Los Eones o
Espíritus estelares, emanados de los Desconocidos según los gnósticos, e
idénticos a los Dhyân Chohans de la doctrina esotérica, han sido transformados
en Arcángeles y “Espíritus de la Presencia” por las Iglesias griega y latina,
con detrimento del primitivo concepto. Se llamó “Hueste celestial” al Pleroma, quedando por lo tanto el antiguo nombre limitado a las “legiones” de
Satán. En todo tiempo es derecho la fuerza; y así está la Historia llena de
antinomias. Los discípulos de Manes le llamaron “Paráclito”. Fue Manes un
ocultista cuyo nombre ha pasado a la posteridad con fama de hechicero, gracias
a la persecución de la Iglesia, que por vía de contraste, elevó a la dignidad de
obispo y luego a la alteza de santo, al arrepentido Cipriano de Antioquía cuyas
artes de “magia negra” él mismo confiesa.
No es gran cosa lo que la Historia
sabe de San Cipriano, y aun por la mayor parte se funda en sus propios relatos,
corroborados a lo que se dice, por San Gregorio, la emperatriz Eudoxia, Focio y
la propia Iglesia. El marqués De Mirville encontró el curioso manuscrito en
la Biblioteca del Vaticano y lo tradujo al francés por vez primera, según
afirma el traductor. Extractaremos unas cuantas páginas de la traducción, para
que los estudiantes de ocultismo puedan comparar los procedimientos de la magia
antigua (llamada demoníaca por la Iglesia), con los de la teurgia y ocultismo
de nuestro tiempo.
El relato tiene por escenario la
ciudad de Antioquía, y ocurren los sucesos a mediados del siglo III, unos 252
años después de J. C., según cómputo del traductor. El arrepentido hechicero
escribió su Confesión después de convertirse; y así no es maravilla que increpe
frecuentemente en ella a su iniciador “Satán” o la “Serpiente Dragón”, como él
lo llama. Casos análogos nos ofrece la naturaleza humana; pues los indos,
parsis y otros “paganos” que se convierten al cristianismo, no cesan de
anatematizar la religión de sus antepasados en todo momento.
Dice así la Confesión:
¡Oh
vosotros que negáis los verdaderos misterios de Cristo! Mirad mis lágrimas...
Vosotros, los que os revolcáis en prácticas demoníacas, aprended de mi triste
ejemplo, la vanidad de las añagazas satánicas. Soy aquel Cipriano que
consagrado a Apolo desde su infancia, fue iniciado tempranamente en todas las
artes del dragón. Antes de los siete años me presentaron en el templo de
Mitra, y tres años después me llevaron mis padres a Atenas para darme la
ciudadanía. Allí me revelaron los misterios de Ceres llorosa, y llegué a
ser guardián del dragón, en el templo de Palas.
Subí después a la cumbre del Olimpo,
la sede de los dioses como se la llama, y me iniciaron en el sentido y verdadero significado de los discursos y
estrepitosas manifestaciones de los dioses. Allí me acostumbré a ver en la
imaginación (fantasía o mâyâ) los
árboles y plantas que operan prodigios por obra de los demonios; ...Vi sus
danzas, sus luchas, sus celadas, ilusiones y promiscuidades. Oí sus cantos.
Finalmente, por cuarenta días consecutivos vi a la falange de dioses y diosas
que desde el Olimpo enviaban, como si fuesen reyes, espíritus que los
representasen en la tierra y en su nombre actuasen en todas las naciones.
Por este tiempo no comía yo más que
frutas sólo después de ponerse el sol, y los siete sacerdotes del sacrificio me
enseñaron las ventajas de este régimen de vida.
Al cumplir quince años quisieron mis
padres que supiese no sólo las leyes naturales de la generación y muerte de los
cuerpos en la tierra, en el aire y en las aguas, sino también las leyes
relativas a todas las demás fuerzas injertas en los elementos por el
Príncipe del Mundo a fin de frustrar su primaria y divina constitución. A
los veinte años fui a Menfis, en cuyos santuarios me enseñaron todo lo
concerniente a la comunicación de los demonios (Daimones o Espíritus) con la
tierra, su repugnancia por ciertos lugares y su predilección por otros, su
expulsión de ciertos planetas, su gusto por la oscuridad y su horror a la luz. Allí supe el número de ángeles caídos que encarnan en cuerpos
humanos para entrar en comunicación con las almas. Aprendí la analogía que
existe entre los terremotos y las lluvias, entre el movimiento de la tierra y el del mar. Vi los espíritus de los gigantes sumirse en subterráneas
tinieblas y sostener el mundo como un faquín lleva a hombros la carga.
A los treinta años fui a Caldea para
estudiar el verdadero poder del aire que algunos colocan en el fuego y los más
doctos en la luz (âkâsha). Me
enseñaron que los planetas eran tan variados como las plantas en la tierra, y
las estrellas como ejércitos dispuestos en orden de batalla. Aprendí la
caldaica división del éter en 365 partes, y eché de ver que cada uno de los
demonios que se lo reparten entre sí está dotado de la fuerza material
necesaria para ejecutar las órdenes del Príncipe y guiar allí [en el éter] los
movimientos. Los caldeos me enseñaron cómo aquellos Príncipes toman parte
en el Consejo de las Tinieblas, en constante oposición al Consejo de la luz.
Conocí a los mediadores [seguramente no médiums
como De Mirville afirma], y al ver los pactos de obligación mutua que
estipulaban, me maravilló la índole de sus cláusulas y juramentos.
Creedme. Vi al diablo. Creedme. En
mi juventud lo abracé [¿cómo las brujas en aquelarre?], y él me saludó
llamándome nuevo Jambres, diciéndome que había merecido la iniciación y
prometiéndome ayuda de por vida y un principado después de la muerte. Bajo
su tutela llegué a gran alteza [a ser adepto], y entonces puso a mis órdenes
una falange de demonios. Al despedirme exclamó: “Ánimo y buen éxito, excelente
Cipriano”, al mismo tiempo que se levantaba de su silla al verme en la puerta,
dejando admirados a los circunstantes.
Después de despedirse de su
iniciador caldeo marchó a Antioquía el futuro hechicero y santo. El relato de
sus “iniquidades” y de su consiguiente arrepentimiento es largo; y así lo
resumiremos diciendo que llegó a ser “mago acabadísimo” con gran copia de
discípulos y “aspirantes al ejercicio de la peligrosa y sacrílega arte”. Él
mismo muestra distribuyendo filtros amorosos, encantos mortíferos “para librar
de maridos viejos a esposas jóvenes y deshonrar vírgenes cristianas”. Desgraciadamente
no pudo sustraerse Cipriano al influjo del amor y se prendó de la hermosa
Justina, una joven convertida, después de haber tratado en vano de hacerla
participar de la pasión que sentía por ella, cierto libertino llamado Aglaides.
Nos dice Cipriano que sus “demonios fracasaron” y empezó a cobrarles aversión,
de lo que provino una querella con su hierofante, a quien insiste en
identificar con el demonio. A la querella siguió una controversia entre el
hierofante y algunos cristianos convertidos, en el cual, como era de suponer,
quedó derrotado el “espíritu maligno”. Habiendo puesto a los pies de Antimes,
obispo de Antioquía, todos sus libros de magia se convirtió en santo en
compañía de la hermosa Justina que le había convertido; y ambos sufrieron el
martirio en tiempo de Diocleciano, siendo enterrados vera por vera en la
basílica de San Juan de Letrán, junto al baptisterio.
D.S TV
Muy interesante, gracias por la información me
ResponderEliminarMuy interesante, gracias por la información
ResponderEliminarExelente informacion gracias x compartir
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