sábado, 15 de septiembre de 2018

EL ORIGEN DE LOS MISTERIOS


Todo cuanto expuesto queda en las secciones precedentes, y cien veces más, se enseñaba en los Misterios desde tiempo inmemorial. Si bien la primera aparición de estas instituciones es objeto de tradición histórica respecto de naciones posteriores, su origen debe remontarse ciertamente a los tiempos de la cuarta raza raíz. 

Los Misterios fueron comunicados a los elegidos de esta raza cuando la generalidad de los atlantes empezaron a sumirse en el pecado, y resultaba peligroso confiarles los secretos de la Naturaleza. Los tratados ocultos atribuyen el establecimiento de los Misterios a los Reyes iniciados de las dinastías divinas, en tiempos en que los "“Hijos de Dios"”habían ido consintiendo que sus países se convirtieran gradualmente en tierra del vicio (Kûkarma-des).

La antigüedad de los Misterios puede inferirse de la historia del culto de Hércules en Egipto. Según los sacerdotes dijeron a Herodoto, no era griego este dios, y sobre el particular dice el famoso historiador:
            
Del Hércules griego no he podido encontrar dato alguno en Egipto... el nombre no lo tomó jamás prestado Egipto de Grecia... Hércules... como afirman [los sacerdotes], es uno de los doce dioses mayores, procedentes de los ocho dioses primitivos, unos 17.000 años antes del de Amasis.
            
Hércules tiene origen hindú, y dejando aparte su cronología bíblica, el coronel Tod acierta al suponer que era el Balarâma o Baladeva de los arios. Leyendo los Purânas con la clave esotérica, hallaremos corroborada en casi todas sus páginas la Doctrina Secreta. Los autores antiguos comprendieron perfectamente esta verdad. Y de aquí que, sin discrepancia, atribuyan origen asiático a Hércules.
            
Un pasaje del Mahâbhârata está dedicado a la historia de Hércules, de cuya raza era Vyâsa... Diodoro relata la misma historia con leves variaciones. Dice a este propósito: “Hércules nació en la India; y lo mismo que en Grecia, se le representa con una maza y una piel de león”. Krishna y Baladeva son (señores) de la raza (cûla) de Henri, de donde los griegos derivaron el nombre de Hércules.
            
La Doctrina Secreta explica que Hércules fue la última encarnación de uno de los siete “Señores de la Llama”, tomando cuerpo en Baladeva, hermano de Krishna; que sus encarnaciones tuvieron efecto durante las tercera, cuarta y quinta razas raíces; y que los últimos inmigrantes introdujeron en Egipto el culto que se le tributaba en Lankâ e India. No cabe duda de que los griegos tomaron de los egipcios este dios, pues le asignan la ciudad de Tebas por cuna, aunque suponen que realizó en Argos sus doce hazañas. El Vishnu Purâna corrobora completamente las secretas enseñanzas, según puede colegirse del siguiente extracto de la alegoría puránica:
            
Raivata, nieto de Sharyâti, cuarto hijo de Manu, no hallaba hombre alguno de méritos bastantes para casarlo con su hija, y en tal contingencia fuése con ella a la región de Brahmâ para consultar al dios. A su llegada, Hâhâ, Hûhû y otros grandharvas estaban cantando ante el trono. Raivata esperó a que acabaran, y aunque la espera le pareció un breve instante, transcurrieron muchos siglos. En cuanto los gandharvas terminaron el canto, postróse Raivata ante el dios y declaróle su perplejidad. Entonces preguntóle Brahmâ que a quién deseaba por yerno, y como el suplicante le nombrase algunos, el Padre del mundo se sonrió y dijo: “De todos cuantos has nombrado, ya no viven ni la tercera y cuarta generación [razas raíces], porque muchas edades [Chatur-Yuga, o los cuatro ciclos Yuga] han transcurrido mientras estabas escuchando a mis cantores. Ahora se acerca a su término en la tierra la vigésimoctava gran época del actual Manu y va a empezar el período kali. Por lo tanto, debes otorgar esta joya virginal a otro marido. Porque ahora estáis solos”.
            
Entonces el rajá Raivata restituyóse por consejo divino a su antigua capital, Kushasthalî, a la sazón llamada Dvârakâ, donde reinaba en el trono una emanación del Ser divino (Vishnu) en la persona de Baladeva, hermano de Krishna, a quien se considera como la séptima encarnación de Vishnu doquiera se le tributa culto divino.
           
“Así instruido por el nacido del Loto [Brahmâ], Raivata volvióse con su hija a la Tierra, en donde vio que había disminuido la estatura de la raza humana, perdiendo vigor físico y debilitándose intelectualmente. Fijándose en la ciudad de Kushasthali, la halló Raivata muy cambiada”, porque (según la alegórica explicación del comendador) “Krishna le había pedido al mar una porción de tierra”; lo cual significa en lenguaje liso y llano, que había cambiado toda la configuración de los continentes, “renovando con ello la ciudad”, o, mejor dicho, que se había edificado otra nueva, llamada Dvârakâ. Porque se lee en el Bhagavad Purâna que Raivata fundó a Kushasthali en el mar, y descubrimientos posteriores demostraron que estaba en el mismo lugar de Dvârakâ. Por lo tanto, debió de ser antes una isla. La alegoría del Vishnu Purâna dice que el rey Raivata dio su hija a Baladeva, el “que maneja la reja del arado” (o más bien, “el del arado empavesado”) “quien, viendo que la muchacha tenía mucha estatura”, se la disminuyó con el extremo de la reja de su arado, y así pudo ser su esposa”.
            
Esto es una transparente alusión a las tercera y cuarta razas, a los gigantescos atlantes y a las sucesivas encarnaciones de los “Hijos de la Llama” y otras clases de dhyân chohans, en los héroes y reyes de las naciones de la tierra durante el Kali Yuga o Edad Negra, cuyos comienzos caen ya en los tiempos históricos. Otra coincidencia advertimos en que Tebas es la ciudad de las cien puertas, y Dvârakâ tomó este nombre de sus muchas puertas, pues la palabra “dvâra” significa puerta de ciudad. Tanto Hércules como Baladeva eran, según los autores antiguos, de temperamento apasionado y ardiente, y famosos por la tersura de su blanca epidermis. Indudablemente, Hércules es Baladeva con ropaje helénico. Arrian advierte la grandísima semejanza entre los Hércules tebano e indo. A este último lo adoraron los surasenios que fundaron la ciudad de Mathûrâ o Methorea, cuna de Krishna. El mismo Arrian dice que Sandracoto o Chandragupta, abuelo del rey Ashoka, de la estirpe de Morya, era descendiente directo de Baladeva.
            
Se nos dice que en un principio no hubo Misterios. El conocimiento (Vidyâ) era propiedad común y predominó universalmente durante la Edad de oro o Satya Yuga. Como dice el Comentario: Los hombres aun no habían producido el mal en aquellos días de felicidad y pureza, porque su naturaleza más bien era divina que humana”.
            
Pero al multiplicarse rápidamente el género humano, se multiplicaron también las idiosincrasias de cuerpo y mente, y entonces el encarnado espíritu manifestó su debilidad. En las mentes menos cultivadas y sanas arraigaron exageraciones naturales y sus consiguientes supersticiones. El egoísmo nació de deseos y pasiones hasta entonces desconocidos, por los que a menudo abusaron los hombres de su poder y sabiduría, hasta que por último fue preciso limitar el número de los que sabían. Así empezó la Iniciación.
            
Cada país se arregló un especial sistema religioso entonces, acomodado a su capacidad intelectual y a sus necesidades espirituales; pero los sabios prescindían del culto a simples formas y restringieron a muy pocos el verdadero conocimiento. La necesidad de encubrir la verdad para resguardarla de posibles profanaciones, se dejó sentir más y más en cada generación, y así el velo, tenue al principio, fue gradualmente haciéndose tupido a medida que cobraba mayores bríos el egoísmo personal, lo cual condujo a los Misterios. Estableciéronse los Misterios en todos los pueblos y países y se procuró al mismo tiempo, para evitar toda contienda y error, que en las mentes de las masas profanas arraigasen creencias exotéricas inofensivamente adaptadas en un principio a las inteligencias vulgares, como rosado cuento a la comprensión de los niños, sin temor de que la fe popular perjudicase a las filosóficas y abstrusas verdades enseñadas en los santuarios. Las lógicas y científicas observaciones de los fenómenos naturales que conducen al hombre al conocimiento de las eternas verdades, y le consienten acercarse a la observación libre de prejuicios, y ver con los ojos espirituales antes de mirar las cosas desde su aspecto físico, no se hallan al alcance del vulgo. Las maravillas del Espíritu Único de la Verdad, de la siempre oculta e incomprensible Divinidad, tan sólo pueden desenmadejarse y asimilarse, por medio de Sus manifestaciones en los activos poderes de los “dioses” secundarios. Si la Causa universal y única permanece por siempre in abscondito, su múltiple acción se descubre en los efectos de la Naturaleza. Como el término medio de la humanidad sólo advierte y reconoce aquellos efectos, se dejó que la imaginación popular diese forma a las Potestades que los producen. Y con el rodar de los tiempos, en la quinta raza, la aria, algunos sacerdotes poco escrupulosos se prevalieron de las sencillas crencias de las gentes, y acabaron por elevar dichas Potestades secundarias a la categoría de dioses, aislándolos completamente de la única y universal Causa de todas las causas.
            
Desde entonces, el conocimiento de las verdades primitivas permaneció por completo en manos de los iniciados.
            
Los Misterios tenían sus defectos y puntos flacos, como necesariamente ha de tenerlos toda institución en que entren humanos elementos. Sin embargo, Voltaire caracterizó en pocas palabras sus beneficios:
            
Entre el caos de supersticiones populares, existía una institución que siempre evitó la caída del hombre en la absoluta brutalidad. Fue la de los Misterios.
            
Verdaderamente, como Ragon dice de la Masonería:
            
Su templo tiene por duración el tiempo, por espacio el Universo... “Dividamos para dominar”, había dicho la astucia. “Unámonos para resistir”, dijeron los primeros masones.
            
Pero más bien lo dijeron los primeros iniciados, a quienes los masones han considerado siempre como sus primitivos y directos maestros. El primero y básico principio de la fuerza moral y del poder es la asociación y la solidaridad de pensamiento y de propósito. Los “Hijos de la Voluntad y del Yoga” se unieron para resistir las terribles y siempre crecientes iniquidades de los magos negros de la raza atlante. Esto determinó la fundación de escuelas todavía más esotéricas, de templos de instrucción y de misterios impenetrables hasta después de haber sufrido tremendas pruebas.
            
Parecerá ficción cuanto se diga de los primeros adeptos y de sus divinos maestros. Es preciso, por lo tanto, si queremos saber algo de ellos, juzgar del árbol por sus frutos y examinar la tarea de sus sucesores de la quinta raza en las obras de los grandes clásicos y filósofos que la reflejan. ¿Cómo consideraron los autores griegos y romanos durante dos mil años a la iniciación y a los iniciados? Cicerón habla de ello en términos muy claros, diciendo:
            
Un iniciado debe practicar cuantas virtudes le sean posibles: justicia, fidelidad, liberalidad, modestia y templanza. Estas virtudes ponen en olvido los talentos que le falten a un hombre.
            
Dice Ragon:
            
En lo cierto estaban los sacerdotes egipcios al decir: “Todo para el pueblo, nada por el pueblo”. En un país ignorante, la verdad ha de revelarse únicamente entre personas dignas de confianza... Hemos visto en nuestros días seguir el falso y peligroso sistema de “todo por el pueblo, nada para el pueblo”. El verdadero apotegma político ha de ser: “Todo para el pueblo y con el pueblo”.
            
Mas a fin de realizar esta reforma, las masas han de pasar por una dual transformación: 1º  Divorciarse de todo elemento exotérico de superstición y de falsa piedad; 2º  Educarse e instruirse hasta el punto de evitar todo peligro de ser esclavos de un hombre o de una idea.
            
Esto puede parecer peradójico en vista de lo que antes dijimos. Podrá replicarse que los iniciados eran “sacerdotes” de los templos; al menos todos los indos, egipcios, caldeos, griegos, fenicios, etc.; y que los hierofantes y los adeptos fueron los que inventaron los credos exotéricos de sus respectivas religiones. A esto argüiremos que “el hábito no hace al monje”; pues según tradición y juicio unánime de los autores antiguos, aparte de los ejemplos que nos ofrecen los “sacerdotes” de la India (el país más conservador del mundo), es seguro que los sacerdotes egipcios no eran sacerdotes en el sentido que hoy damos a la palabra, como tampoco los brahmanes. No podemos considerarlos tales, si tomamos por tipo el clero europeo.
            
Laurens observa muy acertadamente:
            
Los sacerdotes egipcios no eran en rigor ministros de la religión. La palabra “preste”, cuya traducción ha sido mal interpretada, tuvo significado muy distinto del que tiene entre nosotros. En el lenguaje de la antigüedad, y especialmente en lo tocante a la iniciación de los sacerdotes egipcios, la palabra “preste” era sinónima de “filósofo”... El sacerdocio egipcio fue, según parece, una asamblea o confederación de sabios que se reunían para estudiar el arte del gobierno, centralizar el dominio de la verdad, modular su divulgación y contener su demasiado peligrosa dispersión.
            
Los sacerdotes egipcios, como los antiguos brahmanes, tenían las riendas del gobierno, según costumbre heredada de los iniciados atlantes. El puro culto de la Naturaleza, en los primitivos días patriarcales, fue patrimonio sólo de aquellos que supieron descubrir el nóumeno tras el fenómeno. Posteriormente, los iniciados transmitieron sus conocimientos a los reyes humanos, del mismo modo que los divinos maestros lo comunicaran a sus antepasados. Tuvieron por deber y prerrogativa revelar aquellos secretos de la Naturaleza útiles al género humano, por ejemplo, las ocultas virtudes de las plantas y el arte de curar a los enfermos, procurando además difundir el amor fraternal y el auxilio mutuo entre los hombres. A nadie se le consideraba iniciado si no curaba, y hasta si no podía restituir a la vida a los sumidos en el coma o muerte aparente que hubiera podido llegar a ser real. A quienes mostraban semejantes poderes se les alzaba por encima del vulgo, y eran tenidos por reyes e iniciados. Gautama el Buddha fue un rey iniciado y un sanador, que restituyó a la vida a los que estaban en poder de la muerte. Jesús y Apolonio fueron sanadores, y sus discípulos los veneraron como reyes. Si hubieran fracasado en la obra de resucitar aparentes muertos, seguramente no pasaran sus nombres a la posteridad; pues el poder de resucitar era señal principal y cierta de que sobre el adepto se posaba la invisible mano de un maestro divino, o que en él se encarnaba un “dios”.
            
El privilegio de la realeza pasó por medio de los Faraones de Egipto a los monarcas de nuestra quinta raza. Los Faraones fueron todos iniciados en los misterios de la Medicina, y curaban enfermos, aun cuando a causa de las terribles pruebas y trabajos de la iniciación final no pudieran llegar a ser perfectos hierofantes. Eran sanadores por tradición y privilegio, y en el arte de curar los auxiliaban los hierofantes de los templos, en los puntos ocultos que ignoraban. Así vemos después, que Pirro sana a un enfermo con sólo tocarle con el pie; y Vespasiano y Adriano sólo tenían que pronunciar unas cuantas palabras aprendidas de los hierofantes, para devolver la vista a los ciegos y el movimiento a los lisiados. Desde entonces acá, la historia recuerda casos del mismo privilegio conferido a los soberanos de casi todas las naciones.
            
Lo que se sabe de los sacerdotes egipcios y de los antiguos brahmanes, corroborado por todos los historiadores y clásicos antiguos, nos da derecho a creer en lo que es sólo tradición para los escépticos. ¿Cómo hubieran podido adquirir los sacerdotes egipcios tan maravillosos conocimientos en todos los ramos de la ciencia, sin disponer de más antiguo manantial? Los famosos “cuatro” centros de enseñanza del antiguo Egipto son históricamente más ciertos que los comienzos de la moderna Inglaterra. En el gran santuario de Tebas estudió Pitágoras, al llegar de la India, la ciencia de los números ocultos. En Menfis popularizó Orfeo su demasiado abstrusa metafísica inda para acomodarla al nivel mental de la Magna Grecia, y de allí aprendieron todo cuanto sabían Thales, y más tarde Demócrito. En Sais recae el honor de la maravillosa legislación y arte de gobernar pueblos, comunicados por sus sacerdotes a Licurgo y a Solón, cuyos códigos habían de ser maravilla de las futuras generaciones. Y si Platón y Eudoxio no hubieran adorado en el santuario de Heliópolis, es más que probable que el primero no asombrara a la posteridad con su ética, ni el segundo con sus profundos conocimientos matemáticos.
            
Ragon, el insigne tratadista de los misterios de la iniciación egipcia que, sin embargo, nada sabía de los de India, no exagera al decir que:
            
Los sacerdotes egipcios conocían todo cuanto acerca de los secretos de la Naturaleza conocieron los indos, persas, sirios, árabes, caldeos y babilonios. La filosofía inda, exenta de misterios, penetró en Caldea y Persia, dando origen a la doctrina de los Misterios egipcios.
            
Los Misterios fueron anteriores a los jeroglíficos, que de ellos dimanaron como permanentes archivos necesarios para preservar y conmemorar sus secretos. Constituyeron la primitiva filosofía  que ha servido de piedra angular a la moderna; pero la progenie, al perpetuar los rasgos del cuerpo externo, perdió en el camino el alma y el espíritu del progenitor.
            
Aunque la iniciación no contenía reglas ni principios, ni enseñanza alguna especial de ciencia en el sentido que ahora le damos, era una ciencia, y la Ciencia de las Ciencias. Y aunque vacía de dogma, de disciplina física y de ritual exclusivo, sin embargo era la única verdadera Religión, la de la eterna Verdad. Externamente era escuela y colegio en donde se enseñaban ciencias, artes, ética, legislación, filantropía, el culto de la verdadera y real naturaleza de los fenómenos cósmicos, cuyas pruebas prácticas se daban secretamente durante la celebración de los Misterios. Llegaban a la iniciación los capaces de aprender la verdad de las cosas; es decir, los que cara a cara, podían mirar a Isis sin velo y arrostrar la pavorosa majestad de la diosa. Pero los hijos de la quinta raza habían caído con demasiada bajeza en la materia para levantar impunemente sus ojos a la deidad; y los caídos desaparecían del mundo sin dejar rastro. ¿Qué rey, por poderoso que fuese, osara librar de la jurisdicción de los austeros sacerdotes al súbdito que hubiera cruzado el dintel del sagrado adytum?
            
Los nobles preceptos que enseñaban los iniciados de las primitivas razas, se propagaron por la India, Egipto, Caldea, China y grecia, hasta difundirse por los ámbitosdel mundo. Todo cuanto de bueno, grande y noble hay en la naturaleza humana, todas las facultades y aspiraciones divinas, era cultivado por los sacerdotes filósofos para educirlo en los iniciados. Su código de ética, basado en el altruísmo, ha llegado a ser universal. Se le encuentra en Confucio, el “ateo”, que enseñaba que “no es virtuoso quien no ama a su hermano”. El Antiguo Testamento dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (17). Los grandes iniciados se volvían como dioses. En el Fedro pone Platón en boca de Sócrates estas palabras:
            
Los iniciados están seguros de ser partícipes de la compañía de los dioses.
            
Y en otro pasaje de la misma obra dice el gran sabio ateniense:
            
Es evidente que los fundadores de los Misterios, o secretas asambleas de iniciados, no eran simples mortales, sino potentes genios que desde los primitivos tiempos procuraron darnos a entender por medio de aquellos enigmas, que quien llegue impuro a las regiones invisibles, será precipitado en los abismos [la octava esfera de las enseñanzas secretas: esto es, que perdería para siempre su personalidad], mientras que el que las alcanec, ya purificado de las manchas de este mundo, y experto en virtudes, será recibido en la morada de los dioses.
            
Refiriéndose a los Misterios, dice Clemente de Alejandría:
            
Aquí termina toda enseñanza. Se ve la Naturaleza y todas las cosas.
            
Un Padre de la Iglesia habla pues como cuatro siglos después de J. C. Habló el pagano Pretextatus, procónsul de Acaya, “eminente en virtudes”, quien opinaba que “privar a los griegos de los sagrados Misterios que unían a todo el género humano”, equivalía a quitar todo merecimiento a sus vidas. ¿Acaso hubieran recibido los Misterios fervorosas alabanzas de los más excelsos hombres de la antigüedad, si fuera su origen puramente humano? Leamos cuanto de esta sin par institución dijeron en todas épocas los iniciados y los no iniciados, entre ellos Platón, Eurípides, Sócrates, Aristófanes, Píndaro, Plutarco, Isócrates, Diodoro, Cicerón, Epícteto, Marco Aurelio y muchísimos otros sabios y escritores. Lo que los Dioses y los Ángeles habían revelado, las religiones exotéricas, empezando por la de Moisés, lo volvieron a velar y lo ocultaron durante edades, de la vista del Mundo. Iniciado fue José el hijo de Jacob; pues de otro modo no se hubiera casado con Asenath, hija de Petefre, sacerdote de Heliópolis y gobernador de On. Todas las verdades reveladas por Jesús, y que los mismos judíos y cristianos primitivos comprendieron, fueron reveladas de nuevo por la Iglesia, que pretende servirle. Oigamos lo que dice Séneca, citado por el Dr. Kenealy:
            
“Disuelto el mundo y reintegrado al seno de Júpiter, este dios continúa durante algún tiempo totalmente concentrado en sí mismo, y permanece oculto, por decirlo así, completamente embebido en la contemplación de sus propias ideas. Después surge un nuevo mundo de su seno... Se forma una raza inocente de hombres”.
            
Y al hablar de la disolución del mundo, que entraña el aniquilamiento de todas las formas, nos enseña Séneca que cuando llegue el último día del mundo y se abroguen las leyes de la Naturaleza, se aplastará el Polo Sur y se desquiciarán las regiones africanas, al mismo tiempo que el Polo Norte cubrirá todas las comarcas que están debajo de su eje. El Sol quedará privado de su luz, se destruirá el palacio celeste y producirá vida y muerte a un tiempo; y la disolución alcanzará igualmente a todas las divinidades que volverán así a su primitivo caos.
            
Parece que está uno leyendo el puránico relato que del gran Pralaya hace Parâshara. Es casi lo mismo, concepto tras concepto. ¿Tiene el cristianismo algo semejante? Abramos la Biblia por el capítulo III de la segunda epístola de San Pedro, y advertiremos iguales ideas.

...en los últimos tiempos vendrán socarrones... diciendo: ¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que los padres se durmieron, todo permanece como en el principio de la creación. Porque ellos ignoran voluntariamente que los cielos eran de muy antiguo, y la tierra salió del agua, y en agua estaba asentada por palabra de Dios. Por las cuales cosas, aquel mundo de entonces, pereció anegado en agua. Mas los cielos y la tierra que ahora son, por la misma palabra están reservados para el fuego... en el cual los cielos perecerán con gran estruendo, y los elementos quedarán fundidos a causa del gran calor. Pero esperamos... cielos nuevos y una tierra nueva.
            
No tiene San Pedro la culpa de que los intérpretes prefieran ver en este pasaje alusiones a una creación, a un diluvio, a la promesa de la venida de Cristo y a una nueva y celestial Jerusalén. Lo que quería indicar era la destrucción de la quinta raza, y el levantamiento de un nuevo continente para la sexta.
            
Los druidas comprendían el significado del signo zodiacal del Sol en Tauro; y por ello, cuando el primer día de Noviembre se extinguían todos los fuegos, quedaba tan sólo su inextinguible fuego sagrado, para iluminar el horizonte como los de los magos y los actuales parsis. Y como las primeras generaciones de la quinta raza, después los caldeos y griegos y más tarde los cristianos (que no sospechaban el verdadero significado), saludaban ellos al lucero de la tarde, a la hermosa Venus-Lucifer. Estrabón habla de una isla próxima a Bretaña, en donde Ceres y Perséfona recibían adoración con el mismo ritual que en Samotracia. Era la sagrada Ierna, en donde ardía el fuego perpetuo. Los druidas creían en el renacimiento del hombre; pero no como lo explica Luciano:
            
Que el mismo espíritu animará a un nuevo cuerpo no aquí, sino en otro mundo distinto; sino en una serie de reencarnaciones en este mismo mundo. Porque como dice Diodoro, los druidas enseñaban que las almas de los hombres se encarnan en otros cuerpos al cabo de cierto período.
            
La quinta raza aria recibió estas doctrinas de sus antepasados de la cuarta raza, los atlantes; y las conservó piadosamente, mientras sus progenitores se acercaban a su fin gradualmente, haciéndose más arrogantes en cada generación a causa de la adquisición de poderes sobrehumanos.

D.S TV

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