domingo, 1 de marzo de 2020

ISIS SIN VELO T. II - CAPÍTULO VII



STE.-¿Hay diablos aquí? ¿Venís a burlaros de
nosotros con indios y salvajes?

La Tempestad, acto II, escena II.

Hemos considerado la naturaleza y funciones del alma
hasta donde era necesario para nuestro propósito, y
hemos demostrado claramente que es una substancia
distinta del cuerpo.

ENRIQUE MORE: Inmortalidad del alma, edi. De 1659.

El conocimiento es poder; la ignorancia, imbecilidad.

Arte Mágico: el país de los espectros.

Durante muchos siglos ha tenido la “doctrina secreta” notable semejanza con el “hombre de las aflicciones” a que alude el profeta Isaías. “¿Quién creyó nuestras palabras?”, fueron repitiendo sus mártires de generación en generación. La doctrina se ha robustecido ante sus perseguidores “como tierna planta o raíz en tierra árida; no tiene forma ni belleza...; los hombres la rechazan y menosprecian y apartan de ella sus rostros... No la tienen en estima”.
            
No es necesario discutir si esta doctrina concuerda o no con la iconoclasta tendencia de los escépticos contemporáneos. Concuerda con la verdad, y esto basta. Inútil fuera esperar que sus detractores creyesen en ella. Pero la tenaz vitalidad de que da muestras en cualquier parte del mundo donde haya un grupo de hombres dispuestos a luchar en su favor, es la mejor prueba de que la semilla plantada por nuestros padres “al otro lado de las aguas” era de vigoroso roble y no esporo de teológico hongo. Ninguna salpicadura de la ridiculez humana puede caer en su campo, ni rayo alguno, aun forjado por los vulcanos de la ciencia, es bastante poderoso para abatir el tronco ni siquiera para chamuscar las ramas de este árbol mundanal del CONOCIMIENTO.
            
Si prescindimos de la letra que mata y penetramos el sutil espíritu que vivifica, hallaremos ocultas en los Libros de Hermes (modelo y dechado de los demás) las pruebas de una verdad y de una filosofía que debe estar basada en leyes eternas. Intuitivamente comprenderemos que por finitas que sean las facultades del hombre encarnado, han de estar en íntima relación con los atributos de la Deidad infinita y apreciaremos mejor el oculto significado del don concedido por los Elohim o Adán cuando le dijeron: “He aquí que os he dado cuanto hay sobre la faz de la tierra. Subyudadlo y tened dominio sobre TODO”.
            
No hubiera sido rechazada durante tanto tiempo la verdadera interpretación que al Génesis dieron los cabalistas, si se hubiesen comprendido mejor las alegorías de los primeros capítulos, siquiera en su sentido geográfico e histórico, que nada tiene de esotérico. Quien estudie la Biblia ha de tener presente que los capítulos I y II del Génesis no son de un mismo autor, pues las alegorías y parábolas que forman el texto en lo referente a la creación y población de la tierra se contradicen opuestamente en lo relativo al orden, tiempo, lugar y método de la llamada creación. Quien tomara literalmente los relatos del Génesis rebajaría la dignidad de Dios al nivel del hombre, como si Dios tuviese necesidad de “descansar de sus labores”, solazarse en la “frescura del día”, sentir cólera y deseos de venganza y precaverse contra Adán “para que no pruebe el fruto del árbol de la ciencia”. Pero en cuanto reconocemos el sentido alegórico de la narración de los que pudiéramos llamar hechos históricos, nos encontramos en terreno firme.

EL  EDÉN  DE  LA  BIBLIA


            
El Edén no es mito, topográficamente considerado, porque así se llamaba  de muy antiguo la comarca regada por el Éufrates y sus afluentes, que abarcaba desde la Armenia hasta el mar Eritreo. El Libro de los Números de Caldea señala numéricamente la posición topográfica del edén, cuya acabada descripción está en el cifrado manuscrito rosacruz que legó el conde de San Germain. Las Tablillas asirias llaman al Edén Gan-Duniyas.
            
Los ..... (Elohim) del Génesis dicen: “He aquí que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros”. Los Elohim pueden considerarse en un sentido como dioses o potestades, y en otro como aleímes o sacerdotes iniciados en todo lo bueno y malo de este mundo, porque había un colegio de sacerdotes llamados aleímes, cuyo jerarca supremo era el Java-Aleim. En vez de empezar por la categoría de neófito para obtener gradualmente por medio de regular iniciación los conocimientos esotéricos, el Adán (símbolo del hombre) ejerce sus facultades intuitivas, e instigado por la serpiente (la materia y la mujer) come indebidamente del fruto del árbol de la ciencia y del bien y del mal (doctrina esotérica). Los sacerdotes de Hércules (Mel-Karth o señor del Edén) llevaban “vestiduras de piel!.
            
Las Escrituras hebreas delatan su doble origen, a pesar de que en el fondo contienen tanta verdad como las demás cosmogonías primitivas. El Génesis es sencillamente una reminiscencia de la cautividad de Babilonia, pues los nombres de lugares, personajes y aun de cosas coinciden con los empleados por los caldeos y por sus antecesores y maestros, los acadianos de raza aria. Mucho se ha discutido acerca de si los acadianos de Caldea y Asiria tuvieron o no parentesco con los brahmanes del Indostán; pero hay más pruebas en pro de la afirmativa. Los asirios debieran llamarse con mayor propiedad turanios, y los mogoles, escitas; pero si, en efecto, existieron los acadianos, y no tan sólo en la imaginación de unos cuantos filólogos y etnólogos, no serían en modo alguno una tribu turania, como suponen varios asiriólogos, sino sencillamente emigrantes que de la India, cuna de la humanidad, pasaron al Asia Menor, donde sus adeptos civilizaron a un pueblo bárbaro. Halevy ha demostrado que los acadianos, cuyo nombre se alteró muchas veces, no pudieron pertenecer a la raza turania, y otros orientalistas han demostrado que la civilización asiria no brotó en aquel país, sino que de la India la importaron los brahmanes.
            
Opina Wilder que de ser los asirios turanios y los mogoles escitas, las guerras de Irán y Turán y de Zohak y Jemshid o Yima hubieran sido tan notorias como la entre Persia y Asiria, que terminó con la destrucción de Nínive, "“uyo palacio de Afrasiab quedó en poder de las telarañas"”.
            
Añade Wilder que los turanios calificados de tales por Müller y su escuela son evidentemente los salvajes nómadas del Cáucaso, de quienes procedieron primero los constructores etíopes o camitas; después los semitas (mezcla tal vez de camita y ario); más tarde los arios (medos, persas e indos); y finalmente los pueblos góticos y eslavos de Europa. Supone también que los celtas eran, como los asirios, un pueblo cruzado de los arios que invadieron la Europa y los habitantes ibéricos (acaso etíopes) de esta parte del mundo.
            
Si así es, resulta válida nuestra afirmación de que los acadianos fueron una tribu de los primitivos indos; pero dejaremos a que los filólogos del porvenir diluciden si pertenecieron a los brahmanes de la región propiamente brahmánica (40º latitud Norte), o del Indostán, o bien del Asia Central.
            
Por un procedimiento inductivo de nuestra especialidad, que a los científicos les parecerá deleznable y basado en una prueba que desdeñarían por circunstancial, hemos formado una opinión que para nosotros equivale a certidumbre. Durante muchos años estamos observando que en países sin la menor filiación histórica, en apariencia, hay idénticos símbolos y alegorías de una misma verdad. Hemos advertido que la Kábala y la Biblia remedan los “mitos”  babilónicos, y que las alegorías caldeas e índicas se reproducen formal y substancialmente en los antiquísimos manuscritos de los monjes talapines de Siam y en las no menos antiguas tradiciones populares de Ceilán.

RELIQUIAS CEILANESAS


            
En esta isla tenemos un antiguo, fiel y muy sabio amigo pali que posee una curiosa hoja de palmera (incorruptible gracias a ciertas manipulaciones químicas) y una enorme media concha. En la hoja de palmera está la figura del ciego gigante Somona el Menor  de cabellera larga hasta el suelo, que abrazado a las cuatro columnas centrales de una pagoda, la derriba sobre el numeroso concurso acudido a la fiesta. La concha ostentaba en su nacarada superficie un grabado díptico de labor y composición múchísimo más artística que los crucifijos y otras piadosas bagatelas del mismo material que se elaboran hoy en Jaffa y Jerusalén. En la primera división del grabado está representado el Siva indo con todos sus atributos, en actitud de sacrificar a su hijo, colocado sobre una pira. 
El padre aparece suspendido en el aire, con el arma levantada a punto de herir a la víctima, pero con el rostro vuelto hacia un árbol en cuyo tronco ha clavado profundamente los cuernos un rinoceronte, quedando allí preso. La otra división del díptico representa el mismo rinoceronte sobre la pira con el arma hundida en el costado, y el ya libre hijo de Siva ayudando a su padre a encender el fuego del sacrificio.
            
Para remontarnos al origen de este mito bíblico hemos de recordar que Siva, Baal, Moloch y Saturno son idénticos; que aun hoy mismo los árabes mahometanos consideran a Abraham como a Saturno en la Kaaba; que Abraham e Israel eran distintos nombres de Saturno; y que Saturno ofreció su hijo unigénito en sacrificio a su padre Urano y que se circuncidó a sí mismo y obligó a la circuncisión a sus parientes y aliados. Pero este mito no es de origen fenicio ni caldeo, sino puramente indo, porque su modelo se halla en el Mahâ-Bhârata, y aunque fuese budista, remontaría su antigüedad más allá del Pentateuco hebreo, compilado por Esdras  después de la cautividad de Babilonia y revisado por los rabinos de la Sinagoga Mayor.
            
Por consiguiente, nos atrevemos a discrepar en estos puntos del criterio de muchos científicos cuya superior erudición reconocemos. Una cosa es la inducción científica y otra el conocimiento de hechos, por muy contrarios a la ciencia que a primera vista parezcan. Pero las indagaciones científicas han bastado para demostrar que los originales sánscritos de Nepal fueron traducidos por los misioneros budistas a casi todas las lenguas asiáticas. Asimismo tradujeron al siamés los manuscritos palis que llevaron a Birmania y Siam, por lo que es muy fácil explicar la divulgación de las mismas leyendas y mitos religiosos en estos países.
            
Maneto nos habla de los pastores palis que emigraron a occidente; y así, las tradiciones ceilanesas que encontramos en la Kábala caldea y en la Biblia judaica nos inducen a sospechar que, o bien los caldeos y babilonios estuvieron en Ceilán y la India, o bien que las tradiciones de los palis fueron gemelas de las de los acadianos, cuyo origen tantas dudas envuelven, aunque Rawlinson acierte al decir que vinieron de Armenia. Como el campo está actualmente abierto a todas las hipótesis, podemos admitir que los acadianos llegaron a Armenia por las orillas del mar Caspio  y del Ponto Euxino, procedentes de allende el Indo o bien de Ceilán. Es imposible descubrir con seguridad las huellas de los arios nómadas, y por lo tanto, no cabe otro recurso que juzgar por inducción, previo el cotejo de sus mitos esotéricos. Tal vez, como sin duda no ignorarán los eruditos, el mismo Abraham fue uno de los pastores palis que emigraron a Occidente, pues le vemos salir con su padre de Terah de Ur de los caldeos.

EL  GÉNESIS  Y  LA  KÁBALA


            
Aunque el estilo del Génesis no denote procedencia brahmánica, hay poderosas razones en pro de que sus alegorías derivan de las tradiciones acadianas, cuyo nombre tiene por raíz ak-ad, con morfología idéntica a la de Ad-am, Ha-va y Ed-en.
            
Pero si los tres primeros capítulos del Génesis no son sino desfigurados remedos de otras cosmogonías, el capítulo IV desde el versículo 16, y todo el capítulo V, refieren hechos rigurosamente históricos, aunque mal interpretados, y recogidos palabra por palabra del Libro de los Número de la Kábala oriental. Enoch, el patriarca de la masonería, da comienzo a la genealogía de las familias turania, aria y semítica, si así pueden llamarse, en que cada mujer personifica un país o una ciudad, y cada patriarca una raza o subraza. Las mujeres de Lamech dan la clave del enigma que los verdaderos eruditos pudieran desentrañar aun sin auxilio de la ciencia esotérica, pues cada palabra tiene un sentido propio sin que entrañe revelación alguna, sino que todo el texto es una compilación de hechos históricos, aunque la historia no se decida a darles la importancia que merecen.
            
En el Euxino, Cachemira y allende estas comarcas, hemos de buscar la cuna de la humanidad y de los hijos de Ad-ah, dejando el Ed-en de las riberas del Éufrates al colegio de los sabios astrólogos y magos aleímes. No es, pues, maravilla que Swedenborg, el vidente del Norte, aconsejara buscar la palabra perdida entre los hierofantes de Tartaria, China y Tíbet, porque únicamente allí se conserva en la actualidad, aunque la hallemos inscrita en los monumentos de las primitivas dinastías egipcias. Un mismo fundamento tienen los Vedas con su grandiosa poesía; los Libros de Hermes; el caldeo Libro de los Números; el Código de los Nazarenos; la Kábala de los tanaímes; el Sepher Jezira; el Libro de la Sabiduría de Salomón; el tratado secreto sobre Muhta y Badha  (atribuido por la cábala budista a Kapila, fundador del sistema filosofía sankhya); los Brahmanas  y el Stan-gyur de los tibetanos. Todos estos libros enseñan, bajo diversidad de alegorías, la misma doctrina secreta, que cuando acabe de pasar por el tamiz del estudio, aparecerá como el último término de la verdadera filosofía. Entonces se nos revelará la PALABRA PERDIDA.
            
No cabe esperar que los eruditos hallen en estas obras nada interesante, a no ser lo que directamente se relacione con la filología y mitología comparadas, pues aun el mismo Max Müller sólo ve “absurdos teológicos” y “desatinos quiméricos” en cuanto se refiere al misticismo y metafísica de la literatura sánscrita. Al hablar de los Brahmanas, cuyos misterios le parecen absurdos, dice Max Müller:

           La mayor parte de estos libros son pura charlatanería, y lo que es peor, charlatanería teológica. Nadie que de antemano conozca el lugar que los Brahmanas ocupan en la historia del pensamiento indo, puede leer más de diez páginas sin aburrirse.

            
No nos sorpende la severa crítica de este erudito orientalista, porque sin la clave de esa charlatanería teológica, ¿cómo juzgar de lo esotérico por lo exotérico?
Hallaremos respuesta a esta pregunta en otra de las interesantísimas conferencias del erudito alemán, que dice así:

            Ni los judíos ni los romanos ni los brahmanes intentaron jamás propagar sus creencias religiosas entre los pueblos vecinos, pues para ellos era la religión algo inherente y privativo de la nacionalidad, que debía resguardarse de toda influencia extraña, y así mantenían en el mayor secreto los sacratísimos nombres de los dioses y las plegarias con que impetraban el favor divino. Ninguna religión era tan exclusivista como la brahmánica.

LA  LITERATURA  ÍNDICA


Por esta misma razón, nos maravilla el engreimiento de los eruditos, que en cuanto aprenden de boca de un sratriya  la significación de unos cuantos ritos esotéricos, ya se forjan la ilusión de interpretar todos los símbolos y de escudriñar las religiones de la India. Y is, como el mismo Müller reconoce, no sólo los brahmanes dos veces nacidos, sino ni siquiera la ínfima casta de los sudras, podía admitir en su seno a un extraño, mucho menos posible sería que revelaran los sagrados misterios de su religión, cuyo secreto tan celosamente preservaron de profanos oídos durante siglos sin cuento.
            
No; los eruditos no comprenden, o mejor dicho, no pueden comprender debidamente la literatura índica, pues para ello tropiezan con la misma dificultad que los escépticos para compartir los sentimientos de un iluminado o de un místico entregado de por vida a la contemplación. Tienen los eruditos perfecto derecho de embelesarse con el suave arrullo de la propia admiración y ufanarse de su saber, pero no de engañar a las gentes diciendo que han descifrado el enigma de las literaturas antiguas, y que, tras su externa “charlatanería”, nada hay que no conozcan los filósofos modernos, ni que el sentido literal de las voces y frases sánscritas encubran profundos pensamientos, obscuros para el profano e inteligibles para los descendientes de aquellos que lo velaron en los primitivos días del mundo.
            
No es maravilla que los escépticos y aun los mismos cristianos repugnen el licencioso lenguaje de las obras brahmánicas y sus derivantes: la Kábala, el Codex de Bardesanes y las Escrituras hebreas, que el lector profano juzga reñidas con el “sentido común”. Pero si por ello no cabe vituperarles, pues, como dice Fichte, “indicio es de sabiduría no satisfacerse con pruebas incompletas”, debieran tener en cambio la sinceridad de confesar su ignorancia en cuestiones que ofrecen dos aspectos y en cuya resolución tan fácilmente puede errar el erudito como el ignorante.
            
En su obra: Desarrollo intelectual de Europa, llama Draper “edad de fe” al tiempo transcurrido desde Sócrates, precursor de Platón, hasta Carneades; y “edad decrépita”, al tiempo que media entre Filo Judeo y la disolución de las escuelas neoplatónicas por Justiniano. Pero esto demuestra, precisamente, que Draper conoce tan poco la verdadera tendencia de la filosofía griega, como el verdadero carácter de Giordano Bruno. Así es que cuando Müller declara por su propia autoridad que la mayor parte de los Brahmanas son pura “charlatanería teológica”, suponemos con profunda pena que el erudito orientalista debe de estar mejor enterado del valor gramatical de los verbos y nombres sánscritos que del pensamiento indo, y deploramos que un erudito tan bien dispuesto siempre a hacer justicia a las religiones y sabios de la antigüedad, estimule en esta ocasión la hostilidad de los teólogos cristianos. Sin el significado esotérico de los textos, tendría razón Jacquemont  al preguntar con aire de duda para qué sirve el sánscrito, porque si hemos de poner un cadáver en vez de otro, tanto da disecar la letra muerta de la Biblia hebrea como la de los Vedas indos. Quien no esté intuitivamente vivificado por el espíritu de la antigüedad, nada descubrirá más allá del “charlatanismo exotérico”.
            
Al leer por vez primera que “en la cavidad craneal del Macroprosopos (la Gran Faz) se oculta la SABIDURÍA aérea que en parte alguna está abierta ni descubiera”, o bien que “la nariz del Anciano de los Días es vida en todas partes”, nos sentimos inclinados a diputar estas frases por incoherentes extravagancias de un orate. Y al leer en el Codex Nazar oeus que “Ella (el Espíritu) incitó a su frenético y mentecato hijo Karabtanos a cometer un pecado contra naturaleza con su propia madre”, cerraríamos disgustados el libro. Pero ¿no hay en ello más que fruslerías sin sentido expresadas en lenguaje burdo y aun obsceno? En apariencia, no cabe juzgarlo ni más ni menos que, como en apariencia también, se juzgan profanamente los símbolos sexuales de las religiones induísta y egipcia, la licenciosa expresión de la misma Biblia, llamada “santa”, o la alegoría de la serpiente tentadora de Eva. El inquieto y siempre insinuante espíritu, luego de “caído en la materia”, tienta a Eva o Hava (símbolo de la materia caótica “frenética y sin juicio”). De la propia suerte, Karabtanos (materia) es el hijo de Sophia-Achamoth (el Spiritus, según los nazarenos), que a su vez es hija del espíritu puro y mental, o aliento divino. Cuando la ciencia descubra plenamente el origen de la materia y demuestre que tanto los ocultistas y filósofos antiguos como sus actuales sucesores se equivocan al considerar la materia correlativa del espíritu, entonces podrán los escépticos menospreciar la sabiduría antigua y acusar de obscenidad a las antiguas religiones.

SÍMBOLO  DE  SIVA


            Dice a este propósito la escritora Lidia María Child:

Desde tiempo inmemorial ha sido adorado en el Indostán el emblema de la creadora potencia originaria de la vida. Es el símbolo más frecuente de Siva (Bala o Mahâdeva), con cuyo culto está universalmente relacionado... Siva no es tan sólo entre los induistas el reproductor de la forma humana, sino que representa el principio fructificante y la potencia creadora que penetra el universo...
            
Hay pequeñas imágenes de este emblema talladas en marfil, oro o cristal, que se llevan colgantes del cuello a manera de adorno... El emblema maternal tiene asimismo carácter religioso, y los devotos de Vishnú se lo marcan en la frente en sentido horizontal... ¿Qué extraño es que miren con reverencia el profundo misterio de la generación? ¿Eran ellos los obscenos al hacerlo así, o lo somos nosotros por no hacerlo? Mucho camino hemos andado, y seguido senderos muy sucios desde que los antiguos anacoretas hablaron por primera vez de Dios y del alma en las solemnes profundidades de sus primitivos santuarios, no nos riamos de su manera de indagar la Causa infinita e incomprensible a través de los misterios de la Naturaleza, pues acaso proyectaríamos la sombra de nuestra rudeza sobre su patriarcal sencillez.

            
Muchos eruditos intentaron con buena voluntad hacer justicia a la antigua India. Colebrooke, William Jones, Barthelemy St.-Hilaire, Lassen, Weber, Strange, Burnouff, Hardy y Jacolliot han aportado su testimonio en pro de los adelantos de la India en jurisprudencia, ética, filosofía y religión. Nadie en el mundo aventajó todavía a los teólogos y metafísicos sánscritos en sus conceptos de Dios y el hombre. Jacolliot, que gracias a su larga residencia en la India y al estudio de la literatura del país, es testimonio de superior competencia, nos dice acerca del particular:

            Al paso que admiro el profundo saber de muchos orientalistas y traductores, me quejo de ellos, porque como no han vivido en la India, no aciertan con la expresión exacta ni comprenden el simbólico sentido de los himnos, plegarias y ceremonias, por lo que frecuentemente caen en deplorables errores de traducción o de interpretación... la vida de varias generaciónes apenas bastaría para leer siquiera las obras que la antigua India nos legó sobre historia, ética, poesía, filosofía, religión y ciencias.

            
Sin embargo, Jacolliot sólo podía juzgar por los escasos fragmentos que en sus manos puso la complacencia de unos cuantos brahmanes con quienes contrajo estrecha amistad. Pero ¿le enseñaron todo lo que atesoraban? ¿Le explicaron todo cuanto deseaba saber? Lo dudamos, porque de otra suerte no hubiese juzgado sus ceremonias religiosas con la ligereza en que incurre algunas veces, sin otro apoyo que lo que eventualmente pudo ver. Sin embargo, es Jacolliot el viajero más justo e imparcial en sus apreciaciones sobre India. La severidad que muestra respecto a la actual degradación del país, sube de punto cuando la descarga contra la casta sacerdotal que la determinó durante estos últimos siglos; pero sus apóstrofes están en relación con la intensidad en estimar las pasadas grandezas. Señala Jacolliot las fuentes de que manaron las antiguas creencias reveladas, incluso los Libros de Moisés, y considera la India como cuna de la humanidad, madre de las demás naciones y semillero de las artes y las ciencias, ya envueltas de mucho antes en las cimerianas tinieblas de las edades arcaicas. Sigue diciendo Jacolliot:

            
Estudiar la India es inquirir los orígenes de la humanidad... La sociedad moderna tropieza a cada paso con la antigua. Nuestros poetas imitan a Homero, Virgilio, Sófocles, Eurípides, Plauto y Terencio; nuestros filósofos se inspiran en Sócrates, Pitáoras, Platón y Aristóteles; nuestros historiadores toman por modelo a Tito Livio, Salustio y Tácito; nuestros oradores remedan a Demóstenes y Cicerón; nuestros médicos estudian a Hipócrates, y nuestros jurisperitos transcriben a Justiniano. Pero también la antigüedad tuvo a su vez otra anterior que le sirvió de dechado. ¿Hay algo más lógico y sencillo? ¿No se suceden los pueblos unos a otros? ¿Acaso la sabiduría penosamente adquirida por una nación ha de quedar recluida en su propio territorio y morir con la generación que la engendrara? ¿No cabe afirmar sin absurdo que la esplendente, culta y populosa India de hace seis mil años estampó en Egipto, Persia, India, grecia y Roma tan indeleble sello y tan profundas huellas como en Occidente estamparon estas otras naciones? Hora es ya de desechar el prejuicio que nos representa a los antiguos como si espontáneamente hubiesen nacido en su entendimiento las más sublimes ideas filosóficas, religiosas y morales, o como si a la intuición de unos cuantos sabios se debiera todo en los dominios de la ciencia, del arte y de la literatura, y a la revelación se debiese remitir todo cuanto aparece en el orden religioso.

EL  MUNDO  ORIENTAL


Parece que no está lejano el día en que los adversarios de este sagaz erudito se vean confundidos por la irresistible fuerza de las pruebas; y cuando los hechos hayan confirmado cuanto dice, verá el mundo que a la desconocida e inexplorada India le debe sus idiomas, sus artes, leyes y civilización. El progreso de este país se atascó siglos antes de nuestra era, hasta paralizarse por completo en los siguientes; pero en su literatura hallamos la prueba irrefragable de sus pasadas glorias. Si no fuera tan espinoso el estudio del ´sanscrito, de seguro que se despertara la afición a la literatura índica, incomparablemente más rica y copiosa que ninguna otra. Hasta ahora, la generalidad de los intelectuales se ha relacionado incompletamente con el antiguo mundo oriental por mediación de unos cuantos eruditos que, no obstante su gran cultura y honrada sinceridad, discrepan en la interpretación y comento de las pocas obras llegadas a sus manos de entre el sinnúmero de las que, no obstante el vandalismo de los misioneros, integran todavía la enorme masa de la literatura índica.
            
No ha mucho, en la ceremonia de la cremación del cadáver del barón de Palm, un teósofo pronunció un discurso diciendo que el Código de Manú se conocía ya mil años antes de Moisés. Contra esta afirmación, arguyó el reverendo Dunlop Moore, de Nueva Brighton, replicando en un periódico  que “todos los orientalistas de alguna importancia convienen hoy en atribuir a distintas épocas las Instituciones de Manú, cuya parte más antigua data probablemente del siglo VI antes de la Era cristiana”. Pero el alarde de piedad e ingenio que supone esta discrepancia, no invalida la opinión de orientalistas tan doctos como William Jones y Jacolliot:

            Resulta evidente que las Leyes de Manú, según las conocemos con sólo 680 dísticos, no pueden ser la obra atribuida a Sumati (el Vriddha Mânava o Antiguo Código de Manú, según toda probabilidad), no reconstruida aún enteramente, si bien la tradición ha conservado muchos fragmentos que con frecuencia citan los comentadores.

            Por su parte, dice Jacolliot:

            En el prefacio de un tratado sobre legislación, de Nârada, escrito por uno de sus adeptos, copartícipe del poder brahmánico, leemos que Manú escribió las leyes de Brahma en cien mil dísticos que formaban veinticuatro libros con mil capítulos, y entregó después esta obra a Nârada, el sabio entre los sabios, quien, para que las gentes pudieran aprovecharse de ella, la compendió en doce mil dísticos, que Sumati, hijo de Brighu, redujo a cuatro mil para su mejor comprensión... Entiendo, pues, que las leyes indas fueron codificadas por Manú más de tres mil años antes de la Era cristiana, y de ellas derivaron su legislación los pueblos antiguos y especialmente Roma, la única que nos ha legado un código escrito, el de Justiniano, sobre el cual se basan las legislaciones modernas.

            El mismo autor añade en otra de sus obras, al discutir con Textor de Ravisi:

            Ningún orientalista se atrevería a negarle a Manú el título de primer legislador del mundo, pues floreció en época que se pierde en la prehistoria de la India.

LA  ÉPOCA  DE  MANÚ


Pero Jacolliot no ha oído hablar del reverendo Dunlop Moore, sin duda porque con otros orientalistas está disponiéndose a demostrar que los textos védicos y los de Manú enviados a Europa por la “Sociedad Asiática de Calcuta”, no son auténticos, sino amañados hábilmente por algunos misioneros jesuitas con deliberado propósito de extraviar a los comentadores y cubrir la historia de la India con una nube de incertidumbre que envuelva sospechas de superchería contra los modernos brahmanes. Termina diciendo Jacolliot que Europa debe conocer estos hechos, sobre los cuales ya ni siquiera se discute en la India.
            
Además, el Código de Manú, que los orientalistas europeos consideran como el comentado por Brighu, no forma parte del Vriddha-Mânava, que se conserva completo en los templos, aunque los eruditos sólo hayan descubierto de él pequeños fragmentos. Jacolliot demuestra que las copias enviadas a Europa difieren del original existente en las pagodas del Sur de la India. También podemos aducir el testimonio de William Jones, quien lamenta que Callouca no haya tenido en cuenta en sus comentarios, que “las leyes de Manú se contraen a las tres primeras épocas.          
            
Según los cómputos, estamos en el Kali Yuga, o tercera época a contar desde la Satya o Kritayuga, en que, conforme asegura la tradición, se establecieron las Leyes de Manú, cuya autenticidad acepta implícitamente William Jones. Aun admitiendo todo cuanto se diga acerca de la cronología inda, tendremos que como han transcurrido unos 4.500 años desde que comenzó la cuarta edad del mundo, o sea el Kali Yuga, hay razón para que uno de los más insignes orientalistas, y cristiano por añadidura, afirme que Manú es de muchos miles de años más antiguo que Moisés. Verdaderamente, nos encontramos ante un dilema: o bien se ha de reformar la historia de la India para uso exclusivo de quienes niegan la precedencia de Manú sobre todos los legisladores, o bien han de estudiar la literatura inda antes de arremeter en este punto contra los teósofos.
            
Pero dejando de lado la opinión de los reverendos redactores de La Bandera Presbiteriana, cuyo objeto muy poco nos importa, atendamos a lo que dice la Nueva Enciclopedia Americana respecto de la antigüedad e importancia de la literatura inda. Afirma uno de los articulistas, que las Leyes de Manú no datan más allá del siglo III antes de J. C. Esta afirmación es muy elástica, porque pudiera parecer verosímil si por Leyes de Manú se entiende el compendio que hicieron los últimos brahmanes en apoyo de sus ambiciosos proyectos; pero tan ilógico es equiparar dicho compendio al verdadero código de Manú, como si alguien afirmase que la Biblia no data más allá del siglo X de la Era cristiana, porque no hay ningún manuscrito anterior a esta época; o bien suponer que la Ilíada no es anterior al hallazgo de su texto original. No conocen los eruditos europeos ningún manuscrito sánscrito que se remonte a más de cuatro o cinco siglos; y sin embargo, no vacilan en asignar a los Vedas cuatro o cinco mil años de antigüedad. Hay valiosas pruebas de la antigüedad de las Leyes de Manú; pero prescindiendo de las opiniones de los eruditos, por no haber dos que coincidan, aduciremos la nuestra en lo concerniente a la incomprobada afirmación de la Nueva Enciclopedia.
            
Si, como Jacolliot demuestra texto en mano, el Código de Justiniano es copia del de Manú, conviene indagar ante todo la antigüedad de aquél, no ya como código perfecto de leyes escritas, sino en su primitivo origen. Nos parece que la tarea no es difícil.

EL  CÓDIGO  DE  MANÚ


Según Varrón, Roma fue fundada el año 3961 de la Era juliana (754 años antes de J. C.). la recopilación que Justiniano hizo con el nombre de Corpus Juris Civilis, no era un código, sino un digesto de costumbres seculares. Aunque nada sabemos en la actualidad acerca de las primeras autoridades romanas en jurisprudencia, es indudable que la fuente principal del jus scriptum o ley escrita, fue el jus non scriptum o ley consuetudinaria, en la que precisamente hemos de apoyar nuestra argumentación sobre el caso. La Ley de las Doce Tablas se promulgó hacia el año 300 de la fundación de Roma; pero derivándola los legisladores de fuentes aun más primitivas que coinciden con las Leyes de Manú, cuya codificación remontan los brahmanes al Kritayuga, o sea la edad anterior a la actual Kaliyuga. Por lo tanto, es lógico inferir que las leyes consuetudinarias y tradicionales de que derivaron las Doce Tablas, son unos cuantos siglos anteriores a la promulgación de esta ley escrita, con lo que llegamos, por lo menos, a mil años antes de J. C.
            
El Mânava Dharma Sâstra, que contiene la cosmogonía inda, es en opinión general la obra más antigua después de los Vedas, cuyo origen remonta Colebrooke al siglo XV antes de J. C.; por lo que las Leyes de Manú han de datar de mucho más allá del siglo III antes de nuestra Era (40).
            
Los brahmanes jamás pretendieron atribuir a revelación divina el Código de Manú, según lo demuestra la distinción establecida entre los Vedas y los demás libros sagrados. Al paso que todas las sectas induístas consideran los Vedas como la palabra directa de Dios o revelación divina (shruti), el Código de Manú es tan sólo una recopilación de tradiciones orales (smriti), que todavía subsisten entre las más antiguas y veneradas de la India. Pero el argumento de mayor valía en pro de la antigüedad de las Leyes de Manú estriba tal vez en que los brahmanes refundieron estas tradiciones hace muchos siglos e interpolaron más tarde otras leyes con ambiciosas miras. Por consiguiente, esta interpolación debió ya efectuarse 2.500 años atrás, cuando todavía no se practicaba la cremación de las viudas (sutti), ni había barruntos de tan atroz costumbre, no estatuida en los Vedas ni en el Código de Manú.
            
Los brahmanes aducían, en apoyo de esta práctica, un versículo del Rig Veda, pero recientemente se ha comprobado que era apócrifo. Si los brahmanes hubiesen sido los autores del Código de Manú, en lugar de adulterarlo con interpolaciones tendenciosas, no descuidaran de seguro un punto cuya omisión ponía en tan grave riesgo su autoridad. Esto es prueba suficiente de la remota antigüedad del Código de Manú.
            
La lógica y racional virtualidad de esta prueba nos mueve a afirmar que si Roma recibió la civilización de Grecia y Grecia de Egipto, el Egipto a su vez, en los ignotos tiempos de Menes, recibió de la India prevédica leyes, instituciones, artes y ciencias; y por consiguiente, en la antigua iniciadora de los sacerdotes y adeptos de todos los demás países, hemos de buscar la clave de los misterios de la humanidad. Pero no nos referimos a la India contemporánea, sino a la India arcaica, la reconocida cuna del género humano, sobre la cual vamos a referir una curiosa leyenda.
            
Según tradición explicada en los anales del Gran Libro, mucho antes de los días de Ad-am y de su curiosa mujer Heva, allí donde hoy sólo se ven lagos salados y áridos desiertos, se dilataba por el Asia central un vasto mar interior hasta las estribaciones occidentales de la majestuosa cordillera de los Himalayas. En aquel mar había una isla de insuperable belleza, habitada por los últimos restos de la raza anterior a la nuestra, cuyos individuos podían vivir indistintamente en el agua, en el aire o en el fuego, porque ejercían ilimitado dominio sobre los elementos. Eran los “hijos de Dios”; pero no los que se prendaron de las “hijas de los hombres”, sino los verdaderos Elohim, aunque la Kábala oriental les dé otro nombre. Ellos revelaron a los hombres los secretos de la Naturaleza y les comunicaron la palabra “inefable”, hoy día perdida. Esta palabra, que no es palabra, se difundió en otro tiempo por toda la redondez de la tierra, y todavía perdura como lejano y moribundo eco en el corazón de algunos hombres privilegiados. Los hierofantes de todos los colegios sacerdotales conocían la existencia de esta isla, pero únicamente el Java Aleim, o presidente del colegio, conocía la palabra que, en el momento preciso de la muerte, comunicaba a su sucesor.
            
Ya vimos que, según tradición aceptada por todos los pueblos antiguos, existieron otras razas humanas anteriormente a la nuestra. Cada una de ellas fue distinta de la precedente, e iban desapareciendo al aparecer la que había de sucederla. En los Libros de Manú se habla explícitamente de seis sucesivas razas. Dice así:

De este Manú Swayambhuva (el menor, correspondiente a Adam Kadmon), emanado de Swayambhuva o Ser existente por sí mismo, descendieron otros seis Manús (hombres símbolos de progenitores), cada uno de los cuales engendró una raza de hombres... Estos Manús todopoderosos, entre quienes Swayambhuva es el primero, han producido y gobernado, cada cual en su respectivo período (antara), este mundo compuesto de seres inmóviles y semovientes.
            
En el Siva Purana, leemos:

¡Oh Siva!, ¡dios del fuego! Consume mis pecados como consume el fuego la hierba seca de los yermos. Tu potente soplo dio vida a Adhima (el primer hombre) y a Heva (complemento de vida), los antecesores de esta raza de hombres, que poblaron el mundo con su descendencia.

LA  ISLA  TRANSHIMALÁYICA
           
La hermosa isla de que hemos hablado no tenía comunicación marítima con el continente sino por medio de pasadizos submarinos, conocidos únicamente de los jefes. La tradición señala entre el número de colegios sacerdotales, las majestuosas ruinas de Ellora, Elephanta y las cuevas de Ajunta (en la cordillera de Chandor), que comunicaban con los pasadizos submarinos. 
¿Quién puede decir si la desaparecida Atlántida (también mencionada en el Libro Secreto, aunque con el nombre sagrado), existía ya en aquella época? ¿No fuera acaso posible que el continente atlante se hubiese dilatado por el Sur de Asia, desde la India a la Tasmania? 
Si algún día llega a comprobarse la existencia de la Atlántida, que unos autores ponen en duda y otros niegan resueltamente, considerando esta hipótesis como una extravagancia de Platón, tal vez se convenzan entonces los eruditos de que no fue fabuloso el continente habitado por los “hijos de Dios”, y de que la cautela de Platón al aludir a la Atlántida con supuesta atribución del informe a Solón y los sacerdotes egipcios, tenía por objeto comunicar prudentemente esta verdad al mundo, de modo que, combinando la verdad con la ficción, no quebrantase el sigilo a que le obligaba la iniciación. Por otra parte, Platón no pudo inventar el nombre de Atlanta, porque en la etimología de este nombre no entra ningún elemento griego.

DEPRAVACIÓN  DE  LOS  ATLANTES


Pero, siguiendo nuestro relato, diremos que los hierofantes se clasificaban en dos categorías: los que instruidos directamente por los “hijos de Dios”, residentes en la referida isla, estaban iniciados en la divina doctrina de la pura revelación, y los que pertenecientes a distinta raza habitaban en la desaparecida Atlántida y poseían la facultad de clarividencia a cualquier distancia y a pesar de los obstáculos materiales. Eran, en suma, la cuarta raza de hombres a que alude el Popol Vuh, y sin duda tenían congénitas cualidades mediumnímicas, como ahora se dice, que les permitían adquirir los conocimientos sin sacrificio alguno; mientras que los hierofantes de la primera categoría hollaban el sendero trazado por sus divinos instructores y adquirían gradualmente los conocimientos hasta distinguir entre el bien y el mal. Los adeptos nativos de la Atlántida obedecían ciegamente las insinuaciones del invisible Dragón o rey Thevetat, quien no había aprendido ciencia alguna, pero que, según dice Wilder, era “una especie de Sócrates que sabía sin haber sido iniciado”. Así que, influida por las malignas insinuaciones de Thevetat, la raza atlante se convirtió en una nación de magos negros, por lo que se encendió una guerra, cuyo relato nos llevaría demasiado lejos. 

El conflicto terminó con la sumersión de la Atlántida, que las tradiciones babilónica y mosaica simbolizaron en el diluvio. “Murió toda carne y todo hombre...”, “los gigantes y los magos...”; todos, excepto Xisthrus y Noé, equivalentes típicamente al Padre de los thlinkithianos del Popol Vuh, quien, como Vaisvasvata, el Noé indo, se salvó en un espacioso buque.
            
Si damos crédito a esta tradición, hemos de admitir también el posterior relato, según el cual, del enlace entre la progenie de los hierofantes de la isla y los descendientes del Noé atlante, nació una raza mixta de justos y de malvados. Por una parte, tiene el mundo a Enoch, Moisés, Buda, los salvadores y hierofantes insignes, y por otra parte, los magos naturales, que por no restringir su iluminación espiritual, y a causa de su debilidad física y mental, pervirtieron inadvertidamente sus dotes. Moisés no tiene ni una sola palabra de vituperio para los videntes y profetas educados en los colegios de sabiduría esotérica que menciona la Biblia, sino que guarda su enojo contra quienes, con intención o sin ella, degradaban los poderes recibidos de sus antecesores los atlantes, poniéndolos al servicio de espíritus malignos en perjuicio de la humanidad. Las iras de Moisés se encendían contra el espíritu de Ob, pero no contra el de Od.

EL  TESORO  DE  LOS  INCAS


Las ruinas de que está sembrado el suelo americano y muchas islas adyacentes a la India occidental fueron obra de los sumergidos atlantes. Así como los hierofantes del continente antiguo podían comunicarse submarinamente con el nuevo, así también los magos atlantes dispusieron de análogas comunicaciones. A propósito de estas misteriosas catacumbas, referiremos una curiosa narración oída de labios de un peruano con quien íbamos de viaje, y que murió hace tiempo. 
Trata la narración de los famosos tesoros del último inca, y es como sigue:
            
Desde el célebre y miserable asesinato perpetrado por Pizarro en la persona del último inca, todos los indios conocían el paraje donde estaba escondido el tesoro, pero no así los mestizos, en quienes era imposible confiar. Al caer prisionero el inca, ofreció su esposa en rescate todo el oro que cupiese en una sala hasta la altura donde alcanzase el conquistador, debiendo efectuarse la entrega antes de la puesta de sol del tercer día. La esposa del inca cumplió su palabra, pero Pizarro faltó a ella, según costumbre en los aventureros españoles, porque maravillado a la vista de tan enorme riqueza, declaró que en modo alguno devolvería la libertad al prisionero, sino que le quitaría la vida, a menos que la reina revelase la procedencia del tesoro. Había oído decir Pizarro que los incas guardaban incalculables riquezas en un túnel o galería subterránea de muchas millas de largo. La infortunada reina pidió una prórroga y fuése a consultar el oráculo. Durante el sacrificio, el sacerdote mayor le mostró en el sagrado espejo negro  la inevitable muerte de su esposo, tanto si entregaba como si no a Pizarro los tesoros de la corona. Entonces, la reina mandó tapiar la entrada del subterráneo que se abría en la rocosa margen de un barranco. El sacerdote mayor, acompañado de los magos, después de tapiar la abertura, llenaron el barranco de enormes piedras sobre las que extendieron una capa de tierra para disimular la obra. Los españoles asesinaron al inca y la desdichada reina se suicidó, burlando así la codicia de los conquistadores, sin que nadie, excepto unos cuantos peruanos fieles, tuviese noticia del paraje donde el tesoro quedaba oculto.
            
A consecuencia de algunas indiscreciones, los gobiernos de distintos países enviaron agentes en busca del tesoro bajo pretexto de exploraciones científicas, pero no tuvieron éxito alguno en su propósito.

Los informes de Tschuddi y otros historiadores del Perú confirman esta narración, aunque hay algunos pormenores desconocidos del público antes de ahora.
            
Varios años después volvimos al Perú, y en un viaje por mar desde Lima a las costas meridionales, llegamos cuando ya se ponía el sol a un punto cercano a Arica, donde nos llamó la atención una enorme y solitaria roca cortada casi a pico y sin visible enlace con la cordillera de los Andes. Era la tumba de los incas. Con el auxilio de unos gemelos de teatro, distinguimos a los reflejos del sol poniente algunos curiosos jeroglíficos grabados en la superficie de la volcánica roca.

SUBTERRÁNEOS  DEL  PERÚ


En Cuzco, capital del Perú, se alzaba el templo del Sol, famoso en todo el país por su magnificencia. Techo, paredes y cornisas estaban revestidas de planchas de oro, y en el muro occidental habían practicado los arquitectos una abertura dispuesta de tal modo, que enfocaba los rayos solares hacia el interior del edificio, en donde se difundían como dorada cadena alrededor de las paredes e iluminaban los torvos ídolos y descubrían ciertos signos místicos, de ordinario invisibles, en que se cifraba el secreto de las entradas a la galería subterránea. Una de estas entradas se abre en las inmediaciones del Cuzco (actualmente es imposible de descubrir), y da acceso a un larguísimo subterráneo que conduce a Lima, y de esta ciudad tuerce hacia el Sur hasta Bolivia. En cierto punto del túnel hay un sepulcro regio a cuya cámara dan acceso dos puertas ingeniosamente dispuestas, o mejor dicho, dos enormes losas, que al girar sobre sus goznes cierran con tan perfecto ajuste, que sólo por medio de ciertas señales secretas pueden descubrir la juntura los fieles guardianes.
            
Una de estas losas intercepta la galería por la parte de Lima, y la otra por la de Bolivia. Esta última rama se dirige hacia el Sur y pasa por Trapaca y Cobijo, porque Arica no está muy lejos del riachuelo Payquina  que separa Perú de Bolivia.
            
No lejos de allí se yerguen tres picachos andinos, distanciados en forma de triángulo. Según tradición, en uno de estos picos se abre la única entrada expedita de la galería que va al Norte; pero sin conocer los puntos de referencia que a la entrada encaminan, fuera en vano que un ejército de titanes apartara las rocas con intento de descubrirla. Y aun suponiendo que alguien diese con ella y llegara por la galería hasta la losa que cierra la cámara sepulcral, resuelto a derribarla, nada conseguiría, porque las rocas de la bóveda están asentadas de modo que, en tal caso, cegarían la tumba con todos sus tesoros. La cámara de Arica no tiene otra entrada que la abierta en la montaña inmediata al río Payquina. A lo largo de la galería que desde el Cuzco pasa por Lima hasta llegar a Bolivia, hay pequeños escondrijos, donde durnte muchas generaciones acumularon los incas incalculables riquezas en oro y piedras preciosas.
            
Los tesoros descubiertos en las excavaciones de Micenas por Schliemann despertaron la codicia de los aventureros, que desde entonces ponen la mira en las ruinas donde sospechan ha de haber criptas o cuevas subterráneas con escondidos tesoros. No hay paraje alguno, ni siquiera el Perú, del que se refieran tantas tradiciones como del desierto de Gobi, en la Tartaria independiente. Esta desolada extensión de movediza arena fue, si la voz popular no miente, uno de los más poderosos imperios del mundo. Se dice que el subsuelo esconde oro, joyas, estatuas, armas, utensilios y cuanto supone civilización, lujo y arte en cantidad y calidad superior a lo que pueda hoy hallarse en cualquier capital de la cristiandad. Las arenas del desierto de Gobi se mueven regularmente de Este a Oeste, impelidas por el huracanado viento que de continuo sopla. De cuando en cuando, dejan las arenas al descubierto parte de los tesoros ocultos, pero ningún indígena se atreve a echarles mano porque le herirían de muerte los bahti, espantosos gnomos a cuya fidelidad está confiada la custodia de aquellas riquezas, en espera de que la sucesión de los períodos cíclicos permita revelar la existencia de aquel pueblo prehistórico para enseñanza de la humanidad.
            
Según tradicional local, en las cercanías del lago Tabasun Nor está todavía la tumba del khan Ghengiz, donde el Alejandro mogol duerme para despertar dentro de tres siglos y conducir a su pueblo a nuevas victorias y más verdes laureles.
            
El desierto de Gobi, así como toda la Tartaria independiente y el Tíbet, están celosamente guardados contra la intrusión de los extranjeros. Quienes obtienen licencia para atravesar dichos territorios, quedan sujetos a la vigilancia de los agentes de la suprema autoridad del país, con la restricción de no divulgar nada de lo referente a lugares y personas.

EL  EJERCICIO  DE  LA  MAGIA


Marco Polo, el audaz viajero del siglo XIII, dice que “las gentes de Pashai están muy versadas en brujería y diabólicas artes". Pero los tiempos antiguos son exactamente como los modernos en lo tocante al ejercicio de la magia, sin más diferencia que la reserva de los adeptos y el secreto de las prácticas aumenta en proporción de la curiosidad de los viajeros.
            
Hiuen-Thsang dice de los habitantes de dichos países que “los hombres son aficionados al estudio, aunque no se entregan a él con mucho ardor, y la ciencia mágica es entre ellos una profesión ordinariamente mercantil”. No queremos contradecir en este punto al venerable peregrino chino, y admitiremos sin reparo que en el siglo VII hubo quienes lucraron con la magia como también lucran algunos hoy día, aunque no seguramente los verdaderos adeptos. El piadoso e intrépido Hiuen-Thsang, que arriesgó cien veces la vida para contemplar la sombra de Buda en la cueva de Peshawur, no se atrevería a acusar de mercaderes de magia a los santos lamas y monjes taumaturgos. Hiuen-Thsang debió tener presente la respuesta de Gautama a su protector el rey Prasenagit, que le había llamado para que obrase milagros. 

Díjole Buda: “¡Oh príncipe! Yo no enseño la ley a mis discípulos diciéndoles que a la vista de los brahmanes y de los padres de familia operen por sobrenatural poder milagros mayores que hombre alguno, sino que cuando les enseño la ley, les digo: Vivid de modo que ocultéis vuestras buenas obras y mostréis vuestros pecados”. Sorprendido el coronel Yule por los relatos que de las manifestaciones mágicas hicieron los viajeros que en toda época visitaron la Tartaria y el Tíbet, dedujo que “los naturales debieron tener a su disposición laenciclopedia completa de los modernos espiritistas”. Duhalde menciona, entre las diversas hechicerías de estas gentes, el arte de evocar la sombra espectral de Lao-Tsé  y de las divinidades aéreas, así como el fenómeno de que un lápiz escriba, sin tocarlo nadie, las respuestas a varias preguntas.
            
Las evocaciones formaban parte de los misterios religiosos del santuario; pero estaban rigurosamente prohibidas, por hechiceras y nigrománticas, las de propósitos profanos o lucrativos.
            
Cuando Hiuen-Thsang deseaba adorar la sombra de Buda no recurría a los magos profesionales, sino que le bastaba el invocativo poder de su propia alma acrecentado por la fe, la plegaria y la contemplación. Pavorosas tinieblas rodeaban la cueva donde se dice que de cuando en cuando aparece la sombra de Buda. En ella entró Hiuen-Thsang y comenzó sus rezos con cien jaculatorias; pero como nada veía ni oía, creyóse demasiado pecador para recibir la suspirada merced y prorrumpió en dolientes y desesperadas voces. Iba ya a desalentarse, cuando advirtió en la pared oriental de la cueva un débil resplandor muy luego desvanecido. Recobrada con ello la esperanza, volvió a ver por un instante el resplandor, y entonces hizo voto solemne de que no saldría de la cueva sin la inefable dicha de ver la sombra del “Venerbale de los Tiempos”. No hubo de esperar mucho rato, porque apenas rezadas doscientas plegarias, iluminóse de repente la tenebrosa cueva, en cuyo muro oriental apareció blanco, majestuoso y resplandeciente, el espectro de Buda como Montaña de Luz tras desgarradas nubes. El rostro de la divina aparición deslumbraba con su brillo. Hiuen-Thsang, extático y absorto ante el prodigio que contemplaban sus maravillados ojos, no podía apartarlos de la sublime e incomparable visión. Añade Hiuen-Thsang en su diario Si-yu-ki, que sólo puede ver claramente el espectro de Buda, aunque sin gozar de su vista mucho tiempo, quien ora con sincera fe y recibe misterioso influjo de lo algo.

LEYENDAS  CHINAS


A los que tan fácilmente acusan de irreligiosos a los chinos, les recomendamos la lectura del siguiente pasaje:

Por los años Yuan-ye del Sung, una piadosa matrona y sus dos criadas vivían en todo y por todo en el País de la Iluminación. Cierto día, una de las criadas le dijo a la otra: “Esta noche iré al reino de Amita”. Aquella misma noche llenóse la casa de balsámicos olores y la muchacha murió, sin que cupiera achacar a enfermedad su muerte. Al día siguiente, la otra criada le dijo a su ama: “Ayer se me apareció en sueños mi compañera declarándome estas palabras: -Gracias a las reiteradas súplicas de nuestra querida ama, estoy en el Paraíso con inefable bienaventuranza”. La señora repuso: “Si se me apareciese también a mí, creería cuanto me dices”. A la noche siguiente aparecióse la difunta a la señora, y ésta le preguntó: “¿Podría yo visitar por una vez siquiera el País de la Iluminación? –Sí- respondió el alma bienaventurada; -sígueme”. 

La señora siguió en sueños a la aparecida, y muy luego descubrió un vastísimo lago cubierto de multitud de lotos blancos y rojos de varios tamaños, unos lozanos y otros ya marchitos. Preguntó la señora qué significaban aquellas flores, y la aparición respondió diciendo: “Son los moradores de la tierra cuyo pensamiento se convierte al País de la Iluminación. El primer anhelo sincero por el paraíso de Amita, engendra en el celeste lago una flor, que crece más bella según adelanta en su perfeccionamiento quien la engendró. De lo contrario, se aja y marchita”. 
Quiso entonces la señora saber el nombre de un iluminado que reposaba en un loto con ondulantes y resplandecientes vestiduras. La aparecida respondió: “Es Yang-Kie”. Preguntó el nombre de otro, y la criada le dijo: “Es Mahu”. Volvió a preguntar la señora: “¿Dónde naceré en mi venidera existencia?” entonces, el alma bienaventurada condujo a la señora más lejos todavía, y mostrándole una colina resplandeciente de oro y azul, le dijo: “He ahí vuestra morada futura. Seréis del primer coro de bienaventurados”.
            
Al despertar de aquel sueño, mandó la señora inquirir noticias de Yang-Kie y Mahu. El primero había ya muerto. El otro gozaba aún de perfecta salud. Y así supo la señora que el alma del que adelanta en santidad sin retroceder en el camino, puede morar en el País de la Iluminación, aunque su cuerpo resida todavía en este transitorio mundo.

En la misma obra traduce Schott otra leyenda china de índole análoga, que dice así:

Un hombre mató durante su vida a muchos seres vivientes, hasta que por fin murió de un ataque apoplético. Los sufrimientos que aguardaban a esta alma pecadora conmovieron mi corazón. Fui a verle y le exhorté a que invocase a Amita, pero no quiso en modo alguno. La perversidad le cegaba el entendimiento, pues las malas acciones le habían empedernido el corazón. ¿Qué porvenir esperaba a este hombre después de la muerte? Todos sabemos que en esta vida tras el día viene la noche y el invierno sigue al verano; pero, ¡oh ciega obstinación!, nadie repara en que después de la vida viene la muerte.

Estos dos modelos de la literatura china bastan para rebatir el cargo que de irreligiosidad y materialismo suele hacerse contra dicha nación. La primera leyenda rebosa encanto espiritual, y bien podría hallar lugar propio en cualquier devocionario cristiano. La segunda es digna de todo elogio, y sólo fuera necesario poner Jesús  en vez de Amita, para darle carácter ortodoxo con respecto al sentimiento religioso y al código de la filosofía moral.
            
La leyenda siguiente es todavía más interesante, y la copiamos en beneficio de los cristianos restauradores:

Hoang-ta-tie era un herrero que vivía en T’anchen en la época del Sung. En el trabajo acostumbraba a invocar incesantemente el nombre de Amita Buda. Un día repartió entre sus vecinos para que los divulgasen, unos versos que decían:
¡Ding, dong! Vigorosos y rápidos martillazos caen sobre el hierro, que al fin se convierte en duro acero. Pronto amanecerá el larguísimo día del reposo. La mansión de la bienaventuranza eterna me llama a sí.
El herrero murió en aquel punto, pero sus versos se divulgaron por todo el Honan, y muchos aprendieron a invocar el nombre de Buda.

ESPÍRITUS  DEL  DESIERTO


            Es del todo ridículo negar a los chinos y demás pueblos asiáticos el conocimiento y percepción de las cosas espirituales. De uno a otro confín abundan en aquellos países los místicos, los filósofos religiosos, los santos budistas y los magos. Es universal allí la creencia en un mundo espiritual poblado de seres invisibles, que en ciertas ocasiones se manifiestan objetivamente a los mortales. A este propósito dice I. J. Schmidt:
           
            Creen los pueblos del Asia Central que las entrañas de la tierra, así como su atmósfera, están pobladas de seres espirituales que influyen, en parte benéfica, en parte maléficamente, sobre la naturaleza orgánica e inorgánica. Creen también que los malignos espíritus prefieren por morada o punto de reunión los desiertos y comarcas despobladas, donde son terriblemente intensas las influencias de la Naturaleza. De aquí, que desde la más remota antigüedad se hayan considerado las estepas de Turán, y más particularmente el desierto de Gobi, como morada de seres maléficos.

            En el relato de sus viajes alude repetidamente Marco Polo a los falaces espíritus de los desiertos. Durante muchos años, y más todavía en estos últimos, se tuvieron por fantásticas las narraciones del famoso explorador acerca de los prodigios que afirmó haber visto operar varias veces a los súbditos del khan Kublai y a los adeptos de otros países. En sus últimos momentos le pidieron con ahínco sus familiares a Marco Polo que se retractara de las supuestas falsedades, pero él juró solemnemente que, no sólo era verdad cuanto había dicho, sino que “únicamente refirió la mitad de lo que viera”.
            Dice Marco Polo al describir su paso por el desierto de Lop:

            Cuando los viajeros caminan durante la noche, oyen las voces de los espíritus que algunas veces les llaman por su propio nombre. También de día se oyen las voces de estos espíritus, y en ocasiones el son de instrumentos músicos y más frecuentemente el de tambores.

            El traductor de la obra aduce, en apoyo de este relato, el siguiente pasaje del historiador chino Matwanlin:

            Al atravesar este desierto se oyen unas veces cantos y otras gemidos. Con frecuencia se han extraviado o del todo perdido los viajeros que por curiosidad quisieron saber de dónde salían las voces, que de cierto eran de espíritus y duendes.

            Añade Yule por su parte, que estos duendes no son privativos del desierto de Gobi, y aunque parece que aquél es un lugar preferido, se congregan en otros desiertos al amparo del pavor que infunden las vastas soledades.
            
Sin embargo, si aceptáramos con Yule que las misteriosas voces del desierto de Gobi tienen por causa el pavor que infunde el vasto desierto, ¿por qué han de ser de mejor condición los duendes del país de los gadarenos, y por qué no sería alucinación de Jesús el demonio que le tentó durante los cuarenta días de prueba en el desierto? Además, sea o no cierta la hipótesis de Yule, conviene aquí referirla por su imparcial aplicación a todos los casos. Plinio habla de fantasmas que aparecen y desaparecen en los desiertos de África; Etico, cosmógrafo cristiano de los primeros tiempos, menciona, aunque sin darles crédito, los relatos acerca de los cantos y algazara que se oían en el desierto; Mas’udi alude a los espectros que en altas horas de la noche se aparecen a los viajeros que cruzan el desierto, y refiere que en cierta ocasión Apolonio de Tyana y sus compañeros vieron a la luz de la luna, en el desierto cercano al río Indo, un espectro (empusa o ghûl) que tomaba infinidad de formas y se desvaneció entre agudos chillidos en cuanto le increparon; y por último, Ibn Batruta relata parecidos casos respecto al Sahara occidental, diciendo que “si el viajero va solo, los demonios juegan con él y le fascinan para que se extravíe y perezca.
            
Ahora bien: si estos fenómenos admiten “explicación racional”, como así nos parece en la mayoría de los casos, también han de entrar en la misma regla los demonios tentadores del desierto, según la Biblia, que serían asimismo efecto de supersticiosos temores, y por lo tanto, hubiéramos de diputar por falsos los relatos bíblicos, con lo que, habiendo falsedad siquiera en un solo versículo, pierden los demás el derecho a que se les considere de revelación divina. Y una vez admitido esto, los libros canónicos caen bajo el dominio de la crítica tan cumplidamente como cualquier colección de fábulas.

LA  ARENA  MUSICAL


Hay en el globo muchos parajes donde ocurren fenómenos acústicos que, según se ha comprobado últimamente, son efecto de causas naturales. En varios puntos de la costa meridional de California, cuando se mueve la arena produce un ruido semejante al de campanas, que llaman allí arena musical y cuya causa se atribuye a la electricidad.
Sobre el particular, dice el coronel Yule:

Otra clase de fenómenos es el son de instrumentos músicos, principalmente de tambores, que se producen al agitar los montículos de arena... El monje Odoric relata un fenómeno de esta clase que atribuye a causas sobrenaturales, y he podido experimentar en el Reg Ruwán o arenas movedizas de Kabul. Además de este notable caso, observé igualmente el no menos famoso de la “Cuesta de la Campana” (Jibal Nakies)  en el desierto de Sinaí... Una narración china del siglo X menciona este fenómeno y lo da por generalmente conocido con el nombre de “arenas cantoras” en las cercanías de Kwachau, en el límite oriental del desierto de Lop.

No cabe duda de que estos fenómenos proceden de causas naturales; pero ¿qué decir de las preguntas y respuestas clara y distintamente dadas y recibidas?, ¿qué de las conversaciones de algunos viajeros con los invisibles espíritus o desconocidas entidades que suelen manifestarse objetivamente a toda una caravana? Si tantos millones de personas creen en la posibilidad de que los espíritus se materialicen tras la cortina de un médium y aparezcan en el círculo, no ha de negarse igual posibilidad en los espíritus elementales del desierto. Aquí del ser o no ser de Hamlet. Si los espíritus son capaces de llevar a cabo cuanto alegan los espiritistas, ¿por qué no han de poder aparecerse a los viajeros en las soledades del desierto?
            
¡Qué de incrédulas burlas debieron provocar durante siglos las tildadas de absurdas y supersticiosas narraciones de Marco Polo acerca de las facultades “sobrenaturales” de los abraiamanes!
Al describir la pesca de perlas en Ceilán, según se efectuaba en su época, dice el famoso viajero:

Los mercaderes están obligados a pagar la vigésima parte de la pesca a los hombres que encantan a los peces grandes con objeto de que no devoren a los buzos. Estos encantadores de peces se llaman abraiamanes, cuya influencia sólo duraba mientras la pesca, pues por la noche rompían el hechizo y los peces recobraban su actividad. Estos abraiamanes saben también encantar cuadrúpedos, aves y todo ser viviente.

En las notas aclaratorias sobre esta llamada “degradante superstición” asiática, dice el coronel Yule:

El relato de Marco Polo en lo referente a las pesquerías de Ceilán, es exacto en el fondo... En las minas de diamantes del país de los circares, están los brahmanes encargados de mantener propicios a los genios tutelares. En lengua tamil, los encantadores de tiburones se llaman kadal-katti (atadores de mar), y en lengua indostánica hai-banda (atadores de tiburones). En Aripo estos encantadores son todos de una misma familia, en cuyos individuos se vinculan las facultades hechiceras. El jefe de los encantadores está, o por lo menos no hace muchos años estaba retribuido por el gobierno inglés, y recibía además diez madréporas diarias por cada embarcación que tomaba parte en la pesca. Al visitar Tennent aquellos lugares echó de ver que el jefe de los encantadores era católico de religión, sin que esta circunstancia afectase al ejercicio y validez de sus funciones. Es digno de notar que, desde la ocupación británica, no haya ocurrido más que un solo accidente debido a los tiburones.

LOS  TIBURONES  DE  CEILÁN


Conviene considerar dos puntos del pasaje anterior: 1.º Que las autoridades británicas retribuyen a los encantadores de tiburones por el ejercicio de su profesión; 2.º Que desde el establecimiento oficial del régimen británico sólo haya habido que deplorar una víctima devorada por los tiburones.
            
Podrá objetar alguien que el gobierno inglés se aviene a retribuir al hechicero por no romper con una “degradante superstición” arraigadísima en el país; pero aunque así fuera, ¿también están los tiburones subvencionados por el gobierno con el fondo de gastos secretos? Cuantos han estado en Ceilán saben que en la costa perlera abundan los tiburones hasta el punto de ser muy peligroso bañarse en aquel paraje, y mucho más todavía bucear en sus aguas.
            
A mayor abundamiento podríamos nombrar a varios oficiales de graduación del ejército inglés de la India, que después de valerse de la influencia de los magos y hechiceros indígenas para encontrar objetos perdidos y resolver asuntos de índole escabrosa, se contentaron con manifestar en secreto su agradecimiento, y para colmo de villanía despotricaron a más y mejor en los areópagos mundanos contra las “supersticiones” indas, negando públicamente la verdad de la magia.
            
No hace muchos años tenían los científicos por superstición de la peor especie la creencia de que la imagen del asesino quedaba grabada en los ojos del asesinado, por lo que era posible descubrir al criminal previo atento examen de las retinas de la víctima, sobre todo si se sometía el cadáver a ciertas fumigaciones y fórmulas de hechicería. Pero he aquí que contra los prejuicios científicos, dice un periódico americano:

Desde hace algunos años llama la atención una hipótesis según la cual se materializa el postrer esfuerzo de la visión, de modo que la imagen del objeto queda grabada en el ojo después de la muerte. Así lo han comprobado las experiencias llevadas a cabo ante el profesor Bunsen y el doctor Gamgee, de la Real Sociedad de Birmingham. Sirvió de sujeto de experimentación un conejo colocado junto al agujero de una cerradura, de modo que forzosamente hubiera de fijar la vista en ella. Muerto al punto el conejo, quedó grabada en sus ojos la imagen de la cerradura.

Si del país de la ignorancia, la idolatría y la superstición, como algunos misioneros llaman a la India, nos trasladamos a París, el presuntuoso foco de la civilización, encontraremos la magia disimulada en forma de espiritismo oculto, según demuestra la siguiente carta del honorable John L. O’Sullivan, ex ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en Lisboa, quien relata los curiosos incidentes de una sesión entremágica a que asistió no ha mucho tiempo en París con otras conspicuas personas. Dice así:

SESIÓN  DE  MAGIA


                                    Nueva York, 7 de Febrero de 1877.

            
Con muchísimo gusto defiero a su deseo de poseer un informe escrito acerca de lo que, según ya expuse a usted de palabra, presencié en París el verano pasado en casa de un médico muy respetable cuyo nombre no debo revelar, pero a quien llamaré el doctor X.
            
Me presentó en la casa mi amigo el señor Gledstanes, un inglés muy conocido en los círculos espiritistas de Londres. Había en aquella ocasión unas diez o doce visitas más entre señoras y caballeros, acomodados todos en butacas que ocupaban la mitad del salón, cuya capacidad agrandaba un espacioso jardín contiguo. En la otra parte del salón había un magnífico piano de cola, y entre éste y los circunstantes un par de butacas en espera de ocupante. Cerca de ambos sitiales se abría la puerta de comunicación con los aposentos interiores.
            
Entró en el salón el doctor X y con fácil palabra nos estuvo hablando veinte minutos. Según colegí de lo que dijo, el doctor se había dedicado durante veinticinco años a la investigación ocultista, sobre que tiempo ha pensaba escribir un libro, y se disponía a provocar algunos fenómenos con el principal intento de que los presenciaran sus colegas científicos, aunque pocos o ninguno concurrían.
            
Acabado el discurso entraron en el salón dos señoras. La de menos edad era su esposa, y la otra (a quien llamaré señora Y) una médium en quien el doctor X había experimentado durante sus veinte años de estudios, gracias a la abnegación y espíritu de sacrificio con que ella se puso a su servicio para el caso.
            
Ambas señoras tenían los ojos cerrados como si estuvieran en trance. Colocólas el doctor X de pie a uno y otro lado del piano, cuya tapa estaba caída, y apenas puso él encima las manos de ellas, cuando resonaron en batalladora confusión las notas de marchas, galopes, tambores, cornetas, descargas de fusilería y artillería,, gritos y gemidos. Esto duró de cinco a diez minutos.
            
Se me olvidaba decir que por indicación del señor Gledstanes, ya conocedor de estos fenómenos había yo escrito con lápiz en un papel sin que nadie lo supiera tres nombres de un músico difunto, de una flor y de una torta. Escogí por músico a Beethoven, por flor la margarita y por torta la que los franceses llaman plombières. Anotados los tres nombres en el papel sin que nadie, ni aun mi amigo, supiese cuáles eran, hice con el papel una pelotilla que guardé en la mano. Terminada la tocata, el doctor X hizo sentar a la médium en una de las butacas desocupadas, mientras que su esposa se acomodaba en el otro extremo del salón. Me dijo entonces el doctor que entregase el arrugado papel a la médium, quien lo tomó, dejándolo sin abrir sobre la falda del vestido de merino blanco, cuyos amplios pliegues reverberaban a la luz de los candelabros. 

A poco, echó el papel al suelo, de donde yo lo recogí. El doctor mandó a la médium que se levantase para “evocar al muerto”. Levantada que estuvo, apartó el doctor las dos butacas y puso en la mano de la señora Y una varilla de acero, cosa de metro y medio de larga, rematada por un extremo en una tau egipcia. Con esta varilla trazó la médium en torno suyo un círculo de unos dos metros de diámetro por el extremo de la cruz, y en seguida se la devolvió al doctor. Quedóse la médium todavía algún rato de pie, con las manos colgantemente cruzadas sobre el inmóvil cuerpo y la vista dirigida en alto hacia uno de los ángulos fronterizos del salón. Después empezó a mover los labios con leve murmullo al principio, y luego en frases brevemente entrecortadas a manera de letanía, pues reiteraba a intervalos algunas palabras con inflexión de nombres. Me sonaba aquello a lengua oriental. El rostro de la médium aparecía vivamente agitado, y de cuando en cuando ceñudo. De quince a veinte minutos duró esta misteriosa escena que todos los circunstantes presenciábamos con religioso silencio. De pronto, sus palabras fueron más vehementes y rápidas, hasta que extendiendo un brazo en dirección al punto donde tenía fija la vista, exclamó con voz que más bien semejaba alarido que grito: ¡BEETHOVEN!; y cayó postrada en el suelo.
            
Acudió presuroso el doctor X en socorro de la señora Y, dándole enérgicos pases después de acomodarle la cabeza sobre almohadones. Así quedó como si estuviera enferma, gimiendo y ladeándose de postura a cada punto, de suerte que parecía pasar por todas las fases de una dolencia de muerte; y así era en efecto, pues según después supe, reproducía la médium exactamente todas las incidencias de la muerte de Beethoven. Prolijo fuera describir los pormenores de esta escena, y así diré únicamente que cesó el pulso y fue enfriándosele gradualmente el cuerpo de extremidades a vísceras, e hinchándosele horriblemente pies y piernas.
            
El doctor nos invitó a todos a ver de cerca el fenómeno. Empezaron los estertores de la agonía en intervalos cada vez más largos y desmayados, hasta que en los últimos momentos inclinó la cabeza y dejó caer las manos con que arrugaba los pliegues del vestido. El doctor nos dijo que “estaba muerta”, y en efecto lo parecía. Rápidamente sacó no sé de dónde dos áspides, que muy de prisa puso uno en el cuello y otro en el seno de la médium, a la que dio después enérgicos pases. Al cabo de un rato fue la médium recobrando gradualmente el sentido, y entonces el doctor y sus criados la trasladaron al gabinete, de donde no tardó en regresar aquél diciéndonos que el momento era verdaderamente crítico y que la menor tardanza daría lugar a que la muerte aparente se convirtiese en real.
            
No hay para qué decir el efecto que la descrita escena causó en los circunstantes ni necesito advertir que no fue artificio de prestidigitador contratado para ilusionar al público, pues la reunión era privada sin que nadie hubiera podido entrar en la casa a espaldas del dueño, aparte de que infinidad de pormenores de lenguaje, modales, actitud y expresión denotaban con entera independencia del fenómeno en sí, aquella formalidad y buena fe que llevan el convencimiento al ánimo de los circunstantes con suficiente firmeza para transmitirlo de palabra o por escrito a otras personas.
            
Al poco rato entró de nuevo en el salón la señora Y, y sentada que estuvo en una de las butacas, me invitó el doctor a que ocupara la contigua. Guardaba yo todavía en mi mano el arrugado papel en que secretamente escribiera las tres palabras aludidas, de las cuales era “Beethoven” la primera. Permaneció la médium unos minutos con las manos apoyadas en la falda hasta que empezó a moverlas agitadamente, al punto que sus facciones se contraían con dolorosa expresión y exclamaba: “Me abraso, me abraso”. A los pocos momentos levantó la mano mostrando una lozana y fresca margarita, esto es, la flor cuyo nombre había yo escrito en el papel. Me la dio, y la enseñé a los circunstantes antes de guardármela. Dijo el doctor que aquella margarita era de una variedad desconocida en París, pero se equivocaba en ello, porque días después vi la misma variedad en el mercado de flores de la Magdalena. No sé si la médium materializó la flor en sus manos o si fue un fenómeno de aporte como los de las sesiones espiritistas; pero forzosamente había de ser una de dos, porque la señora Y no tenía la flor cuando a plena luz del salón se sentó a mi lado.
            
La tercera palabra escrita en el papel era, según queda dicho, la de una torta de repostería llamada plombières. La médium hizo ademán de comer, aunque no había manjar alguno a la vista, y me preguntó si quería acompañarla a Plombières. Esto pudo ser muy bien un caso de lectura del pensamiento.

EL  ESPÍRITU  DE  BEETHOVEN



Después de esto nos dijo el doctor que su señora estaba en aquel momento poseída del espíritu de Beethoven, y a ella se dirigió él como si en efecto hablara con el insigne compositor. La señora X no oyó lo que su marido le decía hasta que éste hubo levantado la voz, y este pormenor daba verosimilitud a la escena, pues ya sabemos que Beethoven era muy sordo. Entonces la médium respondióle con exquisita cortesía, y después de un rato de conversación instó el doctor a su mujer a que tocase el piano, y aunque, según supe después, era en estado de vigilia menos que mediana pianista, interpretó magistralmente algunas obras de Beethoven e improvisó otras piezas de estilo inconfundiblemente beethoviano.

Al cabo de media hora pasada en música y conversación con el espíritu de Beethoven infundido en el cuerpo de la señora X, cuyo rostro tomó notable parecido con el del famoso maestro, su marido el doctor le puso en las manos papel y lápiz, rogándole que dibujase las facciones de la entidad espectral a quien ante sí veía. La médium bosquejó rápidamente de perfil una cabeza parecida a los bustos de Beethoven, aunque más joven, y trazó debajo a manera de firma el nombre del compositor, sin que me sea posible decir hasta qué punto se parece al autógrafo. De todos modos, conservo este dibujo.

Ya muy tarde empezaron a despedirse los concurrentes, y como no era oportuno interrogar al doctor acerca de cuanto acababa de presenciar, fui a verle pocos días después en compañía del señor Gledstanes, y me dijo que admitía la actuación de los espíritus, pero que era algo más que espiritista, pues había estudiado a fondo durante mucho tiempo los misterios de Oriente. Sin embargo, me pareció que el doctor eludía hablar de este punto, pues declaróme que aquel mismo año iba a publicar un libro sobre la materia. Eché de ver encima de la mesa unas cuantas hojas sueltas con caracteres orientales, que yo no conocía, trazados por la señora X en estado de trance, según me dijo su marido, añadiendo que en tales casos se convertía en una sacerdotisa egipcia, o sea, a mi entender, que quedaba poseída del espíritu de la sacerdotisa. Ocurría esto porque un erudito amigo del doctor le había regalado unas cuantas vendas de lino de la momia de una sacerdotisa, adquiridas en Egipto, y el contacto de esta tela, avalorada por tres mil años de antigüedad y por la abnegación con que estudiaba las relaciones ocultas, fue causa eficiente de las facultades de ambas médiums.

A la señora Y le oí hablar el sagrado idioma de los templos, no tanto por inspiración como por los repetidos ejercicios con que solemos aprender un idioma extranjero, hasta el punto de que la reprendían y aun castigaban cuando se mostraba desaplicada o perezosa. Me dijo el doctor que entre quienes la habían oído hablar en el sagrado idioma se contaba Jacolliot, cuya opinión fue de que, en efecto, pronunciaba palabras con la fonética propia del antiquísimo lenguaje sagrado que en los templos de la India se conserva desde época anterior, si mal no recuero, a la del sánscrito.

Respecto a los áspides o culebras de que el doctor se había valido para reanimar a la señora Y, o mejor dicho, tal vez para impedir que de veras muriese, me dijo que había en ello un profundo misterio relacionado con los fenómenos de vida y muerte; pero comprendí que los reptiles eran indispensables en la operación, aunque nada dejó traslucir el doctor sobre el particular, sino que por el contrario rechazaba enojado toda insinuación y me exigió profunda reserva de aquel pormenor. Únicamente podía explicar algo de los fenómenos durante la sesión, en lo cual hermanaba la elocuencia con la cultura, siendo inútil que fuera de este caso apuntáramos la conversación, pues nos remitía al libro cuando se publicara.
Me proponía concurrir alguna que otra tarde a estas sesiones, pero supe por mi amigo Gledstanes que el doctor X las había suspendido en vista del poco interés de médicos y científicos por aquellos fenómenos.
Aparte de otros pormenores de escaso interés, esto es cuanto recuerdo de la extraña y misteriosa velada. lE he comunicado a usted confidencialmente el nombre y dirección del doctor X porque creo que también va por los mismos caminos de estudio que la Sociedad Teosófica; pero no estoy autorizado para publicarlos.
De usted, respetuoso amigo y obediente servidor,
                                                                                  J. L. O’Sullivan

En este interesante caso traspone el simple espiritismo los límites de su rutina e invade el terreno de la magia. Se advierten los rasgos característicos de la mediumnidad, en que la señora Y cae en trance y actúa distintamente de su estado normal, subordinando la suya a una voluntad ajena para personificar el espíritu de Beethoven y de la sacerdotisa egipcia. En cambio, son fenómenos mágicos la influencia del doctor X en la médium, la forma de la varilla con que traza el místico círculo, la evocación del espíritu, la materialización de la flor y de los áspides y el aprendizaje idiomático de la señora Y. Esta clase de fenómenos son de interés y valía para la ciencia, pero expustos al abuso cuando caen en manos de experimentadores menos escrupulosos que el conspicuo doctor X. Un verdadero cablista oriental no aconsejaría la repetición de estos fenómenos.

Mundos desconocidos gravitan bajo nuestros pies y otros mundos más desconocidos todavía planean sobre nuestras cabezas. Entre unos y otros, un puñado de topos, ciegos a la brillante luz de Dios y sordos a los rumores del mundo invisible, presumen de guías de la humanidad. ¿Hacia dónde la guían? “Hacia delante”, responden ellos; pero nosotros tenemos motivos para dudarlo. El más eminente fisiólogo europeo quedaría frente a un analfabeto fakir indo, tan atontado como un escolar que no supiese la lección. Ni los vivisectores experimentos en pobres animales ni la hoja del escalpelo podrán demostrar jamás la existencia del alma. A este propósito pregunta Sergeant Cox, presidente de la Sociedad Psicológica de Londres:

¿Quién será tan mentecato que, sin saber nada de magnetismo ni de fisiología, ni haber presenciado jamás un fenómeno ni estudiado sus principios, niegue los hechos e impugne su teoría?

Podríamos responder cumplidamente a la pregunta diciendo que las dos terceras partes de los científicos modernos. Y si alguien calificara de impertinente la respuesta, creído de que en la verdad cabe impertinencia, le replicaríamos advirtiéndole que así respondió uno de los pocos científicos con suficiente valor y sinceridad para declarar las verdades por amargas que sean, quien añadió muy atinadamente:

El químico aprende electrotecnia del electricista; el fisiólogo aprende geología de los geólogos, y cada cual consideraría impertinencia de los demás que dogmatizaran en cuestiones de la especialidad ajena. Pero es tan extraño como cierto que no se tiene en cuenta tan razonable regla cuando se trata de psicología. Los médicos se consideran competentes para juzgar sentenciosamente sobre psicología y sus derivados, sin haber presenciado ningún fenómeno psíquico ni conocer los principios de su experimentación.

ESTATUAS  ANIMADAS


La universalidad de una creencia debe de basarse forzosamente en una abrumadora acumulación de hechos que la robustezcan de generación en generación. La más arraigada creencia universal es la magia o psicología oculta. Los que en nuestro tiempo se percatan de las formidables virtudes mágicas, aunque en los países cultos sean débiles sus efectos, ¿se atreverán a desmentir a Porfirio y Proclo que afirman la posibilidad de animar durante algunos momentos las estatuas de los dioses? 
No serán capaces de negarlo quienes bajo su firma aseguran haber visto moverse mesas y sillas y escribir lápices sin que nadie los toque. Cuenta Diógenes Laercio que el Areópago ateniense desterró al filósofo Estilpo por haberse atrevido a decir en público que la imagen de Minerva esculpida por Fidias no era más que un trozo de mármol; pero nuestro siglo, no obstante remedar a los antiguos en todo, presume aventajarles en conocimientos psicológicos, hasta el extremo de que encerraría en un manicomio a cuantos creen en el fenómeno de las “mesas semovientes”.
            
De todos modos, la religión de los antiguos será la religión del porvenir. Dentro de algunos siglos ya no habrá creencias dogmáticas en las religiones culminantes de la humanidad. Induísmo y budismo, cristianismo e islamismo desparecerán sepultados bajo el pujante alud de los hechos. “Infundiré mi espíritu en toda carne”, dice el profeta Joel. “En verdad os digo que mayores obras que éstas haréis vosotros”, prometió Jesús, mas para ello es preciso que el mundo se reconvierta a la capital religión del pasado, al conocimiento de los majestuosos sistemas precedentes de mucho al brahmanismo y aun al monoteísmo de los antiguos caldeos.
            
Entretanto, hemos de recordar los efectos consiguientes a la revelación de los misterios. Para infundir en la obtusa mente del vulgo la idea de la CAUSA PRIMERA, de la omnipotente VOLUNTAD creadora, los sabios sacerdotes de la antigüedad no disponían de otro medio que el transporte aéreo de cuerpos pesados, la animación divina de la materia inerte, el alma en ella infundida por la potencial voluntad del hombre, imagen microcósmica del gran Arquitecto. ¿Por qué el católico piadoso ha de repugnar, por ejemplo, las prácticas, que llama paganas, de los indios tamiles? El milagro de sangre de San Genaro, en Nápoles, lo hemos presenciado también en la población inda de Nârgercoil. ¿Qué diferencia hay entre uno y otro prodigio? La coagulada sangre de un santo del catolicismo hierve y humea en la redoma para satisfacción de rapazuelos devotos, y desde su magnífica hornacina lanza la imagen del mártir radiantes sonrisas de bendición sobre el concurso de fieles cristianos. 

El sacerdote católico sacude la redoma y se opera el milagro de la sangre. Por otra parte; el sacerdote indo introduce una redoma de arcilla llena de agua en el abierto pecho del dios Suran y después le clava una flecha, a cuyo golpe brota la sangre en que se convertido el agua. Y tanto cristianos como indos quedan extasiados a la vista de semejantes prodigios. No hay entre ambos fenómenos la más leve diferencia; ¿y no pudiera ser que el mismo San Generao les hubiese enseñado la impostura a los indos?
            Dice Hermes:

            -Sabe, ¡oh Asclepio!, que así como el altísimo es el padre de los dioses celestiales, del mismo modo es el hombre el artífice de los dioses que están en los templos y se complacen en la compañía de las gentes. Fiel a su origen y naturaleza, la humanidad persevera en esta imitación de los poderes divinos. Si el Pare creador hizo a su propia imagen los dioses inmortales, el hombre hace a los dioses a su propia imagen.
            
-¿Y hablas tú de las imágenes de los dioses?, ¡oh Trismegisto!
            
-Cierto que sí, Asclepio; y por mucha que sea tu desconfianza, ¿no adviertes que estas imágenes están dotadas de razón, animadas por un alma, y que pueden obrar los mayores prodigios? ¿Cómo negaríamos la evidencia, cuando estos dioses tienen don profético y vaticinan lo futuro, siempre que a ello les mueven las fórmulas mágicas de los sacerdotes?... Maravilla de maravillas es que el hombre haya inventado dioses... Verdaderamente, la fe de nuestros antepasados anduvo extraviada, y en su orgullo no supieron descubrir la real naturaleza de estos dioses..., sino que los identificaron consigo mismos. Impotentes para crear almas y espíritus, evocan los de ángeles y demonios para animar las imágenes sagradas de modo que presidan los Misterios, y comunican a los ídolos su propia facultad de obrar bien o mal.

LOS  MILAGROS  DE  LOURDES


Pero no únicamente los antiguos creyeron que las imágenes de los dioses manifiestan a veces inteligencia y se mueven de su lugar. En pleno siglo XIX nos informa la prensa periódica de los brincos que da la imagen de Nuestra Señora de Lourdes al escaparse de cuando en cuando a los bosques contiguos al templo, de suerte que más de una vez se ha visto el sacristán precisado a correr tras la fugitiva para restituirla a su altar. Además, se refieren multitud de “milagros”, curas repentinas, profecías, cartas llovidas del cielo y otros muchos por el estilo. Millones de católicos, no pocos de las clases cultas, creen implícitamente en estos “milagros”; y por lo tanto, no hay razón para repugnar el testimonio que de fenómenos de la misma índole dan historiadores tan fidedignos como Tito Livio en el pasaje siguiente:

            
Después de la toma de Veii le pregunta un soldado romano a la diosa Junio: “¡Oh Juno! ¿Tendrás a bien salir de los muros de Veii y trocar esta morada por la de Roma?” La imagen mueve la cabeza en señal de asentimiento y responde: “Sí quiero”. Además, al trasladarla a Roma pareció como si instantáneamente perdiera su mucho peso y siguiese a los portantes.

            
Con ingenua fe rayana en lo sublime se atreve Des Mousseaux a peligrosas comparaciones en numerosos ejemplos de milagros, así cristianos como “paganos”. Da una relación de imágenes de la Virgen y de santos que perdieron el peso y se movieron como pudiera hacerlo una persona viva, y aduce en pro de ello irrecusables pruebas entresacadas de los autores clásicos que describen tales milagros. Este autor lo pospone todo al capital pensamiento de demostrar la realidad de la magia, y que el cristianismo la rindió por completo, aunque no porque los milagros de los taumaturgos cristianos sean más numerosos, sorprendentes y significativos que los de los paganos. En lo referente a hechos y pruebas no cabe dudar de la fidelidad de Des Mousseaux como historiador; pero no ocurre lo mismo por lo que toca a comentarios y argumentos, pues, según él, unos milagros son obra de Dios y otros del diablo, de modo que Dios y Satán se encuentran frente a frente en porfiada lucha. Por lo demás, no expone ningún argumento valiosos para demostrar la diferencia esencial entre ambas clases de prodigios.
            
¿Queremos saber la razón de que Des Mousseaux vea en unos milagros la mano de Dios y en otros los cuernos y pezuñas del diablo? He aquí la respuesta:

La santa Iglesia católica, apostólica, romana declara que los milagros obrados por sus fieles hijos son efecto de la voluntad de Dios, y que todos los demás lo son de espíritus infernales.

Pero ¿en qué se funda esta declaración? A la vista tenemos un larguísimo catálogo de santos doctores que durante toda su vida lucharon contra el demonio, y a cuya palabra da la misma Iglesia tanta autoridad como a la de Dios. Dice a este propósito San Cipriano:

Vuestros ídolos e imágenes sagradas son habitación de demonios. Sí; estos espíritus inspiran a vuestro sacerdotes, animan las entrañas de vuestras víctimas, gobiernan el vuelo de las aves, y entremezclando continuamente lo verdadero con lo falso, dan oráculos y obran prodigios con intento de arrastraros invenciblemente a su adoración.

El fanatismo en religión, ciencia o cualquiera otra modalidad, degenera en manía y no puede por menos de obcecar los sentidos. Siempre será inútil discutir con un fanático. Al llegar a este punto, hemos de admirar una vez más el profundo conocimiento que demuestra Sergeant Cox en el siguiente pasaje del discurso a que antes aludimos:

No hay error más fatal que creer en el prevalecimiento de la verdad por sí misma o de que basta evidenciarla para recibirla. Muy pocas mentes anhelan la verdad real, y muchas menos todavía son capaces de discernirla. Cuando los hombres dicen que indagan la verdad, no hacen más que buscar una prueba evidente de tal o cual preocupación o prejuicio. Sus creencias se amoldan a sus deseos. Ven cuanto les parece estar de acuerdo con sus anhelos; pero son tan ciegos como topos respecto de lo que se oponga a su modo de pensar. Los científicos no están libres de este defecto.

LA  PAVOROSA THEOPOEA


Sabemos que desde remotísimas épocas la temible y pavorosa ciencia llamada theopoea enseñó a infundir temporánea vida inteligente en las imágenes de los dioses, cuya inerte materia vivificaba la poderosa voluntad del hierofante. El fuego robado del cielo por Prometeo cayó en la tierra durante la lucha para abarcar las regiones inferiores del firmamento y condensarse en las oleadas del éter cósmico. Era el potencial akâsha de los ritos induístas. Al respirar aire puro, se esponja en este fuego celeste todo nuestro organismo, que de él está saturado desde el instante de nuestro nacimiento, aunque sólo cabe actualizarlo por influjo de la VOLUNTAD y del ESPÍRITU.
            
Por espontáneo impulso, este fuego o principio vital obedece ciegamente las leyes de la Naturaleza, y según las circunstancias, engendra salud y exuberancia de vida o determina la muerte y disgregación. Pero cuando está dirigido por la voluntad del adepto, la obedece para restablecer el equilibrio del organismo, y sus corrientes llenan el espacio y operan los milagros psíquico-físicos perfectamente conocidos de los hipnitizadores. Infundido el principio akásico en la materia inorgánica, le da apariencias de vida, y por lo tanto de movimiento; pero como le falta inteligencia personal, el operador puede transmitirle su propio cuerpo astral (scin-lecca) o bien prevalecerse de su influencia en los espíritus de la Naturaleza para que uno de ellos se infunda en la imagen de mármol, madera o metal. También puede valerse de espíritus elementarios por la identificación que entre estas entidades y las elementales establece la afinidad psíquica; pero estos seres  inferiores sólo son capaces de dar apariencias de vida y movimiento a los objetos inanimados y no de infundir en ellos su esencia pasional cuando es de índole armónica y elevada el propósito del operador, quien entonces envía su influencia como rayo de luz divina, a través de las entidades interventoras. La condición necesaria para ello, según ley de la naturaleza espiritual, es la sinceridad del motivo, la pureza de la atmósfera magnética circundante y la pureza personal del operador. De este modo, un “milagro” pagano puede ser mucho más santo que otro cristiano.
            
Cuantos han presenciado los fenómenos de los fakires indos no dudan de que la theopoea se conoció ya en antiguos tiempos. Un escéptico tan empedernido como Jacolliot, que no desaprovecha ocasión de atribuir estos fenómenos a tretas de prestidigitadores, no puede menos de atestiguar los hechos, diciendo a propósito del fakir Chibh-Chondor de Jaffnapatnam:

No me atrevo a describir todas las suertes que hizo. Hay cosas que uno no se atreve a referir aun después de presenciarlas, por recelo de que le tilden de iluso. Sin embargo, diez y hasta veinte veces he visto y vuelto a ver cómo producía el fakir los mismos efectos en la materia inerte. Era para nuestro hechicero juego de chiquillos, que la luz de una vela colocada en un rincón de la estancia palideciese o se apagase a su albedrío; mover los muebles y aun el mismo sofá en que estábamos sentados; abrir y cerrar repetidas veces las puertas, y todo esto sin moverse de la esterilla sobre que se sentaba en el suelo.
            
Tal vez diga alguien que padecí ilusión. Es posible. Pero centenares y miles de personas vieron y ven lo que yo, y aun todavía más sorprendentes fenómenos. No obstante, ¿ha descubierto alguien el secreto ni logrado reproducirlos? Nunca me cansaré de repetir que esto no ocurría en el escenario de un teatro con tramoyas dispuestas para el servicio del operador, sino que un mendigo acurrucado en el suelo se burla de vuestra razón, de vuestros sentidos y de las que llamamos leyes inmutables de la Naturaleza que, según parece, domina a su antojo.
            
¿Altera el fakir estas leyes? No. Según dicen los creyentes, las actualiza mediante fuerzas que todavía no conocemos. Sea como fuere, asistí en persona a veinte sesiones de esta índole en compañía de profesores, médicos y oficiales del ejército, y todos convinieron en que los fenómenos eran abrumadores para la inteligencia humana. Cada vez que presencié el experimento de sumir a las serpientes en catalepsia de modo que parecían secas ramas de árbol, se convirtió mi pensamiento a la narración bíblica que atribuye a Moisés y a los magos de Faraón los mismos poderes.

            
Seguramente que los músculos del hombre, del cuadrúpedo y del ave son tan susceptibles del magnético principio vital como la inerte mesa del médium moderno. O ambos fenómenos se han de admitir como verdaderamente posibles, o entrambos deben desecharse junto con los milagros de los tiempos apostólicos y los más recientes de la Roma pontificia.

SIXTO  V  Y  LOS  TALISMANES


Toda una biblioteca podría llenarse con las fehacientes pruebas de que disponemos en pro de nuestras aseveraciones. Si el papa Sixto V amenazó con excomulgar a quienes practicaran el arte de hechizar los talismanes a que estaban adscritos una legión de espíritus, cabe suponer que su propósito fuese recluir este conocimiento en el recinto de la Iglesia católica. ¿Cómo podía ver con buenos ojos que cualquier hombre dotado de perseverancia y enérgico y positivo poder magnético, reprodujera con éxito los milagros divinos? Los recientes sucesos de Lourdes, si como es de suponer no hay exageración en el relato, demuestran que no se ha perdido totalmente el secreto, y a menos que haya algún poderoso hipnotizador oculto bajo sobrepelliz y sotana, la imagen de la Virgen se moverá a impulsos de la misma fuerza que mueve las mesas en las sesiones espiritistas, dependiendo de varias condiciones que la entidad interventora en la producción del fenómeno sea humana, elemental o elementaria. Quien sepa algo de hipnotismo y al mismo tiempo conozca el caritativo espíritu de la Iglesia católica, comprenderá fácilmente que las incesantes maldiciones de frailes y sacerdotes, así como los anatemas de Pío IX, han acumulado legiones de elemntarios y elementales bajo el poder de los desencarnados inquisidores. Precisamente, estos son los “ángeles” que juguetean con la imagen de la Reina del Cielo. Quienquiera que acepte el “milagro” y opine de manera distinta, blasfema.
            
Aunque parezca que ya hemos aducido pruebas suficientes en demostración del poco fundamento con que la ciencia moderna presume de originalidad, no estará de más añadir algunas con objeto de desvanecer toda duda en este punto. Para ello recapitularemos los supuestos inventos y novedades que tanto conmovieron al mundo en los dos últimos siglos. Ya señalamos los descubrimientos que en artes, ciencias y filosofía efectuaron los egipcios, griegos, caldeos y asirios. Citaremos ahora un pasaje de Jacolliot, que durante largos años estudió en la India la filosofía de este país, y en su obra: Khrisna y el Cristo expone la siguiente tabla analítica:

PROGRESOS  DE  LA  INDIA  ANTIGUA


            
Filosofía.- A los antiguos indos se debe la fundación de las dos escuelas espiritualista y materialista, o sean la filosofía metafísica y la filosofía positiva. Fundó la primera Vyâsa, jefe de la escuela vedantina. Fundó la segunda Kapila, jefe de la escuela sankya.
            
Astronomía.- Los indos trazaron el calendario y el zodíaco, calcularon la precesión de los equinoccios, descubrieron las leyes generales de la mecánica celeste y predijeron y observaron los eclipses.
            
Matemáticas.- Inventaron el sistema décuplo, el álgebra y el cálculo infinitesimal. Metodizaron la geometría y la trigonometría con demostración de teoremas no conocidos en Europa hasta los siglos XVII y XVIII. Los brahmanes fueron, indudablemente, los primeros en determinar el área del triángulo y establecer la relación entre la circunferencia y el diámetro. Tambuién se les debe el teorema y la tabla erróneamente atribuidos a Pitágoras. La tabla de multiplicaar está esculpida en el gôparama de las principales pagodas.
            
Física.- Enunciaron el concepto del universo como un todo armónico sujeto a leyes determinables por la observación y la experiencia. Fundaron la hidrostática y descubrieron el famoso principio, también erróneamente atribuido a Arquímedes. Los físicos de las pagodas calcularon la velocidad de la luz y descubrieron las leyes de reflexión. A juzgar por los trabajos de Surya-Sidhenta, conocieron y calcularon la potencia expansiva del vapor de agua.
            
Química.- Conocieron la composición del agua y enunciaron la ley de los volúmenes, que en Europa hace muy poco que se conoce. Sabían preparar los ácidos sulfúrico, nítrico y clorhídrico; los óxidos de cobre, hierro, plomo, estaño y cinc; los sulfuros de hierro, cobre, mercurio, antimonio y arsénico; los sulfatos de cinc y de hierro; los carbonatos de hierro, plomo y sodio; el nitrato de plata y la pólvora.
            
Medicina.- En esta ciencia fueron de todo punto asombrosos los conocimientos de los antiguos indos. Tcharaka y Susruta, los dos príncipes de la medicina indostánica, expusieron los aforismos que más tarde se asimiló Hipócrates. Susruta establece admirablemente los principios de la higiene o medicina preventiva, cuya importancia encomia sobre la medicina curativa, que califica de empírica en muchos casos. ¿Estamos hoy día más adelantados? No deja de ser interesante que los médicos árabes, tan famosos en la Edad Media, Averroes entre ellos, citan continuamente a los médicos indos, considerándolos como maestros de ellos y de los mismos griegos.
            
Farmacopea.- Conocían los simples con todas sus propiedades y usos, de modo que todavía están dando lecciones a Europa en este punto. Hace poco tiempo que de ellos aprendimos el tratamiento del asma por medio del estramonio.
            
Cirugía.- No fueron menos excelentes en este arte. Supieron extraer los cálculos urinarios, operaron las cataratas y tuvieron suma habilidad en obstetricia quirúrgica. Tcharaka describe los casos anormales y peligrosos con notable precisión científica.
            
Gramática.- Cultivaron el sánscrito, que aventaja admirablemente a todo idioma humano, y del que derivan las lenguas indoeuropeas y la mayor parte de las orientales.
            
Poesía.- Fueron consumados maestros en todos los géneros. Los dramas Sakuntala, Avrita, Fedro, Saranga y otros muchos superan a los de Sófocles, Eurípides, Corneille y Shakespeare. Nadie les ha igualado en poesía lírica. Para formar concepto del esplendor alcanzado por este género en la India, es preciso leer en el pasaje del Megadata, las lamentaciones del desterrado que suplica a una nube que lleve su recuerdo a la cabaña donde moran sus parientes y amigos a quienes nunca más verá. Las fábulas indas han suministrado en toda época argumento a todas las literaturas del mundo, sin que ni siquiera se hayan tomado el trabajo de darles alguna variedad modificativa.
            
Música.- Inventaron la escala musical con tonos y semitonos mucho antes que Guido de Arezzo.
            
Arquitectura.- En este arte parece como si hubiesen agotado los indos cuanto puede concebir el genio del hombre. Cimborios de insuperable audacia; cúpulas cónicas; marmóreos minaretes; torres góticas; hemiciclos griegos; policromías; todos los estilos y todas las épocas tienen allí su cuna indicadora del origen y huellas de las colonias que al emigrar llevaron consigo los testimonios del arte indígena.
            
Tales fueron los frutos de la antigua e imponente civilización brahmánica. ¿Qué podemos nosotros presentar en equivalencia? Frente a la majestad de tales obras y de los descubrimientos del pasado, ¿qué pruebas podemos aducir de nuestras pretensiones de superioridad sobre una antigüedad que calificamos de ignorante? Comparados con los descubridores del álgebra y de la geometría, con los constructores del lenguaje hablado, con los patriarcas de la filosofía, con los primeros expositores de religión y los fundadores de las ciencias físicas y psíquicas, ¡cuán desmedrados parecen aún nuestros más eminentes científicos, filósofos y teólogos! No hay descubrimiento moderno sin su correspondiente prototipo en la civilización inda. La ciencia occidental está en el promedio de su período de transición, y todas nuestras ideas gravitan en torno de las hipótesis de correlación de fuerzas, selección natural, polaridad atómica y evolución de las especies. Mas, para baldón de nuestro orgullo, de nuestros plagios y de nuestras infidencias, oigamos lo que dijo Manú diez mil años antes del nacimiento de Cristo:

            
El agua y el calor desarrollaron el primer germen de vida.
El agua sube hasta el cielo en forma de vapor. Del sol desciende en lluvia. De la lluvia nacen las plantas y de las plantas los animales.
            
Todo ser adquiere las cualidades del que inmediatamente le precede. Así es que cuanto más se asimila un ser del primitivo átomo de su serie, tantas más cualidades y perfecciones reúne.
            
El hombre ha de recorrer todo el universo en progresión ascendente, pasando por las piedras, plantas, gusanos, insectos, peces, serpientes, tortugas, fieras, seres pecuarios y animales superiores... Tal es el grado inferior.
            
Éstas son las metamorfosis que desde la planta hasta Brahmâ han de sucederse en este mundo.

VELEIDADES  DE  LOS  CIENTÍFICOS


Según opina Jacolliot, el griego es un dialecto del sánscrito. Fidias y Praxiteles estudiaron en la India las obras maestras de Daonthia, Ramana y Aryavosta. Platón copia literalmente la filosofía de Dgeminy y Veda-Vyâsa. En el Purva-Mîmânsâ y el Uttara-Mîmânsâ está toda la filosofía aristotélica con diversidad de otras escuelas, desde el espiritualismo socrático y el escepticismo de Pirrón, Montaigne y Kant hasta el positivismo de Littré. Si alguien dudara de ello, atienda al siguiente pasaje textual del Vedanta de Vyâsa, quien, según la cronología brahmánica, floreció unos 10.400 años antes de la Era cristiana.
            Dice así:

            
Podemos estudiar los fenómenos, comprobarlos e inferir su certeza; pero como ni la percepción ni la inducción ni los sentidos ni el raciocinio son capaces de demostrar la existencia de una Causa suprema creadora del universo, no debe la ciencia discutir la posibilidad ni la imposibilidad de esta Causa primera.

            
Poco a poco, pero seguramente, quedarán los antiguos vindicados por completo y la verdad limpia de toda exageración. Se demostrará la realidad de lo que hoy se tiene por ficción, al paso que los “hechos y leyes” de la ciencia moderna se verán encubiertos bajo menospreciados mitos. Algunos siglos antes de nuestra era, el astrónomo indo Bramaheupto afirmó que la bóveda celeste estaba fija y que el aparente movimiento de las estrellas confirmaba el de la tierra sobre su eje. Las mismas ideas sostuvieron Aristarco de Samos, 267 años antes de J. C., y el filósofo pitagórico Nicetas de Siracusa. No obstante, ¿quién admitió estas teorías hasta la época de Galileo y Copérnico? ¿Prevalecerá intangiblemente el sistema expuesto por estas dos eminencias científicas? Precisamente en estos momentos el profesor Shoëpfer ha dado en Berlín una conferencia pública con intento de restaurar el sistema de Tycho-Brahe en oposición al de Copérnico, diciendo que “alrededor de la tierra, fija en el centro del universo, voltea la bóveda estrellada en rotaciones de veinticuatro horas, y que el sol (cuyo verdadero tamaño es poco mayor del aparente) y la luna describen en torno de la tierra órbitas circulares, mientras que las de los planetas son epicicloidales”.
            
Pero no nos detendremos en analizar esta novedad que tanto parecido tiene con las viejas teorías astronómicas de Aristóteles y del venerable Beda. Dejaremos el pleito en manos de los científicos, para que laven en casa la ropa sucia, aunque hemos querido aprovechar la oportunidad ofrecida por la defección del conferenciante alemán para exigirle una vez más a la ciencia moderna el diploma de su infalibilidad. ¿Son estos, ¡ay!, los frutos de su tan ponderado progreso?
            
Muy recientemente, la evidencia de algunos fenómenos observados por nosotros mismos y corroborados por multitud de testigos nos determinó a afirmar la posibilidad de la levitación de cosas y personas, añadiendo que siquiera ocurriese este fenómeno una vez cada siglo, sin visible causa mecánica a qué atribuirlo, demostraría la actuación de una ley natural desconocida de la ciencia. Por ello se nos calificó de iconoclastas y de ignorantes de las leyes de gravedad. Sin embargo, jamás se nos hubiera ocurrido que la ciencia llegase a negar el movimiento de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Creíamos que por lo menos aquellos dos luminares habrían seguido ardiendo sin novedad en el fanal de las academias hasta la consumación de los siglos; pero he ahí que un profesor berlinés desvanece nuestra esperanza de que siquiera en un punto demostraría la ciencia su exactitud. El ciclo está verdaderamente en su punto ínfimo y empieza una nueva era. ¡Curioso sería que la tierra estuviese fija para reivindicar a Josué!

UN  CIENTÍFICO  DISIDENTE


El profesor Shoëpfer no admite la fuerza centrífuga ni la hipótesis de Newton que explica el achatamiento de los polos por el movimiento de rotación de la tierra, en que se fundan los geógrafos para creer que la mayor parte de la masa terrestre gravita hacia el ecuador, al paso que la fuerza centrífuga determina el abultamiento de la masa en dicha línea. Considera el profesor alemán que una de las pruebas más corrientes de la rotación terrestre ha sido la de la fuerza centrífuga, porque alegan sus defensores que sin ella no habría gravitación en las latitudes ecuatoriales, y esto es precisamente lo que dicho profesor niega, diciendo en conclusión:

            ¿No es redículo que, confiados en lo que aprendimos en la escuela, hayamos admitido el movimiento de rotación de la tierra como verdad demostrada, cuando nada absolutamente hay que lo demuestre ni puede demostrarse ? ¿No es maravilla que desde Copérnico y Kepler, los sabios de todo el orbe civilizado hayan aceptado apriorísticamente el movimiento de la tierra, y que tres siglos después se estén buscando todavía las pruebas? Pero ¡ay!, por más que busquemos, nada encontramos como era de esperar. ¡Todo es en vano!

            ¡Así, de golpe y porrazo, pierde la tierra su movimiento de rotación y el universo se ve abandonado de sus guardianes y protectores, las fuerzas centrífuga y centrípeta! Pero aún hay más. El mismo éter, arrebatado del espacio, es una quimera, un mito nacido de la mala costumbre de emplear palabras huecas; el sol presume de magnitudes que jamás le correspondieron; las estrellas son puntos centelleantes “dispuestos a considerable distancia unos de otros por el Creador del universo, probablemente con la intención de que iluminaran simultáneamente los vastos espacios en que se mira nuestro globo”, según dice el profesor Shoëpfer.
            
Si tres siglos y medio no han bastado para que los científicos establecieran una hipótesis inatacable por ellos mismos; si la astronomía, la única ciencia asentada sobre los diamantinos fundamentos de las matemáticas, sufre tan rudos ataques a pesar de que las demás ciencias la consideran infalible e invulnerable como la verdad misma, ¿qué hemos logrado con denigrar a Platón en provecho de los Babinet? ¿Cómo osan mofarse del modesto experimentador que sinceramente atestigua la realidad de los fenómenos mediumnímicos y mágicos? ¿Cómo se atreven a fijar infranqueables límites a la investigación filosófica? A pesar de todo, los pendencieros partidarios de las hipótesis persisten en acusar de ignorantes y supersticiosos a los eminentes sabios de la antigüedad que manejaban las fuerzas naturales como titanes constructores de mundos y realzaban a la humanidad hasta el nivel de los dioses. ¡Extraño destino el de un siglo que, después de vanagloriarse de haber puesto a la ciencia en la cumbre de la fama, se ve conminado a retroceder para empezar de nuevo el abecedario!
            
Recapitulando cuanto llevamos expuesto en esta primera parte de nuestra obra, vemos que, desde los arcaicos e ignotos tiempos del hermético Pymander hasta la época presente (107), existió siempre la universal creencia en la magia. Hemos expuesto las ideas de Trismegisto en su diálogo con Asclepio; y prescindiendo de las mil pruebas del predominio de esta creencia en los primeros siglos del cristianismo, extractaremos para nuestro propósito citas paralelas de un autor antiguo y otro moderno.
            Algunos miles de años después de la época de Hermes, decía el insigne filósofo Porfirio con respecto al escepticismo dominante en su siglo:

            No es maravilla que el vulgo (.....) vea en las imágenes tan sólo pedazos de piedra o madera. Lo mismo les sucede a quienes por desconocer los caracteres no ven más que piedra en las inscripciones estilísticas y tejido de papiro en los manuscritos.

            Quince siglos después, declara Sergeant Cox a propósito del proceso incoado contra un médium:

            Sea o no culpable el médium, resulta evidente que el proceso ha producido el inesperado efecto de llamar la atención pública hacia fenómenos cuya realidad han atestiguado gran número de competentes investigadores. Quienquiera puede convencerse personalmente de dicha realidad para desarraigar de una vez para siempre las tristes y denigrantes doctrinas materialistas.

            De acuerdo con Porfirio y otros teurgos que distinguieron entre la naturaleza de las entidades manifestadas y la del espíritu humano, añade Sergeant Cox como opinión personal:

            Verdaderamente hay y habrá siempre discrepancia de opiniones respecto a la causa eficiente de estos fenómenos; pero tanto si son efecto de la fuerza psíquica de los circunstantes como si son espíritus de difuntos, según otros afirman, o bien espíritus elementales, como asegura una tercera opinión, resulta evidente que el hombre no es del todo material, sino que su organismo está animado y movido por algo no material, esto es, no molecular, que además de tener inteligencia puede actuar como fuerza sobre la materia. A este algo le hemos llamado alma a falta de mejor nombre. Gracias al proceso de que vamos tratando, se han enterado de tan buenas nuevas miles de gentes cuya dicha en la vida presente y cuya esperanza en la futura habían tronchado los materialistas con sus insistentes predicaciones de que el alma era una superstición, el hombre un autómata, el pensamiento una secreción, la vida terrena una mera serie de funciones fisiológicas y la futura... lo desconocido.


EL  DIVINO  PYMANDER



            Por su parte, dice Pymander:

            Únicamente la verdad es eterna e inmutable y el supremo bien. Pero la verdad no existe ni puede existir en la tierra. Cabe en lo posible que Dios conceda a unos pocos hombres la facultad de entender rectamente la verdad además de la de comprender las cosas divinas; pero nada hay verdadero en este mundo, porque todo contiene materia y está revestido de forma corpórea sujeta a mudanzas, alteraciones y corrupción. El hombre no es la verdad, porque únicamente es verdadero lo que de sí mismo toma la esencia y permanece inmutable. ¿Cómo puede ser verdadero lo que varía y cambia radicalmente? Por lo tanto, la verdad es únicamente lo inmaterial, lo que no está encerrado en corpórea envoltura, lo que no tiene color ni forma ni está sujeto a mudanza ni alteración, en una palabra: lo ETERNO. Todo cuando perece es ilusorio. En la tierra no hay más que disolución y generación. Toda generación procede de disolución. Las cosas de la tierra son apariencias y remedos de la verdad, como lo pintado respecto de lo vivo. La muerte es para muchas personas un mal, puesto que la temen profundamente. Esto es ignorancia. La muerte es la disgregación del cuerpo, pero el ser que mora en él no muere... El cuerpo material pierde su forma. Los sentidos que lo animaban se restituyen a su origen y recobran sus funciones; pero van desprendiéndose gradualmente las pasiones y deseos y el espíritu asciende a los cielos para convertirse en ARMONÍA. En la primera zona desecha la facultad de crecer y menguar; en la segunda, la malignidad y los fraudes de la pereza; en la tercera, los desengaños y la concupiscencia; en la cuarta, la ambición insaciable; en la quinta, la arrogancia, la osadía y la temeridad; en la sexta, la codicia; y en la séptima, la mendacidad. Purificado así el espíritu por influencia de las armonías celestes, vuelve de nuevo a su primitivo estado fortalecido por el mérito y la fuerza que adquirió por sí mismo y que legítimamente le pertenecen. Entonces empieza a convivir con los que eternamente loan al PADRE. Desde aquel punto mora entre las Potestades y alcanza, por lo tanto, la suprema bienaventuranza del conocimiento. Se ha convertido en DIOS... No; las cosas de la tierra no son la verdad.

Después de emplear toda su vida en la egiptología, los hermanos Champollión declararon públicamente, contra los preconcebidos juicios de ciertos críticos superficiales e ignorantes, que los Libros de Hermes “acopian gran número de tradiciones egipcias continuamente corroboradas por los más antiguos y auténticos documentos egipcios”.
            
Al resumir las doctrinas psicológicas de los egipcios, las sublimes enseñanzas de los sagrados libros herméticos y los progresos en metafísica y filosofía práctica de los sacerdotes iniciados, pregunta Champollión en presencia de las pruebas logradas:

¿Existió jamás en el mundo otra corporación o casta de hombres que les hayan igualado en fama, poder, sabiduría y capacidad, tanto para el bien como para el mal? ¡Nunca! Y posteriormente fue esta casta maldita y anatematizada por quienes, supeditados a no sé qué clase de influencias modernas, la declararon enemiga de la humanidad y de la ciencia.

JUICIO  DE  CHAMPOLLIÓN


Cuando esto decía Champollión, el sánscrito era poco menos que desconocido en Europa, y por consiguiente no cabía comparar los méritos de los filósofos egipcios con los de los brahmanes. Pero posteriormente se ha descubierto que las doctrinas de los sacerdotes egipcios están entresacadas de las literaturas induísta y budista. El sistema filosófico basado en nuestros días por los metafísicos alemanes sobre el principio de la ilusión de los sentidos y de la irrealidad de las cosas mundana, es una derivación de las doctrinas de Kapila y Vyâsa, así como de los dogmas cardinales de la filosofía budista expuestos por Buda en las Cuatro verdades. La expresión de Pymander “se convierte en Dios”, está resumida en la palabra nirvana, que los eruditos orientalistas confunden lastimosamente con aniquilación.
            
El juicio crítico de los hermanos Champollión es valiosísimo para nosotros, aunque no sea más que en réplica a nuestros adversarios. Los hermanos Champollión fueron los primeros orientalistas europeos que, tomando de la mano al estudiante de arqueología, le condujeron a las silenciosas criptas para demostrarle que la civilización no tuvo su cuna en Occidente, pues “aunque sean desconocidos los orígenes de Egipto, ha llegado la investigación histórica a estudiar sus leyes y costumbres, a reconstruir sus ciudades y catalogar sus reyes y dioses”. Y yendo todavía más lejos, encontramos ruinas pertenecientes a cilizaciones de mayor esplendor en épocas de indecible antigüedad, pues como dice Champollión:

En Tebas hay ruinas que delatan restos de construcciones aún más antiguas, cuyos materiales sirvieron posteriormente para levantar los edificios que han permanecido en pie durante treinta y seis siglos... Todo cuanto refieren Herodoto y los sacerdotes egipcios ha sido corroborado por los arqueólogos contemporáneos.

Pero despidámonos ya de la taumatofobia y sus corifeos para considerar la taumatomanía en sus múltiples aspectos. Vamos a revisar los “milagros” del paganismo y pesarlos con los del cristianismo en la misma balanza. No ya inminente sino iniciado está el doble conflicto entre el materialismo científico y el espiritualismo trascendente, por una parte, y entre la teología y la antiquísima ciencia mágica, por otra. Hemos expuesto multitud de razonadas pruebas en pro de la magia, pero todavía no está agotada su defensa. Psicománticos y psicófobos han de chocar necesariamente en fiero conflicto. A la ansiedad que los primeros mostraban de ver sancionados sus fenómenos por la investigación científica, ha sucedido glacial indiferencia. Disgustados de tanto prejuicio y mala fe, pierden todo miramiento a los segundos, quienes a su vez les responden con dicterios reñidos con la cortesía. El tiempo dirá cuál de ambos bandos tiene razón; pero por de pronto podemos predecir que el último reducto de los misterios de Dios con la clave para descifrarlos, no deben buscarse en el torbellino de las moléculas de Avogadro.
            
Los que juzgan superficialmente, o llevados de la impaciencia quisieran mirar el sol deslumbrador antes de que sus ojos puedan resistir la luz de una lámpara, tildan de ininteligibles las obras de los herméticos antiguos y sus sucesores por el obscuro lenguaje en que están escritas. Respecto a los de superficial criterio, no vale la pena de perder el tiempo; pero a los impacientes les rogamos que moderen su ansiedad y recuerden la frase de Espagnet:

La verdad se esconde entre tinieblas... Nuncsa escriben los filósofos más engañosamente que cuando parecen claros, ni con más verdad que cuando se valen de enigmas.

Por otra parte, también hay quienes resultarían demasiado favorecidos si les dijéramos que no forman juicio alguno del asunto, sino que se contraen a anatematizar ex cathedra. Son los postivistas taumatófobos que presumen de monopolizar nada menos que la sabiduría espiritual y tidan de locos y soñadores a los antiguos sabios.
            
Responda por nosotros Eugenio Filaletes a este linaje de escépticos, diciendo:

Nuestros escritos serán entre el público como un cuchillo cuidadosamente afilado, que a unos sirve de buril en primorosas tallas y a otros no les vale más que para cortarse los dedos. Sin embargo, no merecemos vituperio, pues de antemano advertimos seriamente a cuantos intentaron esta tarea que es la de mayor empeño entre todas las de filosofía natural. Aunque escribimos en el nativo idioma, resultará nuestro tratado de tan difícil comprensión como si estuviera en griego para algunos que, no obstante interpretar pésimamente nuestros conceptos, se figurarán que nos comprenden muy bien. Porque ¿cómo es posible que los locos en la naturaleza sean cuerdos en los libros que de testimonio sirven a la naturaleza?

EL  APOTEGMA  DE  NÂRADA


            A las pocas mentes elevadas que interrogan a la naturaleza en vez de señalar leyes para su ordenamiento, que no encierran toda posibilidad en los límites de sus facultades personales y que no identifican la incredulidad con la ignorancia, les recordaremos el apotegma del antiguo filósofo Nârada.

            Nunca digas: yo ignoro esto, luego es falso. Para saber es preciso estudiar y saber para comprender y comprender para juzgar.




FIN  DEL  TOMO  SEGUNDO

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