martes, 14 de agosto de 2018

APOLONIO DE TYANA



Según se dijo en Isis sin Velo, los más grandes profesores de teología admiten que casi todos los libros de la antigüedad se escribieron en un lenguaje simbólico y tan sólo comprensible para los iniciados. Ejemplo de ello nos ofrece el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, como saben los cabalistas, abarca toda la filosofía hermética y, en cierto modo, es un duplicativo de las tradiciones que nos restan del rey Salomón. Esté escrito en estilo de amena novela; pero, como en el caso de aquel rey, algunos acontecimientos históricos se encubren bajo el colorido de la ficción. El viaje a la India simboliza, en todas sus etapas, las pruebas de un neófito; a la par que da idea de la geografía y topografía de cierto país, como es hoy, si se sabe buscar. 

Las largas pláticas de Apolonio con los brahmanes, sus prudentes consejos, y los diálogos con Menipo de Corinto constituyen, bien interpretados, el catecismo esotérico. Su visita al imperio de los sabios y su entrevista con el rey Hiarcas, oráculo de Anfiaraus, exponen simbólicamente muchos secretos dogmas de Hermes (en la acepción general de la palabra), y del ocultismo. Maravilloso es este relato; y si no estuviese apoyado lo que decimos por numerosos cálculos ya hechos y no estuviese el secreto medio revelado, no se hubiese atrevido la  autora a decirlo. Se describen allí exacta, aunque alegóricamente, los viajes del gran Mago; es decir, que sucedió en efecto cuanto relata Damis, pero refiriéndolo a los signos del Zodíaco. Damis fue el amanuense del mismo Apolonio, y Filostrato copió la obra, que es realmente una maravilla. Al final de lo que ahora puede darse sobre el portentoso Adepto de Tyana, se hará más patente lo que queremos indicar. Baste decir, por ahora, que en los diálogos, debidamente interpretados, se revelan algunos importantísimos secretos de la Naturaleza. Eliphas Levi advierte la gran semejanza que existe entre el rey Hiarcas y el fabuloso Hiram, de quien Salomón adquirió el cedro del Líbano, y el oro de Ophir para construir el templo. Pero nada dice de otra semejanza que, como erudito cabalista, no debía ignorar. Extravía él, además, al lector, según su invariable costumbre, con mistificaciones y le aparta del verdadero camino, sin divulgar nada.
            
Como la mayor parte de los héroes de la antigüedad, cuyas vidas y hechos sobresalen extraordinariamente del vulgo, Apolonio de Tyana es hasta hoy una esfinge que no ha encontrado aún Edipo. Su existencia está envuelta en tan misterioso velo, que suele tomársele por mito; si bien, lógicamente, no es posible considerarle como tal, porque entonces tampoco habríamos de admitir la existencia de Alejandro ni la de César. Está fuera de duda que Apolonio de Tyana, cuyas virtudes taumatúrgicas nadie ha superado hasta hoy, según atestigua la historia, apareció y desapareció de la vida pública sin saber cómo ni cuándo. Esta ignorancia se explica fácilmente. Durante los siglos IV y V de la era cristiana, se echó mano de todos los medios para borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de este grande y santo hombre. Los cristianos destruyeron, por los motivos que veremos, las biografías apologéticas que de él se habían publicado, salvándose milagrosamente las crónicas de Damis, que hoy constituyen la única fuente de información. Pero no presentándonoslo impecable y veracísimo. Tampoco puede negarse que casi todos los Padres de la Iglesia citan a Apolonio, aunque mojando como de costumbre la pluma, en la negra tinta del odio teológico, de la intolerancia y del prejuicio. San Jerónimo relata el pugilato taumatúrgico entre San Juan y el sabio de Tyana, y describe (1) este veraz santo con vivos colores, la derrota de Apolonio, fundándose en los apócrifos de San Juan, que la misma Iglesia tiene por dudosos (2).
            
Así es que nadie puede fijar la fecha ni el lugar del nacimiento y muerte de Apolonio. Algunos creen que al morir tenía de ochenta a noventa años; y otros le computan ciento y aun ciento diecisiete. Tampoco hay opinión segura acerca de las circunstancias de su muerte. Unos dicen que acabó sus días en Éfeso, el año 96 de la era cristiana, y otros que en el templo de Minerva, en Lindo; no faltando quienes afirman que desapareció del templo de Dictynna, y algunos llegan a decir que no murió, sino que al llegar a los cien años se rejuveneció por artes mágicas para seguir trabajando en beneficio de la humanidad. Únicamente los anales ocultos registran la vida de Apolonio; pero “¿quién creerá en tal informe?”
            
Todo cuanto la historia sabe es que Apolonio fue entusiasta fundador de una nueva escuela de contemplación; y aunque menos metafórico y más práctico que Jesús, preconizó la misma quintiesenciada espiritualidad y las mismas sublimes verdades de moral. Se le achaca el haber ceñido sus predicaciones a las clases elevadas de la sociedad en vez de difundirlas, como Buddha y Jesús, entre los humildes y menesterosos. Lo lejano de la época no consiente juzgar de las razones que le indujeron a proceder así. Pero acaso tenga algo que ver con ello la ley kármica. Como hijo de familia aristocrática, según se nos dice, es muy probable que quisiera completar la obra no emprendida en este sentido particular por su predecesor, brindando “paz y buena voluntad en la tierra”, no sólo a los descastados y pecadores, sino a todos los hombres; y en consecuencia convivió con los reyes y poderosos de la época. Sin embargo, los tres “taumaturgos”, Buddha, Jesús y Apolonio, ofrecen sorprendente analogía de propósito. Como Jesús y como Buddha, Apolonio condenó toda ostentación externa, las ceremonias superfluas, la mojigatería y la hipocresía. No hay duda de que los “milagros” de Apolonio fueron más copiosos, admirables y mucho mejor atestiguados por la historia que ningún otro. El materialismo niega; pero la evidencia y las afirmaciones de la propia Iglesia, que tanto le combate, muestran que es verdad.
            
Las imputaciones levantadas contra Apolonio fueron tan numerosas como falsas. Diez y ocho siglos después de su muerte, lo difamó el obispo Douglas en su tratado contra los milagros, escrito con olvido de hechos rigurosamente históricos. Porque no precisamente en los milagros, sino en la identidad de ideas y doctrinas, se halla la semejanza entre Buddha, Jesús y Apolonio. Si estudiamos desapasionadamente la cuestión echaremos de ver desde luego que la moral de Gautama, Platón, Apolonio, Jesús y Amonio Saccas y sus discípulos, tienen por común fundamento la misma filosofía mística; que todos adoraron un Ideal divino, considerado ya como “Padre” de la humanidad, que vive en el hombre y el hombre en Él, ya como Incomprensible Principio Creador. Todos ellos vivieron santamente y con la misma pureza de vida. Amonio remonta su doctrina a la época de Hermes, quien la aprendió en India. Era la misma contemplación mística del yogui: La unión del brahman con su propio luminoso Yo o “Atman”.
            
Así se ve la identidad fundamental de la Escuela Ecléctica y de las doctrinas de los yoguis o místicos induístas. También se prueba su común origen con el primitivo buddhismo de Gautama y de sus arhats.
            
El Nombre Inefable por cuyo conocimiento se afanan inútilmente tantos cabalistas, desconocedores de los adeptos orientales y aun europeos, está latente en el corazón de todo hombre. Este admirable nombre que, según los más antiguos oráculos, “penetra los infinitos mundos ..... .....” puede conocerse por dos distintos medios: por la iniciación ceremonial, y por la “sutil voz” que oyó Elías en la cueva del monte Horeb. Y “cuando Elías la oyó cubrióse la faz con su manto y penetró en la cueva. Y allí se dejó oír la voz”.
            
Cuando Apolonio de Tyana deseaba oír la “sutil voz”, se cubría enteramente con un manto de fina lana sobre el cual posaba ambos pies, después de hacer algunos pases magnéticos, pronunciando entonces no el “nombre”, sino una invocación, familiar a los adeptos. Luego se envolvía cabeza y rostro con el manto, y quedaba libre su espíritu astral o translúcido. De ordinario vestía Apolonio sin nada de lana, como los sacerdotes de los templos. El conocimiento de la secreta combinación del “nombre” daba al hierofante poder supremo sobre todos los seres humanos o no humanos, con tal que fueran inferiores a él en fuerza de alma.
            
Prescindiendo de la escuela a que perteneciese, es indudable que Apolonio de Tyana dejó fama imperecedera. Cientos de volúmenes se escribieron acerca de este hombre portentoso; los historiadores han discutido gravemente su personalidad; y no han faltado presuntuosos majaderos, incapaces de llegar a una conclusión sobre este sabio, que hayan negado su existencia. Respecto de la Iglesia, aunque execra su memoria, le ha reconocido siempre carácter histórico. Actualmente parece que, empleando una antigua estratagema, trata de desviar la opinión acerca de él. Los jesuitas, por ejemplo, al paso que admiten los “milagros” del sabio de Tyana, han puesto en marcha una doble corriente de pensamientos, con el acostumbrado éxito en todo cuanto emprenden. Por una parte hay quienes lo representan como “instrumento de Satanás”, rodeando de brillante luz sus facultades taumatúrgicas; mientras que otra parte de ellos parecen considerar como leyenda tendenciosa, cuanto atañe a la vida de Apolonio.
            
En sus voluminosas “Memorias de Satán” dedica el marqués De Mirville un capítulo entero al gran Adepto, en el curso de sus alegaciones con las que quiere descubrir al enemigo de Dios como productor de los fenómenos espiritistas. De toda la trama, darán idea los pasajes que de la obra copiamos. No olvide el lector, que Mirville escribió con la aprobación de Roma cuantos libros salieron de su pluma.
            
Dejaríamos incompleto el estudio del siglo I, y agraviaríamos la memoria de San Juan, si no hablásemos del que tuvo el honor de ser su singular adversario, como Simón lo fue de Pedro y Elimas de Pablo. En los primeros años de la era cristiana... apareció en Tyana, ciudad de Capadocia, uno de aquellos hombres extraordinarios de que tan pródiga se mostró la escuela pitagórica. Como su maestro, viajó por Oriente iniciándose en las doctrinas secretas de la India, Egipto y Caldea hasta adquirir las facultades teúrgicas de los antiguos magos. Con tales dotes extravió a las gentes de los países en que ejerció la predicación, las cuales (debemos confesarlo) parece que bendijeron su memoria. No es posible dudar de este hecho, sin que al mismo tiempo repudiemos verídicos hechos históricos. Filostrato, historiador del siglo IV, nos ha transmitido pormenores de la vida de este hombre, y copió el Diario escrito por Damis, discípulo e íntimo amigo de Apolonio, cuya vida está anotada en él día por día.
            
De Mirville admite la posibilidad de algunas exageraciones, tanto en el autor como en el copista; pero “no cree que ocupen mucho espacio en el relato”; por lo cual lamenta que el abate Freppel, en sus “elocuentes Ensayos, tilde de novela el diario de Damis”. ¿Por qué lo hace?
            
El autor funda su opinión en la perfecta semejanza que, a su parecer, ofrece esta leyenda con la vida del Salvador. Pero si el abate Freppel estudiara más profundamente el asunto, se convencería de que ni Aponio, ni Damis, ni Filostrato pretendieron jamás mayor honor que el de parecerse a San Juan. Este programa era suficientemente fascinador por sí mismo, y bastante escandaloso el disfraz; porque con sus mágicas artes había conseguido Apolonio contrariar, aparentemente, varios milagros operados (por San Juan) en Éfeso.
            
El anguis in herba asoma la cabeza. La perfecta semejanza entre la vida de Apolonio y la de Jesús, es la que coloca a la Iglesia entre Escila y Caribdis. Negar la vida y “milagros” del primero, fuera tanto como negar la veracidad de los mismos apóstoles y padres de la Iglesia, en cuyo testimonio se funda la vida del mismo Jesús. Muy peligroso en este tiempo es atribuir al “espíritu maligno” las obras de caridad y beneficencia del adepto, así como sus benditos poderes de curar enfermos y resucitar muertos. De aquí la estratagema para confundir las ideas de quienes fían en autoridades críticas. Pero la Iglesia es mucho más previsora que nuestros grandes historiadores. La Iglesia sabe que negar la existencia de Apolonio, equivaldría a negar la del emperador Vespaciano y sus historiadores, las de los emperadores Alejandro Severo y Aureliano, con sus historiadores, y finalmente todas las pruebas sobre la de Jesús; preparando así el camino a su rebaño, para negarla a ella misma.

A propósito de esto dice por boca de De Mirville, su abogado:
            
¿Qué hay de nuevo y de imposible en el relato de Damis sobre los viajes de Apolonio por Caldea y el país de los gimnósofos? Antes de negarlo conviene advertir lo que en aquel tiempo eran esos países maravillosos por excelencia, según afirman hombres como Pitágoras, Empedocles y Demócrito, quienes debieron saber lo que escribían. Al fin y al cabo, ¿qué le hemos de vituperar a Apolonio? ¿Acaso las profecías admirablemente cumplidas, como hicieron los oráculos? No; porque bien sabemos hoy lo que eran. Los oráculos han llegado a ser para nosotros lo que en el pasado siglo fueron para todos, desde Van Dale a Fontenelle. ¿Le vituperaremos por estar dotado de doble vista y haber tenido visiones lejanas?. No; porque semejantes fenómenos son hoy endémicos en media Europa. ¿Tal vez por haber hablado todos los idiomas de la tierra, sin aprenderlos? Precisamente ésta es la mejor prueba de la presencia y asistencia de un espíritu cualquiera que sea su naturaleza. ¿O bien le echaremos en cara su creencia en la Transmigración (reencarnación)? Tampoco; porque en ella creen hoy día (millones de) hombres. Nadie puede imaginar el número de sabios que anhelan el restablecimiento de la religión druídica y de los misterios de Pitágoras. ¿Le censuraremos por haber conjurado demonios y plagas? Los egipcios, etruscos y todos los pontífices romanos hicieron lo mismo mucho antes. 

¿Por haber conversado con los muertos? También lo hacemos hoy, o creemos hacerlo, que viene a ser lo mismo. ¿Por creer en las Empusas? ¿Qué demonología ignora que la Empusa es el “Demonio del sur” a que se refieren los salmos de David tan temido entonces, como lo son todavía en el Norte de Europa?  ¿Por haberse hecho invisible a voluntad? Ésta es una de las proezas del mesmerismo. ¿Por haberse aparecido después de su muerte al emperador Aureliano sobre los muros de Tyana, compeliéndole a levantar el cerco de  la ciudad. Tal era la misión de todos los héroes desde la tumba, y el motivo del culto tributado a los manes. ¿Por haber bajado a la famosa caverna de Trofonio, para sacar de ella un viejo libro que durante muchos años después guardó el emperador Adriano en la biblioteca de Antio? También antes que él había descendido a la misma caverna el fidedigno y juicioso Pausanias, y sin embargo, volvió a ser creyente. ¿Por haber desaparecido al tiempo de su muerte? Así ocurrió con Rómulo, Votan, Licurgo y Pitágoras, a cuya muerte acompañaron las más misteriosas circunstancias, y siguieron apariciones y revelaciones, etc. Detengámonos aquí y repitamos de nuevo que si la vida de Apolonio fuese mera novela, no hubiese aquistado tanta celebridad en vida, ni formado una escuela tan numerosa y entusiasta, que subsistió hasta mucho tiempo después de su muerte.
            
Añadamos a esto que, de ser Apolonio una ficción novelesca, no hubiera levantado Caracalla un monumento a su memoria, ni Alejandro Severo hubiese colocado su busto entre los de los semidioses junto al del verdadero dios, ni una emperatriz sostuviera correspondencia con él. Tito escribió a Apolonio una carta apenas reposado de las durezas del sitio de Jerusalén, diciéndole que se encontrarían en Argos, y añadiendo que puesto que él y su padre eran deudores de todo, su primer pensamiento había de ser para su bienhechor. El emperador Aureliano mandó erigir un templo y un altar al gran sabio en acción de gracias por habérsele aparecido y conversado con él en Tyana, a lo que debió la ciudad que Aureliano levantase el cerco. Además si la vida de Apolonio fuese pura novela, no hubiera atestiguado su existencia el fidelísimo historiador pagano Vopiscus. Finalmente, Apolonio mereció la admiración de un hombre de carácter tan noble como Epicteto, y aun de algunos Padres de la Iglesia, como, por ejemplo, San Jerónimo, quien, al hablar de Apolonio, dice:
            
Este filósofo viajero halló algo que aprender doquiera fue; y aprovechándose de lo aprendido progresó de día en día.
            
Respecto a sus milagros, sin pretender sondearlos, los admite innegablemente San Jerónimo; lo cual no hubiese hecho seguramente, si no obligaran a ello los hechos. Para termina. De ser Apolonio un héroe novelesco, dramatizado en la cuarta centuria, de seguro que los habitantes de Éfeso no le alzaran una estatua de oro en agradecimiento a los beneficios recibidos.

D.S TV 

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