Se nos dice que al paso
que todas las demás herejías contra la Ciencia Moderna pueden pasarse por alto,
nuestra negación de la teoría darwinista
referente al hombre será considerada como un pecado “imperdonable”. Los
Evolucionistas se mantienen firmes como rocas, en la evidencia de la semejanza
de estructura entre el mono y el hombre. Las pruebas anatómicas, se arguye, son
en este caso completamente abrumadoras; hueso por hueso, músculo por músculo, y
hasta la conformación del cerebro, se parecen muchísimo.
Bien, ¿y qué? Todo esto
se sabía antes del rey Herodes; y los escritores del Râmâyana, los poetas que cantaron las proezas y el valor de
Hanumán, el Dios-Mono, “cuyos hechos fueron grandes y cuya sabiduría no tuvo
rival”, deben haber sabido tanto de su anatomía y cerebro como cualquier
Haeckel o Huxley en nuestros días. Volúmenes sobre volúmenes se han escrito en
la antigüedad respecto de esta semejanza, como se han escrito en los tiempos
modernos. Por tanto, nada hay de nuevo para el mundo, ni para la filosofía, en libros tales como Man and Apes de Mivart, o en la defensa
del darwinismo de los señores Fiske y Huxley. Pero ¿cuáles son esas pruebas
decisivas de la descendencia del hombre de un antecesor pitecoide? Si la teoría
darwinista no es la verdadera, se nos dice; si el hombre y el mono no
descienden de un antecesor común, entonces tenemos que explicar la razón de:
I. La semejanza de
estructura entre los dos; el hecho de que el mundo animal superior -el hombre y
la bestia- sea físicamente de un tipo o modelo.
II. La presencia de
órganos rudimentarios en el hombre, esto es, rastros de órganos anteriores,
ahora atrofiados por falta de uso. Algunos de estos órganos, se asegura, no
hubieran tenido ningún objeto, excepto en un monstruo semianimal, semiarbóreo.
¿Por qué, además, encontramos en el hombre esos órganos “rudimentarios” -tan
inútiles como inútil es el ala rudimentaria al aptérix de Australia-, el
apéndice vermiforme del caecum, los músculos de los oídos , la “cola
rudimentaria”, con la cual nacen todavía algunos niños, etc.?
Tal es el grito de
guerra; ¡y el murmullo del enjambre menor de los darwinistas es más ruidoso, a
ser posible, que el de los mismos Evolucionistas científicos!
Además, estos últimos
(con su gran jefe Mr. Huxley, y zoólogos eminentes como Mr. Romanes y otros),
al paso que defienden la teoría darwinista, son los primeros en confesar las
casi insuperables dificultades que se presentan para su demostración final. Y
hay hombres de ciencia, tan eminentes como los antes nombrados, que niegan, del
modo más enfático, la malhadada afirmación, y denuncian bien alto las
exageraciones sin fundamento sobre la cuestión de esta supuesta igualdad. Basta
mirar las obras de Broca, Gratiolet, Owen, Pruner-Bey y finalmente la gran obra
de De Quatrefages, Introduction à l’Étude
des Races Humaines, Questions
Générales, para descubrir la falacia de los Evolucionistas. Podemos decir
más: las exageraciones referentes a esta supuesta semejanza de estructura entre
el hombre y el mono antropomorfo han sido tan marcadas y absurdas en los
últimos tiempos que hasta el mismo Mr. Huxley se ha visto obligado a protestar
contra las presunciones demasiado confiadas. Ese gran anatómico fue quien
personalmente llamó al orden al “enjambre menor”, declarando en uno de sus
artículos que las diferencias entre la estructura del cuerpo humano y la del
pitecoide antropomorfo superior, no sólo estaban
muy lejos de ser insignificantes y
sin importancia, sino que, por el contrario, eran muy grandes y sugestivas:
Cada hueso del gorila
tiene señales por las cuales pueden distinguirse de los huesos correspondientes
del hombre.
Entre las criaturas
existentes no hay una sola forma intermedia que pueda llenar el vacío que
existe entre el hombre y el mono. Ignorar este vacío, añadía, “sería tan
injusto como absurdo”.
Finalmente, lo absurdo
de semejante descendencia antinatural
del hombre es tan palpable, en vista de todas las pruebas y testimonios que
resultan de la comparación del cráneo del pitecoide con el del hombre, que De
Quatrefages acudió inconscientemente a nuestra teoría esotérica, diciendo que
más bien son los monos los que pueden pretender su descendencia del hombre, que
no lo contrario. Según Gratiolet ha probado, respecto de las cavidades del
cerebro de los antropoides -en cuyas especies se desarrolla este órgano en
razón inversa a lo que sucedería si los órganos correspondientes en el hombre
fueran realmente producto del desarrollo de tales órganos en el mono-, el
tamaño del cráneo humano y de su cerebro, así como las cavidades, aumentan con
el desarrollo individual del hombre. Su inteligencia se desarrolla y aumenta
con la edad, al paso que sus huesos faciales y quijadas disminuyen y se
fortalecen, haciéndose así más y más espiritual, mientras que con el mono
sucede lo contrario. En su juventud, el antropoide es mucho más inteligente y
bueno, al paso que con la edad se hace más obtuso; y, a medida que su cráneo
retrocede y parece disminuir, según va creciendo, sus huesos faciales y
quijadas se desarrollan, y el cráneo se aplasta finalmente y se echa por
completo atrás, marcándose cada día más el tipo animal. El órgano del
pensamiento, el cerebro, retrocede y disminuye, completamente dominado y
reemplazado por el de la fiera, el aparato de las quijadas.
De este modo, como se
observa ingeniosamente en la obra francesa, un gorila podría con justicia
dirigirse a un Evolucionista, reclamando su derecho de descendencia de él. Le
diría: Nosotros, monos antropoides, constituimos un punto de partida retrógrado
del tipo humano, y por tanto, nuestro desenvolvimiento y evolución se expresan
por una transición desde una estructura orgánica semejante a la humana, a una
semejante a la animal; pero ¿de qué modo podéis vosotros, los hombres, descender de nosotros; cómo podéis
constituir una continuación de nuestro género? Porque, para que esto fuera
posible, vuestra organización tendría que diferir aún más que la nuestra de la
estructura humana; tendría que estar aún más próxima a la de la bestia que la
nuestra; y en tal caso, la justicia exige que nos cedáis vuestro lugar en la
naturaleza. Sois inferiores a nosotros, desde el momento en que insistís en
derivar vuestra genealogía de nuestra especie; pues la estructura de nuestro
organismo y su desarrollo son tales, que no podemos generar formas de una
organización superior a la nuestra.
En esto están las
Ciencias Ocultas de completo acuerdo con De Quatrefages. Debido al tipo mismo
de su desarrollo, el hombre no puede descender
ni del mono ni de un antecesor común al mono y al hombre, sino que indica que
su origen es de un tipo muy superior a él mismo. Y este tipo es el “Hombre
Celeste”; los Dyân Chohans, o los llamados Pitris, según se ha manifestado en
la Parte I del volumen III. Por otra parte, el pitecoide, el orangután, el
gorila y el chimpancé, pueden, como
la Ciencia Oculta lo enseña, descender de la Cuarta Raza-Raíz humana
animalizada, siendo un producto del hombre y de especies de mamíferos ya
extinguidas -cuyos remotos antecesores eran, a su vez, producto de la
bestialidad lemura- y que vivían en el período Mioceno. La ascendencia de este
monstruo semi-humano se explica en las Estancias como teniendo origen en el
pecado de las razas “sin mente”, en el período medio de la Tercera Raza.
Cuando se tiene
presente que todas las formas que hoy pueblan la Tierra son otras tantas
variaciones de tipos fundamentales,
producidos originalmente por el Hombre de la Tercera y Cuarta Rondas, semejante
argumento evolucionista, como el de insistir sobre la “unidad del plan
estructural que caracteriza a todos los vertebrados, pierde su fuerza. Los
mencionados tipos fundamentales eran muy pocos en número, comparados con la
multitud de organismos que últimamente ellos originaron; pero, sin embargo, se
ha conservado una unidad general de tipo a través de las edades. La economía de
la Naturaleza no sanciona la coexistencia de varios “planes fundamentales”
completamente opuestos de evolución orgánica, en un planeta. Sin embargo, una
vez formuladas las líneas generales de la explicación Oculta, la deducción de
los detalles puede muy bien dejarse a la intuición del lector.
Lo mismo acontece con
la importante cuestión de los órganos “rudimentarios” descubiertos por los
anatómicos en el organismo humano. Indudablemente, esta clase de argumentación,
manejada por Darwin y Haeckel contra sus adversarios europeos, resultó de gran
peso. Los antropólogos, que se atrevieron a disputar la derivación del hombre
de antecesores animales, se encontraron totalmente embarazados para explicar la
presencia de agallas, el problema de la “cola”, etc. En este punto también
viene el Ocultismo en nuestro apoyo, con los informes necesarios.
El hecho es que, según
se ha dicho ya, el tipo humano es el repertorio de todas las formas orgánicas
potenciales y el punto central de donde éstas irradian. En este postulado
encontramos una verdadera “evolución” o “desenvolvimiento”, en un sentido que
no puede decirse que pertenezca a la teoría mecánica de la Selección Natural.
Criticando las deducciones de Darwin de los “rudimentos”, un hábil escritor
observa:
¿Por qué no ha de tener
la misma probabilidad de ser una hipótesis verdadera el suponer que el hombre
fue primeramente creado con esas señales rudimentarias en su organización, las
cuales se convirtieron en apéndices útiles en los animales inferiores en que el
hombre degeneró, como suponer que estas partes existían en completo desarrollo,
actividad y uso práctico en los animales inferiores de los cuales fue generado
el hombre?.
Léase en lugar de “en
los cuales el hombre degeneró”, “los prototipos que el hombre esparció, en el curso de sus
desenvolvimientos astrales”, y tendremos ante nosotros un aspecto de la
verdadera solución esotérica. Pero ahora vamos a formular una generalización
más amplia.
En lo que concierne a
nuestro presente período terrestre de la Cuarta
Ronda, sólo la fauna mamífera puede considerarse originada de los
prototipos desprendidos del Hombre. Los anfibios, los pájaros, reptiles, peces,
etcétera, son los resultados de la Tercera Ronda, formas astrales fósiles,
almacenadas en la cubierta áurica de la Tierra, y proyectadas en objetividad
física, subsiguientemente a la deposición de las primeras rocas laurenianas. La
“Evolución” tiene efecto en las modificaciones progresivas que la Paleontología
muestra que han afectado a los reinos inferiores, animal y vegetal, en el curso
del tiempo geológico. No toca, ni puede tocar, por la misma naturaleza de las
cosas, al asunto de los tipos prefísicos que sirvieron de base a la futura
diferenciación. Puede, seguramente, determinar las leyes generales que dirigen
el desarrollo de los organismos físicos; y, hasta cierto punto, ha desempeñado
hábilmente la tarea.
Volviendo al objeto que
se discute. Los mamíferos cuyos primeros rastros se descubren en los
marsupiales de las rocas triásicas de la época Secundaria, fueron evolucionados
de progenitores puramente astrales,
contemporáneos de la Segunda Raza. Son, pues, posthumanos, y, por consiguiente,
es fácil explicarse la semejanza general entre sus estados embrionarios y los
del Hombre, quien necesariamente encierra en sí y compendia en su desarrollo
los rasgos del grupo que originó. Esta explicación desecha una parte del
epítome darwinista.
Pero ¿cómo explicar la
presencia de las agallas en el feto humano, las cuales representan el estado
por el cual pasan en su desarrollo las branquias del pez; el vaso
palpitante que corresponde al corazón de los peces inferiores y el cual
constituye el corazón del feto; la completa analogía que presenta la
segmentación del óvulo humano, la formación del blastodermo y la aparición del
estado “gástrula” con estados correspondientes de la vida vertebrada inferior y
aun entre las esponjas; los diversos tipos de la vida animal inferior que la
forma del futuro niño delinea en el ciclo de su crecimiento?... ¿Cómo es que
sucede que ciertos estados de la vida de los peces, cuyos antecesores nadaron
(evos antes de la época de la Primera Raza) en los mares del período Siluriano,
así como también estados de la fauna anfibia y reptil posterior, se reflejen en
la “historia compendiada” del desarrollo del feto humano?
Esta objeción plausible
es contestada con la explicación de que las formas animales terrestres de la Tercera Ronda se referían tanto a los
tipos plasmados por el Hombre de la Tercera Ronda, como esa nueva importación
en el área de nuestro planeta -el tronco mamífero- se refiere a la Humanidad de
la Segunda Raza-Raíz de la Cuarta Ronda. El proceso del desarrollo del feto
humano compendia, no sólo las características generales de la vida terrestre de
la Cuarta Ronda, sino también las de la Tercera. El diapasón del tipo es
recorrido en compendio. Los Ocultistas, pues, no se ven apurados para
“explicarse” el nacimiento de niños con un verdadero apéndice caudal, o el
hecho de que la cola en el feto humano sea, en cierto período, de doble tamaño
que las nacientes piernas. La potencialidad de todos los órganos útiles a la
vida animal está encerrada en el Hombre -el Microcosmo del Macrocosmo- y con
alguna frecuencia condiciones anormales pueden dar por resultado los extraños
fenómenos que los darwinistas consideran como una “reversión a rasgos de
antecesores. Reversión, verdaderamente; pero no en el sentido que suponen
nuestros empíricos de hoy.
H.P. Blavatsky D.S T IV
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