miércoles, 17 de agosto de 2016

El Origen de la Magia

         

Las cosas han cambiado mucho en estos últimos tiempos. Se ha dilatado el campo de investigación; se comprenden algo mejor las religiones antiguas, y desde aquel infausto día en que una comisión, nombrada por la Academia francesa y presidida por Benjamín Franklin, para informar sobre los fenómenos del mesmerismo, declaró que eran hábiles supercherías de charlatanes, han ido adquiriendo ciertos derechos y privilegios tanto la filosofía pagana como el mesmerismo, que actualmente se estudian desde puntos de vista enteramente distintos. ¿Es que se les hace plena justicia al tomarlos en mayor consideración? Mucho tememos que no. La naturaleza humana es hoy la misma que cuando Pope dijo de la fuerza del prejuicio:
            
Grande es la diferencia entre el que ve y el objeto visto. Todo toma algo de nuestro propio tinte. O lo descolora nuestra pasión, o bien la fantasía multiplica, invierte, contrae y dilata mil variados matices.           
Así fue que en la primera década del siglo XIX, la Iglesia y la Ciencia estudiaron la filosofía hermética bajo dos aspectos completamente opuestos. La Iglesia dijo que era pecaminosa y diabólica; la ciencia nególa en absoluto, no obstante las evidentes pruebas aducidas por los sabios de toda época, incluso la actual. No se concedió siquiera atención al erudito P. Kircher; y el mundo científico recibió con despectiva risa su afirmación de que los fragmentos de las obras llamadas de Hermes Trismegisto [tres veces grande Hermes o Mercurio], Beroso, Ferécides de Siros, etcétera, eran pergaminos salvados del incendio de la gran biblioteca de Alejandría, de aquella maravilla de los siglos, fundada por Tolomeo Filadelfo, en la que, según Josefo y Estrabón, habían cien mil volúmenes, sin contar otras tantas copias manuscritas de antiguos pergaminos caldeos, fenicios y persas.
            
Tenemos también la evidencia adicional de Clemente de Alejandría, que debiera tener algún crédito. Clemente afirma sobre este particular que existían además 30.000 ejemplares de los libros de Thoth en la biblioteca instalada en el sepulcro de Osimandias, sobre cuyo frontispicio se leían estas palabras: “Medicina del alma”. Después, como todo el mundo sabe, ha encontrado Champollion textos enteros de las obras “apócrifas” del “falso” Pimander, y del no menos “falso” Asclepias, en los monumentos más antiguos de Egipto. Según dije en Isis sin Velo:
            
Después de haber dedicado toda su vida al estudio de la antigua sabiduría egipcia, tanto Champollion-Figéac como Champollion el menor declararon, contra el parecer de algunos críticos ligeros e indoctos, que los Libros de Hermes “contienen gran copia de tradiciones egipcias, corroboradas por auténticos recuerdos y monumentos de la más remota antigüedad”.
            
Es indiscutible la valía de Champollion como egiptólogo; y si afirma que todo converge a demostrar la exactitud de los escritos del misterioso Hermes Trismegisto, y que su origen se pierde en la noche de los tiempos, según corroboran minuciosos pormenores, sin duda que debiera satisfacerse con ello la crítica. Dice Champollion:
            
Estas inscripciones son sólo eco difelísimo y expresión de antiquísimas verdades.
            
Desde que se escribió lo antecedente, se han encontrado varios versos “apócrifos” del “mítico” Orfeo, copiados palabra por palabra, en jeroglíficos, e inscripciones de la cuarta dinastía, dedicados a ciertas divinidades. Finalmente, Creuzer descubrió y señaló el significativo hecho de que numerosos pasajes de Homero y Hesiodo están tomados indudablemente de los himnos órficos, demostrándose con ello que estos últimos son mucho más antiguos que la Ilíada y la Odisea.
            
De este modo se van vindicando gradualmente los derechos de la antigüedad, y la crítica moderna ha de someterse a la evidencia. Muchos escritores confiesan ya que un estilo literario como el de las obras herméticas de Egipto ha de pertenecer a una época muy antigua de la edad prehistórica. Ahora se van descubriendo los textos de varios de estos antiguos libros, incluso el de Enoch (tan ruidosamente declarado “apócrifo” en el principio del siglo), en los más recónditos y sagrados santuarios de Caldea, la India, Fenicia, Egipto y Asia central. Pero ni aun tales pruebas han bastado a convencer a la mayor parte de los materialistas modernos, por la sencilla y evidente razón de que estos venerados textos de la antigüedad, descubiertos en las bibliotecas secretas de los grandes templos y estudiados, si no siempre comprendidos, por los más grandes estadistas, jurisconsultos, filósofos, sabios y monarcas, eran pura y simplemente libros de magia y ocultismo; o sea la hoy escarnecida y calumniada Teosofía. De aquí el ostracismo.
            
¿Acaso eran las gentes tan crédulas y sencillas en tiempo de Pitágoras y Platón? ¿Tan mentecatos eran los millones de habitantes de Asiria, Egipto, India y Grecia con sus grandes sabios al frente, que durante los períodos de civilización y cultura anteriores al año uno de nuestra era (la cual engendró las tinieblas mentales del fanatismo medieval), hubieran dedicado su vida a la ilusoria superstición llamada magia, hombres por otra parte tan grandes? Así parecería, si nos contentáramos con las conclusiones de la filosofía moderna.
            
Todo arte y toda ciencia, cualquiera que sea su mérito intrínseco, ha tenido su fundador, sus expositores y consiguientemente sus maestros. ¿Cuál es el origen de las ciencias ocultas, de la magia? ¿Quiénes fueron sus maestros y qué sabemos de ellos, ya por la historia, ya por la leyenda? Clemente de Alejandría, uno de los más eruditos y sabios padres de la Iglesia cristiana, ex discípulo de la escuela neoplatónica, responde a esta pregunta en su Stromateis y arguye diciendo:
            
Si hay enseñanza, debemos buscar el maestro.
            
Así nos dice que Cleanto fue discípulo de Zenón, Teofrasto de Aristóteles, Metrodoro de Epicuro, Platón de Sócrates, etc.; añadiendo que al volver la vista más atrás han de suponer forzosamente que Pitágoras, Ferécides y Tales, tuvieron sus maestros respectivos. Lo mismo dice que ha de suponerse respecto de los egipcios, indos, asirios y aun de los mismos magos, sin cesar de inquirir quiénes fueron sus maestros; hasta que, al llegar a la cuna y origen del género humano, se pregunta de nuevo quién dio la enseñanza, y responde que con seguridad no debió ser “hombre alguno”. Pero clemente va todavía más allá, diciendo que aun al llegar a la altura de los ángeles en sus diversas jerarquías, cabe repetir la misma pregunta: ¿quién fue su maestro? (refiriéndose a la vez a los ángeles “divinos” y a los “caídos”)
            
El propósito del buen padre, al argumentar de este modo, es descubrir, naturalmente, dos distintos maestros primitivos: uno, el preceptor de los patriarcas bíblicos, y otro el de los gentiles. Pero los estudiantes de la Doctrina Secreta no necesitan semejante distinción, porque sus instructores saben quiénes fueron los maestros de sus predecesores en ciencias ocultas y sabiduría.
            
Finalmente, acaba Clemente de Alejandría por señalar los dos primitivos maestros que, como podía presumirse, son, según él, Dios, y su eterno y perenne enemigo y adversario el Diablo; tratando de relacionar esto con el aspecto dual de la filosofía hermética. Como en todas las obras de ocultismo que él conocía campea la más pura moral y se encomia la virtud, quiso Clemente de Alejandría cohonestar la palmaria oposición entre la doctrina y la práctica, entre la magia buena y la mala, y deduce que la magia tiene dos orígenes, uno divino y otro diabólico. Como ve que se bifurca en dos canales, de ahí su conclusión.
            
También nosotros lo echamos de ver; pero sin necesidad de llamar a esa bifurcación diabólica, pues consideramos el “siniestro sendero” saliendo de las manos de su fundador. De otro modo, juzgando por los efectos de la religión de Clemente y por el paso por el mundo de algunos de sus preceptores, también podríamos discurrir análogamente, diciendo que desde la muerte del Maestro cristiano se bifurcó la magia de sus doctrinas, pues mientras el Maestro de los verdaderos cristianos fue el Cristo santo, puro y bueno; los que se deleitaron en los horrores de la Inquisición, los que exterminaron a los herejes judíos y alquimistas, el protestante Calvino que abrasó a Servet, sus sucesores protestantes perseguidores, y los que azotaban y quemaban a las brujas en América, debieron de tener por maestro suyo al Diablo. Pero como los ocultistas no creen en el Diablo, no se toman ese desquite.
            
Sin embargo, el testimonio de Clemente de Alejandría es valioso, porque señala: 1) el enorme número de obras de ocultismo existentes en su tiempo; y 2) los pasmosos poderes que, por medio de las ciencias ocultas llegaron a poseer ciertos hombres.
            
El Padre cristiano dedica, por ejemplo, todo el sexto volumen de su Stromateis a indagar quiénes fueron los respectivos “maestros” primarios de las a su entender verdadera y falsa filosofías que, como él dice, se conservaban en los santuarios egipcios. Con mucha oportunidad y acierto, apostrofa Clemente a los griegos, preguntándoles por qué no han de creer en los “milagros” de Moisés, puesto que creen en los de sus filósofos, y da numerosos ejemplos. Así cita el de la lluvia prodigiosa que obtuvo Eaco por su oculto poder; los vientos que soplaron a la voz de Aristeo; y la tempestad calmada por mandato de Empedocles.
            
Los libros de Hermes Trismegisto atrajeron en sumo grado la atención de Clemente. También elogia con calor el Histaspes, los libros sibilinos y aun los de la buena astrología.
            
En todo tiempo hubo uso y abuso de la magia, como hoy día lo hay del mesmerismo o hipnotismo. El mundo antiguo tuvo sus Apolonios y sus Ferécides, y las gentes doctas podían distinguirlos tan bien como ahora. Por ejemplo, mientras ningún escritor pagano tuvo una sola palabra de reproche para Apolonio de Tiana, varios de ellos, como Hesiquio de Mileto, Filón de Biblos y Eustacio acusan todos a Ferécides de haber basado su filosofía y su ciencia en tradiciones demoníacas, es decir, en la brujería. Cicerón afirma que Ferécides es potius divinus quam medicus: “más bien un agorero que un médico” y Diógenes Laercio refiere muchos casos relativos a sus vaticinios. Un día Ferécides vaticinó el naufragio de un buque a centenares de millas de distancia; otra vez la derrota de los lacedemonios por los arcadianos; y finalmente, su misma desgraciada muerte.
            
En previsión de las objeciones que seguramente han de hacerse a las enseñanzas esotéricas, tal como en esta obra se exponen, nos adelantaremos a algunas.
            
Las imputaciones levantadas por Clemente de Alejandría contra los adeptos “paganos”, sólo prueban que en todo tiempo hubo videntes y profetas, pero en modo alguno demuestran la existencia de un Diablo. Únicamente tienen, pues, valor, para aquellos cristianos que consideran a Satanás como una de las principales columnas de la fe. Ejemplo de ello nos dan Baronio y De Mirville, al ver nada menos que una irrebatible prueba de Demonología, en la creencia en la coeternidad del espíritu y la materia.
            
De Mirville dice que Ferécides: Admite la primordialidad de Zeus o el Eter, y luego, en el mismo plano, otro principio coeterno y coactivo, al que llama quinto elemento, u Ogenos.
            
Luego dice que la palabra Ogenos significa encerrar, retener cautivo, y eso es el Hades, o, “en una palabra, el infierno”.
            
Todos los escolares conocen los sinónimos, sin que De Mirville haya de tomarse el trabajo de explicárselos a la Academia; y en cuanto a la deducción, no habrá ocultista que deje de negarla y recibir sonriente su necedad. Vengamos ahora a la conclusión teológica.
            
El resumen de las opiniones de la Iglesia latina, según autores tan ultramontanos como el marqués de De Mirville, es que los libros herméticos, no obstante su sabiduría (plenamente admitida en Roma), son “la herencia legada por el maldito Caín al género humano”. Y el moderno memoralista de Satanás a través de la historia dice que “se admite generalmente”, que: Inmediatamente después del Diluvio, Cam y su descendencia propagaron de nuevo las antiguas enseñanzas de Caín y de la raza sumergida.
            
Esto prueba, en todo caso, que la magia, o hechicería, como la llama el autor, es un arte antediluviano, y así nos apuntamos un tanto. Pues, como él dice: El testimonio de Beroso identifica a Cam con el primer Zoroastro, fundador de la Bactria y primitivo maestro de las artes mágicas de Babilonia, llamado también Chemesenuea o Cam, el maldito por los fieles secuaces de Noé (11) (de cuyo nombre ..... se deriva el de alquimia), que llegó finalmente a ser objeto de adoración entre los egipcios, quienes edificaron en su honor la ciudad de.Chemnís, o sea la “ciudad del fuego”. En ella los adoró Cam, por lo que se dio a las pirámides el nombre de Chammaim, del que se deriva el nombre vulgar de “chimenea”.            
Esta afirmación es enteramente errónea. Egipto fue la cuna de la Química, según se sabe hoy sin duda alguna. Kenrick y otros autores dicen que la raíz de dicho nombre es chemi o chem, que no se deriva de Cham o Ham, sino de Khem, el Dios fálico egipcio de los Misterios.
            
Pero esto no es todo. De Mirville se afana en buscar un origen satánico aun al ahora inocente Tarot, y sigue diciendo:
            
Respecto a los medios de propagación de esta mala magia, nos los revelan ciertos caracteres rúnicos trazados en planchas metálicas, que escaparon a la catástrofe de diluvio. Esto hubiera podido parecer legendario, si posteriores descubrimientos no demostraran su verdad. Se encontraron planchas de positiva antigüedad, con curiosos caracteres completamente indescifrables, a los cuales atribuyeron los camitas [hechiceros, según el autor] el origen de sus maravillosos y terribles poderes.

            
Podemos dejar al piadoso autor con sus ortodoxas creencias, pues al fin y al cabo, parece sincero. Pero sus argumentos caen por su base, porque se indicará con procedimientos matemáticos quien, o más bien qué eran Caín y Cam. De Mirville es tan sólo hijo sumiso de su Iglesia, interesada en mantener el carácter antropomórfico de Caín y su actual significación en la Sagrada Escritura. El estudiante de ocultismo, por el contrario, está únicamente interesado en la verdad. Pero los tiempos han de seguir el curso natural de la evolución.

H.P.Blavatsky.  D.S  TV

No hay comentarios:

Publicar un comentario