers de manos de
un árabe de Luxor. El periódico La
Tribuna, de Nueva York, dijo, a propósito de este asunto, que del examen
del papiro se infiere con toda probabilidad que es uno de los seis Libros herméticos de Medicina citados
por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de
Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a
Hermes (Thuti). Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de
todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente
en anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terpéutica (4). El Papiro de Ebers es seguramente uno de
estos tratados herméticos”.
Si
el fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor ha iluminado
con tan viva luz la antigua ciencia de los egipcios, no cabe duda de que si se
repitiera el caso con un egipcio tan servicial como el árabe, se esclarecerían
muchos puntos tenebrosos de la historia antigua.
Los descubrimientos de la ciencia moderna no
invalidan en modo alguno las remotísimas tradiciones que atribuyen increíble
antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace pocos años no
había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene
hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho
antes del último período glacial que se remonta a 250.000 años. Es un cómputo
muy duro de roer para los teólogos. Sin embargo, así lo creyeron los antiguos
filósofos.
Por
otra parte, junto con restos humanos se han encontrado utensilios, en prueba de
que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía
edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigadora marcha, sin
dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana cuyas pruebas
ulteriores han de aducirse todavía. Desgraciadamente, los antropólogos y
psicólogos modernos son incapaces de reconstruir con los fósiles hasta ahora
descubiertos el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que
cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros
resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el
hombre es más salvaje y semejante a los brutos a medida que nos acercamos a su
origen. ¡Extraña lógica! ¿Acaso los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de
Devon, demuestran que no existieran entonces otras razas superiormente
civilizadas?
Cuando
hayan desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de la
raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los
indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar con razón que
en el siglo XIX comenzaba la humanidad a salir de la Edad de piedra?
LÍMITES
DE LAS CIENCIAS FÍSICAS
Como
se ha dicho que no es filosófico inquirir las causas primeras, los sabios se
ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación
científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen
los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la
materia, como ardillas enjauladas, dicho sea con todo el respeto debido a los
eruditos. Somos demasiado pigmeos para poner en tela de juicio la valía
potencial de la ciencia; pero los científicos no encarnan la ciencia, como
tampoco los habitantes del planeta son el planeta mismo. Ninguno de nosotros
tiene autoridad ni derecho para forzar a los modernos filósofos a que acepten
sin reparo la descripción geográfica del hemisferio de la luna oculto a las
miradas de los astrónomos; pero si un cataclismo lunar lanzase a alguno de sus
habitantes a la esfera de atracción de nuestro globo, de modo quesano y salvo
cayera ante la puerta del doctor Carpenter, no podría éste, sin mengua de sus
deberes profesionales, considerar el hecho más que desde el punto de vista
físico. Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún
nuevo fenómeno, así fuera éste tan insólito como la caída de un hombre de la
luna o la aparición de un espectro en su alcoba. Tanto da investigar por el
método aristotélico como por el platónico; pero lo cierto es que los antiguos
antropólogos conocían perfectamente las dos naturalezas interna y externa del
hombre.
A pesar de las vacilantes hipótesis de los geólogos empezamos a tener
casi diariamente pruebas de las aserciones de aquellos filósofos, quienes dividían la existencia del hombre sobre la
tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales alcanzaba
gradualmente la humanidad el pináculo de la civilización para ir sumiéndose
paulatinamente en la más abyecta barbarie. De los maravillosos monumentos
de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Herodoto de
otros ya desaparecidos, puede inferirse, aunque no por completo, el eminente
grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos.
Ya en la época del célebre historiador griego eran montones de ruinas muchos
templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama
“venerables testigos de las glorias de nuestros remotors antepasados”. Elude
Herodoto tratar de las cosas divinas y se contrae a describir, según
referencias llegadas a sus oídos, los maravillosos subterráneos del Laberinto
que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados cuyos restos yacen todavía en
lugares ocultos.
Sin
embargo, los relatos hitóricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan
elementos bastantes para juzgar de las florecientes civilizaciones de la
antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes con
pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones recientemente efectuadas
en Mariette-Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de
madera y otros objetos artísticos cuyo examen muestra que muchísimo antes de
las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la
perfección artística, hasta el punto de maravillar a los más entusiastas
partidarios del arte helénico.
NÚMEROS PITAGÓRICOS
En
una de sus obras describe Taylor dichas estatuas diciendo que es verdaderamente
inimitable la belleza plástica de aquellas testas con ojos de piedras preciosas
y párpados de cobre.
A
mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos
existentes hoy en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott
se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la ya referida doctrina
hermética de los ciclos.
El
entusiasta helenista doctor Schliemann halló en las excavaciones efectuadas no
ha mucho en el Asia menor, notorias huellas del progreso gradual de la barbarie
a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la
barbarie. Así, pues, si el hombre antediluviano era mucho más docto que
nosotros en ciencias profanas y mucho más hábil en ciertas artes que ya damos
por perdidas, ¿por qué no admitir que pudiera igualmente aventajarnos en el
conocimiento de la psicología? Esta hipótesis debe prevalecer mientras no se
aduzcan pruebas evidentes en contrario.
Todo
sabio digno de este nombre reconoce que muchas ramas de la ciencia están
todavía en mantillas. ¿Será porque nuestro ciclo haya principiado hace poco
tiempo? Sin embargo, según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan a un tiempo a toda la humanidad,
y así lo corrobora espontáneamente Draper al decir que los períodos en que a la
geología le plugo dividir los progresos del hombre, no son tan exabruptos que
comprendan simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo los
indios nómadas de América que en nuestros días están trascendiendo la para
ellos Edad de piedra.
Los
cabalistas versados en el sistema pitagórico de números y líneas saben
perfectamente que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos
principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda
ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz
fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus
fundamentos”.
Algunos
filósofos de nuestra época ponderan el aristotélico método inductivo en
perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan
sólo en ir a rastras de lo particular a lo universal. Draper lamenta que
los místicos especulativos como Amonio Saccas y Plotino suplantaran a los
rigurosos geómetras de las escuelas antiguas; pero no tiene en cuenta que la
geometría es entre todas las ciencias el más acabado modelo de síntesis y en
toda su trama procede de lo universal a lo particular o sea el método
platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas
en las condiciones del mundo físico, se contraigan al método aristotélico; pero
como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, no podrán las
investigaciones meramente físicas trasponer la esfera del mundo material.
La
teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes
egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu demostrando
matemáticamente la existencia de ambos principios por la de cada uno de ellos.
Las
combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el
arduo problema y explican la teoría de la irradiación y el ciclo de las
emanaciones. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores
y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión,
se reabsorben en el infinito.
La
fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica,
y si en el actual ciclo va saliendo apenas del arco inferior, algún día
tendremos la prueba de que en época muy anterior a Pitágoras estuvo en el punto
culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía
de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció
muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar
las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir
eternamente en la memoria de los hombres.
COMENTADORES
DE PLATÓN
Las ciencias enseñadas en los santuarios
estaban veladas impenetrablemente por el más sigiloso arcano. Ésta es la
causa del poco aprecio en que hoy se tiene a los filósofos antiguos, y más de
un comentador acusó de incongruentes a Platón y Filo Judeo, por no advertir el
propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas cuya
aparente absurdidad tan perplejos deja a los lectores del Timeo. Pero ¿qué comentador de los clásicos supo leer a Platón?
Esto nos mueve a preguntar los juicios críticos que sobre el insigne filósofo
encontramos en las obras de Stalbaüm, Schleiermacher, Ficino, Heindorf,
Sydenham, Buttmann, Taylor y Burges, por no citar otros de menos autoridad. Las
veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema
confusión a sus comentadores, cuya atrevida ignorancia llegó al punto de
alterar muchos pasajes del texto, creídos de que estaban equivocadas las
palabras. Así tenemos que respecto a la alusión órfica en que el autor exclama:
Del canto el orden de la sexta raza cierra,
cuya interpretación sólo cabe dar en el
sentido de la aparición de la sexta raza
en la consecutiva evolución de las esferas, opina erróneamente Burges que
el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado”. El
que edita una obra ¿no tiene la obligación de por lo menos entender lo que dice
el autor?
Es
opinión general, aun entre los críticos más serenos, que los sabios de la antigüedad
no tuvieron de las ciencias experimentales el profundo conocimiento que tanto
engríe a nuestro siglo.
Algunos
comentadores han sospechado que ignoraban el fundamental apotegma filosófico: ex nihilo nihil fit, y dicen que si algo
sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de
principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo,
nosotros opinamos lo contrario, pues aunque las enseñanzas de los filósofos
antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén
sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron
profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto
sigilo cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia, rivalizaban
unos con otros en ingeniosas trazas para encubrir sus verdaderas opiniones.
La
doctrina de la metempsícosis, tan acerbamente ridiculizada por los científicos
y con no menos dureza combatida por los teólogos, es un concepto sublime para
quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la
materia e inmortalidad del espíritu. ¿No sería justo mirar la cuestión desde el
punto de vista en que los antiguos se colocaron, antes de burlarnos de ellos?
Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el
magno problema de la eternidad. lA
armónica variedad en la matemática unidad de la dual evolución del espíritu y
de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de
Pitágoras, enteramente idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha
demostrado el celoso orientalista Martín Haug en su por desgracia demasiado
tardía traducción del Aitareya Brâhmana del
Rig Veda, hasta ahora desconocido de
los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico entrañan en el
número el significado esotérico. En el primero depende de la mística relación
entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el segundo, del
número de sílabas de cada versículo de los mantras.
Platón,
ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su
maestro que sostuvo que el Demiurgos se valió del dodecaedro para construir el
universo.
Algunas
figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por
ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues
sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y
armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4
es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable
nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys,
por quien juraban solemnemente los antiguos místicos.
EL
SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA
Si
después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de
la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella
todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a
desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a
pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas
arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve
noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda
desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos
precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del
sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por
ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C.,
los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema
heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la
India, ni su discípulo Platón.
A
este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya
Brâhmana:
“El
Mantra-Serpiente es uno de los que
vio Sarparâjni (la reina de las
serpientes). Porque la tierra (iyam)
es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se
mueve (sarpat). En un principio, la
tierra era una enorme cabeza calva.
“Entonces
vio la tierra este Mantra que
confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra
“entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado
aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
“Este
Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
La
descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después
blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores
de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en
un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la
acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente
el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
El
Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de
recitar el sacerdote los shâstras y
explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice:
“Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no
sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan,
porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está
debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el
sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en
noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto
sabe.
El
pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su
texto diciendo que en él se niega la
salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el
astro conserva constantemente su elevada posición.
En
uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos
tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes.
Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit a girar
alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar
duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy
adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a
la aparente carrera del sol.
Según
dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con
intervalo de un día llamado vishuvan
(ecuador o día central) que partía el sattras
en dos mitades”.
ANTIGUOS
CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS
Aunque
Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas
tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más
antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400
y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos
antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que
el Shu-King (Libro de la Historia) y
los cantos sacrificiales del Shi-King
(Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos
se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos
astronómicos.
De
todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los
caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros
días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las
estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano
se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
Las
operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo
caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que
coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses
distribuidos en días tal como aún subsisten.
El
calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de
días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron
las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso
que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario
Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo
exacto.
Gracias
a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos
de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los
filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que
floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas,
cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos
prevédicos simbolizados en los devas y
los iranios en los asuras. ¿En qué
época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la
idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
A
ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les
parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
Los
más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y
los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la
doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría,
Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por
los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates
sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de
enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el
materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
De
acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de
Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre
tiene dos almas de distinta
naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y
perecedera, mientras que la otra (augoeides
o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma
astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada,
perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va
purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por
motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole
esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el
alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término.
Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos
cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino;
otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del
Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la
tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final.
San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo
Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).
EL
ALMA DE LOS ANIMALES
Es
muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los
animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el
suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el
original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
Demuestra
Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el
sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del
nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra,
el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera
traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la
palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
De
esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a
la filosofía (19).
El
desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la
ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el
origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la
causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden
evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va
guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso
y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para
quienes los tipos inferiores eran
imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un
principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como
reflejo del Arqueos universal, es
semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
La
triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente
es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario
ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada,
escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas
observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más
sutil imaginación retroceden confundidas
ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de
nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si
en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales
de la naturaleza”.
La
fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo
con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en
su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta
figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan
valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera
en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un
niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de
cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones
telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
Más
verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall
“especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro
sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las,
según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen
microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes
menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo
material se internara en el espiritual.
Si
consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que
su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta,
con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo
infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo
que vislumbramos en el más allá,
algún día habrá de comprenderlo el
hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.
EL
PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”
No
sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos
fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite
un protoplasma universal que al
formar las células origina la vida.
Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las
células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el
divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica
convierte las leyes y hechos en
centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la
postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi
imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa
diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica”. Sin embargo,
nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen
las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el
protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia
del espíritu, mientras que una vez muertas las células
protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes
de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
Los
cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían
establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
Pero
la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del
materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación
dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el
precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues
todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los
mismos Misterios estaban adulterados
hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos
eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara
la espada conquistadora del antiguo Egipto.
Ciertamente
había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con
Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de
adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de
sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes
andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades
herméticas llamadas más tarde esenios,
donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante
espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura
religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en
la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes
de milenarios estudios esotéricos.
Lo
mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos
contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la
naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su
penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la
existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes
de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes
son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la
cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real
que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el
anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa
verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es
preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es
de la mente.
La
ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega
la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy
discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La
raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin
identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá
idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas
proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue
el invisible En-Soph una Potestad.
DESCONOCIDOS,
PERO PODEROSOS ADEPTOS
Muy
pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella.
El Talmud es profundamente
enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas
que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos
son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con
mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos
conocida todavía es la cábala universal de Oriente! Pocos son sus adeptos; pero
estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las
deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No
pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo,
como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos
viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias
ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las
cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto
posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las
desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los
brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los
desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás.
El
insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi
divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más
absurdo y extravagante del Talmud,
encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este
eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y
otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas
y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los
recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la
química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les
daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es
maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los
templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia
contemporánea. Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la
magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de
años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por
otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas
y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué
época se olvidó por completo?
Los
Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos,
describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes . Hoy
mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia
cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las
enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de
las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente,
de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales,
naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan
antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias
la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban
ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de
los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma. En las
naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se
congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que
es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial
en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las
cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían
hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada.
ANTIGÜEDAD
DE LA MAGIA
Pero
aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los
sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran
con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo
cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida
sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con
su dorada segur la rama del materno roble. La
magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen,
de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre.
Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de
la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores.
Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la
magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los
misteriosos ritos de las sacerdotisas valas
son muy anteriores a dicha época (28).
Otros
eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en
que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino,
Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que
tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo
profesada por los caldeos y egipcios (29).
Los
más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los
libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y
ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según
saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con
trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón. Lo mismo que éstas,
parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los
acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje
a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas
conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el
corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un
catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que
sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos
dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la
naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y
el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de
Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su
elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram
cuya muerte juran vengar.
NADA
HAY NUEVO BAJO EL SOL
Si
prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala,
atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados
beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como
la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por
privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de
los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo
a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe de seguro más
anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento
por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada
escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el
grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos
hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos
resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería
conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles
que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades,
vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos. Quienes estudien
la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont,
hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente
comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los
médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día
confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en
el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el
vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante
sí tenían.
En
el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los
antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos.
El periódico de Nueva York, La Tribuna,
en su crítica del Papiro de Ebers,
dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65,
66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y
polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
En
su obra Conflictos entre la religión y la
ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos
corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que
los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a
toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones
astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos
tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de
eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de
siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy
oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para
obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros
tiempos. Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de
error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los
equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo
llamado saros, que constaba de 6.585
día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos
cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos
caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados.
Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en
doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las
ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles,
conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron
cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos
conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces.
El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio
mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de
los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración,
sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica
interrogación de la naturaleza”.
Estamos
del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más
acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero
no toda, porque desconoce la índole y
extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo
tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides
y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco
que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da
el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e
invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere
lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de
abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos
en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.
INVESTIGACIONES
GEOMÉTRICAS
Respecto
a la eficacia de las investigaciones geométricas, ya no han de contraerse los
estudiantes de ocultismo a nuevas conjeturas, sino que pueden seguir la
orientación señalada en nuestros días por el insigne geómetra norteamericano
Jorge Felt, quien apoyado en los antecedentes sentados por los antiguos
egipcios, ha inferido las siguientes consecuencias:
1ª Determinar el diagrama fundamental de la
geometría plana y del espacio.
2ª Establecer proporciones aritméticas en forma
geométrica.
3ª Inferir la norma geométrica que de tan
maravillosa y exacta manera siguieron los egipcios en todas sus construcciones
arquitectónicas y escultóricas.
4ª Comprobar que de esta misma norma geométrica
se valieron los egipcios para los cómputos astronómicos sobre que fundaron casi
todo su simbolismo religioso.
5ª Descubrir las huellas de la norma geométrica
de los egipcios en el arte y arquitectura de Grecia y en las Escrituras
hebreas, cuya derivación egipcia resulta de ello evidente.
6ª Demostrar que después de investigar durante
miles de años las leyes de la naturaleza, llegaron los egipcios a conocer el
sistema del universo.
7ª Determinar con toda precisión problemas de
fisiología, hasta hoy tan sólo sospechados.
8ª Que la primitiva ciencia y la primitiva
religión, que serán también las últimas, estuvieron comprendidas en la
filosofía masónica.
A
esto podemos añadir por testimonio ocular que los escultores y arquitectos
egipcios no forjaban en el yunque de su fantasía las admirables estatuas de sus
templos, sino que de modelo les servían las “invisibles entidades del aire” y
otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían ellos, como atribuye
también Felt, a la eficacia de alquímicos y cabalísticos procedimientos.
Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos.
El
descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido a hipnotólogos
tan eminentes como Ennemoser, Schweigger y Bart, en Alemania, Du Potet, en Francia,
y Regazzoni, en Italia, señalar casi exactamente la analogía entre los mitos
divinos y las energías naturales. El dedo ideico,
que tanta importancia tuvo en la magia médica, significa un dedo de hierro,
atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia
se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas.
Bart
aventaja a Schweigger en la interpretación de los mitos antiguos que estudia
bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos,
cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos saludadores. A este propósito,
dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas
magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la
naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende
cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes
con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron la
preceptuación del cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de
las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las
consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los
misteriosos espíritus de la naturaleza? (32) De la misma opinión es
Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de
fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.
SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS
No
obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases
ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo
comprueba el siguiente pasaje entresacado de la primera hoja del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con
los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y
de la salvación. De Sais vine con la Diosa-Madre que me otorgó su protección.
El Señor del Universo me enseñó a
librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Conviene advertir que los
antiguos daban título de dioses a los hombres eminentes, y por lo tanto, la
divinización de los mortales y considerarlos como dioses no prueba que fuesen
politeístas, de la propia suerte que tampoco sería justo calificar de
politeístas a los cristianos porque veneran las imágenes de sus santos. Los
norteamericanos de hoy día no merecen ciertamente que de aquí a tres mil años
les tilde la posteridad de idólatras, por haber levantado estatuas a
Washington. Tan secreta era la filosofía hermética, que a Volney le pareció que
los antiguos adoraban como divinidades los símbolos materiales y groseros,
siendo así que eran meras representaciones de principios esótericos. También
Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este problema, equivoca la
significación de los símbolos religiosos y los atribuye exclusivamente a la
astronomía. Eberhart y otros autores alemanes de los siglos XVIII y XIX tratan
de la magia con menores escrúpulos y la derivan de los mitos platónicos del Timeo. Pero ¿cómo era posible que estos
eruditos, sin la agudísima intuición de un Champollión, descubrieran el
significado esotérico de cuanto el velo de Isis no dejaba traslucir sino a los
adeptos? Nadie regatea la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio,
todo comprueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas, y
gracias a sus indagaciones está demostrada en los más nimios pormenores la
exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en
la noche de los tiempos. Sobre ello dice también Ennemoser: “Herodoto, Tales, Parménides,
Empédocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales
filosofía natural y teología”. Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se
instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud.
En
aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la
fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: ¿Por qué se sabe
tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países?
Por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede
atribuirse a la pérdida de las obras esotéricas de la más remota antigüedad.
Los libros de Numa, encontrados en la tumba de este monarca y descritos por
Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin
de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los
tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público” (33).
La magia era una ciencia divina cuyo
conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad.
Dice Filo Judeo que “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la
contemplación de los poderes celestes” (34). Con el tiempo degeneró por abuso
en hechicería y se atrajo la animadversión general; pero nosotros hemos de
considerarla tal como fue en los tiempos de su pureza, cuando las religiones se
fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia
no introdujeron la magia los sacerdotes, como vulgarmente se cree, sino los
magos, cuyo nombre indica la procedencia. Los mobedos o sacerdotes parsis, los
antiguos géberes, se llaman hoy día magois
en dialecto pehlvi (35). La magia es
coetánea de las primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de
magia muy conocido en los siglos IV y V que, según tradición, lo recibió Cam,
hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, hijo de Adán (36).
Moisés
fue deudor de sus conocimientos a la iniciada Batria, esposa del Faraón y madre
de la princesa egipcia Termutis, que lo salvó de las aguas del Nilo (37). De él
dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría
de los egipcios y era poderoso en palabras y obras” (38). Justino Mártir,
apoyado en la autoridad de Trogo Pompeyo, afirma que José, hijo de Jacob,
aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios (39).
SABIDURÍA
DE LOS ANTIGUOS
En determinadas ramas de la ciencia, sabían
los antiguos más de lo que hasta ahora han descubierto los modernos. Aunque
muchos repugnen confesarlo, así lo reconocen algunos sabios. El doctor A. Todd Thomson,
que publicó la obra Ciencias ocultas,
escrita por Salverte, dice a este propósito: “Los conocimientos científicos de
los primitivos tiempos de la sociedad humana eran mucho mayores de lo que los
modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos
del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala,
dice Baader que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también
la profana”.
Orígenes,
discípulo de escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina
enseñada por Moisés al pueblo en general, reveló a los setenta ancianos algunas
“verdades ocultas de la ley” con mandato de no transmitirlas más que a los
merecedores de conocerlas.
San
Jerónimo dice que los judíos de Tiberíades y Lida eran singulares maestros en
hermenéutica mística. Por último, Ennemoser se muestra firmemente convencido de
que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo
cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos
primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los
esenios. Molitor reivindica la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha
pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la
vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha
dejado otro rastro que su propia ineficacia con estropeamiento de las verdades
positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde,
como de vivo manantial, brota nuestra salvación... los antiguos misterios de
Israel, que contienen todos los secretos de hoy, debieran servir para
establecer la teología sobre profundos principios teosóficos y dar base firme a las ciencias especulativas.
De esta suerte se abrirían nuevos caminos en el laberinto de mitos, símbolos y
organización política de las sociedades primitivas. Las tradiciones antiguas
encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas que Samuel
no fundó, sino que tan sólo restauró, y cuyo objeto era instruir a los
candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los
Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia distintamente seprada
en dos opuestos linajes: la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de
estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa.
Por la magia divina se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas
ocultas y realizar buenas obras. Por la magia diabólica se esfuerza el hombre
en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y
delitos de lesa naturaleza”.
El
clero de las tres principales iglesias cristianas, lagriega, la romana y la
protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los
médiums. Todavía no hace mucho tiempo, papistas y protestantes condenaban a la
hoguera y a la horca, o cuando no, mandaban asesinar a los infelices médiums
por cuyo organismo se comunicaban las entidades astrales y a veces las
desconocidas fuerzas de la naturaleza. En esta persecución sobresalía la
iglesia romana, cuyas manos están tintas en sangre de inocentes víctimas
sacrificadas a un Moloch implacable, que tal parece el Dios de sus creencias.
Ansía la iglesia romana reanudar tan cruenta labor, pero la ligan de pies y
manos el espíritu del siglo y el universal sentimiento de libertad religiosa
contra el que diariamente prorrumpe en invectivas. La iglesia griega es, por el
contrario, de benigna condición y más conforme con las enseñanzas de Cristo por
su sencilla aunque ciega fe; pero si bien hace muchos siglos que ocurrió el
cisma de Oriente y no hay relación alguna entre las iglesias griega y latina,
los pontífices romanos fingen ignorar este hecho y se arrogan audazmente la
jurisdicción en todos los países de religión griega o protestante. A este
propósito dice Draper: “La Iglesia insiste en que el Estado no debe inmiscuirse
en la jurisdicción eclesiástica, y como el protestantismo es una rebeldía, no
le cabe derecho alguno, ni siquiera en las diócesis de países protestantes
donde el prelado católico es el pastor
legítimo y la única autoridad espiritual".
PRETENSIONES
DE ROMA
A
pesar de no haber hecho caso ninguno los protestantes de los decretos y
encíclicas del papa ni de las invitaciones a los concilios ecuménicos ni de las
excomuniones despectivamente recibidas, persiste la iglesia romana en su
temeraria conducta, que llegó a grado máximo de insensatez cuando en 1864
excomulgó Pío IX con público anatema al emperador de Rusia por cismático
indigno de pertenecer al gremio de la Iglesia católica (42). Sin embargo, desde
la conversión de los eslavos al cristianismo, no han consentido ni los zares ni
el pueblo ruso unirse a la iglesia de Roma. ¿Por qué no alega también el papa
jurisdicción eclesiástica sobre los budistas tibetanos o sobre los espectros de
los antiguos hyk-sos?
Los
fenómenos mediumnímicos ocurren en todas partes sin distinción de religiones,
nacionalidades e individuos, y la fuerza que los produce puede manifestarse,
igualmente en el monarca y en el mendigo. Ni siquiera el vicario de Dios, el
pontífice Pío IX, logró rehuir la visita del incómodo huésped, pues desde los
cincuenta años de su edad se vio acometido de frecuentes arrebatos y
transportes, que en el Vaticano atribuían a visiones
divinas y los médicos diagnosticaban de ataques epilépticos, no faltando
entre el pueblo quienes los achacasen a la obsesión espectral de Peruggia,
Castelfidardo y Mentana.
Se
le podía aplicar la famosa execración de Shakespeare:
Brillan las azuladas luces. Ya es media noche
y frío temblor estremece mis carnes. Hacia mí llegan las almas de mis víctimas.
El príncipe de Hohenlohe
tuvo mucha fama a principios del siglo XIX por sus dotes saludadoras, y era muy
notable médium. Ciertamente, las aptitudes mediumnímicas y los fenómenos por su
virtud producidos, no son privativos de ninguna época ni país, sino cualidades
inherentes a la naturaleza psicológica del microcosmos.
Los
que en Rusia llaman klikuchy
(energúmenos) y yourodevoy (semiidiotas)
se ven asaltados frecuentemente por perturbaciones nerviosas que el clero y el
populacho atribuyen a posesión diabólica. Estos infelices se agolpan a las
puertas de las catedrales sin atreverse a entrar por temor de que el demonio
que les posee no los derribe al suelo. En Voroneg, Kiew, Kazan y en todas las
poblaciones donde se veneran reliquias de santos milagrosos, abundan este
linaje de médiums inconscientes de repugnante aspecto, que se agrupan en los
vestíbulos y atrios de los templos. Durante la celebración del oficio divino,
en el acto de alzar, o cuando el coro entona el Ejey Cheruvim, todos aquellos maniáticos empiezan a dar voces
semejantes a aullidos, cacareos, ladridos, rebuznos y rugidos entre espantosas
convulsiones.
El clero y el vulgo explican piadosamente este fenómeno diciendo
que el espíritu inmundo no puede
resistir la santidad de la oración. Algunas almas caritativas acuden en socorro
de aquellos infelices, con pócimas calmantes y oportunas limosnas. A menudo
solicita el público la intervención de un sacerdote para exorcizar a los
poseídos, y así lo hace aquél, unas veces por caridad y otras mediante el
estipendio de unas cuantas monedas de plata. Sin embargo, entre los supuestos
energúmenos hay tal o cual clarividente y vaticinador, aunque por lo general trafican
con sus aptitudes, sin que nadie les moleste al ver el lastimero estado en que
les pone el arrebato. Mas, por otra parte, ¿qué razón habría para que el clero
concitase contra ellos los ánimos de las gentes diciendo que son brujos? Es de
sentido común y al par de justicia, que en todo caso el culpable no es la
víctima poseída, sino el demonio poseedor. Si el exorcismo no tiene otras
consecuencias que proporcionar al paciente un fuerte resfriado, entonces se le
abandona en manos de Dios y de la caridad pública. Sin embargo, por muy ciega y
supersticiosa que sea la fe conducente a semejantes extravíos, no entraña
ofensa para el hombre ni para el verdadero
Dios. No sucede lo mismo en los cleros romano y protestante, de los que nos
ocuparemos en el transcurso de esta obra, con excepción de algunos eminentes
pensadores de ambas confesiones. Necesitamos saber en qué se fundan para tratar
como infieles predestinados al infierno eterno a los indos, chinos,
espiritistas y cabalistas.
EL
CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL
Lejos
de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia
contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles e
invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos
basta el convencimiento de que Él existe y que Él es la sabiduría infinita. Nos
basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos
al supremo infinito e ilimitado poder, al céntrico
SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios
de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza
sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente
FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los
imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. Él es el único
evangelio infalible.
Dice
Plutarco en el Teseo, que los
geógrafos antiguos llenaban las márgenes de sus mapas con el trazado de
comarcas desconocidas cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales
poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Poco menos hacen
los modernos científicos y teólogos, pues mientras estos pueblan el mundo
invisible de ángeles y demonios, aquéllos afirman sentenciosamente que nada hay más allá de la materia.
Sin embargo, muchos de nuestros empedernidos
escépticos pertenecen a las logias masónicas. Todavía existen, aunque sólo de
nombre, los rosacruces que tanto sobresalieron en las artes curativas durante
la Edad Media. Podrán derramar lágrimas sobre la tumba de su respetable maestro
Hiram Abiff, pero en vano buscarán el sitio donde estuvo la rama de acacia.
Sólo queda la letra muerta; el espíritu se desvaneció. Parecen coristas
ingleses o alemanes que en el cuarto acto de Hernani bajan a la cripta de Carlomagno para entonar el coro de la
conspiración en lengua extraña. Así los modernos caballeros del sagrado Arco,
aunque bajen todas las noches “por los nueve arcos a las entrañas de la
tierra”, jamás descubrirán el sagrado delta de Enoch. Los caballeros del Valle
del Norte y del Valle del Sur, tal vez se figuren que la iluminación despunta
en su mente y que según adelanten en la masonería irá rasgándose el velo de la
superstición, la tiranía y el despotismo; pero todo esto serán vanas palabras
mientras renieguen de su madre la magia y desconozcan a su hermano gemelo el
espiritismo. En verdad que podéis dejar vuestros sitiales, ¡oh Caballeros de
Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura
triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte.
Desde que Felipe el
Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a
resolver vuestras dudas, no obstante tantas pretensiones en contrario.
Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del
lugar santo. ¿Lo hallastéis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y
abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante
vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de
la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras
jornadas a siete ni aún a siete veces
siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante
antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan
sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a
Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R. S. W. Sepa multiplicar 333
de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser
prudentes y manteneros sub-rosa.
Para
demostrar que no estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de
los antiguos respecto de los ciclos humanos, concluiremos este capítulo con una
de las más remotas tradiciones referentes a la evolución de nuestro planeta.
NEROSOS,
YUGAS Y KALPAS
Al
término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período
de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución física. Las
zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven
poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su
copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración
de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras
perturbaciones cósmicas (45). Como quiera que cada diez milenios y cerca de un
nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del
tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de helíaco, pero
únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas.
Al invierno del año helíaco le llamaban cataclismo
o diluvio, y al verano le denominaban
ecpirosis. Según tradición popular,
la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y
volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año helíaco. Así consta
en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre
hay entre los comentadores acerca de la duración del año helíaco, que ninguno
se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo
computan en 10.800 y 13.984 años (46). En opinión de los sacerdotes babilonios,
corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que
se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron
la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y
además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”,
instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del
cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la
duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos
reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían
ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países
tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
Los
períodos llamados yugas, kalpas, nerosos
y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a
eminentes matemáticos. El Sâtya-yuga
y los ciclos budistas nos asustan con sus cifras. El mahakalpa o edad máxima se
remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es de
4.320.000.000 de años solares, que se distribuyen como vamos a ver:
En
primer lugar tenemos los cuatro yugas siguientes:
1º
Sâtya-yuga
..................................................................
1.728.000 años
2º
Trêtya-yuga
.................................................................
1.296.000 “
3º
Dvâpa-yuga ................................................................. 864.000
“
4º
Kali-yuga
...................................................................... 432.000
“
________
4.320.000 “
EL AÑO
MÁXIMO
Algunos cabalistas,
matemáticos y arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de
21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el
último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro
globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los
equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que
suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos
de 6.000. de aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos
ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común,
estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto,
computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el
plano de la eclíptica forma con el plano del ecudor fue decreciendo
gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron
de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el
sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está
respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir
los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la
tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de
24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000
años y el mundo quedaría destruido por el
fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el
agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean
diez nerosos” (53).
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en
que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores
y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos
vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que
la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen
algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin
del mundo.
Así como el movimiento de
rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el
ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los
ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta
es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas.
Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo
semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales al
pináculo de su grandeza y poderlo para descender de acuerdo con la misma ley de
su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su
decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley
progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el ciclo
anterior.
TIPOS Y
PROTOTIPOS
Las edades de oro, plata,
cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de
los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor
literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona
materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos
caracteres que gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como
Buda y Jesús en el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son
reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes,
reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por
ello no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones
mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a
pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas
antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas
aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad
del firmamento.
Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo,
así en la tierra. Lo que fue, será.
Siempre ha sido el mundo
ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo,
y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las
obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del
sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto
la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían
los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento
de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son
símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las
ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que para
investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora
acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir
que los apenas creíbles fenómenos
físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época
de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las
nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes
del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres
eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que, menospreciamos su
poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones
mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del
escepticismo de estos descreídos tiempos... Así vemos que es posible conciliar
las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los
hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la
Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra”.
Verdaderamente es posible la
conciliación. Hace treinta años que los primeros fenómenos psíquicos de
Rochester llamaron la dormida atención de las gentes hacia la realidad del
mundo invisible, y cuando la menuda lluvia de golpes se convirtió en torrente
cuya impetuosidad estremeció al mundo, los espiritistas hubieron de contender
con dos adversarios: la teología y la ciencia. Pero los teósofos han de
combatir con todas las preocupaciones del mundo, y más acerbamente todavía con
la de los espiritistas.
Por una parte, los teólogos
cristianos anatematizan a quien no cree en la existencia del Dios personal y del diablo también personal,
mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del
cerebro, y tienen por tres veces idiotas a cuantos creen en el diablo.
Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en
su labor sin hacer caso de unos ni de otros. Ninguno de ellos tiene de Dios el
absurdo, pasional y veleidoso concepto que la superstición forjara, pero todos
distinguen entre el bien y el mal. La razón humana, emanada de nuestra finita
mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad
divina, y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá
de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia
en negar a Dios. Pero por otra parte, el Ego
que piensa, siente y quyiere independientemente de la envoltura mortal en que
alienta, no sólo cree, sino además sabe que existe Dios, la vida de
nuestras vidas en Quien todos vivimos y Él vive en nosotros. Ni la fe dogmática
es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas
logran quebrantarlo una vez nacido en la recatada intimidad de la conciencia.
LA NATURALEZA
HUMANA
La naturaleza humana tiene
el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron
en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del
Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como
quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido
hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios
plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente
entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado
tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El
género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión
que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología
cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice
Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede
atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la
presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que
perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la
inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar
sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Muchos
teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay
ninguna prueba auténtica de la vida
futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a
través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la
universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto
el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a
reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron
ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es
justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una
sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?
Los más eminentes pensadores
de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban
en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los
cielos; y el umbra vagaba alrededor
del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.
“Terra legit carnem
tumulum circumvolet umbra,
Orcus habet manes,
spiritus astra petit”.
Así dice Ovidio al tratar de la trina
naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de
someterse al escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia,
muchos eruditos olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología
simbólica empleada por los antiguos místicos han inducido a error a gran número
de traductores e intérpretes que leyeron literalmente las frases de los
alquimistas medioevales, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten
el simbolismo de Platón. Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver
que la filosofía antigua, como también la moderna, se valió del método de
extrema necesidad, y que desde los orígenes de la especie humana estuvo la
verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se
convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y
ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina; que habían
resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban
una comunidad universal, científica y religiosa, que en continua cadena circula
el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones
extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el
encadenamiento que nos eleve a desentrañar el misterio de las antiguas
religiones.
POSIBILIDADES
DEL PORVENIR
La negligencia en el examen
de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y
Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por
falta de espiritual intuición, a las diversas modalidadesdel grosero
materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor
ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos
opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a
cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los
modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de
los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir
el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época
reciente. eL momento es más propicios que nunca para la restauración de la
filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y
naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Las ciencias
físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve
agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se
acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones
antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los
antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán
secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados
libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos
y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que
los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo
significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce
las posibilidades del porvenir?
Pronto ha de empezar, o
mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su
carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura
contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es
en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y
enseñarles los secretos del mundo oculto.
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