Los defensores verdaderamente filosóficos de la doctrina
de la uniformidad
jamás hablan de las imposibilidades de
la naturaleza ni dicen que el Constructor del universo no
puede alterar su obra... Expónganse las más disolventes
hipótesis con la corrección propia de caballeros y les
darán en rostro.-
TYNDALL: Conferencia sobre el empleo
científico de la imaginación.
El mundo tendrá una religión de la especie que sea,
aunque para ello haya de recurrir al lupanar intelectual
del espiritismo.
TYNDALL: Fragmentos de la ciencia.
Pero como vampiro enviado a la tierra, arrancarán tu
cadáver de la tumba y chuparán la sangre de toda tu
raza.
LORD BYRON: Giaour.
Nos acercamos al
santo recinto de aquel dios Jano que se llama el molecular de Tyndall. Entremos
descalzos. Al atravesar el sagrado atrio del templo de la sabiduría, nos
aproximamos al resplandeciente sol del sistema huxleyocéntrico. Volvamos la
vista; no sea que ceguemos.
Hemos tratado con la mayor
moderación posible los asuntos hasta ahora expuestos, teniendo en cuenta la
actitud en que ciencia y teología se colocaron durante siglos respecto a
aquellos de quienes recibieron los amplios fundamentos de su actual sabiduría.
Cuando a manera de imparciales espectadores vemos lo mucho que los antiguos
sabían y lo no menos que los modernos presumen saber, nos asombra que pase
inadvertida la mala fe de los científicos contemporáneos, que diariamente
admiten nuevas teorías bajo la crítica de observadores legos aunque bien
informados.
En corroboración de lo que decimos,
copiaremos el siguiente párrafo de un artículo periodístico:
LA AURORA
BOREAL
“Es curiosa la diversidad de opiniones
que entre los científicos prevalecen respecto de algunos de los más comunes
fenómenos naturales, como, por ejemplo, la autora boreal. Descartes la
consideraba un meteoro procedente de las regiones superiores de la atmósfera.
Halley y Dalton la atribuían al magnetismo de la tierra. Coates la suponía
resultado de la fermentación de una materia emanada de la superficie del globo.
Marion afirmaba que provenía del contacto de la brillante atmósfera del sol con
la de nuestro planeta. Euler sostenía que dimanaba de la vibración del éter
entre las partículas de la atmósfera terrestre. canton y Franklin dicen que es
un fenómeno puramente eléctrico, y Parrat le daba por causa la conflagración
del hidrógeno carburado que la tierra exhala a consecuencia de la putrefacción
de las materias vegetales, conflagración promovida por las estrellas fugaces.
De la Rive y Oersted indujeron que era un fenómeno electro-magnético, pero
simplemente terrestre. olmsted suponía que alrededor del sol giraba un astro de
constitución nebulosa, que al ponerse periódicamente en vecindad con la tierra
entremezclaba sus gases con los de nuestra atmósfera y producía la aurora
boreal”.
Análogas hipótesis encontramos en
las demás ramas de la ciencia, de modo que ni aun en los más ordinarios fenómenos
de la naturaleza están de acuerdo los científicos. Tanto estos como los
teólogos inscriben las sutiles relaciones entre la mente y la materia en un
círculo a cuya área llaman terreno vedado.
El teólogo llega hasta donde su fe le consiente, porque, como dice Tyndall: “no
carece del amor a la verdad (elemento positivo), si bien le domina el miedo al
error (elemento negativo). Pero el mal está en que los dogmas religiosos
sujetan el entendimiento del teólogo como la cadena y el grillete al preso”.
En cuanto a los científicos, no
adelantan como pudieran, por su consuetudinaria repugnancia al aspecto
espiritual de la naturaleza y su temor a la opinión pública. Nadie ha flagelado
tan airadamente a los científicos como el mismo Tyndall al decir: “en verdad,
no están los mayores cobardes de nuestros días entre el clero, sino en el
gremio de la ciencia”. Si cupiera duda acerca de la justicia de tan deprimente
epíteto, la desvanecería el mismo Tyndall cuando tras declarar no sólo que
la materia contiene potencialmente toda forma y cualidad de vida, sino que la
ciencia ha expulsado a la teología de sus dominios cosmogónicos, se asustó de
la hostilidad mostrada a su discurso por la opinión pública, y al imprimirlo de
nuevo substituyó la frase: toda forma y
cualidad de vida por la de: toda vida
terrestre. más que cobardía supone esto la ignominiosa abjuración de la fe
científica.
En el discurso de Belfast delata
Tyndall su doble aversión a los teólogos y a los espiritistas. Respecto a los
primeros, ya hemos visto cómo los trató; pero al verse acusados por ellos de
ateísmo protestó de semejante imputación y quiso entablar la paz. Sin embargo,
los centros “nerviosos” y “las moléculas cerebrales” del ilustre físico
necesitaban calmar su agitación en demanda de equilibrio, y nada más a
propósito que emprenderlas con los pobres espiritistas, ya pusilánimes de suyo,
calificando de degradante su doctrina y diciendo que “el mundo habrá de
profesar una religión de tal o cual especie, aunque para ello haya de caer en
el lupanar intelectual del
espiritismo”.
Ya vimos que Magendie y Fournié
confiesan sin rebozo la ignorancia de los fisiólogos respecto a los capitales
problemas de la vida, al par que Tyndall reconoce la insuficiencia de la
evolución para esclarecer el misterio final. También hemos analizado, según
nuestro leal entender, la famosa conferencia de Huxley sobre Las bases fisiológicas de la vida, a fin
de hablar con fundamento de las modernas orientaciones científicas. La teoría
de Huxley sobre este particular puede compendiarse en las siguientes
conclusiones: “Todas las cosas han sido creadas de la materia cósmica, de cuyos
cambios y combinaciones resultan las distintas formas.
BASES FISIOLÓGICAS
DE LA VIDA
La materia ha eliminado al espíritu, pues no
hay tal espíritu y el pensamiento es una propiedad de la materia. Las formas
perecen y otras les suceden. Toda vida tiene un mismo protoplasma y la
diferencia de los organismos proviene de la variable acción química de la
materia viva”.
Nada deja que desear esta teoría de Huxley en cuanto alcanzan
las reacciones químicas y las observaciones microscópicas, por lo que se
comprende la profunda emoción que despertó en el mundo científico; pero tiene
el defecto de que no se echa de ver ni el comienzo ni el término de su ilación
lógica. Se ha servido Huxley de la mejor manera posible de los materiales de
que disponía; y dando por supuesto que el universo está henchido de moléculas
dotadas de energía y latente en ellas el principio vital, resulta muy fácil
deducir que su inherente energía las impele a cohesionarse para formar los
mundos y los organismos vivientes.
¿Pero de dónde proviene la energía que mueve
estas moléculas y les infunde el misterioso principio de vida? ¿Por qué secreta
fuerza se diferencia el protoplasma para formar el organismo del hombre, del
cuadrúpedo, del ave, del reptil, del pez o de la planta, de modo que cada cual
engendra a su semejante y no a su diverso? Y cuando el organismo, sea hongo o
roble, gusano u hombre, devuelve al receptáculo común sus elementos
constitutivos ¿a dónde va la vida que animó aquella forma? ¿Es la ley de
evolución tan restrictiva que en cuanto las moléculas cósmicas llegan al punto
de formar el cerebro humano ya no pueden constituir entidades más perfectas? No
creemos que Huxley demuestre la imposibilidad de que después de la muerte pase
el hombre a un estado de existencia en que vea a su alrededor otras formas
animales y vegetales resultantes de nuevas combinaciones de la entonces
sublimada materia.
Confiesa que nada sabe acerca de la gravitación, sino
que puesto las piedras faltas de apoyo caen al suelo, no habrá piedra alguna
que deje de caer en igualdad de circunstancias. Pero esto es para Huxley una
posibilidad, no una necesidad, y a este efecto dice: “Rechazo toda intrusión,
porque conozco los hechos y conozco la ley. Por lo tanto, esta necesidad es una
vana sombra del impulso de mi propia mente”.
Sin embargo, todo cuanto sucede en
la naturaleza obedece a la ley de necesidad, y toda ley, desde el momento en que
actúa, continuará actuando indefinidamente hasta que la neutralice otra ley
opuesta de potencia equivalente. Así, es natural que la piedra caiga al suelo
atraída por una fuerza y también es natural que no caiga, o que luego de caer
se eleve, en obediencia a otra fuerza igualmente poderosa, aunque no la conozca
Huxley. Es natural que una silla no se mueva del sitio donde esté, y también es
natural que, según testimonio de centenares de personas fidedignas, se levante
en el aire sin que visiblemente nadie la toque. Huxley debiera, en primer
término, cerciorarse de la realidad de este fenómeno, para luego dar nuevo
nombre científico a la fuerza que lo produce.
Dice Huxley que conoce los hechos
y conoce la ley; pero ¿de qué medios se ha valido para llegar a este
conocimiento? Sin duda alguna de sus propios sentidos que, como celosos
servidores, le permitieron descubrir suficientes verdades para trazar un
sistema que, según él mismo confiesa, “parece como si chocara con el sentido
común”. Si su testimonio, que al fin y al cabo queda en hipótesis, ha de servir
de fundamento a la renovación de las creencias religiosas, igual respeto merece
el testimonio de millones de personas respecto a la autenticidad de fenómenos
que minan por su base esas mismas creencias. A huxley no le interesan estos
fenómenos, pero sí a los millones de personas que han reconocido el carácter de
letra de sus íntimos, trazado por manos espirituales, y han visto la espectral
aparición de sus difuntos amigos y parientes, mientras Huxley digería el
protoplasma para cobrar fuerzas con que remontarse a mayores alturas
metafísicas, sin advertir que los desdeñados fenómenos desmentían su hipótesis
predilecta.
La ciencia no tendra derecho a
dogmatizar mientras declare que sus dominios están limitados por las
transformaciones de la materia, que al pasar del estado sólido al aeriforme
pasa de la condición visible a la invisible,
sin que se pierda ni un solo átomo. Entretanto, es la ciencia incompetente para
afirmar y para negar, y debe ceder el campo a quienes tengan más intuición que
sus representantes. Huxley inscribe en el panteón del nihilismo, con capitales
caracteres, el nombre de David Hume, a quien agradece el gran servicio que
prestó a la humanidad al fijar los límites de la investigación filosófica,
fuera de los cuales están las básicas doctrinas “del espiritismo y otros
ismos”. Lo cierto es que Hume pronosticó que los “científicos y los
eruditos se opondrían perpetuamente a toda falacia supersticiosa”, con lo que
significaba la creencia en fenómenos desconocidos a que arbitrariamente llamaba
milagros. Pero, como muy acertadamente observa Wallace, no se pone Hume en
razón al afirmar que “el milagro es una transgresión de las leyes de la
naturaleza”; pues equivale esto, por una parte, a suponer que las conocemos
todas, y por otra, a considerar como milagroso todo fenómeno extraordinario.
Según Wallace, es milagro el hecho que requiere necesariamente la intervención
de inteligentes entidades sobrehumanas. Ahora bien, dice Hume que una experiencia
continuada equivale a una prueba y Huxley añade, en su famoso ensayo sobre este
punto, que todo cuanto podemos saber acerca de la ley de la gravedad es que
puesto que la experiencia enseña que los cuerpos abandonados a sí mismos caen
al suelo sin excepción alguna, no hay razón para dudar de que siempre ha de
ocurrir lo mismo en idénticas circunstancias.
LA EXPERIENCIA
HUMANA
Si fuera imposible ensanchar los
límites de la humana experiencia, tendría visos de verdad la afirmación de
Hume, según la cual conocía todo cuanto está sujeto a las leyes de la
naturaleza, y no nos extrañaría el tono despectivo con que Huxley alude siempre
al espiritismo; pero como de las obras de ambos filósofos se infiere
notoriamente que desconocen la posibilidad de los fenómenos psíquicos, no
conviene reconocer autoridad a sus dogmáticas afirmaciones. Cabe suponer que
quien tan acerbamente arremete contra los espiritistas fundamente su crítica en
detenidos estudios; pero lejos de ello, delata Huxley su ligereza en carta dirigida
a la Sociedad Dialéctica de Londres, en que después de decir que le falta
tiempo para un asunto que no despierta interés, añade: “El único caso de espiritismo que he tenido ocasión de presenciar era
una impostura tan enorme cual no cabía otra mayor”.
No sabemos qué pensaría este
protoplásmico filósofo de un espiritista que tras una sola observación
telescópica, malograda por mala intención de algún empleado del observatorio,
calificase de “ciencia degradante” la astronomía. Esto demuestra que los científicos
en general sólo sirven para recopilar hechos de experimentación física e
inducir de ellos generalizaciones mucho más endebles e ilógicas que las de los
profanos, a causa de su errónea interpretación de las enseñanzas antiguas.
Balfour Stewart rinde sincero
tributo a la intuición de Heráclito, el audaz filósofo que consideró el
fuego como la causa primera y dijo que “todas las cosas estaban en continua
transformación”; y expone a este propósito que “Heráclito debió tener sin duda
del continuado movimiento del universo animado por la energía, un concepto, si
bien menos preciso, tan claro como el de los modernos filósofos que consideran
la materia esencialmente dinámica”. Añade Balfour Stewart, no tan escéptico
como otros de sus colegas, que le parece muy vaga la expresión fuego, y muy natural es que así le
parezca, pues los científicos contemporáneos ignoran el sentido que los
antiguos dieron a la palabra fuego.
Opinaba Heráclito lo mismo que
Hipócrates acerca del origen de las cosas y ambos admitían una potestad suprema, por lo que no cabe decidir si su concepto del fuego primordial, como
energía de la materia, algo semejante al dinamismo
de Leibnitz, era o no “menos preciso” que el de los filósofos modernos. Por el
contrario, sus ideas metafísicas sobre el fuego eran mucho más racionales que
las defectuosas y fragmentarias hipótesis de los científicos del día, pues
coincidieron con las de los parsis, de los filósofos
del fuego y de los rosacruces, quienes sin discrepancia afirmaban que el
divino Espíritu, el Dios omnipotente y omnisciente alienta en el fuego del cual
creó el universo. La ciencia ha venido a corroborar esta opinión en el aspecto
físico.
EL FUEGO
TRINO
La filosofía esotérica consideró en
todo tiempo el fuego como elemento trínico. De la propia suerte que el agua es
un fluido visible con gases invisiblemente disueltos en su masa y subyacente en
ella el espiritual principio de la energía dinámica, así también reconocían los
herméticos en el fuego tres principios: la llama visible, la llama invisible y el espíritu. A todos los elementos aplicaban la misma regla y sostenían
la trínica constitución de los compuestos inorgánicos y orgánicos, incluso el
hombre. En opinión de los rosacruces, legítimos sucesores de los teurgos, es el
fuego origen no sólo de los átomos materiales, sino también de las fuerzas
dinámicas. Al extinguirse la visible llama del fuego, ya no la ve más el
materialista; pero el filósofo hermético la sigue viendo más allá del mundo
físico, de la propia suerte que sigue la estela del espíritu desencarnado o
“chispa vital de la llama celeste” en su tránsito al mundo etéreo a través de
la tumba.
Tiene este punto demasiada
importancia para dejarlo sin comentario. El grosero concepto que del fuego
tienen las ciencias físicas revela su desdeñosa ignorancia de la espiritual
mitad del universo. lAs mismas autoridades científicas, con sus humillantes
confesiones, nos inducen a creer que la filosofía positiva se mueve sobre un
tablado de tan carcomidos y endebles postes, que cualquier descubrimiento o
invención puede dar al traste con los puntales del armatoste. Al afán que les
domina de eliminar de sus conceptos todo elemento espiritual, podemos oponer la
siguiente confesión de Balfour Stewart:
Se advierte la tendencia a dejarse llevar hacia los
extremos y atender en demasía al aspecto puramente material de los fenómenos.
Hemos de ir con cuidado en este punto, no sea que al huir de Scila caigamos en
Caribdis, porque el universo ofrece más de un aspecto y posible es que haya en
él comarcas inexplorables para los físicos tan sólo armados de pesas y
medidas..., pues nada o muy poco sabemos de la constitución y propiedades
íntimas de la materia ya organizada ya inorgánica.
Respecto
a la supervivencia del espíritu nos da Macaulay una todavía más explícita
declaración en el siguiente pasaje:
En cuanto al destino
del hombre después de la muerte, no acierto a ver por qué el europeo culto,
pero sin otro valimiento que su propia razón, ha de estar más en lo cierto que
el indio salvaje, pues ni una sola de las muchas ciencias en que aventajamos a
los salvajes da la más leve insinuación sobre el estado del alma después de
extinguida la vida animal.
Lo cierto es, según nos parece, que cuantos
filósofos antiguos y modernos, desde Platón a Franklin, quisieron demostrar sin
auxilio de la revelación la inmortalidad del hombre fracasaron deplorablemente
en su intento.
Sin
embargo, hay percepciones espirituales muchísimo más fáciles de probar que los
sofismas del materialismo; pero lo que Platón y sus discípulos veían
patentemente verdadero, es para los científicos modernos superfluo error de una
filosofía espuria. Se han invertido los métodos científicos con menosprecio del
testimonio y demostraciones de los antiguos filósofos, que estaban más cercanos
a la verdad por su mayor conocimiento del espíritu de la naturaleza reveladora
de la Divinidad. Para los modernos pensadores, la sabiduría antigua es un
cúmulo heterogéneo de redundancias sin método ni sistema, a pesar de que contra
tan despectivo juicio vemos que supeditaban la fisiología a la psicología,
mientras que los modernos científicos posponen la psicología a la fisiología,
en cuales ciencias no sobresalen gran cosa, según ellos mismos confiesan.
Por lo que toca al último extremo de
la objeción de Macaulay, dióle ya anticipada réplica Hipócrates al decir hace
muchos siglos:
Todas las ciencias y todas las artes han de indagarse
en la naturaleza que, si la interrogamos debidamente, nos revelará las verdades
relativas, no sólo a ella, sino a nosotros mismos. La naturaleza en acción no
es ni más ni menos que la manifestada presencia de Dios. ¿Cómo hemos de
interrogarla para que nos responda? Hemos de proceder con fe, firmemente convencidos de que al fin descubriremos la verdad completa.
Entonces la naturaleza nos pondrá la respuesta en el sentido íntimo que, auxiliado por el conocimiento en ciencias y
artes, nos revelará la verdad tan claramente, que sea imposible toda duda.
EL ALMA
DE LOS ANIMALES
Pero ¿qué pruebas hay, aparte de esa
negación gratuita, de que los animales no tienen alma superviviente por no
decir inmortal? Desde el punto de vista rigurosamente científico pueden
aducirse tantos argumentos en pro como en contra, pues no hay prueba científica
en que apoyar la afirmación ni la negación de la inmortalidad del alma del
hombre, cuanto menos de la del bruto, desde el momento en que no cabe someter a
observación experimental lo que carece de existencia objetiva. Descartes y
Bois-Raymond agotaron su talento en el estudio de esta materia, y Agassiz
confiesa que no podría concebir la vida futura sin dilatarla a los animales y
aun a los mismos vegetales. Porque fuera motivo sobrado para rebelarse contra
la injusticia divina si dotara de espíritu inmortal a un bellaco sin entrañas y
condenase a la aniquilación al leal amigo del hombre, al noble perro que
defiende a su amo con desprecio de la muerte y suele dejarse morir de hambre
junto a su tumba en prueba de la abnegación de que son incapaces la generalidad
de los humanos. ¡Mal haya la razón culta que abone tan nefanda parcialidad! Es
preferible el instinto en semejantes casos y creer, con el indio de Pope, “en
un cielo donde se vea acompañado de su perro”.
Nos faltan tiempo y espacio que
dedicar a las especulaciones de algunos ocultistas antiguos y medioevales sobre
este asunto. Baste decir que anticipándose a Darwin expusieron, aunque
esbozadamente, la teoría de la selección natural y transformación de las
especies y prolongaron por ambos extremos la cadena evolutiva. Además,
exploraron tan intrépidamente el terreno de la psicología como el de la
fisiología, sin desviarse jamás del sendero de paralelas vías que les trazara
su insigtne maestro Hermes en el famoso apotegma: “Como es arriba, así es
abajo”. De esta suerte simultanearon la evolución física con la espiritual.
Pero los biólogos modernos son al
menos lógicos en este punto concreto, pues incapaces de demostrar que los
animales tienen alma, se la niegan al hombre. La razón les lleva al borde del
infranqueable abismo abierto, según Tyndall, entre la materia y la mente. Tan
sólo la intuición podrá salvarlo, cuando se convenzan de que de otro modo han
de fracasar siempre que intenten descubrir los misterios de la vida. A la
intuición, es decir, al instinto consciente han recurrido Fiske, Wallace y los
autores de El Universo invisible para atravesar intrépidamente el abismo.
Perseveren sin temor en su propósito hasta advertir que el espíritu no reside
forzosamente en la materia, sino que la materia se adhiere temporáneamente al
espíritu que de eterna e imperecedera morada sirve a todas las cosas visibles e
invisibles.
Según la filosofía esotérica, la
materia es la densificación concreta y objetiva del espíritu. En la eterna
Causa primera laten desde un principio el espíritu y la materia y esta idea
expresan las palabras: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios” .
Confiesan los esotéricos que el concepto absoluto de la Divinidad escapa a la
razón humana; pero en cambio es asequible a la intuición como reminiscencia de
una verdad inconcusa, aunque imperceptible por sensación física. La Causa
primera, la Divinidad absoluta que, como tal, entrañaba potencialmente los
principios masculino y femenino (activo y pasivo), se desdobla al emanar la
primera idea y se manifiesta como energía creadora (principio activo o
masculino) o, mejor dicho, impulsora de la objetivada materia (principio pasivo
o femenino).
Desde el punto en que se desdobla y
manifiesta la Divinidad, hasta entonces neutra y absoluta, vibra la energía eléctrica
instantáneamente difundida por los ámbitos del espacio sin límites.
Pero el raciocinio humano es incapaz
de fijar el cómo ni el cuándo ni el dónde de la manifestación, es decir, del
nacimiento del universo visible o actualización del espíritu-materia que
eternamente era, aunque latente. A la
finita inteligencia humana se le muestra este principio de la manifestación tan
remoto, que no puede computarlo con números ni expresarlo en palabras, sino que
se confunde con la misma eternidad. Enseñaba Aristóteles que el universo era
eterno, sin principio ni fin deslindables por nuestra inteligencia, y que las
generaciones humanas se iban sucediendo sin interrupción unas a otras. Sobre
esto decía: “Si ha existido un primer hombre, debió nacer sin padre ni madre,
lo cual es contrario a naturaleza, porque no pudo un huevo originario dar
nacimiento al ave, sin ave que pusiera el huevo, puesto que el huevo nace del
ave. El mismo razonamiento conviene a todas las especies, por lo que hemos de
juzgar que antes de aparecer en la tierra, tuvieron forma mental todas las
cosas”.
COETERNIDAD DE
LA MATERIA
Estas enseñanzas concuerdan
esotéricamente con las de Platón, aunque esotéricamente parezcan
contradictorias, según se ve en el siguiente pasaje del maestro: “Hubo un
tiempo en que la humanidad no procreaba; pero después echaron los hombres en
olvido las primievales enseñanzas y fueron degradándose más y mas
profundamente”.
Tan sólo la esotérica teoría antes
expuesta esclarece el misterio de la creación primordial, que siempre fue
pesadilla de la ciencia; pero la importancia del asunto requiere alguna mayor
explicación. Al Decir que la materia es coeterna con el espíritu, no nos
referimos a la materia objetiva y tangible, sino a la sublimación de la materia
cuyo grado máximo e insuperable de sutilidad es el espíritu puro. No cabe
concebir racionalmente otra hipótesis genésica de los seres animados, sino que
el hombre emanó y ha ido evolucionando del primario espíritu-materia.
Darwin traza la evolución de las
especies desde el organismo ínfimo hasta el hombre, donde inadvertidamentese
detiene sin vislumbrar el mundo invisible que se dilata más allá del visible.
Los modernos filósofos positivists
no han comprendido el verdadero significado de la filosofía platónica. Y así lo
da a entender Draper al decir que “los griegos y romanos atribuían al espíritu
la forma y semblante del cuerpo, cuyas alteraciones y crecimiento seguía”.
A esto responderemos que poco importa la opinión del vulgo ignorante, aunque
nos parece que no profesaban dicha creencia al
pie de la letra; y que los filósofos platónicos, así griegos como romanos,
atribuyeron semejanza de contornos, figura y semblante, no al espíritu, sino al
cuerpo astral llamado por ellos alma animal.
Los jainos de la India opinan que el
Ego, llamado por ellos Jiva, está
identificado de toda eternidad con dos vehículos etéreos, uno de los cuales
tiene por atributos las potencias de la mente superior y no está sujeto a
mudanzas, al paso que el otro está constituido por las pasiones, emociones,
deseos y afectos groseros y terrenales del hombre. Después de la muerte del
cuerpo, prufica el Jiva su vehículo pasional y se une al Vaycarica, o divino espíritu, para convertirse en dios. La misma
doctrina exponen los induistas en el Vedanta,
que considera el Ego humano como partícula del universal espíritu divino o
mente inmaterial, y, por lo tanto, capaz de identificarse con la esencia de la
suprema entidad. Dice, además, explícitamente el Vedanta que quien llega al conocimiento de su interno dios, se convierte en dios, aunque viva
en carne mortal, y tiene poderío sobre todas las cosas.
Opina Draper que las
doctrinas budistas llegtaron a la Europa oriental por conducto de Aristóteles,
y se apoya en la analogía de los conceptos capitales de este filósofo con el
versículo de los Vedas que dice: “Verdaderamente hay una sola Divinidad: el
supremo Espíritu. De su misma naturaleza es el alma del hombre”. Sin embargo,
juzgamos equivocada la opinión de Draper, pues antes de Aristóteles enseñaron
la misma doctrina Pitágoras y Platón; y si posteriormente admitieron los
platónicos las teorías aristotélicas de la emanación, fue porque coincidían con
las ya de ellos conocidas enseñanzas budistas acerca de este punto. La doctrina
pitagórica de los números armónicos y la platónica de la creación son gemelas
de la teoría budista sobre la emanación.
La filosofía pitagórica tuvo por
último término liberar al Ego de las ilusiones de los sentidos y de los lazos
de la materia, de suerte que se identifique con la Divinidad. No puede ser más
patente la coincidencia de esta doctrina con la del
nirvana, cuyo verdadero significado vislumbran ya los modernos sanscritistas.
CONCEPTO
DEL NIRVANA
Por lo demás, las doctrinas
aristotélicas para nada influyeron en la escuela neoplatónica, como supone
Draper; y ni Plotino ni Porfirio ni Proclo aceptaron la opinión de Aristóteles
en punto a los sueños y visiones proféticas del alma, pues mientras el filósofo
de Estagira afirma que la mayor parte de los vaticinadores adolecen de insanía (de lo que se aprovechan algunos sofistas para tergiversar las ideas), la
opinión de Porfirio y de Plotino era por completo opuesta. En las más
importantes cuestiones metafísicas, las doctrinas neoplatónicas están en pugna
con las aristotélicas. Por otra parte, el nirvana de los budistas no significa
aniquilación ni los neoplatónicos lo tomaron jamás en este sentido; y si
seguramente no se atrevería a decir Draper que los neoplatónicos negaban la
inmortalidad del alma, tampoco debiera interpretar torcidamente sus doctrinas
afirmando que consideraban el éxtasis como un anticipo de la final inmersión
del alma humana en el alma del mundo.
El nirvana no es, como a Draper y a la
generalidad de sanscritistas les parece, la extincion, la aniquilación, el
desvanecimiento definitivo, sino el eterno descanso y la bienaventuranza
eterna en el seno de la Divinidad. Tal como expone Draper el concepto en su
obra, aparecen Plotino y Porfirio partidarios del nihilismo, lo cual denota que el erudito autor desconoce las
genuinas opiniones de aquellos dos ilustres filósofos; pero como no cabe
suponer este desconocimiento en filósofo
tan culto, forzosamente, aunque con pena, nos inclinamos a creer que tuvo con
ello el propósito de tergiversar las ideas religiosas de los neoplatónicos.
Porque para los modernos filósofos que parecen empeñados en arrebatar de la
mente humana las ideas de Dios y del espíritu inmortal, es muy violento juzgar
con imparcialidad a los platónicos, pues se verían precisados a reconocer su
sagaz penetración en las más arduas cuestiones filosóficas, su firmísima
creencia en Dios, en los espíritus, en la inmortalidad del alma y en las
apariciones; fenómenos todos de índole espiritual que repugnan a la
idiosincrasia de los académicos.
La opinión expuesta por Lemprière es todavía de traza más burda que la de Draper, aunque produce el mismo
efecto. Acusa a los antiguos filósofos de falsedad deliberada, impostura y
superstición, después de ponderar las dotes de cultura, talento y moralidad de
Pitágoras, Plotino y Porfirio, cuya abnegación en el estudio de las verdades
divinas encomia sobremanera, para venir a parar en que Pitágoras era un
impostor y Porfirio supersticioso, mentecato y fraudulento. La incongruencia
crítica no puede ser más patente, como si cupiera que un hombre fuese a la par
sincero e impostor, sabio y supersticioso, honrado y farsante, discreto y
mentecato.
Ya sabemos que la doctrina esotérica
no concede a todos los hombres por igual las mismas condiciones de
inmortalidad. Dice Plotino que “el ojo no vería nunca el sol si no fuese de la
naturaleza del sol”; y Porfirio añade que “únicamente por medio de la más
exquisita pureza y castidad podremos acercarnos a Dios y recibieren la
contemplación de Dios el verdadero conocimiento y la visión interna”. Si el Ego
negligencia durante la vida terrena la iluminación de su divino espíritu, del
Dios interno, no sobrevivirá largo tiempo la entidad astral a la muerte del
cuerpo físico, pues así como el deforme monstruo muere a poco de nacer, así
también la entidad astral grosera y materializada en exceso se disgrega a poco
de nacida al mundo suprafísico y queda abandonada por el Ego, por el glorioso
augeoeides. Durante el período de desintegración, la entidad astral vaga en
torno del cadáver físico, alimentándose vampíricamente de las víctimas que
ceden a su maligna influencia. Cuando el hombre rechaza los rayos de la divina
luz, queda en tinieblas y se apega a las cosas de la tierra.
Todo cuerpo astral, aun el del
hombre justo y virtuoso, es perecedero, porque de los elementos fue formado y a
los elementos se ha de restituir; pero mientras la entidad astral del hombre
perverso se desintegra sin dejar rastro, la de los hombres, no precisamente
santos, sino tan sólo buenos, se renueva por asimilación en partículas más
sutiles y no perece mientras en él arde la chispa divina.
Sobre esto dice Proclo:
Después de la muerte sigue el espíritu residiendo en
el cuerpo aéreo (cuerpo astral) hasta que la desintegración le libra de él en
una segunda muerte análoga a la del
cuerpo físico. Por esto dijeron los antiguos que el espíritu está siempre unido
a un cuerpo celeste, inmortal y luminoso como las estrellas.
ADÁN Y EVA
Pero dejemos aquí esta digresión y
volvamos al examen paralelo de la razón y el instinto. Según los antiguos, el
instinto es don divino y la razón facultad humana. El instinto (.....) es la
íntima sagacidad propia de todos los animales, aun los más inferiores; la razón
(.....) es resultado de las facultades reflexivas. Por lo tanto, el bruto,
aunque carece de razón, está dotado del instinto que infaliblemente le guía y
no es otra cosa que la divina chispa subyacente en toda partícula material que
es a su vez espíritu densificado. La Kabala
hebrea dice que cuando el segundo Adán fue formado del barro de la tierra, era
tal la densificación de la materia que todo lo dominaba. De sus lascivos deseos
nace la mujer y Lilith se lleva lo más sutil del espíritu. El Señor Dios se
pasea por el Edén a la hora del crepúsculo, y no sólo les maldice a ellos
por el pecado cometido, sino también a la tierra, a los seres vivientes y con
ira mayor a la tentadora serpiente, símbolo de la materia. Ésta, en apariencia
injusta maldición a las cosas creadas, inocentes de todo crimen, sólo puede
explicarse cabalísticamente.
La materia entraña en sí la maldición, puesto que
está condenada a purificarse de sus groserías, impelida por el irresistible
anhelo que hacia lo alto lleva a la chispa divina en ella subyacente.
La
purificación requiere dolor y esfuerzo. No cabe duda de que si toda modalidad
de materia tiene origen común, también deben ser comunes sus propiedades, y si
la chispa divina alienta en el cuerpo del hombre, lógico es que asimismo se
oculte en los animales inferiores cuyo instinto resplandece mucho más vivo que
en el reino humano donde la razón lo eclipsa; y así vemos que en gran número de
casos el instinto del animal se sobrepone en sus efectos a la razón, cuyo
atributo confiere al hombre el cetro de la creación terrestre. como quiera que
el cerebro físico del hombre aventaja en perfección al de los animales, su
funcionamiento mental, o sea la razón, ha de corresponder a esta superioridad;
pero sólo en cuanto a la comprensión del mundo material objetivo y en modo
alguno en lo tocante al conocimiento del espíritu. La razón es el alma grosera
del científico; la intuición infalible guía del vidente. Por instinto
procrean plantas y animales en la estación más favorable y por instinto busca y
halla el bruto remedio a sus dolencias. En cambio, la razón no basta por sí
sola para refrenar los ímpetus pasionales de la carne ni pone límites a los
goces sensuales, y lejos de capacitar al hombre para ser su propio médico,
frecuentemente le arrastra a la ruina con especiosas sofismas.
No se necesita
mucho esfuerzo para comprender que por obra del instinto va evolucioando la
materia. El zoófito que pegado al arrecife abre la boca y sin otro movimiento
se alimenta de las substancias a su alrededor flotantes en el agua, denota en
proporción a su tamaño corporal mejor instinto que la ballena. La hormiga en su
república subterránea, donde a la observación del entomólogo ofrece maravillas
de arquitectura, sociología y política, ocupa virtualmente en la escala
zoológica un peldaño muy superior al del artero tigre en acecho de su presa.
Como todos los arcanos psicológicos,
el instinto estuvo durante largo tiempo desdeñado por los científicos con
olvido de lo que sobre él dijo Hipócrates en el siguiente pasaje:
El instinto enseñaba a las primitivas razas humanas el
camino para hallar remedio a sus dolencias físicas cuando la fría razón no
había entenebrecido aún la vista interna del hombre... No hemos de desoír jamás
la voz del instinto que nos insinúa los primeros remedios de la enfermedad.
INTUICIÓN Y
ORACIÓN
Es la intuición el espontáneo,
súbito e infalible conocimiento resultante de la inteligencia omnisciente, y
difiere, por lo tanto, de la finita razón cuyas tentativas y esfuerzos
ensombrecen la naturaleza espiritual del hombre cuando no la acompaña aquella
divina luz.
La razón se arrastra; la intuición vuela; la razón es potencia
en el hombre; la intuición es presciencia en la mujer.
Plotino, discípulo del insigne
fundador de la escuela neoplatónica, Amonio Saccas, nos dice que “el
conocimiento humano pasa por tres etapas: opinión, ciencia e iluminación. Las
opiniones se forman por medio de la percepción sensoria; la ciencia tiene por
instrumento la razón; y la iluminación es hija de la intuición o conocimiento absoluto
en que el conocedor se identifica con el objeto de conocimiento”.
La oración es poderoso estímulo de
la intuición, porque es anhelo y todo anhelo actualiza voluntad. Por otra
parte, las emanaciones magnéticas del cuerpo, durante los esfuerzos físicos y
mentales, determinan la autosugestión y el éxtasis. Plotino aconseja orar en
soledad y apartamiento para mejor conseguir lo que se pide. Platón daba también
el mismo consejo, diciendo que “la oración había de ser silenciosa en presencia
de los seres divinos, hasta que aparten estos la nube de los ojos del orante y
le permitan ver con la luz que de ellos irradia”. Apolonio de Tyana se retiraba
en secreto para “conversar” con Dios, y siempre que sentía necesidad de
contemplación se arrebujaba en su blanco manto de lana. También Jesucristo les
dijo a sus discípulos:
Mas tú, cuando orares, entra en tu aposento y, cerrada
la puerta, ora a tu Padre en secreto.
Todo hombre viene a este mundo con
el latente sentido interno (intuición) que por educación puede convertirse en
la segunda vista de los filósofos
escoceses. Plotino, Porfirio y Jámblico enseñaron esta misma doctrina cuya
verdad conocían por experiencia, pues tuvieron viva intuición. A este
propósito, dice Jámblico que “la facultad suprema de la mente humana nos
permite unirnos a las inteligencias superiores, transportarnos más allá del
escenario de este mundo y compartir la vida y potestad de los seres
celestiales”.
Sin la intuición no hubiesen tenido
los hebreos su Biblia ni los
cristianos su Evangelio. Moisés y
Jesús dieron al mundo el fruto de su intuición; pero los teólogos que hasta el
día les sucedieron, adulteraron dogmática y muchas veces blasfemamente su
verdadera doctrina; porque creer que la Biblia es obra de la revelación divina
e interpretar el texto al pie de la letra, es peor que un absurdo, es blasfemar
de la divina majestad del “Invisible”. Si hubiéramos de tener de Dios y del
espíritu el concepto que les dan los humanos intérpretes de las Escrituras,
seguramente que no tardaría la razón cien años en acabar con la creencia en lo
espiritual, abatida por la intervención de la filología en el estudio comparado
de las religiones; pero la sincera fe del hombre en Dios y en la vida futura se
apoya en la intuición manifestadora del YO que noblemente desdeña las
aparatosas e idolátricas ceremonias del sacerdote católico y del brahmán
induista, tanto como las áridas jeremiadas del pastor luterano que a falta de
ídolos fulmina amenazas de condenación eterna. Sin el sentido intuitivo, que jamás
se pierde aunque emboten su agudeza las vibraciones materiales, fuera la vida
una parodia y la humanidad una farándula. Esta inextinguible intuición de algo existente a la par dentro y fuera de nosotros, es de tal
naturaleza que ni los razonamientos de la ciencia ni los dogmas de la religión
ni el externo culto de las iglesias son poderosos a extirparla de la intimidad
del hombre, por mucho que en ello se empeñen científicos y teólogos. Movido de
esta percepción interna de la infinita e impersonal Divinidad, exclamó Gautama
el Buddha, el Cristo de la India:
Así como los afluentes
del Ganges pierden el nombre en cuanto sus aguas se juntan con las del río
sagrado, así también cuantos creen en el Buddha dejan de ser al punto
brahmanes, kshatriyas, vaisyas y sudras.
ECLIPSE DE
LA VERDAD
El Antiguo Testamento es una recopilación de tradiciones orales cuyo
verdadero significado no conocieron jamás las masas populares de Israel, porque
Moisés recibió la orden de no comunicar las “verdades ocultas” más que a los
setenta ancianos en quienes el “Señor” infundió el espíritu del legislador
hebreo.
Maimónides, cuya autoridad y
erudición en historia sagrada no cabe recusar, dice a este propósito que
“quienquiera descubra de por sí o con auxilio de otro el verdadero significado del Génesis, guárdese de divulgarlo, y cuando
hable de ello sea obscura y enigmáticamente”. Esto mismo declaran otros autores
hebreos, como, por ejemplo, Josefo, quien dice que Moisés escribió el Génesis en estilo alegórico y figurado.
Así resulta la ciencia cómplice del fanatismo clerical en consentir que la
cristiandad en peso creyera en la letra muerta de la teología hebrea, sin
cuidarse de interpretarla rectamente. No hay derecho para poner en ridículo el
pensamiento de quienes compilaron las Escrituras
muy ajenos a la errónea interpretación que con el tiempo habían de recibir.
Triste distintivo del cristianismo es que haya revuelto los textos bíblicos
contra sus propios autores, presentándolos como enemigos de la verdad. Los
dioses existen –exclama Epicuro- aunque no son lo que el vulgo (.....) cree”. Y
sin embargo, los críticos superficiales califican a Epicuro de materialista.
Pero
ni la Causa primera ni el humano espíritu emanado de ella han quedado sin
testimonio.
Los fenómenos hipnóticos por una parte y los espiritistas por otra
atestiguan las eternas verdades espirituales, obscurecidas paulatinamente desde
que las brutales persecuciones de Constantino y Justiniano engendraron la
ignorancia y fanatismo clerical. Las obras pitagóricas que daban el
“conocimiento de las cosas que son”; el vastísimo saber de los agnósticos; las
enseñanzas de los filósofos antiguos, todo fue pasto de las llamas como nefando
engendro del anticristiano paganismo. El reinado de la sabiduría acabó con la huída
de los últimos neoplatónicos, Hermias, Prisciano, Diógenes, Eulalio, Damascio,
Simplicio e Isidoro, que escaparon a Persia para eludir la persecución de
Justiniano. Durante siglos quedaron en olvido y menosprecio los libros de Toth
(Hermes Trismegisto) cuyas sagradas páginas encierran la historia espiritual y
material de la creación y del progreso del mundo, porque no hubo en la Europa
cristiana quien los interpretara con acierto. Ya no existían los filaleteos
(amantes de la verdad) y ocupaban su lugar los monjes de la Roma pontificia que
repugnan toda verdad contraria en lo más mínimo al dogma religioso.
En cuanto a los escépticos, oigamos
lo que de ellos dice Wilder:
Un siglo ha transcurrido desde que los enciclopedistas
franceses inocularon el escepticismo en la sangre del mundo civilizado
apartándole de toda creencia no demostrable en las retortas de laboratorio o
por razonamientos críticos. Aun hoy día se necesita tanta candidez como
atevimiento para tratar asuntos tenidos durante siglos en olvido y menosprecio
por falta de acertada comprensión. Atrevido ha de ser en efecto quien, juzgando
la filosofía hermética como algo más que un remedo de ciencia, reclame para su
estudio los auxilios de una paciente investigación. Sin embargo, los profesores
de esta ciencia descollaron en otro tiempo de entre el común de los hombres y
fueron los príncipes del saber humano. Por otra parte, nada de cuanto los
hombres creyeron sinceramente merece menosprecio, pues sólo son capaces de
menospreciarlo los ignorantes y ruines.
Animados
ahora por esta opinión de un científico ni fanático ni conservador, relataremos
algo de lo que presenciaron en el Tíbet uy la India los viajeros, y guardan los
naturales celosamente como evidentes pruebas de las verdades filosóficas y
científicas heredadas de sus antepasados.
En primer lugar examinaremos aquel
notable fenómeno de que en los templos del Tíbet fueron testigos presenciales. Oigamos a un escéptico científico florentino, correspondiente del
Instituto de Francia, que logró entrar a favor de un disfraz en el recinto
sagrado de una pagoda, mientras se celebraba la más solemne ceremonia de aquel
culto. Dice así:
REENCARNACIÓN DE
BUDA
Había en el recinto un altar dispuesto para recibir a
un niño recién nacido que, según juzgaban por ciertos signos secretos los
sacerdotes iniciados, era una reencarnación de Buda. En presencia de los fieles
colocan los sacerdotes al niño sobre el altar y al punto yergue el cuerpo, se
sienta en el ara y con varonil y robusta voz exclama: “Soy el espíritu de Buda;
soy vuestro Dalai Lama que abandoné mi decrépito cuerpo en el templo de... y
escogí el cuerpo de este niño para morar de nuevo en la tierra”. Los sacerdotes
permitieron que con el debido respeto tomara al niño en mis brazos y me lo
llevara hasta suficiente distancia de ellos para convencerme de que no se
habían valido de ningún artificio de ventriloquía. El niño me miró gravemente
con estremecedora mirada y repitió las mismas palabras.
El
científico florentino envió al Instituto un autorizado relato de este suceso;
pero los individuos de dicha corporación, lejos de reconocer la veracidad del
testimonio, dijeron que en aquella circunstancia estaría el científico atacado de insolación o habría sido
víctima de alguna ilusión acústica.
Este hecho de la reencarnación de
Buda es en extremo raro, pues sólo sucede muy de tarde en tarde, a la muerte
del Dalai Lama cuya dilatada vida es proverbial entre los tibetanos. Por esta
razón dice un texto chino:
Es tan difícil encontrar un Buddha como las flores del
Udumbara y del Palâsa.
El abate Huc, cuyos viajes por la
China y el Tíbet son tan conocidos, relata asimismo el hecho del renacimiento
de Buda, con la curiosa circunstancia de que el niño-oráculo demostró
plenamente ser un alma vieja en cuerpo joven, por cuanto a cuantos le
conocieron en su anterior existencia les dio exactos pormenores de ella.
Si este prodigioso caso fuese el
único de su índole habría fundamento para repudiarlo; pero, por el contrario,
los hubo y los hay tan semejantes como el niño de quince meses que
“hablaba en correcto francés cual si tuviera a Dios en los labios” y los niños
de Cevennes cuyos proféticos discursos atestiguaron los más ilustres sabios de
Francia; y en nuestros propios tiempos el recién nacido de Saar Louis (Francia)
que después de profetizar con voz clara y distinta los sangrientos sucesos
históricos de 1876, quedó muerto en el acto, y el niño Jenken que a los
tres meses dio muestras de admirable precocidad mediumnímica.
A la par que otros viajeros, el
abate Huc describe el maravilloso árbol del Tíbet llamado kunbum, como sigue: “Todas las hojas de este árbol llevan escrita
una máxima religiosa en caracteres sagrados, de tan acabada hechura, que no los
trazarían mejores en la tipografía de Didot. Las hojas a punto de abrirse
tienen ya a medio formar los admirables caracteres de este árbol único en su
especie. Pero en la corteza de las ramas aparecen también otros caracteres y
otros nuevos en las capas inferiores, de suerte que cada una de estas capas
superpuestas ofrece un tipo distinto sin que sea posible ni el más leve asomo
de imposturas. Este árbol no medra en ninguna otra latitud, pues ha fracasado
todo intento de aclimatación, ni tampoco puede reproducirse por vástagos. Dice
la leyenda que brotó de la cabellera del Lama Son-Ka-pa, una de las
reencarnaciones de Buda. Añadiremos al relato del abate Huc que los caracteres
trazados por la naturaleza en las diversas partes del kunbum están compuestos en lengua senzar o idioma del sol
(sánscrito antiguo) y relatan la historia de la creación y entrañan lo más
substancial de la doctrina budista. Bajo este aspecto hay la misma relación
entre los caracteres del kunbum y el
budismo, que entre las pinturas del templo de Dendera y la religión faraónica.
PINTURAS DE
DENDERA
Carpenter, presidente de la Sociedad
Británica, dio en Manchester una conferencia sobre el antiguo Egipto en la que
consideraba el Génesis como expresión
de las primitivas creencias hebreas, derivadas de dichas pinturas entre las
cuales convivieron. Sin embargo, nada dice acerca de si las pinturas de Dendera
y, por lo tanto, el relato mosaico, son alegoría o narración histórica. No se
concibe que un egiptólogo como Carpenter, sin más fuente de estudio que una
superficial investigación del asunto, se atreva a sostener que los antiguos
egipcios tuvieron de la creación del mundo el mismo concepto ridículo que los
primitivos teólogos cristianos. Aunque las pinturas de Dendera alegoricen las
enseñanzas cosmogónicas de los antiguos egipcios, ¿qué sabe él si la escena de
la creación se supone ocurrida en seis minutos o en seis millones de años?
Lo
mismo puede expresar alegóricamente seis épocas indefinidas (evos) que seis
días. Por otra parte, los Libros de
Hermes no son explícitos en este punto; pero el Avesta declara teminantemente seis períodos de miles de años cada
uno. Los jeroglíficos egipcios rebaten la teoría de Carpenter, según demuestran
las investigaciones de Champollion, quien ha vindicado a los antiguos en muchas
ocasiones. De todo esto inferirá el lector que a la filosofía egipcia se le
achacan equivocadamente tan groseras especulaciones, pues la cosmogonía de los
hebreos consideraba al hombre como resultado de la evolución en prolongadísimos
ciclos. Pero volvamos a las maravillas del Tíbet.
Describe el abate Huc una pintura
que se conserva en cierta lamasería y bien puede clasificarse entre las más
admirables que en aquel país existen. Es una tela sin el más insignificante
mecanismo (según puede comprobar a su sabor el visitante), que representa un
paisaje de luna en que la figura de este astro reproduce el mismo aspecto,
movimientos y fases del natural con tan pasmosa exactitud que sale, brilla tras
las nubes, se pone y es, en suma, el más fiel trasunto de la pálida reina de la
noche a que tanta gente adoraba en pasadas épocas.
En otros puntos del Tibet y en el
Japón hay pinturas análogas que representan el aparente movimiento del sol; y
en verdad que si alguno de nuestros infatuados académicos las viera, no se atrevería
a declarar la verdad del caso a sus colegas, temeroso de que le arrojaran del
sillón por farsante o lunático.
Ya en muy remotos tiempos se les
reconocieron a los brahmanes profundos conocimientos en artes mágicas. Desde
Pitágoras que aprendió en la escuela de los gimnósofos y Plotino que fue
iniciado en los misterior del Yoga hasta los adeptos de hoy día, todos
buscaron en la India las fuentes de la sabiduría oculta. A las generaciones
venideras corresponde restaurar esta capital verdad, que en nuestros tiempos
está generalmente menospreciada como vil superstición.
Apenas tienen ni aun los más famosos
orientalistas, noticias ciertas de la India, el Tíbet y la China, pues el más
infatigable de todos ellos, Max Müller, confiesa que hasta hace cosa de un
cuarto de siglo no había caído en manos de los investigadores europeos ni un
solo documento auténtico de la religión budista, y que cincuenta años atrás no
hubieran sido capaces los filólogos de traducir una línea siquiera de los Vedas induistas, del Zend-Avesta zoroastriano ni del Tripitâka budista, sin contar otros
textos en diversos idiomas y dialectos orientales. Pero aun hoy mismo, los
textos sagrados que andan en manos de los eruditos occidentales son ediciones
fragmentarias en que no consta absolutamente
nada de la literatura esotérica del budismo, pero que sin embargo van
esclareciendo poco a poco las lobregueces del que Max Müller calificó de “yermo
religioso donde los lamas hallarían su más solitario retiro”, añadiendo que
todo cuanto en el intrincado laberinto de las religiones del mundo parecía
obscuro, erróneo o frívolo, empieza a variar de aspecto a los ojos de la
investigación comparada. Dice a este propósito el ilustre sanscritista que los
alborotados desvaríos de los yoguis indos y las desconcertadas blasfemias de
los budistas chinos tienen deshonrosa traza para el nombre de religión; pero
según el investigador adelanta por entre aquellas lóbregas galerías vislumbra
un tenue rayo de luz que promete disipar las tinieblas.
Tiempo vendrá en
que cuanto hoy se califica de salvaje y pagana jerigonza, suministre la clave
de todas las religiones, porque, como dice San Agustín, tantas veces citado por
Max Müller, “no hay religión falsa que no contenga algo de verdad”.
EL FILÓSOFO
AMONIO
Sin embargo, el
obispo de Hipona tomó esta máxima de las obras de Amonio Saccas, el insigne
maestro alejandrino apellidado Theodidaktos
(aleccionado por Dios) que floreció unos 140 años antes de San Agustín.
Consideraba Amonio Saccas a Jesús como un superhombre amigo de Dios, que jamás
se propuso abolir la comunicación con los dioses y los espíritus, sino
sencillamente perfeccionar las antiguas religiones, pues los sentimientos
religiosos de las multitudes habían ido par a par con las enseñanzas de los
filósofos, que los habían corrompido y extraviado con supersticiones,
falsedades y conceptos puramente humanos, por lo que convenía devolver a las
religiones su original pureza, expurgándolas de escorias y armonizándolas con
la verdadera filosofía. Así es que, según Amonio Saccas, sólo se propuso Cristo
restaurar íntegramente la sabiduría antigua.
Amonio fue el primero en enseñar que
todas las religiones tenían por común fundamento la verdad contenida en los Libros de Toth o Hermes, de que Pitágoras y Platón derivaron su filosofía. Puso
también Amonio de manifiesto la identidad entre las enseñanzas pitagóricas y
las de los primitivos brahmanes recopiladas en los Vedas.
Se sabe positivamente que antes de
pronunciar Pitágoras por vez primera en la corte del rey de los filiasianos la
palabra “filósofo”, era idéntica la “doctrina secreta” en todos los países. Por
lo tanto, hemos de buscar la verdad en los textos cuya antigüedad les salvó de
adulteración, y compulsarlos con la Biblia hebrea para que los filósofos
decidan con estricta imparcialidad exenta de prejuicios científicos y
teológicos, si la sruti (revelación
primitiva) está en los Vedas o en el Antiguo Testamento y cuál de ambas Escrituras es la smriti (tradición).
Orígenes dice que los brahmanes
fueron siempre famosos por las maravillosas curas que realizaban por medio de
palabras mágicas.
Lo mismo atestigua Leonardo de Vair,
autor del siglo XVI, al decir: “Hay personas que mediante ciertas frases de encanto, andan con los pies desnudos sobre
ascuas y sobre cuchillos de punta, de modo que, sosteniéndose con un solo dedo
del pie, levantan en el aire a un hombre o muy pesados objetos. Asimismo doman
caballos salvajes y toros furiosos con una sola palabra”. Estas opiniones
están corroboradas en nuestros días por Orioli, miembro correspondiente
del Instituto de Francia.
La mágica palabra por cuya virtud se
operan tales maravillas está en los mantras
(himnos) de los Vedas, según
afirman algunos adeptos; pero aunque el testimonio humano demuestre la realidad
de dicha palabra, a los eruditos les toca indagarla en los Vedas.
LA PRUEBA
DEL FUEGO
Parece que los misioneros jesuitas
presenciaron muchas de estas operaciones mágicas a cuya referencia presta
Baldinger entero crédito. Entre ellas se cuenta la llamada tschamping o manipulación del fuego, que los jesuitas
aprendieron de los hechiceros indígenas, quienes la efectúan todavía con éxito.
Sin embargo, la misma operación
llevan a cabo los médiums en estado de trance, según el respetabilísimo y
fidedigno testimonio de lord Adair y S. C. Hall. Los espiritistas atribuirán el
fenómeno a los espíritus; pero conviene advertir que ni los magos conscientes
ni los inconscientes o juglares tienen necesidad de ponerse en trance para manipular
el fuego y objetos candentes, mientras que los médiums no son capaces de la
misma operación en estado de vigilia. Hemos visto a un juglar indo tener las
manos sobre el fuego de un horno hasta quedar las brasas en ceniza. Durante la
ceremonia religiosa de Siva-Râtri (víspera de Siva), cuando el pueblo pasa la
noche en vela y oración, un juglar de raza tamil operó ante los sivaitas muy
prodigiosos fenómenos con auxilio de un gnomo a que llaman kutti sâttan (demonio chico); mas para que las gentes no pensaran
que el gnomo le dominaba, como pretendía un misionero católico allí presente,
quien aprovechó la oportunidad para decir a los espectadores que “aquel mísero
pecador había vendido el alma al diablo”, metió las manos en el fuego como en
refrigerante baño, y dirigiendo la vista al misionero exclamó con arrogante
voz: “Mi padre y mi abuelo tuvieron a este espíritu a sus órdenes y desde hace
dos siglos es el servidor de mi estirpe. ¿Cómo queréis que las gentes le crean
mi amo? Pero todos saben muy bien a qué atenerse”.
Dicho esto sacó las manos
del fuego e hizo otras habilidades no menos sorprendentes.
Todos los europeos residentes en la
India saben de oídas que algunos brahmanes poseen maravillosas facultades
proféticas y clarividentes, no obstante de que esos mismos europeos al regresar
a sus “civilizados países” asienten a las incrédulas burlas con que se reciben
sus relatos y aun llegan a desmentir su veracidad. Porque los brahmanes a que
nos referimos moran hacia las costas occidentales de la India, en apartados
lugares o en recintos de población cuya entrada está prohibida a los europeos,
quienes, por esta circunstancia, es muy raro que logren trabar amistad con los
videntes. Se supone como causa de este apartamiento la escrupulosa observancia
de las leyes de casta; pero estamos firmemente convencidos de que muy otro es
el verdadero motivo, cuyo esclarecimiento tardará muchísimos años y tal vez
siglos.
En cuanto a las castas inferiores o
masas populares de la India, no tienen del diablo el concepto dominante entre
los cristianos, a pesar de que tanto los misioneros católicos como los
protestantes acusan a la plebe inda de estar vendida al “tradicional y astuto
enemigo del género humano”. Sin embargo, las gentes de la India creen en la
existencia de espíritus benéficos y malignos, pero no adoran ni temen al
diablo, pues su culto religioso se contrae en este punto a la práctica de
ceremonias a propósito para ahuyentar a los espíritus terrestres, que les
infunden más temor que los elementales. A tal propósito entonan himnos, tañen
instrumentos y queman perfumes cuyas vibraciones y emanaciones son pernicioso
ambiente para los elementarios. Estas prácticas datan de miles de años entre
aquellas gentes que las heredan y transmiten de generación en generación;
y para demostrar que el intento va dirigido contra las entidades elementarias,
valga la consideración de que cuando una familia inda infiere de la conducta de
alguno de sus individuos que al morir se ha convertido en larva o entidad
elementaria, se esfuerzan en mantenerla propicia ofreciéndole tortas,
frutas y los manjares de que más gustó en vida, pues conocen por experiencia
cuán terrible es la persecución de estas entidades. Así es que, generalizando
la práctica, depositan en los sepulcros o cerca de las urnas cinerarias de los
malvados, diversidad de manjares y bebidas con intento de retenerlos en el
lugar de su enterramiento o incineración, según el caso, e impedir con ello que
regresen a sus hogares. Hasta hace unos quince años, en que fue prohibida por
el gobierno, subsistió en la India la costumbre de amputar los pies a los
ajusticiados, pues creía el vulgo que de este modo no podría el alma del
criminal cometer nuevas maldades.
Varios misioneros, entre ellos el
reverendo Lewis, han referido circunstanciadamente este hecho, aunque,
como de costumbre, lo achaquen todo a la adoración del diablo, cuando nada hay
en ello que ni por asomo se le parezca.
Otra prueba de que los indos no
adoran al diablo, es que carecen de palabra expresiva de este concepto, pues a
las entidades elementarias suelen designarlas, según su índole, con los nombres
de pûttâm (fantasma persecutorio), pey (espectro) y pishâcha (duende). Los más temibles para los induistas son los pûttâm, pues creen que vuelven a la
tierra para atormentar a los vivos y frecuentan el lugar de su enterramiento o
incineración. Los espíritus del fuego o espíritus de Siva son entre los indos
lo mismo que los gnomos y las salamandras de los rosacruces y, como estos, los
representan en figura de enanos de cuerpo ígneo, que moran en los abismos
terrestres y entre las llamas del fuego.
DRAGONES LEGENDARIOS
Observa Warton muy acertadamente que
los dragones de las leyendas y fábulas son de puro origen oriental, pues
encontramos este elemento simbólico en todas las tradiciones de la época
primieval. Pero en documento alguno aparece tan definido el dragón como en los
textos budistas que nos hablan de las nâgas
o sierpes regias que habitan en cavernas subterráneas, entre cuyas misteriosas
tinieblas flota el espíritu adivinatorio. Pero tampoco los budistas creen
en el diablo según el concepto cristiano que lo considera como entidad distinta
y enemiga eterna de Dios, sino que, análogamente a los induistas, admiten la
existencia de entidades inferiores que vivieron en la tierra o en otros
planetas, pero que todavía no han
transpuesto el reino humano. En cuanto a los nâgas creen que han sido en la
tierra brujos de índole ruin que
comunican a los hombres perversos el poder de secar los frutos con su mirada y
aun el de herir de muerte a cuantos ceden a su influencia. Por esto se dice que
un cingalés tiene la nâga en el cuerpo cuando con la mirada es capaz de secar
un árbol y matar a una persona. vemos, en consecuencia, que los espíritus malignos
no son para los budistas lo que el demonio para los cristianos, sino más bien
la encarnación de los diversos vicios, crímenes y pasiones humanas. Los devas
azules, verdes, amarillos y escarlatas que, según las creencias budistas moran
en el monte Jugandere, son genios tutelares de tan benéfica índole algunos como
las divinidades llamadas natas, en
cuyo número también se entremezclan gigantes y genios maléficos que moran
igualmente en dicho monte.
Según las enseñanzas budistas, los
espíritus malignos eran seres humanos cuando la naturaleza produjo el sol, la
luna y las estrellas, pero que al pecar perdieron su estado de felicidad. Si
persisten en el pecado, se agrava su castigo, y de este linaje son los
condenados; pero aquellos demonios que
mueren para nacer o encarnar en cuerpo humano y no vuelven a pecar,
alcanzan la felicidad celeste. Según observa Upham esta creencia demuestra
que, para los budistas, todos los seres así humanos como divinos están sujetos
a la ley de la transmigración, en correspondencia con los actos morales de cada
cual, de donde se deriva un código de ética muy digno de llamar la atrención
del filósofo.
EL VAMPIRISMO
Creen los indos en la existencia de
las entidades llamadas vampiros, y la misma creencia está generalizada entre
los servios y los húngaros. El famoso espiritista e hipnotizador francés
Pierart expuso hace cosa de doce años en forma doctrinal esta opinión popular,
diciendo que “no es tan inexplicable como parece el hecho de que un espectro se
alimente de sangre humana como los vampiros, pues según saben los espiritistas,
la bicorporeidad o desdoblamiento de la personalidad es prueba evidente de lo
mucho que pueden hacer los espectros astrales en circunstancias favorables.
Pero Pierart funda su teoría en la
de los cabalistas, quienes llamaban shadim
a las entidades de ínfimo orden espiritual. Dice Maimónides que las gentes de
su país se veían forzadas a mantener íntimas relaciones con los difuntos en la
fiesta de sangre que al efecto celebraban, cavando un hoyo donde vertían sangre fresca para colocar encima una
mesa por cuyo medio respondían los espíritus a todas las preguntas.
Pierart se indigna contra la
superticiosa costumbre que tenía el clero de atravesar con un puntiagudo
palitroque el corazón de todo cadáver sospechoso de vampirismo, pues mientras
el cuerpo astral no se haya desprendido por completo del físico, hay
probabilidad de que vuelvan a unirse en virtud de la atracción magnética entre
ambos. Algunas veces el cuerpo astral está todavía a medio salir del físico que
ofrece apariencias cadavéricas, y en este caso vuelve el astral bruscamente a
su envoltura de carne, determinando la asfixia del aparente difunto; o si éste
estuvo en vida muy apegado a la materia, se convertirá en vampiro que desde
entonces vivirá bicorporalmente, alimentándose de la sangre que en cuerpo
astral absorba de las personas vivientes, pues mientras no se rompa el lazo que
lo mantiene al cuerpo físico, podrá vagar de un lado a otro en acecho de su
presa. Añade Pierart que, según todos los indicios, esta entidad, por un
misterioso e invisible nexo, que tal vez se descubra algún día, transmite el
producto de la absorción al sepulto cadáver, con lo que perpetúa el estado
cataléptico. Brierre de Boismont cita algunos ejemplos, indudablemente
auténticos, de vampirismo, aunque los califica, sin fundamento, de
alucinaciones. A propósito de este asunto dice un periódico francés:
Según recientes investigaciones, se sabe que, el año
1871, por instigación del clero fueron sometidos dos cadáveres al nefando
tratamiento de la superstición popular...; ¡oh ciega preocupación!
Pero
a esto replica Pierart con valiente lógica:
¿Ciega decís? Tanto
como queráis. Pero ¿de dónde derivan estas preocupaciones? ¿Por qué se han
perpetuado en tantísimos países a través del tiempo? Después de la infinidad de
casos de vampirismo tan a menudo observados, ¿cabe suponer que no tuvieron
fundamento? De la nada no sale nada. Las creencias y costumbres dimanan de una
causa originaria. Si nunca hubiese ocurrido que los espectro chuparan sangre
humana hasta matar a la víctima por extenuación, nadie hubiera desenterrado
cadáveres ni fuera posible encontrar, como se encontraron varias veces,
cadáveres todavía con las carnes blandas, los ojos abiertos, la tez sonrosada,
la boca y narices llenas de sangre que también manaba de las heridas que, por
asesinato o ajusticiamiento, les produjeron la muerte.
El
obispo Huet dice por su parte:
No quiero examinar si
los casos de vampirismo de que tanto se habla son auténticos o resultado de
alguna superstición popular; pero como quiera que los atestiguan autores
competentes y fidedignos, aparte de numerosos testigos oculares, no es prudente
dirimir esta cuestión sin antes estudiar detenidamente sus términos .
CASOS DE
VAMPIRISMO
También Des Mousseaux trata de este
particular, y después de tomarse la molestia de recoger materiales con que
forjar su teoría demonológica, cita varios casos notables de vampirismo para
atribuirlos en conclusión a las mañas del diablo infundido en los cadáveres de
los cementerios para chupar la sangre de personas vivas. Sin embargo, nos
parece que podemos explicar este fenómeno sin necesidad de que intervenga tan
siniestro personaje, pues bastan para substituirlo la multitud de concupiscentes
pecadores de todo linaje, cuya malicia iguala, si no supera, a la achacada al
diablo en los mejores días de su quimérica dominación. Lógico es creer en las
apariciones espectrales de entidades psíquicas, pero no en la personificación
del diablo, a quien nadie vio nunca.
De todos modos, la universalidad de
la creencia en el vampirismo nos ofrece pàrticularidades dignas de tenerse en
cuenta. Los naturales de los países balcánicos y también los griegos dudarían
antes de la existencia de los turcos, sus tradicionales enemigos, que de la de
los vampiros, a quienes llaman brucolâk o
vurdalak y son huéspedes demasiado
frecuentes del hogar eslavo. Autores prestigiosos por su integridad y talento
confiesan que el vampirismo no es conseja ni superstición, sino hecho cierto
cuya más valiosa prueba está en el testimonio unánime de pueblos sin enlace
étnico que, no obstante, coinciden en la descripción de este fenómeno tanto
como discrepan en los pormenores de otras creencias igualmente tachadas de
supersticiosas.
El
escéptico benedictino Dom Calmet, que floreció en el siglo XVIII, dice a este
propósito:
Dos medios hay de extirpar la creencia en esos
presuntos fantasmas... O bien explicar los
fenómenos del vampirismo por medio de causas puramente físicas, o bien, y esto
fuera lo más prudente, negar en
absoluto semejantes relatos.
El primer medio, o sea la
explicación del fenómeno por causas físicas, aunque desconocidas, lo empleó la
escuela hipnótica de Pierart y no debieran acogerlo hostilmente los
espiritistas. El segundo medio es el seguido por los científicos escépticos que
niegan rotundamente el hecho, con aplauso de Des Mousseaux, para quien no hay
medio más expedito que la negativa ni que requiera menos saber.
Según refiere Dom Calmet, un pastor
de Kodom (Baviera) se apareció varias veces a algunos vecinos del lugar en que
había muerto; y ya fuese a consecuencia del susto recibido, ya por otra causa
cualquiera, lo cierto es que todos cuantos vieron el espectro fallecieron a los
pocos días. Escamados por ello los lugareños desenterraron el cadáver y lo
clavaron en el suelo con una estaca que le atravesaba el corazón; pero aquella
misma noche volvió a aparecerse el espectro, de cuya visión cayeron en congoja
no pocos lugareños y se aterrorizaron todos. En vista de ello, el gobernador
del distrito mandó que po mano del verdugo fuese quemado el cadáver, y en el
acto de la quema echaron de ver cuantos se atrevieron a presenciarla que
pateaba entre lágrimas y aullidos, como si estuviera vivo, y al clavarle con
otras estacas sobre la hoguera, manó abundante sangre de las heridas. Desde
entonces no volvió a verse el espectro.
Siempre que por mandamiento judicial
se desenterraron los cadáveres de personas cuyos espectros veían las gentes, se
observó que el cuerpo sospechoso de vampirismo estaba más bien como dormido que
como muerto, y que todos los objetos de uso personal del difunto se movían por
la casa sin que nadie los tocara. No obstante, en todos los casos se procedió
con el más riguroso formulismo legal, y únicamente después de oír a los
testigos, cuando los cadáveres presentaban señales inequívocas de vampirismo,
los quemaba el verdugo.
Respecto a la naturaleza del
fenómeno, dice Dom Calmet que la principal dificultad está en saber cómo los
vampiros pueden salir del sepulcro y volver a él sin dejar señales de remoción
en el enterramiento, aparte de que se aparecen con los mismos vestidos que
llevaban en vida y se mueven y aun comen
cual si estuvieran vivos. Añade el benedictino que si todo esto fuera ilusión
de quienes aseguran haber visto los espectros, no se encontrarían los cadáveres
enteros, bien conservados y rebosando sangre, ni, lo que es más concluyente,
tendrían los pies manchados de barro
después de su aparición, sin que nada de esto se note en los demás cadáveres
del mismo cementerio. Por otra parte, continúa Calmet, es muy
significativo que una vez quemado el cadáver no vuelva a verse el espectro, y
que estos casos ocurran con tanta
frecuencia en este país que no sea posible desarraigar la superstición,
sino, por el contrario, afirmarla más y más en las gentes.
MUERTE APARENTE
La muerte aparente es un fenómeno de
naturaleza desconocida que, por esta circunstancia, niegan de consumo
fisiólogos y psicólogos. Consiste en que a veces está ya muerto el cuerpo
físico sin que el astral se haya separado de él; pero si por lo malvado perdió
el difunto su individualidad, irá el astral separándose poco a poco hasta
desligarse por completo del organismo en descomposición. Así resulta que la
verdadera muerte, o sea el definitivo abandono del cuerpo físico, no ocurre
precisamente cuando la declaran médicos que no creen o no comprenden la
verdadera naturaleza del espíritu.
Pierart opina que es muy arriesgado
enterrar apresuradamente a los difuntos, aun cuando el cuerpo presente indicios
de descomposición, y dice a este propósito que “cuando se entierra a un
cataléptico en lugar fresco y seco, donde el aparente cadáver no sufra
influencias morbosas, el cuerpo astral, envuelto en el doble etéreo, sale del
sepulcro con objeto de alimentar al físico a expensas de las personas vivas. La
asimilación se efectúa por un medio transmisor que algún día descubrirán las
ciencias psicológicas”. Hay numerosos testimonios judiciales de la
aparición de estos espectros vampíricos que chupaban la sangre de sus víctimas
hasta matarlas por consunción. En consecuencia, no hay más remedio que o negar
de plano estos fenómenos, según piadosamente aconseja Calmet, o admitir la
única explicación que satisfactoriamente les cabe.
Dice Glanvil que “hombres tan
eminentes como Enrique More aseveran que las almas de los difuntos actúan en
vehículos etéreos, según opinaron los filósofos de la antigüedad”. Sobre
este mismo particular observa el filósofo alemán Görres que “Dios no formó al
hombre con cuerpo muerto, sino con organismo animado, lleno de vida y dispuesto
a recibir el divino soplo por cuya virtud salió de las creadoras manos como
doble obra maestra. El misterioso soplo penetró en la misma entraña de la vida
orgánica del primer hombre (de la primera raza) y desde aquel instante quedaron
unidos el alma animal procedente de
la evolución terrena y el espíritu emanado
del cielo”.
Des Mousseaux repudia esta doctrina
por opuesta a la católica; pero esto no es obstáculo para que esclarezca con la
luz de la lógica muchos enigmas psicológicos. El sol de la filosofía brilla
para todos, y si a los católicos, que forman escasamente la séptima parte de la
población total del globo, no les satisface dicha teoría, tal vez satisfaga a
los millones de gentes que profesan otras religiones.
ENTIDADES ESPIRITUALES
Volúmenes enteros podríamos llenar
con la descripción de los fenómenos que ocurren entre los adeptos de todos los
países; pero baste considerar los que guardan relación con los modernos
fenómenos oficialmente atestiguados.
Horst trató de dar idea de algunas
entidades espirituales de la religión persa; pero no logró su intento por lo
muy embrollado de la nomenclatura, en que figuran las numerosas clases de devas,
los darvandas, sadimos, dijinos, duendes, elfos, etc., aparte de los serafines,
querubines, iredas, amashpendas, sefirotes, malaquimes y elohimes de la
religión judía, con los millones de entidades astrales y elementarias,
espíritus intermedios y seres quiméricos de toda clase y coloración (62).
Sin embargo, la mayoría de estas
entidades nada tienen que ver con los fenómenos deliberada y conscientemente
producidos por los magos orientales que protestan contra la imputación de
hechiceros, pues estos reciben ayuda de las entidades elementales y
elementarias sobre las que el adepto tiene ilimitado poder, aunque raras veces
hace uso de él, ya que en los fenómenos psíquicos le sirven los espíritus de la
naturaleza, no como inteligencias, sino como fuerzas sumisas y obedientes.
En corroboración de nuestros asertos
transcribiremos el juicio que respecto de los fenómenos en general y de los
médiums en particular expuso en El Herado
de Boston un articulista, engañado por impostores sin conciencia. Dice así:
El médium de nuestros días tiene mucha más analogía
con el hechicero medioeval que con ninguna otra modalidad del arte mágico, pues
como luego veremos no difiere mucho de sus peculiares características. En 1615
una delegación de la compañía de Indias fue a cumplimentar al emperador
Jehangire, y en aquella coyuntura presenciaron fenómenos tan prodigiosos que
apenas creían lo que veían, ni remotamente siquiera acertaban a explicárselo.
Una tropa de hechiceros y prestidigitadores bengaleses lucía sus habilidades
ante el emperador, cuando éste les pidió que plantasen en el suelo diez
simientes de morera, de modo que brotaran los árboles. Así lo hicieron los
hechiceros con maravilla de todos los circunstantes que, sin apartar los ojos
del sitio, vieron cómo aparecían los cotiledones y después los tallos, que en
pocos minutos crecieron rápidamente hasta dar ramas, yemas, hojas, flores y
frutos de exquisito sabor. De la propia suerte medraron una higuera, un
almendro, un mango y un nogal con sus respectivos frutos. Pero no pararon aquí
los prodigios, porque las ramas de todos aquellos árboles se vieron a poco
pobladas de aves de hermoso plumaje que de una a otra saltaban cantando
melódicamente, hasta que al cabo de una hora se desvaneció todo aquel encanto
sin dejar la señal más leve.
Otro hechicero llevaba
un arco y cincuenta flechas con punta de acero. Disparó una y ¡oh maravilla!
Quedó como clavada en el aire a considerable altura, y las que sucesivamente
disparó fueron clavándose en la varilla de la precedente, formando una cadena
de flechas, hasta que la última deshizo el enlace y cayeron todas una tras
otra.
Después levantaron los
bengaleses dos tiendas iguales frente por frente a la distancia de un tiro de
flecha. Los circunstantes examinaron a su sabor ambas tiendas para convencerse
de que no había nadie en ellas, y después les invitaron los bengaleses a decir
qué clase de cuadrúpedos o aves querían que saliesen de las tiendas para
combatir en el espacio intermedio. El emperador respondió con aire de incredulidad
que le gustaría ver una pelea de avestruces, y a los pocos momentos salieron
dos de estas zancudas, una de cada tienda, y tan encarnizadamente se
acometieron que muy luego corrió la sangre en abundancia, aunque sin declararse
la victoria por ninguno de los avestruces, pues eran muy iguales en ardor y
denuedo. Por último los mismos encantadores separaron a los combatientes y los
condujeron al interior de las tiendas. No satisfecha con esto, los hechiceros
cumplieron el deseo de cuantos espectadores les pedían la salida de aves y
cuadrúpedos.
Consistió otro
prodigio en que trajeron un gran caldero lleno de arroz, que se coció sin
lumbre alguna, y de él se colmaron un centenar de fuentes con un ave asada por
remate. Los fakires subalternos llevan hoy a cabo el mismo fenómeno, aunque en
menores proporciones. Pero nos falta espacio para demostrar cómo la actuación
de los médiums contemporáneos es mezquina y endeble si se compara con la de los
hechiceros y encantadores de Oriente. No hay en las manifestaciones mediumnímicas
ni una sola modalidad que no haya tenido y tenga reduplicada ventaja en las de
los habilísimos manipuladores cuyas virtudes mágicas no cabe poner en duda.
ÍNCUBOS Y SÚCUBOS
No es cierto que los fakires y
prestidigitadores indos recaben siempre el auxilio de los espíritus, pues si
bien a veces evocan religiosamente a los pitris (antepasados) y otros espíritus
puros, en cambio hay muchísimos fenómenos debidos tan sólo a la voluntad
del fakir .
Los caldeos, a quienes Cicerón
diputa por los más antiguos magos del mundo, fundaban la magia en las internas
facultades anímicas del hombre y en el conocimiento de las propiedades secretas
de minerales, vegetales y animales con cuyo auxilio llevaban a cabo asombrosos
prodigios. La magia era entre los caldeos equivalente a religión o ciencia;
pero los Padres de la Iglesia y otros expositores adulteraron los mitos
mazdeístas en la repulsiva forma descrita por autores ultramontanos, como Des
Mousseaux, quien afirma en una de sus obras la existencia de los demonios
íncubos y súcubos de la Edad Media, cuya abominable superstición, engendrada
por el fanatismo epiléptico, tantas vidas humanas costó en aquella época. Estas
quimeras no pueden tener realidad objetiva ni cabe atribuirlas a la perversidad
del diablo, so pena de suponer blasfemamente que Dios permite las malignidades
del demonio.
En último término, la autenticidad
de los fenómenos del vampirismo está apoyada en dos proposiciones fundamentales
de la psicología esotérica, conviene a saber:
1.ª
El cuerpo astral es un vehículo o entidad distinta y completamente
separable del Ego, de modo que puede moverse a gran distancia del cuerpo físico
sin que se rompa el hilo de la vida.
2.ª
Mientras el cuerpo físico no muera del todo y pueda volver a infundirse
en él su habitador, le será fácil a éste substraer del aparente cadáver los
elementos suficientes para materializar en lo posible su cuerpo astral y
manifestarse en forma casi terrena. Pero hay muchísima distancia de estos
lógicos conceptos a la sacrílega y mentecata creencia sostenida por Des
Monsseaux y De Mirville, de que el diablo asume figuras de lobo, serpiente y
perro para satisfacer su lujuria y procrear monstruos, atribuyéndole potestad
equivalente a la de Dios. Estas supersticiones encubren gérmenes de
demonolotría, y si la iglesia católica las admite como dogma de fe que sus
misioneros enseñan, no ha de escandalizarse de que algunas sectas parsis e
induistas tributen culto al demonio.
Por consiguiente, el diablo y sus
metamorfosis son pura quimera, y quien imagine verle y oírle, oye y ve el eco y
reflejo de su perversa, depravada e impura naturaleza inferior. Como quiera que
cada cosa atrae a su semejante, el cuerpo astral atraerá (cuando durante las
horas de sueño se separe del cuerpo físico) entidades de condición análoga a
los pensamientos, obras y trabajos de aquel día. De aquí la índole brutal y
siniestra de unos ensueños al paso que otros son placenteros y agradables.
Según el temperamento religioso de la persona que tuvo el mal ensueño, acudirá
presurosa al confesionario o se reirá de ello con la mayor indiferencia. En el
primer caso se le promete la salvación eterna mediante la compra de unas
cuantas indulgencias o de algunos años de purgatorio. Pero ¿qué importa? ¿No
está seguro el creyente de su inmortalidad? Ahuyentemos al diablo con el
hisopo, la campanilla y el misal. Sin embargo, el diablo vuelve a la carga y el
sincero creyente pierde la fe en Dios al ver que el diablo le aventaja en
poderío, y al diablo se entrega por completo. Al morir, ya explicamos en
capítulos precedentes cuáles son las consecuencias.
OPINIÓN DE
ENNEMOSER
Ennemoser ha expresado acabadamente
este concepto en el siguiente pasaje:
La religión no está en Europa y China tan
profundamente arraigada como en la India... El espíritu de los griegos y persas
era más voluble... El concepto filosófico de los principios del bien y del mal,
así como del mundo espiritual, contribuyó en la tradición a forjar figuras
celestes e infernales horriblemente contorsionadas... En la India el fanatismo
entusiasta forjaba estas visiones mucho más apaciblemente, pues el vidente recibía de cerca la luz divina, mientras
que en los países occidentales, identificaba la visión con multitud de objetos
exteriores. Así es que en estos países fueron más frecuentes los
convulsionarios, porque la mente era menos vigorosa y sobre todo menos
espiritual.
También influyen en
estas diferencias las causas externas del medio ambiente, situación geográfica,
género de vida y otras circunstancias artificiales. El género de vida ha sido
muy variable en Occidente y, por lo tanto, excitó la actividad de los sentidos
de modo que en los sueños se reflejó la vida externa... Así es que los
espíritus asumen infinidad de formas e incitan a los hombres a satisfacer sus
pasiones, mostrándoles los medios más a propósito para ello con toda clase de
pormenores, lo cual está muy por debajo
de las elevadas naturalezas de los iluminados de la India.
Purifique
el estudiante de ocultismo su naturaleza inferior de modo que sus pensamientos
sean tan elevados como los de los videntes indos, y podrá dormir tranquilamente
sin que le molesten vampiros ni demonios íncubos o súcubos. En torno del
dormido cuerpo del hombre puro, el espíritu inmortal se escuda contra las malignas
asechanzas tan poderosamente como tras un muro de cristal.
Hoec
murus oeneus esto; nihil conscire sibi, nulla pallascere culpa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario