domingo, 11 de septiembre de 2016

VINO VIEJO EN ODRES NUEVOS



Es muy posible que en la época de la Reforma nada supieran los protestantes del verdadero origen del Cristianismo, o, mejor dicho, del de la Iglesia latina. Ni tampoco parece probable que lo conociese bien la Iglesia griega; pues la separación de ambas ocurrió en tiempos en que la primera luchaba por la supremacía política y por asegurar a toda costa la adhesión de las clases influyentes y cultas del paganismo que, por su parte, deseaban asumir la representación externa del nuevo culto, con propósito de conservar su poder. No hay necesidad de recordar los pormenores de esta lucha, de sobra conocida. Es indudable que a los cultísimos gnósticos tales como Saturnillo, ascético intransigente, Marción, Valentino, Basílides, Menandro y Cerinto no los anatematizó la Iglesia latina por herejes, ni porque sus enseñanzas y prácticas fueran realmente “ob turpitudinem portentosam nimium et horribilem” (de monstruosa y horrible abominación), como califica Baronio las de Carpócrates; sino sencillamente porque conocían demasiado en hecho y en verdad. Como observa oportunamente R. H. Mackenzie:
            
Anatematizólos la Iglesia romana, porque provocaron un conflicto con la más pura Iglesia, cuya posesión usurparon los obispos de Roma, pero cuya fidelidad al Fundador mantiene la primitiva Iglesia griega ortodoxa.
            
Para que no se tache de gratuita esta afirmación, la corroboraremos con argumentos de un tan fervoroso católico como el marqués De Mirville, quien sin duda por cuenta del Vaticano, se esfuerza en explicar a favor de la Iglesia romana ciertos importantes descubrimientos arqueológicos y paleográficos; si bien dejando hábilmente a la misma Iglesia fuera de controversia. Así lo demuestran claramente las voluminosas obras dirigidas al Instituto de Francia desde 1803 a 1865. Con pretexto de llamar la atención de los materialistas “inmortales” sobre la “epidemia espiritista” que con numerosas huestes satánicas invadía a Europa y América, los esfuerzos del autor se encaminan a probar su aserto, mediante comparaciones genealógicas y teogónicas entre las deidades del cristianismo y el paganismo. Según De Mirville, la admirable semejanza y aun identidad, es tan sólo “aparente y superficial”, debiéndose a que los símbolos cristianos y asimismo sus personajes como el Cristo, la Virgen, ángeles y santos fueron personificados muchos siglos antes por las furias del infierno con propósito de desacreditar la verdad eterna con impíos remedos. Sigue diciendo Mirville que, por su conocimiento del provenir descubrieron los demonios “el secreto de los ángeles”, y anticiparon los acontecimientos. Concluye por decir que las divinidades celestiales, los dioses solares llamados Soter (Salvadores), que nacidos de madre virgen murieron en suplicio, fueron tan sólo Ferouers  como los llamaron los zoroastrianos, o diablos impostores que produjeron copias anticipadas del Mesías prometido.
            
Grande había llegado a ser, en efecto, el riesgo de que se reconociesen semejantes remedos, que, como espada de Damocles, quedaron pendientes sobre la cabeza de la Iglesia, desde los tiempos de Voltaire, Dupuis y otros autores de su índole. Los descubrimientos de los egiptólogos y el hallazgo de premosaicos objetos asirios y babilonios, en los que se encuentra la leyenda de Moisés, lo hacían inevitable, especialmente con obras racionalistas múltiples como las publicadas en Inglaterra con el título de “Religión Sobrenatural”. De aquí que muchos autores, tanto católicos como protestantes, hayan intentado lo imposible, esto es, cohonestar la revelación divina con la portentosa semejanza entre los personajes, ritos, dogmas y símbolos del cristianismo y los de las grandes religiones antiguas. Los protestantes alegan en su defensa la “profética precursión de ideas”; y los católicos, como De Mirville, tratan de explicarlo inventando una doble serie de ángeles y dioses, unos Divinos y verdaderos, y los otros (los más antiguos), “copias que preceden a los originales”, debidas a un claro plagio del Diablo. El sofisma de los protestantes es viejo, pero el de los católicos lo es mucho más, y de puro olvidado parece nuevo. La Cristiandad Monumental y Un milagro en la piedra, del Dr. Lundy, pertenecen a la primera clase de obras. La Pneumatología [Des Esprits] de Mirville, a la segunda. Los esfuerzos que en este sentido hacen los escoceses y otros misioneros cristianos en China e India son tan inútiles como ridículos; pero los jesuitas siguen un plan más serio. De aquí que los libros de Mirville tengan mucha importancia, por haberse aprovechado el autor de toda la erudición de su época, aparte de los artificios casuísticos que pueden proporcionar los hijos de Loyola. Pues, sin duda alguna, auxiliaron al marqués en su tarea hombres de mucho talento al servicio de Roma.
            
Empieza él reconociendo, no sólo la justicia de las imputaciones que sobre la originalidad de sus dogmas se le hacen a la Iglesia latina, sino que parece complacerse en anticiparlas; pues afirma que todos los dogmas del cristianismo, se conocieron ya en las religiones de la antigüedad pagana. Pasa Mirville revista al Panteón de Paganas Deidades y señala los puntos de contacto que cada dios ofrece con las personas de la Trinidad y con la Virgen María. No hay misterio, ni dogma, ni rito de la Iglesia latina, que, según el autor afirma, no hayan sido “parodiados por los Curvati”, los “Encorvados”, los Diablos. Admitido y explicado esto, los simbologistas debían callar. Y callarían, si no hubiera críticos materialistas empeñados en negar la omnipotencia del diablo en este mundo. Porque si Roma reconoce la semejanza, también pretende el derecho de juzgar entre los verdaderos y falsos avatares, entre el Dios real y el ilusorio, entre el original y la copia; por más que la copia preceda de milenios al original.
            
Arguye Mirville que doquiera los misioneros tratan de convertir a los idólatras, responden estos diciendo invariablemente:
            
Antes que vosotros tuvimos nuestro crucificado. ¿A qué venís ahora a enseñárnoslo?. Por lo tanto, nada ganaríamos con negar el aspecto misterioso de este remedo, so pretexto de que, según Weber, todos los actuales Purânas son refundiciones de otros más antiguos, puesto que tenemos aquí en el mismo orden de personajes una positiva precedencia que nadie osaría impugnar.      
            
Y el autor cita los ejemplos de Buddha, Krishna, Apolo, etc., rehuyendo la dificultad de esta manera; después de admitir todo esto:
            
Sin embargo, los Padres de la Iglesia que reconocieron su propiedad bajo esta piel de cordero... sabiendo, por los Evangelios... todas las astucias de los pretendidos espíritus de la Luz; los Padres, decimos, meditando sobre las palabras: “todos cuantos vinieron antes de Mí, ladrones son” (Juan, X, 8) descubrieron sin vacilar el oculto agente de la obra, la general y superhumana dirección dada de antemano a la impostura, los universales atributos y caracteres de todos estos falsos dioses de las naciones; “Omnes dii gentium doemonia (elilim)”. (Salmo XCVI).
            
Con semejante procedimiento todo resulta fácil. Toda semejanza, toda prueba plena de identidad pueden así repudiarse. Las crueles, altaneras y egoístas palabras que Juan pone en boca de Quien fue personificación de la mansedumbre y de la caridad no pueden haber sido pronunciadas jamás por Jesús. Los ocultistas rechazan indignados semejante imputación; y están dispuestos a defender al hombre contra el dios mostrando de dónde vienen las palabras plagiadas por el autor del cuarto Evangelio. Ellas están tomadas de las “Profecías” del Libro de Enoch, según corroboran el erudito arzobispo Laurence y el autor de la Evolución del Cristianismo. En la última página de la Introducción al Libro de Enoch, se lee el siguiente pasaje:
            
La parábola de la oveja rescatada por el Buen Pastor del poder de guardianes mercenarios y de los lobos, la copió evidentemente el cuarto evangelista del capítulo LXXXIX del Libro de Enoch, en donde el autor describe cómo los pastores mataban a las ovejas antes de que viniese su Señor, revelando así el verdadero significado del hasta hoy misterioso pasaje de la parábola de Juan: “todos cuantos vinieron antes de mí, son salteadores y ladrones”; en que evidentemente se alude a los alegóricos pastores de Enoch.
            
“Evidente”, en efecto, y aun algo más es la alusión. Porque, aun cuando Jesús hubiese pronunciado aquellas palabras en el sentido que se le atribuye, denotaría haber leído el cabalístico Libro de Enoch, que hoy declaran apócrifo las Iglesias cristianas. Además, tampoco debe haber ignorado que dichas palabras pertenecían a antiquísimos rituales de iniciación. Y si Jesús no leyó el citado Libro de Enoch y la frase pertenece a Juan o a quien escribiera el cuarto Evangelio, ¿qué confianza podemos tener en la autenticidad de otras parábolas y sentencias atribuidas al Salvador cristiano?
            
De modo que la explicación de Mirville no puede ser más desdichada. Con la misma facilidad se desbarataría cualquier otro argumento que adujese la Iglesia, con intento de probar el carácter demoníaco de los copistas ante y anticristianos. Magna est veritas et prevalebit.
            
Así responden los ocultistas a los dos cargos de “superstición” y “hechicería” que continuamente se les dirigen. A nuestros hermanos cristianos que nos echan en cara el sigilo impuesto a los discípulos orientales, diciendo que su “Escritura sagrada” es un “libro abierto” para que todos “lo lean, comprendan y se salven”, les replicaremos invitándoles a que estudien cuanto acabamos de exponer en esta Sección; y después, que lo refuten, si pueden. Pocos hay en nuestros días que estén aún dispuestos a asegurar a sus lectores que la Biblia tuvo a Dios por autor, la salvación por fin, y la verdad sin mezcla de error por asunto.
            
Si a Locke se le volviera a preguntar sobre el caso, de seguro no dijera que la Biblia es en todo pura, en todo sincera, sin que le sobre ni falte nada.
            
Aunque la Biblia no es lo contrario de todo esto, necesita por desgracia un intérprete versado en las doctrinas orientales, tal como están expuestas en las obras secretas. Después de la traducción del Libro de Enoch por el arzobispo Laurence, ya no es posible afirmar con Cowper que la Biblia

...ilumine todas las edades con luz propia, sin tomarla de prestado porque la Biblia copia y plagia no poco; especialmente en opinión de quienes, ignorantes de los significados simbólicos y de la universalidad de las verdades ocultas en ellos, sólo juzgan por las apariencias de la letra muerta. Es la Biblia un gran libro, una obra maestra, compuesta con ingeniosas fábulas que encierran importantísimas verdades, pero éstas sólo son perceptibles a quienes, como los iniciados, poseen una clave de interpretación de su significado interno. Es verdaderamente un cuento sublime, en su moral y en sus enseñanzas; pero, al fin y al cabo, alegoría y cuento. El Antiguo Testamento es un repertorio de personajes imaginados; y el Nuevo un conjunto de parábolas y sentencias enigmáticas, que extravían a los ignorantes de su esoterismo. Además, hay en la Biblia sabeísmo puro, como puede notarse en el Pentateuco leído exotéricamente; si bien se eleva en altísimo nivel a ciencia arcaica y astromía, cuando se le interpreta esotéricamente.

H.P. Blavatsky D.S TV


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