Prefiero la noble conducta de Emerson cuando tras varios desengaños exclama:
“Anhelo la verdad”. Quien realmente es capaz de hablar así, siente en su corazón el gozo del verdadero heroísmo.
TYNDALL.
Para que un testimonio sea suficiente se requieren las siguientes condiciones:
1ª Gran número de testigos muy perspicaces que convengan en haber visto bien lo que han visto.
2ª Que los testigos estén sanos de cuerpo y mente.
3ª Que sean imparciales y desinteresados.
4ª Que haya entre ellos asentimiento unánime. 5ª Que solemnemente atestigüen el hecho.
VOLTAIRE.
– Diccionario filosófico.
El
fervoroso protestante Agenor de Gasparín ha sostenido larga y porfiada lucha
con Des Mousseaux,
De Mirville y otros fanáticos que atribuyen todos los fenómenos espiritistas a la influencia de Satanás.
De Mirville y otros fanáticos que atribuyen todos los fenómenos espiritistas a la influencia de Satanás.
El resultado de esta
contienda han sido dos volúmenes de más de mil quinientas páginas, en que se
prueban los efectos y se niega la
causa de los fenómenos, tras sobrehumanos esfuerzos para explicarlos.
Toda
Europa leyó la severa réplica enviada por Gasparín al Journal des Débats cuando este periódico motejó de locos
rematados a cuantos después de leer el estudio sobre las “alucinaciones
espiritistas” publicado por Faraday, persistiesen en dar crédito a los
fenómenos que Gasparín había descrito minuciosamente como testtigo presencial.
Dice Gasparín en su réplica: “Hay que andar con cuidado, porque los
representantes de las ciencias de experimentación van en camino de convertirse
en inquisidores modernos. Los hechos
son más poderosos que las academias y no dejan de ser hechos, aunque se les
menosprecie, niegue y ridiculice”.
FENÓMENOS PSÍQUICOS
Además,
en la misma obra da Gasparín la siguiente descripción de los fenómenos por él
observados en compañía del profesor Thury. Dice así:
“Vimos
con frecuencia que los pies de la mesa quedaban fuertemente pegados al suelo,
sin que bastaran a levantarla los esfuerzos aunados de todos los circunstantes.
En otras ocaciones presenciamos un fenómeno de vigorosa y perfectamente
definida levitación, así como hemos oído golpes unas veces tan violentos que
amenazaban romper la mesa en pedazos y otras tan tenues que era preciso
escuchar con cuidado para percibirlos... Respecto a las levitaciones sin contacto hubo medio de obtenerlas fácilmente, con
buen éxito, y no en casos aislados, sino unas treinta veces.
“En
cierta ocasión la mesa continuó volteando y levantando los pies a pesar de
haberse sentado encima un hombre que pesaba ochenta y siete kilogramos. Otra
vez la mesa quedó inmóvil, sin que nadie la pudiera menear, no obstante el poco
peso de la persona, que apenas llegaba a dieciséis kilogramos. Un día
volteó del revés con los pies al aire sin que nadie la tocara”.
A
este propósito, dice De Mirville:
“Ciertamente
que un hombre que repetidas veces ha presenciado el fenómeno, no puede aceptar
el sutil análisis del físico inglés”.
Desde
al año 1850, Des Mousseaux y De Mirville, católicos a macha martillo, han publicado
muchas obras de títulos muy a propósito para llamar la atención pública, que
revelan la no disimulada alarma de sus autores, pues si los fenómenos no
hubiesen sido auténticos no se tomara de seguro la iglesia romana la pena de
combatirlos.
La
opinión pública, escépticos aparte, se dividió en la manera de apreciar los
fenómenos. El solo hecho de que la teología temiese mucho más a las posibles
revelaciones obtenidas por medio de este misterioso agente, que a cuantos
conflictos pudieran suscitarle las negaciones de la ciencia, debiera haber
abierto los ojos a los más escépticos. La iglesia romana no ha sido nunca
crédula ni cobarde, como de sobras lo prueba el maquiavelismo peculiar de su
política. Además, nunca le han preocupado los prestidigitadores, porque sabe
hasta dónde pueden llegar sus artimañas, y así deja dormir tranquilos a Roberto
Houdin, Comte, Hamilton y Bosco, mientras que persigue a los filósofos
herméticos, a los místicos, a Paracelso, Cagliostro y Mesmer, y se deshace de
los médiums para entorpecer manifestaciones que considera peligrosas.
Los
incapaces de creer en Satanás y en los dognmas de la Iglesia deben recordar que
el clero es lo suficientemente astuto para no comprometer su reputación
ocupándose de manifestaciones fraudulentas. Pero uno de los más valiosos
testimonios de la realidad de los fenómenos psíquicos es el del famoso
pretidigitador Roberto Houdin, quien nombrado perito por la Academia de
Ciencias para informar sobre las maravillosas facultades clarividentes que, entremezcladas
de ocasionales equivocaciones, demostraban los movimientos de una mesa, dijo:
“Los prestidigitadores no nos equivocamos nunca y hasta ahora no ha fallado mi
segunda vista”.
El
distinguido astrónomo Babinet no tuvo mejor fortuna al elegir al célebre
ventrílocuo Comte como perito para informar sobre un caso de voces y golpes,
pues se echó a reír delante del mismo Babinet por haber éste supuesto que el
fenómeno tenía por causa el ventriloquismo
inconsciente, hipótesis dignamente gemela de la cerebración inconsciente que, por lo evidentemente absurda, sonrojó
a académicos más escépticos.
A
este propósito dice Gasparín:
“Nadie
niega la suma importancia y magnitud del problema de lo sobrenatural, según se
planteó en la Edad Media y está planteado hoy día... Todo en él es
profundamente serio: el mal, el remedio, la recrudescencia de la superstición y
el fenómeno físico que ha de extirparla”.
LA ENCICLOPEDIA
DEL DIABLO
Más
adelante expone su definición sobre la materia, convencido por las manifestaciones
presenciadas, según él mismo afirma. Dice así:
“Son
ya tan numerosos los hechos sacados a la luz de la verdad, que de hoy más se ha
de dilatar el campo de las ciencias naturales o se extenderá el de lo
sobrenatural más allá de todo límite”.
De
las muchas obras escritas por los autores católicos y protestantes en contra
del espiritismo, ningunas causaron tan tremendo efecto como las de De Mirville y
Des Mousseaux que constituyen una verdadera enciclopedia biográfica del
diablo y sus retoños, para íntima delectación de los buenos católicos desde los
tiempos medioevales. Según estos dos autores, “el espíritu maligno, embustero y
asesino desde un principio, es el instigador de los fenómenos espiritstas, que
después de haber presidido durante miles de años la teurgia pagana, ha
reaparecido en nuestro siglo a favor del incremento de las herejías, de la
incredulidad y del ateísmo”. La Academia francesa lanzó al oír esto un grito de
indignación y Gasparín lo tuvo por insulto personal, diciendo:
“Esto
es una declaración de guerra, un llamamiento a las armas. La obra de De
Mirville es un verdadero manifiesto. Me hubiera alegrado de ver en ella la
expresión estricta de personales opiniones; pero es imposible, porque el éxito
de la obra, las explícitas adhesiones recibidas por el autor, la reproducción
de su tesis en los periódicos católicos, la solidaridad de los ultramontanos en
esta materia, todo contribuye a dar a la obra el carácter de un acto y de una
labor colectiva. Por consiguiente, me considero en el deber de recoger el
guante e izar la bandera del protestantismo contra el estandarte ultramontano”.
Como
era de esperar, los médicos, asumiendo el papel de los coros griegos, asentían
a cuantas reconvenciones se lanzaban contra los dos escritores demonólogos. La
revista Anales Médico-Psicológicos,
dirigida por Brierre de Boismont y Cerise, publicó un artículo en el que se
leía el siguiente párrafo: “Dejando aparte las luchas políticas, jamás se había
atrevido un escritor en nuestro país a tan agresivas acometividades contra el
sentido común. Entre ruidosas carcajadas por una parte y encogimiento de
hombros por otra, el autor se presenta resueltamente ante los miembros de la
Academia para entregarles lo que modestamente titula: Memoria sobre el Diablo.
No
cabe duda de que esta Memoria era un
punzante insulto a los académicos, ya acostumbrados desde 1850 a excesivas
humillaciones. ¡Peregrina idea fue llamar la atención de los inmortales sobre
las travesuras del diablo! Juraron vengarse unánimemente forjando una hipótesis
que aventajase, en lo absurda, a la misma demonología de De Mirville. Dos
médicos famosos, Royer y Jobart de Lamballe, presentaron al Instituto un alemán
cuyas habilidades daban la clave de los fenómenos psíquicos.
A
este propósito dice De Mirville:
“Nos
sonroja decir que todo el fraude consistía en la dislocación de uno de los
tendones de la pierna, según se demostró ante el Instituto de Francia en pleno,
cuyos miembros agradecieron tan interesante comunicación, y pocos días después
un catedrático de la Facultad de Medicina daba públicas seguridades de
que, puesto que los académicos habían expuesto su opinión, ya estaba
descubierto el misterio.
Pero
estas científicas explicaciones no entorpecían el curso de los fenómenos
psíquicos ni embarazaban la pluma de los dos escritores católicos en la
exposición de sus ortodoxas teorías demonológicas. Des Mousseaux dijo que la
Iglesia nada tenía que ver con sus libros, y al propio tiempo presentaba a la
Academia un trabajo del que entresacamos el siguiente párrafo:
“El
diablo es la principal columna de la fe. Su historia está íntimamente
relacionada con la de la Iglesia y seguramente no hubiese caído el hombre sin
las sugestivas palabras que pronunció por boca de su medianera la serpiente. De
modo que a no ser por el diablo, el Salvador, el Redentor, el Crucificado,
hubiese sido un ente ridículo y la cruz un agravio al sentido común”.
LA
CIENCIA CONTRA LA TEOLOGÍA
Conviene
advertir que este autor es eco fiel de la Iglesia, que igualmente anatematiza a
quien niega la existencia de Dios que la del diablo.
Pero
el marqués De Mirville lleva más allá las relaciones entre Dios y el diablo,
considerándolas como una sociedad mercantil en que Dios accede resignadamente a
cuanto el diablo le propone con miras de exclusivo provecho. Así parece
inferirse del siguiente pasaje:
“Al
sobrevenir la irrupción espiritista de 1853, con tanta indiferencia mirada, nos
atrevemos a decir que era síntoma amenazador de una catástrofe. Bien es verdad
que el mundo está en paz, pero no todos los desastres tienen los mismos
antecedentes, y presentimos el cumplimiento de la ley expresada por Goërres al
decir que “estas misteriosas apariciones han precedido invariablemente a los
castigos de Dios”.
Estas
escaramuzas entre los campeones del clero y la materialista Academia de
Ciencias demuestran la poca eficacia de los esfuerzos de la docta corporación
para desarraigar el fanatismo, aun de los mismos que presumen de cultos. La ciencia no ha vencido, ni siquiera ha
refrenado a la teología, y tan sólo prevalecerá contra ella cuando
reconozca en los fenómenos psíquicos algo más que alucinación y charlatanería.
Pero ¿cómo lograrlo si no se los investiga? Si por ejemplo, hubiese padecido
Oersted de psicofobia y receloso de
que las gentes supersticiosas empleaban las agujas magnéticas para hablar con
los espíritus, no se hubiera detenido a observar las variaciones de dichas
agujas en sentido perpendicular a la corriente eléctrica que pasaba por un
alambre colocado junto a ella, de seguro que no enriqueciera el sabio danés las
ciencias experimentales con los principios referentes al electro-magnetismo.
Babinet, Royer y Jobert de Lamballe son los tres miembros del Instituto que más
se han distinguido, aunque sin lauro, en la contienda entre el escepticismo y
el supernaturalismo.
Babinet, el famoso astrónomo, se aventuró imprecavidamente en el campo de los fenómenos y quiso explicarlos científicamente; pero aferrado a la vana opinión, tan general en los científicos, de que las manifestaciones psíquicas no resistirían más allá de un año a un examen minucioso, cometió la imprudencia de exponerlo así en los artículos que, como acertadamente observa De Mirville, apenas llamaron la atención de sus colegas y en modo alguno la del público.
Babinet, el famoso astrónomo, se aventuró imprecavidamente en el campo de los fenómenos y quiso explicarlos científicamente; pero aferrado a la vana opinión, tan general en los científicos, de que las manifestaciones psíquicas no resistirían más allá de un año a un examen minucioso, cometió la imprudencia de exponerlo así en los artículos que, como acertadamente observa De Mirville, apenas llamaron la atención de sus colegas y en modo alguno la del público.
EL VENTRILOQUISMO DE
BABINET
Babinet
admite desde luego sin dudar en lo más mínimo la rotación de las mesas, que
según dice “es capaz de manifestarse enérgicamente con movimiento velocísimo,
que ofrece vigorosa resistencia cuando se intenta detenerlo”.
El
insigne astrónomo explica el hecho del modo siguiente: “Los débiles y
concordados impulsos de las manos puestas encima de la mesa la empujan
suavemente hasta oscilar de derecha a izquierda... Cuando al cabo de un rato se
inicia en las manos un estremecimiento nervioso y se armonizan los impulsos
individuales de los experimentadores, empieza la mesa a moverse”.
Babinet
considera esta explicación muy sencilla, “porque el esfuerzo muscular obra como
en las palancas de tercer orden, en que el punto de apoyo está muy cerca de la
potencia que comunica gran velocidad al objeto, a causa de la corta distancia
que ha de recorrer la fuerza motora... Algunos se maravillan de que una mesa
sujeta a la acción de varios individuos sea capaz de vencer poderosos obstáculos y que se rompan las patas cuando se la
detiene bruscamente; pero esto nada de particular tiene en comparación de la
energía desarrollada por la armonía y
concordancia de los impulsos individuales... Repetimos que no ofrece
dificultad alguna la explicación física del fenómeno”.
De
este informe se infieren claramente dos conclusiones: la realidad del fenómeno
y lo ridículo de su explicación. Babinet dio con ello motivo a que alguien se
riera de él, pero como buen astrónomo sabe que también el sol tiene manchas.
Además,
aunque Babinet lo niegue, hemos de tener en cuenta la levitación de la mesa sin
contacto. De Mirville dice que la tal levitación es “sencillamente imposible,
tan imposible como el movimiento continuo”.
¿Quién
se atreverá después de esto a creer en las imposibilidades
científicas?
Pero
las mesas no se contentan con oscilar, bailar y voltear, sino que también
resuenan con golpes, a veces tan fuertes como pistoletazos. Sin embargo, la
explicación científica no llega más que a suponer ventrílocuos a los testigos y a los investigadores.
Babinet
publicó a este propósito, en la Revista
de Ambos Mundos, un soliloquio dialogado a la manera del Ein Soph de los
cabalistas. Dice así:
-¿Qué
podemos inferir en definitiva de los fenómenos sometidos a nuestra observación?
¿Se producen tales golpes?
-Sí.
-¿Responden
a preguntas?
-Sí.
-¿Quién
produce estos golpes?
-Los
médiums.
-¿Cómo?
-Por
el ordinario método acústico del ventriloquismo.
-¿Pero
no podrían proceder estos golpes del crujido de los dedos de manos y pies?
-No,
porque entonces procederían siempre del mismo punto, y no sucede así .
A
este propósito dice De Mirville:
“Ahora
bien, ¿qué pensar de los norteamericanos y de sus millares de médiums, que producen los mismos golpes ante millares
de testigos? De seguro que Babinet lo achará a ventriloquismo. Pero ¿cómo
explicar semejante imposibilidad? Oigamos a Babinet, para quien es la cosa más
fácil del mundo: “La primera manifestación observada en los Estados Unidos, se
debió en resumen a un muchacho callejero que golpeó la puerta de un vecino,
atraído tal vez por una bala de plomo pendiente de un hilo; y si el señor
Weekman, el primer creyente de América, al notar por tercera vez los golpes, no
oyó risas en la calle, fue por la esencial diferencia entre un francés medio
árabe y un inglés aquejado de lo que llamamos alegría fúnebre” en
su famosa réplica a los ataques de Gasparín, Babinet y otros escritores, dice
De Mirville: “Según los insignes físicos que han informado sobre el particular,
las mesas voltean rápida y vigorosamente, ofrecen resistencia y, como ha
demostrado Gasparín, se levantan sin que
nadie las toque. Así como un juez decía que le bastaban tres palabras de
puño y letra de un hombre para condenarlo a muerte, del mismo modo con las
anteriores líneas nos empeñamos en confundir a los más famosos físicos del
mundo y aun a revolucionar el globo, a menos que Babinet no hubiese tomado la
precaución de indicar, como Gasparín, alguna ley o fuerza todavía desconocida.
Porque esto zanjaría definitivamente la cuestión”.
Pero
en las notas relativas a los fenómenos e hipótesis físicas llega a su colmo la
insuficiencia de Babinet para explorar el campo del espiritismo.
Parece
que De Mirville se muestra muy sorprendido de la maravillosa índole del
fenómeno ocurrido en el Presbiterio de
Cideville hasta el punto de rehusar la responsabilidad de su
publicación, no obstante haber sido presenciado por jueces y testigos.
Consistió dicho fenómeno en que en el preciso instante pronosticado por un
hechicero, se oyó un ruidoso trueno encima de la casa rectoral, y al punto
penetró en ella un fluido a manera de rayo que derribó por el suelo a cuantos
allí estaban al amor de la lumbre, tanto a los que creían como a los que no en
el poder del hechicero. Después de llenar el aposento de animales fantásticos,
subió por la chimenea y desapareció, no sin producir un estruendo tan espantoso
como el primero. Sin embargo, añade De Mirville que como ya tenía sobradas
pruebas de los fenómenos psíquicos, no quiso añadir esta nueva enormidad a
otras tantas”.
Pero Babinet, que con sus eruditos colegas tanto se había mofado de los dos demonólogos, y que por otra parte estaba resuelto a demostrar la falsedad de semejantes relatos, no puiso dar crédito al fenómeno de Cideville y en cambio relató otro mucho más inverosímil, según comunicación dirigida a la Acadamia de Ciencias, el 5 de Julio de 1852, reproducida sin comentario alguno y tan sólo como ejemplo de rayo esferoidal, en las obras de Arago.
EL METEORO
FELINO
Dice así literalmente:
“Un
aprendiz de sastre, que vivía en la calle de Saint-Jacques, estaba acabando de
comer cuando oyó un fortísimo trueno y poco después vio que caía la pantalla de
la chimenea como empujada por el viento, e inmediatamente salió pausadamente
del interior de la chimenea un globo de fuego del tamaño de la cabeza de un
niño, que dio la vuelta por la habitación sin tocar al suelo. El aspecto de
este globo era como de un gato que anduviese sin patas, y parecía más bien
brillante y luminoso que caliente e inflamado, porque el aprendiz no notaba
sensación de calor. Se aproximó el globo a los pies del muchacho, a manera de
los gatos cuando se restriegan contra las piernas de una persona; pero el
aprendiz se apartó para evitar el contacto con aquel meteoro, aunque pudo
examinarlo a su sabor mientras se fue moviendo alrededor de sus pies. Después
de vacilar en opuestas direcciones, desde el centro de la habitación se elevó el
globo hasta la altura de la cabeza del aprendiz, quien se echó hacia atrás para
que no le diese en la cara. Al llegar a cosa de un metro del suelo, se dilató
el globo ligeramente, tomando una dirección oblicua hacia un agujero de la
pared, a un metro de altura sobre la campana de la chimenea, con la
particularidad de que este agujero se había practicado para dar paso al cañón
de la estufa en invierno, y como estaba entonces empapelado como el resto de la
pared no podía verlo el globo, según
dijo ingenuamente el aprendiz. Sin embargo, el globo se dirigió directamente al
agujero, despegó el papel sin estropearlo
y salióse por la chimenea, hasta que al cabo de buen rato llegó al extemo
superior del tiro, a una altura de dieciocho metros sobre el nivel del suelo, y
produjo un estallido todavía más espantoso que el primero, que derribó parte de
la chimenea”.
A
este propósito, observa De Mirville en su crítica: “Podemos aplicar a Babinet
lo que cierta señora muy mordaz le dijo en una ocasión a Raynal: Si no es usted
cristiano no será por falta de fe.
Aparte
de los polemistas católicos, el doctor Boudin se maravillaba de la credulidad
de Babinet en lo tocante al llamado meteoro que cita con toda seriedad en un
estudio que sobre el rayo publicaba a la sazón, donde dice: “Si estos
pormenores son exactos como parecen serlo, desde el momento en que los admiten
Babinet y Arago, difícilmente podremos seguir llamando a dicho fenómeno rayo
esférico. Sin embargo, dejaremos que otros expliquen, si pueden, la naturaleza
de un globo de fuego que no da calor y tiene aspecto de un gato que se pasea
tranquilamente por la habitación y halla medios de escapar por el tubo de la
chimenea a través de un agujero tapado con el papel de la pared que despega sin
estropearlo”.
Añade
De Mirville: “Somos de la misma opinión que el erudito médico, en cuanto a la
dificultad de definir exactamente el fenómeno, pues de la misma manera
podríamos ver algún día rayos en forma de perro o de mono. Verdaderamente
espeluzna la idea de toda una meteorológica colección de fieras que, gracias al
rayo, se metieran sin más ni más en nuestras habitaciones para pasearse a su
antojo”.
Dice
Gasparín en su enorme volumen de refutaciones: “En cuestiones de testimonio no
puede haber certidumbre desde que atravesamos los límites de lo sobrenatural”.
Como
quiera que no están suficientemente determinados estos límites, ¿cuál de ambos
antagonistas reúne mejores condiciones para emprender tan difícil tarea?; ¿cuál
de los dos ostenta mayores títulos para erigirse en árbitro público?; ¿no será
acaso el bando de la llamada superstición, que cuenta con el apoyo de miles de
testigos que durante dos años presenciaron los prodigiosos fenómenos de
Cideville? ¿Daremos crédito a este múltiple testimonio o asentiremos a lo que
dice la ciencia, representada por Babinet, quien, por el único testimonio del
aprendiz de sastre, admite el rayo esférico, o meteoro felino, y lo considera como uno de tantos fenómenos
naturales?
THURY CONTRA
GASPARÍN
En
un artículo periodístico (29), cita Crookes la obra de Gasparín titulada: La ciencia hacia el espiritismo, y dice
a este propósito: “El autor concluye por afirmar que todos estos fenómenos
derivan de causas naturales, sin que haya en ellos milagro alguno ni tampoco
intervención de espíritus ni diabólicas influencias. Gasparín considera
comprobado por sus experimentos, que en determinadas condiciones fisiológicas
la voluntad puede actuar a distancia sobre la inerte materia, y la mayor parte
de su obra está dedicada a determinar las leyes y condiciones bajo las cuales
se manifiesta dicha acción
Ciertamente
es así; pero en cambio, hay en la obra de Gasparín muchos otros puntos, como
contestaciones, réplicas y memorias demostrativas de que, aunque pío
calvinista, no cede en fanatismo religioso a Des Mousseaux ni a De Mirville,
católicos ultramontanos. El mismo Gasparín denota su espíritu de partido al
decir: “Me considero en el deber de izar la bandera protestante frente al
estandarte ultramontano"”(30). eN lo tocante a los fenómenos psíquicos,
sólo pueden ser válidos los testigos serenos e imparciales y el dictamen de los
científicos que no tengan determinado interés en el asunto. La verdad es una, e
innumerables las sectas religiosas que presumen de poseerla por entero; y si para
los ultramontanos el diablo es el más firme sostén de la iglesia católica, para
Gasparín ya no ha vuelto a haber milagros desde el tiempo de los apóstoles.
Pero Crookes cita asimismo a Thury, profesor de Historia Natural en la
Universidad de Ginebra y colaborador de Gasparín en la investigación de los
fenómenos de Valleyres, aunque contradice terminantemente las afirmaciones de
su colega. Dice Gasparín que “la principal y más necesaria condición para
producir el fenómeno es la voluntad del experimentador, pues sin voluntad nada
podrá lograrse, aunque se mantenga formada la cadena durante veinticuatro horas
seguidas”.
Esto demuestra que Gasparín no distingue entre los fenómenos
psíquicos y los simplemente magnéticos, dimanantes de la persistente voluntad
de los experimentadores, entre quienes tal vez no haya uno solo con aptitudes
mediumnísticas desenvueltas ni latentes. Los fenómenos magnéticos resultan
siempre de la acción conscientemente voluntaria de quienes se esfuercen en
obtenerlos, al paso que los fenómenos psíquicos obran sobre el sujeto receptivo
independientemente de él y muchas veces contra su propia voluntad. El
hipnotizador logra cuanto está al alcance de su fuerza volitiva. El médium, por
el contrario, será instrumento tanto más a propósito para la producción del
fenómeno cuanto menos ejercite su voluntad, y las probabilidades de logro
estarán en razón inversa del ansia que sienta de producirlo. El hipnotizador
requiere temperamento activo y el médium pasivo. Esto es el abecé del espiritismo
y lo saben todos los médiums. Dijimos que Thury discrepaba de Gasparín en lo
referente a la hipótesis de la voluntad, y así lo demuestra la siguiente carta
dirigida a su colega en respuesta a la súplica que éste le hizo para que
rectificara la última parte de su informe. Dice así: “Comprendo la justicia de
vuestras observaciones referentes a la última parte de mi informe, que acaso
concite contra mí la animadversión de los científicos; pero no obstante lo
mucho que deploro que mi resolución le haya disgustado tanto, persisto en ella
porque la considero hija del deber a que sin traición no puedo faltar.
Por
lo que a la ciencia se refiere, declaro que todavía
no está demostrada científicamente la imposibilidad de la intevención de los
espíritus en estos fenómenos, pues tal es la conclusión de mi informe, y si
así no lo dijese me expondría a empujar por vías de múltiples y equívocas
salidas, en el caso de que contra toda esperanza hubiese algo de verdad en el
espiritismo, a cuantos después de leído mi informe quisieren estudiar estos
fenómenos.
CONTRADICCIONES DE
GASPARÍN
Sin
salirme de los fenómenos de la ciencia, según yo la entiendo, cumpliré mi deber
por completo sin segundas intenciones de amor propio, y como a vuestro juicio
puede ocasionar esto un escándalo mayúsculo, no quiero avergonzarme de ello.
Además, insisto en que mi opinión es tan
científica como otra cualquiera. Aunque quisiera demostrar la hipótesis de
la intervención de espíritus desencarnados no podría hacerlo por insuficiencia
de los fenómenos observados; pero estoy en situación de resistir
victoriosamente todas las objeciones. Quieran o no, han de aprender los
científicos por experiencia propia y por sus propios errores a suspender su
juicio en cosas que no hayan examinado suficientemente. Conviene que no se
pierda la lección que les disteis sobre este particular”.
Ginebra,
21 de Diciembre de 1854.
Analicemos
esta carta para ver si descubrimos, no precisamente lo que el autor opina, sino
lo que no opina acerca de la nueva fuerza. Por lo menos es indudable que el
distinguido físico y naturalista demuestra científicamente la realidad de
algunas manifestaciones psíquicas; pero, de acuerdo con Crookes, no las
atribuye a los espíritus de los difuntos, pues no ve demostración de esta
hipótesis, ni tampoco cree en los diablos del catolicismo .
Pena
nos causa decir que Gasparín cae en muchas contradicciones y absurdos, pues
mientras por una parte vitupera acerbamente a los adictos a Faraday, por otra
atribuye a causas naturales fenómenos que llama mágicos. Dice a este propósito:
“Si no hubiéramos de tener en cuenta otros fenómenos que los explicados por el
ilustre físico, cerraríamos los labios; pero nosotros hemos ido aún más allá, y
¿de qué han de servirnos esos aparatos que todo lo explican por la presión inconsciente? Sin embargo, la
mesa resiste a la presión y al impulso, y a pesar de que nadie la toca, sigue
el movimiento de los dedos que hacia ella señalan, se levanta sin contacto
alguno y gira de arriba abajo”.
Pasa
después Gasparín a explicar los fenómenos por su cuenta y dice: “Las gentes los
atribuirán a milagro y no faltará quien los crea obra de magia. Cada nueva ley
les parece un prodigio. Pero yo me encargo de calmar los ánimos, porque en
presencia de semejantes fenómenos no hemos de trasponer los límites de las
leyes naturales” (34).
Por
nuestra parte no los hemos traspuesto. ¿Pero están seguros los científicos de
poseer la clave de estas leyes? Gasparín presume poseerla, como vamos a ver.
Dice así:
“No
me arriesgo a dar explicación alguna, porque no es asunto de mi incumbencia. Mi
propósito no va más allá de atestiguar los hechos y sostener una verdad que la
ciencia intenta sofocar. Sin embargo, no puedo resistir a la tentación de
manifestar a quienes nos confunden con los iluminados o con los brujos, que las
manifestaciones en cuestión pueden explicarse de acuerdo con los principios
generales de la ciencia.
En
efecto; si suponemos que de los experimentadores, y más particularmente de
algunos de ellos, emana un fluido cuya dirección esté determinada por la
voluntad del individuo, no será difícil comprender cómo gira o se levanta la
mesa por la acción del fluido acumulado sobre ella. Supongamos también que el
vidrio es mal conductor de dicho fluido y tendremos explicado el por qué un
vaso puesto en medio de la mesa interrumpe la rotación, mientras que si lo
ponemos a un lado, se acumula todo el fluido en el opuesto, que por esta razón
la levanta en alto”.
Aparte
de algunos pormenores no desdeñables, podríamos aceptar esta explicación si
todos los circunsantes fuesen hábiles hpnotizadores, y mucho también pudiéramos
admitir respecto a la intervención de la voluntad, de acuerdo con el erudito
ministro de Luis Felipe; pero ¿qué decir de la inteligencia denotada por la
mesa en sus respuestas? Con seguridad que estas respuestas no podían ser
colectivo reflejo cerebral de los circunstantes, según opina Gasparín, porque
las ideas de ellos discrepaban no poco de la en extremo liberal filosofía
expuesta por la maravillosa mesa. Sobre esto nada dice Gasparín, como si a
cualquier explicación recurriera con tal de no admitir la influencia de los
espíritus, ni humanos, ni satánicos, ni elementales.
Resulta,
por lo tanto, que la “simultánea concentración del pensamiento” y “la
acumulación de fluidos” no son más satisfactorias explicaciones que la “fuerza
psíquica” de otros científicos. Preciso es buscar nuevas soluciones que de
antemano calificamos de insuficientes, por numerosas que sean, hasta que la
ciencia reconozca por causa de los fenómenos psíquicos una fuerza externa a los
circunstantes y más inteligente que todos ellos.
LA FUERZA
ECTÉNICA
El profesor Thury rechaza a
un tiempo la hipótesis de los espíritus desencarnados, la de las influencias
diabólicas y la de los teurgos y herméticos sintetizada en la sexta de Crookes
(35) y expone otra, a su entender, más prudente, con desconfianza respecto de
las demás, si bien admite hasta cierto punto “la acción inconsciente de la
voluntad”, de acuerdo con Gasparín. A este propósito dice Thury: “Respecto a
los fenómenos de levitación sin contacto y el empuje de la mesa de un sitio a
otro por manos invisibles, no cabe demostrar a priori su imposibilidad, y en consecuencia, nadie tiene derecho a
calificar de absurdas las pruebas efectuadas”.
Por
lo que toca a la hipótesis de Gasparín, la juzga Thury muy severamente, según
puede colegirse del siguiente pasaje de De Mirville: “Admite Thury que en los
fenómenos de Valleyres estaba la fuerza
en el individuo, mientras que
nosotros decimos que era a un tiempo intrínseca y extrínseca y que, por regla
general, es precisa la acción de la voluntad. Después de todo repite Thury lo
que ya había dicho en el prefacio de su obra, conviene a saber: “El barón de
Gasparín nos presenta hechos escuetos de cuyas explicaciones no responde, tal
vez por ser tan endebles que se
desvanecen de un soplo sin que apenas quede nada de ellas. Respecto a los
hechos no es posible dudar en delante de
su autenticidad”.
Según
nos dice Cookes, el profesor Thury “refuta las explicaciones de Gasparín y
atribuye los fenómenos psíquicos a una substancia fluídica, a un agente que,
como el éter lumínico de los científicos, interpenetra todos los cuerpos
materiales orgánicos e inorgánicos. A este agente le llama psícodo, y después de discutir las propiedades de este estado o
forma de materia, propone que se denomine fuerza
ecténica a la ejercida cuando la mente actúa a distancia por influencia del
psícodo” (36). Más adelante observa Crookes que la fuerza ecténica de Thury es
idéntica a la fuerza psíquica por él apuntada.
Fácilmente
podríamos demostrar que tanto la fuerza ecténica como la fuerza psíquica,
además de ser iguales entre sí, lo son a la luz astral o sidérea de los
alquimistas (37) y al akâsha o
principio de vida, la omnipenetrnte fuerza que desde hace miles de años
conocieron los gimnósofos, los magos indos y los adeptos de todos los países, y
aun hoy se valen de ella los lamas del Tíbet, los fakires taumaturgos y algunos
prestidigitadores indos.
En
muchos casos de rapto provocado artificialmente por sugestión hipnótica, es
posible y aun probable que el “espíritu” del sujeto actúe influido por la
voluntad del hipnotizador; pero cuando el médium permanece consciente mientras
se producen fenómenos psíquicofísicos que denoten una dirección inteligente, el
agotamiento físico se traducirá en postración nerviosa, a menos que el médium
sea mago capaz de proyectar su doble. Por lo tanto, parece concluyente la
prueba de que el médium es pasivo instrumento de entidades invisibles que disponen
de fuerzas ocultas. Pero no obstante la identidad de la fuerza ecténica de Thury y la psíquica de
Crookes, sus respectivos mantenedores discrepan en cuanto a las propiedades que
les atribuyen, pues mientras Thury admite que los fenómenos son producidos con
frecuencia por voluntades no humanas, corroborando con ello la sexta hipótesis
de Crookes, éste se reserva su opinión respecto a la causa de los fenómenos,
cuya autenticidad no pone en duda. Así vemos que ni Gasparín y Thury, que
investigaron los fenómenos psíquicos en 1854, ni Crookes, que se convenció de
su realidad en 1874, les han dado explicación definitiva, a pesar de sus
conocimientos en ciencias físico-químicas y de haber dedicado toda su atención
a tan arduo problema. el resultado es que en veinte años ningún científico ha
dado ni un paso en la solución del enigma que sigue tan inexpugnable como
castillo de hadas.
ATEÍSMO CIENTÍFICO
¿Sería impertinencia
sospechar que los científicos modernos se mueven en un círculo vicioso?
Agobiados sin duda por la pesadumbre del materialismo y la insuficiencia de las
llamadas ciencias experimentales para demostrar tangiblemente la existencia del
mundo espiritual, mucho más poblado que el visible, no tienen otro remedio que
arrastrarse por el interior del círculo vicioso, sin querer, más bien que sin
poder, salir del hechizado recinto para explorar lo que fuera de él existe. Sus
preocupaciones son el único embarazo que les impide reconocer la causa de
hechos innegables y relacionarse con hipnotizadores tan expertos como Du Potet
y Regazzoni.
Preguntaba
Sócrates: “¿Qué engendra la muerte? –La vida –le respondieron ... ¿Puede el
alma, puesto que es inmortal, dejar de ser imperecedera?”. El profesor
Lecomte dice: “La semilla no puede germinar sin que en parte consuma”. Y San
Pablo exclama: “Para que la simiente se avive es preciso que muera”.
Se
abre la flor, se marchita y muere; pero deja tras sí el aroma que perdura en el
ambiente cuando ya sus pétalos están hechos polvo. Nuestros sentidos corporales
no lo advierten y sin embargo existe. El eco de la nota emitida por un
instrumento perdura eternamente. Jamás se extingue por completo la vibración de
las invisibles ondas del mar sin orillas del espacio. Siempre viven las
energías transportadas del mundo de la materia al mundo del espíritu. Y el
hombre, preguntamos nosotros, el hombre, entidad que vive, piensa y razona, la
divinidad residente en la obra maestra de la naturaleza, ¿habría de abandonar
su estuche para no vivir jamás? ¿Cómo negar al hombre cuyas cualidades
fundamentales son la conciencia, la mente y el amor, el principio de
continuidad que reconocemos en la llamada inorgánica materia del flotante
átomo? No cabe más descabellada idea. Cuanto mayor es nuestro conocimiento,
mayor es también la dificultad de concebir el ateísmo científico. Se comprende
que un hombre ignorante de las leyes de la naturaleza, sin noción alguna de las
ciencias físico-químicas, pueda caer funestamente en el materialismo, empujado
por la ignorancia o por la incapacidad de comprender la filosofía de la
ciencia, ni de colegir ninguna analogía entre lo visible y lo invisible. Un
metafísico por naturaleza, un soñador ignorante, pueden despertar bruscamente y
atribuir a ilusión y ensueño todo cuanto imaginaron sin pruebas tangibles; pero
un científico familiarizado con las modalidades de la energía universal no
puede sostener que la vida es tan sólo un fenómeno de la materia, so pena de
confesar su incapacidad para analizar y debidamente comprender el alfa y el
omega de la misma materia.
El
escepticismo sincero respecto a la inmortalidad del alma es una enfermedad, una
deformación cerebral, que ha existido en toda época. Así como algunas criaturas
nacen envueltas en el omento, así también hay hombres incapaces de desprenderse
durante toda su vida de la membrana que embota sus espirituales sentidos. Pero
la vanidad es el verdadero
sentimiento que les mueve a rechazar los fenómenos mágicos y espirituales, sin
otro argumento que el siguiente: “Nosotros no podemos producir ni explicar estos
fenómenos; por lo tanto, no existen ni nunca han existido. Hace unos treinta años, Salverte sorpendió a
los “crédulos” con su obra: Filosofía de
la magia, en la que pretendía explicar la causa operante de los milagros
bíblicos y de los santuarios paganos. En resumen, los atribuye a largos años de
observación, aparte de un profundo conocimiento de las ciencias físicas y
metafísicas, en cuanto lo permitía la ignorancia de la época, con su secuela de
imposturas, prestidigitación, ilusiones ópticas y fantasmagoría, que a fin de
cuentas, convierten, según el autor, a los taumaturgos, profetas y magos, en
pícaros y bribones, y al resto de los mortales en necios y bobos.
De
la índole y valía de las pruebas podrá colegir el lector por la que aduce el
pasaje siguiente: “Aseguraban los entusiastas discípulos de Jámblico, que al
orar se levantaba a diez codos del suelo, y engañados por esta metáfora han
tenido los cristianos la candidez de atribuir el mismo milagro a Santa Clara y
a San Francisco de Asís”. Según Salverte, los centenares de viajeros que
atestiguan haber visto idéntico fenómeno en los fakires, serían todos unos
embusteros o estarían alucinados. Sin embargo, hace poco tiempo, el eminente
Crookes atestiguó un fenómeno de esta índole en condiciones que imposibilitaban
todo fraude; y de la propia suerte habían aseverado lo mismo mucho tiempo antes
infinidad de testigos, a quienes sistemáticamente se les niega crédito.
CONFUSIONES DE
LOS CIENTÍFICOS
Paz
a tus científicas cenizas ¡oh crédulo Salverte! ¿Quién sabe si antes de
concluir el presente siglo la sabiduría popular habrá inventado este nuevo
proverbio: “Tan increíblemente crédulo como un científico”.
¿Por
qué ha de parecer imposible que una vez separado el espíritu del cuerpo pueda
animar una forma imperceptible, creada por la fuerza mágica, psíquica, ecténica
o etérea, como quiera llamársela, con el auxilio de entidades elementarias que
al efecto proporcionen la sublimada materia de un cuerpo? La única dificultad
está en no darse cuenta de que el espacio no está vacío, sino repleto de los
arquetipos de cuanto fue, es y será, y poblado de seres pertenecientes a
diversas estirpes distintas de la nuestra.
Muchos
científicos han reconocido la autenticidad de fenómenos en apariencia
sobrenaturales, porque como el citado caso de levitación, contrarían la ley de
la gravedad; pero al investigarlos, se enredaron en inextricables dificultades
por su desgraciado intento de darles explicación con hipótesis basadas en las
leyes conocidas de la naturaleza.
En
el resumen de su obra, concreta De Mirville la argumentación de los científicos
adversarios del espiritismo en cinco paradojas a que llama confusiones,
conviene a saber:
Primera confusión. – La de Faraday,
quien explica el fenómeno de la mesa diciendo que ésta empuja al experimentador a causa de la resistencia que la hace retroceder.
Segunda confusión. – La de Babinet,
quien explica los golpes diciendo que de buena fe y con perfecta conciencia los
producen ventrílocuos, cuya facultad
implica necesariamente mala fe.
Tercera confusión. – La de Chevreuil,
quien explica la facultad de mover los muebles sin tocarlos, por la previa
adquisición de esta facultad.
Cuarta confusión. – La del Instituto de
Francia, cuyos miembros aceptan los milagros con tal que no caontraríen las
conocidas leyes de la naturaleza.
Quinta confusión. – La de Gasparín, que
supone fenómenos sencillos y elementales, los que todos niegan porque nadie vio
otros iguales.
Mientras
los científicos de fama admiten tan fantásticas hipótesis, algunos neurópatas
de menor cuantía explican los fenómenos psíquicos por medio de un efluvio
anormal, dimanante de la epilepsia. Otro hay que quisiera tratar a los
médiums (y suponemos que también a los poetas) con asafétida y amoníaco, y
califica de lunáticos o de místicos alucindados a cuantos creen en las
manifestaciones psíquicas. A este médico y conferenciante, se le podría aplicar
la frase del Nuevo Testamento: “Sánate a ti mismo”; porque, en verdad, ningún
hombre de cabal juicio se atrevería a tachar de locos a los cuatrocientos
cuarenta y seis millones de personas que en las cinco partes del mundo creen en
las relaciones de los espíritus con los hombres.
Considerando
todo esto, maravilla la osadía de los presumidos pontífices de la ciencia al
clasificar fenómenos que en absoluto desconocen. Seguramente, los millones de
compatriotas a quienes de tal manera engañan, les merecen tanta consideración
como si fueran gorgojos de patata o cigarrones, porque el Congreso
norteamericano, a instancia de la Asociación americana para el progreso de las
ciencias, promulga estatutos constituyentes de comisiones nacionales para el
estudio de los insectos; los químicos se ocupan en cocer ranas y chinches; los
geólogos entretienen el ocio en la observación de ganoides cónquidos y en
discutir el sistema dentario de las diversas especies de dinictios; y los
entomólogos llevan su entusiasmo hasta el extremo de cenarse saltamontes
cocidos, fritos y en salsa. Entretanto, millones de americanos quedan
abandonados “a la confusión de locas ilusiones”, según frase de los ilustres
enciclopedistas, o sucumben a los “desórdenes nerviosos” dimanantes de la
“diatesis” mediumnística”.
LOS CIENTÍFICOS
RUSOS
Tiempo
hubo en que cabía esperar que los científicos rusos en que cabía esperar que
los científicos rusos se tomaran el trabajo de estudiar atenta e imparcialmente
los fenómenos psíquicos. La Universidad de San Petersburgo nombró una comisión
presidida por el insigne físico Mendeleyeff, con objeto de poner a prueba en
cuarenta sesiones consecutivas a los médiums que quisieran someterse a
experimentación. La mayor parte rehusaron la invitación temerosos de alguna
celada, y al cabo de ocho sesiones, cuando los fenómenos iban siendo más
interesantes, la comisión prejuzgó el caso con frívolos pretextos y dio informe
contrario a los médiums. En vez de proceder digna y científicamente, se
valieron de espías que atisbaban por los ojos de las cerraduras. El presidente
de la comisión declaró en una conferencia pública que el espiritismo, como
cualquiera otra creencia en la inmortalidad del alma, era una mezcolanza de
superstición, alucinaciones e imposturas, y que las manifestaciones de esta
índole, tales como la adivinación del pensamiento, el rapto y otros fenómenos
psíquicos, se producían con el auxilio de ingeniosos aparatos y mecanismos que
los médiums llevaban ocultos entre las ropas. Ante semejante prueba de
ignorancia y prejuicio, el doctor Butlerof, catedrático de química de la
Universidad de San Petersburgo, y el señor Aksakof, consejero de Estado, que
habían sido invitados a las sesiones, evidenciaron su disgusto en la protesta
publicada bajo su firma en los periódicos, cuya mayoría se puso en contra de
Mendeleyeff y de su oficiosa comisión, al paso que más de ciento treinta
personas de la aristocracia sanpetersburguense, sin determinada filiación
espiritista, avaloraron con su firma la protesta.
El
resultado fue que la atención pública se convirtiera hacia el espiritismo,
constituyéndose en todo el imperio numerosos círculos. La prensa liberal empezó
a discutir el asunto, y se nombró otra comisión encargada de proseguir las
interrumpidas investigaciones.
Pero
tampoco es fácil que la nueva comisión cumpla con su deber, pues tiene
oportunísimo pretexto en el informe dado por el profesor Lankester, de Londres,
acerca del médium Slade, quien, contra las prejuiciosas y circunstanciales
aseveraciones de Lankester y de un amigo de éste llamado Donkin, opuso el
testimonio de gran número de investigadores entre los que se contaban Wallace y
Crookes. A este propósito, el London
Spectator publicó un artículo del que extractamos los siguientes párrafos:
“Es
pura superstición el presumir de tan completo conocimiento de las leyes de la
naturaleza, que hayamos de repudiar por falsos unos fenómenos cuidadosamente
examinados por detenidas observaciones, sin otro fundamento que su aparente
discrepancia con principios ya establecidos. Asegurar, como según parece
asegura el profesor Lankester, que porque en algunos casos haya habido fraude y
credulidad en estos fenómenos, como también los hay en las enfermedades
nerviosas, forzosamente haya de haberlos contra toda escrupulosidad de las
investigaciones, equivale a aserrar las ramas del árbol del conocimiento en que
arraigan las ciencias inductivas y demoler toda la fábrica del edificio
científico”.
Pero
¿qué les importa esto a los doctores? El torrente de superstición que, a su
decir, arrastra a millones de inteligencias claras, no puede alcanzarles; el
nuevo diluvio llamado espiritismo, no es capaz de anegar sus robustas mentes; y
las cenagosas oleadas de la corriente han de romper la furia sin ni siquiera
mojar la correa de su zapato. Tal vez la tradicional terquedad del creador les
impide confesar el poco éxito que sus milagros tienen en nuestros días contra
la ceguera de los profesionales de la ciencia, aunque de seguro sabe que desde
hace tiempo resolvieron poner en el frontispicio de sus colegios y
universidades, el siguiente aviso:
De orden de la ciencia se le prohibe a Dios
hacer milagros en este sitio.
LA
GRUTA-GABINETE DE LOURDES
Espiritistas y católicos
parecen haberse coligado contra los iconoclásticos intentos del materialismo, y
al incremento del número de escépticos ha correspondido otro incremento
proporcional del número de creyentes. Los campeones de los milagros “divinos”
de la Biblia emulan a los panegiristas de los fenómenos psíquicos, y la Edad
Media revive en el siglo XIX. De nuevo vemos a la Virgen María ponerse en
correspondencia epistolar con los fieles hijos de su iglesia, mientras que por
conducto de los médiums garrapatean mensajes los espíritus amigos. El santuario
de Lourdes se ha convertido en gabinete de materializaciones espiritistas, al
paso que los gabinetes de los más famosos médiums norteamericanos parecen
santuarios a donde Mahoma, el obispo Polk, Juana de Arco y otros espíritus de
nota acuden desde la “negra orilla”, para materializarse a la luz del día. Y si
a la Virgen María se la ha visto pasear cotidianamente por las cercanías de Lourdes,
¿por qué no creer también al fundador del islamismo y al difunto prelado de la
Luisiana? No cabe otro remedio que admitir o rechazar por igual la posibilidad
o la impostura de entrambas manifestaciones milagrosas: las divinas y las
espiritistas. Al tiempo ponemos por testigo. Pero mientras la ciencia no quiera
alumbrar con su mágica lámpara la obscuridad del misterio, irán las gentes
dando tropezones con riesgo de caer en el lodo.
A
consecuencia de la desfavorable opinión sustentada por la prensa londinense
acerca de los recientes “milagros” de Lourdes, monseñor Capel publicó en The Times el criterio de la Iglesia
romana sobre el particular, en los siguientes términos:
“Por
lo que toca a las curaciones milagrosas, pueden consultar los lectores la juiciosa
obra: La Gruta de Lourdes, escrita
por el doctor Dozous, eminente facultativo de la localidad, inspector de
higiene del distrito y médico forense, quien enumera al pormenor varios casos
de curaciones milagrosas estudiadas por él con cuidados detención, para
concluir diciendo: “Declaro que todo hombre de buena fe ha reconocido el
carácter sobrenatural de las curaciones logradas en el santuario de Lourdes,
sin otra medicina que el agua de la fuente. Debo confesar que mi entendimiento,
nada propenso a la credulidad en milagros deninguna clase, difícilmente se
hubiese convencido de la verdad de una aparición tan notable bajo varios
aspectos, a no ser por las curaciones que presencié personalmente y me dieron
luz bastante para estimar la importancia de las visitas de Bernardita a la
Gruta y la realidad de las apariciones con que se vio favorecida”.
“Digno
de respetuosa consideración, por lo menos, es el testimonio del distinguido
médico que desde un principio observó cuidadosamente a Bernardita y tuvo
ocasión de presenciar las curaciones. A esto he de añadir que acuden a la gruta
infinidad de gentes para arrepentirse de sus culpas, acrecentar su piedad,
rogar por la regeneración de su patria y dar público testimonio de su fe en el
Hijo de Dios y en su inmaculada Madre. Muchos van a curarse de sus dolencias
corporales, y algunos vuelven curados según aseveran testigos oculares. El
achacar falta de fe, como hace vuestro artículo, a los que después se van a
tomar las aguas de los Pirineos, es tan poco razonable como si tacháramos de
incrédulos a los magistrados que penen la negligencia en la prestación de
auxilios médicos. Quebrantos de salud me forzaron a pasar en Pau el invierno
durante los años de 1860 a 1867, y con ello tuve coyunturas de investigar
minuciosamente cuanto se relacionaba con las apariciones de Lourdes. Después de
haber observado con todo detenimiento a Bernardita y de estudiar algunos de los
milagros ocurridos, me he convencido de que si
el testimonio humano es válido para comprobar la realidad de un hecho,
forzosamente se ha de admitir la autenticidad de las apariciones de Lourdes.
Al fin y al cabo no es dogma de fe este punto, que cualquier católico puede
aceptar o negar sin esperanza de elogio ni temor de censura”.
HUXLEY DEFINE
LA PRUEBA
Si el lector se fija en las frases subrayadas, advertirá como al clero católico, a pesar de la infabilidad pontificia y de su franquicia postal con el cielo, le satisface el testimonio humano parra avalar los milagros divinos. Ahora bien, si atendemos a las conferencias dadas recientemente por Huxley, en Nueva York, acerca de la evolución, oiremos que dice: “La mayor parte de nuestro conocimiento de los hechos pasados se basa en las pruebas históricas del testimonio humano”. Y en otra conferencia sobre biología añade: “Todo hombre que de corazón anhele la verdad, no ha de temer, sino desear la crítica serena y justa; pero es esencial que el crítico sepa de qué habla”. Esto mismo debiera tener en cuenta su autor al tratar de asuntos psicológicos, pues si lo añadiese a sus antedichos conceptos ¿qué mejor pedestal sobre que alzarlo?
Vemos
como el materialista Huxley y el prelado católico coinciden en considerar
suficiente el testimonio humano para la comprobación de hechos que cada cual
puede o no creer según sean sus preocupaciones. Por lo tanto, ¿no es razón que
así el ocultista como el espiritista se encastillen en el argumento tan
perseverantemente sostenido de que no cabe negar la autenticidad de los
fenómenos psíquicos de los antiguos taumaturgos probados de sobra por el
testimonio humano? Si la Iglesia y las Academicas han aducido pruebas humanas,
no pueden negar a los demás el mismo derecho. Uno de los frutos de la reciente
agitación notada en Londres, con motivo de los fenómenos mediumnímicos, es que
la prensa seglar ha expuesto ideas liberales. El Daily News, de Londres, decía en 1876: “En todo caso, nos parece
que debemos considerar el espiritismo como una de tantas creencias tolerables,
y dejarle, por lo tanto, en paz, pues tiene muchos prosélitos tan inteligentes
como quien más, que hace tiempo hubiesen echado de ver cualquier superchería
palpable y notoria. Algunos hombres
eminentes por su sabiduría han creído en las apariciones y continuarían
creyendo, aunque unos cuantos se entretuvieran en amedrentar a las gentes con
fingidos fantasmas.
No
es la primera vez en la historia que el mundo invisible ha tenido que luchar
contra el materialista escepticismo de la cegueraespiritual de los saduceos.
Platón deplora en sus obras y alude más de una vez a la incredulidad de ciertas
gentes. Desde Kapila, el filósofo indo que muchos siglos antes de J. C. dudaba
ya de que los yoguis en éxtasis pudiesen ver a Dios cara a cara y conversar con
las más elevadas entidades, hasta los volterianos del siglo XVIII que se burlaban
de lo más sagrado, en toda época hubo Tomases incrédulos. Pero ¿han conseguido
atajar los pasos de la verdad? Tanto como los ignorantes e hipócritas jueces de
Galileo lograron detener el movimiento de la tierra. No hay teoría capaz de
influir decisivamente en la estabilidad e inestabilidad de una creencia
heredada de las razas primitivas que, si tenemos en cuenta el paralelismo entre
las evoluciones espiritual y física del hombre, recibieron la verdad de labios
de sus antepasados, los dioses de sus padres
que “estaban al otro lado de las aguas”. Algún día se demostrará la
identidad de los relatos bíblicos con las leyendas indas y la cosmogonía de
distintos países, para ver cómo las
fábulas de las edades míticas son alegorías de los fundamentales principios
geológicos y antropológicos. A esas fábulas de tan ridícula expresión habrá
de recurrir la ciencia para encontrar los “eslabones perdidos”.
Por
otra parte, ¿qué denotan las raras coincidencias observadas en la historia
respectiva de pueblos tan distantes? ¿De dónde proviene la identidad de los
conceptos primitivos que se advierten en las llamadas fábulas y leyendas, donde
se encierra el meollo de los sucesos históricos, de una verdad profundamente
encubierta bajo la capa de poéticas ficciones populares, pero que no deja de
ser verdad? Comparemos, por ejemplo, el Génesis con los Vedas en los pasajes
siguientes:
Y habiendo comenzado los hombres a
multiplicarse sobre la tierra y engendrado hijas, viendo los hijos de Dios las
hijas de los hombres que eran hermosas, tomáronse mujeres, las que escogieron
entre todas... Y había gigantes sobre la
tierra en aquellos días ...
“El primer brahmán se
queja de estar solo y sin mujer entre
sus hermanos. A pesar de que el Eterno le aconseja que dedique sus días al
estudio de la ciencia sagrada, el primer nacido insiste en la queja. Enojado
por tamaña ingratitud, el Eterno da al brahmán una mujer de la estirpe de los daityas o gigantes, de quien todos los brahmanes descienden por generación
materna"” así es que la casta sacerdotal desciende por una línea de las
entidades superiores, los hijos de
Dios, y por otra, de Daintany, la
hija de los gigantes de la tierra, los hombres primitivos. "“ ellas
les dieron hijos a ellos y llegaron a ser hombres poderosos del tiempo viejo;
varones de nombradía"”.
La misma alegoría encierra
el pasaje análogo de la cosmogonía del Edda
escandinavo. Har, compañero de Jafuhar y Tredi, describe a Gangler la formación
del primer hombre llamado Bur, padre de Bör, quien tomó por mujer a Besla, hija
del gigante Bölthara, de la estirpe de los primitivos
gigantes .
El mismo fundamento tienen las fábulas griegas
de los titanes y la leyenda mexicana de las cuatro estirpes sucesivas del Popol-Vuh. Esta alegoría de los gigantes
es uno de los cabos de la enredada y al parecer inextricable madeja de la
psicología del género humano, pues de otro modo no cupiera explicar la creencia
en lo sobrenatural, ya que decir que ha brotado, crecido y desarrollado a
través de las edades sin base de sustentación, cual frívola fantasía, fuera
equiparable al absurdo teológico de que Dios creó el mundo de la nada.
PROTESTA
DE UN PERIÓDICO CRISTIANO
Es
demasiado tarde para negar la evidencia que se manifiesta con luz meridiana.
Los periódicos, así religiosos como seglares, protestan ya unánimemente contra
el dogmatismo y los estrechos prejuicios de la erudición apócrifa. El Christian World une su voz a la de sus
escépticos colegs y dice:
“Aun
cuando pudiera demostrarse que todos los médiums son impostores, todavía
censuraríamos la propensión de algunas autoridades científicas a mofarse y
estorbar las investigaciones de índole semejante a las expuestas por Barrett
ante la Asociación Británica. Si los espiritistas han caído en muchos absurdos,
no por ello deben diputarse por indignos de examen sus fenómenos. Sean
hipnóticos, clarividentes o como quiera, que digan los científicos qué son en
vez de tratarnos como a muchachos preguntones a quienes se les da la cómoda
pero poco satisfactoria respuesta: “los niños no preguntan nada".
Parece
que en nuestra época no le cuadra a ningún científico aquel verso de Milton:
“Oh! Tú que por atestiguar la verdad sufriste universal vituperio!” La
decadencia presente trae a la memoria las palabras de aquel físico que después
de escuchar la historia del tambor de Tedworth y de Ana Walker, exclamó: “Si eso es cierto, estuve hasta ahora
engañado y he de abrirme cuenta nueva.
Pero en nuestro siglo, a pesar de la
valía reconocida por Huxley al testimonio humano, hasta el mismo Enrique More
se ha convertido en entusiasta visionario, cualidades que fuera desvarío ver
reunidas en una persona.
No han faltado hechos, pues los hay en
abundancia, para que la psicología pudiera dar a comprender sus misteriosas
leyes y aplicarlas a los casos ordinarios y extraordinarios de la vida. Hubiera
sido necesario que idóneos observadores científicos los ordenaran
analíticamente. Desgracia fue para las gentes y baldón para la ciencia que el
error prevaleciese y la superstición anduviera desenfrenada entre los pueblos
cristianos durante tantos siglos. Las generaciones se suceden unas a otras con
su tributo de mártires de la conciencia y del denuedo moral, de modo que ya se
comprende la psicología algo mejor que cuando el férreo guante del vaticano
sentenciaba inicuamente a los desgraciados héroes cuya memoria infamaba con el
estigma de nigrománticos y herejes.
BLAVATSKY
BLAVATSKY
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