viernes, 16 de septiembre de 2016

EL “LIBRO DE ENOCH, ORIGEN Y FUNDAMENTO DEL CRISTIANISMO

            



Los judíos, o mejor dicho sus sinagogas, tienen en mucho aprecio el Mercavah y repudian el Libro de Enoch; ya porque no estuvo desde un principio incluido entre sus libros canónicos, ya porque según opina Tertuliano:
            
Los judíos lo rechazaron como las demás Escrituras que hablan de Cristo.
            
Pero ninguna de estas razones, era la verdadera. El Synedrión no quiso admitirlo por considerarlo más bien obra de magia que cabalística. Los teólogos, tanto católicos como protestantes, lo clasifican entre los libros apócrifos; a pesar de que el Nuevo Testamento, particularmente los Hechos y las Epístolas, rebosan de ideas (aceptadas hoy como dogmas por la infalible Iglesia romana y otras), y aun de frases enteras tomadas en verdad del autor que con el nombre de “Enoch” escribió en lengua aramaica o sirio-caldea el libro citado, según afirma el arzobispo Laurence, traductor del texto etíope.
            
Son tan evidentes los plagios, que el autor de La Evolución del Cristianismo, editor de la traducción de Laurence, no pudo por menos de hacer algunas observaciones muy sugestivas en su Introducción. Tiene el convencimiento de que el Libro de Enoch se escribió antes de la era (sin importarle sea en dos o en veinte centurias); y como lógicamente arguye dicho autor:
            
Es la inspirada predicción de un gran profeta hebreo, que con admirable exactitud vaticinó las enseñanzas de Jesús Nazareno, o la leyenda semítica de que este último tomó sus ideas de la triunfal vuelta del Hijo del hombre, para ocupar un trono entre regocijados santos y los atemorizados réprobos, en respectiva espera de la perdurable bienaventuranza o del fuego eterno. Y ya se acepten estas visiones como humanas o como divinas, han ejercido tan poderosa influencia en los destinos de la humanidad durante cerca de dos mil años, que los que ingenua e imparcialmente buscan la verdad religiosa, no pueden demorar por más tiempo la investigación de las relaciones entre el Libro de Enoch y la revelación, o evolución del Cristianismo.
            
Dice además que el Libro de Enoch:
            
También admite el sobrenatural dominio de los elementos, mediante la acción de ángeles que presiden sobre los vientos, el mar, el granizo, la escarcha, el rocío, el relámpago y el trueno. Asimismo menciona los nombres de los principales ángeles caídos, entre los cuales hay algunos idénticos a los invisibles poderes que se invocaban en los conjuros [mágicos] cuyos nombres se encuentran grabados en los cálices o copas de terra-cotta, empleados al efecto por los caldeos y judíos.
            
También se lee en estos cálices la palabra “Halleluiah”; por lo que se ve que:
Una palabra empleada por los sirio-caldeos en sus conjuros, ha llegado a ser, por vicisitudes del lenguaje, la palabra misteriosa de los modernos reformistas.
            
El editor de la traducción Laurence cita, después de esto, cincuenta y siete versículos de diversos pasajes de los Evangelios y de los Hechos de los Apóstoles, cotejándolos con otros tantos del Libro de Enoch y dice:
            
Los teólogos han fijado mayormente su atención en el pasaje de la Epítola de Judas, porque el autor nombra al profeta; pero las acumuladas coincidencias de palabras y de idea que se notan entre Enoch y los autores del Nuevo Testamento, según aparece en los pasajes citados, muestran evidentemente que la obra del Milton semítico fue la inagotable fuente en que bebieron los evangelistas y apóstoles, o los que escribieron en su nombre; tomando de ella las ideas de la resurrección, juicio final, inmortalidad, condenación y del reinado universal de la justicia, bajo la eterna soberanía del Hijo del hombre. Estos plagios evangélicos llegan al límite en el Apocalipsis de San Juan, quien adapta al cristianismo las visiones de Enoch, con retoques en que se echa de menos la sublime sencillez del gran maestro de predicción apocalíptica, que profetizó en nombre del antediluviano patriarca.
            
En honor de la verdad, debía al menos haberse expuesto la hipótesis de que el Libro de Enoch, tal como hoy se conoce, es meramente una copia de textos mucho más antiguos, adulterada con numerosas adiciones e interpolaciones, unas anteriores y otras posteriores a la era cristiana. Las investigaciones modernas acerca de la fecha en que se compuso el Libro de Enoch señalan que en el capítulo LXXI se dividen el día y la noche en dieciocho partes, de las doce que forman el día más largo del año, siendo así que en Palestina no podría haber habido día de dieciséis horas.
            
Sobre el particular, observa el traductor, arzobispo Laurence:
            
La región en que vivió el autor debió de estar situada entre los 45º latitud norte, en donde el día más largo tiene quince horas y media y los 49º, en donde el día más largo es precisamente de diez y seis horas. De esto se infiere que el autor del Libro de Enoch lo escribió en un país situado en la misma latitud de los distritos septentrionales del mar caspio y del mar Negro... y tal vez perteneciera a una de las tribus que Salmanasar se llevó, y colocó: “en Halah y en Habor cerca del río Goshen, y en las ciudades de los Medos”.
            
Más adelante se confiesa que:
            
No es posible asegurar que estemos convencidos de que el Antiguo Testamento supere al Libro de Enoch... El Libro de Enoch enseña la preexistencia del Hijo del Hombre, el Elegido, el Mesías que “desde el principio existía en secreto”, y cuyo nombre era invocado “en presencia del Señor de los Espíritus, antes de la creación del Sol y de las constelaciones”. El autor alude también a la “otra Potestad que en aquel día estaba sobre la tierra y sobre las aguas”, viéndose en ello cierta analogía con las palabras del Génesis (I, 2). [Nosotros sostenemos que se aplica igualmente al Nârâyana indo “que se mueve sobre las aguas”]. Así tenemos al Señor de los Espíritus, al Elegido, y una tercera Potestad, lo que al parecer simboliza la futura Trinidad de los cristianos [así como la Trimûrti]; pero aunque la idea mesiánica de Enoch ejerciese sin duda alguna grandísima influencia en los primitivos conceptos de la divinidad del Hijo del hombre, no tenemos suficientes indicios para identificar su oscura alusión a otra “Potestad”, con la Trinidad de la escuela alejandrina; y mucho más dado que los “ángeles poderosos” abundan en las visiones de Enoch.
            
Difícilmente se engañaría un ocultista al identificar dicha “Potestad”. El editor termina sus notables observaciones, añadiendo:
            
De modo que podemos conjeturar que el Libro de Enoch fue escrito antes de la era cristiana por un gran profeta anónimo de raza semítica (?), quien, creyéndose inspirado en una época posterior a la de los profetas, tomó el nombre de un patriarca antediluviano para dar mayor autenticidad a su entusiasta predicción del reinado del Mesías. Y como el contenido de este maravilloso libro entra copiosamente en el texto del Nuevo Testamento, se deduce que, de no estar el autor proféticamente inspirado en vaticinar las enseñanzas de Cristo, hubiera sido un visionario entusiasta, cuyas quiméricas ilusiones prohijaron los apóstoles y evangelistas como verdades reveladas. De este dilema depende el atribuir al cristianismo origen humano o divino.
            
El resumen de cuanto queda dicho, se encierra en las palabras del mismo editor:
            
El lenguaje y las ideas de la supuesta revelación, se encuentran ya en otra obra anterior, que los evangelistas y los apóstoles tuvieron por inspirada, pero que los modernos teólogos clasifican entre las apócrifas.
            
Esto explica también la repugnancia de los reverendos bibliotecarios de la Biblioteca Bodleiana en publicar el texto etíope del Libro de Enoch. Las profecías de éste se refieren en realidad a cinco de las siete razas, quedando en secreto todo lo relativo a las dos últimas. Así, pues, resulta errónea la observación del editor al decir que:
            
El capítulo XCII contiene una serie de profecías que abarcan desde los tiempos de Enoch hasta mil años después de la actual generación.
            
Las profecías se extienden hasta el fin de la raza actual y no tan sólo a “mil años” contados desde ahora. Muy cierto es que:
            
En el sistema cronológico adoptado [por los cristianos], suele llamarse día a un siglo [a veces], y semana a siete siglos.
            
Pero este sistema es fantástico y arbitrariamente traído a propósito por los cristianos para cohonestar ciertos hechos y teorías con la cronología bíblica, y no representa el primitivo concepto. Los “días” se refieren al período indeterminado de las razas ramales, y las “semanas” a las subrazas, sin que en la traducción inglesa se encuentre la palabra representativa de las razas raíces que se aluden sin embargo. Además, es completamente errónea la frase de la página 150, que dice:
            
Después, en la cuarta semana... se verán las visiones de lo santo y de lo justo, se establecerá el orden de generación tras generación.
            
En el original se lee: “se había establecido en la tierra el orden de generación tras generación”. Esto es, “después de que la primera raza humana procreada de un modo verdaderamente humano se había originado en la tercera raza raíz”... lo cual altera completamente el significado. Todo cuanto en la traducción inglesa y en las mal cotejadas copias del texto etíope se expone como si hubiera de suceder en lo futuro, lo exponen en pretérito los manuscritos caldeos originales; esto es, no como profecía, sino como narración de acontecimientos ya realizados. Cuando Enoch empieza a “hablar según un libro”, está leyendo el relato hecho por un gran vidente, del cual y no de él son las profecías. El nombre de Enoch o Enoïchion, significa vidente o “vista interna”, y por lo tanto, a todo profeta y adepto se le puede llamar “Enoïchion” sin convertirlo en un seudo Enoch. Pero el vidente que compiló el Libro de Enoch, se nos muestra como lector de un libro en el siguiente pasaje:
            
Nací el séptimo en la primera semana [la séptima rama o raza ramal, de la primera subraza de la tercera raza raíz, después que comenzó la generación sexual]... Pero después de mí, en la segunda semana [segunda subraza] se levantarán grandes maldades [se levantaron más bien]; aconteciendo en esta semana el fin de la primera para salvación del género humano. Pero cuando la primera se complete crecerá grandemente la iniquidad.
            
Tal como está la traducción (es decir, sin los paréntesis de la autora), carece de sentido. Estudiando el texto esotérico tal como está, quiere decir sencillamente que la primera raza raíz acabará en tiempo de la segunda subraza de la tercera raza raíz, durante cuyo período se salvará el género humano; sin referirse, nada de esto, al diluvio bíblico. El versículo décimo alude a la sexta semana [sexta subraza de la tercera raza raíz] al decir:
            
Todos aquellos que estén en ella quedarán en tinieblas, y sus corazones olvidarán la sabiduría [se apartará de ellos el divino conocimiento] y en ella ascenderá un hombre.
            
Algunos intérpretes creen por algunas misteriosas razones que ellos sabrán que este “hombre” es Nabucodonosor; pero verdaderamente se alude al primer hierofante de la primera raza completamente humana (después de la alegórica caída en la generación), elegido para perpetuar la sabiduría de los devas (ángeles o elohim). Es el primer “Hijo del hombre”, como misteriosamente se llaman los divinos iniciados de la primitiva escuela de los Mânushi (hombres), al finir la tercera raza raíz. También se le llama “Salvador”, puesto que Él, y los demás hierofantes, salvaron a los elegidos y a los perfectos, del cataclismo geológico en que perecieron cuantos entre los goces sexuales habían olvidado la primieval sabuduría.
            
Y durante este período [el de la “sexta semana” o sexta subraza], quemará con fuego la casa solariega [el continente poblado a la sazón]; y quedará dispersada la raza entera de la simiente elegida.
            
Esto se refiere a los iniciados electos y de ningún modo al pueblo judío, supuesto elegido de Dios o a la cautividad de Babilonia, según interpretan los teólogos cristianos. Además, considerando que vemos a Enoch, o a su perpetuador mencionando la ejecución de “la sentencia contra los pecadores” en varias “semanas” diferentes, y que durante esta cuarta época (la cuarta raza) “toda obra de malvados desaparecerá de la faz de la tierra” difícilmente podemos referir estas palabras al único diluvio de la Biblia, y mucho menos a la cautividad de Babilonia. De lo expuesto se deduce que como el Libro de Enoch abarca cinco razas del manvántara, con leves alusiones a las dos futuras, no puede ser seguramente una compilación de “profecías bíblicas”, sino de hechos entresacados de los libros secretos del Oriente.
            
Además, el editor confiese que:
            
Los seis versículos precedentes, a saber, del 13 al 18, están tomados de los 14 y 15 del capítulo XIX, de cuyo texto forman parte en los manuscritos.
            
Con esta arbitraria transposición, ha embrollado aún más el texto. Sin embargo, razón tiene al decir que la doctrina de los Evangelios, y aun las del Antiguo Testamento, están tomadas realmente del Libro de Enoch; pues esto es tan claro como la luz meridiana. Todo el Pentateuco se escribió con el determinado propósito de corroborar los hechos establecidos, y así se explica por qué los judíos no reconocieron validez canónica al Libro de Enoch, como tampoco se la han reconocido los cristianos. Sin embargo, el apóstol San Judas y varios Padres de la Iglesia, se refieren a él como libro de revelación sagrada; lo cual prueba que lo aceptaban los primitivos cristianos; sobre todo los más instruidos (como por ejemplo Clemente de Alejandría), comprendieron el Cristianismo y sus doctrinas de un modo muy distinto que sus sucesores modernos; y consideraban a Cristo bajo un aspecto que sólo los ocultistas pueden apreciar. Los primitivos nazarenos y crestianos, según les llama San Justino mártir, fueron partidarios de Jesús, del verdadero Chrestos y Christos de la Iniciación; mientras que los modernos cristianos, especialmente los occidentales, ya sean griegos o romanos, calvinistas o luteranos, difícilmente pueden arrogarse en justicia el título de cristianos, es decir de discípulos de Jesús el Cristo.
            
El Libro de Enoch es enteramente simbólico con entreveraciones de misterios astronómicos y cósmicos, referentes a la historia de las especies humanas y de sus primitivos conceptos teogónicos. De este libro se ha perdido el capítulo LVIII de la sección X, referente a los anales noéticos (tanto en el manuscrito de París como en el Bodleiano) sólo quedan de él desfigurados fragmentos, pues no se podía retocar, y se le suprimió. El sueño de las vacas, las terneras negras, rojas y blancas, simboliza la división y desaparición de las primeras razas. El capítulo LXXXVIII, en donde se dice que uno de los cuatro ángeles “reveló un misterio a las vacas blancas” y que este misterio nació y “llegó a ser un hombre”, se refiere por una parte al primer grupo procedente de los primitivos arios, y por otra al “misterio de la hermafrodisia”, así llamado por relacionarse con el origen de las razas humanas primeras, tal como son actualmente. En este misterio se funda el conocido rito índico (uno de los que se han conservado hasta hoy), del renacimiento pasando por la vaca, a cuya ceremonia han de someterse los hombres de casta inferior, que aspiren a ser brahmanes. Si un ocultista oriental lee atentamente el citado capítulo del Libro de Enoch, hallará que el “Señor de las ovejas” en quien los cristianos y místicos europeos ven a Cristo, es el Hierofante Víctima, cuyo nombre sánscrito no me atrevo a revelar. Así es que, aunque los clérigos occidentales tomen “las ovejas y los lobos” por símbolo de israelitas y egipcios, se refiere en realidad el símil a las pruebas de los neófitos, a los misterios de la iniciación, tanto en la India como en Egipto, y a la terrible pena en que incurrían los “lobos”, o sea los que indiscretamente revelan los misterios cuyo conocimiento es privativo de los electos y los “perfectos”.
            
Yerran los cristianos que engañados por interpolaciones posteriores, creyeron ver en este capítulo la triple profecía del diluvio, de Moisés y de Jesús; pues en realidad se refiere al hundimiento de la Atlántida y al castigo de la indiscreción. El “Señor de las ovejas” es Karma y el “jefe de los hierofantes”, el supremo iniciador en la tierra, quien, cuando Enoch le ruega que salve a los pastores de caer en boca de las fieras, responde:
            
Mandaré que relaten ante mí... cuántos han entregado a la aniquilación y... lo que ellos harán; si obrarán o no según mis mandamientos.
            
Sin embargo, ellos ignorarán esto. Tú no se lo expliques ni se lo repruebes; pero habrá un relato de las destrucciones que hicieron en sus respectivas épocas.
            
... Él miró en silencio, alegrándose de que los hubieran devorado, tragado y arrebatado, dejándolos en poder de los animales para alimento....
            
Se engañan quienes creen que los ocultistas repudian la Biblia en su texto y significado original; como tampoco repudian los Libros Herméticos, la Kabalah caldea, ni el Libro de Dzyan. Los ocultistas tan sólo repudian las interpretaciones tendenciosas y los elementos puramente humanos de la Biblia, que es por lo tanto uno de tantos libros sagrados del ocultismo. Terrible es en verdad el castigo de los que trasponen los límites permitidos en la divulgación de los secretos revelados. Desde Prometeo a Jesús, desde el mayor adepto al más mínimo discípulo, todos los reveladores de misterios hubieron de ser Chrestos, “hombres de aflicción” y mártires. Un gran Maestro dijo: “¡Guardaos de revelar los misterios a quienes no merezcan entenderlos!” Entre estos estaban comprendidos los profanos, los saduceos y los incrédulos. Todos los grandes hierofantes de la historia murieron sacrificados, como Buddha, Pitágoras, Zoroastro, la mayor parte de los grandes gnósticos, y en nuestros mismos tiempos gran número de adeptos y rosacruces. Todos ellos aparecen, ya declaradamente, ya bajo velos alegóricos, sufriendo la pena consiguiente a las revelaciones que durante su vida hicieron; y aunque el lector profano vea en ello pura coincidencia, el ocultista ve en la muerte de cada “Maestro” un símbolo henchido de significado. Doquiera hallamos en la historia que, cuando un “Mensajero” mayor o menor, iniciado o neófito, tomó a su cargo enseñar alguna verdad hasta entonces oculta, fue crucificado y puesto en la picota por los “sayones” de la envidia, la malicia y la ignorancia. Tal es la terrible ley oculta. Así, pues, quien no se sienta con corazón de león para menospreciar los salvajes aullidos, y con alma de paloma para perdonar las locuras de los ignorantes, que no emprenda el estudio de la sagrada ciencia. Si el ocultista quiere lograr éxito, no ha de conocer el miedo; ha de arrostrar peligros, la infamia y la muerte; ha de ser fácil al perdón, y callar todo aquello que no pueda revelarse. Los que hayan trabajado vanamente en este sentido, deben esperar aquellos días en que, como dice el Libro de Enoch, “sean consumidos los malhechores” y aniquilado el poderío de los malvados. No le es lícito al ocultista buscar ni aun anhelar venganza. Por el contrario:
            
Espere él a que se desvanezca el pecado; porque sus nombres [los de los pecadores], se borrarán de los libros santos [de los recuerdos astrales], quedando aniquilada su semilla y muerto su espíritu.
            
Esotéricamente, Enoch es el “Hijo del hombre”, el Primero; y simbólicamente, es la primera subraza de la quinta raza raíz. Y si su nombre se adapta a cábalas numéricas y enigmas astronómicos, cubriendo el significado del año solar, o 365, de conformidad con la edad que se le asigna en el Génesis, es porque siendo el séptimo personifica en ocultismo las dos razas precedentes con sus catorce subrazas. Por esta razón aparece en el Libro como tatarabuelo de Noé, quien a su vez personifica la quinta raza en lucha con la cuarta, o sea el gran período de los misterios revelados profanados cuando los “hijos de Dios” bajaron a la tierra para tomar por esposas a las “hijas de los hombres” y enseñarles los secretos de los ángeles; o sea cuando los “hombres nacidos de la mente” de la tercera raza, se mezclaron con los de la cuarta, y la divina ciencia fue degenerando paulatinamente en hechicería.

H.P. Blavatsky D.S  TV


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