martes, 7 de agosto de 2018

ADEPTOS POSTCRISTIANOS Y SU DOCTRINA


¿Qué saben las gentes generalmente, por ejemplo, de Pedro y de Simón? La historia profana no los menciona; y lo que de ellos dice la llamada sagrada, se reduce a unas cuantas citas diseminadas en los Hechos de los Apóstoles. Su mismo nombre, impide a la crítica fiarse de las informaciones de los evangelios llamados apócrifos. Sin embargo, los ocultistas sostienen que, por prejuiciosos y unilaterales que sean los evangelios apócrifos, se encuentra en ellos mayor número de hechos verídicamente históricos, que en el Nuevo Testamento, incluyendo los Hechos: 

Los primeros son toscas tradiciones; los últimos (o sean los Evangelios oficiales), son leyendas artificiales. La santidad del Nuevo Testamento es materia de fe ciega e individual; pero si bien todos estamos obligados a respetar la particular opinión del prójimo, nadie viene forzado a compartirla.
            
¿Quién fue Simón el Mago y qué sabemos de él? Según los Hechos, le llamaban “el gran Poder de Dios” por sus maravillosas facultades mágicas. Dícese que el apóstol San Felipe bautizó a este samaritano; y después aparece él acusado de haber ofrecido dinero a Pedro y Pablo para que le enseñaran el arte de hacer “milagros” verdaderos; pues se afirma que los falsos son del Diablo. Esto es todo, si no tenemos en cuenta las palabras injuriosas, que libremente se le aplican, por operar “milagros” de la última clase mencionados. Orígenes refiere que Simón estuvo en Roma durante el reinado de Nerón  y Mosheim lo cuenta entre los acérrimos enemigos del cristianismo; pero la tradición oculta tan sólo afirma respecto de él que no quiso reconocer a “Simeón” como representante de Dios, ya sea que este “Simeón fuese Pedro, o cualesquiera otro, lo cual dejamos como cuestión abierta a la crítica.
            
Son meras calumnias lo que Ireneo y Epifanio  dicen de Simón el Mago; a saber, que se proclama encarnación de la Trinidad, presentándose en Samaria como Padre, en Judea como Hijo y entre los gentiles como Espíritu Santo. Cambian los tiempos y se suceden los acontecimientos; pero la naturaleza humana permanece inalterable en todo país y en toda época. La acusación es resultado y producto del tradicional y ya clásico odio teológico. Ningún ocultista (todos los cuales han experimentado personalmente los efectos de este odio), será capaz de creer tales cosas a un Ireneo por su sola palabra, dado caso que escribiera esto él mismo. Más adelante afirma Ireneo que Simón se amancebó con una mujer a quien presentaba como centésima reencarnación de Helena de Troya, quien muchísimo antes, en los principios del tiempo, había sido Sophia, la Sabiduría Divina, nacida de la mente eterna del propio Simón, cuando era el “Padre”; y por último que de ella había él “engendrado a los ángeles y arcángeles creadores del mundo”, etcétera.
            
Ahora bien: sabemos cumplidamente hasta qué punto se desfigura y altera una afirmación al pasar de boca en boca, o de pluma en pluma; mas, por otra parte, en todo cuanto dice Ireneo, hay un fondo de verdad, que necesita explicación esotérica. Simón el Mago era un cabalista místico que, como muchos otros reformadores, trataba de fundar una nueva religión sobre las bases de la Doctrina Secreta, aunque sin divulgar más que lo puramente necesario de sus misterios. ¿Por qué, pues, profundamente convencido del hecho de las reencarnaciones sucesivas (dejando aparte el número de “cien” que bien pudieran haber exagerado sus discípulos), no había de hablar Simón el místico de alguna mujer a quien conociera psíquicamente como reencarnación de una heroína de ese nombre; y en qué circunstancias lo dijo (si es que lo dijo)? ¿Acaso no hay en nuestros tiempos señoras y caballeros de gran cultura y posición social, sin pizca de charlatanismo, que tienen la íntima convicción de haber sido quien Alejandro el Magno, quien Cleopatra o Juana de Arco, etc., etc.? Esto es asunto de convicción individual, fundada en la mayor o menor familiaridad con el ocultismo y en la creencia en la moderna teoría de la reencarnación. Esta última difiere de la genuina doctrina de la antigüedad, como veremos; pero no hay regla sin excepción.
            
Respecto de que Simón el Mago afirmase ser “uno con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”, también resulta del todo razonable, si admitimos el derecho de un místico y vidente a emplear un lenguaje simbólico; y en este caso se justifica todavía más la afirmación, por la doctrina de la unidad universal, que enseña la filosofía esotérica. Todos los ocultistas dirán lo mismo con lógico y científico fundamento, a su juicio, de conformidad con la doctrina que profesan. No hay un vedantino que deje de decir diariamente la misma cosa; él es Brahman y Parabrahman, con tal que rechace la individualidad de su personal espíritu y reconozca el divino Rayo que mora en su Yo superior, como reflejo del espíritu universal. Tal es la voz que de la primitiva doctrina de las emanaciones, ha resonado en todo tiempo. La primera emanación de lo desconocido es el “Padre”; la segunda el “Hijo”; y todas y cada una de las cosas proceden del Único, de ese divino Espíritu que es “incognoscible”. He ahí por qué afirmaba Simón el Mago que cuando todavía estaba en el seno del Padre, es decir, cuando él mismo era el Padre (primera emanación colectiva), engendró de ella (Sophia, o Minerva la Sabiduría divina) a los arcángeles (el “Hijo”), que crearon el mundo.
            
Los mismos católicos, compelidos por los irrefutables argumentos de los filólogos y simbologistas que tratan de destruir los dogmas de la Iglesia y reconocen la pluralidad de los Elohim en la Biblia, admiten hoy que los arcángeles, la Tsaba, primera “creación” de Dios, colaboraron en la creación del universo. A este propósito dice De Mirville al contender con renán, Lacour, Maury y otros miembros del Instituto de Francia:
            
Aunque “sólo Dios creara los cielos y la tierra”... y no tuviesen los ángeles parte alguna en la primordial creación de la nada, ¿no cabe suponer que recibieran el encargo de ultimar, continuar y mantener la obra creada? (Des Esprits, II, 337).
            
Con ligeras modificaciones, esto es precisamente lo que enseña la Doctrina Secreta; y todas las doctrinas de los reformadores religiosos de los primeros siglos de nuestra era, tienen por base esta universal cosmogonía. Léase lo que Mosheim dice de las varias “herejías” que analiza. El judío Cerinto enseñó que:
            
El Creador de este mundo... el Soberano Dios del pueblo judío, fue un Ser... emanado del Dios supremo; pero que gradualmente degeneró de su nativa virtud y prístina dignidad.
            
Los gnósticos egipcios del siglo segundo, tales como Basílides, Carpócrates y Valentino, sostuvieron las mismas ideas con pocas modificaciones. Basílides admitía siete eones (o huestes de arcángeles), emanados de la sustancia del Supremo. De dos de estas huestes, de las Potestades y las Sapiencias, emanaron las jerarquías celestes de primera dignidad y clase; de éstas emanaron las de segunda; de éstas las de tercera, y así sucesivamente, de modo que cada jerarquía fue menos excelsa que la precedente. Todas se crearon un cielo para morada respectiva; y la naturaleza de estos cielos decrecía en esplendor y pureza, según su proximidad a la tierra. Así el número de estas moradas celestes llegó a 365; y a todas ellas presidía el Supremo desconocido, cuyo nombre Abraxas equivale en el sistema de numeración griega a 365, y éste a su vez, por místico significado, contiene al número 355, que simboliza al hombre. Éste era un misterio gnóstico, basado en el de la primitiva evolución cuyo final fue el hombre.

Saturnilo de Antioquía enseñó la misma doctrina, levemente modificada. Admitía dos principios eternos: el Bien y el Mal, o sean sencillamente el Espíritu y la Materia. Los siete ángeles que presiden sobre los siete planetas, eran para él, los Constructores de nuestro Universo. Estos ángeles, decía, son los guardianes naturales de las siete regiones de nuestro sistema planetario; y uno de los más poderosos de entre estos siete Ángeles creadores del tercer orden, era “Saturno”, el genio presidente del planeta, y Dios del pueblo hebreo, a saber, Jehovah, que era venerado por los judíos, quienes le consagraron el séptimo día de la semana o sabbath, es decir, el sábado o “día de Saturno”, para los escandinavos y para los indos.
            
Marción sostuvo también la doctrina de los dos opuestos principios del Bien y del Mal; pero afirmaba que existía una tercera divinidad de “naturaleza mixta”; el Dios de los judíos, el Creador (con su Hueste), del mundo inferior, o sea el nuestro. Aunque continuamente en lucha con el principio del Mal, también se oponía esta divinidad intermedia al del Bien, cuyo título y lugar codiciaba.
            
Resulta, por lo tanto, que Simón el Mago era sólo un hijo de su siglo, un reformador religioso como tantos otros, adepto de los cabalistas. La Iglesia, para quien es una necesidad creer en su existencia y grandes poderes, exalta inconsideradamente las maravillosas magias de Simón, a fin de que resalte con mayor fuerza el "milagro"”y el triunfo de Pedro sobre él. Por otra parte, la crítica escéptica, representada por eruditos y sabios modernos, trata de eliminar por completo al personaje. Así, pues, después de negar la existencia misma de Simón, han pensado finalmente que era útil fundir completamente su persona en la de San Pablo. El anónimo autor de La Religión sobrenatural, se esfuerza en demostrar que Simón el Mago no fue ni más ni menos que el apóstol Pablo, cuyas Epístolas censuró Pedro, en público y en privado, tachándolas de contener “conocimientos espúreos”. Verdaderamente es muy posible que así ocurriera, si atendemos a la oposición de carácter de ambos apóstoles.
            
El apóstol de los gentiles era animoso, sincero, franco y muy instruido; el apóstol de la circuncisión era pusilánime, desconfiado, falaz y muy ignorante. No cabe duda de que Pablo había sido iniciado, si no total, parcialmente al menos, en los misterios teúrgicos. Así lo revela la semejanza de su estilo con el de los filósofos griegos, y el uso de ciertas expresiones peculiares a los iniciados. El doctor A. Wilder corrobora esta opinión en un notable artículo titulado “Pablo y Platón”, en el cual aduce una muy valiosa razón. En las dos Epístolas a los Corintios emplea Pablo “frases propias de los iniciados de Eleusis y Sabacio y expresiones tomadas de los filósofos (griegos). El apóstol se llama a sí mismo idiotes, esto es, una persona torpe en la Palabra, pero versada en la gnosis o enseñanzas filosóficas. ‘Entre los perfectos hablamos sabiduría’, escribe él (la sabiduría oculta también), ‘no la sabiduría de este mundo, ni de los arcontes de este mundo, sino la sabiduría divina en un misterio, secreto... que no conoció ningún arconte de este mundo’”.
            
¿Qué otra cosa pueden significar estas inequívocas palabras de San Pablo, sino que él mismo, como Mystoe o iniciado, habla de cosas únicamente explicadas en los misterios? La expresión: “La divina sabiduría en un misterio que no conoció ningún arconte de este mundo”, se refiere evidentemente al Basileo de la iniciación eleusina que conoció. El Basileo pertenecía al estado mayor del gran hierofante y era arconte de Atenas; y como tal era uno de los principales Mystoe, de los pocos a quienes se les consentía conocer los misterios interiores. Los magistrados que tenían a su cargo la vigilancia de los misterios eleusinos, se llamaban arcontes.

            
Trataremos primero de Simón el Mago.

D.S TV

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