Los libros de Hermes Trismegisto contienen el significado exotérico de la astrología y astrolatría caldeas, todavía velados para todos, excepto para los ocultistas. Ambas materias están íntimamente relacionadas. La astrolatría, o adoración de las cohortes celestes, es natural resultado de comprender tansólo a medias las verdades de la astrología, cuyos adeptos preservaban cuidadosamente de vulgares profanaciones sus ocultos principios y la sabiduría recibida de los “ángeles” o regentes de los planetas. De aquí que hubiese astrología divina para los iniciados, y astrolatría supersticiosa para los profanos. Esto confirma el siguiente pasaje de San Justino:
Desde la invención de los
jeroglíficos, no fueron los hombres vulgares, sino los distinguidos y selectos,
quienes quedaron iniciados en los misterios de los templos y en las ciencias
astrológicas de toda clase, aun la más abyecta; o sea la que más tarde se
prostituyó en público.
Gran diferencia había entre la
sagrada ciencia enseñada por Petosiris y Necepso (los primeros astrólogos de
que hablan los manuscritos egipcios, y que se cree florecieron en el reinado de
Ramsés II o sesostris), y la miserable superchería de los charlatanes
caldeos, que degradaron el divino conocimiento en las postrimerías del imperio
romano. Propiamente puede designarse la primera con el nombre de “Astrología
superior ceremonial”, y la segunda con el de “Astrolatría astrológica”. La
primera dependía del conocimiento que los iniciados tenían de las para nosotros
fuerzas inmateriales o seres espirituales que animan y guían la materia. Los
antiguos filósofos llamaban archontes y cosmocratores a estos seres inferiores
en la escala de evolución, llamados elementales o espíritus de la naturaleza, a
quienes los sabeos adoraron sin sospechar su diferencia. Esto motivó que cuando
no fingían su creencia, cayeran muy a menudo en la magia negra. La adoración de
los elementales fue la forma predominante de la astrología popular o exotérica,
enteramente ignorante de los principios de la primitiva ciencia, cuyas
doctrinas se comunicaban únicamente en la iniciación. Así, mientras los
verdaderos hierofantes se remontaban como semidioses a la cumbre del
conocimiento espiritual, la plebe de los sabeos se encenagaba en la
superstición, hace diez milenios lo mismo que hoy, de la sombra letal y fría de
los valles de la materia.
La influencia sidérea es dual. La hay exotérica, o
sea física y fisiológica; y altamente moral e intelectual, dimanante del
conocimiento comunicado por los dioses planetarios. A causa de no comprender
muy bien la naturaleza de estos últimos, llamaba Bailly a la astrología “madre
loca de hija cuerda”, como dando a entender la superioridad científica de la
astronomía derivada de la astrología. Por otra parte, el eminente Arago, una de
las lumbreras del siglo XIX, admite la influencia sidérea del Sol, la Luna y
los planetas, al preguntar:
¿Dónde hallaremos la influencia
lunar refutada por argumentos que la ciencia ose admitir?
El mismo Bailly, no obstante sus
vituperios contra la astrología, tal como se practicaba públicamente, no se
atreve a ello con la verdadera astrología.
Dice así:
La astrología judiciaria fue, en su
origen, resultado de un sistema muy profundo; fue obra de una inteligente
nación que penetró muy adentro en los misterios de Dios y de la Naturaleza.
Ph. Lebas, científico mucho más
moderno, miembro del Instituto de Francia y catedrático de Historia, señala,
sin darse cuenta, la verdadera raíz de la astrología, en un erudito artículo
sobre esta materia publicado en el Diccionario
Enciclopédico de Francia. Comprende él y así lo manifiesta a sus lectores,
que el haber profesado la astrología tan gran número de hombres de preclaro
talento, debiera ser suficiente motivo para no considerar esta ciencia como una
sarta de sandeces. Dice así:
Si en lo político proclamamos la
soberanía del pueblo y de la opinión pública, ¿podemos admitir, como hasta
aquí, que solamente en esto se preste el género humano a ser engañado por
completo; y que durante muchos siglos predominara en la mente de todas las
naciones el más grosero absurdo, sin otras bases de la imbecilidad por una
parte y la charlatanería por otra? ¿Cómo es posible que durante más de
cincuenta siglos hayan sido los hombres o tontos o pícaros?... Aunque no
podamos separar la verdad de la invención en astrología, diremos con Bossuet y
otros filósofos modernos, que “nada de lo que en algún tiempo ha predominado
puede ser falso en absoluto”. ¿No es cierto que los planetas se influyen
recíprocamente en el orden físico? ¿No es también cierto el influjo de los
planetas en la atmósfera, y por consiguiente que hasta cierto punto lo ejercen
asimismo en los vegetales y animales? ¿No ha puesto la ciencia moderna fuera de
toda duda estos dos puntos?... ¿No es menos cierto que la libertad humana tiene
sus límites, y que en la voluntad individual influyen todas las cosas, y por lo
tanto los planetas? ¿No es verdad que la Providencia [Karma] actúa sobre nosotros y dirige a los hombres, según las
relaciones que estableció entre ellos y las cosas visibles del universo?...
Esto, y no más es la astrolatría en esencia. Nos vemos precisados a reconocer
que a los antiguos magos les guió un isntinto superior a la época en que
vivieron. El materialista concepto de la aniquilación de la libertad moral del
hombre que Bailly atribuye a la astrología, no tiene razón de ser. Todos los
astrólogos, sin excepción, admitieron que el hombre puede contrarrestar la
influencia de los astros. Este principio lo establece el Tetrabiblos de Ptolomeo, que son las verdaderas Escrituras
astrológicas, en los capítulos II y III del libro primero.
Corroboración anticipada del anterio
pasaje de Lebas nos dio Santo Tomás de Aquino al decir:
Los cuerpos celestes son causa de todo cuanto sucede en este mundo
sublunar, pues influyen directamente en las acciones humanas; si bien no
todos los efectos que producen sean inevitables.
Los ocultistas y teósofos son los
primeros en decir que hay astrología blanca y astrología negra. Sin embargo, en
ambos aspectos deben estudiar la astrología quienes deseen obtener provecho de
su estudio; pues los buenos o malos resultados consiguientes no dimanan de los
principios, que son idénticos en ambos casos, sino del astrólogo mismo. Así
Pitágoras, que aprendió el sistema heliocéntrico en los libros de Hermes, dos
mil años antes de que naciese Copérnico, basó en él toda la ciencia de la
divina teogonía, la evocación y comunicación con los regentes del mundo (los
príncipes de los “principados”, según San Pablo), el origen de cada planeta y
del mismo universo, las fórmulas de encantamiento y la consagración de cada una
de las partes del cuerpo humano a su correspondiente signo zodiacal. Nadie debe
tomar nada de esto por niñería o absurdo, ni mucho menos por “diabólico”, y
sólo la considerarán así los profanos en filosofía y ciencias ocultas. Ningún
pensador verdadero que reconozca la existencia de un lazo común entre el hombre
y la Naturaleza, así visible como invisible, tendrá por “niñerías y necedades”
los viejos restos de la Sabiduría antigua, tales como el Papiro de Petemenoph, tan injustamente menospreciado por muchos
académicos y científicos; sino que, además de hallar en estos antiguos
documentos la aplicación de leyes herméticas, tales como la “consgración de la
cabellera al celestial Nilo, la de la sien izquierda al espíritu viviente en el
Sol, y la derecha al espíritu de Ammon”, se esforzará en mejor comprender la
“ley de las analogías”. Ni tampoco pondrá en duda la antigüedad de la
astrología, como algunos orientalistas que atribuyen al Zodíaco a invención de
los griegos de la época macedónica; porque contra este erróneo supuesto,
militan numerosas razones, entre ellas las dimanantes de los últimos
descubrimientos realizados en Egipto, y de la más cuidadosa lectura de los
jeroglíficos e inscripciones de las primeras dinastías. Las polémicas
sostenidas sobre el texto de los llamados “papiros mágicos” de la colección
Anastasi, prueban la antigüedad del Zodíaco. Se lee en las Cartas a Letronne:
Los papiros discurren extensamente
sobre las cuatro bases o fundamentos
del mundo, cuya identidad es imposible de confundir, según afirma Champollion,
pues no hay más remedio que reconocer en ellos los “pilares del mundo” de que
nos habla San Pablo. Estos fundamentos son los que se invocan junto con los
dioses de todas las zonas celestiales, y son enteramente análogos a los Spiritualia nequitioe in coelestibus del
mismo apóstol.
Esta invocación se hacía en los
mismos términos... de la fórmula fielmente reproducida mucho después por
Jámblico, a quien no se le puede regatear el mérito de haber transmitido a la
posteridad el antiguo y primitivo espíritu de los astrólogos egipcios.
Letronne había tratado de probar que
los zodíacos egipcios databan del período romano; pero el descubrimiento de la
momia de Sensaos demostró que:
Todos los monumentos zodiacales de
Egipto eran eminentemente astronómicos. Las tumbas regias y ritos funerarios
constituyen verdaderas tablas de constelaciones y de sus influencias en todas
las horas de cada mes.
Así es que las tablas genetlíacas
prueban por sí mismas tener muchísima mayor antigüedad que la asignada a su
origen. Todos los zodíacos de los sarcófagos de épocas posteriores, son
sencillamente reminiscencias de los zodíacos pertenecientes al período arcaico
mitológico.
La primitiva astrología excedía en
tanto a la moderna astrología judiciaria, como los planetas y signos zodiacales
están sobre un reverbero. Beroso muestra la sidérea soberanía de Belial y
Milita (el Sol y la Luna), que acompañados de los “doce señores o dioses del
Zodíaco”, de “los treinta y seis dioses consejeros” y de las “veinticuatro
estrellas, jueces de este mundo”, soportan y guían el Universo (nuestro sistema
solar), vigilan a los mortales y revelan su destino al género humano. Con
justicia la iglesia latina dice de la astrología judiciaria que, tal como ahora
se conoce, consiste en:
Profetizar materialista y
panteísticamente por medio del planeta físico en sí mismo, con independencia de
su regente, [el Mlac de los judíos, el ministro del Eterno, encargado de
revelar su voluntad a los mortales]. La ascensión o conjunción del planeta en
el momento de nacer un individuo, deciden su suerte y el tiempo y modo en que
ha de morir.
Todos los estudiantes de ocultismo
saben que los cuerpos celestes están íntimamente relacionados durante cada
manvántara, con la humanidad de ese respectivo ciclo; y algunos creen que los
insignes personajes nacidos durante dicho período tienen como los otros
mortales, pero mucho más vigorosamente, trazado su destino dentro de su propia
constelación o estrella, a modo de anticipada biografía escrita por el espíritu
de aquella estrella. La mónada humana en su primer principio, es ese Espíritu o
el alma de esa misma estrella o planeta. Así como el Sol irradia su luz y sus
rayos en todos los cuerpos del espacio comprendido en los límites de su sistema,
así el regente de cada astro, la mónada Padre, emana de sí misma la mónada de
cada alma “peregrina” que nace en su propia casa y dentro de su propio grupo.
Los regentes son esotéricamente siete, y lo mismo da llamarles sephiroth,
“ángeles de la Presencia”, rishis, o amshaspends. “El Uno no es un número”,
dicen todos los libros esotéricos.
De los kasdim y gazzim o astrólogos
primitivos, pasó el conocimiento de esta ciencia a los khartumim, asaphim o
teólogos, y a los hakamim o magos de ínfima categoría, hasta caer en manos de
los judíos durante la cautividad de Babilonia. Los libros de Moisés quedaron en
olvido por algunos siglos; y cuando Hilkiah los volvió a descubrir, habían
perdido su verdadero significado para el pueblo de Israel. La primitiva astrología
oculta estaba ya en decadencia cuando Daniel, último iniciado judío de la
antigua escuela, se puso a la cabeza de los magos y astrólogos de Caldea. En
aquel tiempo, el mismo Egipto, cuya ciencia dimanaba del mismo origen que la de
Babilonia, había degenerado de su antigua grandeza, y empezaba a eclipsarse su
gloria. Sin embargo, la Sabiduría antigua dejaba en el mundo huellas eternas; y
los siete grandes dioses primitivos reinaron para siempre en la astrología y en
los calendarios de todas las naciones de la tierra. Los nombres de los días de
la semana cristiana, son los nombres de los dioses caldeos, que a su vez lo
copiaron de los arios. Según opina Sir W. Jones, la uniformidad de estos
antediluvianos nombres en todos los pueblos, desde los indos a los godos, sería
inexplicable sin el siguiente pasaje de los Oráculos caldeos, que recoge
Porfirio y cita Eusebio:
Estos nombres se propagaron primero
entre las colonias egipcias y fenicias, y después entre los griegos, con la
expresa recomendación de que cada Dios había de ser invocado únicamente el día
cuyo nombre llevase... Así dice Apolo en estos oráculos: “Yo debo ser invocado
el día del Sol; Mercurio según sus
instrucciones; después Chronos [Saturno], y después Venus, cuidando de invocar
siete veces a cada uno de estos dioses”.
Aquí hay un ligero error. Grecia no
tomó la astrología de Egipto ni de Caldea, sino que, como dice Luciano, la
recibió directamente de Orfeo, el maestro en ciencias índicas de casi todos los
grandes monarcas de la antigüedad; quienes, favorecidos por los dioses
planetarios, pusieron en libros de los principios de la astrología, como, por
ejemplo, los hizo Ptrolomeo. Así dice Luciano:
El beocio Tiresias cobró much fama
en el arte de predecir lo futuro... En aquel tiempo no se miraba la adivinación
tan a la ligera como ahora; y nunca se emprendía obra alguna sin consultar
previamente con los adivinos, que obtenían astrológicamente sus oráculos... En
Delfos, la virgen encargada de vaticinar lo futuro, simbolizaba la Virgen
celeste o Nuestra Señora.
En el sarcófago de un Faraón se
encontró una representación de la ternera Neith, la madre de Ra, que con su
cuerpo esmaltado de estrellas y los discos del Sol y la Luna, da a luz al Sol,
y se la llama “Virgen Celeste” o “Nuestra Señora de la bóveda estrellada”. La
astrología judiciaria en su forma moderna data de la época de Diodoro de
Sicilia, según él mismo nos dice. Pero los hombres más eminente de la
historia, como César, Plinio y Cicerón, creyeron en la astrología caldea y
tuvieron entrañable amistad con los astrólogos Lucio Tarrucio y Nigidio Fígulo,
cuya celebridad igualó a la de los profetas. Marco Antonio viajaba siempre en
compañía de un astrólogo recomendado por Cleopatra. Al emperador Augusto le
sacó el horóscopo al subir al trono, el astólogo Teágenes. Por medio de la
adivinación astrológica, descubrió Tiberio a los que pretendían usurparle la
púrpura. Vitelio no se atrevió a desterrar a los caldeos, que le habían
vaticinado la muerte para el mismo día de la expulsión. Vespasiano consultaba
diariamente con los astrólogos, y Domiciano ni siquiera se atrevía a moverse
sin su consejo. Adriano fue erudito astrólogo; y los emperadores todos, incluso
Juliano (llamado el Apóstata,
precisamente porque no quiso serlo), creían en los “dioses” planetarios y les
elevaban sus preces. Además, el emperador Adriano “predijo cuantos sucesos le
iban a ocurrir durante un año, desde las calendas de Enero hasta el 31 de
diciembre”. Bajo el reinado de los más ilustres emperadores, había en Roma una
Escuela de Astrología, en donde se enseñaban secretamente las ocultas
influencias del Sol, de la Luna y de Saturno. Los cabalistas cultivan hoy
mismo la astrología judiciaria. Eliphas Levi, el moderno mago francés, expone
rudimentos de esta ciencia en su Dogma y
ritual de la Magia superior; pero se ha perdido para Europa la clave de las
ceremonias y ritos astrológicos, así como los terphim, y el urim y thummin de
la magia. De aquí que nuestro materialista siglo se encoja de hombros y considere
como impostura la astrología.
Sin embargo, no todos los
científicos se mofan de ella; y bien podemos felicitarnos de leer la sugestiva
y hermosa observación de Le Couturier, hombre de ciencia reputado, acerca de
que, así como Dalton vindica las audaces especulaciones de Demócrito, también:
Los sueños de los alquimistas van
también camino de cierta rehabilitación; pues reciben renovada vida de las
minuciosas investigaciones de sus sucesores los químicos: y resulta curioso, en
verdad, que muchos descubrimientos modernos absuelven a las teorías mediefvales
de la nota de absurdas lanzada contra ellas. Así es que si, según ya ha
demostrado el coronel Sabine, la dirección de una pieza de acero suspendida a
pocos centímetros del suelo puede ser modificada por la posición de la Luna que
dista 230.000 kilómetros de nuestro planeta, ¿quién podrá tachar de
extravagante la creencia de los antiguos [y aun de los modernos] astrólogos, en
el influjo de los astros en los destinos de la humanidad?.
D.S TV
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