domingo, 12 de mayo de 2019

ISIS SIN VELO - PREFACIO





La obra que sometemos al juicio público es fruto de nuestro trato con los Adeptos orientales y del estudio de su ciencia. La dedicamos a cuantos estén dispuestos a aceptar la Verdad, doquiera que la encuentren, y a defenderla sin temor a vulgares preocupaciones. Su objeto es ayudar al estudiante a descubrir los principios vitales que subyacen en los antiguos sistemas filosóficos.
            
Este libro es sincero. Hemos procurado que en él resplandezca siempre la justicia, junto a la verdad expuesta sin mala intención ni idea preconcebida. Nos mostramos inexorables frente al error entronizado y no guardamos la más mínima consideración a la autoridad usurpada. Reclamamos para el pasado el honor de sus ejecutorias que se le negó desde hace mucho tiempo; exigimos la restitución de prestadas vestiduras y vindicamos reputaciones tan calumniadas como gloriosas. En este espíritu de crítica están considerados los cultos y credos religiosos y las hipótesis científicas. Hombres, partidos, sectas y escuelas son efémeras de un día. Tan sólo la VERDAD, asentada en diamantina roca, es eterna y suprema.

No creemos en magia alguna que trascienda a la capacidad de la mente humana, ni en “milagro” alguno, divino o diabólico, si por tal se entiende la transgresión de las eternas leyes naturales. No obstante, aceptamos la opinión del sabio autor de Festus cuando dice que el corazón humano no se ha revelado todavía completamente a sí mismo ni hemos abarcado ni siquiera comprendido la amplitud de sus poderes. ¿Será exagerado creer que el hombre pueda desplegar nuevas facultades sensitivas y relacionarse mucho más íntimamente con la naturaleza? La lógica de la evolución nos lo dirá si la llevamos hasta sus legítimas conclusiones. Si en la línea ascendente, desde el vegetal o el molusco hasta el hombre más perfecto, ha evolucionado el alma y adquirido sus elevadas facultades intelectuales, no será irrazonable inferir y creer que también en el hombre se está desenvolviendo una facultad perceptiva que le permita indagar hechos y verdades más allá de los límites de nuestra ordinaria percepción. Así no vacilamos en admitir con Biffé, que “lo esencial es siempre lo mismo, ora procedamos cercenando hacia dentro el mármol para descubrir la estatua oculta en su masa, ora hacia fuera levantando piedra sobre piedra hasta terminar el templo. Nuestro NUEVO resultado no es más que una idea antigua. La última eternidad encontrará en la primera su alma gemela”.
            
Hace años, cuando en mi primer viaje por Oriente visité sus desiertos santuarios, me preocupaban dos cuestiones que sin cesar oprimían mi mente: ¿Dónde está, QUIÉN y QUÉ es DIOS? ¿Quién vio jamás el ESPÍRITU inmortal del hombre, para asegurar la inmortalidad humana?
            
Precisamente cuando con más ansia pretendía resolver tan embarazosos problemas, trabé conocimiento con ciertos hombres que por sus misteriosos poderes y profunda ciencia merecen, sin disputa alguna, el calificativo de sabios de Oriente. Viva atención presté a sus enseñanzas. Me dijeron que, combinando la ciencia con la religión, pueden demostrarse la existencia de Dios y la inmortalidad del espíritu humano tan fácilmente como un postulado de Euclides. Por vez primera adquirí la seguridad de que la filosofía oriental sólo cabe en la fe absoluta e inquebrantable en la omnipotencia del Yo inmortal del hombre. Aprendí que esta omnipotencia procede del parentesco del espíritu del hombre con Dios o Alma Universal. Éste, dicen ellos, sólo puede demostrarlo aquél. El espíritu del hombre es prueba del Espíritu de Dios, como una gota de agua es prueba de la fuente de donde procede. Si a un hombre que nunca haya visto agua, le decís que existe el océano, deberá creerlo por la fe o rechazarlo por completo. Pero dejad que caiga una gota de agua en su mano, y ya tendrá un hecho, del cual infiera lo demás, y podrá luego comprender poco a poco la existencia de un océano ilimitado e insondable. La fe ciega dejará de ser una necesidad para él, pues la habrá sustituido con el CONOCIMIENTO. Cuando un hombre mortal despliega facultades inmensas, domina las fuerzas de la naturaleza y dirige la vista al mundo del espíritu, la inteligencia reflexiva queda abrumada por la convicción de que si a tanto alcanza el Yo espiritual de un hombre, las facultades del ESPÍRITU PADRE han de ser comparativamente tan inmensas en magnitud y potencia como el océano respecto a una simple gota de agua. Ex nihilo nihil fit. ¡Demostrad la existencia del alma humana por sus maravillosas facultades y demostraréis la existencia de Dios!
            
En nuestros estudios, aprendimos que los misterios no son tales y nos cercioramos de la realidad de nombres y lugares que los occidentales diputan por fabulosos. Devotamente nos dirigíamos en espíritu al interior del templo de Isis, en Sais, para levantar el velo de “la que fue, es y será”; para mirar a través de la desgarrada cortina del Sancta Sanctorum en Jerusalem y a interrogar a la misteriosa Bath-Kol en las criptas del sagrado edificio. La Filia-Vocis, la hija de la voz divina, respondía tras el velo desde el propiciatorio, y la ciencia, la teología y toda hipótesis humana nacida de conocimientos imperfectos, perdían para siempre ante nuestros ojos su carácter autoritario. El Dios vivo habló por medio del hombre su único oráculo. Estábamos satisfechos. Semejante saber es inapreciable y sólo ha permanecido oculto para quienes lo desdeñaban, ridiculizaban o negaban.
            
De estos recibimos críticas, censuras y quizás hostilidad, aunque ninguno de los obstáculos encontrados en nuestro camino surge de la validez de las pruebas ni de la autenticidad de hechos históricos ni de la falta de sentido común de aquellos a quienes nos hemos dirigido. El pensamiento moderno va impelido hacia el liberalismo, tanto en religión como en ciencia. Se acerca el día en que los reaccionarios resignen la despótica autoridad que durante tanto tiempo disfrutaron y ejercieron sobre la conciencia pública. Cuando el Papa anatematiza la libertad de la prensa y de la palabra, la supremacía del poder civil y la enseñanza laica, el portavoz de la ciencia del siglo diecinueve, Tyndall, le responde diciendo: “Las posiciones de la ciencia son inexpugnables y hemos de libertar del dominio teológico las teorías cosmológicas”. No es por lo tanto difícil de prever el final.
            
Siglos de esclavitud no logran helar la sangre del hombre, alrededor del núcleo de la fe ciega; y el siglo XIX es testigo de los esfuerzos del gigante para romper las cuerdas de los liliputienses y andar por sus pies. Las mismas comuniones protestantes de Inglaterra y América, ocupadas ahora en revisar el texto de sus Oráculos, habrán de demostrar el origen y el valor de este texto. Acaban ya los tiempos en que el dogma dominaba al hombre.
            
Esta obra es, por lo tanto, un alegato en pro de que la filosofía hermética y la antigua y universal Religión de la Sabiduría son la única clave posible de lo Absoluto en ciencia y teología. En prueba de que no se nos oculta la dificultad de nuestra empresa, decimos desde luego que no será extraño que los sectarios arremetan contra nosotros.
            
Los cristianos verán que ponemos en tela de juicio la pureza de su fe. Los científicos advertirán que medimos sus presunciones con el mismo rasero que las de la Iglesia romana, y que, en ciertos asuntos, preferimos a los sabios y filósofos del mundo antiguo.
            
Los sabios postizos nos atacarán furiosamente desde luego. Los clericales y librepensadores verán que no admitimos sus conclusiones, sino que queremos el completo reconocimiento de la Verdad.
            
También tendremos enfrente a los literatos y autoridades que ocultan sus creencias íntimas por respeto a vulgares preocupaciones.
            
Los mercenarios y parásitos de la prensa, que prostituyen su poderosa eficacia y deshonran tan noble profesión, se burlarán fácilmente de cosas demasiado sorprendentes para su inteligencia, pues dan más valor a un párrafo que a la sinceridad. Algunos criticarán honradamente; los más con hipocresía; pero nosotros dirigimos la vista al porvenir.
            
La lucha entre el partido de la conciencia pública y el de la reacción ha desarrollado una saludable tónica de pensamiento, que en último resultado determinará el triunfo de la verdad sobre el error. Lo repetimos de nuevo. Trabajamos para el alboreante porvenir.
            
Y al considerar la acerba oposición que ha de darnos en rostro, creemos que el mejor mote para nuestro escudo, al entrar en el palenque, es la frase del gladiador romano: ¡Ave César! Morituri te salutant.

         BLAVATSKY              

                        Nueva York, Septiembre de 1877.

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