Hermes, el portador de mis órdenes, tomó la varilla
con que a su arbitrio cierra los párpados de los
mortales
Y a su arbitrio también despierta a los dormidos.
-Odisea,
Libro V.
Yo vi saltar los anillos samotracios y bullir las
limaduras de acero en un plato de bronce,
apenas pusieron debajo la piedra imán. Y
con pánico terror parecía huir de ella el hierro
con acerbo odio.-LUCRECIO, Libro VI.
Pero lo que especialmente distingue a la Fraternidad,
es su maravilloso conocimiento de los recursos del
arte
médico. Operan por medio de simples y no por hechizos.
-Manuscrito.
Informe sobre el origen y atributos de los
verdaderos rosacruces).
Pocas
verdades tan profundas han dicho los científicos como la expuesta por Cooke en
su obra Nueva Química, al decir: “La
historia de la ciencia nos demuestra que para arraigar y desarrollarse una
verdad científica, es preciso que la época esté debidamente dispuesta a
recibirla, pues muchas ideas no dieron fruto por haber caído en suelo estéril;
pero tan luego como el tiempo puso el abono, la simiente echó raíces y más
tarde frutos...
“Todo
estudiante se sorprende al ver el escaso número de verdades que aun los más
preclaros talentos añadieron al acopio científico”. La transformación operada
recientemente en la química es muy a propósito para llamar la atención de los
químicos sobre el particular, que no causaría extrañeza si antelativamente se
hubiesen estudiado con imparcial criterio las enseñanzas alquímicas. El puente
que salva el abismo abierto entre la nueva
química y la vieja alquimia es
pequeño en comparación del tendido más audazamente al pasar de la teoría
dualística a la unitaria.
Así
como Ampère fue fiador de Avogadro entre los químicos modernos, así también se
verá algún día que la hipótesis del od, sustentada por Reichenbach, abre camino
para estimar la valía de Paracelso. Hace tan sólo cincuenta años, se
consideraba la molécula como el tipo unitario de las combinaciones químicas, y
acaso no transcurra tanto tiempo sin que se reconozca el eminente mérito del
místico suizo, quien dice en una de sus obras: “Conviene tener en cuenta que el
imán es aquel espíritu de vida en el hombre sano, a quien el enfermo busca, y
ambos están unidos al caos externo. De esta suerte, el enfermo inficiona al
sano por atracción magnética”.
Las
obras de Paracelso describen las causas de las enfermedades que afligen a la
humanidad, las ocultas relaciones entre la fisiología y la psicología, que en
vano se esfuerza en descubrir especulativamente la ciencia moderna, y los
específicos y remedios de cada una de las dolencias corporales. También conoció
Paracelso el electro-magnetismo tres siglos antes de que OErsted presumiera
haberlo descubierto, según puede inferirse del examen crítico de su peculiar
terapéutica. En cuanto a sus descubrimientos químicos, no hay necesidad de
enumerarlos, puesto que muchos autores imparciales le tienen por uno de los más
insignes químicos de su época. Brierre de Boismont le llama genio, y de
acuerdo con Deleuze dice que abrió una nueva era en la historia de la medicina.
El secreto de sus felices y mágicas curaciones (como las llamaron entonces),
consistía en el soberano menosprecio con que miraba a las tituladas autoridades
científicas de su tiempo. A este propósito, dice: “Al investigar la verdad, me
he preguntado que de no haber en este mundo maestros de medicina, ¿cómo me las
hubiera yo arreglado para aprender este arte? Pues en ningún otro libro que en
el siempre abierto de la naturaleza, escrito por el dedo de Dios... Me acusan
de no haber entrado en el templo del arte por la puerta principal; pero ¿quién
tiene razón? ¿Galeno, Avicena, Mesue, Rhasis o la honrada naturaleza? Yo creo
que la naturaleza, y por sus puertas entre guiado por la luz de la naturaleza
sin necesidad de candiles de boticario”.
EL MAGNETISMO
ANIMAL
Su
desdén por la rutina docente y el formulismo científico, el anhelo de
identificarse con el espíritu de la naturaleza, que era para él la única fuente
de salud, el único sostén y luz de la verdad, concitaron contra el alquimista y
filósofo del fuego, las implacables iras de los pigmeos de la época. No debe
maravillarnos de que le acusaran de charlatán y aun de beodo, si bien Hemmann
le defiende denodadamente de esta última imputación, demostrando que fue
calumnia de un tal Oporino, quien estuvo con él durante algún tiempo para
sorpender sus secretos, y al no lograr su intento, se desataron las malas
lenguas de sus despechados discípulos, coreadas por los boticarios. Fundó
Paracelso la escuela del magnetismo animal, y descubrió las propiedades del
imán. Sus contemporáneos menoscabaron su reputación tachándole de hechicero, en
vista de las maravillosas curas que obtenía, como tres siglos después se vio
también acusado el barón Du Potet, de brujería y demonolatría, por la Iglesia
romana, y de charlatanería por los académicos de Europa.
Según
dijeron los filósofos del fuego, no hay químico capaz de considerar el “fuego
viviente” distintamente de sus colegas, y a este propósito dice Fludd:
“Olvidaste lo que tus padres te enseñaron sobre ello, o mejor dicho, nunca lo
supiste porque es demasiado elevado
para ti”.
Quedaría incompleta esta obra si no
relatáramos, siquiera brevemente, la historia del magnetismo animal desde que
Paracelso asombró con sus experimentos a los sabios de la segunda mitad del
siglo XVI. Sucintamente expondremos algo relativo a los trabajos de Antonio
Mesmer, que importó de Alemania el magnetismo animal, y al desvío con que lo
recibieron los académicos, después de haber rechazado consecutivamente cuantos
descubrimientos se hicieron de Galileo acá, según consta en los documentos casi
convertidos en polvo de la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros
cerraban las puertas de entrada a los sublimes misterios de los mundos físico y
psíquico. A su alcance estaba el alkahest, el gran disolvente universal, y lo
menospreciaron para confesar al cabo de un siglo que, “más allá de los límites
de la observación no es infalible la química, y aunque nuestras hipótesis y
teorías puedan contener un fondo de verdad, sufren frecuentes alteraciones, que
las revolucionan por completo”.
No
es lícito afirmar sin pruebas que el magnetismo animal y el hipnotismo sean
puras alucinaciones. Pero ¿en dónde están las pruebas que den el único valor
posible a la afirmación? Miles de ocasiones desaprovechadas tuvieron los
académicos para cerciorarse de la verdad, y en vano magnetizadores e
hipnotizadores invocan el testimonio de los sordos, lisiados, enfermos y
moribundos a quienes devolvieron la salud sin otra medicina que sencillísimas
manipulaciones y la apostólica imposición
de manos. Cuando el hecho es innegable por lo evidente, lo achacan a mera
coincidencia, sino dicen nuestros numerosos Tomases que todo son visiones,
charlatanería y exageración. El célebre saludador norteamericano Newton ha
efectuado más curas instantáneas que enfermos tendrán en toda su vida los más
famosos médicos neoyorkinos, y el mismo éxito ha tenido en Francia el zuavo
Jacobo. ¿Será posible entonces tachar de alucinaciones o de confabulación de
charlatanes y lunáticos los testimonios acopiados durante los últimos cuarenta
años? Quien tal hiciera se confesaría mentecato.
FENÓMENOS HIPNÓTICOS
A
pesar de la reciente condena de Leymarie, de las mofas de los escépticos y de
muchos médicos y científicos, de la impopularidad del asunto y de la tenaz
persecución del clero romano que combate en el magnetismo al tradicional
enemigo de la mujer, es tan evidente la verdad de los fenómenos psíquicos, que
hasta los mismos tribunales franceses, si bien con repugnancia, no han tenido
más remedio que reconocerlos. La famosa clarividente, señora Roger, y su
hipnotizador el doctor Fortin, fueron acusados de estafa. La sujeto compareció
el 18 de Mayo de 1876 ante el tribunal correccional del Sena, acompañada del
barón Du Potet, en calidad de testigo, y del famoso abogado Julio Favre, en la de
defensor. Por una vez al menos prevaleció la verdad, quedando desestimada la
acusación. ¿Se debió este resultado a la vibrante elocuencia del defensor o a
las incontrovertibles pruebas aducidas? Sin embargo, también Leymarie, editor
de la Revue Spirite, adujo pruebas
favorables, aparte de las declaraciones de un centenar de respetables testigos,
entre los que se contaban reputaciones europeas de primer orden. Esta
incongruencia no tiene otra explicación sino que los magistrados no se
atrevieron a discutir los fenómenos hipnóticos.
En las fotografías
espiritistas, golpes, escrituras, levitaciones, voces y materializaciones, cabe
simulación y difícilmente se hallará un fenómeno espiritista que no pueda
remedar un hábil prestidigitador con sus artificios; pero las maravillas del
hipnotismo y los fenómenos psíquicos de índole subjetiva desafían las
imposturas de los médiums farsantes, las burlas de los escépticos y los
rigorismos de la ciencia. No es posible fingir la catalepsia. Los espiritistas
que anhelan ver sus ideas científicamente reconocidas, se dedican al
fenomenismo hipnótico. Si colocamos en el tablado de la Sala Egipcia a un sujeto hipnotizado, el hipnotizador podrá
transportarle el libre espíritu a cuantos parajes indique el público y poner a
prueba su clarividencia y clariaudiencia. En las partes del cuerpo afectadas
por los pases del hipnotizador, se le podrán clavar alfileres y agujas aunque
sea en sitio tan delicado como los párpados, cauterizar sus carnes y herirle
con armas de filo, sin que se le cause el menor daño ni siente el más leve
dolor. Bien dicen Regazzoni, Du Potet, Teste, Pierrard, Puysegur y Dolgoruky,
que no es posible dañar a un sujeto
hipnotizado. Después de esto invitemos a someterse al mismo experimento a
cualquier hechicero vulgar de los que rabian por cobrar celebridad y presumen
de hábiles en el remedo de los fenómenos espiritistas. De seguro que rehusará
poner su cuerpo en semejantes pruebas.
Cuentan
que el alegato de Julio Favre mantuvo en suspenso durante hora y media a los
magistrados y al público; pero sin regatearle méritos, que por haberle oído en
otras ocasiones reconocemos, valga señalar que el último párrafo de su defensa
encerraba una afirmación prematura y al propio tiempo errónea. Dijo así:
“Estamos en presencia de fenómenos que la ciencia
admite, aunque sin explicarlos. El vulgo podrá reírse de ellos, pero son la preocupación de físicos
ilustres. La justicia no debe ignorar por más tiempo lo que la ciencia
reconoce”.
El
vulgo no se hubiera reído del hipnotismo si la gratuita afirmación del defensor
se basara en numerosas investigaciones científicas de imparciales
experimentadores, en vez de limitarse a una exigua minoría verdaderamente
anhelosa de interrogar a la naturaleza. El vulgo es dócil y sumiso como un niño
que va fácilmente adonde su aya le lleva. Escoge para la adoración los ídolos y
fetiches que más le deslumbran y después se vuelve en redondo por ver con
aduladora mirada si está satisfecha esa vieja aya que se llama opinión pública.
Aseguraba
Lactancio, que ningún escéptico de su época se hubiera atrevido a negar la
inmortalidad del alma delante de un mago, “porque éste le hubiera demostrado al
punto lo contrario, evocando las almas de los muertos para que se manifestasen
visiblemente a los vivos y predijesen acontecimientos futuros. Cosa
parecida ocurrió en la causa de la señora Roger, pues los magistrados se
amedrentaron al ver que el barón Du Potet la hipnotizaba en su presencia, como
prueba testifical a favor de la acusada.
Volviendo
ahora a Paracelso, diremos que sus obras escritas en estilo enigmático, aunque
vigoroso, han de leerse como los rollos de Ezequiel, por dentro y por fuera. Había en aquellos tiempos mucho riesgo en
exponer doctrinas heterodoxas, pues la Iglesia estaba en toda su pujanza y
menudeaban los autos de fe. Por esta razón vemos que Paracelso, Agrippa y
Filaletes fueron tan notables por la piedad de sus declaraciones públicas, como
famosos por sus hazañas alquímicas y mágicas. La opinión de Paracelso sobre las
propiedades ocultas del imán se halla expuesta en sus obras: Archidaxarum, De Ente Dei y De Ente Astrorum, en la primera de las
cuales describe la maravillosa tintura medicinal extraída del imán y denominada
magisterium magnetis. Sin embargo, la
exposición está en lenguaje no entendido de los profanos y a este propósito
dice: “Cualquier campesino echa de ver que el imán atrae al hierro; pero el
sabio debe preguntarse por qué... Yo he descubierto que además de esta notoria
propiedad de atraer al hierro, tiene el imán otra propiedad oculta”.
LA FUERZA
SIDÉREA
Más
adelante demuestra Paracelso que en el hombre late una “fuerza sidérea” emanada
de los astros, que constituye su forma astral. Esta fuerza sidérea, que
pudiéramos llamar espíritu de la materia cometaria, permanece directamente
relacionada con los astros de que procede y así quedan los hombres en mutua
atracción magnética. Considera también Paracelso, que el cuerpo humano tiene la
misma composición química que la tierra y los demás astros, y dice así: “El cuerpo
procede de los elementos y el alma de los astros... De los elementos saca el
hombre en comida y bebida lo necesario para sustentar su carne y sangre; pero
de las estrellas le viene el sustento de la mente y pensamientos de su alma”.
Vemos corroboradas hoy estas afirmaciones de Paracelso, por cuanto el
espectroscopio demuestra la identidad química entre el cuerpo humano y el
sistema planetario, y los físicos enseñan desde la cátedra la magnética
atracción del sol y de los planetas.
Entre
los elementos constitutivos del cuerpo humano, se han descubierto ya en el sol,
el hidrógeno, sodio, calcio, magnesio y hierro; y en los centenares de
estrellas observadas se ha encontrado el hidrógeno, excepto en dos. Por lo
tanto, si el espectroscopio ha confirmado al menos una de las afirmaciones de
Paracelso, es de esperar que con el tiempo queden corroboradas las demás, no
obstante el menosprecio en que le han tenido astrónomos y químicos por sus
teorías sobre la idéntica composición química del hombre y los astros, y por
sus ideas acerca de las afinidades y atracciones entre unos y otros.
Pero
ocurre preguntar: ¿cómo pudo Paracelso presumir la constitución de los astros,
cuando hasta el descubrimiento del espectroscopio nada supieron las academias
de química sidérea? Aún hoy día, a pesar de los novísimos procedimientos de
observación, sólo se ha logrado indicar la presencia en el sol de unos cuantos
elementos y de una cromoesfera hipotética, pues todo lo demás continúa en el
misterio. ¿Hubiese podido Paracelso estar tan seguro de la constitución natural
de los astros, si no dispusiera de medios como la filosofía hermética y la
alquimia, no sólo desconocidos, sino menospreciados por la ciencia?
Además,
conviene tener en cuenta que Paracelso descubrió el hidrógeno y conocía
perfectamente su naturaleza y propiedades, mucho tiempo antes de que los
científicos ortodoxos sospecharan su existencia; que había estudiado astrología
y astronomía, como todos los filósofos del fuego, y no se equivocaba al
asegurar la directa afinidad del hombre con los astros.
También
expuso Paracelso, y a los fisiólogos toca comprobarlo, que el cuerpo no sólo se
alimenta por medio del estómago, “sino también, aunque imperceptiblemente, de
la natural fuerza magnética de que cada individuo extrae su nutrición
específica...; pues de los elementos en equilibrio atrae el hombre la salud y
de los perturbados la enfermedad”. La ciencia admite que los organismos
vivientes están sujetos a leyes de afinidad química, y la propiedad más notable
de los tejidos orgánicos, según los fisiólogos, es la absorción. Por lo tanto,
nada de extraño tiene la afirmación de Paracelso de que el cuerpo humano, a
causa de su naturaleza química y magnética, absorbe las influencias siderales.
¿Qué puede objetar la ciencia a la afirmación de que los astros nos atraen y a
nuestra vez los atraemos? Así lo prueba el descubrimiento del barón de
Reichenbach, de que las emanaciones ódicas del hombre son idénticas a las de
los minerales y vegetales.
Paracelso
afirmó la unidad constitutiva del universo, al decir, que “el cuerpo humano
contiene materia cósmica”, pues el espectroscopio no sólo ha demostrado la
existencia en el sol y demás estrellas fijas de los mismos elementos químicos
de la tierra, sino también que cada estrella es un sol de constitución similar
al nuestro. Según Mayer, las condiciones magnéticas de la tierra
dependen de las variaciones que sufre la superficie solar a cuyas emanaciones
está sujeta, por lo que si las estrellas son soles, también han de influir proporcionalmente
en la tierra
Sigue
diciendo Paracelso: “Durante el sueño nos parecemos a las plantas que también
tienen cuerpo elementario y vital, pero no espíritu. Entonces el cuerpo astral
queda libre y gracias a su elástica índole puede vagar en torno del vehículo
dormido o lanzarse al espacio y conversar con sus padres astrales y con sus
hermanos, desde lejanas distancias. Los sueños proféticos, la presciencia y los
presentimientos son facultades del cuerpo astral negadas al grosero cuerpo
físico, que al morir se restituye a los elementos de la tierra, mientras que
los distintos espíritus vuelven a los astros. También los animales tienen
presentimientos, porque asimismo poseen cuerpo astral"”
OPINIONES DE
VAN HELMONT
Paracelso
y Van Helmont reconocen el gran poder de la voluntad durante los éxtasis y
dicen que “el espíritu es el medio del magnetismo y está difundido por todas
partes”, por lo que la pura y primieval magia no ha de consistir en prácticas
supersticiosas ni ceremonias vanas, sino en la imperiosa voluntad del hombre;
pues "el alma y el espíritu que en él se ocultan, como el fuego en el
pedernal, y no los espíritus celestes ni infernales, dominan la naturaleza física".
Todos
los filósofos medioevales profesaron la teoría de la influencia sidérea en el
hombre. A este propósito, dice Cornelio Agrippa: “Las estrellas constan de los
mismos elementos que los cuerpos terrestres y por esta razón se atraen
recíprocamente las ideas... Las influencias se ejercen tan sólo con auxilio del
espíritu difundido por todo el universo en armonía con los espíritus humanos.
El que anhele adquirir facultades sobrenaturales debe tener fe, esperanza y amor... En todas las
cosas hay un oculto y secreto poder de que dependen las maravillosas facultades
mágicas”.
Las
modernas teorías del general Pleasanton coinciden con las opiniones de los
filósofos del fuego; sobre todo la referente a las electricidades positiva y
negativa del hombre y de la mujer y a la atracción y repulsión mutuas de todas
las cosas de la naturaleza, que parece tomada de Roberto Fludd, gran maestre de
los rosacruces ingleses, quien dice a este propósito: “Cuando dos hombres se
acercan uno a otro, su magnetismo es pasivo-negativo o activo-positivo. Si las
emanaciones de ambos chocan y se repelen, nace la antipatía; pero cuando se
interpenetran sin chocar, el magnetismo es positivo, porque los rayos proceden
del centro de la circunferencia, y en este caso, no sólo influyen en las
enfermedades, sino también en los sentimientos. Este magnetismo simpático se
establece, además de entre los animales, entre estos y las plantas”.
LA
ACADEMIA FRANCESA
Veamos ahora cómo acogieron los físicos el
gran descubrimiento psicológico y fisiológico del magnetismo orgánico, cuando
Mesmer llevó a Francia su sistema de cubeta, fundado totalmente en las
doctrinas paracélsicas. Esto demostrará cuánta ignorancia, superficialidad y
prejuicios puede haber en una corporación científica apegada a sus
tradicionales teorías. Conviene insistir en el asunto porque a la negligencia
de los académicos franceses de 1784, se debe la actual orientación materialista
de las gentes y también los lunares que, según confiesan sus más fervorosos
maestros, existen en la teoría atómica. La Junta académicaz encargada en 1784
de examinar los fenómenos mesméricos estaba constituida por eminencias tales
como Borie, Sallin, D’Arcet, Guillotin, Franklin, Leroi, Bailly, De Borg y
Lavoisier.
Por muerte de Borie le sucedió Magault. No cabe duda de que la Junta
estaba dominada de hondos prejuicios al comenzar sus tareas por apremiantes
órdenes de Luis XVI, y que se colocó en actitud mezquina y parcial para el
examen. En su informe, redactado por Bailly, se trataba de dar el golpe de
gracia a la nueva teoría, y al efecto se repartió profusamente por los
establecimientos de enseñanza y entre el público en general, logrando concitar
contra Mesmer la animosidad de gran parte de la nobleza y de ricos comerciantes
que antes le patrocinaban por haber presenciado sus admirables curaciones.
El
Distinguido académico Jussieu, que con el ilustre D’Eslon, médico de cámara,
había observado cuidadosamente los fenómenos, publicó un minucioso
contrainforme en que abogaba por la conveniencia de que la Facultad de Medicina
estudiara los efectos terapéuticos del fluido magnético y publicase su parecer
sobre el asunto. Esta moción determinó la salida de numerosas memorias,
folletos, tratados didácticos y obras polémicas en que se exponían nuevos
hechos, y entre todas aquellas publicaciones sobresalió la muy erudita obra de
Thouret titulada: Dudas e investigaciones
sobre el magnetismo animal, cuya lectura fue estímulo para la rebusca de
antecedentes en la historia de todos los países, cuyos fenómenos magnéticos,
desde la más remota antigüedad, llegaron a conocimiento del público.
Las
teorías de Mesmer eran sencillamente las mismas de Paracelso, Van Helmont,
Santanelli y Maxwell, hasta el punto de que no faltó quien acusara al famoso
médico de haber plagiado trozos enteros de una obra de Bertrand. El
profesor Stewart dice que el universo está compuesto de átomos conectados
entre sí como los órganos de una máquina accionada por las leyes de la energía,
y aunque el profesor Youmans califique de “moderno” este concepto, lo vemos
expuesto ya un siglo antes por Mesmer en sus Cartas a un médico extranjero, que entre otras proposiciones
contienen las que siguen:
1.ª Hay recíproca influencia entre los astros, la
tierra y los seres vivientes.
2.ª El medio transmisor de esta influencia es un
fluido universal unitónicamente difundido por todas partes, de modo que no
consiente vacío alguno, cuya sutilidad excede a toda ponderación y que por su
naturaleza es capaz de recibir, propagar y transmitir todas las vibraciones de
movimiento.
3.ª Esta influencia recíproca está sujeta a leyes
dinámicas desconocidas por ahora.
Resulta,
en consecuencia, que Stewart no dijo nada nuevo al decir que el universo era
semejante a una enorme máquina.
El profesor Mayer corrobora la
opinión de Gilbert acerca de que la tierra es un gigantesco imán, y supone que
su potencial depende de las emanaciones del sol, pues varía misteriosamente en
función de los movimientos terrestres de rotación y traslación y en simpatía con
las inmensas oleadas ígneas que agitan la superficie del astro solar, añadiendo
que entre el sol y la tierra hay un sucesivo flujo y reflujo de influencias.
Pero
la obra citada nos da los mismos conceptos en las siguientes proposiciones de
Mesmer:
4.ª
De esta acción dimanan alternados
efectos que pueden considerarse como flujo y reflujo.
6.ª Por este medio operante, el más universal de
cuantos la naturaleza nos presenta, se establecen las relaciones de actividad
entre los astros, la tierra y sus partes constituyentes.
7.ª De esta operación dependen las propiedades de
la materia así inorgánica como organizada.
8.ª El cuerpo animal experimenta los alternados
efectos de este agente por conducto de la substancia nerviosa que transmite su
acción.
OPINIÓN DE
LAPLACE
El
eminente astrónomo Laplace, miembro del Instituto, que estudió por su cuenta
los fenómenos mesméricos, dice a este propósito:
“Los
nervios sobre todo cuando excepcionales influencias acrecientan su
sensibilidad, son los más delicados instrumentos para conocer los
imperceptibles agentes de la naturaleza... Los singulares fenómenos resultantes
de la extraordinaria excitación nerviosa de ciertos individuos han suscitado
diversas opiniones acerca de la existencia de un nuevo agente, al que se le
denomina magnetismo animal... Estamos tan lejos de conocer todos los agentes
naturales, que fuera ilógico negar sus fenómenos por la sola consideración de
ser inexplicables en el actual estado de nuestros conocimientos. Tenemos el
deber de examinarlos con tanta mayor escrupulosidad cuanto mayores dificultades
se opongan a su admisión”.
El
marqués de Puysegur realizó experimentos muy superiores a los de Mesmer, sin
necesidad de aparato alguno, y llevó a cabo admirables curaciones entre los labriegos
de sus tierras de Busancy. La fama de estos hechos estimuló a otros hombres
ilustrados a la repetición de los experimentos con parecido éxito, y en 1825
propuso Foissac a la Academia de Medicina otra investigación sobre el
particular. Se comisionó al efecto a los académicos Adelon, Parisey, Marc,
Burdin y Husson en calidad de ponente, quienes confesaron que “en cuestiones
científicas no es posible dictar sentencias irrevocables” y reconocieron la
escasa valía del informe de la comisión de 1784 al decir que “los experimentos
de prueba en aquel entonces se llevaron a cabo sin estar presentes todos los
comisionados y con cierta predisposición
de ánimo, que, dada la índole de los fenómenos sometidos a su examen, había de motivar el fracaso”.
INFORME
SINCERO
Respecto a las propiedades
terapéuticas del magnetismo informó la comisión diciendo: “La Academia tiene el
deber de estudiar experimentalmente el magnetismo y prohibir su empleo a
personas que, por extrañas al arte, abusan de él y lo convierten en materia de
especulación y lucro”. Igual criterio han sustentado los más respetables
tratadistas del moderno espiritismo.
El
informe de la Comisión promovió largos debates en el seno de la Academia, que
dieron por resultado el nombramiento (Mayo 1826) de otra compuesta de médicos
tan ilustres como Leroux, Bourdois de la Motte, Double, Magendie, Guersant,
Husson, Thilaye, Marc, Itard, Fouquier y Guénau de Mussy. Durante cinco años
prosiguió esta nueva comisión sus tareas, resumidas en un informe redactado por
Husson. Decía el informe: “Ni el contacto de manos ni el roce ni los pases son
necesarios en absoluto, pues bastan a veces la voluntad y la fijeza de mirada
para producir el fenómeno magnético, aun sin el consentimiento de la persona
magnetizada... Hemos comprobado que ciertos efectos terapéuticos dependen
exclusivamente del magnetismo y no pueden obtenerse sin él... El estado
sonambúlico es indudable y desenvuelve las nuevas facultades llamadas
clarividencia, intuición y previsión íntima... El sueño magnético ha
sobrevenido en circunstancias tales, que los magnetizados no podían ver
absolutamente nada e ignoraban por completo los medios empleados para
provocarlo... El magnetizador puede poner al sujeto en estado sonambúlico sin
que lo sepa ni le vea, a determinada distancia y a través de puertas
cerradas... Parece como si se embotaran los sentidos corporales del magnetizado
y que actuara una segunda entidad...
Los sujetos dormidos no se dan cuenta de
los ruidos externos, aunque resuenen junto a ellos insólitamente y de tanto
estrépito como el golpeteo de vasijas de cobre, caída de objetos pesados y
golpes fortísimos... También se les puede inhalar ácido clorhídrico o amoníaco,
sin daño alguno y sin que se percaten de ello... Pudimos cosquillearles con una
pluma las plantas de los pies, las ventanas de la nariz y los ojos, sin la
menor señal de sensación y fue posible, además, pellizcarles hasta acardenalar
la piel y meterles astillas entre uña y carne sin el más leve estremecimiento.
Cierto sujeto permaneció insensible a una dolorosa operación quirúrgica, sin
que se le descompusiera el semblante ni se alterasen el pulso ni la
respiración... Mientras el sujeto se halla en estado sonmbúlico conserva las
mismas facultades que en el de vigilia y aun la memoria parece más fiel y
amplia... Vimos dos sonámbulos que con los ojos cerrados distinguían cuantos
objetos se les ponían delante y acertar sin tacto alguno el palo y valor de los
naipes, leer palabras manuscritas y líneas enteras de libros abiertos al acaso,
aun cuando para mejor comprobación se les oprimiesen los párpados con la
mano...
Uno predijo, con algunos meses de anticipación, el día, hora y minuto
en que le sobrevendrían los ataques epilépticos y cuando habían de cesar; y
otro vaticinó la época de su curación. Ambas previsiones tuvieron exacto
cumplimiento... Hemos reunido y comunicado pruebas suficientes para que la
Academia estimule las investigaciones sobre el magnetismo con rama curiosísima
de la psicología y de las ciencias naturales... Los fenómenos son tan extraordinarios que tal vez la
Academia repugne admitirlos, pero nos han guiado exclusivamente impulsos de tan
elevado carácter como el amor a la ciencia y la necesidad de corresponder a las
esperanzas que la Academia había fundado en nuestro celo y diligencia”.
Estos
temores se vieron confirmados en parte, pues un individuo de la comisión, el
fisiólogo Magendie, que no había presenciado los experimentos, se negó a firmar
el informe y expuso una especie de voto particular en su tratado de Fisiología Humana, en que después de
resumir los fenómenos a su manera, dice: “El respeto propio y la dignidad de la
profesión demandan que se proceda muy circunspectamente en estos asuntos. Los
médicos ilustrados recordarán con cuánta facilidad degenera lo misterioso en
charlatanería y cuán propensa es la profesión a degradarse aun en manos de
respetables titulares”. Nada deja traslucir, en las cuatro páginas de su obra
dedicadas al mesmerismo que Magendie formase parte de la comisión elegida por
la Academia en 1826 ni que se hubiera excusado de asistir a sus reuniones,
faltando así a su deber, pues no quiso inquirir la verdad de los fenómenos
mesméricos, y, sin embargo, dio particular informe sobre ellos. El “respeto
propio y la dignidad profesional” exigían por lo menos su silencio.
Treinta
y ocho años más tarde, el ilustre físico Tyndall, cuya reputación iguala si no
supera a la de Magendie, repugnó imitar tan insidiosa conducta y no quiso
aprovechar la oportunidad de investigar los fenómenos espiritistas y arrebatarlos
de entre manos de ignorantes o poco escrupulosos indagadores, aunque en su obra
Fragmentos de ciencia incurre en las
descortesías a que ya nos referimos. Sin embargo, algo intentó Tyndall, y ello
basta. Dice en la citada obra que cierta noche se metió debajo del trípode para
observar el fenómeno de los golpes y salió de allí con un sentimiento de
compasión hacia la humanidad cual nunca hasta entonces lo sintiera. Para
apreciar el valor del insigne físico al buscar a tientas la verdad en esta ocasión
recurriremos al ejemplo de Israel Putnam, que se desliza a gatas para
sorprender a la loba en su madriguera y matarla; pero Tyndall cayó entre los
dietnes de su loba y bien pudiera ostentar por mote de su escudo: Sub mensa desperatio.
El
doctor Alfonso Teste, distinguido científico contemporáneo, al tratar de la
comisión de 1824, dice que su informe conmovió profundamente a todos los
académicos, aunque pocos quedaron convencidos, y añade: “Nadie podía dudar de
la veracidad de los comisionados cuya competencia y buena fe eran innegables,
pero se sospechaba de que les hubieran engañado. Realmente hay verdades tan
infortunadas que comprometen a quien las cre y más todavía a quien cándidamente
las confiesa en público”. Así lo corrobora la historia desde los tiempos más
remotos hasta nuestros días.
DECLARACIONES DE
HARE
Cuando Hare publicó los primeros resultados
de su investigación de los fenómenos espiritistas, todos le tuvieron por
víctima de un engaño, aunque era uno de los más insignes físico-químicos de su
tiempo, y al demostrar que no había semejante engaño le calificaron los
profesores de Harvard de “chocha y visionariamente adherido a la enorme patraña
del espiritismo”.
Al
iniciar Hare sus investigaciones en 1853, declaró que le movía a ello el humanitario
deber de oponerse con todas sus fuerzas al flujo de insanía popular que, a
despecho de la razón y de la ciencia, acrecentaba rápidamente la grosera ilusión llamada espiritismo; y
aunque esta declaración estaba en completa coincidencia con la hipótesis de la
mesa giratoria de Faraday, tuvo la grandeza propia de los príncipes de la
ciencia para investigar la cuestión y decir después toda la verdad. En una
memoria publicada en Nueva York refiere el mismo Hare qué premio le dieron sus
compañeros de profesión. Dice así: “Durante más de medio siglo me dediqué a
investigaciones científicas cuya exactitud y precisión nadie puso en duda hasta
que me convertí al espiritismo, y nadie tampoco atacó mi personal integridad
hasta que los profesores de Harvard se declararon en contra de lo que yo sabía que era verdad y ellos no sabían que no lo fuese”.
¡Cuán
patética amargura encierran estas palabras! ¡Un anciano de setenta y seis años,
con medio siglo de labor científica, vituperado por decir la verdad! Aún hoy
mismo se trata con despectiva compasión al ilustre sabio inglés Wallace, por
haberse manifestado favorable al espiritismo. También los científicos rusos
menosprecian ofensivamente al eximio zoólogo Nicolás Wagner, de San
Petersburgo, por la candorosa declaración de sus ideas psicológicas. Pero
preciso es distinguir entre los sabios y los científicos, pues si las ciencias
ocultas, y entre ellas el moderno espiritismo, sufren maliciosa persecución de
los segundos, tienen y han tenido en toda época leales defensores entre los
primeros. Ejemplo de ello nos da Newton, antorcha de la ciencia, que creía en
el magnetismo según lo enseñaron Paracelso, Van Helmont y demás filósofos del
fuego. Nadie negará que la teoría newtoniana de la gravitación universal tiene
su raíz en el magnetismo, pues él mismo nos dice que fundaba todas sus
especulaciones científicas en el “alma del mundo”, en el universal y magnético
agente a que denominó divinum sensorium.
A este propósito añade: “Hay un espíritu sutilísimo que penetra todas las
cosas, aun los cuerpos más duros, y está oculto en su substancia. Por virtud de
la actividad y energía de este espíritu, se atraen recíprocamente los cuerpos y
se adhieren al ponerse en contacto. Por él los cuerpos eléctricos se atraen y
repelen desde lejanas distancias, y la luz se difunde, refleja, refracta y
colora los cuerpos. Por él se mueven los animales y se excitan los sentidos.
Pero esto no puede explicarse en pocas palabras, porque nos falta la necesaria
experiencia para determinar las leyes que rigen la actividad operante de este
agente”.
Dos
linajes hay de magnetización: la simplemente animal y la trascendente. Esta última depende, por una parte, de la
voluntad y aptitud del magnetizador, y por otra, de las cualidades espirituales
del sujeto y de su receptabilidad a las vibraciones de la luz astral. Pero no
se tardará en reconocer que la clarividencia requiere mucha mayor voluntad en
el magnetizador que receptividad en el sujeto, ya que éste, por positivo que
sea, habrá de rendirse al poder de un adepto.
Si
el magnetizador, mago o entidad espiritual dirige hábilmente la vista del
sujeto, la luz astral iluminará sus más hondos arcanos, pues si bien es libro
cerrado para quienes miran y no ven, está en cambio siempre abierto para los
que quieran leer en él. Allí está
anotado cuanto fue, es y será, y aun los más insignificantes actos de nuestra
vida y nuestros más escondidos pensamientos quedan fotografiados en sus páginas
eternas. Es el libro abierto por mano del ángel del Apocalipsis, el “libro de
la vida” que sirve para juzgar a los muertos según sus obras. Es la memoria de Dios.
Dice
Zoroastro, que en el éter están figuradas las cosas sin figura y aparecen
impresos los pensamientos y caracteres los hombres, con otras visiones divinas.
LA MEMORIA
RETROACTIVA
Vemos,
por lo tanto, que así la antigua como la moderna sabiduría, los vaticinios y la
ciencia corroboran unánimemente las enseñanzas cabalísticas. En las indelebles
páginas de la luz astral se estampan nuestros pensamientos y acciones y
aparecen delineados con pictórica vividez, a los ojos del profeta y del
vidente, los acontecimientos futuros y los efectos de causas echadas hace
tiempo en olvido. La memoria, cuya naturaleza funcional es desesperación del
materialista, enigma para el psicólogo y esfinge para el científico, es para el
estudiante de filosofía antigua la potencia compartida con muchos animales
inferiores, mediante la cual, inconscientemente, ve en su interior iluminadas
por la luz astral las imágenes de pasados pensamientos, actos y sensaciones.
El
estudiante de ocultismo no ve en los ganglios cerebrales “micrógrafos de lo
vivo y de lo muerto, de lugares en que hemos estado y de sucesos en que hemos
intervenido”, sino que acude al vasto receptáculo donde por toda la
eternidad se almacenan las vibraciones del cosmos y los anales de las vidas
humanas.
La
ráfaga de memoria que según tradición representa a los náufragos las escenas de
su vida pasadda, como el fulgor del relámpago descubre momentáneamente el
paisaje a los ojos del viajero, no es más que la súbita ojeada que el alma, en
lucha con el peligro, da a las silenciosas galerías en que está pintada su
historia con impalidecibles colores.
Por
la misma causa suelen sernos familiares ciertos parajes y comarcas en que hasta
entonces no habíamos estado y recordar conversaciones que por vez primera oímos
o escenas acabadas de ocurrir, según de ello hay noventa por ciento de
testimonios. Los que creen en la reencarnación aducen estos hechos como otras
tantas pruebas de anteriores existencias, cuya memoria se aviva repentinamente
en semejantes circunstancias. Sin embargo, los filósofos de la antigüedad y de
la Edad Media opinaban que si bien este fenómeno psicológico es uno de los más
valiosos argumentos a favor de la inmortalidad y preexistencia del alma, no lo
es en pro de la reencarnación, por cuanto la memoria anímica es distinta de la
cerebral. Como elegantemente dice Eliphas Levi: “la naturaleza cierra las
puertas después de pasar una cosa e impele la vida hacia delante”, en más
perfeccionadas formas.
La crisálida se metamorfosea en mariposa, pero jamás
vuelve a ser oruga. En el silencio de la noche, cuando el sueño embarga los
corporales sentidos y reposa nuestro cuerpo físico, “queda libre el astral, según
dice Paracelso, y deslizándose de su terrena cárcel, se encamina hacia sus
progenitores y platica con las estrellas”. Los sueños, presentimientos,
pronósticos, presagios y vaticinios son las impresiones del cuerpo astral en el
cerebro físico, que las recibe más o menos profundamente, según la intensidad
del riego sanguíneo durante el sueño. Cuanto más débil esté el cuerpo físico,
más vívida será la memoria anímica y de mayor libertad gozará el espíritu.
Cuando después de profundo y reposado sueño sin ensueños se restituye el hombre
al estado de vigilia, no conserva recuerdo alguno de su existencia nocturna y,
sin embargo, en su cerebro están grabadas, aunque latentes bajo la presión de
la materia, las escenas y paisajes que vio durante su peregrinación en el
cuerpo astral. Estas latentes imágenes pueden revelarse por los relámpagos de
anímica memoria que establecen momentáneos intercambios de energía entre el
universo vivible y el invisible, es decir, entre los ganglios micrográficos
cerebrales y las películas escenográficas de la luz astral. Por lo tanto, un
hombre que nunca haya estado personalmetne en un paraje ni visto a determinada
persona, puede asegurar que ha estado y la ha visto, porque adquirió el
conocimiento mientras actuaba en “espíritu”.
Los fisiólogos sólo pueden objetar
a esto diciendo que en el sueño natural y profundo está la voluntad inerte y es
incapaz de actuar, tanto más cuanto no creen en el cuerpo astral y el alma les
parece poco menos que un mito poético. Blumenbach afirma que durante el sueño
queda en suspenso toda comunicación entre cuerpo y mente; pero Richardson, de
la Sociedad Real de Londres, redarguye acertadametne al fisiólogo alemán,
diciéndole que se ha excedido en sus afirmaciones, pues no se conocen todavía a
punto fijo las relaciones entre cuerpo y mente. Añadamos a esta opinión la del
fisiólogo francés Fournié y la del eminente médico inglés Allchin, quien
confiesa con entera franqueza que no hay profesión científica de tan insegura
base como la medicina, y veremos que no sin justicia deben oponerse las ideas
de los sabios antiguos frente a las de la ciencia moderna.
ALMA Y
ESPÍRITU
Nadie,
por grosero y material que sea, deja de vivir en el universo invisible al par
que en el visible.
El principio vital que anima su organismo físico reside
principalmente en el cuerpo astral, cuyas partículas densas quedan inertes,
mientras las sutiles no reconocen límite ni obstáculo. Bien sabemos que tanto
los sabios como los ignorantes preferirán mantenerse en el prejuicio de que no
es posible saber de donde dimana el agente vital, antes de conceder ni un
momento de atención a lo que llaman rancias y desprestigiadas teorías. Algunos
objetarán desde el punto de vista teológico que el alma de los brutos no es
inmortal, pues tanto teólogos como legos confunden
erróneamente el alma con el espíritu. Pero si estudiamos a Platón y otros
filósofos antiguos, advertiremos que mientras el cuerpo astral no pasa de
tener una existencia más o menos larga después de la muerte física, el espíritu
divino (impropiamente llamado alma por
los teólogos) es esencialmente inmortal. Si el principio vital fuese algo
independiente del cuerpo astral, no estaría de seguro la clarividencia en tan
directa relación con la debilidad física del sujeto. Cuanto más profundo sea el
sueño hipnótico y menos signos de vida se noten en el cuerpo físico, tanto más
clara será la percepción espiritual, y tanto más penetrante la vista del alma
que desprendida de los sentidos corporales actúa con incomparablemente mayor potencia
que cuando le sirve de vehículo un cuerpo sano y vigoroso. Brierre de Boismont
nos da repetidos ejemplos de ello en demostración de que los cinco sentidos son
mucho más agudos en estado hipnótico que en el de vigilia. Estos fenómenos
prueban incontrovertiblemente la continuidad de la vida siquiera por algún
tiempo después de muerto el cuerpo físico.
Aunque
durante nuestra breve estancia en la tierra pueda compararse el alma a una luz
puesta debajo del celemín, no deja de brillar por ello y de recibir la
influencia de espíritus afines, de modo que todo pensamiento bueno o malo atrae
vibraciones de su misma naturaleza, tan irresistiblemente como el imán atrae
las limaduras de hierro, en proporción a la intensidad de las vibraciones
etéreas del pensamiento; y así se explica que un hombre se sobreponga
imperiosamente a su tiempo y que su influencia se transmita de una a otra época
por medio de las recíprocas corrientes de energía entre los mundos visible e
invisible, hasta afectar a gran parte del género humano. Difícil sería
determinar las lindes que en este punto han puesto a su pensamiento los autores
de la famosa obra El Universo invisible,
pero del siguiente pasaje podemos inferir que no dijeron todo cuanto pensaban. Dice así:
“Sea
como quiera, no cabe duda de que las propiedades del éter son en el campo de la
naturaleza muy superiores a las de la materia
tangible. Y como la índole de ésta, salvo en algunos pormenores de poca
importancia, se halla mucho más allá
de la penetración de las lumbreras científicas, no llevaremos adelante nuestras
disertaciones. Basta a nuestro propósito conocer los efectos del éter cuya potencialidad supera a cuanto nadie ha
osado decir”.
LA PSICOMETRÍA
Uno
de los más notables descubrimientos de los tiempos modernos, es la facultad que
algunas personas receptivas poseen de describir el carácter y aspecto de una
persona o los sucesos ocurridos, con tal de retener en la mano y pasárselo por
la frente un objeto cualquiera relacionado con la persona o el suceso, por
mucho que sea el tiempo transcurrido. Así, una piedra ruinosa le representará
la historia del edificio a que perteneciera, con las escenas ocurridas en su
interior y alrededores; un pedazo de mineral despertará en su alma la visión
retrospectiva de la época de su formación. Esta facultad fue descubierta por el
profesor Buchanan de Louisville (Kentucky), quien le dio el nombre de
psicometría. A este sabio debe el mundo tan importante complemento de las
ciencias psicológicas, y de seguro que merecerá ser honrado en estatua cuando
la frecuencia de los experimentos psicométricos acaben de una vez con el
escepticismo.
Al publicar su descubrimiento se contrajo Buchanan a la utilidad
de la psicometría para bosquejar el carácter de las personas, y dice a este
propósito: “Parece que es indeleble la influencia mental y fisiológica que
recibe un manuscrito, pues los más antiguos ejemplares de que me valí en las
experiencias revelaban precisa y vigorosamente sus impresiones, apenas
debilitadas por el tiempo. Por virtud de la psicometría fue posible leer, sin
dificultad alguna, manuscritos antiguos cuya ordinaria interpretación hubiese
requerido el auxilio de los paleólogos. Pero no únicamente los manuscritos
retienen las impresiones mentales, sino que también los dibujos, pinturas y
cualquier otro objeto que haya recibido el contacto mental y volitivo de una
persona, le pueden servir a otra de medio de descripción psicométrica... Este
descubrimiento tendrá incalculables consecuencias en su aplicación a las artes
y a la historia”.
Los
primeros experimentos de psicometría se llevaron a cabo en 1841, y desde
entonces los han repetido muchísimos psicómetras en todo el mundo, demostrando
con ellos que cuanto ocurre en la naturaleza mental, por mínimo e
insignificante que sea, queda indeleblemente impreso en la naturaleza física, y
como no se advierte alteración molecular en ella, forzosamente se infiere que
las imágenes psicométricas provienen del éter o luz astral.
En
su hermosa obra: El alma de las cosas,
trata de esta cuestión el geólogo Denton y cita multitud de ejemplos de las
notables facultades psicométricas de su esposa. Entre ellos refiere que, puesto
sobre la frente un pedazo de piedra de la casa de Cicerón en Túsculo, pero sin
saber de donde procedía, describió no sólo el ambiente físico del gran orador
romano, sino el del dictador Sila, a quien antes había pertenecido aquella
casa. Un trozo de mármol del primitivo templo cristiano de Smirna, le
representó a los fieles en oración y a los sacerdotes oficiantes. Otros fragmentos
de objetos procedentes de Asiria, Palestina, Grecia, el monte Ararat y otros
puntos, le permitieron describir sucesos de la vida de personajes muertos miles
de años antes. Un hueso o un diente de animales antediluvianos le daban a la
psicómetra, por breves momentos, la visión del animal vivo con todas sus
sensaciones. En muchos de estos casos, comprobó Denton las descripciones de su
esposa, cotejándolas con los relatos históricos. La psicometría descubre los
más recónditos secretos de la naturaleza y los acontecimientos remotos se
reproducen con tan vívida impresión como los de ayer.
Añade
Denton en la misma obra: “No se mueve una hoja ni se levanta una onda ni se
arrastra un insecto, sin que registren sus movimientos mil fieles escribanos en
infalibles e indelebles escrituras. Así ocurre con lo sucedido en pasados
tiempos. Continuamente ha estado la naturaleza fotografiándolo todo, desde que
brilló la luz sobre la tierra, cuando sobre la cuna del recién nacido planeta
flotaban vaporosas cortinas, hasta el momento actual. ¡Y qué fotografías!”
Nos
parece el colmo de la imposibilidad que en la materia atómica hayan quedado
grabados los hechos ocurridos en la antigua Tebas o en algún templo
prehistórico. Sin embargo, las imágenes de estos hechos están saturadas de
aquel agente universal que todo lo penetra y todo lo retiene, llamado por los
filósofos “alma del mundo” y por el geólogo Denton el “alma de las cosas”. Al
aplicarse el psicómetra a la frente un objeto determinado, relaciona su yo
interno con el alma del objeto (24) y se pone en contacto con la corriente de
luz astral que, relacionada con dicho objeto, retiene las descrpciones de los
sucesos concernientes a su historia los cuales, según Denton, pasan ante la
vista del psicómetra con la velocidad del rayo, en vertiginosa sucesión de
escenas que tan sólo con mucha fuerza de voluntad es posible detenerlas en el
campo visual para describirlas.
El
psicómetra es clarividente, pues ve con la vista interna; pero su visión de
personas, lugares y sucesos resultará confusa, a menos que con potente fuerza
de voluntad haya educado la percepción visual. Sin embargo, en los casos de
hipnotismo, la clarividencia del sujeto depende de la voluntad del
hipnotizador, quien, por lo tanto, puede detener la atención de aquél en
determinada imagen todo el tiempo necesario para describirlo en sus más
prolijos pormenores. Por otra parte, el sujeto sometido a la influencia de un
hábil hipnotizador aventaja al psicómetra espontáneo en la clara y distinta
predicción del porvenir.
LO PRESENTE
Y LO FUTURO
Si
alguien objeta diciendo que no es posible ver lo que “todavía no existe”, le
responderemos que tan posible es ver lo futuro como se ve lo pasado, que ya no
existe. Según las enseñanzas cabalísticas, lo futuro está en embrión en la luz
astral, como también lo presente estaba en embrión antes de serlo. El hombre es
libre de obrar a su albedrío, pero desde el origen de los tiempos está previsto
el uso que hará de este albedrío, sin que tal previsión suponga fatalismo ni
hado, sino que resulta de la inmutable armonía del universo, así como de
antemano se conocen las vibraciones peculiares de cada nota que se haya de
pulsar. Además, la eternidad del tiempo no tiene pasado ni futuro, sino tan
sólo presente, de la propia manera que la inmensidad del espacio no tiene en
rigor puntos cercanos ni lejanos. En el mezquino campo de nuestras
experiencias, nos esforzamos en concebir, si no el fin, por lo menos el
principio del tiempo y del espacio, que en realidad no tienen principio ni fin,
pues de tenerlo, ni el tiempo sería eterno ni ilimitado el espacio.
Como hemos
dicho, no hay pasado ni futuro; pero nuestra memoria refleja las imágenes
grabadas en la luz astral, como el psicómetra las emanaciones astrales de los
objetos palpados. Al tratar de la influencia de la luz en los cuerpos y de la
formación de imágenes fotográficas, dice el profesor Hitchcock: “Parece como si
esta influencia interpenetrara la naturaleza toda sin detenerse en puntos
definidos. No sabemos si la luz puede retratar en los objetos circundantes
nuestras facciones demudadas por la emoción y dejar de esta suerte
fotografiadas en la naturaleza nuestras acciones... posible es también que haya
procedimientos superiores a los del más hábil fotógrafo, por cuyo medio revele y
fije la naturaleza estas fotografías de modo que, con sentidos más agudos que los nuestros, se vean
como en un inmenso lienzo extentido sobre el universo material. Quizás no se borren nunca estas
fotografías del lienzo, sino que perduren en el vasto museo pictórico de la
eternidad.
La
duda manifestada en el quizás de
Hitchcock se ha trocado en triunfadora certeza por valimiento de la
psicometría. Sin embargo, cuantos hayan observado la cualidad psíquica de
clarividencia advertirán que Hitchcock no debiera haber supuesto la necesidad
de más agudos sentidos para ver las imágenes, sino decir que habían de superar
en penetración a los corporales, porque para
el esíritu humano, dimanante del inmortal y divino Espíritu, no hay pasado ni
futuro, sino que todo lo tiene presente.
De
algún tiempo a esta parte han comenzado los científicos a estudiar este asunto
hasta hoy difamado con nota de superstición. Discurrieron primero acerca de los
hipotéticos mundos invisibles y a todos se adelantaron los autores de la obra El Universo invisible, a quienes siguió
el profesor Fiske con la suya El mundo
invisible. Esto prueba que el terreno del materialismo se hunde bajo los
pies de los científicos, quienes se disponen a capitular honrosamente en caso
de derrota. Jevons corrobora las opiniones de Babbage y ambos afirman que los
pensamientos ponen en vibración las partículas del cerebro y las difunden por
el univeso, de suerte que “cada partícula material es una placa registradora de
cuanto ha sucedido”. Por otra parte el doctor Young, en sus conferencias
sobre filosofía natural, apunta “la posibilidad de que haya mundos invisibles y desconocidos en aislada
independencia unos, en recíproca
interpretación otros, y algunos cuya existencia no requiera por modalidad
el espacio”.
Si
los científicos discurren de esta suerte, partiendo del principio de
continuidad según el cual la energía se transmite al universo invisible, no se
les ha de negar el mismo discurso a los ocultistas y espiritualistas. La
ciencia admite hoy que las imágenes especulares quedan impresas indefinidamente
sobre una superficie pulimentada, y a este propósito dice Draper: “La sombra
proyectada sobre una pared deja allí una huella que puede revelarse mediante
manipulaciones convenientes... Los retratos de nuestros amigos o las imágenes
de la campiña quedan ocultos bajo la superficie sensible de nuestros ojos,
hasta que las revelamos por adecuados medios. Una imagen espectral está
encubierta bajo una superficie de plata bruñida o de cristal pulido, hasta que
la nigromancia la revela al mundo visible. En las paredes de nuestros más
retirados aposentos, al abrigo de indiscretas miradas, en la soledad de nuestro
apartamiento inaccesible a los extraños, están las huellas de nuestros actos y
las siluetas de cuanto hicimos”.
MODALIDADES ENERGÉTICAS
Si
tan indelebles impresiones puede recibir la materia inorgánica y nada se
aniquila en el universo, no cabe rechazar la hipótesis de que “el pensamiento
actúe en la materia de otro universo al par que en la del nuestro y prever de
esta suerte lo futuro”.
A
nuestro entender, si la psicometría es valiosa prueba de la indestructibilidad
de la materia, que retiene eternamente las impresiones recibidas, también es la
clarividencia psicométrica no menos valiosa prueba de la inmortalidad del
espíritu humano. Puesto que la facultad psicométrica es capaz de describir
sucesos ocurridos hace centenares de miles de años, ¿por qué no aplicar la
misma facultad al conocimiento de un porvenir sumido en la eternidad, que no
tiene pasado ni futuro, sino tan sólo el presente sin límites?
No
obstante haber confesado los científicos su ignorancia en muchas cuestiones,
todavía niegan la misteriosa fuerza espiritual que escapa a las leyes físicas y
pretenden aplicar a los seres vivos las mismas que rigen la materia muerta. Han
descubierto las energías de la luz, calor, electricidad y movimiento (30),
cuyas vibraciones contaron en las vibraciones del espectro solar y engreídos
con tan próspera fortuna, se niegan a seguir adelante. Algunos reflexionaron
sobre la índole de este proteico agente que no podían pesar ni medir con sus
aparatos, y dijeron que era “un medio hipotético
sumamente elástico y sutil que se supone ocupa los espacios intersiderales
e interatómicos y sirve de medio transmisor del calor y de la luz”.
CONCEPTO DEL
ÉTER
Otros, a quienes llamaríamos los fuegos
fatuos o hijos espurios de la ciencia, se tomaron la molestia de observar el
éter con lentes de mucho alcance, según nos dicen; pero al no ver espíritus ni
espectros, ni descubrir entre sus aleves ondulaciones nada de más científica
índole, viraron en redondo para tachar con lastimero acento de “mentecatos y
lunáticos visionarios”, no sólo a los espiritistas en particular, sino a
cuantos creen en la inmortalidad. Dicen sobre este particular los autores de El Universo invisible: “Han estudiado en
el universo objetivo ese misterio que llamamos vida. El error consiste en creer que todo cuanto desaparece de la
observación, desaparece también del universo. Sin embargo, no hay tal, porque
únicamente desaparece del pequeño círculo
de luz a que podemos llamar universo de observsación
científica. Es un trínico misterio en la materia, en la vida y en Dios;
pero los tres misterios son uno solo”. En otro pasaje añaden: “El universo visible debe seguramente tener un
límite de energía transformable y probablemente el mismo límite en su materia;
pero como el principio de continuidad repugna toda limitación, ha de haber sin
duda algo más allá de lo visible, de
modo que el mundo visible no es el universo total sino tan sólo una pequeña
parte de él”.
Además, atendiendo los autores al concepto del origen y fin
del universo visible, dicen que si fuese todo
cuanto existe, habría ruptura de continuidad tanto en la súbita manifestación
primaria de él como en su ruina final....
Ahora bien; ¿no es lógico
suponer que el universo invisible, en cuya existencia razonablemente creemos,
esté en condiciones de recibir la energía del visible?... Cabe, por lo tanto,
considerar el éter o medio transmisor como un puente entre ambos
universos, que de esta manera quedan conglomerados en uno solo. En fin, lo que
generalmente se llama éter puede ser, además
de un medio transmisor, el orden de cosas invisibles, de modo que los movimientos
del universo visible se comunican al éter y éste los transmite como por un
puente al invisible, que los recibe, transforma y almacena. Podemos decir, por
lo tanto, que cuando la energía se transmite de la materia al éter, pasa del
mundo visible al invisible y cuando del éter va a la materia se transfiere del
mundo invisible al visible”.
Precisamente
es así. Cuando la ciencia adelante algunos pasos más en este camino y estudie
detenidamente el “hipotético medio transmisor” podrá salvar sin peligro el
abismo que Tyndall ve abierto entre el cerebro físico y la conciencia.
Algunos
años antes, en 1856, el por entonces famoso doctor Jobard de París expuso
acerca del éter el mismo concepto sustentado después por los autores de El Universo invisible. Con asombro del
mundo científico, dijo el doctor Jobard a este propósito: “Acabo de hacer un
descubrimiento que me asusta. Hay dos modalidades de electricidad: una ciega y
ruda, dimanante del contacto de los metales con los ácidos (purga grosera), y
otra racional y clarividente. La
electricidad se ha bifurcado en manos de Galvani, Nobili y Matteuci. La
corriente ruda tomó la dirección señalada por Jacobi, Bonelli y Moncal,
mientras que la corriente lúcida quedó en manos de Bois-Robert, Thilorier y
Duplanty. La esfera eléctrica o electricidad globular entraña un pensamiento
que desobedece a Newton y a Mariotte para moverse a su antojo... En los anales
de la Academia hay mil pruebas de la inteligencia
del rayo eléctrico... Pero noto que voy siendo en demasía indiscreto. A
poco más doy la clave que ha de llevarnos al descubrimiento del espíritu
universal”.
Todas
las citas iluminan con nueva luz la sabiduría de los antiguos. Ya vimos que los
Oráculos caldeos exponen en
parecido lenguaje el mismo concepto del éter que los autores de El Universo invisible, pues dicen que
“del éter proceden todas las cosas y a él han de volver y que en él están
indeleblemente grabadas las imágenes de todas las cosas, porque es almacén de
ideas y troj de los gérmenes y de los residuos de las formas visibles”. Esto
corrobora nuestra afirmación de que todo descubrimiento moderno tuvo su
parigual hace miles de años entre nuestros cándidos
antepasados. Vista, en el punto en que estamos, la actitud de los escépticos
respecto de los fenómenos psíquicos, cabe asegurar que aunque la clave referida
por Jobard estuviera en el borde del “abismo”, no habría ningún Tyndall capaz
de agacharse a recogerla.
¡Cuán
limitadas han de parecerles a algunos cabalistas estas tentativas para escrutar
el hondo misterio del éter universal! Porque por muy superiores que respecto a
las de la ciencia contemporánea sean las ideas de los autores de El Universo invisible, resultan por
demás familiares para los maestros de la filosofía hermética, quienes no sólo
consideraban el éter como el puente tendido entre el universo vivisble y el
invisible, sino que osadamente recorrían todos sus tramos hasta llegar a las
misteriosas puertas que los científicos no quieren o tal vez no pueden abrir.
Cuanto
más ahondan los investigadores modernos en sus observaciones, tanto más
frecuentemente les dan en rostro los descubrimientos antiguos. Expone el
geólogo francés Beaumont una teoría sobre los movimientos internos del globo en
relación con la corteza terrestre, y echa de ver que se le habían adelantado
los antiguos en la exposición. Preguntamos cuál es la más novísima hipótesis
acerca de la formación de los yacimientos minerales, y nos dice Hunt que el
agua es el disolvente universal,
según ya afirmó Tales de Mileto veinticuatro siglos atrás al enseñar que el
agua es el originario elemento de todas las cosas. El mismo Hunt, apoyado en la
autoridad de Beaumont, trata de los movimientos del globo y de los fenómenos
psíquicos del mundo material, diciendo por una parte que “no está dispuesto a
conceder que los espiritualistas posean el
secreto de la vida orgánica”, mientras que por otra confiesa, a nuestra
completa satisfacción, lo que leemos en el pasaje siguiente: “Bajo muy diversos
aspectos están relacionados los fenómenos del reino orgánico y los del reino
mineral, cuya recíproca dependencia ofrece tan vivo interés que nos concita a
vislumbrar la verdad subyacente en las opiniones de los filósofos antiguos que
atribuían fuerza vital a los minerales y consideraban el globo terráqueo como
organismo vivo, cuyo proceso biológico se manifestaba en las alteraciones de la
atmósfera, de las aguas y de las rocas”.
PREJUICIOS CIENTÍFICOS
Todo
es empezar. Los prejuicios científicos han llegado últimamente a tales extremos
que parece imposible la justicia hecha a la sabiduría antigua en el anterior
pasaje. Hace tiempo que se arrinconaron los cuatro elementos, y los químicos
del día acuden desolados en busca de nuevos cuerpos simples con que alargar la
lista de los ya descubiertos, como polluelo aumentado a la cría pronta a salir
del nido. Por su parte el químico Cooke niega la denominación de elementos
a los cuerpos simples, porque “no son principios primordiales o substancias
existentes por sí mismas y distintas de la de que fue formado el universo... La
antigua filosofía griega pudo tener el concepto que de los elementos tuvo, pero
las ciencias experimentales no han de admitir otros elementos que los que pueda
ver, oler o gustar”. Según esto, la ciencia sólo acepta lo que le entra por
ojos, narices y boca. Lo demás, para los metafísicos.
Así
es que habríamos de tachar a Van Helmont de ignorante o por lo menos de
estacionario discípulo de las escuelas griegas, porque nos dice que si
artificialmente cabe convertir una porción de tierra en agua, no es posible que
esta alteración la produzca la naturaleza por sí sola, pues los elementos
permanecen siempre los mismos. Si Van Helmont y su maestro Paracelso vivieron y
murieron en la bendita ignorancia de los futuros sesenta y tres cuerpos simples
¿qué podían hacer, según los científicos del día, sino ocuparse en metafísicas y quiméricas especulaciones
expuestas en la ininteligible jerigonza de los alquimistas medioevales?
Sin
embargo, en su ya citada obra, dice Cooke: “El estudio de la química ha
revelado cierto número de substancias de las cuales no ha sido posible extraer
otras distintas por ninguno de los procedimientos conocidos. Así, por ejemplo,
del hierro no es posible extraer más que hierro... Hace tres cuartos de siglo,
no distinguían los químicos entre cuerpos simples y compuestos, porque los
antiguos alquimistas no concibieron que el
peso es la medida de la materia y que la materia no se aniquila en peso;
antes al contrario, creyeron que en las manipulaciones se transformaban misteriosamente
las substancias... En suma, se desperdiciaron algunos siglos en vanas
tentativas para transmutar en oro los metales viles”.
No tenemos ni de mucho la seguridad de que el
profesor Cooke, tan versado en química, lo esté igualmente en cuanto supieron o
dejaron de saber los alquimistas, ni tampoco en la interpretación de su
simbólico lenguaje. Pero comparemos sus anteriores opiniones con las de
Paracelso y Van Helmont, según las traducciones inglesas de sus obras. Dicen
que el alkahest determina los efectos
siguientes:
1.º “Nunca extingue las propiedades virtuales de
los cuerpos disueltos en él. Por ejemplo, si el oro se trata por el alkahest se forma una sal de oro; si el
antimonio, una sal de antimonio, etc.
2.º El cuerpo manipulado se descompone en tres
principios: sal, azufre y mercurio; pero después queda únicamente la sal
volátil, que por último se convierte en agua clara.
3.º Todo cuanto el alkahest disuelve se puede convertir en volátil mediante el baño de
arena, y si luego de volatilizado el disolvente se destila la substancia
soluble, se convierte en agua pura e insípida, pero siempre en cantidad equivalente al original”.
Por
su parte dice Van Helmont que el alkahest
disuelve los cuerpos más rebeldes en substancias de las mismas propiedades
virtuales de peso idéntico al cuerpo disuelto... Destilada repetidas veces esta
sal (a que Paracelso llama sal circulatum),
pierde toda su fijeza y acaba por convertirse en un agua insípida en cantidad equivalente a la sal de que
procede”.
PRINCIPIOS ALQUÍMICOS
Las
alegaciones de Cooke en pro de la ciencia moderrna con respecto a la
fraseología hermética, podrían aplicarse también a la escritura hierática de
Egipto que encubre todo cuanto convenía encubrir.
Si Cooke trata de
aprovecharse de la labor del pasado, ha de de recurrir a la criptografía y no a
la sátira. Paracelso, como los demás alquimistas, exprimía su ingenio en la
transposición literal y abreviatura de palabras y frases; y así, por ejemplo,
escribe sufratur en vez de tártaro, mutrin por nitro, etcétera. Son
innumerables las interpretaciones supuestas de la palabra alkahest. Unos creen que era una doble sal de tártaro; otros le
daban la misma significación que a la voz alemana antigua algeist, equivalente a espirituoso.
Paracelso llama a la sal “centro de agua donde han de morir los metales”; de lo
que algunos, como por ejemplo, Glauber, infieren que el alkahest era espíritu de sal.
Se necesita mucha osadía para decir
que Paracelso y sus colegas ignoraban la distinción entre los cuerpos simples y
sus combinaciones, pues aunque no les diesen los mismos nombres que hoy les dan
los químicos, obtenían resultados imposibles de lograr sin conocer la índole de
las substancias manipuladas. Nada importa el nombre que Paracelso dio al gas
resultante de la reacción del hierro y el ácido sulfúrico, si las autoridades
en química reconocen que descurbió el hidrógeno. Su mérito es el mismo. Y
nada tampoco importa que Van Helmont encubriera bajo la denominación de
“virtudes seminales” las propiedades inherentes a los elementos químicos que,
al combinarse, las modifican temporáneamente sin perderlas en modo alguno, pues
no por su enigmático lenguaje dejó de ser el químico más ilustre de su época en
parigualdad de mérito con los del día. Afirmaba Van Helmont, que el aurum potabile podía obtenerse por medio
del alkahest, salificando el oro de
suerte que sin perder sus “virtudes seminales” se disolviera en el agua.
Cuando
los químicos sepan, no lo que Van Helmont decía que entendía, ni lo que se supone
entendía, sino lo que en realidad entendía por aurum potabile, alkahest, sal y virtudes seminales, podrán definir
su actitud respecto a los filósofos del fuego y a los antiguos maestros cuyas
místicas enseñanzas respetuosamente siguieron. De todos modos, este lenguaje de
Van Helmont, aun tomado en sentido exotérico, demuestra que conocía la
solubilidad de las combinaciones metálicas en el agua, en lo que basa Hunt su
hipótesis acerca de los yacimientos metalíferos. A este propósito dice en una
de sus conferencias: “Los alquimistas buscaron en vano el disolvente unviersal;
pero nosotros sabemos hoy que el agua, a favor de la presión y la temperatura,
y en presencia de ciertos cuerpos muy abundantes en la naturaleza, tales como
el ácido carbónico y los carbonatos y sulfatos alcalinos, disuelve las
substancias al parecer más insolubles y obra como el alkahest o menstruo
universal durante tanto tiempo buscado”.
Esto
tiene todo el aire de una paráfrasis de Van Helmont o Paracelso, pues ambos
alquimistas conocían las propiedades disolventes del agua tan bien como los
químicos modernos, y ni siquiera velaban esotéricamente este conocimiento, de
lo cual se infiere que no era el agua el disolvente universal a que aludían.
Entre las muchas obras de comentario y crítica que sobre la alquimia se
conservan todavía, hay una de tonos satíricos de la que entresacamos el
siguiente pasaje: “Podrá darnos alguna luz sobre esto la observación de que,
para Van Helmont y Paracelso, el agua era el instrumento universal de la
química y la filosofía natural, y diputaban el fuego por causa eficiente de
todas las cosas. Creían, además, que la tierra entrañaba virtudes seminales, y
que el agua, al disolver y fermentar las substancias térreas, como sucede con
el fuego, produce todas las cosas y origina los reinos mineral, vegetal y
animal”.
Los
alquimistas conocían por completo la universal potencia disolvente del agua, y
en las obras de Paracelso, Van Helmont, Filaleteo, Pantatem, Taquenio y Boyle,
se establece explícitamente la propiedad por excelencia del alkahest, ésta es,
la de “disolver y transmutar todos los cuerpos sublunares excepto el agua”. No cabe suponer, por lo tanto, que hombre de tan
irreprensible conducta y de tan vasto saber como Van Helmont, asegurara formalmente
poseer el secreto si únicamente hubiese sido mera presunción de poseerlo.
EL TESTIMONIO
HUMANO
Acerca
de la validez del testimonio humano, que podremos aplicar a este caso, dijo
Huxley en una conferencia dada no ha mucho en Nashville: “Forzosamente ha de
estar nuestra conducta más o menos influida por las opiniones que nos sugiere
el estudio de la historia. Una de estas influencias es el testimonio humano en
sus varias modalidades de ocular, tradicional y escrito... Al leer, por
ejemplo, los Comentarios de Julio
César, daremos crédito a los relatos de sus batallas contra los galos y
aceptaremos su testimonio en este punto, pues comprendemos que César no hubiera
hecho tales afirmaciones de no ser ciertas”. En consecuencia, es lógico aplicar
esta regla de investigación a los casos en que César habla de los augures,
adivinos y otros fenómenos psíquicos. Lo mismo debemos decir de Herodoto y
demás historiadores antiguos, pues si no fueron espontáneamente verídicos,
tampoco se les ha de creer en asuntos meramente profanos, porque falsus in uno, falsus in omnibus.
Y por
igual razón, si se les da crédito en los asuntos mundanos, también se lo hemos
de dar en los espirituales, pues, según dice Huxley, la naturaleza humana fue
en la antigüedad lo mismo que es ahora. Los hombres de honrado talento no
mienten por el placer de engañar o pervertir a la posteridad.
Una
vez determinadas por Huxley las probabilidades de error en el testimonio
humano, ya no hay necesidad de discutir la cuestión con respecto a Van Helmont
y a su ilustre y calumniado maestro Paracelso. Su comentador Deleuze dice que
las obras de Van Helmont tienen mucho de mítico e ilusorio (acaso porque no las
entendió debidametne), pero en cambio reconoce que fue hombre de vasta cultura,
penetrante juicio y descubridor de grandes verdades, pues dio por vez primera
el nombre de gases a los fluidos
aeriformes y dejó abierto el camino para las futuras aplicaciones del acero.
No es posible, por lo tanto, suponer que los experimentadores al quimistas
desconociesen los cuerpos simples desde el momento en que combinaban,
recombinaba, disolvían y descomponían los ingredientes químicos tal como hoy
día se sigue efectuando en los laboratorios. Si tan sólo hubiesen tenido fama
de teóricos, nada valdrían nuestros argumentos; pero como ni sus mismos
enemigos se atreven a negar los descubrimientos que hicieron, todavía cupiera
emplear más enérgico lenguaje si no lo impidiera la imparcialidad. Y como
quiera que las facultades morales e intelectuales del hombre han de aquilatarse
psicológicamente, puesto que creemos en la elevada naturaleza espiritual, no
vacilamos en afirmar que si Van Helmont aseguró formalmente que poseía el
secreto del alkahest, nadie tiene
derecho a tacharle de farsante ni de visionario sin saber cuál era su verdadero
concepto del menstruo universal.
Habla
Wallace de la “obstinación de los hechos” y, por lo tanto, en los hechos
hemos de apoyarnos para exponer los “milagros” de ayer y los de hoy. Los
autores de El Universo invisible han
demostrado científicamente la posibilidad de ciertos fenómenos psíquicos
mediante la acción del éter universal; y Wallace por su parte ha refutado con
estricta lógica las objeciones que Hume, entre otros, levantó contra la
posibilidad de dichos fenómenos. Crookes ofreció a los escépticos sus
experiencias continuadas durante tres años, hasta que se convenció de la verdad
por sí mismo. Flammarión, el popular astrónomo francés, añade su testimonio al
de Wallace, Crookes y Hare, y corrobora nuestros asertos en el siguiente
pasaje:
“Tengo
la firme convicción, basada en personales experiencias, de que no saben de qué
hablan cuantos niegan la posibilidad de los fenómenos magnéticos, sonambúlicos,
mediumnímicos y otros no explicados todavía por la ciencia, pues todo
científico habituado a la observación puede cerciorarse absolutamente de la
realidad de dichos fenómenos, con tal de que su mente no esté velada por el
prejuicio ni sumida en el engaño demasiado frecuente de que conocemos todas las leyes de la naturaleza
y es imposible trasponer los límites actualmente establecidos”.
HIPÓTESIS DE COX
Crookes
nos refiere la explicación que en los siguientes términos da Sergeant Cox
de la fuerza psíquica: “Puesto que el organismo corporal está animado interiormente
por una fuerza supeditada o no al espíritu, alma, mente o lo que quiera que
constituya el ser individual llamado hombre, es lógico inferir que todo
movimiento externo al cuerpo tiene por causa la misma fuerza que produce el movimiento en el interior del cuerpo. Y
así como esta fuerza externa suele estar dirigida por la inteligencia, también
esta inteligencia dirige la fuerza interna”.
Para
mejor comprender el pensamiento de Sergeant Cox en esta hipótesis, la
dividiremos en cuatro proposiciones:
1.ª La fuerza productora de los fenómenos
psíquicos procede del médium y por consiguiente dimana de él.
2.ª La inteligencia que dirige la fuerza
productora del fenómeno podría ser distinta de la inteligencia del médium; pero
como no hay prueba suficiente de ello, es muy probable que la inteligencia
directora sea la del médium .
3.ª La fuerza que mueve la mesa es idéntica a la
que mueve el cuerpo del médium.
4.ª Los espíritus de los difuntos para nada
intervienen en la producción de los fenómenos psíquicos.
Antes
de examinar estas opiniones de Cox conviene advertir que nos vemos situados
entre dos opuestas parcialidades: los que creen y los que no creen en la
intervención de los espíritus de los difuntos, pues mientras la masa vulgar de
espiritistas atribuye con enormes tragaderas a los espíritus desencarnados el
más leve ruido y el más ligero movimiento que notan en las sesiones del centro,
los escépticos niegan toda manifestación de los espíritus, por la sencilla
razón de que no creen en ellos. Así, pues, ni unos ni otros están dispuestos a
estudiar el asunto con la serenidad que su importancia requiere.
Ciertamente,
la fuerza productora de los movimientos internos es la misma que la productora
de los movimientos externos; pero la identidad no pasa de aquí, como se
advierte considerando, por ejemplo, que el principio vital que anima el cuerpo
de Cox es el mismo que anima el del médium, y sin embargo, ni éste es aquél ni
aquél es éste.
Esta
fuerza que lo mismo da llamar psíquica como quieren Cox y Crookes, o darle
cualquier otro nombre, no procede del médium, sino que se actualiza por
mediación de él. Es imposible que dimane del médium en los casos de levitación
sin contacto y demás fenómenos que denotan actuación inteligente. Saben los
espiritistas que cuanto más pasivo es el médium más activas son las
manifestaciones, y por lo tanto no cabe negar la intervención de una deliberada
y consciente voluntad en los casos en que la fuerza psíquica levanta del suelo
masas inertes, las mueve en determinadas direcciones por el aire y las vuelve a
dejar en el suelo, evitando todo obstáculo. Esta fuerza no puede dimanar del
médium, que permanece en pasividad durante el experimento, pues si dimanase de
él, sería éste un mago consciente y no pasivo instrumento de invisibles
entidades inteligentes. Tan absurdo es suponer que la fuerza psíquica dimana
del médium, como que el vapor encerrado en una marmita fuese capaz de
levantarla, a menos de estallar, o que la electricidad acumulada en una botella
de Leyden, la moviese de sitio. Todo indica que la fuerza operante sobre los
objetos externos en presencia del médium tiene su fuente más allá de él.
Podemos compararla con el hidrógeno que vence la inercia del aerostato. El gas
acumulado en el interior del globo, por la inteligente dirección del aeronauta,
llega a prevalecer sobre la gravedad de su masa. Análogamente produce la fuerza
psíquica de los fenómenos de levitación, y aunque de naturaleza idéntica a la
materia astral del médium, no es su misma materia astral, porque durante el
experimento permanece aquél en sopor cataléptico, si tiene verdaderas
facultades mediumnímicas. Por lo tanto, el primer extremo de la hipótesis de
Cox es erróneo, porque se funda en un falso principio de mecánica, al paso que
nuestros argumentos se apoyan en la observación de los fenómenos levitantes.
Para
admitir la hipótesis de la fuerza psíquica, es preciso que explique
satisfactoriamente los movimientos y levitaciones de los cuerpos sólidos.
Acerca
del segundo extremo, negamos que no haya prueba suficiente de que la fuerza
productora de los fenómenos esté dirigida algunas veces por inteligencia
distinta de la del médium. Al contrario, hay multitud de testimonios
comprobatorios de que en la mayoría de los casos ninguna influencia tiene la mente
del médium en los fenómenos, por lo que no puede pasar sin reparo la temeraria
afirmación de Cox en este punto.
También
nos parece ilógico el tercer extremo; porque si el cuerpo del médium no genera,
sino que tan sólo transmite la fuerza productora de los fenómenos dirigida por
su espíritu, alma o mente (cuestión que no han dilucidado ni mucho menos las
investigaciones de Cox), no hay razón para inferir que este mismo espíritu,
alma o mente deba también levantar muebles y golpear el alfabeto. Del cuarto
extremo, o sea que si los espíritus de los difuntos intervienen o no en las
manifestaciones psíquicas, trataremos más extensamente en otro capítulo.
EL CUERPO
ASTRAL
Los
filósofos iniciados en los Misterios decían que el alma astral es el incoercible
duplicado del cuerpo denso, el periespíritu
de los espiritistas kardecianos, o la forma-espíritu de los no
reencarnacionistas. Sobre este duplicado o molde interno, se cierne el espíritu
divino que lo ilumina como el sol a la tierra y fecunda el germen de las
cualidades latentes. El cuerpo astral está contenido en el físico, como el éter
en una botella o el magnetismo en el imán. Es un mecanismo alimentado por el
depósito universal de fuerza y sujeto a las mismas leyes que rigen todos los
fenómenos de la naturaleza. Su inherente actividad produce las incesantes
operaciones biológicas del organismo carnal, y cuando éste se desgasta por el
uso, sale de él, porque es prisionero y no voluntario morador del cuerpo
físico. La univesal fuerza externa le atrae tan poderosamente que al gastarse
la cáscara escapa de ella. Cuanto más robusto, denso y grosero es el cuerpo
físico, más largo es el encarcelamiento del astral; pero algunos nacen con
organización a propósito para abrir la puerta que comunica con la luz astral,
de modo que su alma se asome al mundo astral y se restituya después a su
encierro. Los conscientes y voluntariamente capaces de ello, se llaman magos,
hierofantes, videntes, profetas y adeptos, y los que sin voluntad ni conciencia
propia tienen predisposición a actuar en el mundo astral por la influencia de
un hipnotizador o de una entidad espírita se llaman medianeros o médiums.
Cuando el cuerpo astral se libra de obstáculos, queda tan poderosamente atraído
por la imánica fuerza universal, que a veces levanta consigo el estuche de
carne y lo mantiene suspendido en el aire hasta que recobra su acción la
gravedad de la materia.
Todo
movimiento, sea de un cuerpo vivo o de un cuerpo inorgánico, requiere tres
condiciones: voluntad, fuerza y materia, que pueden transmutarse de conformidad
con el principio de la conservación de la energía dirigida, o mejor dicho,
cobijada por la Mente divina de que tan insidiosamente se empeñan los
escépticos en prescindir, pero sin cuya presidencia no se moverían los gusanillos
en la tierra ni al beso de la brisa las hojas del árbol. Los científicos llaman
leyes cósmicas a las modalidades de energía y de materia y las consideran
inmutables e invariables en su acción; pero más allá de estas leyes hemos de
inquirir la causa inteligente que al establecer el régimen infundió en ellas su
conciencia. no es posible concebir una causa primera, una voluntad universal,
Dios en suma, si no le atribuimos inteligencia.
Ahora
bien: ¿cómo se manifestaría la voluntad a un tiempo consciente o inconscientemente,
es decir, con inteligencia y sin ella? La mente no puede estar separada de la
conciencia, entendiendo por tal, no la conciencia física, sino una cualidad del
principio senciente del alma, que puede actuar aun cuando el cuerpo físico esté
dormido o paralizado. Si, por ejemplo, levantamos mquinalmente el brazo,
creemos que el movimiento es inconsciente porque los sentidos corporales no
aprecian el intervalo entre el propósito y la ejecución. Sin embargo, la
vigilante voluntad generó fuerza y puso el brazo en movimiento. Nada hay, ni
siquiera en los más vulgares fenómenos mediumnímicos, que confirme la hipótesis
de Cox; pues si la inteligencia denotada por la fuerza no prueba que lo sea de
un espíritu desencarnado, menos todavía podrá serlo del inconsciente médium.
Crookes refiere algunos casos en que la itneligencia manifestada en el
fenómeno, no podía atribuirse a ninguno de los circunstantes. Por ejemplo,
cuando después de tapar con el dedo una palabra impresa que ni él mismo sabía
cuál era, apareció correctamente escrita en la tablilla. Si negamos la
intervención de una entidad espírita, no cabe explicareste caso de otro modo
que por clarividencia; pero como los científicos niegan esta facultad, han de
verse cogidos en el otro término del dilema, so pena de admitir la
clarividencia, según la entienden los cabalistas, a no ser que prefieran
entercarse en el hasta hoy vano empeño de forjar una hipótesis que explique
satisfactoriamente el fenómeno. Pero aun admitiendo que la palabra en cuestión
hubiese sido leída por clarividencia, ¿cómo explicar las comunicaciones
mediumnímicas de tan adivinatorio carácter? ¿Qué hipótesis esclarece el
misterio de las facultades proféticas del médium que vaticina sucesos ignorados
de él y de cuantos le escuchan? Verdaderamente habrá de recomenzar Cox sus
investigaciones
FUERZA CIEGA
O INTELIGENCIA
Según ya dijimos, la fuerza
psíquica de los modernos, de naturaleza idéntica al fluido terrestre o sidéreo
de los antiguos oráculos, es en sí una fuerza ciega. Cuando, por ejemplo, dos
interlocutores sostienen un diálogo, su voz se transmite por las vibraciones de
la misma masa de aire y en esto se conoce que están hablando. De la propia
suerte, cuando el médium y la entidad espírita se comunican a través de un
mismo agente, inferimos que hay allí una itneligencia en actuación, pues así
como el aire es necesario para la transmisión del sonido, así también se
necesitan corrientes etéreas o de luz astral, inteligentemente dirigidas, para
la producción de los fenómenos psíquicos. En el vacío pneumático no podrían los
interlocutores comunicarse sus pensamientos de viva voz, porque allí no hay
aire que vibre. Análogamente tampoco podrá producirse manifestación alguna
cuando un experto y potente hipnotizador haga el vacío psíquico en torno del
médium, a no ser que otra inteligente voluntad, más poderosa todavía, venza la
inercia astral establecida por el hipnotizador. Los antiguos acertaron a
distinguir entre la actuación ciega y la actuación itneligente de una misma fuerza.
Plutarco,
sacerdote de Apolo, insinúa la dual modalidad del fluido oracular (gas
subterráneo mezclado con substancias intoxicantes de propiedades magnéticas),
en el siguiente apóstrofe: “¿Quién eres tú? Sin que Dios te hubiese creado y
puesto en vigor; sin el espíritu que por orden de Dios te rige y gobierna
serías impotente. Nada podrías hacer porque por ti mismo eres vano soplo”.
Así también, sin la inteligencia dominante fuera vano soplo la fuerza psíquica.
Afirma
Aristóteles, que las emanaciones astrales del interior de la tierra son causa suficiente para vivificar por
intususcepción plantas y animales. A este mismo propósito, movido Cicerón de
justa cólera contra los escépticos de su tiempo, les redarguye diciendo: “Hay
algo más divino que las exhalaciones de la tierra, que conmueven el alma humana
hasta el punto de consentirle la predicción del porvenir. ¿Podrá la mano del
tiempo desvanecer tal virtud? ¿Creéis que os hablo de algún vino exquisito o de
algún manar sabroso”?.
No creemos que los modernos investigadores presuman
de más sabios que Cicerón y aseguren que se ha desvanecido la fuerza eterna y
agotado las funetes de la profecía.
Según
parece, los profetas de la antigüedad explayaban su inspirada sensibilidad por
el directo efluvio de la emanación astral, o bien por una especie de flujo
húmedo que surgía de la tierra, con el que se daba a entender la materia astral
de que en esta luz forman las almas su temporánea envoltura. El mismo concepto
expresa Cornelio Agripa cuando dice que los fantasmas son de naturaleza
vaporosa y húmeda: “in spirito turbido
humidoque”.
Hay
dos linajes de profecía: la consciente, propia de los magos, capaces de ver en
la luz astral, y la inconsciente, debida a la inspiración. A esta segunda clase
pertenecen los profetas bíblicos y los mediumnímicos. Sobre el parituclar dice
Platón: “Ningún hombre tiene inspiración profética cuando está en sus propios
sentidos, sino que es necesario para ello que su mente se halle poseída por
algún espíritu... hay quien presume de profeta y no es más que repetidor, por
lo que de ningún modo se le debe llamar profeta, sino transmirsor de visiones y
profecías”.
Insistiendo
en sus argumentos, dice Cox: “Los más ardientes espiritistas admiten la fuerza
`síquica bajo la impropia denominación de magnetismo (con el cual no tiene
analogía alguna), porque afirman que los espíritus de los difuntos sólo pueden
realizar los actos que se atribuyen valiéndose del magnetismo (fuerza psíquica)
del médium”.
EL MÉDIUM
CONDUCTOR
Con
otra mala inteligencia tropezamos aquí al dar nombres distintos a la misma
energía. Si hasta el siglo XVIII no formaron cuerpo de ciencia los estudios
sobre la electricidad, ¿diremos que esta energía no existió antes de entonces,
cuando bien pudiera demostrarse que ya la conocieron los hebreos? Pues de la
propia suerte han sido siempre idénticos el magnetismo y la electricidad, por
más que las ciencias experimentales no advirtieran esta identidad hasta el año
1819. Si una barra de acero puede imanarse por la acción de una corriente
eléctrica, cabe admitir también que en las sesiones espiritistas es el médium
el conductor de una corriente, de
modo que la inteligencia directora de la fuerza psíquica determina flujos
eléctricos en las ondas etéreas, y valiéndose del médium, como conductor,
actualiza el magnetismo latente en la atmósfera del salón de sesiones. La
palabra magnetismo es tan propia como
otra cualquiera, mientras la ciencia descubre algo más que un agente hipotético
dotado de propiedades problemáticas.
A
este propósito dice Cox: “La diferencia entre los partidarios de la fuerza
psíquica y los espiritistas, consiste en que para nosotros no hay todavía
suficiente prueba de un agente director distinto de la inteligencia del médium,
ni hay tampoco prueba alguna de la actuación de los espíritus de los muertos”.
De
completo acuerdo estamos con Cox en uanto a la falta de pruebas de la
intervención de los espíritus de los muertos, pero en lo que al otro extremo
atañe no deja de ser extraña la negativa desde el momento en que abogan por la
contraria un caudal de hechos, según se infiere de las siguientes palabras de
Crookes: “En mis notas hallo tal superabundancia de pruebas y un sin fin de
testimonios tan aplastantes, que podría llenar con ellos varios números de la
revista trimestral”.
Pero
veamos alguna de esas pruebas abrumadoras:
1.ª El movimiento de cuerpos muy pesados, sin
contacto ni esfuerzo mecánico.
2.ª La percusión y otros sonidos.
3.ª Alteración del peso de los cuerpos.
4.ª Movimiento de los cuerpos pesados a distancia
del médium.
5.ª Levitación de muebles sin contacto.
6.ª Levitación de personas.
7.ª Apariciones luminosas
8.ª Aparición de manos luminosas o visibles a la
luz astral.
9.ª Escritura directa por manos luminosas,
aisladas y movidas inteligentemente.
10.ª Apariciones y figuras espectrales.
Todos
estos fenómenos presenció y comprobó Crookes en su propia casa, con la
suficiente escrupulosidad de observación para dar cuenta de ellos a la Sociedad
Real de Londres, sin que el resultado correspondiera a sus convicciones, según
confiesa en la citada obra.
Además
de los fenómenos enumerados, refiere Crookes otros especiales en que le parece advertir la intervención de una inteligencia externa.
EL LÁPIZ
Y LA REGLA
Dice a este propósito: “He
visto a la médium, señorita Fox, dar una comunicación escrita y simultáneamente
otra por golpes alfabéticos, mientras conversaba con un tercero sobre asuntos
del todo distintos de los anteriores... En otra sesión en que médium era Home,
estando la sala a toda luz, atravesó por el aire una regla de escritorio que se
vino hacia mi derecha para darme una comunicación. Iba yo pronunciando una tras
otra las letras del alfabeto y al llegar a la necesaria para componer la
palabra, me golpeaba la regla en la mano sin que el médium pudiera moverla,
pues se hallaba a bastante distancia. Entonces pregunté si la misma regla
podría golpearme la mano para dar la comunicación según el alfabeto Morse, y en
efecto, así lo hizo, con la particularidad de que nadie había allí que
conociese el alfabeto Morse y aun yo no lo dominaba por completo. Esto me
convenció de que forzosamente daba la comunicación un experto manipulador del
aparato Morse, quienquiera que fuese... Poco después, en mi propio aposento y a
plena luz, manifesté el deseo de que la misma regla diese otra comunicación.
Había sobre la mesa un lápiz, una regla de madera y varias hojas de papel. De
pronto, se mueve el lápiz a saltos inseguros hacia el papel y cae sobre éste.
Nuevamente vuelve a levantarse y a caer por tres veces, hasta que la regla de
madera se levantó unos cuantos centímetros sobre lamesa y se movió hacia el
lápiz, que entonces se levantó de nuevo y advertí que regla y lápiz en
recíproco apoyo se esforzaban en escribir sobre el papel sin conseguirlo; pero
tras dos infructuosas tentativas, observé que la regla regresaba a su sitio y
el lápiz caía sobre la mesa. Acto continuo recibí una comunicación alfabética
que decía: “Hemos intentado hacer lo que pedíais, pero se nos han agotado las
fuerzas”. El plural hemos se refería
evidentemente a los aliados esfuerzos inteligentes del lápiz y la regla, de lo
que se infiere la intervención de dos
fuerzas psíquicas”.
En
este caso, nada denota que el agente director fuese la inteligencia del médium,
antes al contrario, hay indicios de que espíritus de difuntos, o entidades
inteligentes e invisibles, movían la regla y el lápiz. Ciertamente que tan
impropio es llamar magnetismo como fuerza psíquica a la causa de este fenómeno,
pero es más aplicable la primera denominación, porque los fenómenos del
magnetismo o hipnotismo trascendental son de la misma índole que los espírtas.
El círculo encantado del barón Du
Potet y de Regazzoni está tan en pugna con la fisiología, como la levitación de
objetos sin contacto pueda estarlo con la mecánica. En el círculo encantado,
los experimentadores, entre los cuales había algunos académicos, no pudieron
atravesar la curva trazada con yeso en el pavimento por el barón Du Potet; y un
general ruso, famoso por su escepticismo, que quiso atravesarla, cayó presa de
violentas convulsiones. Este fenómeno es análogo al de la mesa de poco peso que
no pueden levantar varios hombres fornidos, y antes la rompen con sus
esfuerzos. En ambos casos, el fluido magnético o fuerza psíquica de Cox opone
resistencia a la incursión en el círculo limitado por la circunferencia de
yeso, y comunica extraordinaria pesantez a la endeble mesa. Por lo tanto, de la
analogía de efectos se infiere lógicamente la analogía de causas, sin que en
buen juicio valga objeción alguna contra ello, pues aunque se negaran los
hechos, subsistiría la verdad del principio. Tiempo hubo en que todas las
corporaciones académicas de la cristiandad negaban la existencia de las montañas
lunares, y de loco tacharan los académicos a quien se hubiese atrevido a decir
que la vida alienta con mayor profusión en las profundidades oceánicas que en
las alturas atmosféricas.
El
piadoso abate Almignana solía decir en presencia de las mesas semovientes: “si
el diablo afirma, de seguro miente”. Tal vez podamos parafrasear el aforismo
diciendo: “si los científicos niegan, verdad segura”.
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