sábado, 17 de agosto de 2019

ISIS SIN VELO T. I I - CAPÍTULO IV




Los defensores verdaderamente filosóficos de la doctrina de la uniformidad 
jamás hablan de las imposibilidades de la naturaleza ni dicen que el Constructor del universo no puede alterar su obra... Expónganse las más disolventes hipótesis con la corrección propia de caballeros y les darán en rostro.-

TYNDALL: Conferencia sobre el empleo científico de la imaginación. 

 El mundo tendrá una religión de la especie que sea, aunque para ello haya de recurrir al lupanar intelectual del espiritismo.

TYNDALL: Fragmentos de la ciencia. 

 Pero como vampiro enviado a la tierra, arrancarán tu cadáver de la tumba y chuparán la sangre de toda tu raza. 
 LORD BYRON: Giaour.

Nos acercamos al santo recinto de aquel dios Jano que se llama el molecular de Tyndall. Entremos descalzos. Al atravesar el sagrado atrio del templo de la sabiduría, nos aproximamos al resplandeciente sol del sistema huxleyocéntrico. Volvamos la vista; no sea que ceguemos.
            
Hemos tratado con la mayor moderación posible los asuntos hasta ahora expuestos, teniendo en cuenta la actitud en que ciencia y teología se colocaron durante siglos respecto a aquellos de quienes recibieron los amplios fundamentos de su actual sabiduría. Cuando a manera de imparciales espectadores vemos lo mucho que los antiguos sabían y lo no menos que los modernos presumen saber, nos asombra que pase inadvertida la mala fe de los científicos contemporáneos, que diariamente admiten nuevas teorías bajo la crítica de observadores legos aunque bien informados.
            
En corroboración de lo que decimos, copiaremos el siguiente párrafo de un artículo periodístico:

LA  AURORA  BOREAL


            “Es curiosa la diversidad de opiniones que entre los científicos prevalecen respecto de algunos de los más comunes fenómenos naturales, como, por ejemplo, la autora boreal. Descartes la consideraba un meteoro procedente de las regiones superiores de la atmósfera. Halley y Dalton la atribuían al magnetismo de la tierra. Coates la suponía resultado de la fermentación de una materia emanada de la superficie del globo. Marion afirmaba que provenía del contacto de la brillante atmósfera del sol con la de nuestro planeta. Euler sostenía que dimanaba de la vibración del éter entre las partículas de la atmósfera terrestre. canton y Franklin dicen que es un fenómeno puramente eléctrico, y Parrat le daba por causa la conflagración del hidrógeno carburado que la tierra exhala a consecuencia de la putrefacción de las materias vegetales, conflagración promovida por las estrellas fugaces. De la Rive y Oersted indujeron que era un fenómeno electro-magnético, pero simplemente terrestre. olmsted suponía que alrededor del sol giraba un astro de constitución nebulosa, que al ponerse periódicamente en vecindad con la tierra entremezclaba sus gases con los de nuestra atmósfera y producía la aurora boreal”.
            
Análogas hipótesis encontramos en las demás ramas de la ciencia, de modo que ni aun en los más ordinarios fenómenos de la naturaleza están de acuerdo los científicos. Tanto estos como los teólogos inscriben las sutiles relaciones entre la mente y la materia en un círculo a cuya área llaman terreno vedado. El teólogo llega hasta donde su fe le consiente, porque, como dice Tyndall: “no carece del amor a la verdad (elemento positivo), si bien le domina el miedo al error (elemento negativo). Pero el mal está en que los dogmas religiosos sujetan el entendimiento del teólogo como la cadena y el grillete al preso”.
            
En cuanto a los científicos, no adelantan como pudieran, por su consuetudinaria repugnancia al aspecto espiritual de la naturaleza y su temor a la opinión pública. Nadie ha flagelado tan airadamente a los científicos como el mismo Tyndall  al decir: “en verdad, no están los mayores cobardes de nuestros días entre el clero, sino en el gremio de la ciencia”. Si cupiera duda acerca de la justicia de tan deprimente epíteto, la desvanecería el mismo Tyndall cuando tras declarar  no sólo que la materia contiene potencialmente toda forma y cualidad de vida, sino que la ciencia ha expulsado a la teología de sus dominios cosmogónicos, se asustó de la hostilidad mostrada a su discurso por la opinión pública, y al imprimirlo de nuevo substituyó la frase: toda forma y cualidad de vida por la de: toda vida terrestre. más que cobardía supone esto la ignominiosa abjuración de la fe científica.
            
En el discurso de Belfast delata Tyndall su doble aversión a los teólogos y a los espiritistas. Respecto a los primeros, ya hemos visto cómo los trató; pero al verse acusados por ellos de ateísmo protestó de semejante imputación y quiso entablar la paz. Sin embargo, los centros “nerviosos” y “las moléculas cerebrales” del ilustre físico necesitaban calmar su agitación en demanda de equilibrio, y nada más a propósito que emprenderlas con los pobres espiritistas, ya pusilánimes de suyo, calificando de degradante su doctrina y diciendo que “el mundo habrá de profesar una religión de tal o cual especie, aunque para ello haya de caer en el lupanar intelectual del espiritismo”.
            
Ya vimos que Magendie y Fournié confiesan sin rebozo la ignorancia de los fisiólogos respecto a los capitales problemas de la vida, al par que Tyndall reconoce la insuficiencia de la evolución para esclarecer el misterio final. También hemos analizado, según nuestro leal entender, la famosa conferencia de Huxley sobre Las bases fisiológicas de la vida, a fin de hablar con fundamento de las modernas orientaciones científicas. La teoría de Huxley sobre este particular puede compendiarse en las siguientes conclusiones: “Todas las cosas han sido creadas de la materia cósmica, de cuyos cambios y combinaciones resultan las distintas formas.

BASES  FISIOLÓGICAS  DE  LA  VIDA


La materia ha eliminado al espíritu, pues no hay tal espíritu y el pensamiento es una propiedad de la materia. Las formas perecen y otras les suceden. Toda vida tiene un mismo protoplasma y la diferencia de los organismos proviene de la variable acción química de la materia viva”. 
Nada deja que desear esta teoría de Huxley en cuanto alcanzan las reacciones químicas y las observaciones microscópicas, por lo que se comprende la profunda emoción que despertó en el mundo científico; pero tiene el defecto de que no se echa de ver ni el comienzo ni el término de su ilación lógica. Se ha servido Huxley de la mejor manera posible de los materiales de que disponía; y dando por supuesto que el universo está henchido de moléculas dotadas de energía y latente en ellas el principio vital, resulta muy fácil deducir que su inherente energía las impele a cohesionarse para formar los mundos y los organismos vivientes. 

¿Pero de dónde proviene la energía que mueve estas moléculas y les infunde el misterioso principio de vida? ¿Por qué secreta fuerza se diferencia el protoplasma para formar el organismo del hombre, del cuadrúpedo, del ave, del reptil, del pez o de la planta, de modo que cada cual engendra a su semejante y no a su diverso? Y cuando el organismo, sea hongo o roble, gusano u hombre, devuelve al receptáculo común sus elementos constitutivos ¿a dónde va la vida que animó aquella forma? ¿Es la ley de evolución tan restrictiva que en cuanto las moléculas cósmicas llegan al punto de formar el cerebro humano ya no pueden constituir entidades más perfectas? No creemos que Huxley demuestre la imposibilidad de que después de la muerte pase el hombre a un estado de existencia en que vea a su alrededor otras formas animales y vegetales resultantes de nuevas combinaciones de la entonces sublimada materia. 

Confiesa que nada sabe acerca de la gravitación, sino que puesto las piedras faltas de apoyo caen al suelo, no habrá piedra alguna que deje de caer en igualdad de circunstancias. Pero esto es para Huxley una posibilidad, no una necesidad, y a este efecto dice: “Rechazo toda intrusión, porque conozco los hechos y conozco la ley. Por lo tanto, esta necesidad es una vana sombra del impulso de mi propia mente”.
            
Sin embargo, todo cuanto sucede en la naturaleza obedece a la ley de necesidad, y toda ley, desde el momento en que actúa, continuará actuando indefinidamente hasta que la neutralice otra ley opuesta de potencia equivalente. Así, es natural que la piedra caiga al suelo atraída por una fuerza y también es natural que no caiga, o que luego de caer se eleve, en obediencia a otra fuerza igualmente poderosa, aunque no la conozca Huxley. Es natural que una silla no se mueva del sitio donde esté, y también es natural que, según testimonio de centenares de personas fidedignas, se levante en el aire sin que visiblemente nadie la toque. Huxley debiera, en primer término, cerciorarse de la realidad de este fenómeno, para luego dar nuevo nombre científico a la fuerza que lo produce. 

Dice Huxley que conoce los hechos y conoce la ley; pero ¿de qué medios se ha valido para llegar a este conocimiento? Sin duda alguna de sus propios sentidos que, como celosos servidores, le permitieron descubrir suficientes verdades para trazar un sistema que, según él mismo confiesa, “parece como si chocara con el sentido común”. Si su testimonio, que al fin y al cabo queda en hipótesis, ha de servir de fundamento a la renovación de las creencias religiosas, igual respeto merece el testimonio de millones de personas respecto a la autenticidad de fenómenos que minan por su base esas mismas creencias. A huxley no le interesan estos fenómenos, pero sí a los millones de personas que han reconocido el carácter de letra de sus íntimos, trazado por manos espirituales, y han visto la espectral aparición de sus difuntos amigos y parientes, mientras Huxley digería el protoplasma para cobrar fuerzas con que remontarse a mayores alturas metafísicas, sin advertir que los desdeñados fenómenos desmentían su hipótesis predilecta.
            
La ciencia no tendra derecho a dogmatizar mientras declare que sus dominios están limitados por las transformaciones de la materia, que al pasar del estado sólido al aeriforme pasa de la condición visible a la invisible, sin que se pierda ni un solo átomo. Entretanto, es la ciencia incompetente para afirmar y para negar, y debe ceder el campo a quienes tengan más intuición que sus representantes. Huxley inscribe en el panteón del nihilismo, con capitales caracteres, el nombre de David Hume, a quien agradece el gran servicio que prestó a la humanidad al fijar los límites de la investigación filosófica, fuera de los cuales están las básicas doctrinas “del espiritismo y otros ismos”. Lo cierto es que Hume pronosticó  que los “científicos y los eruditos se opondrían perpetuamente a toda falacia supersticiosa”, con lo que significaba la creencia en fenómenos desconocidos a que arbitrariamente llamaba milagros. Pero, como muy acertadamente observa Wallace, no se pone Hume en razón al afirmar que “el milagro es una transgresión de las leyes de la naturaleza”; pues equivale esto, por una parte, a suponer que las conocemos todas, y por otra, a considerar como milagroso todo fenómeno extraordinario. 

Según Wallace, es milagro el hecho que requiere necesariamente la intervención de inteligentes entidades sobrehumanas. Ahora bien, dice Hume que una experiencia continuada equivale a una prueba y Huxley añade, en su famoso ensayo sobre este punto, que todo cuanto podemos saber acerca de la ley de la gravedad es que puesto que la experiencia enseña que los cuerpos abandonados a sí mismos caen al suelo sin excepción alguna, no hay razón para dudar de que siempre ha de ocurrir lo mismo en idénticas circunstancias.

LA  EXPERIENCIA  HUMANA


Si fuera imposible ensanchar los límites de la humana experiencia, tendría visos de verdad la afirmación de Hume, según la cual conocía todo cuanto está sujeto a las leyes de la naturaleza, y no nos extrañaría el tono despectivo con que Huxley alude siempre al espiritismo; pero como de las obras de ambos filósofos se infiere notoriamente que desconocen la posibilidad de los fenómenos psíquicos, no conviene reconocer autoridad a sus dogmáticas afirmaciones. Cabe suponer que quien tan acerbamente arremete contra los espiritistas fundamente su crítica en detenidos estudios; pero lejos de ello, delata Huxley su ligereza en carta dirigida a la Sociedad Dialéctica de Londres, en que después de decir que le falta tiempo para un asunto que no despierta interés, añade: “El único caso de espiritismo que he tenido ocasión de presenciar era una impostura tan enorme cual no cabía otra mayor”.
            
No sabemos qué pensaría este protoplásmico filósofo de un espiritista que tras una sola observación telescópica, malograda por mala intención de algún empleado del observatorio, calificase de “ciencia degradante” la astronomía. Esto demuestra que los científicos en general sólo sirven para recopilar hechos de experimentación física e inducir de ellos generalizaciones mucho más endebles e ilógicas que las de los profanos, a causa de su errónea interpretación de las enseñanzas antiguas.
            
Balfour Stewart rinde sincero tributo a la intuición de Heráclito, el audaz filósofo que consideró el fuego como la causa primera y dijo que “todas las cosas estaban en continua transformación”; y expone a este propósito que “Heráclito debió tener sin duda del continuado movimiento del universo animado por la energía, un concepto, si bien menos preciso, tan claro como el de los modernos filósofos que consideran la materia esencialmente dinámica”. Añade Balfour Stewart, no tan escéptico como otros de sus colegas, que le parece muy vaga la expresión fuego, y muy natural es que así le parezca, pues los científicos contemporáneos ignoran el sentido que los antiguos dieron a la palabra fuego.
            
Opinaba Heráclito lo mismo que Hipócrates acerca del origen de las cosas y ambos admitían una potestad suprema, por lo que no cabe decidir si su concepto del fuego primordial, como energía de la materia, algo semejante al dinamismo de Leibnitz, era o no “menos preciso” que el de los filósofos modernos. Por el contrario, sus ideas metafísicas sobre el fuego eran mucho más racionales que las defectuosas y fragmentarias hipótesis de los científicos del día, pues coincidieron con las de los parsis, de los filósofos del fuego y de los rosacruces, quienes sin discrepancia afirmaban que el divino Espíritu, el Dios omnipotente y omnisciente alienta en el fuego del cual creó el universo. La ciencia ha venido a corroborar esta opinión en el aspecto físico.

EL  FUEGO  TRINO


La filosofía esotérica consideró en todo tiempo el fuego como elemento trínico. De la propia suerte que el agua es un fluido visible con gases invisiblemente disueltos en su masa y subyacente en ella el espiritual principio de la energía dinámica, así también reconocían los herméticos en el fuego tres principios: la llama visible, la llama invisible  y el espíritu. A todos los elementos aplicaban la misma regla y sostenían la trínica constitución de los compuestos inorgánicos y orgánicos, incluso el hombre. En opinión de los rosacruces, legítimos sucesores de los teurgos, es el fuego origen no sólo de los átomos materiales, sino también de las fuerzas dinámicas. Al extinguirse la visible llama del fuego, ya no la ve más el materialista; pero el filósofo hermético la sigue viendo más allá del mundo físico, de la propia suerte que sigue la estela del espíritu desencarnado o “chispa vital de la llama celeste” en su tránsito al mundo etéreo a través de la tumba.
            
Tiene este punto demasiada importancia para dejarlo sin comentario. El grosero concepto que del fuego tienen las ciencias físicas revela su desdeñosa ignorancia de la espiritual mitad del universo. lAs mismas autoridades científicas, con sus humillantes confesiones, nos inducen a creer que la filosofía positiva se mueve sobre un tablado de tan carcomidos y endebles postes, que cualquier descubrimiento o invención puede dar al traste con los puntales del armatoste. Al afán que les domina de eliminar de sus conceptos todo elemento espiritual, podemos oponer la siguiente confesión de Balfour Stewart:

            
Se advierte la tendencia a dejarse llevar hacia los extremos y atender en demasía al aspecto puramente material de los fenómenos. Hemos de ir con cuidado en este punto, no sea que al huir de Scila caigamos en Caribdis, porque el universo ofrece más de un aspecto y posible es que haya en él comarcas inexplorables para los físicos tan sólo armados de pesas y medidas..., pues nada o muy poco sabemos de la constitución y propiedades íntimas de la materia ya organizada ya inorgánica.

Respecto a la supervivencia del espíritu nos da Macaulay una todavía más explícita declaración en el siguiente pasaje:

 En cuanto al destino del hombre después de la muerte, no acierto a ver por qué el europeo culto, pero sin otro valimiento que su propia razón, ha de estar más en lo cierto que el indio salvaje, pues ni una sola de las muchas ciencias en que aventajamos a los salvajes da la más leve insinuación sobre el estado del alma después de extinguida la vida animal. 
Lo cierto es, según nos parece, que cuantos filósofos antiguos y modernos, desde Platón a Franklin, quisieron demostrar sin auxilio de la revelación la inmortalidad del hombre fracasaron deplorablemente en su intento.

Sin embargo, hay percepciones espirituales muchísimo más fáciles de probar que los sofismas del materialismo; pero lo que Platón y sus discípulos veían patentemente verdadero, es para los científicos modernos superfluo error de una filosofía espuria. Se han invertido los métodos científicos con menosprecio del testimonio y demostraciones de los antiguos filósofos, que estaban más cercanos a la verdad por su mayor conocimiento del espíritu de la naturaleza reveladora de la Divinidad. Para los modernos pensadores, la sabiduría antigua es un cúmulo heterogéneo de redundancias sin método ni sistema, a pesar de que contra tan despectivo juicio vemos que supeditaban la fisiología a la psicología, mientras que los modernos científicos posponen la psicología a la fisiología, en cuales ciencias no sobresalen gran cosa, según ellos mismos confiesan.
            
Por lo que toca al último extremo de la objeción de Macaulay, dióle ya anticipada réplica Hipócrates al decir hace muchos siglos:

Todas las ciencias y todas las artes han de indagarse en la naturaleza que, si la interrogamos debidamente, nos revelará las verdades relativas, no sólo a ella, sino a nosotros mismos. La naturaleza en acción no es ni más ni menos que la manifestada presencia de Dios. ¿Cómo hemos de interrogarla para que nos responda? Hemos de proceder con fe, firmemente convencidos de que al fin descubriremos la verdad completa. Entonces la naturaleza nos pondrá la respuesta en el sentido íntimo que, auxiliado por el conocimiento en ciencias y artes, nos revelará la verdad tan claramente, que sea imposible toda duda.

EL  ALMA  DE  LOS  ANIMALES


Pero ¿qué pruebas hay, aparte de esa negación gratuita, de que los animales no tienen alma superviviente por no decir inmortal? Desde el punto de vista rigurosamente científico pueden aducirse tantos argumentos en pro como en contra, pues no hay prueba científica en que apoyar la afirmación ni la negación de la inmortalidad del alma del hombre, cuanto menos de la del bruto, desde el momento en que no cabe someter a observación experimental lo que carece de existencia objetiva. Descartes y Bois-Raymond agotaron su talento en el estudio de esta materia, y Agassiz confiesa que no podría concebir la vida futura sin dilatarla a los animales y aun a los mismos vegetales. Porque fuera motivo sobrado para rebelarse contra la injusticia divina si dotara de espíritu inmortal a un bellaco sin entrañas y condenase a la aniquilación al leal amigo del hombre, al noble perro que defiende a su amo con desprecio de la muerte y suele dejarse morir de hambre junto a su tumba en prueba de la abnegación de que son incapaces la generalidad de los humanos. ¡Mal haya la razón culta que abone tan nefanda parcialidad! Es preferible el instinto en semejantes casos y creer, con el indio de Pope, “en un cielo donde se vea acompañado de su perro”.
            
Nos faltan tiempo y espacio que dedicar a las especulaciones de algunos ocultistas antiguos y medioevales sobre este asunto. Baste decir que anticipándose a Darwin expusieron, aunque esbozadamente, la teoría de la selección natural y transformación de las especies y prolongaron por ambos extremos la cadena evolutiva. Además, exploraron tan intrépidamente el terreno de la psicología como el de la fisiología, sin desviarse jamás del sendero de paralelas vías que les trazara su insigtne maestro Hermes en el famoso apotegma: “Como es arriba, así es abajo”. De esta suerte simultanearon la evolución física con la espiritual.
            
Pero los biólogos modernos son al menos lógicos en este punto concreto, pues incapaces de demostrar que los animales tienen alma, se la niegan al hombre. La razón les lleva al borde del infranqueable abismo abierto, según Tyndall, entre la materia y la mente. Tan sólo la intuición podrá salvarlo, cuando se convenzan de que de otro modo han de fracasar siempre que intenten descubrir los misterios de la vida. A la intuición, es decir, al instinto consciente han recurrido Fiske, Wallace y los autores de El Universo invisible para atravesar intrépidamente el abismo. Perseveren sin temor en su propósito hasta advertir que el espíritu no reside forzosamente en la materia, sino que la materia se adhiere temporáneamente al espíritu que de eterna e imperecedera morada sirve a todas las cosas visibles e invisibles.
            
Según la filosofía esotérica, la materia es la densificación concreta y objetiva del espíritu. En la eterna Causa primera laten desde un principio el espíritu y la materia y esta idea expresan las palabras: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios” . Confiesan los esotéricos que el concepto absoluto de la Divinidad escapa a la razón humana; pero en cambio es asequible a la intuición como reminiscencia de una verdad inconcusa, aunque imperceptible por sensación física. La Causa primera, la Divinidad absoluta que, como tal, entrañaba potencialmente los principios masculino y femenino (activo y pasivo), se desdobla al emanar la primera idea y se manifiesta como energía creadora (principio activo o masculino) o, mejor dicho, impulsora de la objetivada materia (principio pasivo o femenino).
            
Desde el punto en que se desdobla y manifiesta la Divinidad, hasta entonces neutra y absoluta, vibra la energía eléctrica instantáneamente difundida por los ámbitos del espacio sin límites.
            
Pero el raciocinio humano es incapaz de fijar el cómo ni el cuándo ni el dónde de la manifestación, es decir, del nacimiento del universo visible o actualización del espíritu-materia que eternamente era, aunque latente. A la finita inteligencia humana se le muestra este principio de la manifestación tan remoto, que no puede computarlo con números ni expresarlo en palabras, sino que se confunde con la misma eternidad. Enseñaba Aristóteles que el universo era eterno, sin principio ni fin deslindables por nuestra inteligencia, y que las generaciones humanas se iban sucediendo sin interrupción unas a otras. Sobre esto decía: “Si ha existido un primer hombre, debió nacer sin padre ni madre, lo cual es contrario a naturaleza, porque no pudo un huevo originario dar nacimiento al ave, sin ave que pusiera el huevo, puesto que el huevo nace del ave. El mismo razonamiento conviene a todas las especies, por lo que hemos de juzgar que antes de aparecer en la tierra, tuvieron forma mental todas las cosas”.

COETERNIDAD  DE  LA  MATERIA


Estas enseñanzas concuerdan esotéricamente con las de Platón, aunque esotéricamente parezcan contradictorias, según se ve en el siguiente pasaje del maestro: “Hubo un tiempo en que la humanidad no procreaba; pero después echaron los hombres en olvido las primievales enseñanzas y fueron degradándose más y mas profundamente”.
            
Tan sólo la esotérica teoría antes expuesta esclarece el misterio de la creación primordial, que siempre fue pesadilla de la ciencia; pero la importancia del asunto requiere alguna mayor explicación. Al Decir que la materia es coeterna con el espíritu, no nos referimos a la materia objetiva y tangible, sino a la sublimación de la materia cuyo grado máximo e insuperable de sutilidad es el espíritu puro. No cabe concebir racionalmente otra hipótesis genésica de los seres animados, sino que el hombre emanó y ha ido evolucionando del primario espíritu-materia.
            
Darwin traza la evolución de las especies desde el organismo ínfimo hasta el hombre, donde inadvertidamentese detiene sin vislumbrar el mundo invisible que se dilata más allá del visible.
            Los modernos filósofos positivists no han comprendido el verdadero significado de la filosofía platónica. Y así lo da a entender Draper al decir que “los griegos y romanos atribuían al espíritu la forma y semblante del cuerpo, cuyas alteraciones y crecimiento seguía”. A esto responderemos que poco importa la opinión del vulgo ignorante, aunque nos parece que no profesaban dicha creencia al pie de la letra; y que los filósofos platónicos, así griegos como romanos, atribuyeron semejanza de contornos, figura y semblante, no al espíritu, sino al cuerpo astral llamado por ellos alma animal.
            
Los jainos de la India opinan que el Ego, llamado por ellos Jiva, está identificado de toda eternidad con dos vehículos etéreos, uno de los cuales tiene por atributos las potencias de la mente superior y no está sujeto a mudanzas, al paso que el otro está constituido por las pasiones, emociones, deseos y afectos groseros y terrenales del hombre. Después de la muerte del cuerpo, prufica el Jiva su vehículo pasional y se une al Vaycarica, o divino espíritu, para convertirse en dios. La misma doctrina exponen los induistas en el Vedanta, que considera el Ego humano como partícula del universal espíritu divino o mente inmaterial, y, por lo tanto, capaz de identificarse con la esencia de la suprema entidad. Dice, además, explícitamente el Vedanta que quien llega al conocimiento de su interno dios, se convierte en dios, aunque viva en carne mortal, y tiene poderío sobre todas las cosas.
            
Opina Draper que las doctrinas budistas llegtaron a la Europa oriental por conducto de Aristóteles, y se apoya en la analogía de los conceptos capitales de este filósofo con el versículo de los Vedas que dice: “Verdaderamente hay una sola Divinidad: el supremo Espíritu. De su misma naturaleza es el alma del hombre”. Sin embargo, juzgamos equivocada la opinión de Draper, pues antes de Aristóteles enseñaron la misma doctrina Pitágoras y Platón; y si posteriormente admitieron los platónicos las teorías aristotélicas de la emanación, fue porque coincidían con las ya de ellos conocidas enseñanzas budistas acerca de este punto. La doctrina pitagórica de los números armónicos y la platónica de la creación son gemelas de la teoría budista sobre la emanación. 
La filosofía pitagórica tuvo por último término liberar al Ego de las ilusiones de los sentidos y de los lazos de la materia, de suerte que se identifique con la Divinidad. No puede ser más patente la coincidencia de esta  doctrina con la del nirvana, cuyo verdadero significado vislumbran ya los modernos sanscritistas.

CONCEPTO DEL  NIRVANA


Por lo demás, las doctrinas aristotélicas para nada influyeron en la escuela neoplatónica, como supone Draper; y ni Plotino ni Porfirio ni Proclo aceptaron la opinión de Aristóteles en punto a los sueños y visiones proféticas del alma, pues mientras el filósofo de Estagira afirma que la mayor parte de los vaticinadores adolecen de insanía  (de lo que se aprovechan algunos sofistas para tergiversar las ideas), la opinión de Porfirio y de Plotino era por completo opuesta. En las más importantes cuestiones metafísicas, las doctrinas neoplatónicas están en pugna con las aristotélicas. Por otra parte, el nirvana de los budistas no significa aniquilación ni los neoplatónicos lo tomaron jamás en este sentido; y si seguramente no se atrevería a decir Draper que los neoplatónicos negaban la inmortalidad del alma, tampoco debiera interpretar torcidamente sus doctrinas afirmando que consideraban el éxtasis como un anticipo de la final inmersión del alma humana en el alma del mundo. 

El nirvana no es, como a Draper y a la generalidad de sanscritistas les parece, la extincion, la aniquilación, el desvanecimiento definitivo, sino el eterno descanso y la bienaventuranza eterna en el seno de la Divinidad. Tal como expone Draper el concepto en su obra, aparecen Plotino y Porfirio partidarios del nihilismo, lo cual denota que el erudito autor desconoce las genuinas opiniones de aquellos dos ilustres filósofos; pero como no cabe suponer este desconocimiento  en filósofo tan culto, forzosamente, aunque con pena, nos inclinamos a creer que tuvo con ello el propósito de tergiversar las ideas religiosas de los neoplatónicos. Porque para los modernos filósofos que parecen empeñados en arrebatar de la mente humana las ideas de Dios y del espíritu inmortal, es muy violento juzgar con imparcialidad a los platónicos, pues se verían precisados a reconocer su sagaz penetración en las más arduas cuestiones filosóficas, su firmísima creencia en Dios, en los espíritus, en la inmortalidad del alma y en las apariciones; fenómenos todos de índole espiritual que repugnan a la idiosincrasia de los académicos.
            
La opinión expuesta por Lemprière  es todavía de traza más burda que la de Draper, aunque produce el mismo efecto. Acusa a los antiguos filósofos de falsedad deliberada, impostura y superstición, después de ponderar las dotes de cultura, talento y moralidad de Pitágoras, Plotino y Porfirio, cuya abnegación en el estudio de las verdades divinas encomia sobremanera, para venir a parar en que Pitágoras era un impostor y Porfirio supersticioso, mentecato y fraudulento. La incongruencia crítica no puede ser más patente, como si cupiera que un hombre fuese a la par sincero e impostor, sabio y supersticioso, honrado y farsante, discreto y mentecato.
            
Ya sabemos que la doctrina esotérica no concede a todos los hombres por igual las mismas condiciones de inmortalidad. Dice Plotino que “el ojo no vería nunca el sol si no fuese de la naturaleza del sol”; y Porfirio añade que “únicamente por medio de la más exquisita pureza y castidad podremos acercarnos a Dios y recibieren la contemplación de Dios el verdadero conocimiento y la visión interna”. Si el Ego negligencia durante la vida terrena la iluminación de su divino espíritu, del Dios interno, no sobrevivirá largo tiempo la entidad astral a la muerte del cuerpo físico, pues así como el deforme monstruo muere a poco de nacer, así también la entidad astral grosera y materializada en exceso se disgrega a poco de nacida al mundo suprafísico y queda abandonada por el Ego, por el glorioso augeoeides. Durante el período de desintegración, la entidad astral vaga en torno del cadáver físico, alimentándose vampíricamente de las víctimas que ceden a su maligna influencia. Cuando el hombre rechaza los rayos de la divina luz, queda en tinieblas y se apega a las cosas de la tierra.
            
Todo cuerpo astral, aun el del hombre justo y virtuoso, es perecedero, porque de los elementos fue formado y a los elementos se ha de restituir; pero mientras la entidad astral del hombre perverso se desintegra sin dejar rastro, la de los hombres, no precisamente santos, sino tan sólo buenos, se renueva por asimilación en partículas más sutiles y no perece mientras en él arde la chispa divina.
            
Sobre esto dice Proclo:

Después de la muerte sigue el espíritu residiendo en el cuerpo aéreo (cuerpo astral) hasta que la desintegración le libra de él en una segunda muerte análoga a la del cuerpo físico. Por esto dijeron los antiguos que el espíritu está siempre unido a un cuerpo celeste, inmortal y luminoso como las estrellas.

ADÁN  Y  EVA


Pero dejemos aquí esta digresión y volvamos al examen paralelo de la razón y el instinto. Según los antiguos, el instinto es don divino y la razón facultad humana. El instinto (.....) es la íntima sagacidad propia de todos los animales, aun los más inferiores; la razón (.....) es resultado de las facultades reflexivas. Por lo tanto, el bruto, aunque carece de razón, está dotado del instinto que infaliblemente le guía y no es otra cosa que la divina chispa subyacente en toda partícula material que es a su vez espíritu densificado. La Kabala hebrea dice que cuando el segundo Adán fue formado del barro de la tierra, era tal la densificación de la materia que todo lo dominaba. De sus lascivos deseos nace la mujer y Lilith se lleva lo más sutil del espíritu. El Señor Dios se pasea por el Edén a la hora del crepúsculo, y no sólo les maldice a ellos por el pecado cometido, sino también a la tierra, a los seres vivientes y con ira mayor a la tentadora serpiente, símbolo de la materia. Ésta, en apariencia injusta maldición a las cosas creadas, inocentes de todo crimen, sólo puede explicarse cabalísticamente. 

La materia entraña en sí la maldición, puesto que está condenada a purificarse de sus groserías, impelida por el irresistible anhelo que hacia lo alto lleva a la chispa divina en ella subyacente. 
La purificación requiere dolor y esfuerzo. No cabe duda de que si toda modalidad de materia tiene origen común, también deben ser comunes sus propiedades, y si la chispa divina alienta en el cuerpo del hombre, lógico es que asimismo se oculte en los animales inferiores cuyo instinto resplandece mucho más vivo que en el reino humano donde la razón lo eclipsa; y así vemos que en gran número de casos el instinto del animal se sobrepone en sus efectos a la razón, cuyo atributo confiere al hombre el cetro de la creación terrestre. como quiera que el cerebro físico del hombre aventaja en perfección al de los animales, su funcionamiento mental, o sea la razón, ha de corresponder a esta superioridad; pero sólo en cuanto a la comprensión del mundo material objetivo y en modo alguno en lo tocante al conocimiento del espíritu. La razón es el alma grosera del científico; la intuición  infalible guía del vidente. Por instinto procrean plantas y animales en la estación más favorable y por instinto busca y halla el bruto remedio a sus dolencias. En cambio, la razón no basta por sí sola para refrenar los ímpetus pasionales de la carne ni pone límites a los goces sensuales, y lejos de capacitar al hombre para ser su propio médico, frecuentemente le arrastra a la ruina con especiosas sofismas. 

No se necesita mucho esfuerzo para comprender que por obra del instinto va evolucioando la materia. El zoófito que pegado al arrecife abre la boca y sin otro movimiento se alimenta de las substancias a su alrededor flotantes en el agua, denota en proporción a su tamaño corporal mejor instinto que la ballena. La hormiga en su república subterránea, donde a la observación del entomólogo ofrece maravillas de arquitectura, sociología y política, ocupa virtualmente en la escala zoológica un peldaño muy superior al del artero tigre en acecho de su presa.
Como todos los arcanos psicológicos, el instinto estuvo durante largo tiempo desdeñado por los científicos con olvido de lo que sobre él dijo Hipócrates en el siguiente pasaje:

El instinto enseñaba a las primitivas razas humanas el camino para hallar remedio a sus dolencias físicas cuando la fría razón no había entenebrecido aún la vista interna del hombre... No hemos de desoír jamás la voz del instinto que nos insinúa los primeros remedios de la enfermedad.

INTUICIÓN  Y  ORACIÓN


Es la intuición el espontáneo, súbito e infalible conocimiento resultante de la inteligencia omnisciente, y difiere, por lo tanto, de la finita razón cuyas tentativas y esfuerzos ensombrecen la naturaleza espiritual del hombre cuando no la acompaña aquella divina luz. 
La razón se arrastra; la intuición vuela; la razón es potencia en el hombre; la intuición es presciencia en la mujer.
            
Plotino, discípulo del insigne fundador de la escuela neoplatónica, Amonio Saccas, nos dice que “el conocimiento humano pasa por tres etapas: opinión, ciencia e iluminación. Las opiniones se forman por medio de la percepción sensoria; la ciencia tiene por instrumento la razón; y la iluminación es hija de la intuición o conocimiento absoluto en que el conocedor se identifica con el objeto de conocimiento”.
            
La oración es poderoso estímulo de la intuición, porque es anhelo y todo anhelo actualiza voluntad. Por otra parte, las emanaciones magnéticas del cuerpo, durante los esfuerzos físicos y mentales, determinan la autosugestión y el éxtasis. Plotino aconseja orar en soledad y apartamiento para mejor conseguir lo que se pide. Platón daba también el mismo consejo, diciendo que “la oración había de ser silenciosa en presencia de los seres divinos, hasta que aparten estos la nube de los ojos del orante y le permitan ver con la luz que de ellos irradia”. Apolonio de Tyana se retiraba en secreto para “conversar” con Dios, y siempre que sentía necesidad de contemplación se arrebujaba en su blanco manto de lana. También Jesucristo les dijo a sus discípulos:

            Mas tú, cuando orares, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto.

            
Todo hombre viene a este mundo con el latente sentido interno (intuición) que por educación puede convertirse en la segunda vista de los filósofos escoceses. Plotino, Porfirio y Jámblico enseñaron esta misma doctrina cuya verdad conocían por experiencia, pues tuvieron viva intuición. A este propósito, dice Jámblico que “la facultad suprema de la mente humana nos permite unirnos a las inteligencias superiores, transportarnos más allá del escenario de este mundo y compartir la vida y potestad de los seres celestiales”.
            
Sin la intuición no hubiesen tenido los hebreos su Biblia ni los cristianos su Evangelio. Moisés y Jesús dieron al mundo el fruto de su intuición; pero los teólogos que hasta el día les sucedieron, adulteraron dogmática y muchas veces blasfemamente su verdadera doctrina; porque creer que la Biblia es obra de la revelación divina e interpretar el texto al pie de la letra, es peor que un absurdo, es blasfemar de la divina majestad del “Invisible”. Si hubiéramos de tener de Dios y del espíritu el concepto que les dan los humanos intérpretes de las Escrituras, seguramente que no tardaría la razón cien años en acabar con la creencia en lo espiritual, abatida por la intervención de la filología en el estudio comparado de las religiones; pero la sincera fe del hombre en Dios y en la vida futura se apoya en la intuición manifestadora del YO que noblemente desdeña las aparatosas e idolátricas ceremonias del sacerdote católico y del brahmán induista, tanto como las áridas jeremiadas del pastor luterano que a falta de ídolos fulmina amenazas de condenación eterna. Sin el sentido intuitivo, que jamás se pierde aunque emboten su agudeza las vibraciones materiales, fuera la vida una parodia y la humanidad una farándula. Esta inextinguible intuición de algo existente a la par dentro y fuera de nosotros, es de tal naturaleza que ni los razonamientos de la ciencia ni los dogmas de la religión ni el externo culto de las iglesias son poderosos a extirparla de la intimidad del hombre, por mucho que en ello se empeñen científicos y teólogos. Movido de esta percepción interna de la infinita e impersonal Divinidad, exclamó Gautama el Buddha, el Cristo de la India:

            
Así como los afluentes del Ganges pierden el nombre en cuanto sus aguas se juntan con las del río sagrado, así también cuantos creen en el Buddha dejan de ser al punto brahmanes, kshatriyas, vaisyas y sudras.

            ECLIPSE  DE  LA  VERDAD


 El Antiguo Testamento es una recopilación de tradiciones orales cuyo verdadero significado no conocieron jamás las masas populares de Israel, porque Moisés recibió la orden de no comunicar las “verdades ocultas” más que a los setenta ancianos en quienes el “Señor” infundió el espíritu del legislador hebreo.
            
Maimónides, cuya autoridad y erudición en historia sagrada no cabe recusar, dice a este propósito que “quienquiera descubra de por sí o con auxilio de otro el verdadero significado del Génesis, guárdese de divulgarlo, y cuando hable de ello sea obscura y enigmáticamente”. Esto mismo declaran otros autores hebreos, como, por ejemplo, Josefo, quien dice que Moisés escribió el Génesis en estilo alegórico y figurado. Así resulta la ciencia cómplice del fanatismo clerical en consentir que la cristiandad en peso creyera en la letra muerta de la teología hebrea, sin cuidarse de interpretarla rectamente. No hay derecho para poner en ridículo el pensamiento de quienes compilaron las Escrituras muy ajenos a la errónea interpretación que con el tiempo habían de recibir. Triste distintivo del cristianismo es que haya revuelto los textos bíblicos contra sus propios autores, presentándolos como enemigos de la verdad. Los dioses existen –exclama Epicuro- aunque no son lo que el vulgo (.....) cree”. Y sin embargo, los críticos superficiales califican a Epicuro de materialista.
            
Pero ni la Causa primera ni el humano espíritu emanado de ella han quedado sin testimonio. 
Los fenómenos hipnóticos por una parte y los espiritistas por otra atestiguan las eternas verdades espirituales, obscurecidas paulatinamente desde que las brutales persecuciones de Constantino y Justiniano engendraron la ignorancia y fanatismo clerical. Las obras pitagóricas que daban el “conocimiento de las cosas que son”; el vastísimo saber de los agnósticos; las enseñanzas de los filósofos antiguos, todo fue pasto de las llamas como nefando engendro del anticristiano paganismo. El reinado de la sabiduría acabó con la huída de los últimos neoplatónicos, Hermias, Prisciano, Diógenes, Eulalio, Damascio, Simplicio e Isidoro, que escaparon a Persia para eludir la persecución de Justiniano. Durante siglos quedaron en olvido y menosprecio los libros de Toth (Hermes Trismegisto) cuyas sagradas páginas encierran la historia espiritual y material de la creación y del progreso del mundo, porque no hubo en la Europa cristiana quien los interpretara con acierto. Ya no existían los filaleteos (amantes de la verdad) y ocupaban su lugar los monjes de la Roma pontificia que repugnan toda verdad contraria en lo más mínimo al dogma religioso.
            
En cuanto a los escépticos, oigamos lo que de ellos dice Wilder:
            
Un siglo ha transcurrido desde que los enciclopedistas franceses inocularon el escepticismo en la sangre del mundo civilizado apartándole de toda creencia no demostrable en las retortas de laboratorio o por razonamientos críticos. Aun hoy día se necesita tanta candidez como atevimiento para tratar asuntos tenidos durante siglos en olvido y menosprecio por falta de acertada comprensión. Atrevido ha de ser en efecto quien, juzgando la filosofía hermética como algo más que un remedo de ciencia, reclame para su estudio los auxilios de una paciente investigación. Sin embargo, los profesores de esta ciencia descollaron en otro tiempo de entre el común de los hombres y fueron los príncipes del saber humano. Por otra parte, nada de cuanto los hombres creyeron sinceramente merece menosprecio, pues sólo son capaces de menospreciarlo los ignorantes y ruines.

Animados ahora por esta opinión de un científico ni fanático ni conservador, relataremos algo de lo que presenciaron en el Tíbet uy la India los viajeros, y guardan los naturales celosamente como evidentes pruebas de las verdades filosóficas y científicas heredadas de sus antepasados.
            
En primer lugar examinaremos aquel notable fenómeno de que en los templos del Tíbet fueron testigos presenciales. Oigamos a un escéptico científico florentino, correspondiente del Instituto de Francia, que logró entrar a favor de un disfraz en el recinto sagrado de una pagoda, mientras se celebraba la más solemne ceremonia de aquel culto. Dice así:

REENCARNACIÓN  DE  BUDA


Había en el recinto un altar dispuesto para recibir a un niño recién nacido que, según juzgaban por ciertos signos secretos los sacerdotes iniciados, era una reencarnación de Buda. En presencia de los fieles colocan los sacerdotes al niño sobre el altar y al punto yergue el cuerpo, se sienta en el ara y con varonil y robusta voz exclama: “Soy el espíritu de Buda; soy vuestro Dalai Lama que abandoné mi decrépito cuerpo en el templo de... y escogí el cuerpo de este niño para morar de nuevo en la tierra”. Los sacerdotes permitieron que con el debido respeto tomara al niño en mis brazos y me lo llevara hasta suficiente distancia de ellos para convencerme de que no se habían valido de ningún artificio de ventriloquía. El niño me miró gravemente con estremecedora mirada y repitió las mismas palabras.

El científico florentino envió al Instituto un autorizado relato de este suceso; pero los individuos de dicha corporación, lejos de reconocer la veracidad del testimonio, dijeron que en aquella circunstancia estaría el científico atacado de insolación o habría sido víctima de alguna ilusión acústica.
            
Este hecho de la reencarnación de Buda es en extremo raro, pues sólo sucede muy de tarde en tarde, a la muerte del Dalai Lama cuya dilatada vida es proverbial entre los tibetanos. Por esta razón dice un texto chino:

            Es tan difícil encontrar un Buddha como las flores del Udumbara y del Palâsa.

El abate Huc, cuyos viajes por la China y el Tíbet son tan conocidos, relata asimismo el hecho del renacimiento de Buda, con la curiosa circunstancia de que el niño-oráculo demostró plenamente ser un alma vieja en cuerpo joven, por cuanto a cuantos le conocieron en su anterior existencia les dio exactos pormenores de ella.
            
Si este prodigioso caso fuese el único de su índole habría fundamento para repudiarlo; pero, por el contrario, los hubo y los hay tan semejantes como el niño de quince meses  que “hablaba en correcto francés cual si tuviera a Dios en los labios” y los niños de Cevennes cuyos proféticos discursos atestiguaron los más ilustres sabios de Francia; y en nuestros propios tiempos el recién nacido de Saar Louis (Francia) que después de profetizar con voz clara y distinta los sangrientos sucesos históricos de 1876, quedó muerto en el acto, y el niño Jenken que a los tres meses dio muestras de admirable precocidad mediumnímica.
            
A la par que otros viajeros, el abate Huc describe el maravilloso árbol del Tíbet llamado kunbum, como sigue: “Todas las hojas de este árbol llevan escrita una máxima religiosa en caracteres sagrados, de tan acabada hechura, que no los trazarían mejores en la tipografía de Didot. Las hojas a punto de abrirse tienen ya a medio formar los admirables caracteres de este árbol único en su especie. Pero en la corteza de las ramas aparecen también otros caracteres y otros nuevos en las capas inferiores, de suerte que cada una de estas capas superpuestas ofrece un tipo distinto sin que sea posible ni el más leve asomo de imposturas. Este árbol no medra en ninguna otra latitud, pues ha fracasado todo intento de aclimatación, ni tampoco puede reproducirse por vástagos. Dice la leyenda que brotó de la cabellera del Lama Son-Ka-pa, una de las reencarnaciones de Buda. Añadiremos al relato del abate Huc que los caracteres trazados por la naturaleza en las diversas partes del kunbum están compuestos en lengua senzar o idioma del sol (sánscrito antiguo) y relatan la historia de la creación y entrañan lo más substancial de la doctrina budista. Bajo este aspecto hay la misma relación entre los caracteres del kunbum y el budismo, que entre las pinturas del templo de Dendera y la religión faraónica.

PINTURAS  DE  DENDERA


Carpenter, presidente de la Sociedad Británica, dio en Manchester una conferencia sobre el antiguo Egipto en la que consideraba el Génesis como expresión de las primitivas creencias hebreas, derivadas de dichas pinturas entre las cuales convivieron. Sin embargo, nada dice acerca de si las pinturas de Dendera y, por lo tanto, el relato mosaico, son alegoría o narración histórica. No se concibe que un egiptólogo como Carpenter, sin más fuente de estudio que una superficial investigación del asunto, se atreva a sostener que los antiguos egipcios tuvieron de la creación del mundo el mismo concepto ridículo que los primitivos teólogos cristianos. Aunque las pinturas de Dendera alegoricen las enseñanzas cosmogónicas de los antiguos egipcios, ¿qué sabe él si la escena de la creación se supone ocurrida en seis minutos o en seis millones de años? 

Lo mismo puede expresar alegóricamente seis épocas indefinidas (evos) que seis días. Por otra parte, los Libros de Hermes no son explícitos en este punto; pero el Avesta declara teminantemente seis períodos de miles de años cada uno. Los jeroglíficos egipcios rebaten la teoría de Carpenter, según demuestran las investigaciones de Champollion, quien ha vindicado a los antiguos en muchas ocasiones. De todo esto inferirá el lector que a la filosofía egipcia se le achacan equivocadamente tan groseras especulaciones, pues la cosmogonía de los hebreos consideraba al hombre como resultado de la evolución en prolongadísimos ciclos. Pero volvamos a las maravillas del Tíbet.
            
Describe el abate Huc una pintura que se conserva en cierta lamasería y bien puede clasificarse entre las más admirables que en aquel país existen. Es una tela sin el más insignificante mecanismo (según puede comprobar a su sabor el visitante), que representa un paisaje de luna en que la figura de este astro reproduce el mismo aspecto, movimientos y fases del natural con tan pasmosa exactitud que sale, brilla tras las nubes, se pone y es, en suma, el más fiel trasunto de la pálida reina de la noche a que tanta gente adoraba en pasadas épocas.
            
En otros puntos del Tibet y en el Japón hay pinturas análogas que representan el aparente movimiento del sol; y en verdad que si alguno de nuestros infatuados académicos las viera, no se atrevería a declarar la verdad del caso a sus colegas, temeroso de que le arrojaran del sillón por farsante o lunático.
            
Ya en muy remotos tiempos se les reconocieron a los brahmanes profundos conocimientos en artes mágicas. Desde Pitágoras que aprendió en la escuela de los gimnósofos y Plotino que fue iniciado en los misterior del Yoga  hasta los adeptos de hoy día, todos buscaron en la India las fuentes de la sabiduría oculta. A las generaciones venideras corresponde restaurar esta capital verdad, que en nuestros tiempos está generalmente menospreciada como vil superstición.
            
Apenas tienen ni aun los más famosos orientalistas, noticias ciertas de la India, el Tíbet y la China, pues el más infatigable de todos ellos, Max Müller, confiesa que hasta hace cosa de un cuarto de siglo no había caído en manos de los investigadores europeos ni un solo documento auténtico de la religión budista, y que cincuenta años atrás no hubieran sido capaces los filólogos de traducir una línea siquiera de los Vedas induistas, del Zend-Avesta zoroastriano ni del Tripitâka budista, sin contar otros textos en diversos idiomas y dialectos orientales. Pero aun hoy mismo, los textos sagrados que andan en manos de los eruditos occidentales son ediciones fragmentarias en que no consta absolutamente nada de la literatura esotérica del budismo, pero que sin embargo van esclareciendo poco a poco las lobregueces del que Max Müller calificó de “yermo religioso donde los lamas hallarían su más solitario retiro”, añadiendo que todo cuanto en el intrincado laberinto de las religiones del mundo parecía obscuro, erróneo o frívolo, empieza a variar de aspecto a los ojos de la investigación comparada. Dice a este propósito el ilustre sanscritista que los alborotados desvaríos de los yoguis indos y las desconcertadas blasfemias de los budistas chinos tienen deshonrosa traza para el nombre de religión; pero según el investigador adelanta por entre aquellas lóbregas galerías vislumbra un tenue rayo de luz que promete disipar las tinieblas. 

Tiempo vendrá en que cuanto hoy se califica de salvaje y pagana jerigonza, suministre la clave de todas las religiones, porque, como dice San Agustín, tantas veces citado por Max Müller, “no hay religión falsa que no contenga algo de verdad”.

EL  FILÓSOFO  AMONIO


Sin embargo, el obispo de Hipona tomó esta máxima de las obras de Amonio Saccas, el insigne maestro alejandrino apellidado Theodidaktos (aleccionado por Dios) que floreció unos 140 años antes de San Agustín. Consideraba Amonio Saccas a Jesús como un superhombre amigo de Dios, que jamás se propuso abolir la comunicación con los dioses y los espíritus, sino sencillamente perfeccionar las antiguas religiones, pues los sentimientos religiosos de las multitudes habían ido par a par con las enseñanzas de los filósofos, que los habían corrompido y extraviado con supersticiones, falsedades y conceptos puramente humanos, por lo que convenía devolver a las religiones su original pureza, expurgándolas de escorias y armonizándolas con la verdadera filosofía. Así es que, según Amonio Saccas, sólo se propuso Cristo restaurar íntegramente la sabiduría antigua.
            
Amonio fue el primero en enseñar que todas las religiones tenían por común fundamento la verdad contenida en los Libros de Toth o Hermes, de que Pitágoras y Platón derivaron su filosofía. Puso también Amonio de manifiesto la identidad entre las enseñanzas pitagóricas y las de los primitivos brahmanes recopiladas en los Vedas.
            
Se sabe positivamente que antes de pronunciar Pitágoras por vez primera en la corte del rey de los filiasianos la palabra “filósofo”, era idéntica la “doctrina secreta” en todos los países. Por lo tanto, hemos de buscar la verdad en los textos cuya antigüedad les salvó de adulteración, y compulsarlos con la Biblia hebrea para que los filósofos decidan con estricta imparcialidad exenta de prejuicios científicos y teológicos, si la sruti (revelación primitiva) está en los Vedas o en el Antiguo Testamento y cuál de ambas Escrituras es la smriti (tradición).
            
Orígenes  dice que los brahmanes fueron siempre famosos por las maravillosas curas que realizaban por medio de palabras mágicas.
            
Lo mismo atestigua Leonardo de Vair, autor del siglo XVI, al decir: “Hay personas que mediante ciertas frases de encanto, andan con los pies desnudos sobre ascuas y sobre cuchillos de punta, de modo que, sosteniéndose con un solo dedo del pie, levantan en el aire a un hombre o muy pesados objetos. Asimismo doman caballos salvajes y toros furiosos con una sola palabra”. Estas opiniones están corroboradas en nuestros días por Orioli, miembro correspondiente del Instituto de Francia.
            
La mágica palabra por cuya virtud se operan tales maravillas está en los mantras (himnos) de los Vedas, según afirman algunos adeptos; pero aunque el testimonio humano demuestre la realidad de dicha palabra, a los eruditos les toca indagarla en los Vedas.

LA  PRUEBA  DEL  FUEGO

Parece que los misioneros jesuitas presenciaron muchas de estas operaciones mágicas a cuya referencia presta Baldinger entero crédito. Entre ellas se cuenta la llamada tschamping  o manipulación del fuego, que los jesuitas aprendieron de los hechiceros indígenas, quienes la efectúan todavía con éxito.
            
Sin embargo, la misma operación llevan a cabo los médiums en estado de trance, según el respetabilísimo y fidedigno testimonio de lord Adair y S. C. Hall. Los espiritistas atribuirán el fenómeno a los espíritus; pero conviene advertir que ni los magos conscientes ni los inconscientes o juglares tienen necesidad de ponerse en trance para manipular el fuego y objetos candentes, mientras que los médiums no son capaces de la misma operación en estado de vigilia. Hemos visto a un juglar indo tener las manos sobre el fuego de un horno hasta quedar las brasas en ceniza. Durante la ceremonia religiosa de Siva-Râtri (víspera de Siva), cuando el pueblo pasa la noche en vela y oración, un juglar de raza tamil operó ante los sivaitas muy prodigiosos fenómenos con auxilio de un gnomo a que llaman kutti sâttan (demonio chico); mas para que las gentes no pensaran que el gnomo le dominaba, como pretendía un misionero católico allí presente, quien aprovechó la oportunidad para decir a los espectadores que “aquel mísero pecador había vendido el alma al diablo”, metió las manos en el fuego como en refrigerante baño, y dirigiendo la vista al misionero exclamó con arrogante voz: “Mi padre y mi abuelo tuvieron a este espíritu a sus órdenes y desde hace dos siglos es el servidor de mi estirpe. ¿Cómo queréis que las gentes le crean mi amo? Pero todos saben muy bien a qué atenerse”. 

Dicho esto sacó las manos del fuego e hizo otras habilidades no menos sorprendentes.
Todos los europeos residentes en la India saben de oídas que algunos brahmanes poseen maravillosas facultades proféticas y clarividentes, no obstante de que esos mismos europeos al regresar a sus “civilizados países” asienten a las incrédulas burlas con que se reciben sus relatos y aun llegan a desmentir su veracidad. Porque los brahmanes a que nos referimos moran hacia las costas occidentales de la India, en apartados lugares o en recintos de población cuya entrada está prohibida a los europeos, quienes, por esta circunstancia, es muy raro que logren trabar amistad con los videntes. Se supone como causa de este apartamiento la escrupulosa observancia de las leyes de casta; pero estamos firmemente convencidos de que muy otro es el verdadero motivo, cuyo esclarecimiento tardará muchísimos años y tal vez siglos.
            
En cuanto a las castas inferiores o masas populares de la India, no tienen del diablo el concepto dominante entre los cristianos, a pesar de que tanto los misioneros católicos como los protestantes acusan a la plebe inda de estar vendida al “tradicional y astuto enemigo del género humano”. Sin embargo, las gentes de la India creen en la existencia de espíritus benéficos y malignos, pero no adoran ni temen al diablo, pues su culto religioso se contrae en este punto a la práctica de ceremonias a propósito para ahuyentar a los espíritus terrestres, que les infunden más temor que los elementales. A tal propósito entonan himnos, tañen instrumentos y queman perfumes cuyas vibraciones y emanaciones son pernicioso ambiente para los elementarios. Estas prácticas datan de miles de años entre aquellas gentes que las heredan y transmiten de generación en generación; y para demostrar que el intento va dirigido contra las entidades elementarias, valga la consideración de que cuando una familia inda infiere de la conducta de alguno de sus individuos que al morir se ha convertido en larva o entidad elementaria, se esfuerzan en mantenerla propicia ofreciéndole tortas, frutas y los manjares de que más gustó en vida, pues conocen por experiencia cuán terrible es la persecución de estas entidades. Así es que, generalizando la práctica, depositan en los sepulcros o cerca de las urnas cinerarias de los malvados, diversidad de manjares y bebidas con intento de retenerlos en el lugar de su enterramiento o incineración, según el caso, e impedir con ello que regresen a sus hogares. Hasta hace unos quince años, en que fue prohibida por el gobierno, subsistió en la India la costumbre de amputar los pies a los ajusticiados, pues creía el vulgo que de este modo no podría el alma del criminal cometer nuevas maldades.
            
Varios misioneros, entre ellos el reverendo Lewis, han referido circunstanciadamente este hecho, aunque, como de costumbre, lo achaquen todo a la adoración del diablo, cuando nada hay en ello que ni por asomo se le parezca.
            
Otra prueba de que los indos no adoran al diablo, es que carecen de palabra expresiva de este concepto, pues a las entidades elementarias suelen designarlas, según su índole, con los nombres de pûttâm (fantasma persecutorio), pey (espectro) y pishâcha (duende). Los más temibles para los induistas son los pûttâm, pues creen que vuelven a la tierra para atormentar a los vivos y frecuentan el lugar de su enterramiento o incineración. Los espíritus del fuego o espíritus de Siva son entre los indos lo mismo que los gnomos y las salamandras de los rosacruces y, como estos, los representan en figura de enanos de cuerpo ígneo, que moran en los abismos terrestres y entre las llamas del fuego.

DRAGONES  LEGENDARIOS


Observa Warton muy acertadamente que los dragones de las leyendas y fábulas son de puro origen oriental, pues encontramos este elemento simbólico en todas las tradiciones de la época primieval. Pero en documento alguno aparece tan definido el dragón como en los textos budistas que nos hablan de las nâgas o sierpes regias que habitan en cavernas subterráneas, entre cuyas misteriosas tinieblas flota el espíritu adivinatorio. Pero tampoco los budistas creen en el diablo según el concepto cristiano que lo considera como entidad distinta y enemiga eterna de Dios, sino que, análogamente a los induistas, admiten la existencia de entidades inferiores que vivieron en la tierra o en otros planetas, pero que todavía no han transpuesto el reino humano. En cuanto a los nâgas creen que han sido en la tierra brujos de índole ruin que comunican a los hombres perversos el poder de secar los frutos con su mirada y aun el de herir de muerte a cuantos ceden a su influencia. Por esto se dice que un cingalés tiene la nâga en el cuerpo cuando con la mirada es capaz de secar un árbol y matar a una persona. vemos, en consecuencia, que los espíritus malignos no son para los budistas lo que el demonio para los cristianos, sino más bien la encarnación de los diversos vicios, crímenes y pasiones humanas. Los devas azules, verdes, amarillos y escarlatas que, según las creencias budistas moran en el monte Jugandere, son genios tutelares de tan benéfica índole algunos como las divinidades llamadas natas, en cuyo número también se entremezclan gigantes y genios maléficos que moran igualmente en dicho monte.
            
Según las enseñanzas budistas, los espíritus malignos eran seres humanos cuando la naturaleza produjo el sol, la luna y las estrellas, pero que al pecar perdieron su estado de felicidad. Si persisten en el pecado, se agrava su castigo, y de este linaje son los condenados; pero aquellos demonios que mueren para nacer o encarnar en cuerpo humano y no vuelven a pecar, alcanzan la felicidad celeste. Según observa Upham  esta creencia demuestra que, para los budistas, todos los seres así humanos como divinos están sujetos a la ley de la transmigración, en correspondencia con los actos morales de cada cual, de donde se deriva un código de ética muy digno de llamar la atrención del filósofo.

EL  VAMPIRISMO


Creen los indos en la existencia de las entidades llamadas vampiros, y la misma creencia está generalizada entre los servios y los húngaros. El famoso espiritista e hipnotizador francés Pierart expuso hace cosa de doce años en forma doctrinal esta opinión popular, diciendo que “no es tan inexplicable como parece el hecho de que un espectro se alimente de sangre humana como los vampiros, pues según saben los espiritistas, la bicorporeidad o desdoblamiento de la personalidad es prueba evidente de lo mucho que pueden hacer los espectros astrales en circunstancias favorables.
            
Pero Pierart funda su teoría en la de los cabalistas, quienes llamaban shadim a las entidades de ínfimo orden espiritual. Dice Maimónides que las gentes de su país se veían forzadas a mantener íntimas relaciones con los difuntos en la fiesta de sangre que al efecto celebraban, cavando un hoyo donde vertían sangre fresca para colocar encima una mesa por cuyo medio respondían los espíritus a todas las preguntas.
            
Pierart se indigna contra la superticiosa costumbre que tenía el clero de atravesar con un puntiagudo palitroque el corazón de todo cadáver sospechoso de vampirismo, pues mientras el cuerpo astral no se haya desprendido por completo del físico, hay probabilidad de que vuelvan a unirse en virtud de la atracción magnética entre ambos. Algunas veces el cuerpo astral está todavía a medio salir del físico que ofrece apariencias cadavéricas, y en este caso vuelve el astral bruscamente a su envoltura de carne, determinando la asfixia del aparente difunto; o si éste estuvo en vida muy apegado a la materia, se convertirá en vampiro que desde entonces vivirá bicorporalmente, alimentándose de la sangre que en cuerpo astral absorba de las personas vivientes, pues mientras no se rompa el lazo que lo mantiene al cuerpo físico, podrá vagar de un lado a otro en acecho de su presa. Añade Pierart que, según todos los indicios, esta entidad, por un misterioso e invisible nexo, que tal vez se descubra algún día, transmite el producto de la absorción al sepulto cadáver, con lo que perpetúa el estado cataléptico. Brierre de Boismont cita algunos ejemplos, indudablemente auténticos, de vampirismo, aunque los califica, sin fundamento, de alucinaciones. A propósito de este asunto dice un periódico francés:

Según recientes investigaciones, se sabe que, el año 1871, por instigación del clero fueron sometidos dos cadáveres al nefando tratamiento de la superstición popular...; ¡oh ciega preocupación!

 Pero a esto replica Pierart con valiente lógica:

¿Ciega decís? Tanto como queráis. Pero ¿de dónde derivan estas preocupaciones? ¿Por qué se han perpetuado en tantísimos países a través del tiempo? Después de la infinidad de casos de vampirismo tan a menudo observados, ¿cabe suponer que no tuvieron fundamento? De la nada no sale nada. Las creencias y costumbres dimanan de una causa originaria. Si nunca hubiese ocurrido que los espectro chuparan sangre humana hasta matar a la víctima por extenuación, nadie hubiera desenterrado cadáveres ni fuera posible encontrar, como se encontraron varias veces, cadáveres todavía con las carnes blandas, los ojos abiertos, la tez sonrosada, la boca y narices llenas de sangre que también manaba de las heridas que, por asesinato o ajusticiamiento, les produjeron la muerte.
            
El obispo Huet dice por su parte:

            
No quiero examinar si los casos de vampirismo de que tanto se habla son auténticos o resultado de alguna superstición popular; pero como quiera que los atestiguan autores competentes y fidedignos, aparte de numerosos testigos oculares, no es prudente dirimir esta cuestión sin antes estudiar detenidamente sus términos .

CASOS  DE  VAMPIRISMO


También Des Mousseaux trata de este particular, y después de tomarse la molestia de recoger materiales con que forjar su teoría demonológica, cita varios casos notables de vampirismo para atribuirlos en conclusión a las mañas del diablo infundido en los cadáveres de los cementerios para chupar la sangre de personas vivas. Sin embargo, nos parece que podemos explicar este fenómeno sin necesidad de que intervenga tan siniestro personaje, pues bastan para substituirlo la multitud de concupiscentes pecadores de todo linaje, cuya malicia iguala, si no supera, a la achacada al diablo en los mejores días de su quimérica dominación. Lógico es creer en las apariciones espectrales de entidades psíquicas, pero no en la personificación del diablo, a quien nadie vio nunca.
            
De todos modos, la universalidad de la creencia en el vampirismo nos ofrece pàrticularidades dignas de tenerse en cuenta. Los naturales de los países balcánicos y también los griegos dudarían antes de la existencia de los turcos, sus tradicionales enemigos, que de la de los vampiros, a quienes llaman brucolâk o vurdalak y son huéspedes demasiado frecuentes del hogar eslavo. Autores prestigiosos por su integridad y talento confiesan que el vampirismo no es conseja ni superstición, sino hecho cierto cuya más valiosa prueba está en el testimonio unánime de pueblos sin enlace étnico que, no obstante, coinciden en la descripción de este fenómeno tanto como discrepan en los pormenores de otras creencias igualmente tachadas de supersticiosas.
            
El escéptico benedictino Dom Calmet, que floreció en el siglo XVIII, dice a este propósito:

Dos medios hay de extirpar la creencia en esos presuntos fantasmas... O bien explicar los fenómenos del vampirismo por medio de causas puramente físicas, o bien, y esto fuera lo más prudente, negar en absoluto semejantes relatos.

            
El primer medio, o sea la explicación del fenómeno por causas físicas, aunque desconocidas, lo empleó la escuela hipnótica de Pierart y no debieran acogerlo hostilmente los espiritistas. El segundo medio es el seguido por los científicos escépticos que niegan rotundamente el hecho, con aplauso de Des Mousseaux, para quien no hay medio más expedito que la negativa ni que requiera menos saber.
            
Según refiere Dom Calmet, un pastor de Kodom (Baviera) se apareció varias veces a algunos vecinos del lugar en que había muerto; y ya fuese a consecuencia del susto recibido, ya por otra causa cualquiera, lo cierto es que todos cuantos vieron el espectro fallecieron a los pocos días. Escamados por ello los lugareños desenterraron el cadáver y lo clavaron en el suelo con una estaca que le atravesaba el corazón; pero aquella misma noche volvió a aparecerse el espectro, de cuya visión cayeron en congoja no pocos lugareños y se aterrorizaron todos. En vista de ello, el gobernador del distrito mandó que po mano del verdugo fuese quemado el cadáver, y en el acto de la quema echaron de ver cuantos se atrevieron a presenciarla que pateaba entre lágrimas y aullidos, como si estuviera vivo, y al clavarle con otras estacas sobre la hoguera, manó abundante sangre de las heridas. Desde entonces no volvió a verse el espectro.
            
Siempre que por mandamiento judicial se desenterraron los cadáveres de personas cuyos espectros veían las gentes, se observó que el cuerpo sospechoso de vampirismo estaba más bien como dormido que como muerto, y que todos los objetos de uso personal del difunto se movían por la casa sin que nadie los tocara. No obstante, en todos los casos se procedió con el más riguroso formulismo legal, y únicamente después de oír a los testigos, cuando los cadáveres presentaban señales inequívocas de vampirismo, los quemaba el verdugo.
            
Respecto a la naturaleza del fenómeno, dice Dom Calmet que la principal dificultad está en saber cómo los vampiros pueden salir del sepulcro y volver a él sin dejar señales de remoción en el enterramiento, aparte de que se aparecen con los mismos vestidos que llevaban en vida y se mueven y aun comen cual si estuvieran vivos. Añade el benedictino que si todo esto fuera ilusión de quienes aseguran haber visto los espectros, no se encontrarían los cadáveres enteros, bien conservados y rebosando sangre, ni, lo que es más concluyente, tendrían los pies manchados de barro después de su aparición, sin que nada de esto se note en los demás cadáveres del mismo cementerio. Por otra parte, continúa Calmet, es muy significativo que una vez quemado el cadáver no vuelva a verse el espectro, y que estos casos ocurran con tanta frecuencia en este país que no sea posible desarraigar la superstición, sino, por el contrario, afirmarla más y más en las gentes.

MUERTE  APARENTE


 La muerte aparente es un fenómeno de naturaleza desconocida que, por esta circunstancia, niegan de consumo fisiólogos y psicólogos. Consiste en que a veces está ya muerto el cuerpo físico sin que el astral se haya separado de él; pero si por lo malvado perdió el difunto su individualidad, irá el astral separándose poco a poco hasta desligarse por completo del organismo en descomposición. Así resulta que la verdadera muerte, o sea el definitivo abandono del cuerpo físico, no ocurre precisamente cuando la declaran médicos que no creen o no comprenden la verdadera naturaleza del espíritu.
            
Pierart opina que es muy arriesgado enterrar apresuradamente a los difuntos, aun cuando el cuerpo presente indicios de descomposición, y dice a este propósito que “cuando se entierra a un cataléptico en lugar fresco y seco, donde el aparente cadáver no sufra influencias morbosas, el cuerpo astral, envuelto en el doble etéreo, sale del sepulcro con objeto de alimentar al físico a expensas de las personas vivas. La asimilación se efectúa por un medio transmisor que algún día descubrirán las ciencias psicológicas”. Hay numerosos testimonios judiciales de la aparición de estos espectros vampíricos que chupaban la sangre de sus víctimas hasta matarlas por consunción. En consecuencia, no hay más remedio que o negar de plano estos fenómenos, según piadosamente aconseja Calmet, o admitir la única explicación que satisfactoriamente les cabe.
            
Dice Glanvil que “hombres tan eminentes como Enrique More aseveran que las almas de los difuntos actúan en vehículos etéreos, según opinaron los filósofos de la antigüedad”. Sobre este mismo particular observa el filósofo alemán Görres que “Dios no formó al hombre con cuerpo muerto, sino con organismo animado, lleno de vida y dispuesto a recibir el divino soplo por cuya virtud salió de las creadoras manos como doble obra maestra. El misterioso soplo penetró en la misma entraña de la vida orgánica del primer hombre (de la primera raza) y desde aquel instante quedaron unidos el alma animal procedente de la evolución terrena y el espíritu emanado del cielo”.
            
Des Mousseaux repudia esta doctrina por opuesta a la católica; pero esto no es obstáculo para que esclarezca con la luz de la lógica muchos enigmas psicológicos. El sol de la filosofía brilla para todos, y si a los católicos, que forman escasamente la séptima parte de la población total del globo, no les satisface dicha teoría, tal vez satisfaga a los millones de gentes que profesan otras religiones.

ENTIDADES  ESPIRITUALES


Volúmenes enteros podríamos llenar con la descripción de los fenómenos que ocurren entre los adeptos de todos los países; pero baste considerar los que guardan relación con los modernos fenómenos oficialmente atestiguados.
            
Horst trató de dar idea de algunas entidades espirituales de la religión persa; pero no logró su intento por lo muy embrollado de la nomenclatura, en que figuran las numerosas clases de devas, los darvandas, sadimos, dijinos, duendes, elfos, etc., aparte de los serafines, querubines, iredas, amashpendas, sefirotes, malaquimes y elohimes de la religión judía, con los millones de entidades astrales y elementarias, espíritus intermedios y seres quiméricos de toda clase y coloración (62).
            
Sin embargo, la mayoría de estas entidades nada tienen que ver con los fenómenos deliberada y conscientemente producidos por los magos orientales que protestan contra la imputación de hechiceros, pues estos reciben ayuda de las entidades elementales y elementarias sobre las que el adepto tiene ilimitado poder, aunque raras veces hace uso de él, ya que en los fenómenos psíquicos le sirven los espíritus de la naturaleza, no como inteligencias, sino como fuerzas sumisas y obedientes.
            
En corroboración de nuestros asertos transcribiremos el juicio que respecto de los fenómenos en general y de los médiums en particular expuso en El Herado de Boston un articulista, engañado por impostores sin conciencia. Dice así:

El médium de nuestros días tiene mucha más analogía con el hechicero medioeval que con ninguna otra modalidad del arte mágico, pues como luego veremos no difiere mucho de sus peculiares características. En 1615 una delegación de la compañía de Indias fue a cumplimentar al emperador Jehangire, y en aquella coyuntura presenciaron fenómenos tan prodigiosos que apenas creían lo que veían, ni remotamente siquiera acertaban a explicárselo. Una tropa de hechiceros y prestidigitadores bengaleses lucía sus habilidades ante el emperador, cuando éste les pidió que plantasen en el suelo diez simientes de morera, de modo que brotaran los árboles. Así lo hicieron los hechiceros con maravilla de todos los circunstantes que, sin apartar los ojos del sitio, vieron cómo aparecían los cotiledones y después los tallos, que en pocos minutos crecieron rápidamente hasta dar ramas, yemas, hojas, flores y frutos de exquisito sabor. De la propia suerte medraron una higuera, un almendro, un mango y un nogal con sus respectivos frutos. Pero no pararon aquí los prodigios, porque las ramas de todos aquellos árboles se vieron a poco pobladas de aves de hermoso plumaje que de una a otra saltaban cantando melódicamente, hasta que al cabo de una hora se desvaneció todo aquel encanto sin dejar la señal más leve.
            
Otro hechicero llevaba un arco y cincuenta flechas con punta de acero. Disparó una y ¡oh maravilla! Quedó como clavada en el aire a considerable altura, y las que sucesivamente disparó fueron clavándose en la varilla de la precedente, formando una cadena de flechas, hasta que la última deshizo el enlace y cayeron todas una tras otra.
            
Después levantaron los bengaleses dos tiendas iguales frente por frente a la distancia de un tiro de flecha. Los circunstantes examinaron a su sabor ambas tiendas para convencerse de que no había nadie en ellas, y después les invitaron los bengaleses a decir qué clase de cuadrúpedos o aves querían que saliesen de las tiendas para combatir en el espacio intermedio. El emperador respondió con aire de incredulidad que le gustaría ver una pelea de avestruces, y a los pocos momentos salieron dos de estas zancudas, una de cada tienda, y tan encarnizadamente se acometieron que muy luego corrió la sangre en abundancia, aunque sin declararse la victoria por ninguno de los avestruces, pues eran muy iguales en ardor y denuedo. Por último los mismos encantadores separaron a los combatientes y los condujeron al interior de las tiendas. No satisfecha con esto, los hechiceros cumplieron el deseo de cuantos espectadores les pedían la salida de aves y cuadrúpedos.
            
Consistió otro prodigio en que trajeron un gran caldero lleno de arroz, que se coció sin lumbre alguna, y de él se colmaron un centenar de fuentes con un ave asada por remate. Los fakires subalternos llevan hoy a cabo el mismo fenómeno, aunque en menores proporciones. Pero nos falta espacio para demostrar cómo la actuación de los médiums contemporáneos es mezquina y endeble si se compara con la de los hechiceros y encantadores de Oriente. No hay en las manifestaciones mediumnímicas ni una sola modalidad que no haya tenido y tenga reduplicada ventaja en las de los habilísimos manipuladores cuyas virtudes mágicas no cabe poner en duda.

ÍNCUBOS  Y SÚCUBOS


No es cierto que los fakires y prestidigitadores indos recaben siempre el auxilio de los espíritus, pues si bien a veces evocan religiosamente a los pitris (antepasados) y otros espíritus puros, en cambio hay muchísimos fenómenos debidos tan sólo a la voluntad del fakir .
            
Los caldeos, a quienes Cicerón diputa por los más antiguos magos del mundo, fundaban la magia en las internas facultades anímicas del hombre y en el conocimiento de las propiedades secretas de minerales, vegetales y animales con cuyo auxilio llevaban a cabo asombrosos prodigios. La magia era entre los caldeos equivalente a religión o ciencia; pero los Padres de la Iglesia y otros expositores adulteraron los mitos mazdeístas en la repulsiva forma descrita por autores ultramontanos, como Des Mousseaux, quien afirma en una de sus obras la existencia de los demonios íncubos y súcubos de la Edad Media, cuya abominable superstición, engendrada por el fanatismo epiléptico, tantas vidas humanas costó en aquella época. Estas quimeras no pueden tener realidad objetiva ni cabe atribuirlas a la perversidad del diablo, so pena de suponer blasfemamente que Dios permite las malignidades del demonio.
            
En último término, la autenticidad de los fenómenos del vampirismo está apoyada en dos proposiciones fundamentales de la psicología esotérica, conviene a saber:
            
1.ª  El cuerpo astral es un vehículo o entidad distinta y completamente separable del Ego, de modo que puede moverse a gran distancia del cuerpo físico sin que se rompa el hilo de la vida.
            
2.ª  Mientras el cuerpo físico no muera del todo y pueda volver a infundirse en él su habitador, le será fácil a éste substraer del aparente cadáver los elementos suficientes para materializar en lo posible su cuerpo astral y manifestarse en forma casi terrena. Pero hay muchísima distancia de estos lógicos conceptos a la sacrílega y mentecata creencia sostenida por Des Monsseaux y De Mirville, de que el diablo asume figuras de lobo, serpiente y perro para satisfacer su lujuria y procrear monstruos, atribuyéndole potestad equivalente a la de Dios. Estas supersticiones encubren gérmenes de demonolotría, y si la iglesia católica las admite como dogma de fe que sus misioneros enseñan, no ha de escandalizarse de que algunas sectas parsis e induistas tributen culto al demonio.
            
Por consiguiente, el diablo y sus metamorfosis son pura quimera, y quien imagine verle y oírle, oye y ve el eco y reflejo de su perversa, depravada e impura naturaleza inferior. Como quiera que cada cosa atrae a su semejante, el cuerpo astral atraerá (cuando durante las horas de sueño se separe del cuerpo físico) entidades de condición análoga a los pensamientos, obras y trabajos de aquel día. De aquí la índole brutal y siniestra de unos ensueños al paso que otros son placenteros y agradables. Según el temperamento religioso de la persona que tuvo el mal ensueño, acudirá presurosa al confesionario o se reirá de ello con la mayor indiferencia. En el primer caso se le promete la salvación eterna mediante la compra de unas cuantas indulgencias o de algunos años de purgatorio. Pero ¿qué importa? ¿No está seguro el creyente de su inmortalidad? Ahuyentemos al diablo con el hisopo, la campanilla y el misal. Sin embargo, el diablo vuelve a la carga y el sincero creyente pierde la fe en Dios al ver que el diablo le aventaja en poderío, y al diablo se entrega por completo. Al morir, ya explicamos en capítulos precedentes cuáles son las consecuencias.

OPINIÓN  DE  ENNEMOSER


            
Ennemoser ha expresado acabadamente este concepto en el siguiente pasaje:

            
La religión no está en Europa y China tan profundamente arraigada como en la India... El espíritu de los griegos y persas era más voluble... El concepto filosófico de los principios del bien y del mal, así como del mundo espiritual, contribuyó en la tradición a forjar figuras celestes e infernales horriblemente contorsionadas... En la India el fanatismo entusiasta forjaba estas visiones mucho más apaciblemente, pues el vidente recibía de cerca la luz divina, mientras que en los países occidentales, identificaba la visión con multitud de objetos exteriores. Así es que en estos países fueron más frecuentes los convulsionarios, porque la mente era menos vigorosa y sobre todo menos espiritual.
            
También influyen en estas diferencias las causas externas del medio ambiente, situación geográfica, género de vida y otras circunstancias artificiales. El género de vida ha sido muy variable en Occidente y, por lo tanto, excitó la actividad de los sentidos de modo que en los sueños se reflejó la vida externa... Así es que los espíritus asumen infinidad de formas e incitan a los hombres a satisfacer sus pasiones, mostrándoles los medios más a propósito para ello con toda clase de pormenores, lo cual está muy por debajo de las elevadas naturalezas de los iluminados de la India.

            
Purifique el estudiante de ocultismo su naturaleza inferior de modo que sus pensamientos sean tan elevados como los de los videntes indos, y podrá dormir tranquilamente sin que le molesten vampiros ni demonios íncubos o súcubos. En torno del dormido cuerpo del hombre puro, el espíritu inmortal se escuda contra las malignas asechanzas tan poderosamente como tras un muro de cristal.
            Hoec murus oeneus esto; nihil conscire sibi, nulla pallascere culpa.







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