martes, 10 de diciembre de 2019

ISIS SIN VELO T. II - CAPÍTULO VI








Las sagradas escrituras contienen las crónicas de esta
nuestra ciudad de Sais durante un período de 8.000 años.
PLATÓN:  Timeo.

Aseguran los egipcios que desde el reinado de Heracles
al de Amasis transcurrieron 17.000 años.
HERODOTO, lib. II, cap. 43.

.
¿Dejará el teólogo de vislumbrar la luz que de los jerogíficos
egipcios brota para evidencia la inmortalidad del alma?
¿Echará de ver el historiador que las artes y ciencias florecieron
en Egipto mil años antes de que los pelasgos tachonasen de
templos y fortalezas las islas y cabos del Archipiélago?
GLIDDON.


            
¿Cómo llegó a Egipto la ciencia?  ¿Cuándo despuntó la aurora de aquella civilización cuya maravillosa pujanza nos revela la arqueología? ¡Ay! mudos están los labios de Memnon y ya de ellos no salen oráculos. El silencio de la Esfinge es enigma todavía mayor que el propuesto a Edipo.
            No aprendió ciertamente el antiguo Egipto cuanto a los demás pueblos enseñara, por intercambio de ideas y descubrimientos con los vecinos semitas. A este propósito dice el autor de un artículo publicado recientemente:

            
Cuando mejor conocemos a los egipcios tanto más los admiramos. ¿De quién aprenderían aquellas artes pasmosas que con ellos murieron?... Nada prueba que la civilización y la ciencia naciesen y se desenvolvieran allí de modo semejante a como en los demás pueblos, sino que todo parece derivarse en continuado perfeccionamiento de las más remotas épocas. La historia demuestra que ningún pueblo aventajó al egipcio en sabiduría.

            
No comisionaba el Egipto a la juventud escolar para aprender novedades en las demás naciones, antes al contrario, de todas partes acudían los estudiantes a Egipto ansiosos de conocimientos. La hermosa reina del desierto se recluía arrogantemente en sus encantados dominios y forjaba maravillas como si se prevaliera de mágica varilla.

            
Dice Salverte que “la mecánica llegó entre los antiguos a un grado de perfección desconocido todavía entre los modernos; y ciertamente que tampoco los ha sobrepujado nuestra época en punto a invenciones, pues a pesar de cuantos medios han puesto en manos del mecánico los progresos científicos, hemos tropezado con insuperables dificultades en el intento de erigir sobre su pedestal uno de aquellos monolitos que cuarenta siglos ha erigían los egipcios numerosamente ante sus edificios sagrados”.
            
El reinado de Menes, el rey más antiguo de que nos habla la historia, ofrece diversas pruebas de que los egipcios conocían la hidráulica mucho mejor que nosotros. Durante el reinado de aquel monarca, cuya época se hunde en los abismos del tiempo como lejanísima estrella en las profundidades de la bóveda celeste, se llevó a cabo la gigantesca empresa de desviar el curso del Nilo o, mejor dicho, de sus tres brazos principales, de modo que bañase la ciudad de Menfis. A este propósito, dice Wilkinson que “Menes calculó exactamente la resistencia que era preciso vencer y construyó un dique cuya imponente fábrica y enormes muros de contención desviaron las aguas hacia el Este, dejando el río encauzado en su nuevo lecho”
            
Herodoto nos ha legado una poética y fiel descripción del lago Moeris, así llamado por el monarca egipcio a quien se debió aquella artificial sabana de agua. Dice el famoso historiador que el lago medía 450 millas de circuito por 300 pies de profundidad y lo alimentaba el Nilo mediante canales que derramaban parte de las aguas procedentes de las inundaciones anuales, con objeto de aprovecharlas para el riego en muchas millas a la redonda. Había en el lago, muy hábilmente construídas, sus correspondientes compuertas, presas, esclusas y máquinas hidráulicas.
            
Los romanos aprendieron posteriormente de los egipcios el arte de las construcciones hidráulicas; pero nuestros progresos en esta rama de la mecánica han revelado las muchas deficiencias de que adolecieron en varios pormenores, pues si bien conocían los principios y leyes generales de la hidrostática e hidrodinámica, no estaban tan familiarizados como los ingenieros modernos, con los enchufes y junturas de los tubos de conducción, según lo prueba que construyeran muy largos acueductos a flor de tierra, en vez de cañerías subterráneas de hierro.
            
Sin embargo, los egipcios emplearon indudablemente procedimientos de mayor perfección en sus canales y demás obras hidráulicas; y aunque los ingeneros encargados por Lesseps de las obras del canal de Suez habían aprendido su ciencia de los romanos, como estos de los egipcios, recibieron con burlas la indicación de que tal vez en los museos del país hallarían medio de corregir algunas imperfecciones del proyecto. No obstante, los ingenieros lograron dar a aquella “larga y horrible zanja”, como llamó Carpenter al canal de Suez, la suficiente resistencia para convertir en vía navegable lo que al principio parecía cenagosa trampa para aprisionar buques.
            
Los aluviones del Nilo han alterado por completo en treinta siglos el área de su delta, que paulatinamente se adelanta mar adentro y extiende con ello los dominios del Kedive. En la antigüedad, la boca principal del Nilo se llamaba Pelusiana y hasta ella llegaba desde Suez el canal de Necho, abierto por el rey de este nombre. Después de la derrota de Antonio y Cleopatra en Accio, una parte de la flota pasó al mar Rojo por este canal, lo que denota la profundidad que le dieron aquellos primitivos ingenieros.
            
Los colonos del Colorado y Arizona han fertilizado recientemente vastos terrenos, antes estériles, mediante un ingenioso sistema de riegos que mereció calurosos elogios de la prensa; pero no es tanto su mérito si consideramos que a unas 500 millas más arriba de El Cairo se extiende una faja de tierra que substraída a la aridez del desierto es, según Carpenter, el país más feraz del mundo. Dice sobre el particular este autor que “durante miles de años condujeron estos ramificados canales el agua dulce del Nilo para fertilizar aquella larga y angosta faja de tierra de la misma suerte que el delta, cuya peculiar red de canales data de los primitivos tiempos de la monarquía egipcia”. La comarca francesa de Artois ha dado su nombre al pozo artesiano, como si allí se hubiese empleado por vez primera este procedimiento; pero los anales chinos dicen que estos pozos eran ya de aprovechamiento común algunos siglos antes de la era cristiana.

            
Si pasamos a la arquitectura, se despliegan a nuestra vista maravillas indescriptibles. Con referencia a los templos de Filoe, Abu-Simbel, Dendera, Edfu y Karnak, dice Carpenter:

            
Estas hermosas y estupendas construcciones..., estos gigantescos templos y pirámides admiran profundamente por su magnificencia y belleza a pesar de los miles de años transcurridos... Es sorprendente su fábrica arquitectónica, pues las piedras están sobrepuestas con tan pasmosa exactitud, que no dejan intersticio bastante para una hoja de cuchillo... Es sumamente notable que no sólo la creencia en la inmortalidad del alma, sino también la forma de expresión que los egipcios le dieron es anterior al cristianismo, pues en el Libro de los Muertos, esculpido en antiquísimos monumentos, se leen las mismas frases que en el Nuevo Testamento  en lo concerniente al Juicio final. Este hierograma data probablemente de 2.000 años antes de J. C.

            
Según Bunsen, cuyos cómputos se consideran los más exactos, la fábrica de la gran pirámide de Cheops mide 82.111.000 pies cúbicos con peso de 6.530.000 toneladas. La infinidad de piedras talladas que entraron en esta obra demuestran la incomparable habilidad de los canteros egipcios. Dice Kenrich al tratar de la pirámide de Cheops:

            
Apenas son perceptibles las junturas, no más anchas que el grueso de tu papel de estaño, y el cemento es tan sumamente duro que aún permanecen en su primitiva posición los trozos de piedras de revestimiento, no obstante los siglos transcurridos y la violencia con que fueron arrancados los trozos que faltan.

            
¿Qué químico, qué arquitecto moderno descubrirá el secreto del inalterable cemento de los constructores egipcios?
            
Por su parte dice Bunsen:

La habilidad de los antiguos canteros se echa de ver más declaradamente en los obeliscos de noventa pies de altura y colosales estatuas de cuarenta, talladas en monolitos o enormes bloques de piedra.

            
Tanto las estatuas como los obelisco monolíticos abundaron en el antiguo Egipto, y para arrancar los bloques en que habían de tallarlos no emplearon barrenos de voladura ni pesdas cuñas de hierro, que hubiesen resquebrajado la piedra, sino que hacían en el bloque una ranura de unos 100 pies de longitud y ponían en ella, muy cerca unas de otras, gran número de cuñas de madera seca. Hecho esto, vertían agua en la ranura, y al aumentar con ello de volumen las cuñas, partían la mole tan nítidamente como el cristal queda partido por el diamante.
            
Varios geógrafos y geólogos modernos han demostrado que los egipcios transportaban estos monolitos a lejanísimas distancias, pero todos se han perdido en conjeturas acerca de cómo pudieron efectuar el transporte. Según dicen antiguos manuscritos, se valían para ello de carriles portátiles apoyados sobre unos cojinetes de cuero llenos de aire e inalterablemente curtidos por el mismo procedimiento empleado para la conservación de las momias. Estos ingeniosos cojinetes impedían que los carriles se hundieran en la arena.
            
La ciencia moderna no es capaz de computar la antigüedad de los centenares de pirámides erigidas en el valle del Nilo. Según Herodoto, cada rey construía una en conmemoración de su reinado, para que le sirviese de sepulcro; pero el famoso historiador pasa en silencio el verdadero objeto de las pirámides, y a no impedírselo sus escrúpulos religiosos, hubiera podido decir que exteriormente simbolizaban el principio creador de la naturaleza y ponían de manifiesto las verdades geométricas, astrológicas y astronómicas. Interiormente eran las pirámides majestuosos templos en cuyo sombrío recinto se celebraban los Misterios en que con frecuencia eran iniciados algunos individuos de la familia real. Los cuencos de pórfido que el astrónomo escocés Piazzi Smyth toma despectivamente por graneros, eran las fuentes bautismales de cuyas aguas salía el neófito nacido de nuevo para llegar a ser un adepto. Sin embargo, Herodoto nos da exacta idea del enorme trabajo empleado en transportar una de aquellas colosales moles graníticas que medía 32 pies de largo, 21 de ancho y 12 de alto, con peso de 625 toneladas  y se necesitaron para ello dos mil hombres que siguiendo el curso del Nilo tardaron tres años en llevarlo desde Siena al Delta.
           
Gliddon copia la descripción que Plinio da de las operaciones efectuadas para el transporte del obelisco levantado en Alejandría por Tolomeo Filadelfo. Desde el Nilo hasta el punto en que estaba situado el obelisco se construyó un canal en el que se dispusieron dos embarcaciones lastradas con piedras de un pie de volumen, cuyo peso total era exactamente el mismo que el del obelisco, calculado de antemano por los ingenieros. Las embarcaciones calaban lo suficiente para estacionarse debajo del obelisco, que estaba tendido a través del canal, y una vez allí, se fue arrojando poco a poco el lastre, con lo que subió la línea de flotación de las embarcaciones hasta cargar sin dificultad el obelisco, que de este modo fue transportado por el río.
En la sección egipcia, no recordamos a punto fijo si del museo de Berlín o de Dresde, hay un dibujo que representa un operario en actitud de subir a una pirámide en construcción con un cesto de arena a cuestas, y de ello han inferido algunos egiptólogos que los bloques empleados en las pirámides se fabricaban químicamente en el mismo lugar de la obra. No faltan arquitectos modernos para quienes el inalterable cemento de los egipcios era el mismo Portland  de hoy día; pero carpenter opina que, excepto el revestimiento granítico, la mole de las pirámides es de lo que los geólogos llaman caliza nummulítica, de formación más reciente que la creta y constituida por las conchas fósiles de los deminutos moluscos denominados nummulites, del tamaño de un chelín. Sea de ello lo que quiera, resulta indudable que desde Herodoto y Plinio hasta el último arquitecto cuya mirada se haya posado en aquellos imperiales monumentos de dinastías hace siglos extinguidas, nadie ha podido explicarnos los medios de transporte y colocación de piedras tan enormes.

Bunsen computa en 20.000 años la antigüedad de Egipto; pero ni aun en este punto sacaríamos nada en claro si nos apoyásemos únicamente en las modernas autoridades incapaces de decirnos con qué ni para qué fueron construidas las pirámides ni fijar la dinastía en cuya época se erigió la primera de ellas.

A Smyth debemos la más acabada descripción matemática de la pirámide de Cheops; pero si bien acierta al señalar la orientación astronómica del monumento, se desvía en la interpretación del pensamiento de los egipcios, hasta el punto de suponer que el sarcófago de la cámara faraónica está trazado con las mismas medidas lineales que hoy rigen en Inglaterra y los Estados Unidos.

Uno de los Libros de Hermes dice que había algunas pirámides situadas a orillas del mar “cuyas olas se estrellaban furiosamente contra su base”. De esta cita se infiere que la topografía del país ha sufrido alteración y que, por lo tanto, aquellos “graneros antiguos”, “observatorios mágico-astrológicos” o “regios panteones”, como según su gusto les llaman nuestros eruditos, son anteriores a la desecación del mar de Sahara. Esto denotaría una antigüedad algo mayor que los contados millares de años generosmente concedidos a las pirámides por los egiptólogos.

El arqueólogo francés Rebold da un vislumbre de la cultura dominante unos cinco mil años antes de la era cristiana, diciendo que a la sazón “había no menos de treinta o cuarenta colegios sacerdotales dedicados al estudio de las ciencias ocultas y al ejercicio de la magia”.
Otro escritor añade:

Las excavaciones recientemente practicadas en las ruinas de Cartago han puesto al descubierto vestigios de una civilazión cuyo refinamiento artístico y lujo social debieron eclipsar a los de Roma antigua; y cuando se pronunción el delenda est Carthago, bien sabía la señora del mundo que iba a destruir a su única émula, pues si una estremecía la tierra con el peso de sus armas, la otra era la postrer y perfeccionada representante de una raza que muchos siglos antes de Roma tuvo la hegemonía de la civilización, el saber y la mentalidad del género humano.

Aquí hallamos otra prueba de la doctrina de los ciclos. Las afirmaciones de Draper, respecto a los conocimientos astronómicos de los antiguos egipcios, están corroboradas por un dato que J. M. Peebles cita del discurso pronunciado en Filadelfia por el astrónomo O. M. Mitchell. Sobre el ataúd de una momia existente en el museo Británico se ve dibujado el zodíaco con las exactas posiciones de los planetas en el equinoccio de otoño del año 1722 antes de J. C. El astrónomo Mitchell calculó la posición exacta que los astros de nuestro sistema solar debieron tener en dicha época y, según dice el mismo Peebles, “dio el cómputo por resultado que el 7 de Octubre de 1722 antes de J. C. la posición celeste de la luna y los planetas era precisamente la señalada en el ataúd del Museo Británico”.
            
Al impugnar la obra de Draper titulada: Historia del desenvolvimiento intelectual de Europa, arremete Fiske contra la doctrina de los ciclos, diciendo que “nunca hemos conocido ni el principio ni el fin de un ciclo histórico, por lo que no hay ninguna garantía para inferir que en la actualidad estemos pasando por un ciclo”. Además, atribuye origen egipcio a lo mejor de la cultura griega y encarama las civilizaciones europeas sobre las europeas. Pero opinamos nosotros que los más notables historiadores griegos corroboran el juicio de Draper; y bien podría Fiske leer de nuevo con mayor provecho a Herodoto para enterarse de que el padre de la historia reconoce repetidamente que Grecia lo debe todo a Egipto.
            
Respecto a la afirmación de Fiske de que los hombres no han conocido jamás ni el principio ni el fin de un ciclo histórico, basta para rebatirla echar una ojeada retrospectiva a las un tiempo gloriosas naciones que desaparecieron al llegar al término de su ciclo histórico. Comparemos el antiguo Egipto de refinada cultura artística, religiosa y científica, hermosas ciudades, magníficos monumentos y numerosos pobladores, con el actual Egipto donde los extranjeros predominan sobre una minoría de coptos que, entre ruinas guarecedoras de murciélagos y serpientes, son prueba superviviente de la pasada grandeza. Esta comparación demuestra axiomáticamente la teoría de los ciclos.
Sobre esta materia dice Gliddon.

            
Filólogos, astrónomos, químicos, pintores, arquitectos y médicos debieran ir a Egipto para hallar el origen del lenguaje y de la escritura; del calendario y del movimiento solar; del arte de tallar el granito con cinceles de cobre y templar espadas de este metal; de fabricar vidrios de colores; de transportar por vía terrestre o marítima, a cualquier distancia, bloques de sienita pulimentada de novecientas toneladas; de construir con dos mil años de anteriordad a la Cloaca Magna de Roma, arcos redondos y punteados cuya exactitud no han sobrepujado los modernos; de labrar columnas dóricas, mil años antes de que los dorios aparecieran en la historia; de pintar frescos inalterables; de conocer prácticamente la anatomía; y de construir pirámides que se burlan del tiempo.
            
Artífices y artesanos pueden descubrir en los monumentos egipcios el perfeccionamiento de su respectivo oficio cuatro mil años atrás. Los grabados de Rossellini nos representan al carretero construyendo un carro; al zapatero tirando del bramante; al curtidor que empuña una cuchilla de modelo tenido hoy por inmejorable; al tejedor que mueve nuestra misma lanzadera; al herrero junto a la misma fragua que los nuestros tienen por la más útil; al grabador que esculpía en jeroglíficos el nombre de Schooho hace 4.300 años. Todo ello son asombrosas pruebas de la supremacía egipcia.

            
Pero, a pesar de todo, la inexorable mano del  tiempo descargó sobre los monumentos egipcios tan pesadamente que algunos de ellos hubieran quedado en eterno olvido a no ser por los Libros de Hermes. Monarca tras monarca y dinastía tras dinastía, desfilaron con ostentosa brillantez ante la posteridad, llenando el mundo con su nombre. Pero lo mismo que a los monumentos, los había cubierto el velo del olvido antes de que Herodoto nos conservara en minuciosa descripción el recuerdo del maravilloso Laberinto  ya arruinado en la época del famoso historiador cuya admiración por el genio de sus constructores llegaba al punto de diputarlo por superior a las Pirámides.
            
Los egiptólogos han aceptado la situación que Herodoto señala al Laberinto y están conformes en la identificación de sus nobles ruinas, corroborando con ello la descripción que del monumento hizo el historiador griego, según el siguiente extracto:

            
Constaba de tres mil cámaras, mitad subterráneas, mitad a ras del suelo. Yo mismo pasé por estas últimas y pude examinarlas al pormenor; pero los guardianes del edificio no me permitieron entrar en las subterráneas  porque contenían los sepulcros de los reyes que mandaron construir el Laberinto, y también los de los cocodrilos sagrados. Vi y examiné con mis propios ojos las cámaras superiores y pude convencerme de que aventajaban en mérito a toda otra construcción humana... Los corredores a través de los edificios y las intrincadas revueltas entre los patios despertaron en mí admiración infinita, según pasaba de los patios a las cámaras y de las cámaras a las columnatas y de las columnatas a otros cuerpos de edificio que daban a nuevos patios. El techo era todo de piedra, así como las paredes, y uno y otras aparecían decorados con figuras primorosamente esculpidas. Los patios estaban circuídos de claustros con columnatas de piedra blanca de muy delicada escultura. En un ángulo de este Laberinto se alzaba una pirámide de 74 metros de altura con figuras colosales talladas en su mole, a la que se entraba por un amplio corredor subterráneo.

            
Si tal era el Laberinto cuando lo visitó Herodoto, ¿qué sería la antigua Tebas, destruida mucho antes de la época de Psamético que reinó 530 años antes de la caída de Troya? Por entonces era Menfis la capital de Egipto, pues la gloriosa Tebas estaba ya en ruinas. Ahora bien; si nosotros sólo podemos juzgar por las ruinas  de lo que ya lo eran tantos siglos antes de J. C. y sin embargo nos dejan atónitos de admiración, ¿cuál no sería el aspecto de Tebas en la época de su esplendor? Sólo quedan de ella las ruinas de Karnak que, no obstante su solitario abandono y secular olvido, atestigua como fiel emblema de mayestático señorío el arte habilísimo de los antiguos. Verdaderamente ha de estar falto de la espiritual percepción del genio quien no advierta la grandiosidad mental de la raza que levantó este monumento.
            
Champolión, el ilustre egiptólogo que ha pasado la mayor parte de su vida explorando restos arqueológico, explana sus emociones en la siguiente descripción de Karnak:

El área ocupada por las ruinas es un cuadrado de 1.800 pies de lado. El explorador queda asombrado y sobrecogido por la grandiosidad de aquellas sublimes ruinas y la pródiga magnificencia que se advierte en todas las partes de la fábrica. Ningún pueblo antiguo ni moderno tuvo del arte arquitectónico tan sublime concepto como lo tuvo el pueblo egipcio; y la imaginación que se cierne sobre los pórticos europeos cae desmayada al pie de las ciento cuarenta columnas del hipostilo de Karnak, en una de cuyas salas cabría como un adorno central, sin tocar el techo, la iglesia de Nuestra Señora de París.

Un periódico inglés, del año 1870, publicó el relato de un viajero, del que entresacamos el siguiente párrafo:

            Patios, salas, galerías, columnas, obeliscos, monolitos, estatuas y esfinges abundan de tal modo en Karnak, que su vista no es bastante para que la mente los abarque.

Por su parte, dice el viajero francés Denton:

Difícilmente puede creerse, ni aun viéndolos, que haya adosados en un solo paraje tantos edificios de colosales proporciones cuya construcción supone infatigable perseverancia y cuya magnificencia exigió incalculable dispendio, de modo que el espectador duda de si está despierto o si sueña al contemplar tanta grandeza... En el recinto del Santuario hay lagos y montañas. Escogemos estos dos edificios como ejemplo entre una lista poco menos que interminable. Todo el valle del Nilo y la comarca del Delta, desde las cataratas al mar, estaba cubierto de templos, palacios, sepulcros, pirámides, obeliscos y monumentos con esculturas cuyo mérito excede a toda ponderación. Los entendidos en el arte diputan por maravillosa la perfección con que los artistas egipcios labraban el granito, la serpentina, el mármol y el basalto... Los animales y plantas parecen arrancados del natural y los objetos de artificio están primorosamente esculpidos. En los bajos relieves predominan escenas de batallas, combates navales y asuntos de la vida doméstica.

Savary añade sobre el particular:

La vista de los monumentos sugiere elevadas ideas a la mente del viajero que, ante los soberbios y colosales obeliscos cuya grandiosidad parece transponer los límites de la potencia humana, no puede por menos de exclamar con ennoblecedora satisfacción: ¡Esto fue obra de hombres!.

            A su vez, el doctor Richardson habla del templo de Dendera diciendo:

Las figuras femeninas están labradas con perfección tan exquisita, que únicamente les falta el don de la palabra, pues la dulce expresión de su rostro no ha sido aventajada hasta ahora por artista alguno.

Todas las piedras están cubiertas de jeroglíficos cuyo cincelado es más primoroso cuanto más antiguo, en prueba de que las primeras noticias históricas de los egipcios corresponden a época en que ya las artes decaían rápidamente entre ellos.
            
Las inscripciones jeroglíficas de los obeliscos están grabadas con perfección insuperable hasta una profundidad de cincuenta milímetros y a veces todavía mayor. No cabe duda de que todas estas obras, cuya solidez iguala a su belleza, se construyeron en época anterior al Éxodo de los hebreos, y casi todos los arqueólogos convienen en que cuanto más nos remontamos en la historia, más perfecto y delicado aparece el arte egipcio. Sin embargo, Fiske disiente de la opinión general y se aventura a decir que “las esculturas de los monumentos del Egipto, Indostán y Asiria, denotan al fin y al cabo escasas facultades artísticas”. Pero este erudito va todavía más allá en su empeño de negar la sabiduría de los antiguos (que de derecho corresponde a la casta sacerdotal) y dice despectivamente:
            
Lewis  ha refutado completamente la extravagante opinión de que los sacerdotes egipcios poseyeran desde la más remota antigüedad profundos conocimientos científicos que comunicaron a los filósofos griegos... Respecto a Egipto, India y Asiria, puede afirmarse que los colosales monumentos que desde los tiempos prehistóricos embellecieron estos países, atestiguan la primitiva influencia de un bárbaro despotismo incompatible con la elevación de la vida social y, por lo tanto, con el verdadero progreso .

No deja de ser peregrino el argumento. Porque si de la magnitud y proporciones de los monumentos públicos hubiera de inferir la posteridad el “atraso de la civilización”, bien podrían los estados Unidos de Norte América, que de tan cultos y libres presumen, reducir desde luego sus arañacielos a un solo piso; pues de lo contrario, con arreglo al criterio de Lewis, los arqueólogos del año 3877 al tratar de la “antigua América” de 1877 dirán que el país norteamericano fue un desmedido latifundio cultivado por los esclavos del presidente de la república. ¿Acaso la raza aria carece de aptitudes para la edificación y no pudo competir con los etíopes orientales  o caucásicos de tez obscura? ¿Habremos de inferir de ello que los grandiosos templos y pirámides fueron forzosamente erigidos bajo el látigo de un déspota inhumano? ¡Extraña lógica! Sería sin duda mucho más prudente atenernos a los “rigurosos cánones de la crítica” promulgados por Lewis y Grote, confesando sinceramente de una vez que sabemos muy poco acerca de las naciones antiguas y no será posible salir de especulativas hipótesis hasta que nos orientemos en la dirección seguida por los sacerdotes antiguos. Los modernos eruditos sólo saben lo que se les permitía saber a los no iniciados; pero esto debiera bastar para convencerles de que, no obstante vivir en el siglo XIX con su presumida supremacía en ciencias y artes, serían completamente incapaces, no ya de construir algo semejante a los monumentos de Egipto, India y Asiria, sino ni siquiera de redescubrir la menor de las artes perdidas.

Por otra parte, Wilkinson insiste en que en los exhumados tesoros de la antigüedad no descubrió jamás vestigios de vida primitiva ni de costumbres bárbaras, sino una especie de estacionaria civilización que se remonta a remotísimas épocas. Así tenemos que la arqueología discrepa de la geología, pues atribuye esta última mayor barbarie al hombre cuanto más antiguas son las huellas que de él descubre. Es dudoso que la geología haya explorado ya el campo de investigación ofrecido por las cavernas, y así es posible que las opiniones de los geólogos, derivadas de sus actuales experiencias se modifiquen radicalmente cuando lleguen a descubrir los restos de los antepasados del hombre de las cavernas.
            
Acabada demostración de la teoría de los ciclos btenemos en que 700 años de la era cristiana enseñaban las escuelas de Tales y Pitágoras el movimiento y figura de la tierra con todo el sistema heliocéntrico; y 317 años después de J. C. vemos que Lactancio, preceptor de Crispo César, hijo de Constantino el Magno, enseña a su discípulo que la tierra es una llanura rodeada por el cielo, que a su vez está compuesto de fuego y agua, y le previene contra la herética doctrina de la esferoicidad de la tierra.
            
Siempre que engreídos de un nuevo descubrimiento dirigimos la vista al pasado, encontramos para nuestro desencanto ciertos vestigios indicadores de la posibilidad, si no de la certidumbre, de que el presunto descubrimiento no era completamente desconocido de los antiguos.
            
Se afirma como indudable que ni los hebreos de la época mosaica ni las naciones más civilizadas del tiempo de los Ptolomeos conocían la electricidad; pero quien se aferre a esta opinión no será por falta de pruebas en contrario, y aunque desdeñemos indagar el profundo significado de algunos pasajes de Servio y otros autores, no podremos olvidarlos hasta el punto de que un día se nos revele toda la expresiva verdad de su real significado. Así dice:

Los primitivos habitantes de la tierra no ponían nunca fuego en los altares, sino que con sus preces atraían el fuego del cielo ... Prometeo descubrió y reveló a los hombres el arte de atraer el rayo. Por este método atraían el fuego de la región superior.

Si después de reflexionar sobre estas palabras, persistimos en considerarlas como fraseología de fábula mitológica, será mayor aún nuestra confusión al volver la vista a Numa, el rey filósofo tan renombrado por sus conocimientos esotéricos. No podemos acusarle de ignorancia ni de superstición ni de credulidad; porque, según atestigua la historia, estaba firmemente resuelto a extinguir el politeísmo idolátrico, de cuyo culto había disuadido tan bien a los romanos, que durante algunos siglos no se vieron imágenes ni estatuas en sus templos.
            
Por otra parte, los historiadores antiguos nos dicen que Numa poseía notables conocimientos de física y, según tradición, los sacerdotes etruscos le iniciaron e instruyeron en el secreto de obligar a Júpiter Tonante a que descendiese a la tierra. Ovidio dice también que por aquel tiempo empezaron los romanos a adorar a Júpiter Elicio. Por su parte opina Salverte que muchos siglos antes de los experimentos de Franklin, los había ya llevado a cabo Numa con excelente éxito, y que Tulio Hostilio fue la primera víctima del peligroso “huésped celeste”. Tito Livio y Plinio cuentan el caso diciendo que como Tulio Hostilio encontrara en los Libros de Numa las instrucciones necesarias para ofrecer sacrificios a Júpiter Elicio, se equivocó al seguirlas y fue “herido por el rayo y consumido en su propio palacio”.
            
Observa Salverte que en la exposición de los secretos científicos de Numa se vale Plinio de “excepciones que parecen indicar dos distintos procedimientos: uno para provocar el rayo (impetrare) y otro para obligarle a caer (cogere).

            
Remontándonos a los conocimientos que del trueno y del rayo tenían los sacerdotes etruscos, vemos que Tarchon, el introductor de la teurgia entre ellos, deseoso de resguardar su casa del rayo, la rodeó de un seto de brionia blanca, planta trepadora que tiene la propiedad de alejar el rayo, por lo tanto, el pararrayos de punta metálica que al parecer debemos a Franklin, es, según todo indicio, un redescubrimiento, pues se conservan muchas medallas que demuestran muy claramente el conocimiento de este principio por los antiguos. El templo de Junio tenía la techumbre erizada de agudas hojas de espada.
            
Aunque haya muy pocas pruebas de que los antiguos conocían todos los efectos de la electricidad, bastan para demostrar que estaban familiarizados con esta modalidad de la energía. Sobre el particular, dice el autor de Las ciencias ocultas que, según Ben David, Moisés sabía algo referente a los fenómenos eléctricos, y de la misma opinión es el profesor berlinés Hirt. Por su parte, Michaelis expone las siguientes observaciones:
            
1.ª  Que no hay noticia de que durante mil años cayera rayo alguno en el templo de Jerusalén.
            
2.ª  Que según Josefo  estaba la techumbre cubierta de multitud de afiladas puntas de oro.
            
3.ª  Que esta techumbre comunicaba con el interior de la colina sobre que estaba edificado el templo, por medio de tubos conectados con la armadura exterior, por lo que las puntas servirían de conductores.
            
Amiano Marcelino, historiador del siglo IV, famoso por la veracidad y exactitud de sus relatos, dice que “los magos conservaban perpetuamente en sus hogares el fuego que milagrosamente habían arrebatado del cielo. En el Upnek-hat indo se lee la siguiente máxima:

Quien conoce el fuego, el sol, la luna y el rayo, conoce las tres cuartas partes de la ciencia de Dios.

            
Por último, Salverte nos informa de que en tiempo de tesias “se conocía en la India el empleo de los pararrayos”, pues dice este historiador que “el hierro colocado en el fondo de un pozo con la punta hacia arriba, aguzada en forma de espada, adquiría tan pronto como se la clavaba en el suelo la propiedad de alejar las tormentas y los rayos”. ¿Cabe hablar más explícitamente?
            
Algunos autores modernos niegan que en el faro de Alejandría hubiese un gran espejo a propósito para descubrir las naves desde muy lejos; pero el célebre naturalista Buffon creía firmemente que hubo tal espejo en el faro, y por ello atribuía a los antiguos el honor de la invención del telescopio.
            
En su obra acerca de los países de Oriente, asegura Stevens que en el alto Egipto vio caminos con ranuras paralelas cubiertas de hierro a manera de carriles. Canova, Powers y otros famosos escultores contemporáneos tienen a mucha honra que se les compare con los Fidias de la antigüedad, aunque la justicia no consentiría tan extremada lisonja.
            
Jowet no cree lo que Platón dice en el Timeo acerca de la Atlántida y le parecen patraña los cómputos de 8.000 y 9.000 años; pero Bunsen dice sobre el particular que “no es exagerada la fecha de 9.000 años en los anales de Egipto, porque precisamente a esta época se remontan los orígenes de este país”. Así, pues ¿de qué tiempo datarán las ciclópeas construcciones de la antigua Grecia? ¿Serían las murllas de Tiro  anteriores a las Pirámides? No es posible atribuir a las razas históricas estas murallas de sólida mampostería de ocho metros de ancho por doce de alto formadas con bloques de roca de seis pies de arista, algunos de ellos, y en su mayoría lo bastante pesados para que no pudiese transportarlos una yunta de bueyes.
            
Las investigaciones de Wilkinson han demostrado que los antiguos conocían mucho de cuanto los modernos se engríen de haber descubierto. El papiro recientemente hallado por el egiptólogo alemán Ebers, revela que no eran un secreto para los efipcios las pelucas, añadidos y postizos, ni los polvos para suavizar el cutis ni los dentífricos para conservar la dentadura. Más de un médico moderno, aun de entre los neurópatas, podría consultar provechosamente los herméticos Libros de Medicina que contienen prescripciones terapéuticas de indudable eficacia.
            
Según hemos visto, los egipcios sobresalían en todas las artes. Fabricaban un papel de tan excelente calidad que resistía la destructora acción del tiempo. Según dice un autor anónimo, para fabricarlo, “extraían la médula del papiro, cortaban en pedazos la fibra y, machacándola luego por un procedimiento secreto, obtenían una pasta tan fina como la de nuestro papel vegetal, pero mucho más duradero. Algunas veces pegaban unas tiras con otras, según se ve en los papiros que en esta disposición se conservan”. El papiro hallado en la “cámara de la reina” de la pirámide de Ghizeh y otros junto a las momias regias son blancos y finos como la muselina, al par que consistentes como el más duradero pergamino.
            
Añade el mismo anónimo autor que “durante mucho tiempo creyeron los eruditos (como también se equivocaron en otras cosas) que el papiro fue introducido en Egipto por Alejandro Magno; pero Lepsio encontró rollos de papiro en tumbas y monumentos de la duodécima dinastía y representaciones escultóricas de papiro en los de la cuarta. Hoy día está probado que los egipcios conocían ya la escultura en los remotísimos tiempos de Menes, su primer monarca histórico”.

CLAVE  JEROGLÍFICA

            
A Champollión debemos la clave de la escritura jeroglífica, sin cuyo hallazgo seguirían los modernos calificando de ignorantes a los antiguos, no obstante aventajarlos estos en el conocimiento de las artes y ciencias.
            
“Champollión fue el primero en conocer la maravillosa historia que los egipcios dejaron archivada en sus manuscritos y en la infinidad de inscripciones grabadas sobre toda superficie capaz de recibir los acracteres jeroglíficos que cincelaron y esculpieron en monumentos, rocas, piedras, paredes, tumbas y ataúdes y trazaron en papiros... A nuestra admirada vista revelan hoy día las pinturas hasta los más insignificantes pormenores de la vida doméstica de los egipcios, pues nada parece haberles pasado por alto... La historia de Sesostris nos demuestra lo muy versdos que tanto él como su pueblo estaban en el arte de la guerra... Las pinturas revelan cuán animosos eran los soldados egipcios en la pelea. Construían también máquinas de guerra y, según refiere Horner, en cierta ocasión salieron por cada una de las cien puertas de Tebas doscientos hombres en carros de guerra muy hábilmente construidos y no tan pesados como nuestros feos e incómodos armones de artillería”.
            
Kenrich dice al describir estos carros de guerra que en ellos se echan de ver cuantos principios esenciales regulan la construcción y arrastre de carruajes, así como tampoco deja de hallarse en los monumentos de la décimo-octava dinastía cuanto el gusto moderno aplica a la lujosa decoración de los vehículos. Los carros egipcios tenían muelles metálicos para evitar las bruscas sacudidas en sus rápidas carreras. Los bajorrelieves representan batallas en todo su fragor y empeñadas peleas donde se advierten hasta en sus más leves pormenores las costumbres guerreras de los egipcios. Los combatientes llevaban cotas de malla y los infantes iban vestidos de túnicas acolchadas con yelmos de fieltro chapeado de metal para mejor resguardarse de los golpes.      
La química había alcanzado notable perfección entre los antiguos, según se infiere de un pasaje de las Disertaciones de Virrey, en que este autor refiere que Asclepiadoto, general de Mitrídates, obtenía químicamente las emanaciones deletéreas de la gruta sagrada.

            
Las armas de los egipcios eran espadas de dos filos, dagas, dardos, lanzas y picos. La infantería llevaba dardos y hondas; los carreros mazas y hachas. En las operaciones de sitio eran consumados tácticos, pues según dice el ya referido autor anónimo, “los asaltantes avanzaban formados en larga y compacta fila, protegida por una especie de catapulta de tres caras, que se movía merced a un rodillo impulsado por un grupo de hombres ocultos, conocían también los caminos cubiertos y las escalas, en cuyo manejo para el asalto eran muy expertos, así como en el empleo del ariete y otras máquinas de guerra. Su pericia en el arte de la cantería les capacitaba para minar los cimientos de las murallas... Nos es mucho más fácil enumerar lo que los egipcios sabían que lo que ignoraban, pues diariamente se van hallando nuevas pruebas de sus maravillosos conocimientos, y si nos encontráramos con que ya empleaban cañones por el estilo de los de Armstrong, no sería ello más asombroso que gran parte de lo hasta ahora descubierto.
            
La excelencia de los egipcios en ciencias exactas se revela en que los griegos, a quienes consideramos como fundadores de la matemática y en particular de la geometría, aprendieron en Egipto. Dice Smyth, citado por Peebles, que los “conocimientos geométricos de los constructores de las Pirámides principian donde los de Euclides acaban”. Antes de que la historia engendrase a Grecia, ya eran viejas y perfectas las artes egipcias. La agrimensura, derivada de la geometría, se conocía prácticamente en aquel pueblo, pues, según dice la Biblia, Josué distribuyó proporcionalmente entre los hijos de Israel la recién conquistada tierra de Canaán. ¿Y cómo hubiera sido posible que los egipcios, tan versados en filosofía natural, no lo estuvieran igualmente en psicología y filosofía espiritual? El templo era plantel de la más refinada civilización y en él se guardaba el altísimo conocimiento de la magia que constituía la quinta esencia de la filosofía natural. Con celoso sigilo se enseñaba allí el empleo de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y durante la celebración de los Misterios operaban los sacerdotes prodigiosas curas. Herodoto  reconoce que los griegos aprendieron de los egipcios cuanto sabían, incluso las ceremonias religiosas y el servicio de los templos, que por esta razón estaban principalmente dedicados a divinidades egipcias. El famoso Melampo, saludador y adivino de Argos, recetaba según el arte de los egipcios, de quienes lo había aprendido, siempre que deseaba que la cura fuese eficaz; y así curó a Ificlo de impotencia y debilidad por medio del orín de hierro, que al efecto le había indicado Mantis.
            
Dice Diodoro que la diosa Isis ha merecido la inmortalidad porque todas las naciones de la tierra tienen pruebas de su poder para curar las enfermedades, “según está demostrado, no por fábulas, como entre los griegos, sino por hechos auténticos”. Por su parte Galeno menciona varias medicinas que se confeccionaban en los templos y alude a una panacea llamada Isis.
            
Las enseñanzas de los filósofos griegos que aprendieron en Egipto revelan el profundo saber de sus maestros. Orfeo, Pitágoras, Herodoto, Platón y Solón estudiaron en los mismos templos, de boca de los mismos sacerdotes. Refiere Plinio  que, según testimonio de Antíclides, las letras del alfaberto fueron inventadas por el egipcio Menon, medio siglo antes de la época de Foroneo, el más antiguo rey griego. Jablonski demuestra que Pitágoras tomó de los sacerdotes egipcios el sistema heliocéntrico y la esferoicidad de la tierra, pues lo conocían desde tiempo inmemorial por haberlo aprendido de los brahmanes de la India. También Fenelón, el ilustre arzobispo de Cambray, afirma que Pitágoras tuvo estos conocimientos y enseñó a sus discípulos, no sólo la redondez de la tierra, sino la existencia de las antípodas, siendo además el primero en descubrir la identidad de la estrella matutina y vespertina.

Según Wilkinson, a quien posteriormente corroboran varios autores, dice que los egipcios la división del tiempo, la verdadera duración del año y la precesión de los equinoccios. Del movimiento aparente de los astros infirieron las influencias dimanantes de su situación y conjunciones, de suerte que los sacerdotes, no tan sólo vaticinaban con igual acierto que los modernos metereólogos los cambios atmosféricos, sino que también pudieron dar predicciones. astrológicas. Así, pues, hemos de convenir en que los cómputos modernos no aciertan a determinar con exactitud la época en que la astronomía llegó al grado máximo de perfección, por más que el austero y elocuente Cicerón no deje de tener motivo para indignarse contra las exageraciones de los sacerdotes babilonios, que “afirmaban haber perpetuado en algunos monumentos las observaciones astronómicas correspondientes a un período de 470.000 años”.

Dice un articulista científico:

Toda ciencia pasa por tres etapas evolutivas: 

1.ª la de observación, en que diversos investigadores observan y anotan los hechos en distintos puntos a la vez. 

2.ª la de generalización, en que las observaciones cuidadosamente comprobadas se ordenan, generalizan y clasifican metódicamente con objeto de inducir las leyes reguladoras. 

3.ª la de vaticinio, en que el conocimiento de las leyes permite predecir con infalible exactitud los acontecimientos futuros.

Si los astrónomos chinos y caldeos pronosticaban los eclipses algunos miles de años antes de nuestra era, poco importa que se valiesen para ello del ciclo de Saros o de cualquier otro medio, pues lo cierto es que habían llegado a la tercera etapa de la ciencia astronómica y, por lo tanto, pronosticaban
El astrónomo Mitchell ha demostrado que en el año 1722 antes de J. C. trazaron los caldeos el zodíaco con las exactas posiciones de los planetas en el equinoccio de otoño, y de ello cabe inferir que conocían perfectamente las leyes reguladoras de los hechos “cuidadosamente comprobados” y las aplicaban con tanta seguridad como los modernos astrónomos.

Por otra parte, según dice un periódico profesional, “la astronomía es la única ciencia que en nuestro siglo ha llegado a la última etapa. Las demás ciencias están todavía en período de desenvolvimiento; y aunque, por ejemplo, la electricidad haya alcanzado en alguna de sus ramas la tercera etapa, en otras muchas está todavía en la infancia”. Así lo corroboran las dolorosas confesiones de los mismos científicos en el siglo a que pertenecemos; pero no les sucedía tal a quienes vieron los gloriosos días de Caldea, Asiria y Babilonia. Respecto de los progresos que habían realizado en las ciencias nada sabemos, sino que en astronomía se hallaban a la altura de nuestra época, puesto que habían llegado también a la tercera etapa. Con mucho arte describe Wendell Phillips tal estado diciendo:
Parece como si nos figurásemos que la ciencia ha empezado con nosotros... y miramos compasivamente la mezquindad, ignorancia y obscurantismo de las épocas pasadas.

 Oigamos ahora lo que dice Draper de un pueblo que, según Albrecht Müller, acababa de salir de la edad de bronce para entrar en la de hierro:

Si Caldea, Asiria y Babilonia nos ofrecen estupendas y venerables antigüedades cuyo origen se pierde en las sombras del tiempo, no le faltan a Persia maravillas de épocas posteriores. Los pórticos de Persépolis abundaban en portentosas esculturas, tallas, esmaltes, obeliscos, esfinges, toros colosales, anaqueles de alabastro y otras bellezas artísticas. Ecbatana, capital de los medos y residencia vernal de los monarcas persas, estaba defendida por siete muros circulares cuya altura aumentaba de exterior a interior y cuyas piedras talladas y pulidas eran de colores armonizados astrológicamente con los de los siete planetas. El palacio real tenía el tejado de plata, las vigas forradas de oro y a media noche multitud de lámparas de nafta emulaban en los patios la luz del sol. Parecía un paraíso plantado por el fausto de los monarcas orientales en el centro de la ciudad. 

El imperio persa era verdaderamente el jardín del mundo... Tras los estragos del tiempo y de los saqueos de tres conquistadores, todavía estaban en pie las murallas de Babilonia de sesenta millas de circuito y ochenta pies de altura  y se veían las ruinas del templo de Belo en cuya cúpula, que parecía hendir las nubes, se encontraba el observatorio en donde los sabios astrónomos caldeos se comunicaron nocturnamente con los astros. Aun quedaban vestigios de los palacios de jardines colgantes en que medraban plantas aéreas y se veían restos de la máquina elevadora de las aguas del río. También hubo un lago artificial en el que mediante una vasta red de acueductos y presas se recogía el agua procedente de la fusión de las nieves de las montañas de Armenia y la llevaban a la ciudad por entre los diques del Eufrates. Pero lo más admirable de todo era sin duda el túnel construido bajo el lecho del río.

Los comentadores y críticos contemporáneos juzgan de la sabiduría de los antiguos tan sólo por el exoterismo de los templos y no quieren o no saben penetrar en el solemne adyta de la antigüedad, donde el hierofante enseñaba al neófito la verdadera significación del culto público. Ningún sabio antiguo pensó que el hombre fuese el rey de la creación ni que para él hubiesen sido creadas las estrellas del cielo y nuestra madre tierra. Prueba de ello nos da el siguiente pasaje:

No pongas tu atención en las vastas dimensiones de la tierra porque en su suelo no medra la planta de la verdad. Ni midas tampoco el tamaño del sol con sujeción a reglas, porque la voluntad del Padre lo mueve y no para tu provecho. No te fijes en el impetuoso curso de la luna, porque la necesidad la impele. El movimiento de los astros no se ordenó para ti.

Esta enseñanza es demasiado elevada para atribuir a sus autores la divina adoración del sol, de la luna y las estrellas; pero como la sublime profundidad de los conceptos mágicos trasciende a cuanto pueda alcanzar el moderno pensamiento materialista, cae sobre los filósofos caldeos la acusación de sabeísmo supersticioso, tan sólo imputable al vulgo de aquellas gentes, pues había enorme diferencia entre el culto público y oficial del Estado y el verdadero culto que únicamente se enseñaba a los dignos de aprenderlo.
Citaremos otro pasaje para demostrar lo infundado de la acusación de supersticiosos levantada contra los magos caldeos. Dice así:

No es verdad el amplio vuelo de las aves ni la disección de las entrañas de las víctimas. Todo ello son chucherías en que se apoya el fraude venal. Huye de estas cosas si quieres que para ti se abra el  sagrado paraíso de la piedad donde están hermanadas la virtud, la sabiduría y la justicia.

            
Según testimonio de la Biblia, también conocieron los egipcios el arte de tejer el lino y otras telas de sutil urdimbre. Cuando José compareció en presencia del Faraón, vestía una túnica de lino finísimo con cadena de oro y muchos otros aderezos. El lino de Egipto era famoso en todo el mundo y los lienzos de esta tela en que aparecen envueltas las momias se conserva admirablemente. Plinio refiere que 600 años de la era cristiana, el rey Amasis envió a Lindo una vestidura cuyos hilos constaban de 360 cabos. Al hablar Herodoto  de los misterios de Isis nos da idea de la “admirable suavidad de las vestiduras de lino que llevaban los sacerdotes”.
            
Basta consultar el Éxodo para convencerse de la habilidad que suponían en los israelitas (discípulos de los egipcios), las labores del tabernáculo y el Arca de la Alianza. Josefo encomia la incomparable belleza y maravillosa labor de las vestiduras sacerdotales adornadas “con granadas y campanillas de oro” y la pedrería del thummim o pectoral del sumo pontífice; pero está ya fuera de duda que los hebreos tomaron de los egipcios los ritos y ceremonias del culto religioso, así como el traje de los levitas. Clemente de Alejandría confiesa, aunque con repugnancia, este remedo de los hebreos, y lo mismo reconocen Orígenes y otros Padres de la Iglesia, sin que, como es natural, falten de entre ellos quienes atribuyan la semejanza a estratagemas de Satanás cuya astucia preveía los acontecimientos. El astrónomo Proctor dice en una de sus obras que el pectoral de los pontífices israelitas era joya de directa procedencia egipcia, pues la misma palabra thummim es de notorio origen egipcio y se la apropió Moisés con todo lo demás de sus ritos, porque en las representaciones pictóricas del juicio de los muertos, el dios Horus  guía al difunto mientras que Anubis coloca en uno de los platillos de la balanza el vaso de las buenas acciones, por ver si equilibra el peso de la diosa de la verdad (Thmèi) figurada en el otro platillo, así como también en el pectoral del juez”.
            
Los egipcios conocieron todas las artes decorativas. Labraban admirablemente el oro, la plata y las piedras preciosas que los lapidarios tallaban, pulían y engarzaban con primoroso estilo. 
Las imitaciones en vidrio de toda clase de piedras preciosas y más particularmente de la esmeralda, superaban a cuanto en este artículo se hace hoy día.

            
El mismo Phillips refiere, al tratar de la destreza de los antiguos en la elaboración de metales, que “cuando los ingleses saquearon el palacio de verano del emperador de China, se sorprendieron los artistas europeos al ver vasos de metal, tan exquisitamente labrados, que dejaban muy atrás la ponderada habilidad de los orfebres occidentales. Por otra parte, los viajeros han recibido de manos de las tribus del interior de África mejores navajas de las que ellos llevaban. Añade el mismo autor, que Jorge Thompson le refirió “haber visto en calcuta cómo un hombre echaba al aire un puñado de seda en rama que un indio cortó con un sable fabricado en el país, a pesar de que los europeos consideran su acero como el mayor triunfo de la metalurgia y ésta como la gloria de la química”.
            
Así vemos que las razas semíticas, a que pertenecían los antiguos egipcios, extrajeron el oro de la tierra y lo separaron de la escoria con asombrosa destreza. En las cercanías del mar Rojo se encontró abundancia de cobre, plomo y hierro.
            
Bajo el testimonio de algunos egiptólogos, afirma Pengelly que el primer hierro empleado por los egipcios fue el meteórico, llamado piedra del cielo en un documento egipcio que por vez primera lo menciona. Esto inclina a suponer que en la antigüedad se empleó únicamente el hierro meteórico; pero aunque así ocurriera en los comienzos del período a que alcanzan las actuales investigaciones geológicas, nadie puede asegurar que no haya error de algunos centenares de miles de años, mientras no se compute, siquiera aproximadamente, la antigüedad de los restos arqueológicos. El coronel Howard Vyse ha demostrado en parte la ligereza con que los eruditos aseguraron que los caldeos y egipcios nada sabían en punto a minería y metalurgia, pues Homero y la Biblia hebrea mencionan piedras preciosas que únicamente se hallan en yacimientos muy profundos. ¿Acaso han averiguado los científicos la fecha exacta en que el hombre abrió la primera galería de mina?
            
Según el doctor Hamlin, las artes del orfebre y lapidario se conocieron en la India desde incomputable antigüedad. Por otra parte, los arqueólogos no tienen más remedio que admitir el temple del acero entre los egipcios desde los tiempos más remotos, o reconocer que poseían útiles más perfectos que los nuestros para la talla y cincelado de los materiales, pues, de lo contrario, ¿cómo hubieran podido cincelar y esculpir tan artísticas obras escultóricas? Si no emplearon para ello herramientas de acero exquisitamente templado, forzosamente habrían de valerse de algún otro medio para tallar la sienita, el granito y el basalto, con lo que tendríamos un nuevo arte que añadir al catálogo de los perdidos.
            
Dice Albrecht Müller sobre este asunto:

            Podemos atribuir la introducción del bronce labrado a la poderosa raza aria que emigró del Asia hace unos seis mil años... La civilización oriental precedió de muchos siglos a la occidental y hay pruebas de que ya desde un principio alcanzó notable grado de cultura, pues además del bronce conocían también el hierro. Empleaban el barro cocido, al que después daban en el torno las diversas formas propias de la alfarería. Se han encontrado objetos de vidrio, plata y oro correspondientes a épocas muy primitivas y en algunas montañas se descubrieron montones de escorias y restos de hornos siderúrgicos... Cierto es que los montones de escorias se han atribuido a la acción volcánica; pero esta hipótesis queda sin fundamento al advertir que precisametne no son aquellos terrenos de origen volcánico.

Pero la ciencia del admirable pueblo egipcio se manifiesta más esplendorosamente en el embalsamamiento y momificación de los cadáveres, aunque tan sólo quienes hayan estudiado especialmente este punto pueden apreciar la habilidad, paciencia y conocimientos químicos y anatómicos necesarios para llevar a cabo la incorruptible obra cuyo procedimiento requería algunos meses de labor. Las momias resisten indestructiblemente el seco clima de Egipto y aún persisten inalterables cuando se las remueve de los sepulcros donde durante milenios reposaron. Dice un autor anónimo que “primero inyectaban en el cadáver mirra, casia y otras resinas aromáticas, y después de saturarlo de natrón, lo vendaban con tan insuperable destreza y artística perfección que maravilla a los modernos cirujanos”.
            
Por su parte, añade Grandville que “la cirugía moderna no tiene forma alguna de vendaje que supere y exceda en ingeniosa habilidad al fajado de las momias egipcias, pues no se advierte añadido alguno en las vendas de lino que a veces miden mil yardas de longitud”.
            
Rosellini atestigua la maravillosa variedad y destreza del entrelace y aplicación de los vendados, hasta el punto de que los sacerdotes y al par médicos de aquellas remotas épocas trataban con éxito toda clase de fracturas del cuerpo humano.
            
¿Quién no recuerda la emoción que despertó unos veinticinco años atrás el descubrimiento de la anestesia? El éter sulfúrico, el éter clórico, el cloroformo y el óxido nitroso (gas hilarante) con otras combinaciones derivadas de estas substancias fueron acogidas como bendición del cielo por la humanidad doliente y todos consideraron la anestesia como el más grande descubrimiento, a pesar de los fatales resultados que en ocasiones dieron el famoso letheon  de Morton y Jackson, el cloroformo de Simpson y el óxido nitroso aplicado por Colton, Dunham y Smith, pues hubo enfermos que perdieron el conocimiento para no recobrarlo más. Pero ¿qué importaban estos fracasos en comparación de los éxitos? Los médicos aseguran que son ya rarísimos los accidentes mortales causados por la anestesia, acaso porque aplican los anestésicos con tanta parsimonia, que en la mitad de los casos no producen efecto alguno y el paciente queda impedido durante unos cuantos minutos en sus movimientos externos, pero tan sensible al dolor como en estado normal. Sin embargo, aunque generalmente considerado haya sido el descubrimiento de los anestésicos beneficioso para la humanidad, ¿no tuvo precedentes este descubrimiento?
            
Dioscórides nos describe la piedra de Menfis (lapis menphiticus), como una especie de guijarro redondo, pulimentado y muy brillante, que reducido a polvo y aplicado a manera de untura sobre la parte del cuerpo en que, ya con bisturí, ya con canterio, había de operar el cirujano, anestesiaba aquella parte tan sólo, de suerte que el enfermo no sentía dolor alguno, con la ventaja de conservar el conocimiento sin ulteriores perjuicios. Desleído el polvo de esta piedra en vino o agua, curaba toda clase de dolor.
            
Desde tiempo inmemorial poseyeron los brahmanes el secreto de la anestesia. Las viudas que por costumbre estaban obligadas al sacrificio del sahamaranya  no habían de temer el más leve sufrimiento entre las llamas, porque previamente se las ungía con óleo sagrado de efectos anestésicos.

Egipto fue la cuna de la química. Kenrick demuestra que esta palabra se deriva de Chemi o Chem, nombre primitivo del país, cuyos habitantes conocieron perfectamente la fabricación de colores. Los hechos, hechos son. ¿Qué pintor contemporáneo podría decorar las paredes de nuestros edificios con inalterables colores? Cuando nuestras deleznables construcciones se hayan convertido en montones de polvo y las ciudades en informes ruinas de mortero y ladrillos, sin que nadie se acuerde de sus nombres, todavía permanecerán en pie las piedras de Karnak y Luxor, y las espléndidas pinturas murales de este último monumento serán indudablemente tan vivas y brillantes dentro de cuatro mil años, como lo son hoy día y lo fueron cuatro mil años atrás. Dice el ya citado autor anónimo que “el embalsamiento de las momias y la pintura al fresco no eran entre los egipcios artes debidas a la casualidad, sino que las establecieron por preceptos fijos y reglas tan definidas como cualquier inducción de Faraday”.
            
Los museos italianos se enorgullecen hoy de sus pinturas y vasos etruscos, y las orlas decorativas de los vasos griegos admiran a los anticuarios, que las atribuyen a los artistas helénicos, cuando en rigor “son meras copias de las que ostentan los vasos egipcios”, según se colige de los dibujos existentes en una tumba de la época de Amenoph I, antes de la población de Grecia.
            
¿Qué hay en nuestros días comparable a los templos de Ipsambul (Baja Nubia) abiertos en la roca? Allí se ven estatuas sedentes de setenta pies de alto  talladas en la peña viva. El torso de la estatua de Ramsés II en Tebas mide sesenta pies de contorno  en proporción de las demás partes de la figura, con la que comparada nuestra estatuaria parece de pigmeos.
            
Los egipcios conocieron el hierro mucho antes de la construcción de la primera Pirámide, o sea hace unos 20.000 años, según cómputo de Bunsen, como lo prueba el hallazgo, por el coronel Howard Vyse, de una pieza de hierro oculta en un intersticio de la pirámide de Cheops, donde sin duda alguna la colocaron los constructores. Los egiptólogos han encontrado copiosos indicios de que ya en tiempos prehistóricos conocían los antiguos con mucha perfección la metalurgia, y aun hoy se ven en el Sinaí grandes montones de escorias procedentes de las fundiciones. La práctica de la metalurgia y de la química se resumía en aquellos tiempos en la alquimia y formaba parte de la magia prehistórica.
            
En cuanto a navegación podemos probar, bajo testimonio de fidedignas autoridades, que Necho II armó en el mar Rojo una flota de exploración que navegó durante dos años, saliendo por el estrecho de Bab-el-Mandel y regresando por el de Gibraltar, aunque Herodoto no se muestra muy dispuesto a reconocerles esta proeza marítima, pues “le parece increíble la afirmación de aquellos navegantes respecto de que al volver a su país se levantaba el sol a su derecha”.
            
Sin embargo, el autor a que estamos comentando dice sobre el particular:

No obstante, quienquiera que haya doblado el cabo de Buena Esperanza tendrá por incontrovertible la afirmación de los navegantes egipcios que tan inverosímil le parecía a Herodoto, quedando con ello demostrado que los egipcios realizaron la hazaña marítima repetida por Vasco de Gama muchos siglos después. De los navegantes egipcios se refiere que durante su viaje desembarcaron en dos puntos sucesivos de la costa donde, tras sembrar y cosechar trigo, se hicieron de nuevo a la vela para cruzar triunfantes por entre las columnas de Hércules en demanda de Egipto... Este pueblo mereció la denominación de veteres con mayor justicia que los griegos y romanos. La joven Grecia, neófita en conocimientos, los voceaba a cuatro vientos para llamar la atención del mundo entero. El viejo Egipto, encanecido en la sabiduría, confiaba tanto en su ciencia, que sin empeño alguno en excitar la admiración hacia el mismo caso de los petulantes griegos como el que hoy hacemos nosotros de un salvaje de las islas Fidji.

Un venerable sacerdote egipcio le dijo cierta vez a Solón: “¡Ah Solón, Solón! Los griegos seréis siempre niños, porque desconocéis la sabiduría antigua y estáis faltos de duradera disciplina”.
En efecto, quedó Solón en extremo sorprendido cuando los sacerdotes egipcios le dieron a entender que la mayor parte de las divinidades griegas eran remedo y copia disimulada de las egipcias. Así decía con mucha razón Zonaras: “Todas estas cosas vinieron de Caldea a Egipto y de aquí pasaron a los griegos”.
            
David Brewster describe acabadamente la construcción de varios autómatas, por el estilo del flautista de Vaucanson, obra maestra de mecánica de que se enorgulleció el siglo XVIII; pero los pocos datos fidedignos que sobre el asunto proporcionan los autores antiguos, nos confirman en la opinión de que los mecánicos del tiempo de Arquímedes y aun algunos de sus antecesores, no eran ni más ignorantes ni menos ingeniosos que los modernos inventores. Archytas, natural de Tarento, preceptor de Platón y eminente filósofo, al par que profundo matemático y habilísimo mecánico, construyó una paloma de madera que volaba y se mantenía por no poco tiempo en el aire.
            
Los egipcios sabían prensar la uva para convertir el zumo en vino por fermentación; y aunque esto nada tenga de particular, más notable es que, 2.000 años antes de J. C., fabricaran cerveza en grande escala, según demuestra el papiro de Ebers.
            
También sabían fabricar vidrios de toda clase, pues muchos relieves escultóricos representan escenas en que figuran botellas y sopletes de vidriero. Además, en las excavaciones arqueológicas se han encontrado pedazos de vidrio de magnífico aspecto. Según dice Wilkinson, los egipcios sabían cortar, pulir, deslustrar y grabar el vidrio, con el arte de interponer laminillas de oro entre las dos superficies de la masa. También se valían del vidrio para imitar a la perfección perlas, esmeraldas y todas las piedras preciosas.


Asimismo cultivaron los egipcios el arte musical y conocieron los secretos de la armonía y su influencia en el ánimo, por lo que en los sanatorios de los templos se empleaba la música para la curación de ciertas enfermedades. La música de los egipcios abarcaba tres géneros principales: religiosa, cívica y militar. En los conciertos sacros tenían la lira, el arpa y la flauta; en las fiestas cívicas, la guitarra, las gaitas sencilla y doble y las castañuelas; en los ejercicios militares, la trompeta, tamboril, tambor y címbalo. Pitágoras aprendió música en Egipto para establecer en Grecia el estudio metodizado de este arte, cuyos profesores más notables fueron egipcios, pues conocían la combinación de las cuerdas y la multiplicidad de tonalidades determinadas por su longitud.
            
En cuanto al conocimiento de la medicina, basta leer uno de los Libros de Hermes hallado en estos últimos tiempos y traducido por Ebers. Parece seguro que conocían la circulación de la sangre, pues de las manipulaciones curativas de los sacerdotes se infiere que sangraban a los enfermos y sabían contener las hemorragias.
            
Había entre ellos dentistas y oculistas, sin que a ningún médico le estuviera permitido ejercer más de una especialidad, lo cual induce a suponer que se les morían menos enfermos que a los médicos contemporáneos.
Pero no fueron los egipcios el único pueblo antiguo cuya civilización merezca alto concepto de la posteridad. Aparte de otros cuya historia encubren las neblinas del tiempo, tenemos que las hazañas de los fenicios les dan carácter poco menos que de semidioses.

            
Según dice un escritor, los fenicios fueron los primitivos navegantes del mundo y, además de fundar la mayor parte de las colonias mediterráneas en el litoral español, visitaron con preferencia las regiones árticas, de donde trajeron el relato de los días sin noche a que Homero alude en la Odisea (89). La descripción de Caribdis concuerda tan acabadamente con el maelstrón  que, en opinión de un autor, “es muy difícil suponer que haya tenido otro prototipo”. Parece que los fenicios exploraron las costas en todos rumbos, pues sus quillas hendieron las aguas desde el Océano Índico hasta las acantiladas abras de Noruega.
            
Algunos autores suponen que estos audaces navegantes de los mares árticos fueron los ascendientes de las razas que más tarde edificaron los templos y palacios de Palenque, Uxmal, Copán y Arica; pero no es tal nuestra opinión, pues con toda probabilidad los construyeron los atlantes.
            
Brasseur de Bourbourg nos proporciona muchos datos de los usos, costumbres, arquitectura, artes y especialmente de la magia y los magos de los antiguos mexicanos. Dice que el fabuloso héroe Votán, el mago más eminente entre ellos, visitó al rey Salomón, de regreso de un largo viaje, mientras se estaba construyendo el templo de Jerusalén. Es muy curiosa la semejanza de las leyendas mexicanas en lo referente a los viajes y hazañas de los hitim con las narraciones bíblicas acerca de los hivitas o descendientes de Heth, hijo de Canaán. Cuenta la tradición que Votán proporcionó a Salomón operarios, maderas preciosas de occidente, oro, plantas y animales de mucho valor; pero que rehusó en absoluto dar indicio alguno tocante al derrotero que había seguido ni al camino del misterioso continente. El mismo Salomón relata esta entrevista en su Historia de las maravillas del universo, en que Votán aparece bajo la alegoría de la sierpe navegante.
            
Stephens conjetura que “llegará a descubrirse una clave más segura que la piedra de Roseta para interpretar los jeroglíficos americanos y dice que los descendientes de los caciques aztecas habitan todavía, según parece, en las fragosidades de los Andes no holladas por los blancos, con las mismas costumbres de sus antepasados, en edificios adornados con esculturas de yeso, de vastos patios y altas torres a que dan acceso escaleras de largos tramos, y continúan grabando en tablas de piedra los misteriosos jeroglíficos... Vuelvo a la vasta y desconocidad comarca no cruzada por camino alguno, donde la imaginación se representa la misteriosa ciudad vista desde la cumbre de la cordillera con sus ignorados pobladores aborígenes”.
            
Aparte de que viajeros audaces han visto esta ciudad desde largas distancias, no resulta intrínsecamente improbable su existencia; porque, ¿quién puede decir qué se hizo aquel pueblo primitivo que huyó ante las rapaces huestes de Cortés y Pizarro?.
            
Dicen Tschuddi, Prescott y otros historiadores, que los indios peruanos conservan todavía sus antiguas tradiciones y su casta sacerdotal con secreta obediencia al jerarca religioso, aunque aparentemente profesen la religión católica y reconozcan la autoridad del gobierno peruano. Siguen practicando ceremonias mágicas y producen muchos fenómenos de esta índole con tan perseverante lealtad hacia el pasado, que a menos de recibir alientos de una autoridad superior en el orden espiritual, no se comprende cómo mantienen viva su fe. ¿No fuera posible que esta autoridad residiera en la misteriosa ciudad con la que se comunican en secreto? ¿O acaso todo cuanto dejamos dicho no pasaría de ser otra “curiosa coincidencia”?.

Aun el erudito y grave Max Müller no se puede librar a veces de las “coincidencias” cuando se le presentan en forma de inesperados descubrimientos. Por ejemplo, los mexicanos, cuyo misterioso origen, según las leyes de probabilidad, no tiene relación alguna con los arios, representan los eclipses de luna en alegoría idéntica a la de los indios, esto es, el satélite devorado por un dragón. Y aunque Müller considera posible la conjetura de Humboldt acerca de que entre mexicanos e indos hubieron de haber relaciones históricas, añade que “la identidad entre ambas alegorías no ha de dimanar precisamente de relaciones históricas, pues el origen de los primeros pobladores de América es una cuestión en extremo ardua para cuantos estudian las corrientes migratorias de los pueblos”. El mismo Brasseur de Bourbourg, a pesar de su erudita labor y esmerada traducción del Popol-Vuh, cuyo texto se atribuye a Ixtlilxochitl, queda confuso después de analizar el contenido de este poema mexicano.
            
Hemos leído la traducción del texto original y los comentarios de Max Müller. De la primera brota una luz de tan refulgente brillo, que no es extraño haya cegado a los científicos escépticos; pero Max Müller no lo es de mala fe, y raramente escapan a su atención los puntos de capital importancia. ¿Cómo explicar, por lo tanto, que un erudito de tal valía y tan acostumbrado a descubrir con su mirada de águila las costumbres, leyendas y supersticiones de los pueblos hasta en sus más ligeras analogías y leves pormenores, no advirtiera ni siquiera sospechara lo que, falta de erudición científica, echó de ver a primer examen la humilde autora de esta obra? Nos parece que la ciencia moderna pierde más que gana al desdeñar los restos de la literatura antigua y medioeval; pero quienes sinceramente se dedican al estudio de la arqueología, ven que muchas veces lo que parecen coincidencias son efectos naturales de causas demostrables. No se nos escapa el motivo de que al comentar Müller el texto del Popol-Vuh confiese que “de cuando en cuando hay pasajes inteligibles, pero que en la página siguiente todo vuelve a quedar caótico”; porque la mayor parte de los eruditos tan sólo se fijan en los hechos que les parecen históricos y desechan todo cuanto se les antoja vago, contradictorio, milagroso y absurdo. Por esto compara Müller la aparente incongruencia del Popol-Vuh a los cuentos de Las Mil y una noches, no obstante reconocer que existe “un sedimento de conceptos elevados bajo la superposición de quimeras sin sentido”.
            
Lejos de nosotros el ridículo intento de vituperar al profundo erudito Max Müller; pero no podemos por menos de decir que aun en los fantásticos relatos de Las mil y una noches hallaríamos algo digno de atención di lo comparásemos con algún hecho histórico. La Odisea de Homero supera en lo quimérica y fantástica a los famosos cuentos árabes, y sin embargo, muchos de sus mitos no son engendro de la fantasía del poeta. Los lestrigones que devoraron a los compañeros de Ulises se refieren a la gigantesca raza de caníbales  que en primitivos tiempos habitó en las cuevas de Noruega. Los descubrimientos geológicos han validado algunas aseveraciones de Homero que durante siglos se tuvieron por alucinaciones poéticas. El día perpetuo de que disfrutaban los lestrigones, según la Odisea, demuestra que este pueblo habitaba en las regiones árticas, donde durante el verano no se pone el sol. El mismo poema homérico  describe las acantiladas abras de Escandinavia.

Es verdaderamente extraño que las alegorías de la creación del hombre expuestas en la Cosmogonía Quiché no hayan sugerido la comparación debida con las escrituras hebreas, las enseñanzas cabalísticas y los libros tenidos por apócrifos, pues aun el mismo Libro de Jasher, condenado por considerársele grosera impostura del siglo XII, puede proporcionar diversas claves para descubrir las relaciones entre la ciudad de Ur de los caldeos, donde ya florecía la magia antes del nacimiento de Abraham, y las poblaciones precolombianas de América. Los divinos seres, rebajados al nivel de la naturaleza humana, operan prodigios parecidos y tan admirables como los de Moisés y los magos de Faraón. Además, la notabilísima semejanza entre los términos cabalísticos de ambos hemisferios debe tener por determinante algo más que la pura coincidencia, pues varios fenómenos tienen parentesco común. En muchos países del antiguo continente hallamos la leyenda americana de los dos hermanos que antes de emprender el viaje a Xibalba, plantan cada uno de ellos un vástago que según florezca o se marvhite indicará si los hermanos viven o han muerto.
            
Muy poco debe sorprendernos la identidad entre las divinidades de Stonehenge y las de Delfos y Babilonia. Belo y el Dragón, Apolo y Pitón, Osiris y Tifón son diversos nombres del mismo par de divinidades opuestas. El Both-al de Irlanda tiene estrecha semejanza con el Batylos griego y el Beth-el hebreo. A este propósito dice Villemar que:

La historia puede alegar ignorancia, porque no caen bajo su dominio épocas tan distantes; pero la lingüística ha soldado la rota cadena entre Oriente y Occidente.

No menos natural es la semejanza entre los mitos orientales y las leyendas y tradiciones rusas, pues por su propia índole deriva de la analogía entre las creencias de los arios y de los semitas; pero llama la atención y no cabe atribuir a mera coincidencia la evidente paridad, aun en los más leves pormenores, entre los personajes de las leyendas mexicanas y el Zarevna Militrissa (tipo común de los cuentos rusos), que lleva la luna en la frente y siempre está en riesgo de que lo devore el Zmey Gorenetch (serpiente o dragón).
            
La leyenda del Dragón y del Sol (algunas veces substituido por la Luna) está difundida por todo el mundo y puede considerarse como el símbolo común de la heliolatría universal. Hubo un tiempo en que Asia, Europa, África y América estuvieron cubiertas de templos dedicados al Sol y al Dragón, cuyos sacerdotes tomaron el nombre de la divinidad a que servían. Pero aunque, como supone Müller, sea el concepto originario tan natural e inteligible que no requiera relaciones históricas, la identidad de los símbolos y la extraordinaria semejanza de los pormenores exigen la acabada resolución del enigma. Desde el momento en que el origen de la heliolatría universal se pierde en la noche de los tiempos, fuera más fácil descubrirlo remontándonos hasta la misma fuente de las tradiciones. Pero ¿dónde hallarla? Kircher atribuye al egipcio Hermes Trismegisto el establecimiento del culto ofita, así como la forma cónica de los monumentos y obeliscos. Por lo tanto, ¿dónde sino en los libros herméticos encontraremos los necesarios datos? ¿Acaso los modernos pueden saber acerca de los cultos y mitos antiguos tanto o más que los hombres que los enseñaron a sus coetáneos? Evidentemente se requieren dos condiciones: encontrar los perdidos Libros de Hermes y después la clave para interpretarlos, puesto que no basta leerlos. Faltos los científicos modernos de ambas condiciones, se embrollan en estériles conceptualismos, de la propia suerte que los geógrafos malgastan sus energías en investigar sin resultado las fuentes del Nilo. Verdaderamente es el Egipto la mansión del misterio.

Sin detenernos a discutir si Hermes fue el príncipe de la magia postdiluviana, como le llama Des Mousseaux, o de la antediluviana como es mucho más probable, no cabe duda de que Champollión el menor reconoce y Champollión-Figeac corrobora la autenticidad de los fragmentos que se conservan de las treinta y sies obras atribuidas al mago egipcio, de cuyo universal depósito de sabiduría esotérica derivan los tratados cabalísticos en que encontramos los prototipos de muchos prodigios mágicos que operaron los quichés. Por otra parte, el texto original del Popol Vuh nos proporciona suficientes pruebas de la casi identidad de las costumbres religiosas de México, Perú y otros pueblos precolombianos y las de los fenicios, babilonios y egipcios, pues la terminología religiosa descubre las mismas raíces etimológicas. Por lo tanto ¿cómo no creer que sean descendientes de los que “huyeron ante el bandido Josué hijo de Nun”.
            
Por el testimonio de los antiguos, corroborado por los descubrimientos modernos, sabemos que en Egipto y Caldea hubo numerosas catacumbas o criptas, muy vastas algunas de ellas, entre las cuales gozaban de mayor fama las de Tebas y Menfis. Las de Tebas se abrían en la margen occidental del Nilo, dilatándose hacia el desierto de Libia y se las llamaba: catacumbas de la Sierpe. Allí tenían efecto los Misterios del kúklos ànágkés (ciclo ineludible o ciclo de necesidad), esto es, la inexorable sentencia de toda alma después de haber sido juzgada, al morir el cuerpo, en la región del Amenti.
            
Según Bourbourg, el héroe o semidiós mexicano Votán, al relatar su expedición describe un pasaje subterráneo que terminaba en la raíz de los cielos y añade que este pasaje es un agujero de culebra (ahugero de colubra) y que le permitieron entrar en él porque “era hijo de las culebras” o, lo que es lo mismo, una serpiente.
            
Esto es verdaderamente muy significativo, porque el agujero de culebra se refiere a la cripta o catacumba egipcia ya antes mencionada. Además, los hierofantes egipcios y babilonios se llamaban “hijos de la divina Sierpe” o “hijos del Dragón”, no porque, como apunta erróneamente Des Mousseaux, fuesen la progenie del íncubo Satán o serpiente del Paraíso, sino porque la serpiente simbolizaba en los Misterios la SABIDURÍA y la inmortalidad.
            
Dice Movers que los sacerdotes asirios tomaban siempre el nombre de su dios . 

Los druidas celto-británicos se daban también el nombre de serpientes y exclamaban: “Soy una serpiente, soy un druida”. El Karnak egipcio es gemelo del Karnak celta y este último significaba la montaña de la serpiente. En tiempos antiguos abundaron en todo el mundo conocido los templos de Dragón, símbolo del sol, idéntico al Elón o Elión fenicio que Abraham llamó El Elión. Además de “serpientes” se les dieron a los sacerdotes los nombres de “constructores” y “arquitectos” porque sus templos y monumentos eran de tan abrumadora magnificencia que, como dice Taliesin, sus desmoronados restos “desafían el cálculo matemático de los arquitectos modernos”.

            
Insinúa Bourbourg que los caudillos aztecas que llevaban los nombres de Votán o de Quetzocohuatl eran descendientes de Cam y Canaán y se titulaban “hivimes”, pues decían: “Soy hivim y pertenezco a la excelsa raza del Dragón. Soy serpiente porque soy hivim”.
            
Por otra parte, Des Mousseaux, ingenuamente creído de que la serpiente es el demonio, exclama con alborozo: “Según los más eruditos comentadores de las Sagradas Escrituras, los chivimes, hivimes o hevitas descienden de Seth, hijo de Canaán y nieto de Cam el maldito”.
            
Pero las modernas investigaciones han demostrado incontrovertiblemente que la tabla genealógica del capítulo décimo del Génesis se refiere a héroes imaginarios, y que los últimos versículos del capítulo nono son sencillamente un fragmento de la alegoría caldea de Sisuthrus y el diluvio, acomodado a la narración noética. Pero suponiendo que los descendientes de Canaán se ofendieran por el inmerecido epíteto que de malditos se les aplica sin más fundamento que la fábula, nada más fácil para ellos que responder al vituperio con un hecho comprobado por arqueólogos y simbologistas; esto es, que Seth, tercer hijo de Adán y progenitor del pueblo escogido por línea de Noé y Abraham, no es más ni menos que Hermes, el dios de la sabiduría, llamado también Thoth, Tat, Seth, Set y Sat-an . Poca importancia tiene este descubrimiento para los autores judíos que, excepto Filón y Josefo, consideran alegórico el texto bíblico; pero muy distinto es el caso por lo que toca a los autores cristianos que como Des Mousseaux lo toman al pie de la letra.
            
Respecto a la filiación de los hevitas estamos conformes con este pío escritor y tenemos la seguridad de que, según transcurra el tiempo, habrá más pruebas de que algunos indígenas de la América central descienden de los fenicios y de los israelitas que profesaron después la heliolatría tan ardorosamente como los mexicanos. La Biblia nos proporciona una prueba de ello en que tres de los doce hijos de Jacob (Judá, Leví y Dan) contrajeron matrimonio con mujeres cananeas cuya religión aceptaron. Además, el patriarca Jacob en su lecho de muerte bendice a sus hijos y al llegar a Dan exclama:

            
Sea Dan serpiente en el camino, ceraste  en la senda, que muerde las pezuñas del caballo para que caiga atrás su jinete.

 De Simeón y Leví dice el patriarca:

Simeón y Leví hermanos, instrumentos guerreadores de iniquidad. No entre mi alma en el secreto de ellos.

            
Ahora bien: el texto original dice sod  en vez de secreto; y sod era en los Misterios mayores el nombre común de los dioses solares de Baal, Adonis y Baco, que tenían la serpiente por símbolo. Los cabalistas explican la alegoría de las serpientes de fuego diciendo que este nombre era común a todos los levitas y que Moisés fue el jefe de los sodales.
            
Veamos ahora de probar nuestras afirmaciones.
            
Aseguran varios historiadores antiguos que Moisés fue sacerdote egipcio. Según Maneto ejercía la dignidad de hierofante en Hierópolis con el sacerdocio del dios solar Osiris. Su nombre entre los egipcios fue el de Osarsiph. Los comentadores modernos que sin reparo aceptan que Moisés estaba instruido en la sabiduría de los egipcios, han de aceptar asimismo la legítima interpretación de la palabra sabiduría, que siempre se tuvo por sinónima de iniciación en los sagrados misterios de los magos. ¿No se les ha ocurrido alguna vez a los lectores de la Biblia la idea de que un extranjero no pudo ser admitido, no ya a la iniciación en los Misterios mayores, sino ni siquiera a la en los menores? Cuando los hermanos de José fueron a Egipto, ningún egipcio podía sentarse a comer pan con ellos, pues lo hubieran tenido por abominación, y así comían aparte con José. Esto demuestra que José, al menos en apariencia, había aceptado la religión egipcia al casarse con la hija de un sacerdote, pues de lo contrario no hubieran consentido los egipcios comer con él.

Demuestra asimismo que si posteriormente no fue Moisés egipcio, se naturalizó como tal desde el momento en que le admitieron en la sodalía o colegio sacerdotal. El episodio de la “serpiente de bronce”  resulta lógico, pues, según Josefo, la princesa que salvó a Moisés de las aguas y le prohijó en el palacio real se llamaba Thermuthis, nombre que en opinión de Wilkinson es el del áspid consagrado a Isis ; y por otra parte se dice que Moisés pertenecía a la tribu de Leví.
            
Si tanto empeño tenían Brasseur de Bourbourg y Des Mousseaux en demostrar la identidad de mexicanos y cananeos, bien pudieran haber hallado pruebas más convincentes que la de presentar a uno y otro pueblo en común descendencia del “maldito” Cam. Por ejemplo, hubieran podido aducir la semejanza entre Nargal, jefe (Rab-Mag) de los magos caldeos y asirios, y Nagal, jefe de los hechiceros mexicanos, pues ambos nombres derivan del de la divinidad asiria Nergal-Sarezer y ambos tienen a sus órdenes un demonio con el que se identifican por completo. El Nargal asirio-caldeo guarda su demonio dentro del templo bajo la forma de algún animal sagrado. El Nargal mexicano guarda su demonio en donde mejor le conviene, en el lago vecino, en el bosque o en la casa bajo la figura de un animal doméstico.
            
El periódico titulado: Mundo Católico se dolía amargamente en uno de sus últimos números de que no parece haber muerto aún el sentimiento pagano entre los indígenas de América, pues hasta las tribus influidas desde hace muchos años por misioneros cristianos practican secretamente las ceremonias paganas, de modo que el rito de Nagal está hoy tan floreciente como en los días de Moctezuma. A este propósito, el citado periódico dice que el nagualismo y el voodismo (como llama a estas dos extrañas sectas) son el culto directo del diablo. En corroboración de ello transcribe el informe presentado a las cortes de Cádiz de 1812 por don Pedro Bautista Pino, del que entresaca los siguientes párrafos:

            
En todas las poblaciones hay artufas o sean criptas de una sola puerta donde se congregan para celebrar sus fiestas y asambleas religiosas, sin que jamás hayan podido entrar en ellas los españoles.
A pesar del influjo de la religión cristiana, no han olvidado estos indígenas la que heredaron de sus antepasados y cuidan de transmitir a sus descendientes. De aquí el culto que tributan al sol, la luna y las estrellas, el respeto que les infunde el fuego, etc.
Los jefes parecen ser al propio tiempo sacerdotes, pues practican varios ritos sencillos por los cuales se reconoce el poder del sol y de Moctezuma, así como, según algunos relatos, el de la Gran Sierpe a quien por orden de Moctezuma, han de adorar durante toda su vida. También ofician en las ceremonias para impetrar lluvia. Hay representaciones pictóricas en que la Gran Serpiente aparece junto a la figura de un hombre deforme y pelirrojo que representa a Moctezuma. En el pueblo de Laguna había en 1845 una grosera efigie idolátrica del emperador, que representaba la cabeza de la divinidad.

La perfecta identidad entre los ritos, ceremonias, tradiciones y terminología religiosa de los mexicanos y los de Asiria y Egipto es prueba suficiente de que la América fue poblada por una colonia que misteriosamente encontró la ruta del Atlántico. Pero ¿en qué época? Aunque la historia calla en este punto, todos cuantos descubren un fondo de verdad en toda tradición santificada por los siglos recuerdan la leyenda de Atlantis. Esparcidos por el mundo hay un puñado de sabios y solitarios pensadores que pasan la vida dedicados al estudio de los arduos problemas de los universos físico y espiritual.

Tienen estos sabios archivos secretos en que conservan el fruto de los trabajos de una larga serie de eremitas sus antecesores, los sabios indos, asirios, caldeos y egipcios, cuyas leyendas y tradiciones comentaron los maestros de Solón, Pitágoras y Platón en los marmóreos patios de Heliópolis y Sais, aunque ya en aquel tiempo brillaban muy débilmente a través del nebuloso velo del pasado. Todo esto y mucho más conservan indestructibles pergaminos que con cuidadoso celo pasan de adepto en adepto. Estos sabios creen que la Atlántida no es fabulosa, sino que un tiempo hubo vastas islas y continentes donde ahora se dilata el Océano Atlántico. Si el arqueólogo pudiese escudriñar aquellos sumergidos templos, encontraría en sus bibliotecas documentos bastantes para llenar las páginas en blanco del libro a que llamamos historia. Dicen estos sabios que en época muy remota podía atravesar el viajero a pie firme lo que hoy es Océano Atlántico, con sólo cruzar en bote los angostos estrechos que separaban unas islas de otras.
            
Nuestras presunciones respecto del trato entre las razas de ambas orillas del Atlántico, se robustecen al leer los prodigios realizados por el mago mexicano Quetzocohualt, cuya varita debió tener mucha analogía con la varita de zafiro de Moisés, que floreció en el jardín de su suegro Raguel-Jethro y sobre la cual estaba grabado el inefable nombre.
            
También ofrecen algunos puntos de semejanza con las enseñanzas esotéricas de la filosofía hermética, los “cuatro hombres” o “cuatro hijos de Dios” según la teogonía egipcia, a quienes se atribuye la procreación de la raza humana, pues “no fueron engendrados por los dioses ni nacieron de mujer”, sino que “su creación fue una maravilla del Creador”, porque fueron creados después de tres fracasadas tentativas en la formación del hombre. La semejanza de este mito con la narración del Génesis no escapa ni al observador más superficial. Estos cuatro progenitores “podían razonar y hablar, su vista era ilimitada y sabían todas las cosas a un tiempo... Pero cuando hubieron dado gracias al Creador por haberles traído a la existencia, se atemorizaron los dioses y pusieron una nube en los ojos de los hombres para que sólo pudiesen ver hasta cierta distancia y no fueran semejantes a ellos... Mientras estaban dormidos, Dios les dio esposas”.
Este pasaje es notoriamente análogo al del Génesis que dice: “He aquí que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros y a conocer el bien y el mal; y ahora para que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida, etc.”.
            
Lejos de nosotros la intención de sugerir irrespetuosamente idea alguna a quienes por lo bastante sabios no las necesitan; pero conviene advertir que los tratados auténticos sobre la magia caldea y egipcia no están en las bibliotecas públicas ni se venden en las almonedas, aunque muchos estudiantes de filosofía hermética los han visto. ¿No sería importantísimo para los arqueólogos conocer siquiera superficialmente su contenido? Añade Max Müller:

Los cuatro progenitores de la raza tuvieron, al parecer, larga vida y, en vez de morir, desaparecieron misteriosamente, dejando a sus hijos la majestad oculta que nunca pueden abrir manos humanas. No sabemos qué era esta majestad.
Necesario sería negar toda otra prueba sobre ello si no descubriéramos relación alguna entre esta majestad oculta y la oculta gloria que, según la cábala caldea, dejó Enoch tras sí cuando fue arrebatado también misteriosamente. Pero ¿en sentido esotérico no simbolizarían estos “cuatro progenitores de la raza quiché los cuatro sucesivos progenitores de hombres que menciona el Génesis?
            
Teniendo en cuenta que entre los mexicanos hubo magos desde los tiempos más remotos; que también los hubo en todas las regiones del mundo antiguo; que se advierte extraordinaria analogía, no sólo entre las formas del culto eterno, sino en la misma terminología mágica; y, por último, que han fracasado en la investigación todos los indicios basados en las inducciones científicas (tal vez por haber caído en el insondable abismo de las coincidencias), ¿por qué no recurrir a eminentes autoridades en magia por ver si bajo esta costra de insensata fantasía hay un fondo de verdad? No quisiéramos que se nos interpretara mal en este punto. No remitimos a los científicos a la cábala y obras herméticas, sino a los tratadistas de magia para encontrar materiales aprovechables en los estudios históricos y científicos. No deseamos incurrir en los iracundos anatemas de la Academia por una indiscreción como la del inacuto Des Mousseaux, cuando presenteó su demonológica Memoria con intento de que los académicos investigaran la existencia del diablo.

            
La Historia verdadera de la conquista de Nueva España, por Bernal Díaz del Castillo, compañero de Cortés, nos da idea del extraordinario refinamiento y la vigorosa mentalidad de los aztecas; pero como las descripciones del historiador son demasiado extensas, diremos en extracto que los aztecas tenían algunos puntos de semejanza con los egipcios en punto a lo refinado de su civilización, pues ambos pueblos cultivaron superlativamente la magia. Si añadimos a esto que también la cultivó Grecia, considerada por los eruditos occidentales como cuna de las artes y de las ciencias y que todavía se cultiva en la India, cuna de las religiones, ¿quién se atreverá a negar la profundidad de esta ciencia ni a desconocer la digna importancia de su estudio?
            
Nunca hubo ni puede haber más que una religión universal, porque sólo una puede ser la verdad referente a Dios. Esta religión universal es a manera de inmensa cadena cuyo eslabón superior (alfa) emana de la inmanifestada Divinidad (in statu abscondito, como dicen las primitivas teología) y dilatándose por lasuperficie de la tierra, toca en todos sus puntos antes de que el último eslabón (omega) se enlace con el inicial en el punto de emanación. Esta divina cadena engarza todos los simbolismos exotéricos cuya variedad de formas en nada afecta a la substancia y sobre cuyos diversos conceptos del universo material y de sus vivificantes principios permanece inalterable la inmaterial imagen del esencial Espíritu.
            
Hace muchos siglos que se dijo cuanto cabe decir acerca de lo que a la mente humana le es posible alcanzar en la interpretación del universo espiritual con sus fuerzas y leyes. Podrá el metafísico simplificar las ideas de Platón para mejor comprenderlas, pero no podrá alterar ni remover su espíritu substancial sin menoscabo de la verdad indestructible y eterna, por más que los humanos cerebros se torturen durante miles de años; aunque la teología embrolle y mutile la fe con dogmas metafísicamente incomprensibles; y a pesar de que la ciencia fomente el escepticismo y apague los últimos y vacilantes destellos de la intuirción espiritual del género humano. La suprema expresión de la verdad en lenguaje hablado es el Logos persa, el Honover o viva y manifestada Palabra de Dios. El zoroastriano Enoch-Verhe es idéntico al hebreo Yo soy quien soy, y el Gran Espíritu del vulgo inculto de la India es el Brahmâ de los filósofos induistas.
            
El médico y filósofo indo Tcharaka, que, según referencias, floreció 5.000 años antes de J. C., dice en su tratado Usa sobre el origen de las cosas:
Nuestra tierra es, como todos los cuerpos luminosos, un átomo del inmenso todo del que daríamos ligera idea llamándole Infinito.


Así es que todos los monumentos religiosos de la antigüedad, sin distinción de país ni clima, expresan idéntico pensamiento cuya clave da la doctrina secreta que es necesario estudiar para comprender los misterios ocultos durante largos siglos en los templos y ruinas de Egipto, Asiria, América Central, Colombia británica y Cambodge, todos los cuales fueron proyectados y construidos por los sacerdotes de su respectiva nación, aunque éstas no se relacionaran unas con otras. Pero no obstante la diversidad de ritos y ceremonias, todos los sacerdotes, fuesen del país que fuesen, habían sido iniciados en los Misterios que se enseñaban en todo el mundo.
            
Valiosos documentos ofrecen a la arqueología comparada las ruinas de Ellora en el Deccan (India), las de Chichen-Itza en el Yucatán, las de Copán en Guatemala y las de Nagkon-Wat en Cambodge, pues son de tan semejantes características que sugieren al convencimiento de la identidad de ideas religiosas y de nivel civilizador en artes y ciencias de los pueblos que construyeron estos monumentos.
No hay tal vez en el mundo entero ruinas  tan grandiosas como las de Nagkon-Wat que maravillan y confunden a los arqueólogos europeos. Dice el viajero Vincent:

En lo más apartado de la comarca de Siamrap (Siam oriental) en medio de lujuriosa vegetación tropical, de palmeras, cocoteros y beteles se yergue el sorpendente templo de romántica belleza.
Los que tenemos la dicha de vivir en el siglo XIX estamos acostumbrados a alardear de la superioridad de nuestra moderna civilización y de la rapidez de nuestros adelantos científicos, artísticos y literarios en comparación de los pueblos antiguos; pero no obstante, nos vemos en la precisión de reconocer que nos sobrepujaron en muchos aspectos y especialmente en pintura, arquitectura y escultura. Ejemplo de la superioridad de estas dos últimas artes entre los antiguos, nos da el incomparable Nagkon-Wat que en solidez, magnificencia y belleza aventaja a todas las modernas obras arquitectónicas. La vista de estas ruinas sobrecoge a quien por vez primera las contempla.

Así vemos que la opinión de este viajero robustece la de sus predecesores, entre quienes se cuentan arqueólogos competentes que equiparan las ruinas de Nagkon-Wat a las más grandiosas de la civilización egipcia.
Pero fieles a nuestro sistema, dejaremos que el mismo Vincent describa el monumento de Nagkon-Wat, pues aunque lo visitamos en circunstancias excepcionalmente favorables, podría parecer nuestro testimonio algún tanto tendencioso a favor de los antiguos, cuya entusiasta vindicación es el principal objeto de la presente obra.
   
Dice así Vincent:

Entramos en una calzada de 725 pies de longitud  cuyas baldosas miden cuatro de largo por dos de ancho  escalonada en rellanos flanqueados por seis enormes grifos monolíticos. A uno y otro lado se ven lagos artificiales de unos cinco acres de extensión  alimentados por fuentes naturales. La muralla exterior de Nagkon-Wat  tiene diez pies de profundidad y abarca una milla cuadrada y en sus portales aparecen hermosas esculturas de dioses y dragones... Todo el edificio es de sillería, pero sin mortero entre las piedras, cuyo ajuste es tan exacto que apenas se distingue. La planta es cuadrilonga y mide 796 pies de largo (245 metros) por 588 de ancho (181 metros). En cada ángulo se alza una pagoda de 150 pies de altura (46 metros) y en el centro otra de 250 pies de elevación (77 metros).
            
Prosiguiendo nuestra visita, subimos a una plataforma... y entramos en el recinto del templo por un atrio columnario cuyo frontis ostenta un admirable bajorrelieve de asunto mitológico. A uno y otro lado del pórtico se extiende a lo largo de la pared exterior del templo una galería de doble fila de columnas monolíticas, con techo abovedado en el que campean relieves escultóricos continuados en la pared, representando asuntos de la mitología inda y de la epopeya del Ramayana, entre ellos las hazañas del dios Râma, hijo del rey de Ayodhya, así como los altercados entre el rey de Ceilán y el dios-mono Hanumâ. El total de figuras en estos relieves llega a cien mil una sola escena del Ramayana ocupa un lienzo de pared de setenta metros de largo. La bóveda de estas galerías carece de clave y el número de columnas es de mil quinientas treinta y dos que, añadidas a las de las ruinas de Angkor, suman seis mil, casi todas ellas monolíticas y artísticamente esculpidas.
            
Pero ¿quién edificó el Nagkon-Wat y en qué época? Los arqueólogos no han acertado en el cómputo y aunque los historiadores indígenas le atribuyen 2.400 años de antigüedad, parece ser mucho más antiguo, pues habiéndole preguntado a un natural del país cuánto tiempo hacía que estaba construido el Nagkon-Wat, me respondió: “Nadie lo sabe. Debe de haber brotado de la tierra o lo construyeron los gigantes o tal vez los ángeles”.

También cuando Stephens preguntaba a los indios de Guatemala quién había edificado el templo de Copán y trazado sus jeroglíficos y esculpido aquellos relieves emblemáticos, respondían invariablemente: ¡Quién sabe! Por esto dice dicho viajero que todo es allí misterio más impenetrable todavía que en Egipto, donde las colosales ruinas de los templos aparecen en toda la desnudez de su desolación; pero en la América Central una selva inmensa encubre las ruinas a la vista de los exploradores.
            
Con todo, muchos pormenores han escapado a la observación de los arqueólogos desconocedores de las “necias y quiméricas leyendas antiguas”, pues de lo contrario discurrirían de muy distinta suerte. Uno de estos detalle, al parecer frívolos, es la inevitable figura del mono en los templos de Egipto, México y Siam. El cinocéfalo egipcio está representado en las mismas actitudes que el Hanuma de India y Siam. En casi todos los templos budistas hay ídolos colosales en figura de mono y algunos indos tienen en sus casas un mono blanco con objeto de “ahuyentar a los espíritus malignos”.
            
Pero volviendo a la antigüedad del Nagkon-Wat, dice Vincent que debe atribuirse su erección a un pueblo distinto de los antiguos siameses, aunque no hay tradición digna de crédito (pues todas son absurdas fábulas o leyendas) de la cual pueda inferirse quiénes fueron sus constructores. Por su parte pregunta Luis de Carné  si la civilización de aquel pueblo correspondería en sus demás aspectos al nivel señalado por tales prodigios de arquitectura, considerando que la época de Fidias fue la de Sófocles, Sócrates y Platón y que al Dante sucedieron Miguel Ángel y Rafael, pues hay en la historia luminosos períodos en que la mentalidad humana se diversifica en multiplicidad de orientaciones y, triunfante en todo, crea obras maestras al calor de una misma inspiración.
            
Los viajeros y exploradores se descorazonan al no hallar en las leyendas populares de Siam clave alguna para el estudio de estas ruinas “tan imponentes pero más misteriosas todavía que las de Tebas”, según dice un escritor citado por Vincent. Otro arqueólogo, Mouhot, opina que “Nagkon-Wat fue construido por algún Miguel Ángel de la antigüedad, pues sus ruinas superan en magnificencia a cuanto nos legaron Grecia y Roma”. también cree Mouhot que pudo ser obra de alguna de las diseminadas tribus de Israel y en esta opinión le acompaña Miche, obispo de Cambodge, quien confiesa lo mucho que le sorpendieron los rasgos hebreos de no pocos salvajes del país. Añade Mouhot que, sin exageración, cabe computar en dos mil años la antigüedad de las primeras construcciones de Angkor.

Si admitiéramos este cómputo resultarían estas ruinas muy posteriores a las Pirámides; pero no es admisible en modo alguno, porque el decorado de las paredes pertenece a la antiquísima época en que Poseidón y los kabires eran adorados en todo el continente. Si, como supone Bastian, hubiese sido construido el Nagkon-Wat para recibir al sabio patriarca Buddhaghosha cuando desde Ceilán trajo los sagrados libros del Trai-Pidok; o si, como opina el obispo Pallegoix, se remontara su construcción al reinado de Phra Pathum Suriving, quien mandó traer de Ceilán los libros sagrados del budismo y estableció esta religión en el país, no fuera posible justificar la siguiente descripción:

Vemos en este mismo temploesculturas de Buda con cuatro y aun treinta y dos brazos, y divinidades con dos y aun dieciseis cabezas. También se ve el Vishnú induista, dioses alados, cabezas birmanas, figuras indas y personajes de la mitología ceilana... Allí aparecen guerreros a lomos de elefantes o montados en carros, soldados de a pie con lanza y escudo, barcos, tigres, grifos, sierpes, peces, cocodrilos, novillos castrados..., fornidos guerreros con yelmos y hombres barbudos, probablemente negros. Las figuras están en posición algo parecida a la de los monumentos egipcios, con el costado un poco vuelto hacia delante, aunque también observé cinco jinetes armados de lanza y espada que cabalgaban de frente, como los que se ven en las tablillas asirias del Museo Británico.

Por nuestra parte diremos que las paredes del templo ostentan repetidas figuras de Dagón (el hombre-pez de los babilonios) y de los kabires de Samotracia con su padre Vulcano provisto de rayos y herramientas, cerca del cual aparece la figura de un rey con cetro análogo al de Queronea que Vulcano regaló al rey Agamenón. Otra escultura representa también a Vulcano con martillo y tenazas, pero en figura de mono, como solían representarle los egipcios.Ahora bien; si el templo de Nagkon-Wat fuese esencialmente budista ¿cómo hay en sus muros bajorrelieves de carácter asirio?; ¿cómo están representados los dioses kabires, cuyo antiquísimo culto se había perdido 200 años de la era cristiana con la tergiversación de los misterios de Samotracia?; ¿de dónde proviene la tradición popular en Cambodge relativa al príncipe Rama, a quien los historiadores del país atribuyen la fundación del templo?; ¿no sería posible que, según opinan algunos críticos, la famosa epopeya Râmâyana hubiese servido de modelo a la Ilíada de Homero? El rapto de Helena por Paris tiene muchísima semejanza con el de Sîtâ por Râvana. La guerra de Troya es remedo de la guerra del Râmâyana. Además, asegura Herodoto que los dioses y héroes troyanos no se conocieron en Grecia hasta la época de la Ilíada. Por lo tanto, el dios-mono Hanumâ sería el tipo de Vulcano, sobre todo si se tiene en cuenta que, según la tradición cambodgiana, el fundador de Angkor vino de Roma, sita en el extremo occidental del mundo, y que el indo Râma da el occidente en heredad a la estirpe de Hanumâ.
            
Por hipotética que pueda parecer esta indicación, conviene tenerla en cuenta, aunque sólo sea para refutarla. El abate Jaquenet, de las misiones católicas de Conchinchina, en su deseo de relacionar el menor destello de luz histórica con la revelación cristiana, dice a este propósito:

Ora consideremos las relaciones comerciales de los judíos, cuando, en el apogeo de su poder, las combinadas flotas de Hiram y Salomón iban en busca de los tesoros de Ofir; ora nos transportemos a época más moderna, cuando las diez tribus cautivas se dispersaron de las márgenes del Éufrates hasta las riberas del Océano..., no es menos incontrovertible el esplendor de la luz de la revelación en el remoto Oriente.

Verdaderamente parecerá “incontrovertible” si por inversión de términos admitimos que de ese “remoto Oriente” brotó la luz que iluminó a los israelitas después de pasar por Caldea y Egipto. Lo importante es averiguar primero quiénes fueron los israelitas. Muchos historiadores, apoyados en sólidas razones, los asimilan a los fenicios; pero está fuera de duda que estos eran de raza etíope, pues aun hoy la raza del Punjab está mezclada con etíopes asiáticos. Herodoto coloca en el golfo Pérsico la cuna de los hebreos, vecinos por el sur de los hymaritas (árabes), y más lejos moraban los caldeos y susinianos, expertos en el arte de la construcción. Esto parece demostrar su filiación etíope. Megastenes dice que los israelitas eran una secta inda llamada de los kalani, cuya teología se asemejaba a la induista. Otros autores suponen que los judíos  eran los yadus del Afghanistán o India antigua. Eusebio dice que “los etíopes vinieron del río Indo a establecerse cerca de Egipto”. Nuevas investigaciones podrían demostrar que los indos tamiles, a quienes los misioneros acusan de adorar al diablo (Kutti-Sattan), se limitan a rendir culto al Seth o Satán de los hetheos de la Biblia.
            
Pero si en los albores de la historia fueron los judíos fenicios, a estos se les puede seguir la huella hasta llegar a las antiguas naciones de lengua sánscrita. Cartago era una ciudad fenicia como lo indica su nombre, pues a Tiro se le llamaba también Kartha. Su dios tutelar era Melkarta (Baal o Mel).
Por otra parte, todas las razas ciclópeas fueron fenicias. En la Odisea los kuklopes (cíclopes) fueron pastores del Líbano, de quienes dice Herodoto que supieron abrir minas y levantar edificios. Según Hesíodo, forjaban los rayos de Júpiter, y la Biblia les llama zamzumimes, de Anakim o país de los gigantes.
            
De lo dicho se echa de ver fácilmente que si los constructores de Ellora, Copán, Nagkon-Wat y de los monumentos egipcios no fueron de una misma raza, profesaron al menos la misma religión o sea la que de muy antiguo se enseñó en los Misterios. Aparte de esto, notamos que las figuras de Angkor son arcaicas y nada tienen que ver con las imágenes e ídolos de Buda, cuya fecha es indudablemente más moderna. Sobre el asunto dice Bastian:
            
Sube de punto el interés de esta parte del monumento al considerar que el artífice representó tipos de diferentes naciones con sus rasgos característicos, desde el salvaje pnom de achatada nariz con atavío de borlas y el lao de pelo ralo hasta el rajput de aguileña nariz armado de escudo y espada y el negro de largas barbas, en acabado conjunto de nacionalidades por el estilo del de la columna de Trajano, con la peculiar conformación física de cada raza, predominando los rasgos de la helénica en las facciones y perfiles de las figuras y en las elegantes actitudes de los jinetes, como si Jenócrates, después de terminada su labor en Bombay, hubiese hecho una excursión a Oriente.

Pero si admitimos que las tribus de Israel tuvieron parte en la construcción del Nagkon-Wat, no hemos de tomar por tales las que cruzaron al desierto en demanda de la tierra de Canaán, sino a sus primitivos antepasados que nada supieron de la revelación mosaica. Pero ¿dónde está la prueba documental de que las tribus de Israel hayan tenido personalidad histórica antes de la compilación del Antiguo Testamento por Esdras?
             
Algunos arqueólogos, y no les falta razón para ello, tienen por míticas a las doce tribus de Israel, pues los levitas eran casta y no tribu. Queda también pendiente de resolución el problema de si los hebreos habitaron en Palestina antes de Ciro. Todos los hijos de Jacob se casaron con cananeas excepto José, que tomó por esposa a la hija de un sacerdote egipcio; y con arreglo a esta costumbre, estuvo consentido entre los hebreos el matrimonio con extranjeras.
            
La influencia asiria alteró en sentido semita el idioma de Palestina, porque los fenicios habían ya perdido la independencia en tiempo de Hiram y trocado su idioma camítico por el semítico.
Asiria es el país de Nemrod, equivalente a Baco, con su manchada piel de leopardo que, como accesorio ritualístico, se empleaba en los Misterios.
            
Los kabires eran ambién dioses asirios, en número indeterminado, conocidos por el vulgo con los nombres de Júpiter, Baco, Aquioquerso, Asquieros, Aquioquersa y Cadmilo; pero en el “lenguaje sagrado” tenían otros nombres tan sólo conocidos de los sacerdotes. ¿Cómo explicar, entonces, que en Nagkon-Wat aparezcan en las mismas actitudes con que se les representaba en los Misterios de Samotracia, y que en Siam, Tíbet e India se les denomine, salvo ligeras modificaciones de pronunciación, tal como se les llamaba en lengua sagrada?

El nombre de Kabir puede derivarse indistintamente de las palabras ..... (abir, grande), ..... (ebir, astrólogo) o ..... (chabir, asociado).
            
Según Wilder, el nombre de Abraham tiene mucho de cabírico, y por otra parte la palabra heber o gheber aplicada a Nemrod y a los gigantes, citados en el sexto capítulo del Génesis, puede ser la raíz etimológica de hebreo, aunque de todos modos es preciso buscar su origen en fecha muy anterior a Moisés. Prueba de ello es que los fenicios, a quienes Maneto llama ..... o Ph’anakes, eran los anakes o anakimes de la tierra de Canaán con quienes los israelitas, aunque de raza distinta, entroncaron por medio de matrimonios. Opina también Maneto que los fenicios no son ni más ni menos que los problemáticos hyk-sos a quienes Josefo nos presenta como directos antecesores de los israelitas. Por lo tanto, en esta mezcolanza de autoridades y opiniones contradictorias, en este revoltijo histórico, hemos de buscar el esclarecimiento de tan misterioso punto. Mientras no se precise el origen de os hyk-sos, nada podremos saber de cierto en lo tocante al pueblo de Israel que voluntaria o involuntariamente enmarañó con tales confusiones su origen y cronología; pero si pudiera probarse que los hyk-sos fueron los pastores palis de las riberas del Indo, que segregados de las tribus nómadas de la India emigraron más hacia Oriente, tal vez hallaríamos la explicación de la entremezclada analogía de los mitos bíblicos y las divinidades de los Misterios asiáticos.
            
Dice Dunlap sobre este punto:

Los hebreos salieron de Egipto rodeados de cananeos y no hay necesidad de remontarnos más allá del Éxodo para descubrir sus orígenes históricos. Era muy fácil anteponer a este remoto suceso narraciones míticas que atribuyesen el origen del pueblo a los dioses bajo la figurade patriarcas.

Sin embargo, lo de más vital importancia para la ciencia y la teología, no es el origen histórico, sino el religioso del pueblo hebreo; y si podemos descubrirlo entre los hyk-sos, fácil será descubrir también el de las supuestas revelaciones dogmáticas de la Biblia en los albores de la historia, antes de la separación de las familias aria y semita. Para ello no hay medios más a propósito que los suministrados por la arqueología. La escritura ideográfica salvada de la destrucción no puede mentir; y si en todos los monumentos del mundo antiguo encontramos los mismos mitos, ideas y símbolos esotéricos, muy anteriores al “pueblo escogido”, podremos inferir, sin temor de equivocarnos, que en vez de ser el texto bíblico obra directa de la revelación divina, es incompleta tradición de una tribu que, desde siglos antes de Abraham, se había fundido con las razas aria, semítica y turania, si así hemos de llamar a las tres principales del mundo.
            
Los terafines de Terah (constructor de imágenes), padre de Abraham, eran los dioses kabires, adorados por Micah, los danitas y otros pueblos. Los terafines eran idénticos a los serafines o imágenes de serpientes, el símbolo de inmortalidad en todas las divinidades. Kiyun (Kivan) adorado por los hebreos en el desierto es el Siva indo equivalente a Saturno. La historia de Grecia nos dice que el arcadio Dardano recibió en herencia los kabires, cuyo culto introdujo en Samotracia y Troya mucho antes de que floreciesen Tiro y Sidón. ¿De quién los recibiría Dardano? Es muy fácil fijar arbitrariamente la antigüedad de las ruinas sin más guía que el cálculo de las probabilidades, pero es mucho más difícil acertar en el cómputo. Lo cierto es que las obras roquizas de Ruad, Perytus y Marathos ofrecen alaogías externas con las de Petra, Baalbek y otras de procedencia etíope. Además, al simbologista familiarizado con la interpretación de los jeroglíficos le importan muy poco las afirmaciones de ciertos arqueólogos que no descubren parecido alguno entre los templos centro-americanos y los egipcios y siameses, porque sabe leer la historia y filiación de estos monumentos y la misma doctrina en los signos misteriosos y caracteres indescifrables para el no iniciado.

Uno de estos signos misteriosos se descubre en la peculiar estructura de ciertos arcos de los templos. El autor de El país del elefante blanco observa como pormenor curioso “la falta de clave en los arcos del edificio y las inscripciones indescifrables que campean en los muros”. En las ruinas de Santa Cruz de Quiché encontró Stephens una galería abovedada sin clave y lo mismo echó de ver en las desoladas ruinas de Palenque, por lo que supuso que “los constructores ignoraban evidentemente los principios constructivos del arco y así colocaban las dovelas en posición imbricada, según las iban montando, como en Ocosingo y en los restos ciclópeos de Grecia e Italia.
            
Tal vez nos diera el manual masónico la solución de este enigma, porque la clave tiene un significado esotérico que si no comprenden deben comprender los masones de grado superior. La historia de la masonería nos dice que Enoch fue el constructor del más importante edificio subterráneo. En una visión que tuvo este patriarca le guió Dios por el interior de nueve bóvedas y, en consecuencia, construyó con ayuda de su hijo Matusalén en las entrañas de un monte del país de Canaán nueve aposentos según la traza que la visión le mostrara. Cada aposento tenía su correspondiente bóveda con clave, en que estaban inscritos los caracteres miríficos que representaban los nueve nombres atributivos que a la Divinidad dieron los masones anteriores al diluvio. Después construyó Enoch dos deltas de oro purísimo, en cada uno de los cuales trazó dos caracteres misteriosos, colocando un delta en la bóveda más profunda y confiando el otro a Matusalén, a quien al mismo tiempo comunicó importantes secretos, hoy perdidos para la masonería. Estos secretos, desconocidos de los modernos masones, nos explicarían que las claves se empleaban tan sólo en ciertos arcos de los templos, en las partes destinadas a determinado objeto.
            
Los monumentos religiosos de todos los países ofrecen otro punto de semejanza en la estructura y dimensiones de las piezas arquitectónicas. Todos estos edificios corresponden a la época de Hermes Trismegisto, y aunque la obra parezca más o menos antigua o más o menos moderna, se advierte en sus proporciones matemática analogía con patios, galerías, atrios, corredores y pasadizos subterráneos, de los que se infiere la identidad de ritos religiosos allí celebrados, aunque discrepase el estilo arquitectónico de los templos. Al tratar del de Stonehenge dice Stukely:

            
Este edificio no fue construido con arreglo a medidas latinas, como lo demuestran la multitud de fracciones resultantes al aplicar las escalas europeas, al paso que la medición es exacta si se emplea por unidad lineal el codo que empleaban los hebreos hijos de Sem y los fenicios y egipcios hijos de Cam quienes imitaron los monumentos de piedra sin labrar y los litos oraculares.

También son un dato muy importante los lagos artificiales y su peculiar disposición en los recintos sagrados, pues aparte de la analogía constructiva que ofrecen los de Karnak, Nagkon-Wat, Copán y Santa Cruz de Quiché, el área de todos ellos está computada con arreglo a cálculos cíclicos, por el estilo de los empleados en las construcciones druídicas cuyos circuitos constan generalmente de doce, veintiuna o treinta y seis piedras y el punto céntrico corresponde a Assar o Azón, esto es, el nombre genérico de la divinidad del círculo, cualquiera que sea su nombre individual. Los trece dioses-sierpes de los mexicanos tienen remoto parentesco con las trece piedras de las ruinas druídicas. 

La        (tau) y la     (cruz astronómica de Egipto) aparecen visiblemente en las ruinas de Palenque. 
En el jeroglífico de un bajorrelieve del palacio de Palenque, se ve una  (tau) debajo de la figura sedente sobre cuya cabeza extiende con la mano izquierda el velo de la iniciación otra figura en pie que señala al cielo con los dedos índice y medio de la derecha, o sea la actitud benedicente de los obispos cristianos y la en que suele representarse a Jesús en la Cena. También se encuentra en las ruinas de Palenque la figura de estuco, con cabeza de elefante, de Ganesha, el dios indo de la sabiduría o ciencia mágica. ¿Qué explicación pueden darnos de estas analogías los arqueólogos, los filólogos y, en suma, la lucida hueste de académicos? Ninguna absolutamente. Todo lo más podrán forjar hipótesis que se sucedan infructuosamente unas a otras. Los “eslabones perdidos” que tan perplejos ponen a los científicos, así como la clave de los milagros antiguos y de los fenómenos modernos y la solución de los problemas psicológicos y fisiológicos está en manos de las Fraternidades secretas.algún día se descubrirá este misterio. Pero hasta entonces, el tenebroso escepticismo eclipsará con sus horribles sombras la verdad divina y anublará la visión espiritual de la humanidad. La multitud contagiada por la mortífera epidemia de nuestro siglo, el desesperante materialismo, dudarán angustiosamente de la supervivencia del hombre, aunque este punto haya sido resuelto por generaciones de sabios. Respuesta a toda pregunta nos dan las graníticas páginas de las criptas, las esfinges, los propileos y los obeliscos cuyas inscripciones no lograron borrar las injurias del tiempo ni los agravios recibidos de manos cristianas. En estos monumentos dejaron sus constructores la solución que, ¿quién es capaz de decirlo?, tal vez sus antepasados dieron a problemas que tanto conturban hoy a los no iniciados. La clave de la interpretación estuvo custodiada por quienes saben comunicarse con la invisible Presencia y escucharon la verdad de los propios labios de la Naturaleza. De esta suerte son los monumentos antiguos a manera de silenciosos guardianes de las puertas del mundo invisible que sólo se abren para los elegidos.
            
A despecho del tiempo, de las estériles investigaciones de la ciencia profana y de las injurias de las religiones reveladas, sólo descifrarán estos monumentos sus enigmas a los herederos de los iniciados en los Misterios. Los fríos y pétreos labios del un tiempo parlante Memnon y de las intrépidas esfinges guardan rigurosamente sus secretos. ¿Quién romperá el sello que los cierra? ¿Qué pigmeo materialista moderno o qué saduceo incrédulo se atreverá a levantar el VELO DE ISIS?

BLAVATSKY













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