Entre los discípulos de algunos insignes gurus himaláyicos y aun entre gentes profanas, persiste una extraña tradición, que mejor pudiera
calificarse de leyenda, según la cual Gautama, el príncipe de Kapilavastu, continúa en las regiones
terrestres, no obstante la muerte e incineración de su cuerpo físico y las reliquias que de él se conservan. Los buddhistas chinos y arios por tradición, y los lamas del Tíbet por el texto de sus libros sagrados, afirman que Gautama tenía dos doctrinas: una para el vulgo y sus discípulos legos, y otra para sus “elegidos” o arhats. Según parece, la norma de conducta del Maestro, continuada por los arhats, fue no prohibir a nadie el ingreso en las filas del arhatado; pero no revelar los misterios finales sino a quienes, tras muchos años de prueba, se mostraran dignos de la iniciación, sin que para ello fuese obstáculo alguno la diferencia de raza, casta o posición social, como sucedió en el caso de su sucesor occidental. Los arhats divulgaron esta tradición relativa a Buddha hasta arraigar en la mente del pueblo; y en ella se basa, asimismo, el posterior dogma lamaísta de la reencarnación de los
Buddhas humanos.
Lo poco que es posible decir aquí acerca del asunto,
podrá o no llevar por buen camino al estudiante de ocultismo. Conviene advertir que habiéndose dejado al juicio y responsabilidad de la autora decir las cosas tal como personalmente las comprende, sobre ella sola ha de recaer la culpa de los posibles errores.
A la autora le enseñaron
la doctrina, pero con entera libertad de criterio sobre el conjunto de los misteriosos y perplejantes datos reunidos, de igual modo que ahora se dejan también a la sagacidad del lector. Las incompletas afirmaciones que aquí se exponen, son fragmentos de lo que contienen ciertas obras secretas, pues no es lícito
divulgar los pormenores.
La versión esotérica
que del ministerio dan estas obras secretas,
pueden resumirse en pocas palabras.
Los buddhistas han negado siempre
resueltamente que, como suponen los brahmanes, fuese Buddha un avatâra de Vishnu, análogamente
a como un hombre es encarnación de su antepasado kármico. Su negativa proviene, en parte, de que no conocen el completo, impersonal y amplio significado del término de “Mahâ Vishnu”, misterioso principio de la Naturaleza, que no es el dios Vishnu, sino un principio que contiene la semilla del avatârismo (Bîja), o sea la potencia y causa de tales encarnaciones divinas. Todos los Salvadores del mundo, los Bodhisattvas y Avatâras, son árboles de redención que brotan de una sola semilla: el Bîja o “Mahâ Vishnu”. Tanto importa que se la designe con este nombre o con el de Âdi–Buddha (Sabiduría Primordial). Esotéricamente considerado, Vishnu es a un tiempo Saguna y Nirguna (con atributos o sin ellos). Como Saguna, recibe Vishnu culto y adoración
exotéricos; y como Nirguna, es cifra y resumen de la espiritual sabiduría del
Universo, o sea el Nirvâna1, y le adoran todas las mentes filosóficas. En este sentido esotérico el Señor Buddha fue una encarnación de Mahâ Vishnu.
Así lo vemos desde el punto de vista puramente espiritual y filosófico. Sin embargo, los iniciados saben que en el plano de la ilusión, como podríamos llamarle, o desde el punto de vista terreno, fue Buddha una encarnación directa de uno de los primitivos
“Siete Hijos de la Luz” o “Dhyân Chohans” a que aluden todas las teogonías; cuya misión es cuidar,
de una eternidad a otra (eones), del provecho espiritual de las regiones puestas a su cuidado. Esto se enunció
ya en el libro El Buddhismo Esotérico.
Uno de los mayores misterios del misticismo especulativo y filosófico (misterio que conviene revelar ahora), es el relativo al modus operandi en los grados de tales transferencias hipostáticas. Es muy natural que el procedimiento de las encarnaciones, así divinas como humanas, resulte
libro cerrado para teólogos y fisiólogos, hasta que las enseñanzas esotéricas lleguen a ser, por general asentimiento, la religión del mundo. Estas enseñanzas jamás se expondrán abiertamente a gentes que no estén bien preparadas para recibirlas; pero debemos decir que entre el dogma de un alma nuevamente creada para cada nacimiento, y la afirmación de una temporánea alma fisiológica, se dilata la vasta región de las enseñanzas ocultas2 con sus lógicas y racionales demostraciones, cuyo filosófico encadenamiento establece la misma naturaleza.
El “Misterio” está expuesto, para quien sepa comprenderlo, en las siguientes
palabras de Krishna:
Muchos nacimientos he dejado Yo tras Mí, y muchos dejaste tú, ¡oh Arjuna! Pero yo los recuerdo todos; pero tú no recuerdas los tuyos, ¡oh Parantapa!
Aunque soy el nonato e imperecedero Ser, el Señor de todos los seres y cobijo la naturaleza, que es mi dominio, también nazco por virtud de mi propio
poder3.
Cuando quiera que la rectitud desmaya, ¡oh, Bhârata!, y cobra bríos la iniquidad, entonces renazco.
1 Muchos errores han dimanado de confundir y no expresar debidamente los planos de existencia. Así, por ejemplo, se han confundido con el nirvâna buddhista ciertos estados espirituales. El nirvâna buddhista es totalmente distinto del samâdhi y de la teofanía alcanzados por los adeptos menores. Después de la muerte física difieren muchísimo los estados espirituales
que alcanzan los adeptos.
2 Estas enseñanzas
son el único punto posible de conciliación entre los dos polos opuestos de la religión y la ciencia, que una con sus dogmas cerrados y otra con sus vanas hipótesis, abonan la cizaña del error. Nunca se armonizarán, porque están en continua discordia; pero esto no les impide unirse contra la filosofía esotérica, que durante dos mil años ha debido luchar contra presuntuosas infabilidades, y ve ahora cómo el materialismo de la moderna ciencia arremete contra sus
verdades.
3 De aquí arrancan, tal vez, algunas ideas gnósticas. Cerinto enseñaba que habiendo caído Jehovah de su primitiva virtud y dignidad permitió el Supremo que uno de sus gloriosos eones, llamado el “Ungido”
(Christo), encarnara en el hombre Jesús, Basílides
negaba la realidad
del cuerpo de Jesús, diciendo
que era
“ilusorio”, y que los tormentos de la pasión y de la cruz no los sufrió Jesús, sino el Cirineo. Todas estas enseñanzas son eco de las doctrinas orientales. Para proteger a los buenos, confundir a los malos y restaurar firmemente la justicia. De edad en edad renazco Yo con este intento en cada yuga. Quien así conozca en su esencia Mi divino nacimiento y Mis acciones divinas, ya no volverá a nacer cuando deje el cuerpo, sino a Mí se unirá, joh Arjuna!4.
De modo que todos los avatâras son uno y el mismo; son los Hijos de su “Padre” en directa descendencia. El “Padre”, o una de las siete Llamas, llega a ser con el tiempo el Hijo y, en consecuencia, uno con el Padre desde toda la eternidad. ¿Qué es el Padre? ¿Es la absoluta Causa de todo? ¿Es el impenetrable Eterno? No por cierto. Es Kâranâtmâ, el
“Alma Causal”, llamada por los indos Ishvara, el Señor, y por los cristianos “Dios”, el Único, el Solo. Desde el punto vista de la unidad es así; pero, entonces, también podríamos considerar como “el único y el Solo” al elemental más ínfimo. Todo ser humano tiene, además,
su propio divino espíritu o dios individual. Esa divina Entidad
o Llama, de la cual emana Buddhi, está con el hombre, aunque en plano inferior en la misma relación que el Dhyâni Buddha con su humano Buddha. De aquí que sea posible conciliar el monoteísmo con el politeísmo;
pues existen en la Naturaleza.
Verdaderamente, vinieron al mundo en su respectiva época personalidades que como Gautama, Shankara, Jesús y unos pocos más, tenían por misión “salvar
el bien y destruir el mal”. Así se dijo: “Yo
nazco en cada yuga”. Y todos nacieron por el mismo Poder.
Muy misteriosas son, en efecto,
estas encarnaciones que caen fuera del círculo
general de renacimientos. En tres grupos pueden dividirse las encarnaciones: Los avatâras o encarnaciones
divinas; las de los nirmânakayas o adeptos que renuncian al Nirvana con el propósito de auxiliar a la humanidad; y las naturales reencarnaciones de la masa general, sujeta a la rueda de nacimientos y muertes, la ley común. El avatâra es una apariencia, que podríamos llamar una ilusión especial, dentro de la natural ilusión producida en los planos en que reina Mâyâ. El adepto renace conscientemente, a su voluntad y albedrío5; pero la grey común del vulgo sigue inconscientemente la gran ley de la dual evolución.
¿Qué es una avatâra? Antes de emplear el término conviene comprenderlo. Es un descenso de la Divinidad manifestada, llámese Shiva, Vishnu o Âdi–Buddha, a la forma ilusoria de una individualidad, que en el plano físico toma apariencia objetiva, pero que realmente no lo es. Esa ilusoria forma no tiene pasado ni futuro; porque no ha tenido encarnaciones anteriores ni los subsiguientes renacimientos, y por lo tanto, para nada interviene en ella el karma.
4 Bhagavad–Gîtâ, por
A. Besant. – Estancia IV, 5 a 9, edición española.
5 El verdadero adepto iniciado no pierde jamás esta condición, por muchas veces que reencarne en nuestro ilusorio mundo. La fuerza determinante de esta serie de encarnaciones voluntarias no es Karma, como generalmente se supone, sino otra fuerza todavía más inescrutable. Durante sus vidas terrenas no pierde el adepto su calidad de tal, aunque tampoco pueda elevarse, entretanto, a superior estado de evolución.
Gautama Buddha fue un avatâra en determinado sentido; pero esto necesita explicación que desvanezca las objeciones levantadas sobre fundamentos dogmáticos. Hay gran diferencia entre un avatâra y un jîvanmukta. El primero es, como ya hemos dicho, una ilusoria apariencia, sin karma ni encarnaciones precedentes; y jîvanmukta es el que alcanza
el nirvâna por merecimiento propio.
Contra esta explicación objetaría un vedantino diciendo que tanto el de avatâra
como el de jîvanmukta son un solo y mismo estado, al cual no puede conducir el merecimiento personal,
sea cual sea el número de encarnaciones; porque para el vedantino el estado nirvánico carece de acción, y por lo tanto no puede alcanzarse mediante la acción. El nirvâna no es, según los vedantinos, ni efecto ni causa, sino un siempre presente, eterno Es, como lo define Nâgasena; y por tanto, no puede tener relación alguna directa con la acción, el merecimiento o desmerecimiento, que están sujetos a karma. Todo esto es verdad; pero todavía queda importantísima diferencia entre ambos conceptos. El avatâra es; el jîvanmukta llega a ser. Si hay identidad entre ambos estados, no la hay entre las causas que a ellos conducen. Un avatâra es el descenso de Dios a una forma ilusoria. Un jîvanmukta ha pasado por innumerables encarnaciones en las cuales puede haber ido, acumulando méritos, pero no alcanza el nirvâna por virtud de estos méritos, sino a causa del karma producido por ellos, que le conduce y guía hacia el maestro que ha de iniciarle en el misterio del nirvâna, y que es el único
capaz de ayudarle a llegar a esta morada.
Los Shâstras dicen que por nuestras acciones podemos alcanzar tan sólo el moksha o liberación final; y que si no nos esforzamos, tampoco obtendremos ganancia alguna ni recibiremos auxilio ni beneficio
de la Divinidad [el Mahâ Guru]. Por lo tanto, tenemos que si bien Gautama fue un avatâra en cierto sentido, fue un verdadero jîvanmukta
por sus propios merecimientos, y en consecuencia más que un avatâra. Por sus propios méritos alcanzó el nirvâna.
Hay dos clases de encarnaciones conscientes y voluntarias de los adeptos: las de los nirmânakâyas, y las que pasan los discípulos o chelas que recorren el sendero probatorio.
Lo más misterioso en las encarnaciones de los nirmânakâyas
es que la personalidad del adepto puede encarnar en un cuerpo humano (cuando emplea su mâyâvi o su Kâma Rûpa, y permanece en Kâma Loka), aun cuando sus “Principios Superiores” continúen en estado nirvánicos6. Conviene advertir que las referidas expresiones se emplean con propósito de vulgarizar el concepto, y por lo tanto no tratamos la misteriosa cuestión desde el supremo plano, o de absoluta espiritualidad, ni tampoco desde el más elevado
6 Desde el Brahmâ Loka o séptimo mundo, más allá del cual todo es arûpico y puramente
espiritual, hasta el ínfimo mundo de las formas microscópicas, existe un perpetuo renacimiento de la vida. Algunos seres humanos llegan a estados o esferas desde las cuales sólo es posible volver en un nuevo Kalpa o día de Brahmâ; pero hay otros estados o esferas desde los cuales sólo cabe volver después de cien años de Brahmâ (Mahâ–Kalpa o período de 311.040.000.000.000 de años). El Nirvâna se dice que es un estado del que no se vuelve. Sin embargo, se afirma que en casos excepcionales puede haber encarnaciones procedentes del nirvâna; pero tales encarnaciones son tan ilusorias como todas las cosas del plano físico, como se verá.
punto de vista filosófico a que sólo unos cuantos pueden llegar. Nada que no esté eternamente allí, puede alcanzar el Nirvâna; pero la mente humana, al especular sobre lo Absoluto, lo considera como el último término de una serie indefinida. Si tenemos esto presente, evitaremos gran número de
conceptos erróneos. La potencialidad de esta espiritual evolución yace en la materia de varios planos con la que el nirvâni se puso en contacto antes de alcanzar el nirvâna; pero como el plano en que esto se efectúa pertenece a la serie de planos ilusorios, no pude ser el mismo el plano supremo. Quienes indaguen este punto deben beber con preparado ánimo en la originaria fuente de estudio, que son los Upanishads. Aquí sólo tratamos
de indicar la manera de hacer la indagación, y mostrar algunas de las ocultas posibilidades, que no bastan de por sí para poner al lector en la meta; pues la verdad final sólo puede recibirla
el discípulo iniciado de labios del maestro.
Mas a pesar de lo expuesto, lo afirmado todavía les parecerá incomprensible, si no absurdo, a quienes no estén familiarizados con la doctrina de la multiplicidad de naturaleza y los varios aspectos de la mónada humana; y a quienes miren desde un punto de vista puramente material, la división septenaria del hombre. Sin embargo, admitirán sin vacilaciones la posibilidad del hecho, el ocultista intuitivo que haya estudiado detenidamente el misterio del nirvâna, que sabe que es idéntico a Parabrahman, y por lo tanto inmutable, eterno y que no es una cosa, sino el absoluto Todo. Saben ellos también que un dharmakâya, o sea un nirvâni “sin residuos”, como traducen nuestros orientalistas, es absorbido en esa Nadidad
que es la única conciencia real, puesto que es absoluta; y por lo tanto, no se puede decir que vuelva a encarnar sobre la Tierra, puesto que el nirvâni ya no es un él, una ella, ni tan siquiera un ello. En cambio, el nirmânakâya que obtuvo el Nirvâna “con residuos”, queda revestido de un cuerpo sutilísimo que lo abroquela impenetrablemente contra todas las vibraciones exteriores, y en el cual conserva la noción de su individualidad, por lo que puede reencarnar en la tierra. Además, todo ocultista oriental sabe que hay dos clases de nirmânakâyas: el natural y el asumido. El nirmânakâya
natural es la condición del adepto que alcanzó un estado de bienaventuranza inmediatamente inferior al nirvâna. El nirmânakâya asumido es la condición del que por abnegado sacrificio renuncia al nirvâna absoluto, con propósito de auxiliar y conducir a la humanidad.
Podría objetarse que siendo el dharmakâya un nirvâni o jîvanmukta, no puede dejar “residuo” alguno después de la muerte, ni necesita cuerpo alguno sutil ni individualidad, por haber alcanzado un estado en el cual ya no son posibles más encarnaciones, y que, por lo tanto, ha de desaparecer inmediatamente la individualidad o Ego que reencarna. A esto cabe redargüir diciendo que así sucede por regla general en cuanto a las explicaciones exotéricas; pero el caso de que tratamos es excepcional, y su determinación depende de los ocultos poderes de los elevados adeptos, quienes, antes de entrar en el nirvâna, pueden hacer que sus “residuos”7 permanezcan en planos inferiores8, tanto si llegan a nirvânis como si sólo alcanzan un
menor grado de bienaventuranza.
7 Llamados algunas veces, aunque impropiamente Mâyâvi
Rûpa.
Pero hay casos que, si bien pocos, son más frecuentes de lo que pudiera creerse,
en los cuales el adepto9 durante sus pruebas encarna consciente y voluntariamente. Todo hombre tiene un “Yo superior”
y un cuerpo astral; pero pocos son los que, aparte de los adeptos superiores, puedan dominar el cuerpo astral o alguno de los principios que les animan, luego de terminada la vida terrena. Sin embargo, la guía y dominio del cuerpo astral y su transferencia de un cuerpo físico muerto a otro vivo, no sólo es posible, sino que ocurre con frecuencia, según las enseñanzas
ocultas y cabalísticas; aunque, como es natural, haya variedad de grados en el ejercicio de semejante poder. Mencionaremos tan sólo tres de estos grados: El primero, empezando por el inferior,
permite al adepto que en vida tuvo muchos obstáculos para estudiar y practicar sus poderes, escoger después de la muerte otro cuerpo en el que proseguir los interrumpidos estudios, aunque ordinariamente pierde en este nuevo cuerpo, todo recuerdo de su encarnación anterior. El segundo grado le permite transmitir, además, al nuevo cuerpo, la memoria de su vida pasada. El grado más alto no conoce límites en el ejercicio de esta maravillosa facultad.
Como ejemplo de adeptos que gozaron el primer grado de poder oculto, citan algunos cabalistas medievales al famoso cardenal de Cusa, que floreció en el siglo XV. A causa de su profunda afición al estudio de las doctrinas
esotéricas y de la Kabalah, permitió la ley kármica que se desquitase de la tiranía
eclesiástica en el cuerpo de Copérnico. Si no es verdad, no deja de interesar la suposición; y fácilmente puede tenerla por cierta quien crea en tales poderes
y lea las biografías de ambos personajes, y examine después el voluminoso tratado
escrito en latín del siglo XV por el cardenal de Cusa con el título de De Docta Ignorantia, en el cual expone precursoramente todas las ideas que más tarde habían de servirle a Copérnico de base para establecer su nuevo sistema astronómico10. ¿Quién fue el cardenal de Cusa, este hombre extraordinario? Era hijo de
8 La desaparición del vehículo de egoencia en el adepto completamente evolucionado, que se supone alcanza en la tierra el estado de nirvâni años antes de su muerte, ha determinado una de las leyes de Manu, sancionada por milenios de autoridad brahmánica, según la cual el paramâtma, o adepto completamente
evolucionado, no contrae responsabilidad alguna en cuanto pueda hacer, (véase el último capítulo de las Leyes de Manu). En efecto, el yogui puede quebrantar impunemente la ley de castas, que es la más despótica, rigurosa y tiránica de cuantas rigen en la India. Esto dará la clave de nuestras afirmaciones.
9 H.P.B. emplea con muy poco rigor la palabra
“adepto”, como si con ella quisiera expresar
únicamente la posesión de un especial conocimiento de cualquier clase. Aquí parece indicar primero un discípulo no iniciado, y después un iniciado. (Nota del editor de la edición de 1897).
10 Cerca de cincuenta años antes del nacimiento de Copérnico, escribía el cardenal de Cusa: “Aunque el mundo pueda no ser absolutamente infinito, no cabe representárnoslo como finito, pues la razón humana es incapaz de señalarle
límite… Porque de la misma manera que nuestra tierra puede no estar en el centro del Universo como generalmente se cree, también puede no estarlo la esfera de las estrellas fijas… Así es que este mundo es como una grandiosa
máquina cuyo centro [la Deidad] estuviese en todas partes y la circunferencia en ninguna (machina mundi quasi habens ubique centrum et nullibi circumferentiam)… De aquí que si la tierra no está en el centro, ha de estar, por lo tanto, dotada de movimiento… y aunque es mucho más pequeña que el Sol, no por ello es lícito suponerla de peor condición… No es posible ver si sus habitantes son superiores a los que moran cerca del Sol o en otros
un pobre barquero; y a sus propios méritos, a la sorprendente erudición que parecía congénita en él, pues empezó a estudiar
en edad madura, debió su carrera eclesiástica, el capelo cardenalicio y la respetuosa veneración, más bien que amistad, con que le distinguían los papas Eugenio IV, Nicolás V y Pío II. Murió el cardenal de Cusa el 11 de agosto de 1464; habiendo escrito
sus mejores obras antes de que se suscitara contra él la persecución que le
obligó a ordenarse. Ni el adepto se escapa de aquélla.
En la voluminosa obra citada se encuentra la célebre frase: “El mundo es una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”, que algunos atribuyen a Pascal, otros al mismo Cusa, y al Zohar, y que pertenece de derecho a los libros de Hermes. Algunos la han cambiado en esta otra: “El mundo es una esfera con la circunferencia en todas partes y el centro en ninguna”; definición herética para un cardenal, pero que es perfectamente
ortodoxa desde un punto de vista cabalístico.
La teoría del renacimiento debe ser expuesta
por ocultistas y aplicada después
a casos especiales. La comprensión de este fenómeno psíquico, se funda en un concepto correcto del grupo de seres celestiales llamados universalmente los siete dioses primitivos, dhyân chohans o “siete rayos primitivos”, reconocidos más tarde por la religión cristiana con el nombre de los “siete ángeles de la Presencia”. En el superior peldaño de la escala de los seres carecen de forma; pero poco a poco descienden a los mundos objetivos, hasta llegar a la íntima jerarquía humana como fuente espiritual, origen y matriz de los mortales, según nuestro significado oculto. En ellos germina aquella conciencia que es la primera manifestación de la Conciencia Causal, el alfa y el omega de la eterna vida y del divino Ser. Desciende grado por grado a través de todas las fases de la existencia, a través del hombre, del animal y del vegetal, hasta terminar su descenso en el mineral. Se le representa por el doble triángulo, el más misterioso y sugestivo signo místico, porque es un doble símbolo que abarca la vida y conciencia física y espiritual, pues uno de los dos triángulos está dispuesto hacia arriba y el otro hacia abajo, pero entrelazados ambos de modo que muestran los diversos planos de la biséptuple gradación de la conciencia, o catorce esferas de existencia manifestada llamadas lokas por los brahmanes.
El lector podrá comprender ahora más fácilmente
la idea en conjunto, y se hará cargo de lo que significan los “Vigilantes”, puestos por la tradición como guardianes o directores de cada una de las siete regiones de la tierra y de cada uno de los catorce
astros, puesto que el espacio sidéreo no puede estar inhabitado… La tierra, no obstante ser uno de los globos más pequeños, es cuna de seres inteligentes, nobles y perfectos”.
Preciso es convenir con el biógrafo del cardenal de Cusa, que causaría verdadera admiración tal suma de conocimientos previos en un escritor del siglo XV, sino se les diera por base la verdad oculta; así es que se maravilla dicho biógrafo ante tal perspicacia, y se la atribuye a Dios que se revelara particularmente a este hombre de incomparable erudición en las ciencias filosóficas, a quien dice se le comunicaron ciertos misterios teológicos que durante siglos habían permanecido velados a la mente humana.
Moreri pregunta: “Pascal pudo leer las obras del cardenal de Cusa; pero ¿de quién tomaría éste sus ideas?” A esto cabe responder que, dejando aparte la posibilidad de sus reencarnaciones, bien pudiera haberlas tomado de las obras de Hermes y de Pitágoras.
mundos o lokas 11. Sin embargo, no nos referimos a ninguno de éstos, sino a los “Siete Alientos”, así llamados, que dotan al hombre con la inmortal Mónada en su ciclo de peregrinación.
Dice el Comentario al Libro de Dzyan:
La Llama (o Aliento) desciende de su región
como Señor de Gloria, y después de llamar al ser consciente
la suprema emanación
de aquel especial plano, asciende de nuevo a su primitivo asiento, desde donde vigila y guía a sus innumerables rayos (mónadas). Escoge por sus avatâras, únicamente a quienes poseyeron las Siete Virtudes12 en sus previas encarnaciones. En cuanto al resto, cobija con uno de sus innumerables rayos a cada uno y… también “el rayo” es parte del Señor
de Señores13.
En todas las Escrituras aparece expuesta, desde la más remota antigüedad, la naturaleza septenaria del hombre, que sólo puede considerarse dual en lo concerniente a su manifestación física en el grosero plano terrestre. Los egipcios conocieron y enseñaron la naturaleza septenaria, cuyos principios se corresponden con los enumerados por las secretas enseñanzas
de los arios. Así dijimos en Isis sin
Velo:
Según los egipcios y otros pueblos, cuya religión se basaba en la filosofía, el hombre no era meramente… la unión de alma y cuerpo,
sino la trina compenetración de cuerpo, alma y espíritu. Según los egipcios, el hombre estaba constituido por los siguientes principios: Kha
(cuerpo físico); Khaba (cuerpo astral);
Ka (alma animal o principio
de vida); Ba (alma superior), Akh (inteligencia terrestre); y Sah (momia), que no entraba en actividad hasta después de la muerte del cuerpo físico14.
Al séptimo y superior principio, al espíritu increado, le designaban con el nombre genérico de Osiris, y en consecuencia, todo ser humano se convertía en un Osiris después de la muerte.
Pero además de la eterna ley de la reencarnación y del karma (no como la enseñan los espiritistas,
sino como la expone la Ciencia más antigua del mundo), deben enseñar los ocultistas la reencarnación cíclica y evolucionaria, o sea aquella
clase de renacimientos de que ya tratamos cautelosamente en Isis sin Velo, y que todavía
son incomprensibles para cuantos desconocen la historia del mundo. Por regla general, el renacimiento de los individuos va precedido de los intervalos de existencia en el Kâma Loka y en el
11 Este es el secreto significado de la jerarquía de prajâpatis o rishis. Primero se mencionan siete, luego diez, después veintiuno y así sucesivamente. Son los “Dioses” y creadores
de los hombres, los “Hijos de la Mente” de Brahmâ, los “Señores de los Seres”, que en su descenso a la materia llegan a ser héroes morales, y con frecuencia se los representa como de un carácter muy pecaminoso. El mismo significado tienen la mística escala de Jacob y la historia de los patriarcas bíblicos con su genealogía y sus descendientes, que se reparten la tierra entre ellos.
12 El de las “Siete Virtudes” es el que, sin los beneficios de la iniciación, llega a ser tan puro como un adepto, por su propio mérito. A causa de su santidad, en la inmediata encarnación sirve su cuerpo de morada a su “Vigilante” o Ángel de la Guarda, como los cristianos dirían.
13 Título de los más elevados, Dhyân Chohans.
14 Obra citada, II, 367 (edición
inglesa).
Devachan, y como excepción para unos pocos el renacimiento es consciente y tiene un grande y divino objeto. Aquellos culminantes caracteres que, como Buddha y Jesús, descuellan gigantescamente en la historia de las conquistas espirituales, y como Alejandro y Napoleón
en la de las conquistas terrenas, son reflejadas imágenes de tipos humanos que habían ya existido,
no diez mil años antes, según precavidamente se dijo en Isis sin Velo, sino durante millones de años consecutivos, desde el comienzo del Manvantara. Porque, con excepción de los verdaderos avatâras, como se ha dicho, son los mismos inquebrantables rayos (mónadas), procedentes cada uno de su propio Padre o Llama espiritual, llamados Devas, Dhyân Chohans, Ohyâni–Buddhas, Ángeles Planetarios, etc., que brillan en la eónica eternidad como sus prototipos. Algunos hombres nacen a su imagen y semejanza; y cuando hay propósito especial
de beneficiar a la humanidad, animan hipostáticamente a dichos hombres los divinos prototipos, reproducidos una y otra vez por las misteriosas Potestades que guían y gobiernan los destinos de nuestro mundo.
Nada más podemos
decir ahora de lo que dijimos en Isis sin Velo
(I, pág. 35), y así nos limitaremos simplemente a
observar que:
No hay en los anales de la historia, sagrada o profana, ningún carácter eminente cuyo prototipo deje de encontrarse en los semifabulosos y semirreales relatos de las religiones y mitologías antiguas. Así como la luz de una estrella
se refleja en las aguas de un lago, a pesar de la inmensa
distancia en que sobre nuestras
cabezas brilla en la infinidad
del espacio, así la imagen de hombres que vivieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos
que podemos abarcar retrospectivamente.
Pero ahora que varias publicaciones han expuesto parte de la doctrina, y algunas de ellas con erróneos conceptos, podemos ampliar esta vaga alusión. Porque no sólo se refiere a los eminentes caracteres históricos en general, sino también a los hombres geniales que sobresalen entre la masa común de las gentes y cooperan al bienestar y progreso de la humanidad. Cada uno de estos hombres extraordinarios es reencarnación de los que con análogas aptitudes le precedieron en pasados tiempos; y así adquieren fácilmente
las cualidades y aptitudes que ya habían desarrollado con toda plenitud en su anterior nacimiento. Muy a menudo son egos en una de las etapas de su desenvolvimiento cíclico.
Pero ahora tratamos
de “casos especiales”. Supongamos que a una persona,
durante el ciclo de reencarnaciones, la elige para determinados propósitos (por estar el recipiente lo suficientemente puro) su dios personal, la fuente (en el plano de manifestación) de su mónada, que de este modo mora en su interior.
Este dios, “Padre en los cielos”, es, hasta cierto punto, no sólo el prototipo a cuya imagen está formado el hombre espiritual; sino que, en el caso de que tratamos, es el mismo ego individual. Este es un caso de teofanía vitalicia; pero no es un avatâra, como admite la filosofía hinduística, ni tampoco es un jîvanmukta o nirvâni, sino un caso completamente excepcional en los dominios del misticismo. El hombre puede o no haber sido un adepto en vidas anteriores; pero es, en todo caso, un espíritu puro e individual, o lo fue en precedente encarnación si se eligió el cuerpo de un niño. En este caso, después de la de un tal santo o Bodhisattva, su cuerpo astral no se disgrega como el de los demás mortales; sino que permanece en la esfera de atracción y alcance del mundo de los hombres, de modo que no sólo un Buddha, un Shankarackârya o un Jesús pueden animar a un mismo tiempo el cuerpo de varios hombres, sino que el visible tabernáculo del vulgo de los mortales puede estar animado por
los principios superiores de un elevado adepto.
Un cierto rayo (principio) de Sanat Kumâra espiritualizó (animó)
a Pradyumna, hijo de Krishna, durante el período del Mahâbhârata, mientras que al propio tiempo el mismo Sanat Kumâra instruía espiritualmente al rey Dhritarâshtra. Además, conviene recordar que Sanat Kumâra goza de perpetua juventud y, como “un eterno joven de diez y seis años”, mora en Jana Loka,
la peculiar esfera de su estado espiritual.
Aun en la llamada vida mediumnistica o medianímica ocurre que mientras el cuerpo físico actúa, siquiera mecánicamente, o reposa en determinado lugar, el cuerpo astral puede estar actuando con entera independencia en otro lugar muy distante.
Estos casos son muy frecuentes en la historia
del misticismo; y si tal sucede en los éxtasis,
profecías y visiones de todas clases, ¿por qué no ha de ocurrir lo mismo en más elevados y espirituales planos de existencia? Admitida la posibilidad en el plano físico inferior,
¿por qué no admitirla en uno superior? En los casos de adeptado superior, cuando el cuerpo está sometido a la voluntad del hombre interno; cuando el ego espiritual está completamente reunido al séptimo principio, aun durante la vida de la personalidad; cuando ésta, o sea el hombre astral, se ha purificado
hasta el extremo de asimilarse
las cualidades y atributos de Buddhi y Manas en su aspecto terreno, la personalidad subsiste por virtud del Yo espiritual, y puede, en consecuencia, vivir independientemente en la tierra. Así es que cuando ocurre la muerte del cuerpo, tiene lugar con frecuencia
el siguiente misterioso
acontecimiento: El ego espiritual no puede reencarnar como dharmakâya o nirvâni “sin residuos” y limpio de toda mezcla terrena. Pero, en tales casos, se afirma que puede, en cambio, reencarnar el ego personal hasta de un dharmakâya, o permanecer en nuestra esfera en disposición de reencarnar, si necesario fuere. Porque en tal caso no sobreviene la disgregación del cuerpo astral o la segunda muerte, como la llama Proclo15, que el común de los hombres sufre en el Kâma Loka (purgatorio de los católicos); pues suficientemente purificado para reflejar tan sólo su propia luz espiritual, no puede permanecer inconscientemente adormecido en un ínfimo estado nirvánico, ni tampoco puede disgregarse por completo como los ordinarios cascarones
astrales.
15 “Después de la muerte sigue el alma en el cuerpo aéreo (astral) hasta que se purifica de todas sus aviesas y sensuales pasiones. Entonces sobreviene una segunda muerte (cuando el alma entra en el Devachan) y el cuerpo aéreo fallece como antes falleció el cuerpo terrestre. Por lo cual dijeron los antiguos que “el alma está constantemente unida a un cuerpo celeste, inmortal, luminoso y semejante a las estrellas”. Natural parece, por lo tanto, que el cuerpo astral de un adepto no sufra segunda muerte, puesto que antes de separarse del cuerpo físico quedó limpio de toda mancha. El adepto superior es “Hijo de la Resurrección”, igual a los ángeles, e inmortal.
(Véase el Evangelio de San Lucas, XX, 36).
Pero en la condición de nirmânakâya (o nirvâni “con residuos”) puede ayudar aun a la humanidad.
Así dijo Gautama
el Buddha: “Caigan
sobre mí los sufrimientos y pecados del mundo16, y que el mundo se salve”, una exclamación de genuino significado apenas comprendida por sus discípulos actualmente. “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué te va a ti?”17 pregunta Jesús en cuerpo astral a Pedro. “Hasta que yo venga” significa “hasta que reencarne nuevamente” en un cuerpo físico. Así Cristo pudo en verdad decir en su cuerpo crucificado: “Yo estoy con mi Padre y soy uno con Él”, lo cual no impidió que su astral tomara nueva forma, ni tampoco que Juan esperara
su vuelta y que al volver no le reconociera y aun que se opusiese contra Él. Pero estas palabras del Maestro le sugirieron a la Iglesia la absurda
idea del juicio final en el milenio en sentido físico. Desde entonces
tal vez haya vuelto, más de una vez, el “Hombre de las Angustias”, sin que le reconocieran sus ciegos discípulos. También desde entonces ha sido este gran
“Hijo de Dios” incesante y más cruelmente crucificado, día tras día y hora por hora, por las Iglesias fundadas
en su nombre. Pero los apóstoles, que tan sólo eran semiiniciados, no supieron esperarle, y no sólo no le reconocieron, sino que lo menospreciaron cada vez que volvió18.
16 Esto es, renazca yo a nuevas miserias.
17 San Juan XXI, 21–22.
18 Véase el extracto, publicado en The Theosophist (Nov. 1881, pág. 38 y Dic. pág. 75) de una hermosa novela de Dostoievsky, extracto titulado El Gran Inquisidor. Es una maravilla de ficción en la que se supone la vuelta de Cristo a España, durante
el período álgido de la Inquisición, cuyo jefe supremo
o Gran Inquisidor lo encarcela y sentencia a muerte, temeroso de que acabe con la obra salida de manos jesuíticas.
D.S TVI
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