sábado, 22 de agosto de 2015

El Darwinismo y la antiguedad del hombre: Los antropoides y sus antecesores


            Se ha notificado al público por más de un eminente geólogo y hombre de ciencia modernos, que:

             Todo cálculo de las duraciones geológicas no tan sólo es imperfecto, sino necesariamente imposible; pues ignoramos las causas que han debido existir y que apresuraban o retardaban el progreso de los depósitos sedimentarios.

            Y como otro hombre de ciencia igualmente conocido (el Dr. Croll) calcula que la edad Terciaria pudo principiar hace quince millones de años, o hace dos y medio -siendo lo primero un cálculo más exacto con arreglo a la Doctrina Esotérica-, parece, en este caso por lo menos, que hay gran discrepancia. La Ciencia exacta, al rehusar ver en el hombre una “creación especial” (hasta cierto punto la Ciencia Secreta hace lo mismo), queda en libertad de ignorar las tres, o mejor dicho, las dos y media primeras Razas -la espiritual, la semiastral y la semihumana- de nuestras enseñanzas. Pero difícilmente puede hacer lo mismo en el caso del período final de la Tercera Raza, de la Cuarta y de la Quinta, puesto que ya distingue en la humanidad el hombre Paleolítico y el Neolítico. Los geólogos franceses colocan al hombre en el período medio Mioceno (Gabriel de Mortillet), y algunos hasta en el período Secundario, como indica De Quatrefages; al paso que los savants ingleses no aceptan generalmente tal antigüedad para sus razas. Pero quizás lleguen a saberlo mejor algún día; pues, como dice Sir Charles Lyell:

            Si tenemos en cuenta la carencia o rareza extrema de huesos humanos y obras de arte en todos los estratos, ya sean marinos o de agua dulce, aun en aquellos formados en las inmediaciones de tierra habitada por millones de seres humanos, no debe sorprendernos la escasez general de memoriales humanos, ya sean recientes, pleistocenos o de fecha más antigua, en las formaciones glaciares. Si hubo algunos vagabundos en las tierras cubiertas de hielos, o en mares llenos de témpanos; y si algunos de ellos dejaron sus huesos o armas en las morenas o en los témpanos marinos, las probabilidades de que un geólogo encuentre uno de ellos, después de transcurrir miles de años, deben ser excesivamente escasas.

            Los hombres de ciencia evitan sujetarse a ninguna afirmación definida referente a la edad del hombre, toda vez que verdaderamente apenas pueden calcularla, y dejan así una latitud enorme a las especulaciones más atrevidas. A pesar de ello, al paso que la mayor parte de los antropólogos remontan la edad del hombre sólo al período del acarreo postglacial, o lo que se llama la era Cuaternaria, los que de entre ellos, como evolucionistas, atribuyen al hombre un origen común con el mono, no muestran ser muy consecuentes en sus especulaciones. La hipótesis darwinista exige, realmente, una antigüedad aún mucho mayor para el hombre, que la que entrevén vagamente los pensadores superficiales. Esto se halla probado por las más grandes autoridades en la cuestión; Mr. Huxley, por ejemplo. Aquellos, por tanto, que aceptan la evolución darwinista sostienen ipsofacto tenazmente una antigüedad el hombre tan grande, en verdad, que no se distancia mucho del cálculo Ocultista. 

Los modestos miles de años de la Encyclopedia Britannica, y los 100.000 años a que, por regla general, limita la Antropología la edad del género humano, parecen casi microscópicos cuando se comparan con las cifras que implican las especulaciones atrevidas de Mr. Huxley. Los primeros, a la verdad, hacen de la raza original, hombres semejantes a los monos moradores en cavernas. El gran biólogo inglés, en su deseo de probar el origen pitecoide del hombre, insiste en que la transformación del mono primordial en ser humano, debe haber ocurrido hace millones de años. Pues el criticar la excelente capacidad del cráneo Neanderthal, a pesar de su aserto de que está recargado de “paredes osudas pitecoides”, que corre parejo con las afirmaciones de Mr. Grant Allen de que este cráneo

            Tiene grandes protuberancias en la frente, que de modo muy chocante (?) recuerdan las que dan al gorila su apariencia de  fiereza peculiar.

sin embargo, Mr. Huxley se ve obligado a admitir que, con el referido cráneo, su teoría es nuevamente destruída por las

            Proporciones completamente humanas de los demás huesos de los miembros, juntamente con el hermoso desarrollo del cráneo Engis.

            A consecuencia de todo esto se nos notifica que estos cráneos

            Indican claramente que los primeros indicios del tronco primordial de que procede el hombre no deben seguirse buscando en los Terciarios más recientes por los que creen de algún modo en la doctrina del desarrollo progresivo, sino que deben buscarse en una época más distante de la edad de elephas primigenius, que lo que ésta se halla de nosotros.

            Así, pues, una antigüedad desconocida para el hombre, es el sine qua non científico en el asunto de la Evolución darwinista, puesto que el hombre paleolítico más antiguo no presenta aún diferencia apreciable de su descendiente moderno. Sólo últimamente es cuando la Ciencia Moderna, a cada año que pasa, ensancha el abismo que ahora la separa de la Ciencia antigua tal como la de Plinio e Hipócrates; ninguno de los escritores antiguos hubiera menospreciado las Enseñanzas Arcaicas, respecto de la evolución de las razas humanas y especies animales, como los hombres científicos del día -los geólogos y antropólogos- es seguro que hagan.

            Sosteniendo, como sostenemos, que el tipo mamífero fue un producto post-humano de la Cuarta Ronda, el diagrama siguiente, según la escritora comprende la enseñanza, puede dar una idea clara del proceso:
GENEALOGÍA DE LOS MONOS




La unión antinatural era invariablemente fértil, porque los tipos mamíferos de entonces no estaban lo bastante distanciados de su tipo-raíz  -el Hombre Etéreo primordial- para levantar la barrera necesaria. La ciencia médica registra casos, aun en nuestros días, de monstruos producidos de padres humanos y de animales. La posibilidad, por tanto, es sólo de grado, no de hecho. De este modo, pues, resuelve el Ocultismo uno de los problemas más extraños que se han presentado a la consideración de los antropólogos.
            
El péndulo del pensamiento oscila entre dos extremos. Habiéndose emancipado finalmente de los grillos de la teología, la Ciencia ha abrazado la falsedad opuesta; y en su intento de interpretar la Naturaleza en la senda puramente materialista, ha construido la teoría más extravagante de los tiempos: la procedencia del hombre de un mono feroz y brutal. Tan arraigada se ha hecho ahora esta doctrina, en una  forma o en otra, que serán necesarios los esfuerzos más hercúleos para conseguir que finalmente sea rechazada. La antropología darwinista es el íncubo del etnólogo, hija robusta del materialismo moderno, que se ha desarrollado adquiriendo cada vez más vigor a medida que la ineptitud de la leyenda teológica de la “creación” del Hombre se hacía más y más aparente. Ha prosperado a causa de la extraña ilusión de que, según dice un reputado hombre científico:

            Todas las hipótesis y teorías acerca del origen del hombre pueden reducirse a dos (la explicación evolucionista y la exotérica bíblica)... No hay otras hipótesis concebibles (!!).

            La antropología de los Libros Secretos es, sin embargo, la contestación mejor posible a tan despreciable contienda.
            La semejanza anatómica entre el hombre y el mono superior, que los darwinistas citan con tanta frecuencia como indicando un antecesor común a ambos, presenta un problema interesante, cuya debida solución hay que buscar en la explicación esotérica de la génesis de los troncos pitecoides. Nosotros la hemos expuesto en aquello que era útil, declarando que la bestialidad de las razas primitivas sin mente trajo la producción de monstruos enormes de parecido humano, frutos de padres humanos y de animales. A medida que transcurrió el tiempo y las aún formas semietéreas se consolidaron en físicas, los descendientes de estos seres fueron modificados por las condiciones externas, hasta que la especie, disminuyendo en tamaño, culminó en los monos inferiores del período Mioceno. Con estos, los últimos Atlantes renovaron el pecado de los “Sin Mente”, pero esta vez con plena responsabilidad. Los resultados de su crimen fueron los monos conocidos ahora por antropoides.                          
            Puede ser útil comparar esta sencillísima teoría -que estamos prontos a presentar como una mera hipótesis a los incrédulos- con el esquema darwinista, tan lleno de obstáculos insuperables que tan pronto se vence alguno con una hipótesis más o menos ingeniosa, preséntanse diez dificultades peores, tras de aquella que se venció.

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