Las sagradas escrituras contienen las crónicas de esta
nuestra ciudad de Sais durante un período
de 8.000 años.
PLATÓN: Timeo.
Aseguran los egipcios que desde el reinado de Heracles
al de Amasis transcurrieron 17.000 años.
HERODOTO, lib. II, cap. 43.
.
¿Dejará el teólogo de vislumbrar la luz que de los
jerogíficos
egipcios brota para evidencia la inmortalidad del
alma?
¿Echará de ver el historiador que las artes y ciencias
florecieron
en Egipto mil años antes de que los pelasgos
tachonasen de
templos y fortalezas las islas y cabos del
Archipiélago?
GLIDDON.
¿Cómo llegó a Egipto la
ciencia? ¿Cuándo despuntó la aurora de
aquella civilización cuya maravillosa pujanza nos revela la arqueología? ¡Ay!
mudos están los labios de Memnon y ya de ellos no salen oráculos. El silencio
de la Esfinge es enigma todavía mayor que el propuesto a Edipo.
No aprendió ciertamente el antiguo
Egipto cuanto a los demás pueblos enseñara, por intercambio de ideas y
descubrimientos con los vecinos semitas. A este propósito dice el autor de un
artículo publicado recientemente:
Cuando mejor conocemos a los egipcios tanto más los
admiramos. ¿De quién aprenderían aquellas artes pasmosas que con ellos
murieron?... Nada prueba que la civilización y la ciencia naciesen y se
desenvolvieran allí de modo semejante a como en los demás pueblos, sino que
todo parece derivarse en continuado perfeccionamiento de las más remotas épocas. La historia demuestra que ningún pueblo
aventajó al egipcio en sabiduría.
No
comisionaba el Egipto a la juventud escolar para aprender novedades en las
demás naciones, antes al contrario, de todas partes acudían los estudiantes a
Egipto ansiosos de conocimientos. La hermosa reina del desierto se recluía
arrogantemente en sus encantados dominios y forjaba maravillas como si se
prevaliera de mágica varilla.
Dice
Salverte que “la mecánica llegó entre los antiguos a un grado de perfección
desconocido todavía entre los modernos; y ciertamente que tampoco los ha
sobrepujado nuestra época en punto a invenciones, pues a pesar de cuantos
medios han puesto en manos del mecánico los progresos científicos, hemos
tropezado con insuperables dificultades en el intento de erigir sobre su pedestal
uno de aquellos monolitos que cuarenta siglos ha erigían los egipcios
numerosamente ante sus edificios sagrados”.
El reinado de Menes, el rey más
antiguo de que nos habla la historia, ofrece diversas pruebas de que los
egipcios conocían la hidráulica mucho mejor que nosotros. Durante el reinado de
aquel monarca, cuya época se hunde en los abismos del tiempo como lejanísima
estrella en las profundidades de la bóveda celeste, se llevó a cabo la
gigantesca empresa de desviar el curso del Nilo o, mejor dicho, de sus tres
brazos principales, de modo que bañase la ciudad de Menfis. A este propósito,
dice Wilkinson que “Menes calculó exactamente la resistencia que era preciso
vencer y construyó un dique cuya imponente fábrica y enormes muros de
contención desviaron las aguas hacia el Este, dejando el río encauzado en su
nuevo lecho”
Herodoto nos ha legado una poética y
fiel descripción del lago Moeris, así llamado por el monarca egipcio a quien se
debió aquella artificial sabana de agua. Dice el famoso historiador que el lago
medía 450 millas de circuito por 300 pies de profundidad y lo alimentaba el
Nilo mediante canales que derramaban parte de las aguas procedentes de las
inundaciones anuales, con objeto de aprovecharlas para el riego en muchas
millas a la redonda. Había en el lago, muy hábilmente construídas, sus
correspondientes compuertas, presas, esclusas y máquinas hidráulicas.
Los romanos aprendieron
posteriormente de los egipcios el arte de las construcciones hidráulicas; pero
nuestros progresos en esta rama de la mecánica han revelado las muchas
deficiencias de que adolecieron en varios pormenores, pues si bien conocían los
principios y leyes generales de la hidrostática e hidrodinámica, no estaban tan
familiarizados como los ingenieros modernos, con los enchufes y junturas de los
tubos de conducción, según lo prueba que construyeran muy largos acueductos a
flor de tierra, en vez de cañerías subterráneas de hierro.
Sin embargo, los egipcios emplearon
indudablemente procedimientos de mayor perfección en sus canales y demás obras
hidráulicas; y aunque los ingeneros encargados por Lesseps de las obras del
canal de Suez habían aprendido su ciencia de los romanos, como estos de los
egipcios, recibieron con burlas la indicación de que tal vez en los museos del
país hallarían medio de corregir algunas imperfecciones del proyecto. No
obstante, los ingenieros lograron dar a aquella “larga y horrible zanja”, como
llamó Carpenter al canal de Suez, la suficiente resistencia para convertir en
vía navegable lo que al principio parecía cenagosa trampa para aprisionar
buques.
Los aluviones del Nilo han alterado
por completo en treinta siglos el área de su delta, que paulatinamente se
adelanta mar adentro y extiende con ello los dominios del Kedive. En la
antigüedad, la boca principal del Nilo se llamaba Pelusiana y hasta ella llegaba desde Suez el canal de Necho,
abierto por el rey de este nombre. Después de la derrota de Antonio y Cleopatra
en Accio, una parte de la flota pasó al mar Rojo por este canal, lo que denota
la profundidad que le dieron aquellos primitivos ingenieros.
Los colonos del Colorado y Arizona
han fertilizado recientemente vastos terrenos, antes estériles, mediante un
ingenioso sistema de riegos que mereció calurosos elogios de la prensa; pero no
es tanto su mérito si consideramos que a unas 500 millas más arriba de El Cairo
se extiende una faja de tierra que substraída a la aridez del desierto es,
según Carpenter, el país más feraz del mundo. Dice sobre el particular este
autor que “durante miles de años condujeron estos ramificados canales el agua
dulce del Nilo para fertilizar aquella larga y angosta faja de tierra de la
misma suerte que el delta, cuya peculiar red de canales data de los primitivos
tiempos de la monarquía egipcia”. La comarca francesa de Artois ha dado su
nombre al pozo artesiano, como si allí se hubiese empleado por vez primera este
procedimiento; pero los anales chinos dicen que estos pozos eran ya de
aprovechamiento común algunos siglos antes de la era cristiana.
Si
pasamos a la arquitectura, se despliegan a nuestra vista maravillas
indescriptibles. Con referencia a los templos de Filoe, Abu-Simbel, Dendera,
Edfu y Karnak, dice Carpenter:
Estas hermosas y estupendas construcciones..., estos
gigantescos templos y pirámides admiran profundamente por su magnificencia y
belleza a pesar de los miles de años transcurridos... Es sorprendente su
fábrica arquitectónica, pues las piedras están sobrepuestas con tan pasmosa
exactitud, que no dejan intersticio bastante para una hoja de cuchillo... Es
sumamente notable que no sólo la creencia en la inmortalidad del alma, sino
también la forma de expresión que los egipcios le dieron es anterior al
cristianismo, pues en el Libro de los
Muertos, esculpido en antiquísimos monumentos, se leen las mismas frases
que en el Nuevo Testamento en lo
concerniente al Juicio final. Este hierograma data probablemente de 2.000 años
antes de J. C.
Según
Bunsen, cuyos cómputos se consideran los más exactos, la fábrica de la gran pirámide
de Cheops mide 82.111.000 pies cúbicos con peso de 6.530.000 toneladas. La
infinidad de piedras talladas que entraron en esta obra demuestran la
incomparable habilidad de los canteros egipcios. Dice Kenrich al tratar de la
pirámide de Cheops:
Apenas son perceptibles las junturas, no más anchas
que el grueso de tu papel de estaño, y el cemento es tan sumamente duro que aún
permanecen en su primitiva posición los trozos de piedras de revestimiento, no
obstante los siglos transcurridos y la violencia con que fueron arrancados los
trozos que faltan.
¿Qué
químico, qué arquitecto moderno descubrirá el secreto del inalterable cemento
de los constructores egipcios?
Por su parte dice Bunsen:
La
habilidad de los antiguos canteros se echa de ver más declaradamente en los
obeliscos de noventa pies de altura y colosales estatuas de cuarenta, talladas
en monolitos o enormes bloques de piedra.
Tanto
las estatuas como los obelisco monolíticos abundaron en el antiguo Egipto, y
para arrancar los bloques en que habían de tallarlos no emplearon barrenos de
voladura ni pesdas cuñas de hierro, que hubiesen resquebrajado la piedra, sino
que hacían en el bloque una ranura de unos 100 pies de longitud y ponían en
ella, muy cerca unas de otras, gran número de cuñas de madera seca. Hecho esto,
vertían agua en la ranura, y al aumentar con ello de volumen las cuñas, partían
la mole tan nítidamente como el cristal queda partido por el diamante.
Varios geógrafos y geólogos modernos
han demostrado que los egipcios transportaban estos monolitos a lejanísimas
distancias, pero todos se han perdido en conjeturas acerca de cómo pudieron
efectuar el transporte. Según dicen antiguos manuscritos, se valían para ello
de carriles portátiles apoyados sobre unos cojinetes de cuero llenos de aire e
inalterablemente curtidos por el mismo procedimiento empleado para la
conservación de las momias. Estos ingeniosos cojinetes impedían que los
carriles se hundieran en la arena.
La ciencia moderna no es capaz de
computar la antigüedad de los centenares de pirámides erigidas en el valle del
Nilo. Según Herodoto, cada rey construía una en conmemoración de su reinado,
para que le sirviese de sepulcro; pero el famoso historiador pasa en silencio
el verdadero objeto de las pirámides, y a no impedírselo sus escrúpulos
religiosos, hubiera podido decir que exteriormente simbolizaban el principio
creador de la naturaleza y ponían de manifiesto las verdades geométricas,
astrológicas y astronómicas. Interiormente eran las pirámides majestuosos
templos en cuyo sombrío recinto se celebraban los Misterios en que con
frecuencia eran iniciados algunos individuos de la familia real. Los cuencos de
pórfido que el astrónomo escocés Piazzi Smyth toma despectivamente por
graneros, eran las fuentes bautismales
de cuyas aguas salía el neófito nacido de nuevo para llegar a ser un adepto.
Sin embargo, Herodoto nos da exacta idea del enorme trabajo empleado en
transportar una de aquellas colosales moles graníticas que medía 32 pies de
largo, 21 de ancho y 12 de alto, con peso de 625 toneladas y se necesitaron
para ello dos mil hombres que siguiendo el curso del Nilo tardaron tres años en
llevarlo desde Siena al Delta.
Gliddon copia la descripción que Plinio da de las operaciones efectuadas para el
transporte del obelisco levantado en Alejandría por Tolomeo Filadelfo. Desde el
Nilo hasta el punto en que estaba situado el obelisco se construyó un canal en
el que se dispusieron dos embarcaciones lastradas con piedras de un pie de
volumen, cuyo peso total era exactamente el mismo que el del obelisco,
calculado de antemano por los ingenieros. Las embarcaciones calaban lo
suficiente para estacionarse debajo del obelisco, que estaba tendido a través
del canal, y una vez allí, se fue arrojando poco a poco el lastre, con lo que
subió la línea de flotación de las embarcaciones hasta cargar sin dificultad el
obelisco, que de este modo fue transportado por el río.
En
la sección egipcia, no recordamos a punto fijo si del museo de Berlín o de
Dresde, hay un dibujo que representa un operario en actitud de subir a una
pirámide en construcción con un cesto de arena a cuestas, y de ello han
inferido algunos egiptólogos que los bloques empleados en las pirámides se
fabricaban químicamente en el mismo lugar de la obra. No faltan arquitectos
modernos para quienes el inalterable cemento de los egipcios era el mismo
Portland de hoy día; pero carpenter opina que, excepto el revestimiento
granítico, la mole de las pirámides es de lo que los geólogos llaman caliza nummulítica, de formación más
reciente que la creta y constituida por las conchas fósiles de los deminutos
moluscos denominados nummulites, del
tamaño de un chelín. Sea de ello lo que quiera, resulta indudable que desde
Herodoto y Plinio hasta el último arquitecto cuya mirada se haya posado en
aquellos imperiales monumentos de dinastías hace siglos extinguidas, nadie ha
podido explicarnos los medios de transporte y colocación de piedras tan
enormes.
Bunsen
computa en 20.000 años la antigüedad de Egipto; pero ni aun en este punto
sacaríamos nada en claro si nos apoyásemos únicamente en las modernas
autoridades incapaces de decirnos con qué ni para qué fueron construidas las
pirámides ni fijar la dinastía en cuya época se erigió la primera de ellas.
A
Smyth debemos la más acabada descripción matemática de la pirámide de Cheops;
pero si bien acierta al señalar la orientación astronómica del monumento, se
desvía en la interpretación del pensamiento de los egipcios, hasta el punto de
suponer que el sarcófago de la cámara faraónica está trazado con las mismas
medidas lineales que hoy rigen en Inglaterra y los Estados Unidos.
Uno
de los Libros de Hermes dice que
había algunas pirámides situadas a orillas del mar “cuyas olas se estrellaban
furiosamente contra su base”. De esta cita se infiere que la topografía del
país ha sufrido alteración y que, por lo tanto, aquellos “graneros antiguos”,
“observatorios mágico-astrológicos” o “regios panteones”, como según su gusto
les llaman nuestros eruditos, son anteriores a la desecación del mar de Sahara.
Esto denotaría una antigüedad algo mayor que los contados millares de años
generosmente concedidos a las pirámides por los egiptólogos.
El
arqueólogo francés Rebold da un vislumbre de la cultura dominante unos cinco
mil años antes de la era cristiana, diciendo que a la sazón “había no menos de
treinta o cuarenta colegios sacerdotales dedicados al estudio de las ciencias
ocultas y al ejercicio de la magia”.
Otro
escritor añade:
Las excavaciones recientemente
practicadas en las ruinas de Cartago han puesto al descubierto vestigios de una
civilazión cuyo refinamiento artístico y lujo social debieron eclipsar a los de
Roma antigua; y cuando se pronunción el delenda est Carthago, bien sabía la
señora del mundo que iba a destruir a su única émula, pues si una estremecía la
tierra con el peso de sus armas, la otra era la postrer y perfeccionada
representante de una raza que muchos siglos antes de Roma tuvo la hegemonía de
la civilización, el saber y la mentalidad del género humano.
Aquí
hallamos otra prueba de la doctrina de los ciclos. Las afirmaciones de Draper,
respecto a los conocimientos astronómicos de los antiguos egipcios, están
corroboradas por un dato que J. M. Peebles cita del discurso pronunciado en
Filadelfia por el astrónomo O. M. Mitchell. Sobre el ataúd de una momia
existente en el museo Británico se ve dibujado el zodíaco con las exactas
posiciones de los planetas en el equinoccio de otoño del año 1722 antes de J.
C. El astrónomo Mitchell calculó la posición exacta que los astros de nuestro
sistema solar debieron tener en dicha época y, según dice el mismo Peebles,
“dio el cómputo por resultado que el 7 de Octubre de 1722 antes de J. C. la
posición celeste de la luna y los planetas era precisamente la señalada en el
ataúd del Museo Británico”.
Al impugnar la obra de Draper
titulada: Historia del desenvolvimiento
intelectual de Europa, arremete Fiske contra la doctrina de los ciclos,
diciendo que “nunca hemos conocido ni el principio ni el fin de un ciclo
histórico, por lo que no hay ninguna garantía para inferir que en la actualidad
estemos pasando por un ciclo”. Además, atribuye origen egipcio a lo mejor
de la cultura griega y encarama las civilizaciones europeas sobre las europeas.
Pero opinamos nosotros que los más notables historiadores griegos corroboran el
juicio de Draper; y bien podría Fiske leer de nuevo con mayor provecho a
Herodoto para enterarse de que el padre de la historia reconoce repetidamente
que Grecia lo debe todo a Egipto.
Respecto a la afirmación de Fiske de
que los hombres no han conocido jamás ni el principio ni el fin de un ciclo
histórico, basta para rebatirla echar una ojeada retrospectiva a las un tiempo
gloriosas naciones que desaparecieron al llegar al término de su ciclo
histórico. Comparemos el antiguo Egipto de refinada cultura artística,
religiosa y científica, hermosas ciudades, magníficos monumentos y numerosos
pobladores, con el actual Egipto donde los extranjeros predominan sobre una
minoría de coptos que, entre ruinas guarecedoras de murciélagos y serpientes,
son prueba superviviente de la pasada grandeza. Esta comparación demuestra
axiomáticamente la teoría de los ciclos.
Sobre esta materia
dice Gliddon.
Filólogos, astrónomos, químicos, pintores, arquitectos
y médicos debieran ir a Egipto para hallar el origen del lenguaje y de la
escritura; del calendario y del movimiento solar; del arte de tallar el granito
con cinceles de cobre y templar espadas de este metal; de fabricar vidrios de
colores; de transportar por vía terrestre o marítima, a cualquier distancia,
bloques de sienita pulimentada de novecientas
toneladas; de construir con dos mil años de anteriordad a la Cloaca Magna de Roma, arcos redondos y
punteados cuya exactitud no han sobrepujado los modernos; de labrar columnas
dóricas, mil años antes de que los dorios aparecieran en la historia; de pintar
frescos inalterables; de conocer prácticamente la anatomía; y de construir
pirámides que se burlan del tiempo.
Artífices y artesanos
pueden descubrir en los monumentos egipcios el perfeccionamiento de su
respectivo oficio cuatro mil años atrás. Los grabados de Rossellini nos
representan al carretero construyendo un carro; al zapatero tirando del
bramante; al curtidor que empuña una cuchilla de modelo tenido hoy por
inmejorable; al tejedor que mueve nuestra misma lanzadera; al herrero junto a
la misma fragua que los nuestros tienen por la más útil; al grabador que
esculpía en jeroglíficos el nombre de Schooho
hace 4.300 años. Todo ello son asombrosas pruebas de la supremacía egipcia.
Pero,
a pesar de todo, la inexorable mano del
tiempo descargó sobre los monumentos egipcios tan pesadamente que
algunos de ellos hubieran quedado en eterno olvido a no ser por los Libros de Hermes. Monarca tras monarca y
dinastía tras dinastía, desfilaron con ostentosa brillantez ante la posteridad,
llenando el mundo con su nombre. Pero lo mismo que a los monumentos, los había
cubierto el velo del olvido antes de que Herodoto nos conservara en minuciosa
descripción el recuerdo del maravilloso Laberinto ya arruinado en la época
del famoso historiador cuya admiración por el genio de sus constructores
llegaba al punto de diputarlo por superior a las Pirámides.
Los egiptólogos han aceptado la
situación que Herodoto señala al Laberinto y están conformes en la
identificación de sus nobles ruinas, corroborando con ello la descripción que
del monumento hizo el historiador griego, según el siguiente extracto:
Constaba de tres mil cámaras, mitad subterráneas,
mitad a ras del suelo. Yo mismo pasé por estas últimas y pude examinarlas al
pormenor; pero los guardianes del edificio no me permitieron entrar en las
subterráneas porque contenían los sepulcros de los reyes que mandaron
construir el Laberinto, y también los de los cocodrilos sagrados. Vi y examiné
con mis propios ojos las cámaras superiores y pude convencerme de que
aventajaban en mérito a toda otra construcción humana... Los corredores a
través de los edificios y las intrincadas revueltas entre los patios
despertaron en mí admiración infinita, según pasaba de los patios a las cámaras
y de las cámaras a las columnatas y de las columnatas a otros cuerpos de
edificio que daban a nuevos patios. El techo era todo de piedra, así como las
paredes, y uno y otras aparecían decorados con figuras primorosamente
esculpidas. Los patios estaban circuídos de claustros con columnatas de piedra
blanca de muy delicada escultura. En un ángulo de este Laberinto se alzaba una
pirámide de 74 metros de altura con figuras colosales talladas en su mole, a la
que se entraba por un amplio corredor subterráneo.
Si
tal era el Laberinto cuando lo visitó Herodoto, ¿qué sería la antigua Tebas,
destruida mucho antes de la época de Psamético que reinó 530 años antes de la
caída de Troya? Por entonces era Menfis la capital de Egipto, pues la gloriosa
Tebas estaba ya en ruinas. Ahora bien; si nosotros sólo podemos juzgar por las
ruinas de lo que ya lo eran tantos
siglos antes de J. C. y sin embargo nos dejan atónitos de admiración, ¿cuál no
sería el aspecto de Tebas en la época de su esplendor? Sólo quedan de ella las
ruinas de Karnak que, no obstante su solitario abandono y secular olvido,
atestigua como fiel emblema de mayestático señorío el arte habilísimo de los
antiguos. Verdaderamente ha de estar falto de la espiritual percepción del
genio quien no advierta la grandiosidad mental de la raza que levantó este
monumento.
Champolión, el ilustre egiptólogo
que ha pasado la mayor parte de su vida explorando restos arqueológico, explana
sus emociones en la siguiente descripción de Karnak:
El área ocupada por las ruinas es un cuadrado de 1.800
pies de lado. El explorador queda asombrado y sobrecogido por la grandiosidad de aquellas sublimes ruinas y la
pródiga magnificencia que se advierte en todas las partes de la fábrica. Ningún
pueblo antiguo ni moderno tuvo del arte arquitectónico tan sublime concepto
como lo tuvo el pueblo egipcio; y la imaginación que se cierne sobre los
pórticos europeos cae desmayada al
pie de las ciento cuarenta columnas del hipostilo de Karnak, en una de cuyas
salas cabría como un adorno central, sin tocar el techo, la iglesia de Nuestra
Señora de París.
Un
periódico inglés, del año 1870, publicó el relato de un viajero, del que
entresacamos el siguiente párrafo:
Patios, salas,
galerías, columnas, obeliscos, monolitos, estatuas y esfinges abundan de tal
modo en Karnak, que su vista no es bastante para que la mente los abarque.
Por su parte,
dice el viajero francés Denton:
Difícilmente puede
creerse, ni aun viéndolos, que haya adosados en un solo paraje tantos edificios
de colosales proporciones cuya construcción supone infatigable perseverancia y
cuya magnificencia exigió incalculable dispendio, de modo que el espectador
duda de si está despierto o si sueña al contemplar tanta grandeza... En el recinto del Santuario hay lagos y
montañas. Escogemos estos dos edificios como ejemplo entre una lista poco menos que interminable. Todo el valle
del Nilo y la comarca del Delta, desde las cataratas al mar, estaba cubierto de
templos, palacios, sepulcros, pirámides, obeliscos y monumentos con esculturas
cuyo mérito excede a toda ponderación. Los entendidos en el arte diputan por
maravillosa la perfección con que los artistas egipcios labraban el granito, la
serpentina, el mármol y el basalto... Los animales y plantas parecen arrancados
del natural y los objetos de artificio están primorosamente esculpidos. En los
bajos relieves predominan escenas de batallas, combates navales y asuntos de la
vida doméstica.
Savary
añade sobre el particular:
La vista de los
monumentos sugiere elevadas ideas a la mente del viajero que, ante los
soberbios y colosales obeliscos cuya grandiosidad parece transponer los límites
de la potencia humana, no puede por menos de exclamar con ennoblecedora
satisfacción: ¡Esto fue obra de hombres!.
A
su vez, el doctor Richardson habla del templo de Dendera diciendo:
Las figuras femeninas
están labradas con perfección tan exquisita, que únicamente les falta el don de
la palabra, pues la dulce expresión de su rostro no ha sido aventajada hasta
ahora por artista alguno.
Todas
las piedras están cubiertas de jeroglíficos cuyo
cincelado es más primoroso cuanto más antiguo, en prueba de que las
primeras noticias históricas de los egipcios corresponden a época en que ya las
artes decaían rápidamente entre ellos.
Las inscripciones jeroglíficas de
los obeliscos están grabadas con perfección insuperable hasta una profundidad
de cincuenta milímetros y a veces todavía mayor. No cabe duda de que todas
estas obras, cuya solidez iguala a su belleza, se construyeron en época
anterior al Éxodo de los hebreos, y
casi todos los arqueólogos convienen en que cuanto más nos remontamos en la
historia, más perfecto y delicado aparece el arte egipcio. Sin embargo, Fiske
disiente de la opinión general y se aventura a decir que “las esculturas de los
monumentos del Egipto, Indostán y Asiria, denotan al fin y al cabo escasas facultades artísticas”.
Pero este erudito va todavía más allá en su empeño de negar la sabiduría de los
antiguos (que de derecho corresponde a la casta sacerdotal) y dice
despectivamente:
Lewis ha refutado completamente la extravagante
opinión de que los sacerdotes egipcios poseyeran desde la más remota antigüedad
profundos conocimientos científicos que comunicaron a los filósofos griegos...
Respecto a Egipto, India y Asiria, puede afirmarse que los colosales monumentos
que desde los tiempos prehistóricos embellecieron estos países, atestiguan la
primitiva influencia de un bárbaro despotismo incompatible con la elevación de
la vida social y, por lo tanto, con el verdadero progreso .
No
deja de ser peregrino el argumento. Porque si de la magnitud y proporciones de
los monumentos públicos hubiera de inferir la posteridad el “atraso de la
civilización”, bien podrían los estados Unidos de Norte América, que de tan
cultos y libres presumen, reducir desde luego sus arañacielos a un solo piso;
pues de lo contrario, con arreglo al criterio de Lewis, los arqueólogos del año
3877 al tratar de la “antigua América” de 1877 dirán que el país norteamericano
fue un desmedido latifundio cultivado por los esclavos del presidente de la
república. ¿Acaso la raza aria carece de aptitudes para la edificación y no
pudo competir con los etíopes orientales o caucásicos de tez obscura?
¿Habremos de inferir de ello que los grandiosos templos y pirámides fueron
forzosamente erigidos bajo el látigo de un déspota inhumano? ¡Extraña lógica!
Sería sin duda mucho más prudente
atenernos a los “rigurosos cánones de la crítica” promulgados por Lewis y
Grote, confesando sinceramente de una vez que sabemos muy poco acerca de las
naciones antiguas y no será posible salir de especulativas hipótesis hasta que
nos orientemos en la dirección seguida por los sacerdotes antiguos. Los
modernos eruditos sólo saben lo que se les permitía saber a los no iniciados;
pero esto debiera bastar para convencerles de que, no obstante vivir en el
siglo XIX con su presumida supremacía en ciencias y artes, serían completamente
incapaces, no ya de construir algo semejante a los monumentos de Egipto, India
y Asiria, sino ni siquiera de redescubrir la menor de las artes perdidas.
Por otra parte, Wilkinson insiste en
que en los exhumados tesoros de la antigüedad no descubrió jamás vestigios de vida primitiva ni de costumbres
bárbaras, sino una especie de estacionaria civilización que se remonta a
remotísimas épocas. Así tenemos que la arqueología discrepa de la geología,
pues atribuye esta última mayor barbarie al hombre cuanto más antiguas son las
huellas que de él descubre. Es dudoso que la geología haya explorado ya el
campo de investigación ofrecido por las cavernas, y así es posible que las opiniones
de los geólogos, derivadas de sus actuales experiencias se modifiquen
radicalmente cuando lleguen a descubrir los restos de los antepasados del
hombre de las cavernas.
Acabada demostración de la teoría de
los ciclos btenemos en que 700 años de la era cristiana enseñaban las escuelas
de Tales y Pitágoras el movimiento y figura de la tierra con todo el sistema
heliocéntrico; y 317 años después de J. C. vemos que Lactancio, preceptor de
Crispo César, hijo de Constantino el Magno, enseña a su discípulo que la tierra
es una llanura rodeada por el cielo, que a su vez está compuesto de fuego y
agua, y le previene contra la herética
doctrina de la esferoicidad de la tierra.
Siempre
que engreídos de un nuevo descubrimiento dirigimos la vista al pasado, encontramos
para nuestro desencanto ciertos vestigios indicadores de la posibilidad, si no
de la certidumbre, de que el presunto descubrimiento no era completamente
desconocido de los antiguos.
Se afirma como indudable que ni los
hebreos de la época mosaica ni las naciones más civilizadas del tiempo de los
Ptolomeos conocían la electricidad; pero quien se aferre a esta opinión no será
por falta de pruebas en contrario, y aunque desdeñemos indagar el profundo
significado de algunos pasajes de Servio y otros autores, no podremos
olvidarlos hasta el punto de que un día se nos revele toda la expresiva verdad
de su real significado. Así dice:
Los primitivos habitantes de la tierra no ponían nunca
fuego en los altares, sino que con sus preces atraían el fuego del cielo ... Prometeo descubrió y reveló a los hombres el arte de atraer el rayo.
Por este método atraían el fuego de la región superior.
Si
después de reflexionar sobre estas palabras, persistimos en considerarlas como
fraseología de fábula mitológica, será mayor aún nuestra confusión al volver la
vista a Numa, el rey filósofo tan renombrado por sus conocimientos esotéricos.
No podemos acusarle de ignorancia ni de superstición ni de credulidad; porque,
según atestigua la historia, estaba firmemente resuelto a extinguir el
politeísmo idolátrico, de cuyo culto había disuadido tan bien a los romanos,
que durante algunos siglos no se vieron imágenes ni estatuas en sus templos.
Por otra parte, los historiadores
antiguos nos dicen que Numa poseía notables conocimientos de física y, según
tradición, los sacerdotes etruscos le iniciaron e instruyeron en el secreto de
obligar a Júpiter Tonante a que descendiese a la tierra. Ovidio dice
también que por aquel tiempo empezaron los romanos a adorar a Júpiter Elicio.
Por su parte opina Salverte que muchos siglos antes de los experimentos de
Franklin, los había ya llevado a cabo Numa con excelente éxito, y que Tulio
Hostilio fue la primera víctima del peligroso “huésped celeste”. Tito Livio y
Plinio cuentan el caso diciendo que como Tulio Hostilio encontrara en los
Libros de Numa las instrucciones necesarias para ofrecer sacrificios a Júpiter
Elicio, se equivocó al seguirlas y fue “herido por el rayo y consumido en su
propio palacio”.
Observa Salverte que en la exposición
de los secretos científicos de Numa se vale Plinio de “excepciones que parecen
indicar dos distintos procedimientos: uno para provocar el rayo (impetrare) y otro para obligarle a caer
(cogere).
Remontándonos a los conocimientos
que del trueno y del rayo tenían los sacerdotes etruscos, vemos que Tarchon, el introductor de la teurgia entre ellos, deseoso de resguardar su casa
del rayo, la rodeó de un seto de brionia blanca, planta trepadora que tiene
la propiedad de alejar el rayo, por lo tanto, el pararrayos de punta metálica
que al parecer debemos a Franklin, es, según todo indicio, un redescubrimiento, pues se conservan
muchas medallas que demuestran muy claramente el conocimiento de este principio
por los antiguos. El templo de Junio tenía la techumbre erizada de agudas hojas
de espada.
Aunque haya muy pocas pruebas de que
los antiguos conocían todos los
efectos de la electricidad, bastan para demostrar que estaban familiarizados
con esta modalidad de la energía. Sobre el particular, dice el autor de Las ciencias ocultas que, según Ben
David, Moisés sabía algo referente a los fenómenos eléctricos, y de la misma
opinión es el profesor berlinés Hirt. Por su parte, Michaelis expone las
siguientes observaciones:
1.ª Que no hay noticia de que durante mil años
cayera rayo alguno en el templo de Jerusalén.
2.ª
Que según Josefo estaba la techumbre cubierta de multitud de
afiladas puntas de oro.
3.ª
Que esta techumbre comunicaba con el interior de la colina sobre que
estaba edificado el templo, por medio de tubos conectados con la armadura
exterior, por lo que las puntas servirían de conductores.
Amiano Marcelino, historiador del
siglo IV, famoso por la veracidad y exactitud de sus relatos, dice que “los
magos conservaban perpetuamente en sus hogares el fuego que milagrosamente
habían arrebatado del cielo. En el Upnek-hat
indo se lee la siguiente máxima:
Quien conoce el fuego, el sol, la luna y el rayo,
conoce las tres cuartas partes de la ciencia de Dios.
Por último, Salverte nos informa de
que en tiempo de tesias “se conocía en la India el empleo de los pararrayos”,
pues dice este historiador que “el hierro colocado en el fondo de un pozo con
la punta hacia arriba, aguzada en forma de espada, adquiría tan pronto como se
la clavaba en el suelo la propiedad de alejar las tormentas y los rayos”.
¿Cabe hablar más explícitamente?
Algunos autores modernos niegan que
en el faro de Alejandría hubiese un gran espejo a propósito para descubrir las
naves desde muy lejos; pero el célebre naturalista Buffon creía firmemente que
hubo tal espejo en el faro, y por ello atribuía a los antiguos el honor de la
invención del telescopio.
En su obra acerca de los países de
Oriente, asegura Stevens que en el alto Egipto vio caminos con ranuras
paralelas cubiertas de hierro a manera de carriles. Canova, Powers y otros
famosos escultores contemporáneos tienen a mucha honra que se les compare con
los Fidias de la antigüedad, aunque la justicia no consentiría tan extremada
lisonja.
Jowet no cree lo que Platón dice en
el Timeo acerca de la Atlántida y le
parecen patraña los cómputos de 8.000 y 9.000 años; pero Bunsen dice sobre el
particular que “no es exagerada la fecha de 9.000 años en los anales de Egipto,
porque precisamente a esta época se remontan los orígenes de este país”.
Así, pues ¿de qué tiempo datarán las ciclópeas construcciones de la antigua
Grecia? ¿Serían las murllas de Tiro anteriores a las Pirámides? No es
posible atribuir a las razas históricas estas murallas de sólida mampostería de
ocho metros de ancho por doce de alto formadas con bloques de roca de seis pies
de arista, algunos de ellos, y en su mayoría lo bastante pesados para que
no pudiese transportarlos una yunta de bueyes.
Las investigaciones de Wilkinson han
demostrado que los antiguos conocían mucho de cuanto los modernos se engríen de
haber descubierto. El papiro recientemente hallado por el egiptólogo alemán
Ebers, revela que no eran un secreto para los efipcios las pelucas, añadidos y
postizos, ni los polvos para suavizar el cutis ni los dentífricos para
conservar la dentadura. Más de un médico moderno, aun de entre los neurópatas,
podría consultar provechosamente los herméticos Libros de Medicina que
contienen prescripciones terapéuticas de indudable eficacia.
Según
hemos visto, los egipcios sobresalían en todas las artes. Fabricaban un papel
de tan excelente calidad que resistía la destructora acción del tiempo. Según
dice un autor anónimo, para fabricarlo, “extraían la médula del papiro,
cortaban en pedazos la fibra y, machacándola luego por un procedimiento
secreto, obtenían una pasta tan fina como la de nuestro papel vegetal, pero
mucho más duradero. Algunas veces pegaban unas tiras con otras, según se ve en
los papiros que en esta disposición se conservan”. El papiro hallado en la
“cámara de la reina” de la pirámide de Ghizeh y otros junto a las momias regias
son blancos y finos como la muselina, al par que consistentes como el más
duradero pergamino.
Añade el mismo anónimo autor que
“durante mucho tiempo creyeron los eruditos (como también se equivocaron en
otras cosas) que el papiro fue introducido en Egipto por Alejandro Magno; pero
Lepsio encontró rollos de papiro en tumbas y monumentos de la duodécima
dinastía y representaciones escultóricas de papiro en los de la cuarta. Hoy día
está probado que los egipcios conocían ya la escultura en los remotísimos
tiempos de Menes, su primer monarca histórico”.
CLAVE JEROGLÍFICA
A
Champollión debemos la clave de la escritura jeroglífica, sin cuyo
hallazgo seguirían los modernos calificando de ignorantes a los antiguos, no
obstante aventajarlos estos en el conocimiento de las artes y ciencias.
“Champollión fue el primero en
conocer la maravillosa historia que los egipcios dejaron archivada en sus
manuscritos y en la infinidad de inscripciones grabadas sobre toda superficie
capaz de recibir los acracteres jeroglíficos que cincelaron y esculpieron en
monumentos, rocas, piedras, paredes, tumbas y ataúdes y trazaron en papiros...
A nuestra admirada vista revelan hoy día las pinturas hasta los más
insignificantes pormenores de la vida doméstica de los egipcios, pues nada
parece haberles pasado por alto... La historia de Sesostris nos demuestra lo
muy versdos que tanto él como su pueblo estaban en el arte de la guerra... Las
pinturas revelan cuán animosos eran los soldados egipcios en la pelea.
Construían también máquinas de guerra y, según refiere Horner, en cierta
ocasión salieron por cada una de las cien puertas de Tebas doscientos hombres
en carros de guerra muy hábilmente construidos y no tan pesados como nuestros
feos e incómodos armones de artillería”.
Kenrich dice al describir estos
carros de guerra que en ellos se echan de ver cuantos principios esenciales
regulan la construcción y arrastre de carruajes, así como tampoco deja de
hallarse en los monumentos de la décimo-octava dinastía cuanto el gusto moderno
aplica a la lujosa decoración de los vehículos. Los carros egipcios tenían
muelles metálicos para evitar las
bruscas sacudidas en sus rápidas carreras. Los bajorrelieves representan
batallas en todo su fragor y empeñadas peleas donde se advierten hasta en sus
más leves pormenores las costumbres guerreras de los egipcios. Los combatientes
llevaban cotas de malla y los infantes iban vestidos de túnicas acolchadas con
yelmos de fieltro chapeado de metal para mejor resguardarse de los golpes.
La
química había alcanzado notable perfección entre los antiguos, según se infiere
de un pasaje de las Disertaciones de Virrey, en que este autor refiere que
Asclepiadoto, general de Mitrídates, obtenía químicamente las emanaciones
deletéreas de la gruta sagrada.
Las armas de los egipcios eran
espadas de dos filos, dagas, dardos, lanzas y picos. La infantería llevaba
dardos y hondas; los carreros mazas y hachas. En las operaciones de sitio eran
consumados tácticos, pues según dice el ya referido autor anónimo, “los
asaltantes avanzaban formados en larga y compacta fila, protegida por una
especie de catapulta de tres caras, que se movía merced a un rodillo impulsado
por un grupo de hombres ocultos, conocían también los caminos cubiertos y las
escalas, en cuyo manejo para el asalto eran muy expertos, así como en el empleo
del ariete y otras máquinas de guerra. Su pericia en el arte de la cantería les
capacitaba para minar los cimientos de las murallas... Nos es mucho más fácil
enumerar lo que los egipcios sabían
que lo que ignoraban, pues
diariamente se van hallando nuevas pruebas de sus maravillosos conocimientos, y
si nos encontráramos con que ya empleaban cañones por el estilo de los de
Armstrong, no sería ello más asombroso que gran parte de lo hasta ahora
descubierto.
La excelencia de los egipcios en ciencias
exactas se revela en que los griegos, a quienes consideramos como fundadores de
la matemática y en particular de la geometría, aprendieron en Egipto. Dice
Smyth, citado por Peebles, que los “conocimientos geométricos de los
constructores de las Pirámides principian donde los de Euclides acaban”. Antes
de que la historia engendrase a Grecia, ya eran viejas y perfectas las artes
egipcias. La agrimensura, derivada de la geometría, se conocía prácticamente en
aquel pueblo, pues, según dice la Biblia,
Josué distribuyó proporcionalmente entre los hijos de Israel la recién
conquistada tierra de Canaán. ¿Y cómo hubiera sido posible que los egipcios,
tan versados en filosofía natural, no lo estuvieran igualmente en psicología y
filosofía espiritual? El templo era plantel de la más refinada civilización y
en él se guardaba el altísimo conocimiento de la magia que constituía la quinta
esencia de la filosofía natural. Con celoso sigilo se enseñaba allí el empleo
de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y durante la celebración de los
Misterios operaban los sacerdotes prodigiosas curas. Herodoto reconoce que
los griegos aprendieron de los egipcios cuanto sabían, incluso las ceremonias
religiosas y el servicio de los templos, que por esta razón estaban principalmente
dedicados a divinidades egipcias. El famoso Melampo, saludador y adivino de
Argos, recetaba según el arte de los egipcios, de quienes lo había aprendido,
siempre que deseaba que la cura fuese eficaz; y así curó a Ificlo de impotencia
y debilidad por medio del orín de hierro,
que al efecto le había indicado Mantis.
Dice Diodoro que la diosa Isis
ha merecido la inmortalidad porque todas las naciones de la tierra tienen
pruebas de su poder para curar las enfermedades, “según está demostrado, no por
fábulas, como entre los griegos, sino por hechos auténticos”. Por su parte
Galeno menciona varias medicinas que se confeccionaban en los templos y alude a
una panacea llamada Isis.
Las
enseñanzas de los filósofos griegos que aprendieron en Egipto revelan el
profundo saber de sus maestros. Orfeo, Pitágoras, Herodoto, Platón y Solón
estudiaron en los mismos templos, de boca de los mismos sacerdotes. Refiere
Plinio que, según testimonio de Antíclides, las letras del alfaberto
fueron inventadas por el egipcio Menon, medio siglo antes de la época de
Foroneo, el más antiguo rey griego. Jablonski demuestra que Pitágoras tomó de
los sacerdotes egipcios el sistema heliocéntrico y la esferoicidad de la
tierra, pues lo conocían desde tiempo inmemorial por haberlo aprendido de los
brahmanes de la India. También Fenelón, el ilustre arzobispo de Cambray,
afirma que Pitágoras tuvo estos conocimientos y enseñó a sus discípulos,
no sólo la redondez de la tierra, sino la existencia de las antípodas, siendo
además el primero en descubrir la identidad de la estrella matutina y
vespertina.
Según
Wilkinson, a quien posteriormente corroboran varios autores, dice que los
egipcios la división del tiempo, la verdadera duración del año y la precesión
de los equinoccios. Del movimiento aparente de los astros infirieron las
influencias dimanantes de su situación y conjunciones, de suerte que los
sacerdotes, no tan sólo vaticinaban con igual acierto que los modernos metereólogos
los cambios atmosféricos, sino que también pudieron dar predicciones.
astrológicas. Así, pues, hemos de convenir en que los cómputos modernos no
aciertan a determinar con exactitud la época en que la astronomía llegó al
grado máximo de perfección, por más que el austero y elocuente Cicerón no deje
de tener motivo para indignarse contra las exageraciones de los sacerdotes
babilonios, que “afirmaban haber perpetuado en algunos monumentos las
observaciones astronómicas correspondientes a un período de 470.000 años”.
Dice
un articulista científico:
Toda ciencia pasa por tres etapas
evolutivas:
1.ª la de observación, en que diversos investigadores observan y
anotan los hechos en distintos puntos a la vez.
2.ª la de generalización, en
que las observaciones cuidadosamente comprobadas se ordenan, generalizan y
clasifican metódicamente con objeto de inducir las leyes reguladoras.
3.ª la de
vaticinio, en que el conocimiento de las leyes permite predecir con infalible
exactitud los acontecimientos futuros.
Si
los astrónomos chinos y caldeos pronosticaban los eclipses algunos miles de
años antes de nuestra era, poco importa que se valiesen para ello del ciclo de
Saros o de cualquier otro medio, pues lo cierto es que habían llegado a la
tercera etapa de la ciencia astronómica y, por lo tanto, pronosticaban.
El astrónomo Mitchell ha demostrado que en el año
1722 antes de J. C. trazaron los caldeos el zodíaco con las exactas posiciones
de los planetas en el equinoccio de otoño, y de ello cabe inferir que conocían
perfectamente las leyes reguladoras de los hechos “cuidadosamente comprobados”
y las aplicaban con tanta seguridad como los modernos astrónomos.
Por
otra parte, según dice un periódico profesional, “la astronomía es la única
ciencia que en nuestro siglo ha llegado a la última etapa. Las demás ciencias están todavía en período de
desenvolvimiento; y aunque, por ejemplo, la electricidad haya alcanzado en
alguna de sus ramas la tercera etapa, en otras muchas está todavía en la
infancia”. Así lo corroboran las dolorosas confesiones de los mismos
científicos en el siglo a que pertenecemos; pero no les sucedía tal a quienes
vieron los gloriosos días de Caldea, Asiria y Babilonia. Respecto de los
progresos que habían realizado en las ciencias nada sabemos, sino que en astronomía se hallaban a la altura de
nuestra época, puesto que habían llegado también a la tercera etapa. Con mucho arte describe Wendell Phillips tal estado
diciendo:
Parece como si nos figurásemos que la
ciencia ha empezado con nosotros... y miramos compasivamente la mezquindad,
ignorancia y obscurantismo de las épocas pasadas.
Oigamos
ahora lo que dice Draper de un pueblo que, según Albrecht Müller, acababa
de salir de la edad de bronce para entrar en la de hierro:
Si Caldea, Asiria y
Babilonia nos ofrecen estupendas y
venerables antigüedades cuyo origen se pierde en las sombras del tiempo, no
le faltan a Persia maravillas de épocas posteriores. Los pórticos de Persépolis
abundaban en portentosas esculturas, tallas, esmaltes, obeliscos, esfinges,
toros colosales, anaqueles de alabastro y otras bellezas artísticas. Ecbatana,
capital de los medos y residencia vernal de los monarcas persas, estaba
defendida por siete muros circulares cuya altura aumentaba de exterior a
interior y cuyas piedras talladas y pulidas eran de colores armonizados
astrológicamente con los de los siete planetas. El palacio real tenía el tejado de plata, las vigas forradas de
oro y a media noche multitud de lámparas de nafta emulaban en los patios la luz
del sol. Parecía un paraíso plantado por el fausto de los monarcas orientales
en el centro de la ciudad.
El imperio persa era verdaderamente el jardín del
mundo... Tras los estragos del tiempo y de los saqueos de tres conquistadores,
todavía estaban en pie las murallas de Babilonia de sesenta millas de circuito
y ochenta pies de altura y se veían las ruinas del templo de Belo en cuya
cúpula, que parecía hendir las nubes, se encontraba el observatorio en donde
los sabios astrónomos caldeos se comunicaron nocturnamente con los astros. Aun
quedaban vestigios de los palacios de jardines colgantes en que medraban
plantas aéreas y se veían restos de la máquina elevadora de las aguas del río.
También hubo un lago artificial en el que mediante una vasta red de acueductos
y presas se recogía el agua procedente de la fusión de las nieves de las
montañas de Armenia y la llevaban a la ciudad por entre los diques del
Eufrates. Pero lo más admirable de todo era sin duda el túnel construido bajo
el lecho del río.
Los
comentadores y críticos contemporáneos juzgan de la sabiduría de los antiguos
tan sólo por el exoterismo de los templos y no quieren o no saben penetrar en
el solemne adyta de la antigüedad, donde el hierofante enseñaba al neófito la
verdadera significación del culto público. Ningún sabio antiguo pensó que el
hombre fuese el rey de la creación ni que para él hubiesen sido creadas las
estrellas del cielo y nuestra madre tierra. Prueba de ello nos da el siguiente
pasaje:
No pongas tu atención en las vastas dimensiones de la
tierra porque en su suelo no medra la planta de la verdad. Ni midas tampoco el
tamaño del sol con sujeción a reglas, porque la voluntad del Padre lo mueve y no para tu provecho. No te fijes en el
impetuoso curso de la luna, porque la necesidad la impele. El movimiento de los
astros no se ordenó para ti.
Esta
enseñanza es demasiado elevada para atribuir a sus autores la divina adoración
del sol, de la luna y las estrellas; pero como la sublime profundidad de los conceptos
mágicos trasciende a cuanto pueda alcanzar el moderno pensamiento materialista,
cae sobre los filósofos caldeos la acusación de sabeísmo supersticioso, tan
sólo imputable al vulgo de aquellas gentes, pues había enorme diferencia entre
el culto público y oficial del Estado y el verdadero
culto que únicamente se enseñaba a los dignos de aprenderlo.
Citaremos otro pasaje para demostrar
lo infundado de la acusación de supersticiosos levantada contra los magos
caldeos. Dice así:
No es verdad
el amplio vuelo de las aves ni la disección de las entrañas de las víctimas.
Todo ello son chucherías en que se apoya el fraude
venal. Huye de estas cosas si quieres que para ti se abra el sagrado
paraíso de la piedad donde están hermanadas la virtud, la sabiduría y la
justicia.
Según testimonio de la Biblia, también conocieron los egipcios
el arte de tejer el lino y otras telas de sutil urdimbre. Cuando José
compareció en presencia del Faraón, vestía una túnica de lino finísimo con
cadena de oro y muchos otros aderezos. El lino de Egipto era famoso en todo el
mundo y los lienzos de esta tela en que aparecen envueltas las momias se
conserva admirablemente. Plinio refiere que 600 años de la era cristiana, el
rey Amasis envió a Lindo una vestidura cuyos hilos constaban de 360 cabos. Al
hablar Herodoto de los misterios de Isis nos da idea de la “admirable
suavidad de las vestiduras de lino que llevaban los sacerdotes”.
Basta consultar el Éxodo para convencerse de la habilidad
que suponían en los israelitas (discípulos de los egipcios), las labores del
tabernáculo y el Arca de la Alianza. Josefo encomia la incomparable belleza y
maravillosa labor de las vestiduras sacerdotales adornadas “con granadas y
campanillas de oro” y la pedrería del thummim
o pectoral del sumo pontífice; pero está ya fuera de duda que los hebreos
tomaron de los egipcios los ritos y ceremonias del culto religioso, así como el
traje de los levitas. Clemente de Alejandría confiesa, aunque con repugnancia,
este remedo de los hebreos, y lo mismo reconocen Orígenes y otros Padres de la
Iglesia, sin que, como es natural, falten de entre ellos quienes atribuyan la
semejanza a estratagemas de Satanás cuya astucia preveía los acontecimientos.
El astrónomo Proctor dice en una de sus obras que el pectoral de los pontífices
israelitas era joya de directa procedencia egipcia, pues la misma palabra thummim es de notorio origen egipcio y
se la apropió Moisés con todo lo demás de sus ritos, porque en las
representaciones pictóricas del juicio de los muertos, el dios Horus guía
al difunto mientras que Anubis coloca en uno de los platillos de la balanza el
vaso de las buenas acciones, por ver si equilibra el peso de la diosa de la
verdad (Thmèi) figurada en el otro
platillo, así como también en el pectoral del juez”.
Los egipcios conocieron todas las
artes decorativas. Labraban admirablemente el oro, la plata y las piedras
preciosas que los lapidarios tallaban, pulían y engarzaban con primoroso estilo.
Las imitaciones en vidrio de toda clase de piedras preciosas y más
particularmente de la esmeralda, superaban a cuanto en este artículo se hace
hoy día.
El mismo Phillips refiere, al tratar
de la destreza de los antiguos en la elaboración de metales, que “cuando los
ingleses saquearon el palacio de verano del emperador de China, se
sorprendieron los artistas europeos al ver vasos de metal, tan exquisitamente labrados,
que dejaban muy atrás la ponderada habilidad de los orfebres occidentales. Por
otra parte, los viajeros han recibido de manos de las tribus del interior de
África mejores navajas de las que
ellos llevaban. Añade el mismo autor, que Jorge Thompson le refirió “haber
visto en calcuta cómo un hombre echaba al aire un puñado de seda en rama que un
indio cortó con un sable fabricado en el país, a pesar de que los europeos
consideran su acero como el mayor triunfo de la metalurgia y ésta como la
gloria de la química”.
Así vemos que las razas semíticas, a
que pertenecían los antiguos egipcios, extrajeron el oro de la tierra y lo
separaron de la escoria con asombrosa destreza. En las cercanías del mar Rojo
se encontró abundancia de cobre, plomo y hierro.
Bajo el testimonio de algunos
egiptólogos, afirma Pengelly que el primer hierro empleado por los
egipcios fue el meteórico, llamado piedra del cielo en un documento egipcio
que por vez primera lo menciona. Esto inclina a suponer que en la antigüedad se
empleó únicamente el hierro meteórico; pero aunque así ocurriera en los
comienzos del período a que alcanzan las actuales investigaciones geológicas,
nadie puede asegurar que no haya error de algunos centenares de miles de años,
mientras no se compute, siquiera aproximadamente, la antigüedad de los restos
arqueológicos. El coronel Howard Vyse ha demostrado en parte la ligereza con
que los eruditos aseguraron que los caldeos y egipcios nada sabían en punto a minería y metalurgia, pues Homero y la
Biblia hebrea mencionan piedras preciosas que únicamente se hallan en
yacimientos muy profundos. ¿Acaso han averiguado los científicos la fecha
exacta en que el hombre abrió la primera galería de mina?
Según el doctor Hamlin, las artes
del orfebre y lapidario se conocieron en la India desde incomputable
antigüedad. Por otra parte, los arqueólogos no tienen más remedio que admitir
el temple del acero entre los egipcios desde los tiempos más remotos, o
reconocer que poseían útiles más perfectos que los nuestros para la talla y
cincelado de los materiales, pues, de lo contrario, ¿cómo hubieran podido
cincelar y esculpir tan artísticas obras escultóricas? Si no emplearon para
ello herramientas de acero exquisitamente templado, forzosamente habrían de
valerse de algún otro medio para tallar la sienita, el granito y el basalto,
con lo que tendríamos un nuevo arte que añadir al catálogo de los perdidos.
Dice Albrecht Müller sobre este
asunto:
Podemos atribuir la introducción del bronce labrado a
la poderosa raza aria que emigró del Asia hace unos seis mil años... La
civilización oriental precedió de muchos siglos a la occidental y hay pruebas
de que ya desde un principio alcanzó notable grado de cultura, pues además del
bronce conocían también el hierro.
Empleaban el barro cocido, al que después daban en el torno las diversas formas
propias de la alfarería. Se han encontrado objetos de vidrio, plata y oro
correspondientes a épocas muy primitivas y en algunas montañas se descubrieron
montones de escorias y restos de hornos siderúrgicos... Cierto es que los
montones de escorias se han atribuido a la acción volcánica; pero esta
hipótesis queda sin fundamento al advertir que precisametne no son aquellos
terrenos de origen volcánico.
Pero la
ciencia del admirable pueblo egipcio se manifiesta más esplendorosamente en el
embalsamamiento y momificación de los cadáveres, aunque tan sólo quienes hayan
estudiado especialmente este punto pueden apreciar la habilidad, paciencia y
conocimientos químicos y anatómicos necesarios para llevar a cabo la
incorruptible obra cuyo procedimiento requería algunos meses de labor. Las
momias resisten indestructiblemente el seco clima de Egipto y aún persisten
inalterables cuando se las remueve de los sepulcros donde durante milenios
reposaron. Dice un autor anónimo que “primero inyectaban en el cadáver mirra,
casia y otras resinas aromáticas, y después de saturarlo de natrón, lo
vendaban con tan insuperable destreza y artística perfección que maravilla a
los modernos cirujanos”.
Por su parte, añade Grandville que
“la cirugía moderna no tiene forma alguna de vendaje que supere y exceda en
ingeniosa habilidad al fajado de las momias egipcias, pues no se advierte
añadido alguno en las vendas de lino que a veces miden mil yardas de longitud”.
Rosellini
atestigua la maravillosa variedad y destreza del entrelace y aplicación de
los vendados, hasta el punto de que los sacerdotes y al par médicos de aquellas
remotas épocas trataban con éxito toda clase de fracturas del cuerpo humano.
¿Quién no recuerda la emoción que
despertó unos veinticinco años atrás el descubrimiento de la anestesia? El éter
sulfúrico, el éter clórico, el cloroformo y el óxido nitroso (gas hilarante)
con otras combinaciones derivadas de estas substancias fueron acogidas como
bendición del cielo por la humanidad doliente y todos consideraron la anestesia
como el más grande descubrimiento, a pesar de los fatales resultados que
en ocasiones dieron el famoso letheon de Morton y Jackson, el cloroformo de Simpson y el óxido nitroso aplicado
por Colton, Dunham y Smith, pues hubo enfermos que perdieron el conocimiento
para no recobrarlo más. Pero ¿qué importaban estos fracasos en comparación de
los éxitos? Los médicos aseguran que son ya rarísimos los accidentes mortales
causados por la anestesia, acaso porque aplican los anestésicos con tanta
parsimonia, que en la mitad de los casos no producen efecto alguno y el
paciente queda impedido durante unos cuantos minutos en sus movimientos
externos, pero tan sensible al dolor como en estado normal. Sin embargo, aunque
generalmente considerado haya sido el descubrimiento de los anestésicos
beneficioso para la humanidad, ¿no tuvo precedentes este descubrimiento?
Dioscórides nos describe la piedra
de Menfis (lapis menphiticus), como
una especie de guijarro redondo, pulimentado y muy brillante, que reducido a
polvo y aplicado a manera de untura sobre la parte del cuerpo en que, ya con
bisturí, ya con canterio, había de operar el cirujano, anestesiaba aquella parte tan sólo, de suerte que el
enfermo no sentía dolor alguno, con la ventaja de conservar el conocimiento sin
ulteriores perjuicios. Desleído el polvo de esta piedra en vino o agua, curaba
toda clase de dolor.
Desde tiempo inmemorial poseyeron
los brahmanes el secreto de la anestesia. Las viudas que por costumbre estaban
obligadas al sacrificio del sahamaranya no habían de temer el más leve sufrimiento entre las llamas, porque
previamente se las ungía con óleo sagrado de efectos anestésicos.
Egipto fue la cuna de la química.
Kenrick demuestra que esta palabra se deriva de Chemi o Chem, nombre
primitivo del país, cuyos habitantes conocieron perfectamente la
fabricación de colores. Los hechos, hechos son. ¿Qué pintor contemporáneo
podría decorar las paredes de nuestros edificios con inalterables colores?
Cuando nuestras deleznables construcciones se hayan convertido en montones de
polvo y las ciudades en informes ruinas de mortero y ladrillos, sin que nadie se
acuerde de sus nombres, todavía permanecerán en pie las piedras de Karnak y
Luxor, y las espléndidas pinturas murales de este último monumento serán
indudablemente tan vivas y brillantes dentro de cuatro mil años, como lo son
hoy día y lo fueron cuatro mil años atrás. Dice el ya citado autor anónimo que
“el embalsamiento de las momias y la pintura al fresco no eran entre los
egipcios artes debidas a la casualidad, sino que las establecieron por
preceptos fijos y reglas tan definidas como cualquier inducción de Faraday”.
Los museos italianos se enorgullecen
hoy de sus pinturas y vasos etruscos, y las orlas decorativas de los vasos
griegos admiran a los anticuarios, que las atribuyen a los artistas helénicos,
cuando en rigor “son meras copias de las que ostentan los vasos egipcios”,
según se colige de los dibujos existentes en una tumba de la época de Amenoph
I, antes de la población de Grecia.
¿Qué hay en nuestros días comparable
a los templos de Ipsambul (Baja Nubia) abiertos en la roca? Allí se ven estatuas
sedentes de setenta pies de alto talladas en la peña viva. El torso de la
estatua de Ramsés II en Tebas mide sesenta pies de contorno en proporción
de las demás partes de la figura, con la que comparada nuestra estatuaria
parece de pigmeos.
Los egipcios conocieron el hierro
mucho antes de la construcción de la primera Pirámide, o sea hace unos 20.000
años, según cómputo de Bunsen, como lo prueba el hallazgo, por el coronel
Howard Vyse, de una pieza de hierro oculta
en un intersticio de la pirámide de Cheops, donde sin duda alguna la colocaron los constructores. Los egiptólogos han
encontrado copiosos indicios de que ya en tiempos prehistóricos conocían los
antiguos con mucha perfección la metalurgia, y aun hoy se ven en el Sinaí
grandes montones de escorias procedentes de las fundiciones. La práctica
de la metalurgia y de la química se resumía en aquellos tiempos en la alquimia
y formaba parte de la magia prehistórica.
En cuanto a navegación podemos
probar, bajo testimonio de fidedignas autoridades, que Necho II armó en el mar
Rojo una flota de exploración que navegó durante dos años, saliendo por el
estrecho de Bab-el-Mandel y regresando por el de Gibraltar, aunque Herodoto no
se muestra muy dispuesto a reconocerles esta proeza marítima, pues “le parece
increíble la afirmación de aquellos navegantes respecto de que al volver a su
país se levantaba el sol a su derecha”.
Sin embargo, el autor a que estamos
comentando dice sobre el particular:
No obstante, quienquiera que haya doblado el cabo de
Buena Esperanza tendrá por incontrovertible la afirmación de los navegantes
egipcios que tan inverosímil le parecía a Herodoto, quedando con ello
demostrado que los egipcios realizaron la hazaña marítima repetida por Vasco de
Gama muchos siglos después. De los navegantes egipcios se refiere que durante
su viaje desembarcaron en dos puntos sucesivos de la costa donde, tras sembrar
y cosechar trigo, se hicieron de nuevo a la vela para cruzar triunfantes por
entre las columnas de Hércules en demanda de Egipto... Este pueblo mereció la
denominación de veteres con mayor
justicia que los griegos y romanos. La joven Grecia, neófita en conocimientos,
los voceaba a cuatro vientos para llamar la atención del mundo entero. El viejo
Egipto, encanecido en la sabiduría, confiaba tanto en su ciencia, que sin
empeño alguno en excitar la admiración hacia el mismo caso de los petulantes
griegos como el que hoy hacemos nosotros de un salvaje de las islas Fidji.
Un
venerable sacerdote egipcio le dijo cierta vez a Solón: “¡Ah Solón, Solón! Los
griegos seréis siempre niños, porque desconocéis la sabiduría antigua y estáis
faltos de duradera disciplina”.
En efecto, quedó Solón en extremo
sorprendido cuando los sacerdotes egipcios le dieron a entender que la mayor
parte de las divinidades griegas eran remedo y copia disimulada de las
egipcias. Así decía con mucha razón Zonaras: “Todas estas cosas vinieron de
Caldea a Egipto y de aquí pasaron a los griegos”.
David Brewster describe acabadamente
la construcción de varios autómatas, por el estilo del flautista de Vaucanson, obra maestra de mecánica de que se
enorgulleció el siglo XVIII; pero los pocos datos fidedignos que sobre el
asunto proporcionan los autores antiguos, nos confirman en la opinión de que
los mecánicos del tiempo de Arquímedes y aun algunos de sus antecesores, no
eran ni más ignorantes ni menos ingeniosos que los modernos inventores.
Archytas, natural de Tarento, preceptor de Platón y eminente filósofo, al par
que profundo matemático y habilísimo mecánico, construyó una paloma de madera
que volaba y se mantenía por no poco tiempo en el aire.
Los egipcios sabían prensar la uva
para convertir el zumo en vino por fermentación; y aunque esto nada tenga de
particular, más notable es que, 2.000 años antes de J. C., fabricaran cerveza
en grande escala, según demuestra el papiro de Ebers.
También sabían fabricar vidrios de
toda clase, pues muchos relieves escultóricos representan escenas en que
figuran botellas y sopletes de vidriero. Además, en las excavaciones
arqueológicas se han encontrado pedazos de vidrio de magnífico aspecto. Según
dice Wilkinson, los egipcios sabían cortar, pulir, deslustrar y grabar el
vidrio, con el arte de interponer laminillas de oro entre las dos superficies
de la masa. También se valían del vidrio para imitar a la perfección perlas,
esmeraldas y todas las piedras preciosas.
Asimismo
cultivaron los egipcios el arte musical y conocieron los secretos de la armonía
y su influencia en el ánimo, por lo que en los sanatorios de los templos se
empleaba la música para la curación de ciertas enfermedades. La música de
los egipcios abarcaba tres géneros principales: religiosa, cívica y militar. En
los conciertos sacros tenían la lira, el arpa y la flauta; en las fiestas
cívicas, la guitarra, las gaitas sencilla y doble y las castañuelas; en los
ejercicios militares, la trompeta, tamboril, tambor y címbalo. Pitágoras
aprendió música en Egipto para establecer en Grecia el estudio metodizado de
este arte, cuyos profesores más notables fueron egipcios, pues conocían la
combinación de las cuerdas y la multiplicidad de tonalidades determinadas por
su longitud.
En cuanto al conocimiento de la
medicina, basta leer uno de los Libros de
Hermes hallado en estos últimos tiempos y traducido por Ebers. Parece
seguro que conocían la circulación de la sangre, pues de las manipulaciones curativas de los
sacerdotes se infiere que sangraban a los enfermos y sabían contener las
hemorragias.
Había entre ellos dentistas y oculistas,
sin que a ningún médico le estuviera permitido ejercer más de una especialidad,
lo cual induce a suponer que se les morían menos enfermos que a los médicos
contemporáneos.
Pero no fueron los egipcios el único
pueblo antiguo cuya civilización merezca alto concepto de la posteridad. Aparte
de otros cuya historia encubren las neblinas del tiempo, tenemos que las
hazañas de los fenicios les dan carácter poco menos que de semidioses.
Según dice un escritor, los fenicios
fueron los primitivos navegantes del mundo y, además de fundar la mayor parte
de las colonias mediterráneas en el litoral español, visitaron con preferencia
las regiones árticas, de donde trajeron el relato de los días sin noche a que Homero alude en la Odisea (89). La descripción de Caribdis concuerda tan acabadamente
con el maelstrón que, en opinión de un autor, “es muy difícil suponer que
haya tenido otro prototipo”. Parece que los fenicios exploraron las costas en
todos rumbos, pues sus quillas hendieron las aguas desde el Océano Índico hasta
las acantiladas abras de Noruega.
Algunos autores suponen que estos
audaces navegantes de los mares árticos fueron los ascendientes de las razas
que más tarde edificaron los templos y palacios de Palenque, Uxmal, Copán y
Arica; pero no es tal nuestra
opinión, pues con toda probabilidad los construyeron los atlantes.
Brasseur de Bourbourg nos
proporciona muchos datos de los usos, costumbres, arquitectura, artes y
especialmente de la magia y los magos de los antiguos mexicanos. Dice que el
fabuloso héroe Votán, el mago más eminente entre ellos, visitó al rey
Salomón, de regreso de un largo viaje, mientras se estaba construyendo el
templo de Jerusalén. Es muy curiosa la semejanza de las leyendas mexicanas en
lo referente a los viajes y hazañas de los hitim
con las narraciones bíblicas acerca de los hivitas
o descendientes de Heth, hijo de Canaán. Cuenta la tradición que Votán
proporcionó a Salomón operarios, maderas preciosas de occidente, oro, plantas y
animales de mucho valor; pero que rehusó en absoluto dar indicio alguno tocante
al derrotero que había seguido ni al camino del misterioso continente. El mismo
Salomón relata esta entrevista en su Historia
de las maravillas del universo, en que Votán aparece bajo la alegoría de la
sierpe navegante.
Stephens conjetura que “llegará a
descubrirse una clave más segura que la piedra de Roseta para interpretar los
jeroglíficos americanos y dice que los descendientes de los caciques aztecas
habitan todavía, según parece, en las fragosidades de los Andes no holladas por
los blancos, con las mismas costumbres de sus antepasados, en edificios
adornados con esculturas de yeso, de vastos patios y altas torres a que dan
acceso escaleras de largos tramos, y continúan grabando en tablas de piedra los
misteriosos jeroglíficos... Vuelvo a la vasta y desconocidad comarca no cruzada
por camino alguno, donde la imaginación se representa la misteriosa ciudad
vista desde la cumbre de la cordillera con sus ignorados pobladores aborígenes”.
Aparte de que viajeros audaces han
visto esta ciudad desde largas distancias, no resulta intrínsecamente
improbable su existencia; porque, ¿quién puede decir qué se hizo aquel pueblo
primitivo que huyó ante las rapaces huestes de Cortés y Pizarro?.
Dicen Tschuddi, Prescott y otros
historiadores, que los indios peruanos conservan todavía sus antiguas
tradiciones y su casta sacerdotal con secreta obediencia al jerarca religioso,
aunque aparentemente profesen la religión católica y reconozcan la autoridad
del gobierno peruano. Siguen practicando ceremonias mágicas y producen muchos
fenómenos de esta índole con tan perseverante lealtad hacia el pasado, que a
menos de recibir alientos de una autoridad superior en el orden espiritual, no
se comprende cómo mantienen viva su fe. ¿No fuera posible que esta autoridad
residiera en la misteriosa ciudad con la que se comunican en secreto? ¿O acaso
todo cuanto dejamos dicho no pasaría de ser otra “curiosa coincidencia”?.
Aun
el erudito y grave Max Müller no se puede librar a veces de las “coincidencias”
cuando se le presentan en forma de inesperados descubrimientos. Por ejemplo,
los mexicanos, cuyo misterioso origen, según las leyes de probabilidad, no
tiene relación alguna con los arios, representan los eclipses de luna en
alegoría idéntica a la de los indios, esto es, el satélite devorado por un
dragón. Y aunque Müller considera posible la conjetura de Humboldt acerca
de que entre mexicanos e indos hubieron de haber relaciones históricas, añade
que “la identidad entre ambas alegorías no ha de dimanar precisamente de
relaciones históricas, pues el origen de los primeros pobladores de América es
una cuestión en extremo ardua para cuantos estudian las corrientes migratorias
de los pueblos”. El mismo Brasseur de Bourbourg, a pesar de su erudita labor y
esmerada traducción del Popol-Vuh,
cuyo texto se atribuye a Ixtlilxochitl, queda confuso después de analizar el
contenido de este poema mexicano.
Hemos leído la traducción del texto
original y los comentarios de Max Müller. De la primera brota una luz de tan
refulgente brillo, que no es extraño haya cegado a los científicos escépticos;
pero Max Müller no lo es de mala fe, y raramente escapan a su atención los
puntos de capital importancia. ¿Cómo explicar, por lo tanto, que un erudito de
tal valía y tan acostumbrado a descubrir con su mirada de águila las
costumbres, leyendas y supersticiones de los pueblos hasta en sus más ligeras
analogías y leves pormenores, no advirtiera ni siquiera sospechara lo que,
falta de erudición científica, echó de ver a primer examen la humilde autora de
esta obra? Nos parece que la ciencia moderna pierde más que gana al desdeñar
los restos de la literatura antigua y medioeval; pero quienes sinceramente se
dedican al estudio de la arqueología, ven que muchas veces lo que parecen
coincidencias son efectos naturales de causas demostrables. No se nos escapa el
motivo de que al comentar Müller el texto del Popol-Vuh confiese que “de cuando en cuando hay pasajes
inteligibles, pero que en la página siguiente todo vuelve a quedar caótico”; porque la mayor parte de los eruditos tan sólo se fijan en los hechos que
les parecen históricos y desechan todo cuanto se les antoja vago,
contradictorio, milagroso y absurdo. Por esto compara Müller la aparente
incongruencia del Popol-Vuh a los
cuentos de Las Mil y una noches, no
obstante reconocer que existe “un sedimento de conceptos elevados bajo la
superposición de quimeras sin sentido”.
Lejos de nosotros el ridículo
intento de vituperar al profundo erudito Max Müller; pero no podemos por menos
de decir que aun en los fantásticos relatos de Las mil y una noches hallaríamos algo digno de atención di lo
comparásemos con algún hecho histórico. La Odisea
de Homero supera en lo quimérica y fantástica a los famosos cuentos árabes, y
sin embargo, muchos de sus mitos no son engendro de la fantasía del poeta. Los
lestrigones que devoraron a los compañeros de Ulises se refieren a la
gigantesca raza de caníbales que en primitivos tiempos habitó en las
cuevas de Noruega. Los descubrimientos geológicos han validado algunas
aseveraciones de Homero que durante siglos se tuvieron por alucinaciones
poéticas. El día perpetuo de que disfrutaban los lestrigones, según la Odisea, demuestra que este pueblo
habitaba en las regiones árticas, donde durante el verano no se pone el sol. El
mismo poema homérico describe las acantiladas abras de Escandinavia.
Es verdaderamente extraño que las
alegorías de la creación del hombre expuestas en la Cosmogonía Quiché no hayan sugerido la comparación debida con las
escrituras hebreas, las enseñanzas cabalísticas y los libros tenidos por
apócrifos, pues aun el mismo Libro de
Jasher, condenado por considerársele grosera impostura del siglo XII, puede
proporcionar diversas claves para descubrir las relaciones entre la ciudad de
Ur de los caldeos, donde ya florecía la magia antes del nacimiento de Abraham,
y las poblaciones precolombianas de América. Los divinos seres, rebajados al
nivel de la naturaleza humana, operan prodigios parecidos y tan admirables como
los de Moisés y los magos de Faraón. Además, la notabilísima semejanza entre
los términos cabalísticos de ambos hemisferios debe tener por determinante algo
más que la pura coincidencia, pues varios fenómenos tienen parentesco común. En
muchos países del antiguo continente hallamos la leyenda americana de los dos
hermanos que antes de emprender el viaje a Xibalba, plantan cada uno de ellos
un vástago que según florezca o se marvhite indicará si los hermanos viven o
han muerto.
Muy poco debe sorprendernos la
identidad entre las divinidades de Stonehenge y las de Delfos y Babilonia. Belo
y el Dragón, Apolo y Pitón, Osiris y Tifón son diversos nombres del mismo par
de divinidades opuestas. El Both-al
de Irlanda tiene estrecha semejanza con el Batylos
griego y el Beth-el hebreo. A este
propósito dice Villemar que:
La historia puede alegar ignorancia, porque no
caen bajo su dominio épocas tan distantes; pero la lingüística ha soldado la
rota cadena entre Oriente y Occidente.
No menos natural es la semejanza
entre los mitos orientales y las leyendas y tradiciones rusas, pues por su
propia índole deriva de la analogía entre las creencias de los arios y de los
semitas; pero llama la atención y no cabe atribuir a mera coincidencia la
evidente paridad, aun en los más leves pormenores, entre los personajes de las
leyendas mexicanas y el Zarevna
Militrissa (tipo común de los cuentos rusos), que lleva la luna en la frente y siempre está en
riesgo de que lo devore el Zmey Gorenetch
(serpiente o dragón).
La leyenda del Dragón y del Sol
(algunas veces substituido por la Luna) está difundida por todo el mundo y
puede considerarse como el símbolo común de la heliolatría universal. Hubo un
tiempo en que Asia, Europa, África y América estuvieron cubiertas de templos
dedicados al Sol y al Dragón, cuyos sacerdotes tomaron el nombre de la
divinidad a que servían. Pero aunque, como supone Müller, sea el concepto
originario tan natural e inteligible que no requiera relaciones históricas, la
identidad de los símbolos y la extraordinaria semejanza de los pormenores
exigen la acabada resolución del enigma. Desde el momento en que el origen de
la heliolatría universal se pierde en la noche de los tiempos, fuera más fácil
descubrirlo remontándonos hasta la misma fuente de las tradiciones. Pero ¿dónde
hallarla? Kircher atribuye al egipcio Hermes Trismegisto el establecimiento del
culto ofita, así como la forma cónica de los monumentos y obeliscos. Por
lo tanto, ¿dónde sino en los libros herméticos encontraremos los necesarios
datos? ¿Acaso los modernos pueden saber acerca de los cultos y mitos antiguos
tanto o más que los hombres que los enseñaron a sus coetáneos? Evidentemente se
requieren dos condiciones: encontrar los perdidos Libros de Hermes y después la clave para interpretarlos, puesto que
no basta leerlos. Faltos los científicos modernos de ambas condiciones, se
embrollan en estériles conceptualismos, de la propia suerte que los geógrafos
malgastan sus energías en investigar sin resultado las fuentes del Nilo.
Verdaderamente es el Egipto la mansión del misterio.
Sin detenernos a discutir si Hermes
fue el príncipe de la magia postdiluviana, como le llama Des Mousseaux, o de la
antediluviana como es mucho más probable, no cabe duda de que Champollión el
menor reconoce y Champollión-Figeac corrobora la autenticidad de los fragmentos
que se conservan de las treinta y sies obras atribuidas al mago egipcio, de
cuyo universal depósito de sabiduría esotérica derivan los tratados
cabalísticos en que encontramos los prototipos de muchos prodigios mágicos que
operaron los quichés. Por otra parte, el texto original del Popol Vuh nos proporciona suficientes
pruebas de la casi identidad de las costumbres religiosas de México, Perú y
otros pueblos precolombianos y las de los fenicios, babilonios y egipcios, pues
la terminología religiosa descubre las mismas raíces etimológicas. Por lo tanto
¿cómo no creer que sean descendientes de los que “huyeron ante el bandido Josué
hijo de Nun”.
Por el testimonio de los antiguos,
corroborado por los descubrimientos modernos, sabemos que en Egipto y Caldea
hubo numerosas catacumbas o criptas, muy vastas algunas de ellas, entre las
cuales gozaban de mayor fama las de Tebas y Menfis. Las de Tebas se abrían en
la margen occidental del Nilo, dilatándose hacia el desierto de Libia y se las
llamaba: catacumbas de la Sierpe.
Allí tenían efecto los Misterios del kúklos
ànágkés (ciclo ineludible o ciclo de necesidad), esto es, la inexorable
sentencia de toda alma después de haber sido juzgada, al morir el cuerpo, en la
región del Amenti.
Según Bourbourg, el héroe o
semidiós mexicano Votán, al relatar su expedición describe un pasaje
subterráneo que terminaba en la raíz de los cielos y añade que este pasaje es
un agujero de culebra (ahugero de colubra)
y que le permitieron entrar en él porque “era hijo de las culebras” o, lo que
es lo mismo, una serpiente.
Esto es verdaderamente muy
significativo, porque el agujero de
culebra se refiere a la cripta o catacumba egipcia ya antes mencionada.
Además, los hierofantes egipcios y babilonios se llamaban “hijos de la divina
Sierpe” o “hijos del Dragón”, no porque, como apunta erróneamente Des
Mousseaux, fuesen la progenie del íncubo Satán o serpiente del Paraíso, sino
porque la serpiente simbolizaba en los Misterios la SABIDURÍA y la
inmortalidad.
Dice Movers que los sacerdotes
asirios tomaban siempre el nombre de su dios .
Los druidas
celto-británicos se daban también el nombre de serpientes y exclamaban: “Soy
una serpiente, soy un druida”. El Karnak egipcio es gemelo del Karnak celta y
este último significaba la montaña de la serpiente. En tiempos antiguos
abundaron en todo el mundo conocido los templos de Dragón, símbolo del sol,
idéntico al Elón o Elión fenicio que Abraham llamó El Elión. Además de
“serpientes” se les dieron a los sacerdotes los nombres de “constructores” y
“arquitectos” porque sus templos y monumentos eran de tan abrumadora magnificencia que, como dice Taliesin,
sus desmoronados restos “desafían el cálculo matemático de los arquitectos
modernos”.
Insinúa
Bourbourg que los caudillos aztecas que llevaban los nombres de Votán o de
Quetzocohuatl eran descendientes de Cam y Canaán y se titulaban “hivimes”, pues
decían: “Soy hivim y pertenezco a la excelsa raza del Dragón. Soy serpiente
porque soy hivim”.
Por otra parte, Des Mousseaux,
ingenuamente creído de que la serpiente es el demonio, exclama con alborozo:
“Según los más eruditos comentadores de las Sagradas Escrituras, los chivimes,
hivimes o hevitas descienden de Seth, hijo de Canaán y nieto de Cam el maldito”.
Pero las modernas investigaciones
han demostrado incontrovertiblemente que la tabla genealógica del capítulo
décimo del Génesis se refiere a
héroes imaginarios, y que los últimos versículos del capítulo nono son
sencillamente un fragmento de la alegoría caldea de Sisuthrus y el diluvio,
acomodado a la narración noética. Pero suponiendo que los descendientes de
Canaán se ofendieran por el inmerecido epíteto que de malditos se les aplica sin más fundamento que la fábula, nada más fácil para ellos que
responder al vituperio con un hecho
comprobado por arqueólogos y simbologistas; esto es, que Seth, tercer hijo de
Adán y progenitor del pueblo escogido por línea de Noé y Abraham, no es más ni
menos que Hermes, el dios de la sabiduría, llamado también Thoth, Tat, Seth,
Set y Sat-an . Poca importancia tiene este descubrimiento para los autores
judíos que, excepto Filón y Josefo, consideran alegórico el texto bíblico; pero
muy distinto es el caso por lo que toca a los autores cristianos que como Des
Mousseaux lo toman al pie de la letra.
Respecto a la filiación de los
hevitas estamos conformes con este pío escritor y tenemos la seguridad de que,
según transcurra el tiempo, habrá más pruebas de que algunos indígenas de la
América central descienden de los fenicios y de los israelitas que profesaron
después la heliolatría tan ardorosamente como los mexicanos. La Biblia nos proporciona una prueba de
ello en que tres de los doce hijos de Jacob (Judá, Leví y Dan) contrajeron
matrimonio con mujeres cananeas cuya religión aceptaron. Además, el patriarca
Jacob en su lecho de muerte bendice a sus hijos y al llegar a Dan exclama:
Sea Dan serpiente en el camino, ceraste en la
senda, que muerde las pezuñas del caballo para que caiga atrás su jinete.
De Simeón y Leví dice el patriarca:
Simeón y Leví hermanos, instrumentos guerreadores de
iniquidad. No entre mi alma en el secreto de ellos.
Ahora bien: el texto original dice sod en vez de secreto; y sod era en los
Misterios mayores el nombre común de los dioses solares de Baal, Adonis y Baco,
que tenían la serpiente por símbolo. Los cabalistas explican la alegoría de las
serpientes de fuego diciendo que este
nombre era común a todos los levitas y que Moisés fue el jefe de los sodales.
Veamos ahora de probar nuestras
afirmaciones.
Aseguran varios historiadores
antiguos que Moisés fue sacerdote egipcio. Según Maneto ejercía la dignidad de
hierofante en Hierópolis con el sacerdocio del dios solar Osiris. Su nombre
entre los egipcios fue el de Osarsiph. Los comentadores modernos que sin reparo
aceptan que Moisés estaba instruido en la sabiduría de los egipcios, han de
aceptar asimismo la legítima interpretación de la palabra sabiduría, que
siempre se tuvo por sinónima de iniciación
en los sagrados misterios de los magos.
¿No se les ha ocurrido alguna vez a los lectores de la Biblia la idea de que un extranjero no pudo ser admitido, no ya a
la iniciación en los Misterios mayores, sino ni siquiera a la en los menores?
Cuando los hermanos de José fueron a Egipto, ningún egipcio podía sentarse a
comer pan con ellos, pues lo hubieran tenido por abominación, y así comían
aparte con José. Esto demuestra que José, al menos en apariencia, había
aceptado la religión egipcia al casarse con la hija de un sacerdote, pues de lo
contrario no hubieran consentido los egipcios comer con él.
Demuestra asimismo que si
posteriormente no fue Moisés egipcio, se naturalizó como tal desde el momento
en que le admitieron en la sodalía o colegio sacerdotal. El episodio de la
“serpiente de bronce” resulta lógico, pues, según Josefo, la princesa que
salvó a Moisés de las aguas y le prohijó en el palacio real se llamaba Thermuthis, nombre que en opinión de
Wilkinson es el del áspid consagrado
a Isis ; y por otra parte se dice que Moisés pertenecía a la tribu de Leví.
Si tanto empeño tenían Brasseur de
Bourbourg y Des Mousseaux en demostrar la identidad de mexicanos y cananeos,
bien pudieran haber hallado pruebas más convincentes que la de presentar a uno
y otro pueblo en común descendencia del “maldito” Cam. Por ejemplo, hubieran
podido aducir la semejanza entre Nargal, jefe (Rab-Mag) de los magos caldeos y asirios, y Nagal, jefe de los
hechiceros mexicanos, pues ambos nombres derivan del de la divinidad asiria
Nergal-Sarezer y ambos tienen a sus órdenes un demonio con el que se identifican por completo. El Nargal
asirio-caldeo guarda su demonio
dentro del templo bajo la forma de algún animal sagrado. El Nargal mexicano
guarda su demonio en donde mejor le conviene, en el lago vecino, en el bosque o
en la casa bajo la figura de un animal doméstico.
El periódico titulado: Mundo Católico se dolía amargamente en
uno de sus últimos números de que no parece haber muerto aún el sentimiento
pagano entre los indígenas de América, pues hasta las tribus influidas desde
hace muchos años por misioneros cristianos practican secretamente las
ceremonias paganas, de modo que el rito de Nagal está hoy tan floreciente como
en los días de Moctezuma. A este propósito, el citado periódico dice que el
nagualismo y el voodismo (como llama a estas dos extrañas sectas) son el culto directo del diablo. En
corroboración de ello transcribe el informe presentado a las cortes de Cádiz de
1812 por don Pedro Bautista Pino, del que entresaca los siguientes párrafos:
En todas las poblaciones hay artufas o sean criptas de una sola puerta donde se congregan para
celebrar sus fiestas y asambleas religiosas, sin que jamás hayan podido entrar
en ellas los españoles.
A
pesar del influjo de la religión cristiana, no han olvidado estos indígenas la
que heredaron de sus antepasados y cuidan de transmitir a sus descendientes. De
aquí el culto que tributan al sol, la luna y las estrellas, el respeto que les
infunde el fuego, etc.
Los jefes parecen ser
al propio tiempo sacerdotes, pues practican varios ritos sencillos por los
cuales se reconoce el poder del sol y de Moctezuma, así como, según algunos
relatos, el de la Gran Sierpe a quien
por orden de Moctezuma, han de adorar durante toda su vida. También ofician en
las ceremonias para impetrar lluvia. Hay representaciones pictóricas en que la
Gran Serpiente aparece junto a la figura de un hombre deforme y pelirrojo que
representa a Moctezuma. En el pueblo de Laguna había en 1845 una grosera efigie
idolátrica del emperador, que representaba la cabeza de la divinidad.
La perfecta identidad entre los
ritos, ceremonias, tradiciones y terminología religiosa de los mexicanos y los
de Asiria y Egipto es prueba suficiente de que la América fue poblada por una
colonia que misteriosamente encontró la ruta del Atlántico. Pero ¿en qué época?
Aunque la historia calla en este punto, todos cuantos descubren un fondo de
verdad en toda tradición santificada por los siglos recuerdan la leyenda de Atlantis. Esparcidos por el mundo hay un
puñado de sabios y solitarios pensadores que pasan la vida dedicados al estudio
de los arduos problemas de los universos físico y espiritual.
Tienen estos sabios archivos
secretos en que conservan el fruto de los trabajos de una larga serie de
eremitas sus antecesores, los sabios indos, asirios, caldeos y egipcios, cuyas
leyendas y tradiciones comentaron los maestros de Solón, Pitágoras y Platón en
los marmóreos patios de Heliópolis y Sais, aunque ya en aquel tiempo brillaban
muy débilmente a través del nebuloso velo del pasado. Todo esto y mucho más
conservan indestructibles pergaminos que con cuidadoso celo pasan de adepto en
adepto. Estos sabios creen que la Atlántida no es fabulosa, sino que un tiempo
hubo vastas islas y continentes donde ahora se dilata el Océano Atlántico. Si
el arqueólogo pudiese escudriñar aquellos sumergidos templos, encontraría en
sus bibliotecas documentos bastantes para llenar las páginas en blanco del
libro a que llamamos historia. Dicen estos
sabios que en época muy remota podía atravesar el viajero a pie firme lo que
hoy es Océano Atlántico, con sólo cruzar en bote los angostos estrechos que
separaban unas islas de otras.
Nuestras presunciones respecto del
trato entre las razas de ambas orillas del Atlántico, se robustecen al leer los
prodigios realizados por el mago mexicano Quetzocohualt, cuya varita debió
tener mucha analogía con la varita de zafiro de Moisés, que floreció en el
jardín de su suegro Raguel-Jethro y sobre la cual estaba grabado el inefable
nombre.
También ofrecen algunos puntos de
semejanza con las enseñanzas esotéricas de la filosofía hermética, los “cuatro
hombres” o “cuatro hijos de Dios” según la teogonía egipcia, a quienes se
atribuye la procreación de la raza humana, pues “no fueron engendrados por los
dioses ni nacieron de mujer”, sino que “su creación fue una maravilla del
Creador”, porque fueron creados después de tres fracasadas tentativas en la
formación del hombre. La semejanza de este mito con la narración del Génesis no escapa ni al observador más
superficial. Estos cuatro progenitores “podían razonar y hablar, su vista era
ilimitada y sabían todas las cosas a un tiempo... Pero cuando hubieron dado
gracias al Creador por haberles traído a la existencia, se atemorizaron los dioses y pusieron una nube en los ojos de los
hombres para que sólo pudiesen ver hasta cierta distancia y no fueran semejantes a ellos... Mientras
estaban dormidos, Dios les dio
esposas”.
Este pasaje es notoriamente análogo
al del Génesis que dice: “He aquí que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros y a conocer el bien y el mal;
y ahora para que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida, etc.”.
Lejos de nosotros la intención de
sugerir irrespetuosamente idea alguna a quienes por lo bastante sabios no las
necesitan; pero conviene advertir que los tratados auténticos sobre la magia
caldea y egipcia no están en las bibliotecas públicas ni se venden en las
almonedas, aunque muchos estudiantes de filosofía hermética los han visto. ¿No
sería importantísimo para los arqueólogos conocer siquiera superficialmente su
contenido? Añade Max Müller:
Los cuatro progenitores de la raza tuvieron, al
parecer, larga vida y, en vez de morir, desaparecieron misteriosamente, dejando
a sus hijos la majestad oculta que
nunca pueden abrir manos humanas. No sabemos qué era esta majestad.
Necesario sería negar toda otra
prueba sobre ello si no descubriéramos relación alguna entre esta majestad oculta y la oculta gloria que, según la cábala
caldea, dejó Enoch tras sí cuando fue arrebatado también misteriosamente. Pero
¿en sentido esotérico no simbolizarían estos “cuatro progenitores de la raza
quiché los cuatro sucesivos progenitores de hombres que menciona el Génesis?
Teniendo
en cuenta que entre los mexicanos hubo magos desde los tiempos más remotos; que
también los hubo en todas las regiones del mundo antiguo; que se advierte
extraordinaria analogía, no sólo entre las formas del culto eterno, sino en la
misma terminología mágica; y, por último, que han fracasado en la investigación
todos los indicios basados en las inducciones científicas (tal vez por haber
caído en el insondable abismo de las coincidencias), ¿por qué no recurrir a
eminentes autoridades en magia por ver si bajo esta costra de insensata
fantasía hay un fondo de verdad? No quisiéramos que se nos interpretara mal en
este punto. No remitimos a los científicos a la cábala y obras herméticas, sino
a los tratadistas de magia para encontrar materiales aprovechables en los
estudios históricos y científicos. No deseamos incurrir en los iracundos
anatemas de la Academia por una indiscreción como la del inacuto Des Mousseaux,
cuando presenteó su demonológica Memoria con intento de que los académicos
investigaran la existencia del diablo.
La Historia verdadera de la conquista de Nueva España, por Bernal Díaz
del Castillo, compañero de Cortés, nos da idea del extraordinario refinamiento
y la vigorosa mentalidad de los aztecas; pero como las descripciones del
historiador son demasiado extensas, diremos en extracto que los aztecas tenían
algunos puntos de semejanza con los egipcios en punto a lo refinado de su
civilización, pues ambos pueblos cultivaron superlativamente la magia. Si
añadimos a esto que también la cultivó Grecia, considerada por los eruditos
occidentales como cuna de las artes y de las ciencias y que todavía se cultiva
en la India, cuna de las religiones, ¿quién se atreverá a negar la profundidad
de esta ciencia ni a desconocer la digna importancia de su estudio?
Nunca hubo ni puede haber más que
una religión universal, porque sólo una puede ser la verdad referente a Dios.
Esta religión universal es a manera de inmensa cadena cuyo eslabón superior
(alfa) emana de la inmanifestada Divinidad (in
statu abscondito, como dicen las primitivas teología) y dilatándose por
lasuperficie de la tierra, toca en todos sus puntos antes de que el último
eslabón (omega) se enlace con el inicial en el punto de emanación. Esta divina
cadena engarza todos los simbolismos exotéricos cuya variedad de formas en nada
afecta a la substancia y sobre cuyos diversos conceptos del universo material y
de sus vivificantes principios permanece inalterable la inmaterial imagen del
esencial Espíritu.
Hace muchos siglos que se dijo
cuanto cabe decir acerca de lo que a la mente humana le es posible alcanzar en
la interpretación del universo espiritual con sus fuerzas y leyes. Podrá el
metafísico simplificar las ideas de
Platón para mejor comprenderlas, pero no podrá alterar ni remover su espíritu
substancial sin menoscabo de la verdad indestructible y eterna, por más que los
humanos cerebros se torturen durante miles de años; aunque la teología embrolle
y mutile la fe con dogmas metafísicamente incomprensibles; y a pesar de que la
ciencia fomente el escepticismo y apague los últimos y vacilantes destellos de
la intuirción espiritual del género humano. La suprema expresión de la verdad
en lenguaje hablado es el Logos persa, el Honover
o viva y manifestada Palabra de Dios. El zoroastriano Enoch-Verhe es idéntico al hebreo Yo soy quien soy, y el Gran
Espíritu del vulgo inculto de la India es el Brahmâ de los filósofos induistas.
El médico y filósofo indo Tcharaka,
que, según referencias, floreció 5.000 años antes de J. C., dice en su tratado Usa sobre el origen de las cosas:
Nuestra tierra es, como todos los cuerpos luminosos,
un átomo del inmenso todo del que daríamos ligera idea llamándole Infinito.
Así
es que todos los monumentos religiosos de la antigüedad, sin distinción de país
ni clima, expresan idéntico pensamiento cuya clave da la doctrina secreta que
es necesario estudiar para comprender los misterios ocultos durante largos siglos
en los templos y ruinas de Egipto, Asiria, América Central, Colombia británica
y Cambodge, todos los cuales fueron proyectados y construidos por los
sacerdotes de su respectiva nación, aunque éstas no se relacionaran unas con
otras. Pero no obstante la diversidad de ritos y ceremonias, todos los
sacerdotes, fuesen del país que fuesen, habían sido iniciados en los Misterios
que se enseñaban en todo el mundo.
Valiosos documentos ofrecen a la
arqueología comparada las ruinas de Ellora en el Deccan (India), las de
Chichen-Itza en el Yucatán, las de Copán en Guatemala y las de Nagkon-Wat en
Cambodge, pues son de tan semejantes características que sugieren al
convencimiento de la identidad de ideas religiosas y de nivel civilizador en
artes y ciencias de los pueblos que construyeron estos monumentos.
No hay tal vez en el mundo entero
ruinas tan grandiosas como las de Nagkon-Wat que maravillan y confunden a
los arqueólogos europeos. Dice el viajero Vincent:
En lo más apartado de la comarca de Siamrap (Siam
oriental) en medio de lujuriosa vegetación tropical, de palmeras, cocoteros y
beteles se yergue el sorpendente templo de romántica belleza.
Los que tenemos la
dicha de vivir en el siglo XIX estamos acostumbrados a alardear de la
superioridad de nuestra moderna civilización y de la rapidez de nuestros
adelantos científicos, artísticos y literarios en comparación de los pueblos
antiguos; pero no obstante, nos vemos en la precisión de reconocer que nos
sobrepujaron en muchos aspectos y especialmente en pintura, arquitectura y
escultura. Ejemplo de la superioridad de estas dos últimas artes entre los
antiguos, nos da el incomparable Nagkon-Wat que en solidez, magnificencia y
belleza aventaja a todas las modernas obras arquitectónicas. La vista de estas ruinas
sobrecoge a quien por vez primera las contempla.
Así
vemos que la opinión de este viajero robustece la de sus predecesores, entre
quienes se cuentan arqueólogos competentes que equiparan las ruinas de
Nagkon-Wat a las más grandiosas de la civilización egipcia.
Pero fieles a nuestro sistema,
dejaremos que el mismo Vincent describa el monumento de Nagkon-Wat, pues aunque
lo visitamos en circunstancias excepcionalmente favorables, podría parecer
nuestro testimonio algún tanto tendencioso a favor de los antiguos, cuya
entusiasta vindicación es el principal objeto de la presente obra.
Dice así Vincent:
Entramos en una calzada de 725 pies de longitud cuyas baldosas miden cuatro de largo por dos de ancho escalonada en
rellanos flanqueados por seis enormes grifos monolíticos. A uno y otro lado se
ven lagos artificiales de unos cinco acres de extensión alimentados por
fuentes naturales. La muralla exterior de Nagkon-Wat tiene diez pies de
profundidad y abarca una milla cuadrada y en sus portales aparecen hermosas
esculturas de dioses y dragones... Todo el edificio es de sillería, pero sin mortero entre las piedras, cuyo ajuste
es tan exacto que apenas se distingue. La planta es cuadrilonga y mide 796
pies de largo (245 metros) por 588 de ancho (181 metros). En cada ángulo se
alza una pagoda de 150 pies de altura (46 metros) y en el centro otra de 250
pies de elevación (77 metros).
Prosiguiendo nuestra
visita, subimos a una plataforma... y entramos en el recinto del templo por un
atrio columnario cuyo frontis ostenta un admirable bajorrelieve de asunto
mitológico. A uno y otro lado del pórtico se extiende a lo largo de la pared
exterior del templo una galería de doble fila de columnas monolíticas, con
techo abovedado en el que campean relieves escultóricos continuados en la
pared, representando asuntos de la mitología inda y de la epopeya del Ramayana, entre ellos las hazañas del
dios Râma, hijo del rey de Ayodhya, así como los altercados entre el rey de
Ceilán y el dios-mono Hanumâ. El total de figuras en estos relieves llega
a cien mil una sola escena del Ramayana
ocupa un lienzo de pared de setenta metros de largo. La bóveda de estas
galerías carece de clave y el número
de columnas es de mil quinientas treinta y dos que, añadidas a las de las
ruinas de Angkor, suman seis mil, casi todas ellas monolíticas y artísticamente
esculpidas.
Pero ¿quién edificó el
Nagkon-Wat y en qué época? Los
arqueólogos no han acertado en el cómputo y aunque los historiadores indígenas
le atribuyen 2.400 años de antigüedad, parece ser mucho más antiguo, pues
habiéndole preguntado a un natural del país cuánto tiempo hacía que estaba
construido el Nagkon-Wat, me
respondió: “Nadie lo sabe. Debe de haber brotado de la tierra o lo construyeron
los gigantes o tal vez los ángeles”.
También cuando Stephens preguntaba a
los indios de Guatemala quién había edificado el templo de Copán y trazado sus
jeroglíficos y esculpido aquellos relieves emblemáticos, respondían invariablemente:
¡Quién sabe! Por esto dice dicho
viajero que todo es allí misterio más impenetrable todavía que en Egipto, donde
las colosales ruinas de los templos aparecen en toda la desnudez de su
desolación; pero en la América Central una selva inmensa encubre las ruinas a
la vista de los exploradores.
Con todo, muchos pormenores han
escapado a la observación de los arqueólogos desconocedores de las “necias y
quiméricas leyendas antiguas”, pues de lo contrario discurrirían de muy
distinta suerte. Uno de estos detalle, al parecer frívolos, es la inevitable
figura del mono en los templos de Egipto, México y Siam. El cinocéfalo egipcio
está representado en las mismas actitudes que el Hanuma de India y Siam.
En casi todos los templos budistas hay ídolos colosales en figura de mono y
algunos indos tienen en sus casas un mono blanco con objeto de “ahuyentar a los
espíritus malignos”.
Pero volviendo a la antigüedad del
Nagkon-Wat, dice Vincent que debe atribuirse su erección a un pueblo distinto
de los antiguos siameses, aunque no hay tradición digna de crédito (pues todas son absurdas fábulas o leyendas) de la cual pueda inferirse quiénes
fueron sus constructores. Por su parte pregunta Luis de Carné si la
civilización de aquel pueblo correspondería en sus demás aspectos al nivel
señalado por tales prodigios de arquitectura, considerando que la época de
Fidias fue la de Sófocles, Sócrates y Platón y que al Dante sucedieron Miguel
Ángel y Rafael, pues hay en la historia luminosos períodos en que la mentalidad
humana se diversifica en multiplicidad de orientaciones y, triunfante en todo,
crea obras maestras al calor de una misma
inspiración.
Los viajeros y exploradores se
descorazonan al no hallar en las leyendas populares de Siam clave alguna para
el estudio de estas ruinas “tan imponentes pero más misteriosas todavía que las
de Tebas”, según dice un escritor citado por Vincent. Otro arqueólogo, Mouhot,
opina que “Nagkon-Wat fue construido por algún Miguel Ángel de la antigüedad,
pues sus ruinas superan en magnificencia a cuanto nos legaron Grecia y Roma”.
también cree Mouhot que pudo ser obra de alguna de las diseminadas tribus de Israel y en esta opinión le acompaña Miche,
obispo de Cambodge, quien confiesa lo mucho que le sorpendieron los rasgos
hebreos de no pocos salvajes del país. Añade Mouhot que, sin exageración, cabe
computar en dos mil años la antigüedad de las primeras construcciones de
Angkor.
Si admitiéramos este cómputo
resultarían estas ruinas muy posteriores a las Pirámides; pero no es admisible
en modo alguno, porque el decorado de las paredes pertenece a la antiquísima
época en que Poseidón y los kabires eran adorados en todo el continente. Si,
como supone Bastian, hubiese sido construido el Nagkon-Wat para recibir
al sabio patriarca Buddhaghosha cuando desde Ceilán trajo los sagrados libros
del Trai-Pidok; o si, como opina el
obispo Pallegoix, se remontara su construcción al reinado de Phra Pathum
Suriving, quien mandó traer de Ceilán los libros sagrados del budismo y
estableció esta religión en el país, no fuera posible justificar la siguiente
descripción:
Vemos en este mismo temploesculturas de Buda con
cuatro y aun treinta y dos brazos, y divinidades con dos y aun dieciseis
cabezas. También se ve el Vishnú induista, dioses alados, cabezas birmanas, figuras indas y personajes de la
mitología ceilana... Allí aparecen guerreros a lomos de elefantes o montados en
carros, soldados de a pie con lanza y escudo, barcos, tigres, grifos, sierpes,
peces, cocodrilos, novillos castrados..., fornidos guerreros con yelmos y
hombres barbudos, probablemente negros. Las figuras están en posición algo
parecida a la de los monumentos egipcios, con el costado un poco vuelto hacia
delante, aunque también observé cinco jinetes armados de lanza y espada que
cabalgaban de frente, como los que se ven en las tablillas asirias del Museo
Británico.
Por
nuestra parte diremos que las paredes del templo ostentan repetidas figuras de
Dagón (el hombre-pez de los babilonios) y de los kabires de Samotracia con su
padre Vulcano provisto de rayos y herramientas, cerca del cual aparece la
figura de un rey con cetro análogo al de Queronea que Vulcano regaló al rey
Agamenón. Otra escultura representa también a Vulcano con martillo y tenazas, pero
en figura de mono, como solían representarle los egipcios.Ahora bien; si el templo de
Nagkon-Wat fuese esencialmente budista ¿cómo hay en sus muros bajorrelieves de
carácter asirio?; ¿cómo están representados los dioses kabires, cuyo
antiquísimo culto se había perdido 200 años de la era cristiana con la
tergiversación de los misterios de Samotracia?; ¿de dónde proviene la tradición
popular en Cambodge relativa al príncipe Rama, a quien los historiadores del
país atribuyen la fundación del templo?; ¿no sería posible que, según opinan
algunos críticos, la famosa epopeya Râmâyana
hubiese servido de modelo a la Ilíada de
Homero? El rapto de Helena por Paris tiene muchísima semejanza con el de Sîtâ
por Râvana. La guerra de Troya es remedo de la guerra del Râmâyana. Además,
asegura Herodoto que los dioses y héroes troyanos no se conocieron en Grecia
hasta la época de la Ilíada. Por lo
tanto, el dios-mono Hanumâ sería el tipo de Vulcano, sobre todo si se tiene en
cuenta que, según la tradición cambodgiana, el fundador de Angkor vino de Roma,
sita en el extremo occidental del mundo, y que el indo Râma da el occidente en
heredad a la estirpe de Hanumâ.
Por hipotética que pueda parecer
esta indicación, conviene tenerla en cuenta, aunque sólo sea para refutarla. El
abate Jaquenet, de las misiones católicas de Conchinchina, en su deseo de
relacionar el menor destello de luz histórica con la revelación cristiana, dice
a este propósito:
Ora consideremos las relaciones comerciales de los
judíos, cuando, en el apogeo de su poder, las combinadas flotas de Hiram y
Salomón iban en busca de los tesoros de Ofir; ora nos transportemos a época más
moderna, cuando las diez tribus cautivas se dispersaron de las márgenes del
Éufrates hasta las riberas del Océano..., no es menos incontrovertible el
esplendor de la luz de la revelación en el remoto Oriente.
Verdaderamente parecerá
“incontrovertible” si por inversión de términos admitimos que de ese “remoto
Oriente” brotó la luz que iluminó a los israelitas después de pasar por Caldea
y Egipto. Lo importante es averiguar primero quiénes fueron los israelitas.
Muchos historiadores, apoyados en sólidas razones, los asimilan a los fenicios;
pero está fuera de duda que estos eran de raza etíope, pues aun hoy la raza del
Punjab está mezclada con etíopes asiáticos. Herodoto coloca en el golfo Pérsico
la cuna de los hebreos, vecinos por el sur de los hymaritas (árabes), y más
lejos moraban los caldeos y susinianos, expertos en el arte de la construcción.
Esto parece demostrar su filiación etíope. Megastenes dice que los israelitas
eran una secta inda llamada de los kalani,
cuya teología se asemejaba a la induista. Otros autores suponen que los judíos eran los yadus del Afghanistán
o India antigua. Eusebio dice que “los etíopes vinieron del río Indo a
establecerse cerca de Egipto”. Nuevas investigaciones podrían demostrar que los
indos tamiles, a quienes los misioneros acusan de adorar al diablo (Kutti-Sattan), se limitan a rendir culto
al Seth o Satán de los hetheos de la Biblia.
Pero
si en los albores de la historia fueron los judíos fenicios, a estos se les
puede seguir la huella hasta llegar a las antiguas naciones de lengua
sánscrita. Cartago era una ciudad fenicia como lo indica su nombre, pues a Tiro
se le llamaba también Kartha.
Su dios tutelar era Melkarta (Baal o
Mel).
Por otra parte, todas las razas
ciclópeas fueron fenicias. En la Odisea los kuklopes (cíclopes) fueron pastores del
Líbano, de quienes dice Herodoto que supieron abrir minas y levantar edificios.
Según Hesíodo, forjaban los rayos de Júpiter, y la Biblia les llama zamzumimes,
de Anakim o país de los gigantes.
De lo dicho se echa de ver
fácilmente que si los constructores de Ellora, Copán, Nagkon-Wat y de los
monumentos egipcios no fueron de una misma raza, profesaron al menos la misma
religión o sea la que de muy antiguo se enseñó en los Misterios. Aparte de
esto, notamos que las figuras de Angkor son arcaicas y nada tienen que ver con
las imágenes e ídolos de Buda, cuya fecha es indudablemente más moderna. Sobre
el asunto dice Bastian:
Sube de punto el interés de esta parte del monumento
al considerar que el artífice representó tipos de diferentes naciones con sus
rasgos característicos, desde el salvaje pnom
de achatada nariz con atavío de borlas y el lao
de pelo ralo hasta el rajput de
aguileña nariz armado de escudo y espada y el negro de largas barbas, en acabado conjunto de nacionalidades por
el estilo del de la columna de Trajano,
con la peculiar conformación física de cada raza, predominando los rasgos de la
helénica en las facciones y perfiles
de las figuras y en las elegantes actitudes de los jinetes, como si Jenócrates,
después de terminada su labor en Bombay, hubiese hecho una excursión a Oriente.
Pero
si admitimos que las tribus de Israel tuvieron parte en la construcción del
Nagkon-Wat, no hemos de tomar por tales las que cruzaron al desierto en demanda
de la tierra de Canaán, sino a sus primitivos antepasados que nada supieron de
la revelación mosaica. Pero ¿dónde está la prueba documental de que las tribus
de Israel hayan tenido personalidad histórica antes de la compilación del Antiguo Testamento por Esdras?
Algunos arqueólogos, y no les falta razón para
ello, tienen por míticas a las doce tribus de Israel, pues los levitas eran
casta y no tribu. Queda también pendiente de resolución el problema de si los
hebreos habitaron en Palestina antes de Ciro. Todos los hijos de Jacob se
casaron con cananeas excepto José, que tomó por esposa a la hija de un sacerdote
egipcio; y con arreglo a esta costumbre, estuvo consentido entre los hebreos el
matrimonio con extranjeras.
La influencia asiria alteró en
sentido semita el idioma de Palestina, porque los fenicios habían ya perdido la
independencia en tiempo de Hiram y trocado su idioma camítico por el semítico.
Asiria es el país de Nemrod,
equivalente a Baco, con su manchada piel de leopardo que, como accesorio
ritualístico, se empleaba en los Misterios.
Los kabires eran ambién dioses
asirios, en número indeterminado, conocidos por el vulgo con los nombres de
Júpiter, Baco, Aquioquerso, Asquieros, Aquioquersa y Cadmilo; pero en el
“lenguaje sagrado” tenían otros nombres tan sólo conocidos de los sacerdotes.
¿Cómo explicar, entonces, que en Nagkon-Wat aparezcan en las mismas actitudes
con que se les representaba en los Misterios de Samotracia, y que en Siam,
Tíbet e India se les denomine, salvo ligeras modificaciones de pronunciación,
tal como se les llamaba en lengua sagrada?
El
nombre de Kabir puede derivarse
indistintamente de las palabras ..... (abir,
grande), ..... (ebir, astrólogo) o
..... (chabir, asociado).
Según Wilder, el nombre de Abraham
tiene mucho de cabírico, y por otra parte la palabra heber o gheber aplicada a
Nemrod y a los gigantes, citados en el sexto capítulo del Génesis, puede ser la raíz etimológica de hebreo, aunque de todos modos es preciso buscar su origen en fecha
muy anterior a Moisés. Prueba de ello es que los fenicios, a quienes Maneto llama ..... o Ph’anakes, eran los anakes
o anakimes de la tierra de Canaán con
quienes los israelitas, aunque de raza distinta, entroncaron por medio de
matrimonios. Opina también Maneto que los fenicios no son ni más ni menos que
los problemáticos hyk-sos a quienes
Josefo nos presenta como directos antecesores de los israelitas. Por lo tanto,
en esta mezcolanza de autoridades y opiniones contradictorias, en este
revoltijo histórico, hemos de buscar el esclarecimiento de tan misterioso
punto. Mientras no se precise el origen de os hyk-sos, nada podremos saber de cierto en lo tocante al pueblo de
Israel que voluntaria o involuntariamente enmarañó con tales confusiones su
origen y cronología; pero si pudiera probarse que los hyk-sos fueron los pastores palis de las riberas del Indo, que
segregados de las tribus nómadas de la India emigraron más hacia Oriente, tal
vez hallaríamos la explicación de la entremezclada analogía de los mitos
bíblicos y las divinidades de los Misterios asiáticos.
Dice Dunlap sobre este punto:
Los hebreos salieron de Egipto rodeados de cananeos y
no hay necesidad de remontarnos más allá del Éxodo para descubrir sus orígenes históricos. Era muy fácil
anteponer a este remoto suceso narraciones míticas que atribuyesen el origen
del pueblo a los dioses bajo la figurade patriarcas.
Sin embargo, lo de más vital
importancia para la ciencia y la teología, no es el origen histórico, sino el religioso del
pueblo hebreo; y si podemos descubrirlo entre los hyk-sos, fácil será descubrir también el de las supuestas revelaciones dogmáticas de la Biblia en los albores de la historia,
antes de la separación de las familias aria y semita. Para ello no hay medios
más a propósito que los suministrados por la arqueología. La escritura
ideográfica salvada de la destrucción no puede mentir; y si en todos los
monumentos del mundo antiguo encontramos los mismos mitos, ideas y símbolos
esotéricos, muy anteriores al “pueblo escogido”, podremos inferir, sin temor de
equivocarnos, que en vez de ser el texto bíblico obra directa de la revelación divina, es incompleta
tradición de una tribu que, desde siglos antes de Abraham, se había fundido con
las razas aria, semítica y turania, si así hemos de llamar a las tres
principales del mundo.
Los terafines de Terah (constructor de imágenes), padre de Abraham,
eran los dioses kabires, adorados por Micah, los danitas y otros pueblos.
Los terafines eran idénticos a los serafines o imágenes de serpientes, el símbolo de inmortalidad en todas las divinidades. Kiyun (Kivan) adorado por los hebreos en
el desierto es el Siva indo equivalente a Saturno. La historia de
Grecia nos dice que el arcadio Dardano recibió en herencia los kabires, cuyo
culto introdujo en Samotracia y Troya mucho antes de que floreciesen Tiro y
Sidón. ¿De quién los recibiría Dardano? Es muy fácil fijar
arbitrariamente la antigüedad de las ruinas sin más guía que el cálculo de las
probabilidades, pero es mucho más difícil acertar en el cómputo. Lo cierto es
que las obras roquizas de Ruad, Perytus y Marathos ofrecen alaogías externas
con las de Petra, Baalbek y otras de procedencia etíope. Además, al
simbologista familiarizado con la interpretación de los jeroglíficos le
importan muy poco las afirmaciones de ciertos arqueólogos que no descubren
parecido alguno entre los templos centro-americanos y los egipcios y siameses,
porque sabe leer la historia y filiación de estos monumentos y la misma
doctrina en los signos misteriosos y caracteres indescifrables para el no
iniciado.
Uno de estos signos misteriosos se
descubre en la peculiar estructura de ciertos arcos de los templos. El autor de
El país del elefante blanco observa
como pormenor curioso “la falta de clave en los arcos del edificio y las
inscripciones indescifrables que campean en los muros”. En las ruinas de Santa
Cruz de Quiché encontró Stephens una galería abovedada sin clave y lo mismo
echó de ver en las desoladas ruinas de Palenque, por lo que supuso que “los
constructores ignoraban evidentemente los principios constructivos del arco y
así colocaban las dovelas en posición imbricada, según las iban montando, como
en Ocosingo y en los restos ciclópeos de Grecia e Italia.
Tal vez nos diera el manual masónico
la solución de este enigma, porque la clave tiene un significado esotérico que
si no comprenden deben comprender los masones de grado superior. La historia de
la masonería nos dice que Enoch fue el constructor del más importante edificio
subterráneo. En una visión que tuvo este patriarca le guió Dios por el interior
de nueve bóvedas y, en consecuencia,
construyó con ayuda de su hijo Matusalén en las entrañas de un monte del país
de Canaán nueve aposentos según la traza que la visión le mostrara. Cada
aposento tenía su correspondiente bóveda con clave, en que estaban inscritos los caracteres miríficos que
representaban los nueve nombres atributivos que a la Divinidad dieron los
masones anteriores al diluvio. Después construyó Enoch dos deltas de oro
purísimo, en cada uno de los cuales trazó dos caracteres misteriosos, colocando
un delta en la bóveda más profunda y confiando el otro a Matusalén, a quien al
mismo tiempo comunicó importantes secretos, hoy
perdidos para la masonería. Estos secretos, desconocidos de los modernos
masones, nos explicarían que las claves se empleaban tan sólo en ciertos arcos
de los templos, en las partes destinadas a determinado objeto.
Los monumentos religiosos de todos
los países ofrecen otro punto de semejanza en la estructura y dimensiones de
las piezas arquitectónicas. Todos estos edificios corresponden a la época de
Hermes Trismegisto, y aunque la obra parezca más o menos antigua o más o menos
moderna, se advierte en sus proporciones matemática analogía con patios,
galerías, atrios, corredores y pasadizos subterráneos, de los que se infiere la
identidad de ritos religiosos allí celebrados, aunque discrepase el estilo
arquitectónico de los templos. Al tratar del de Stonehenge dice Stukely:
Este edificio no fue construido con arreglo a medidas
latinas, como lo demuestran la multitud de fracciones resultantes al aplicar
las escalas europeas, al paso que la medición es exacta si se emplea por unidad
lineal el codo que empleaban los hebreos hijos de Sem y los fenicios y egipcios
hijos de Cam quienes imitaron los monumentos de piedra sin labrar y los
litos oraculares.
También
son un dato muy importante los lagos artificiales y su peculiar disposición en
los recintos sagrados, pues aparte de la analogía constructiva que ofrecen los de
Karnak, Nagkon-Wat, Copán y Santa Cruz de Quiché, el área de todos ellos está
computada con arreglo a cálculos cíclicos, por el estilo de los empleados en
las construcciones druídicas cuyos circuitos constan generalmente de doce,
veintiuna o treinta y seis piedras y el punto céntrico corresponde a Assar o
Azón, esto es, el nombre genérico de la divinidad del círculo, cualquiera que
sea su nombre individual. Los trece dioses-sierpes de los mexicanos tienen
remoto parentesco con las trece piedras de las ruinas druídicas.
La (tau) y la (cruz astronómica de Egipto) aparecen
visiblemente en las ruinas de Palenque.
En el jeroglífico de un bajorrelieve
del palacio de Palenque, se ve una (tau) debajo de la figura sedente sobre cuya cabeza extiende con la mano
izquierda el velo de la iniciación otra figura en pie que señala al cielo con
los dedos índice y medio de la derecha, o sea la actitud benedicente de los
obispos cristianos y la en que suele representarse a Jesús en la Cena. También
se encuentra en las ruinas de Palenque la figura de estuco, con cabeza de
elefante, de Ganesha, el dios indo de la sabiduría o ciencia mágica. ¿Qué
explicación pueden darnos de estas analogías los arqueólogos, los filólogos y,
en suma, la lucida hueste de académicos? Ninguna absolutamente. Todo lo más
podrán forjar hipótesis que se sucedan infructuosamente unas a otras. Los
“eslabones perdidos” que tan perplejos ponen a los científicos, así como la
clave de los milagros antiguos y de los fenómenos modernos y la solución de los
problemas psicológicos y fisiológicos está en manos de las Fraternidades
secretas.algún día se descubrirá este
misterio. Pero hasta entonces, el tenebroso escepticismo eclipsará con sus
horribles sombras la verdad divina y anublará la visión espiritual de la
humanidad. La multitud contagiada por la mortífera epidemia de nuestro siglo,
el desesperante materialismo, dudarán angustiosamente de la supervivencia del
hombre, aunque este punto haya sido resuelto por generaciones de sabios.
Respuesta a toda pregunta nos dan las graníticas páginas de las criptas, las
esfinges, los propileos y los obeliscos cuyas inscripciones no lograron borrar
las injurias del tiempo ni los agravios recibidos de manos cristianas. En estos
monumentos dejaron sus constructores la solución que, ¿quién es capaz de
decirlo?, tal vez sus antepasados dieron a problemas que tanto conturban hoy a
los no iniciados. La clave de la interpretación estuvo custodiada por quienes
saben comunicarse con la invisible Presencia y escucharon la verdad de los
propios labios de la Naturaleza. De esta suerte son los monumentos antiguos a
manera de silenciosos guardianes de las puertas del mundo invisible que sólo se abren para los elegidos.
A despecho del tiempo, de las
estériles investigaciones de la ciencia profana y de las injurias de las
religiones reveladas, sólo
descifrarán estos monumentos sus enigmas a los herederos de los iniciados en
los Misterios. Los fríos y pétreos
labios del un tiempo parlante Memnon y de las intrépidas esfinges guardan
rigurosamente sus secretos. ¿Quién romperá el sello que los cierra? ¿Qué pigmeo
materialista moderno o qué saduceo incrédulo se atreverá a levantar el VELO DE
ISIS?
BLAVATSKY
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