Según se dijo en Isis sin Velo, los más grandes profesores de teología admiten que casi todos los libros de la antigüedad se escribieron en un lenguaje simbólico y tan sólo comprensible para los iniciados. Ejemplo de ello nos ofrece el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, como saben los cabalistas, abarca toda la filosofía hermética y, en cierto modo, es un duplicativo de las tradiciones que nos restan del rey Salomón. Esté escrito en estilo de amena novela; pero, como en el caso de aquel rey, algunos acontecimientos históricos se encubren bajo el colorido de la ficción. El viaje a la India simboliza, en todas sus etapas, las pruebas de un neófito; a la par que da idea de la geografía y topografía de cierto país, como es hoy, si se sabe buscar.
Las largas pláticas de Apolonio con los brahmanes, sus prudentes consejos, y los diálogos con Menipo de Corinto constituyen, bien interpretados, el catecismo esotérico. Su visita al imperio de los sabios y su entrevista con el rey Hiarcas, oráculo de Anfiaraus, exponen simbólicamente muchos secretos dogmas de Hermes (en la acepción general de la palabra), y del ocultismo. Maravilloso es este relato; y si no estuviese apoyado lo que decimos por numerosos cálculos ya hechos y no estuviese el secreto medio revelado, no se hubiese atrevido la autora a decirlo. Se describen allí exacta, aunque alegóricamente, los viajes del gran Mago; es decir, que sucedió en efecto cuanto relata Damis, pero refiriéndolo a los signos del Zodíaco. Damis fue el amanuense del mismo Apolonio, y Filostrato copió la obra, que es realmente una maravilla. Al final de lo que ahora puede darse sobre el portentoso Adepto de Tyana, se hará más patente lo que queremos indicar. Baste decir, por ahora, que en los diálogos, debidamente interpretados, se revelan algunos importantísimos secretos de la Naturaleza. Eliphas Levi advierte la gran semejanza que existe entre el rey Hiarcas y el fabuloso Hiram, de quien Salomón adquirió el cedro del Líbano, y el oro de Ophir para construir el templo. Pero nada dice de otra semejanza que, como erudito cabalista, no debía ignorar. Extravía él, además, al lector, según su invariable costumbre, con mistificaciones y le aparta del verdadero camino, sin divulgar nada.
Como la mayor parte de los héroes de
la antigüedad, cuyas vidas y hechos sobresalen extraordinariamente del vulgo,
Apolonio de Tyana es hasta hoy una esfinge que no ha encontrado aún Edipo. Su
existencia está envuelta en tan misterioso velo, que suele tomársele por mito;
si bien, lógicamente, no es posible considerarle como tal, porque entonces
tampoco habríamos de admitir la existencia de Alejandro ni la de César. Está
fuera de duda que Apolonio de Tyana, cuyas virtudes taumatúrgicas nadie ha
superado hasta hoy, según atestigua la historia, apareció y desapareció de la
vida pública sin saber cómo ni cuándo. Esta ignorancia se explica fácilmente.
Durante los siglos IV y V de la era cristiana, se echó mano de todos los medios
para borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de este grande y santo
hombre. Los cristianos destruyeron, por los motivos que veremos, las biografías
apologéticas que de él se habían publicado, salvándose milagrosamente las
crónicas de Damis, que hoy constituyen la única fuente de información. Pero no
presentándonoslo impecable y veracísimo. Tampoco puede negarse que casi todos
los Padres de la Iglesia citan a Apolonio, aunque mojando como de costumbre la
pluma, en la negra tinta del odio
teológico, de la intolerancia y del prejuicio. San Jerónimo relata el
pugilato taumatúrgico entre San Juan y el sabio de Tyana, y describe (1) este
veraz santo con vivos colores, la derrota de Apolonio, fundándose en los apócrifos de San Juan, que la misma Iglesia tiene por dudosos (2).
Así es que nadie puede fijar la
fecha ni el lugar del nacimiento y muerte de Apolonio. Algunos creen que al
morir tenía de ochenta a noventa años; y otros le computan ciento y aun ciento
diecisiete. Tampoco hay opinión segura acerca de las circunstancias de su
muerte. Unos dicen que acabó sus días en Éfeso, el año 96 de la era cristiana,
y otros que en el templo de Minerva, en Lindo; no faltando quienes afirman que
desapareció del templo de Dictynna, y algunos llegan a decir que no murió, sino
que al llegar a los cien años se rejuveneció por artes mágicas para seguir
trabajando en beneficio de la humanidad. Únicamente los anales ocultos
registran la vida de Apolonio; pero “¿quién creerá en tal informe?”
Todo cuanto la historia sabe es que
Apolonio fue entusiasta fundador de una nueva escuela de contemplación; y
aunque menos metafórico y más práctico que Jesús, preconizó la misma
quintiesenciada espiritualidad y las mismas sublimes verdades de moral. Se le
achaca el haber ceñido sus predicaciones a las clases elevadas de la sociedad
en vez de difundirlas, como Buddha y Jesús, entre los humildes y menesterosos.
Lo lejano de la época no consiente juzgar de las razones que le indujeron a
proceder así. Pero acaso tenga algo que ver con ello la ley kármica. Como hijo
de familia aristocrática, según se nos dice, es muy probable que quisiera
completar la obra no emprendida en este sentido particular por su predecesor,
brindando “paz y buena voluntad en la tierra”, no sólo a los descastados y
pecadores, sino a todos los hombres;
y en consecuencia convivió con los reyes y poderosos de la época. Sin embargo,
los tres “taumaturgos”, Buddha, Jesús y Apolonio, ofrecen sorprendente analogía
de propósito. Como Jesús y como Buddha, Apolonio condenó toda ostentación
externa, las ceremonias superfluas, la mojigatería y la hipocresía. No hay duda
de que los “milagros” de Apolonio fueron más copiosos, admirables y mucho mejor
atestiguados por la historia que ningún otro. El materialismo niega; pero la
evidencia y las afirmaciones de la propia Iglesia, que tanto le combate,
muestran que es verdad.
Las imputaciones levantadas contra
Apolonio fueron tan numerosas como falsas. Diez y ocho siglos después de su
muerte, lo difamó el obispo Douglas en su tratado contra los milagros, escrito
con olvido de hechos rigurosamente históricos. Porque no precisamente en los milagros, sino en la identidad de ideas
y doctrinas, se halla la semejanza entre Buddha, Jesús y Apolonio. Si estudiamos
desapasionadamente la cuestión echaremos de ver desde luego que la moral de
Gautama, Platón, Apolonio, Jesús y Amonio Saccas y sus discípulos, tienen por
común fundamento la misma filosofía mística; que todos adoraron un Ideal
divino, considerado ya como “Padre” de la humanidad, que vive en el hombre y el
hombre en Él, ya como Incomprensible Principio Creador. Todos ellos vivieron
santamente y con la misma pureza de vida. Amonio remonta su doctrina a la época
de Hermes, quien la aprendió en India. Era la misma contemplación mística del
yogui: La unión del brahman con su propio luminoso Yo o “Atman”.
Así se ve la identidad fundamental
de la Escuela Ecléctica y de las doctrinas de los yoguis o místicos induístas.
También se prueba su común origen con el primitivo buddhismo de Gautama y de
sus arhats.
El Nombre Inefable por cuyo conocimiento se afanan inútilmente tantos
cabalistas, desconocedores de los adeptos orientales y aun europeos, está
latente en el corazón de todo hombre. Este admirable nombre que, según los más
antiguos oráculos, “penetra los infinitos mundos ..... .....” puede conocerse
por dos distintos medios: por la iniciación ceremonial, y por la “sutil voz”
que oyó Elías en la cueva del monte Horeb. Y “cuando Elías la oyó cubrióse la faz con su manto y penetró en la cueva.
Y allí se dejó oír la voz”.
Cuando Apolonio de Tyana deseaba oír la “sutil voz”, se
cubría enteramente con un manto de fina lana sobre el cual posaba ambos pies,
después de hacer algunos pases magnéticos, pronunciando entonces no el “nombre”,
sino una invocación, familiar a los adeptos. Luego se envolvía cabeza y rostro
con el manto, y quedaba libre su espíritu astral o translúcido. De ordinario
vestía Apolonio sin nada de lana, como los sacerdotes de los templos. El
conocimiento de la secreta combinación del “nombre” daba al hierofante poder
supremo sobre todos los seres humanos o no humanos, con tal que fueran
inferiores a él en fuerza de alma.
Prescindiendo de la escuela a que
perteneciese, es indudable que Apolonio de Tyana dejó fama imperecedera.
Cientos de volúmenes se escribieron acerca de este hombre portentoso; los
historiadores han discutido gravemente su personalidad; y no han faltado
presuntuosos majaderos, incapaces de llegar a una conclusión sobre este sabio,
que hayan negado su existencia. Respecto de la Iglesia, aunque execra su
memoria, le ha reconocido siempre carácter histórico. Actualmente parece que,
empleando una antigua estratagema, trata de desviar la opinión acerca de él.
Los jesuitas, por ejemplo, al paso que admiten los “milagros” del sabio de
Tyana, han puesto en marcha una doble corriente de pensamientos, con el
acostumbrado éxito en todo cuanto emprenden. Por una parte hay quienes lo
representan como “instrumento de Satanás”, rodeando de brillante luz sus
facultades taumatúrgicas; mientras que otra parte de ellos parecen considerar
como leyenda tendenciosa, cuanto atañe a la vida de Apolonio.
En sus voluminosas “Memorias de
Satán” dedica el marqués De Mirville un capítulo entero al gran Adepto, en el
curso de sus alegaciones con las que quiere descubrir al enemigo de Dios como
productor de los fenómenos espiritistas. De toda la trama, darán idea los
pasajes que de la obra copiamos. No olvide el lector, que Mirville escribió con
la aprobación de Roma cuantos libros salieron de su pluma.
Dejaríamos incompleto el estudio del
siglo I, y agraviaríamos la memoria de San Juan, si no hablásemos del que tuvo
el honor de ser su singular adversario, como Simón lo fue de Pedro y Elimas de
Pablo. En los primeros años de la era cristiana... apareció en Tyana, ciudad de
Capadocia, uno de aquellos hombres extraordinarios de que tan pródiga se mostró
la escuela pitagórica. Como su maestro, viajó por Oriente iniciándose en las
doctrinas secretas de la India, Egipto y Caldea hasta adquirir las facultades
teúrgicas de los antiguos magos. Con tales dotes extravió a las gentes de los
países en que ejerció la predicación, las cuales (debemos confesarlo) parece
que bendijeron su memoria. No es posible dudar de este hecho, sin que al mismo
tiempo repudiemos verídicos hechos históricos. Filostrato, historiador del
siglo IV, nos ha transmitido pormenores de la vida de este hombre, y copió el
Diario escrito por Damis, discípulo e íntimo amigo de Apolonio, cuya vida está
anotada en él día por día.
De Mirville admite la posibilidad de
algunas exageraciones, tanto en el
autor como en el copista; pero “no cree que ocupen mucho espacio en el relato”;
por lo cual lamenta que el abate Freppel, en sus “elocuentes Ensayos, tilde de novela el diario de
Damis”. ¿Por qué lo hace?
El autor funda su opinión en la
perfecta semejanza que, a su parecer, ofrece esta leyenda con la vida del
Salvador. Pero si el abate Freppel estudiara más profundamente el asunto, se
convencería de que ni Aponio, ni Damis, ni Filostrato pretendieron jamás mayor
honor que el de parecerse a San Juan. Este programa era suficientemente
fascinador por sí mismo, y bastante escandaloso el disfraz; porque con sus
mágicas artes había conseguido Apolonio contrariar, aparentemente, varios
milagros operados (por San Juan) en Éfeso.
El anguis in herba asoma la cabeza. La perfecta semejanza entre la
vida de Apolonio y la de Jesús, es la que coloca a la Iglesia entre Escila y
Caribdis. Negar la vida y “milagros” del primero, fuera tanto como negar la
veracidad de los mismos apóstoles y padres de la Iglesia, en cuyo testimonio se
funda la vida del mismo Jesús. Muy peligroso en este tiempo es atribuir al
“espíritu maligno” las obras de caridad y beneficencia del adepto, así como sus
benditos poderes de curar enfermos y resucitar muertos. De aquí la estratagema
para confundir las ideas de quienes fían en autoridades críticas. Pero la
Iglesia es mucho más previsora que nuestros grandes historiadores. La Iglesia sabe que negar la existencia de
Apolonio, equivaldría a negar la del emperador Vespaciano y sus historiadores, las de los
emperadores Alejandro Severo y Aureliano, con sus historiadores, y finalmente todas las pruebas sobre la de
Jesús; preparando así el camino a su rebaño, para negarla a ella misma.
A propósito de esto dice por boca de De Mirville, su
abogado:
¿Qué hay de nuevo y de imposible en el relato de Damis
sobre los viajes de Apolonio por Caldea y el país de los gimnósofos? Antes de
negarlo conviene advertir lo que en aquel tiempo eran esos países maravillosos por excelencia, según afirman hombres
como Pitágoras, Empedocles y Demócrito, quienes debieron saber lo que
escribían. Al fin y al cabo, ¿qué le hemos de vituperar a Apolonio? ¿Acaso las
profecías admirablemente cumplidas, como hicieron los oráculos? No; porque bien
sabemos hoy lo que eran. Los
oráculos han llegado a ser para nosotros lo que en el pasado siglo fueron para
todos, desde Van Dale a Fontenelle. ¿Le vituperaremos por estar dotado de doble
vista y haber tenido visiones lejanas?. No; porque semejantes fenómenos
son hoy endémicos en media Europa. ¿Tal vez por haber hablado todos los idiomas
de la tierra, sin aprenderlos? Precisamente ésta es la mejor prueba de la
presencia y asistencia de un espíritu cualquiera que sea su naturaleza. ¿O bien
le echaremos en cara su creencia en la Transmigración (reencarnación)? Tampoco;
porque en ella creen hoy día (millones de) hombres. Nadie puede imaginar el
número de sabios que anhelan el restablecimiento de la religión druídica y de
los misterios de Pitágoras. ¿Le censuraremos por haber conjurado demonios y
plagas? Los egipcios, etruscos y todos los pontífices romanos hicieron lo mismo
mucho antes.
¿Por haber conversado con los muertos? También lo hacemos
hoy, o creemos hacerlo, que viene a ser lo mismo. ¿Por creer en las Empusas?
¿Qué demonología ignora que la Empusa es el “Demonio del sur” a que se refieren
los salmos de David tan temido
entonces, como lo son todavía en el Norte de Europa? ¿Por haberse hecho
invisible a voluntad? Ésta es una de las proezas del mesmerismo. ¿Por haberse
aparecido después de su muerte al emperador Aureliano sobre los muros de Tyana,
compeliéndole a levantar el cerco de la ciudad.
Tal era la misión de todos los héroes desde la tumba, y el motivo del culto
tributado a los manes. ¿Por haber bajado a la famosa caverna de Trofonio,
para sacar de ella un viejo libro que durante muchos años después guardó el
emperador Adriano en la biblioteca de Antio? También antes que él había
descendido a la misma caverna el fidedigno y juicioso Pausanias, y sin embargo,
volvió a ser creyente. ¿Por haber desaparecido al tiempo de su muerte? Así
ocurrió con Rómulo, Votan, Licurgo y Pitágoras, a cuya muerte acompañaron
las más misteriosas circunstancias, y siguieron apariciones y revelaciones,
etc. Detengámonos aquí y repitamos de nuevo que si la vida de Apolonio fuese
mera novela, no hubiese aquistado
tanta celebridad en vida, ni formado una escuela tan numerosa y entusiasta, que
subsistió hasta mucho tiempo después de su muerte.
Añadamos a esto que, de ser Apolonio
una ficción novelesca, no hubiera levantado Caracalla un monumento a su memoria, ni Alejandro Severo hubiese colocado su busto entre los de los semidioses
junto al del verdadero dios, ni una emperatriz sostuviera correspondencia
con él. Tito escribió a Apolonio una carta apenas reposado de las durezas del
sitio de Jerusalén, diciéndole que se encontrarían en Argos, y añadiendo que
puesto que él y su padre eran deudores de todo, su primer pensamiento había de
ser para su bienhechor. El emperador Aureliano mandó erigir un templo y un
altar al gran sabio en acción de gracias por habérsele aparecido y conversado
con él en Tyana, a lo que debió la ciudad que Aureliano levantase el cerco.
Además si la vida de Apolonio fuese pura novela, no hubiera atestiguado su
existencia el fidelísimo historiador pagano Vopiscus. Finalmente, Apolonio
mereció la admiración de un hombre de carácter tan noble como Epicteto, y aun
de algunos Padres de la Iglesia, como, por ejemplo, San Jerónimo, quien, al
hablar de Apolonio, dice:
Este filósofo viajero halló algo que
aprender doquiera fue; y aprovechándose de lo aprendido progresó de día en día.
Respecto a sus milagros, sin pretender sondearlos, los
admite innegablemente San Jerónimo; lo cual no hubiese hecho seguramente, si no
obligaran a ello los hechos. Para termina. De ser Apolonio un héroe novelesco,
dramatizado en la cuarta centuria, de seguro que los habitantes de Éfeso no le
alzaran una estatua de oro en agradecimiento a los beneficios recibidos.
D.S TV
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