Metafísica
y esotéricamente, sólo existe Un Elemento
en la Naturaleza, y en la raíz de él está la Deidad. Los llamados siete Elementos, de los cuales cinco ya han manifestado y afirmado su
existencia, son la vestidura, el velo de esa Deidad, de cuya esencia viene
directamente el Hombre, bien se le considere física, psíquica, mental o
espiritualmente. En tiempos no muy lejanos, sólo se hablaba generalmente de
cuatro Elementos, mientras que en filosofía sólo se admiten cinco. Pues el
cuerpo del Éter no está completamente manifestado aún, y su nóumeno es todavía el
“Padre AEther Omnipotente”, la síntesis del resto. Pero ¿qué son los Elementos,
cuyos cuerpos compuestos contienen, según han descubierto ahora la Química y la
Física, subelementos innumerables que ya no pueden ser abarcados por los
sesenta o setenta que se habían calculado? Sigamos su evolución, al menos desde
su principio histórico.
Los cuatro Elementos fueron
plenamente caracterizados por Platón, cuando dijo que era aquello “que compone y
descompone los cuerpos compuestos”. Por lo tanto, jamás fue la Cosmolatría,
aun bajo su peor aspecto, el fetichismo que adora o rinde culto a la forma y
materia pasiva externa de cualquier objeto, sino que siempre contemplaba en
ellos al Nóumeno. El Fuego, el Aire, el Agua, la Tierra, eran tan sólo la
vestidura visible, los símbolos de las Almas o Espíritus animadores invisibles;
los Dioses Cósmicos, a quienes el hombre ignorante rendía culto, y el sabio
sencillo, pero respetuoso, reconocimiento. A su vez, las subdivisiones
fenomenales de los Elementos noumenales eran animadas por los llamados
Elementales, los “Espíritus de la Naturaleza”, de grados inferiores.
En la Teogonía de Môchus vemos
primero al Éter, y después al Aire; los dos principios de los cuales nace Ulom,
el Dios Inteligible (...), el Universo visible de la Materia.
En los himnos órficos, el
Erôs-Phanes se desenvuelve del Huevo Espiritual, que los Vientos AEthéreos
impregnan, siendo el Viento el “Espíritu de Dios”, del que se dice que se mueve
en el AEther, “que incuba al Caos”, la Idea Divina. En el Katha Upanishad indo, Purusha, el Espíritu Divino, hállase ya ante
la Materia Original, y de la unión de ambos surge la Gran Alma del Mundo,
“Mahâ-Âtmâ, Brahman, el Espíritu de Vida”; siendo también idénticas estas
últimas denominaciones al Alma Universal o Ánima Mundi; constituyendo la Luz
Astral de los Teurgistas y Kabalistas, su división última e inferior.
Los Elementos (...) de Platón y
Aristóteles eran, pues, los principios
incorpóreos asignados a las cuatro grandes divisiones de nuestro Mundo cósmico,
y con justicia define Creuzer esas creencias primitivas como “una especie de magismo, un paganismo psíquico, y una deificación de potencias; una espiritualización que colocaba a los
creyentes en estrecha comunidad con esas potencias”. Tan estrecha, por
cierto, que las Jerarquías de esas Potencias, o Fuerzas, han sido clasificadas
en una escala graduada de siete, desde lo ponderable hasta lo imponderable. Son
septenarias, no como un medio artificial para facilitar su comprensión, sino en
su verdadera gradación cósmica, desde
su composición química o física hasta la puramente espiritual. Dioses para las
masas ignorantes; Dioses independientes y supremos; Demonios para los
fanáticos, quienes, por intelectuales que sean, son incapaces de comprender el espíritu
de la sentencia filosófica, in pluribus
unum. Para el filósofo Hermético, son Fuerzas relativamente “ciegas” o “inteligentes”, según con cuál de sus
principios trata. Miles de años transcurrieron antes de verse degradadas al
fin, en nuestro culto siglo, a simples elementos químicos.
De todos modos, los buenos
cristianos, y especialmente los protestantes bíblicos, debieran tributar a los
Cuatro Elementos mayor veneración, si es que quieren conservar alguna por
Moisés. Pues la Biblia pone de
manifiesto, en cada página del Pentateuco,
la consideración y significado místico, en que ellos (los Cuatro Elementos)
eran tenidos por el Legislador Hebreo. El pabellón que contenía al
Sanctasantórum era un Símbolo Cósmico, consagrado, en uno de sus significados,
a los Elementos, a los cuatro puntos cardinales, y al Éter. Josefo lo describe
como de color blanco, el color del Éter. Y esto también explica por qué en los
templos egipcios y hebreos, según Clemente de Alejandría (4), una cortina
gigantesca, sostenida por cinco columnas, separaba al Sanctasantórum
-representado ahora por el altar en las iglesias Cristianas-, en que sólo a los
sacerdotes les era permitido penetrar, de la parte accesible a los profanos.
Por sus cuatro colores, esa cortina
simbolizaba los cuatro Elementos principales, y con las cinco columnas
significaba el conocimiento de lo divino que el hombre es capaz de adquirir
mediante los cinco sentidos, con
ayuda de los cuatro Elementos.
En Ancients Fragments, de Cory, uno de los “Oráculos caldeos” expresa
ideas acerca de los elementos y el Éter, en lenguaje que se asemeja de modo
extraño al del The Unseen Universe, escrito por dos sabios
eminentes de nuestra época. Él afirma que del Éter han venido todas las cosas,
y que al mismo volverán todas; que las imágenes de todas las cosas quedan
impresas en él de una manera indeleble; y que es el depósito de los gérmenes, o
de los restos de todas las formas visibles, y hasta de las ideas. Esto parece
corroborar de sorprendente modo nuestra afirmación de que, cualesquiera sean
los descubrimientos que puedan hacerse en nuestros días, siempre se encontrará
que nuestros “sencillos antepasados” se han anticipado a nosotros en muchos
miles de años.
¿De dónde vinieron los Cuatro
Elementos y los Malachim de los hebreos? Por un teológico juego de manos de los
rabinos y los Padres de la Iglesia posteriores, han sido fundidos en Jehovah;
pero su origen es idéntico al de los Dioses Cósmicos de todas las demás
naciones. Sus símbolos, ya hayan nacido estos a orillas del Oxus, en las
ardientes arenas del Alto Egipto, o bien en los extraños y salvajes bosques
glaciales que cubren las faldas y cumbres de las sagradas montañas nevadas de
la Tesalia, o por fin en las pampas de América; sus símbolos, repetimos, cuando
se remontan a su origen, son siempre uno y el mismo. Ya fuese egipcio o
pelásgico, ario o semítico, el Genius Loci, el Dios local, abarcaba en su
unidad a toda la Naturaleza; pero no especialmente a los cuatro elementos, como
tampoco a una de sus creaciones, como los árboles, ríos, montañas o estrellas.
El Genius Loci, pensamiento muy posterior de las últimas subrazas de la Quinta
Raza Raíz, cuando el significado primitivo y grandioso húbose perdido casi por
completo, fue siempre el representante, en sus acumulados títulos, de todos sus
colegas. Era el Dios del Fuego, simbolizado por el trueno como Jove o Agni; el
Dios del Agua, simbolizado por el toro fluvial, o cualquier río o fuente
sagrados, como Varuna, Neptuno, etc.; el Dios del Aire, que se manifiesta en el huracán y la tempestad, como Vayu e Indra;
y el Dios o Espíritu de la Tierra, que aparecía en los terremotos, como Plutón,
Yama y tantos otros.
Estos eran los Dioses Cósmicos,
sintetizándose siempre todos en uno, como sucede en toda cosmogonía o
mitología. Así, los griegos tenían a su Júpiter Dodóneo, que incluía en sí
mismo a los cuatro Elementos y los cuatro puntos cardinales, y al que
reconocía, por consiguiente, en la Roma antigua, bajo el título panteístico de
Júpiter Mundus; el que ahora, en la Roma moderna, se ha convertido en el Deus
Mundus, el Dios del Mundo, al que representan en la teología última, en virtud
de la decisión arbitraria de sus ministros especiales, absorbiendo a todos los
demás.
Como Dioses del Fuego, del Aire y del Agua,
eran Dioses Celestes; como Dioses de
la Región Inferior, eran Deidades Infernales;
este último adjetivo, aplicándose simplemente a la Tierra. Eran ellos “Espíritus de la Tierra” bajo sus respectivos
nombres de Yama, Plutón, Osiris, el “Señor del Reino Inerior”, etc., y su
carácter telúrico lo demuestra suficientemente. La mansión peor después de la
muerte que los antiguos conocían, era el Kâma Loka, el Limbo sobre esta Tierra. Si se nos arguye que el Júpiter Dodóneo era identificado con Dis, o el
Plutón romano con el Dionysus Chthonius, el Subterráneo, y con Aidoneus, el Rey
del Mundo Subterráneo, donde, según Creuzer, se pronunciaban los oráculos,
entonces tendrán los ocultistas el placer de probar que, tanto Aidoneus como
Dionisio son las bases de Adonai, o Iurbo-Adonai, según llaman a Jehovah en el Codex Nazaroeus. “No debes rendir culto
al Sol, que es llamado Adonai, cuyo nombre es también Kadush y El-El”, y
también “Señor Baco”. El Baal-Adonis de los Sôds, o Misterios de los judíos
prebabilónicos, se convirtió en el Adonai por la Massorah, el Jehovah posterior
con vocales. Por lo tanto, los católicos romanos tienen razón. Todos esos
Júpiter pertenecen a la misma familia; pero Jehovah tiene que ser incluido en
ella para que resulte completa. El Júpiter Aërius o Pan, el Júpiter-Ammon y el
Júpiter-Bel-Moloch, son todos correlaciones de Iurbo Adonai, y con él forman
uno solo, porque todos ellos son una Naturaleza Cósmica. Esa Naturaleza y ese
Poder que crea el símbolo específico terrestre, y el edificio físico y material
de aquél, demuestran que la Energía se manifiesta por su medio como extrínseca.
Pues la religión primitiva era algo
más y mejor que una simple preocupación sobre los fenómenos físicos, como
observó Schelling; y principios más elevados que los que nosotros, saduceos
modernos, conocemos, “estaban ocultos bajo el transparente velo de divinidades
puramente naturales, como el trueno, los vientos y la lluvia”. Los antiguos
conocían y podían distinguir los Elementos corporales
de los espirituales, en las Fuerzas
de la Naturaleza.
El cuádruple Júpiter, lo mismo que
el Brahmâ de cuatro caras, el Dios aéreo, el fulgurante, el terrestre y el
marino, el dueño y señor de los cuatro Elementos, puede indicarse como
representante de los grandes Dioses Cósmicos de cada nación. Aunque encomendó
el poder sobre el fuego a Hephaestus-Vulcano, sobre el mar a Poseidón-Neptuno,
y sobre la Tierra a Plutón-Aidoneus, el Jove Aéreo siguió siendo todo esto;
pues, desde el principio, el AEther tenía predominio sobre todos los Elementos,
y era la síntesis de ellos.
La tradición habla de una gruta,
vasto subterráneo en los desiertos del Asia
Central, en que penetra la luz a través de cuatro aberturas al parecer
naturales, o grietas que cruzan los cuatro puntos cardinales. Desde el mediodía
hasta una hora antes de la puesta del sol, la luz pasa por ellas, de cuatro
colores distintos, que según se dice son el rojo, el azul, el naranja-dorado y
el blanco, efecto de condiciones especiales de vegetación y suelo, bien sea
naturales o artificialmente preparadas. La luz converge en el centro en
derredor de un pilar de mármol blanco, con un globo sobre el mismo, que
representa a nuestra tierra. Llámase la “Gruta de Zaratushtra”.
La Cuarta Raza, los Atlantes,
incluían en sus artes y ciencias la manifestación fenomenal de los Cuatro
Elementos, que asumió así un carácter científico, y que atribuían con razón a
la intervención inteligente de los Dioses Cósmicos. La Magia de los sacerdotes
antiguos consistía, en aquellos tiempos, en dirigirse a sus Dioses en el propio lenguaje de estos.
El
lenguaje de los hombres de la Tierra no puede alcanzar a los Señores. A cada
uno debe hablársele en el lenguaje de su Elemento respectivo.
Así dice el Libro de las Reglas, en una sentencia que, como se verá, encierra
un sentido profundo, añadiendo la siguiente explicación de la naturaleza de ese
lenguaje del elemento:
Está
compuesto de SONIDOS, no de palabras;
de sonidos, números y figuras. El que sepa combinar los tres, atraerá la
respuesta del Poder director (el Dios-Regente del Elemento específico
requerido).
Así pues, ese “lenguaje” es el de
los encantos o mantras, como los llaman en la India, siendo el sonido el agente mágico más potente y eficaz, y la
primera de las claves que abren la puerta de comunicación entre los Mortales e
Inmortales. El que cree en las palabras y enseñanzas de San Pablo, no tiene
el derecho a escoger de entre ellas sólo aquellas sentencias que ha decidido
aceptar, excluyendo las demás; y San Pablo enseña del modo más innegable la
existencia de Dioses Cósmicos y su presencia entre nosotros. El Paganismo
predicaba una evolución doble y simultánea, una “creación” spiritualem ac mundanum, según la llama la Iglesia Romana, edades
antes del advenimiento de esa Iglesia. Poco ha cambiado la fraseología
exotérica con respecto a las Jerarquías Divinas desde los días más gloriosos
del Paganismo, o la “Idolatría”. Sólo han cambiado los nombres, unidos a
pretensiones que se han convertido ahora en falsos pretextos. Porque cuando
Platón, por ejemplo, pone en boca del Principio Superior (el Padre AEther o
Júpiter) las palabras, “los Dioses de los Dioses de quienes soy el hacedor, así como soy el padre de todas
sus obras”, conocía el espíritu de esta sentencia tan completamente, se nos
figura, como San Pablo cuando dice: “Pues aunque haya algunos que son llamados
Dioses, ya en el Cielo ya en la Tierra, y así se cuentan muchos Dioses y muchos
Señores...”. Ambos conocían el sentido y el significado de lo que
manifestaban en términos tan reservados.
No pueden los protestantes atacarnos
por interpretar el versículo de los Corintos
como lo hacemos; pues, si la traducción de la Biblia inglesa resulta ambigua, no sucede así en los textos
originales, y la Iglesia Católica Romana acepta las palabras del Apóstol en su
verdadero sentido. Véase, como prueba de ello, lo que dice San Dionisio, el
Areopagita, que fue “directamente
inspirado por el Apóstol”, y “que escribió bajo su dictado”, como nos
asegura el Marqués de Mirville, cuyas obras son aprobadas por Roma, y que
comentando aquel versículo especial, dice: “Y aunque hay (de hecho) los
llamados Dioses, porque parece que realmente hay varios Dioses, con todo, y a pesar de ello, el Dios Principio y el Dios Superior no deja de ser esencialmente uno e indivisible”. Así hablaron
también los antiguos Iniciados, sabiendo que el culto de los Dioses menores
jamás podría afectar el “Dios Principio.
Sir W. Grove, F. R. S., hablando de
la correlación de fuerzas, dice:
Cuando los antiguos eran testigos de
un fenómeno natural que se apartaba de las analogías ordinarias y que ninguna
acción mecánica de ellos conocida podría explicar lo atribuían a un alma, a un
poder espiritual o sobrenatural... El aire y los gases también fueron
considerados espirituales en un principio, pero posteriormente fueron
investidos de un carácter más material; y las mismas palabras ..., espíritu,
etc., se emplearon para significar el alma o un gas; la palabra misma gas, de geist, un fantasma o espíritu, nos
ofrece un ejemplo de la transmutación gradual de un concepto espiritual, en
concepto físico.
El gran hombre de ciencia considera,
en el prefacio a la sexta edición de su obra, que sólo en estos (fenómenos)
debe entender la Ciencia exacta, la cual no tiene para qué mezclarse con las causas.
Causa y efecto son, por
consiguiente, en su relación abstracta con esas fuerzas, simples palabras de
conveniencia. desconocemos totalmente el
poder generador último de cada una y de todas ellas, y probablemente
siempre seguiremos lo mismo; sólo podemos comprobar la norma de su acción;
debemos atribuir humildemente su origen a una influencia omnipresente, y
contentarnos con estudiar sus efectos y hacernos cargo, por el experimento, de
sus relaciones mutuas.
Una vez aceptada esta actitud, y
virtualmente admitido el sistema en las palabras arriba citadas, principalmente
la espiritualidad del “poder
generador último”, sería ilógico en extremo negarse a reconocer esta cualidad
(que es inherente en los elementos
materiales, o más bien en sus compuestos), como presente en el fuego, en el
aire, en el agua o en la tierra. Tan bien conocían los Antiguos esos poderes,
que a la par que ocultaban su verdadera naturaleza bajo alegorías diversas, en
beneficio, o detrimento, del populacho ignorante, nunca se apartaban del
múltiple objeto propuesto cuando los confundían de intento. Resolvieron echar
un espeso velo sobre el núcleo de verdad oculta por el símbolo; mas siempre se
esforzaron en conservar éste como dato
para las futuras generaciones, bastante transparente para permitir a sus sabios
discernir la verdad tras la forma fabulosa del mito o de la alegoría. Esos
antiguos sabios son acusados de superstición
y credulidad; ¡y esto por las mismas
naciones, que aun cuando instruidas en todas las artes y ciencias modernas,
cultas y sabias en su generación, admiten hasta hoy día al antropomórfico
“Jehovah” de los judíos, como su único Dios vivo e infinito!
¿Qué eran algunas de esas
pretendidas “supersticiones”? Hesíodo, por ejemplo, creía que “los vientos eran
los hijos del Gigante Typhoeus”, que eran encadenados y desencadenados a
voluntad por Eolo; y los griegos politeístas lo aceptaban con Hesíodo. ¿Y por
qué no, cuando los judíos monoteístas tenían las mismas creencias, con otros
nombres para sus dramatis personae, y
cuando los cristianos creen actualmente lo mismo? Los Eolo, Bóreas, etc.,
hesiódicos, eran llamados Kedem, Tzephum, Derum y Ruach Hayum, por el “pueblo
elegido” de Israel. ¿Cuál es, pues, la diferencia fundamental? Mientras se
enseñaba a los helenos que Eolo ataba y desataba los vientos, los judíos creían
con el mismo fervor que su Señor Dios, “con
‘humo’ saliendo de sus narices, y fuego de su boca... cabalgaba sobre un
querubín y volaba; y se lo veía en alas del viento”.
Las expresiones
de las dos naciones, o bien son ambas figuras de lenguaje, o supersticiones. Pensamos que no son lo
uno ni lo otro; sino que nacieron sólo de un sentimiento profundo de unidad con
la Naturaleza, y de una percepción de lo misterioso e inteligente tras de cada
fenómeno natural, que los modernos ya no poseen. Ni tampoco era “superstición” por parte de los paganos
griegos, escuchar al oráculo de Delfos, cuando, al acercarse la escuadra de
Jerjes, les aconsejó aquel oráculo que “sacrificasen a los vientos”, si lo
mismo debe considerarse como culto divino
al tratarse de los israelitas, quienes con tanta frecuencia sacrificaban al
viento y también al fuego en particular. ¿Acaso no dicen ellos que su “Dios es
fuego abrasador” que aparecía generalmente como fuego y “circundado por el fuego”? ¿Y no buscó Elías al
“Señor” en el “gran viento y en el temblor de la tierra”? ¿No repiten los
cristianos lo mismo a imitación de aquéllos? ¿No sacrifican, además, en la
actualidad, al mismo “Dios del Viento y del Agua”? Lo hacen; porque actualmente
existen oraciones especiales para la lluvia, el tiempo seco, los vientos
favorables y la calma de las tempestades en los mares, en los devocionarios de
las tres Iglesias cristianas; y los varios centenares de sectas pertenecientes
a la religión protestante ofrecen aquéllas a su Dios en toda amenaza de
calamidad.
El que permanezcan tales oraciones sin respuesta por parte de
Jehovah, como probablemente sucedía con Júpiter Pluvius, no altera el hecho de
que esas oraciones se dirigen al Poder o Poderes que se supone rigen a los
Elementos, o de que esos poderes son idénticos en el Paganismo y el
Cristianismo; o ¿es que hemos de creer que semejantes oraciones son una grosera
idolatría y una “superstición” absurda sólo
cuando las dirija un pagano a su “ídolo”, y que la misma superstición se
transforma repentinamente en “laudable piedad” y “religión” cuando cambia el
nombre del destinatario celeste? Pero el árbol se conoce por su fruto. Y no siendo mejor el fruto del árbol
cristiano que el del árbol del paganismo, ¿por qué habría de imponer el primero
mayor respeto que el último?
Así es que cuando el Caballero
Drach, judío renegado, y el Marqués De Mirville, fanático católico Romano,
perteneciente a la aristocracia francesa, nos dicen que “relámpago” en hebreo
es un sinónimo de “ira”, y que siempre es manejado por el Espíritu “maligno”;
que Júpiter Fulgur o Fulgurante también es llamado Elicio por los cristianos, y
declarado ser el “alma del relámpago”, su Demonio; hemos de aplicar la
misma explicación y definiciones al “Señor Dios de Israel”, bajo las mismas
circunstancias, o renunciar a nuestro derecho de atacar a los Dioses y
creencias de las otras naciones.
Como las anteriores afirmaciones
parten de dos católicos romanos ardientes e ilustrados, son, cuando menos, peligrosas, en presencia de la Biblia y sus profetas. Verdaderamente,
si Júpiter, “el demonio principal de los griegos paganos”, lanzaba sus rayos y
relámpagos mortíferos sobre los que excitaban su cólera, así también lo hacía
el Señor Dios de Abraham y Jacob. Pues he aquí lo que leemos:
Tronó el Señor desde el cielo. Al
Altísimo hizo resonar su voz. Arrojó flechas (rayos), y los dispersó (a los
ejércitos de Saúl); y los derrotó.
Echan en cara a los atenienses el
haber sacrificado a Bóreas; y este “Demonio” es acusado de haber sumergido y
destruido 400 buques de la escuadra persa contra las rocas del Monte Pelion, y
de haberse enfurecido de tal modo, que todos los magos de Jerjes difícilmente
lograron contenerle, ofreciendo contrasacrificios a Thetis.
Afortunadamente, no se encuentra ejemplo alguno auténtico, en los anales de las
guerras cristianas, que refiera una catástrofe semejante sucediendo a una
escuadra cristiana, debido a las “oraciones” de otra nación cristiana, su
enemiga. Pero no es por culpa suya, porque cada cual reza tan fervorosamente a
Jehovah pidiéndole la destrucción de la otra, como lo hacían los atenienses a
Bóreas. Ambos recurrían a una evidente funcionilla de magia negra, con amore. No pudiendo fácilmente
atribuirse semejante abstención de la intervención divina a falta de oraciones
dirigidas a un Dios común.
Todopoderoso para la destrucción mutua, ¿dónde, pues, hemos de trazar la línea
divisoria entre paganos y cristianos? ¿Y quién puede dudar de que la
protestante Inglaterra en masa se regocijaría y ofrecería gracias al Señor si
durante alguna guerra futura 400 buques de la flota enemiga naufragasen debido
a tales oraciones? ¿Cuál es, pues -preguntamos nuevamente-, la diferencia entre
un Júpiter, un Bóreas y un Jehovah? Ninguna, salvo la siguiente: El crimen de
un próximo pariente nuestro, por ejemplo, de nuestro padre, siempre encuentra
excusa y a veces encomio, mientras que el crimen cometido por el pariente de
nuestro vecino siempre es castigado a satisfacción con la horca. Sin embargo,
el crimen es el mismo.
En este punto, las “bendiciones del
Cristianismo” no parecen haber hecho progresar de un modo apreciable la moral
de los paganos convertidos.
Lo que antecede no es una defensa de
los Dioses paganos, ni un ataque a la Deidad cristiana, ni tampoco significa
creencia en alguna de las dos. La escritora es completamente imparcial, y
rechaza el testimonio en favor de uno y de otro, no rogando, ni creyendo, ni
temiendo a ningún Dios “personal” y antropomórfico semejante. Sencillamente
establece un paralelo, como exhibición muy curiosa del fanatismo ilógico y
ciego del teólogo civilizado. Porque, hasta ahora, no se ve una gran diferencia
entre las dos creencias, y no existe ninguna en sus respectivos efectos sobre
la moralidad, o la naturaleza
espiritual. La “luz de Cristo” resplandece ahora sobre los mismos repugnantes
aspectos del hombre animal, que lo hacía la “luz de Lucifer” en la antigüedad.
El misionero Lavoisier dice en el Journal des Colonies:
¡Aquellos desgraciados paganos
consideran en su superstición hasta a los elementos mismos como algo dotado de
inteligencia!... Aun tienen fe en su ídolo Vâyu, el Dios o más bien el Demonio
del Viento y del Aire... creen firmemente en la eficacia de sus oraciones y en
los poderes de sus brahmanes sobre los vientos y tempestades.
En contestación a esto, podemos
citar de Lucas: “Y él (Jesús) se levantó y amenazó
al viento y a la tormenta, que cesaron luego, y siguióse la calma”. Y
he aquí otra cita de un Libro de Oraciones: “¡Oh Virgen del Mar, bendita Madre
y Señora de las aguas, calma tus olas!” Esta oración de los marineros
napolitanos y provenzales está textualmente copiada de la de los marineros
fenicios a su Diosa-Virgen Astarté. La conclusión lógica e inevitable que
resulta de los paralelos que presentamos, y de lo que revela el misionero, es
que, no siendo “ineficaces” las órdenes de los brahmanes a sus
Dioses-Elementos, el poder de los brahmanes se encuentra colocado de este modo
al mismo nivel que el de Jesús. Además, el poder de Astarté en nada cedía al de
la “Virgen del Mar” de los marineros cristianos. No basta dar a un perro un
nombre malo y ahorcarlo después; es preciso demostrar que el perro ha cometido
una falta. Bóreas y Astarté podrán, en la imaginación teológica, ser “Diablos”;
mas como acabamos de observar, por su fruto hemos de juzgar al árbol. Y desde
el momento en que se demuestra que los cristianos son tan inmorales y perversos
como pudieron serlo los paganos, ¿qué provecho ha sacado la Humanidad de su
cambio de Dioses e Ídolos?
Lo
que Dios y los Santos cristianos pueden hacer justificadamente, conviértese,
tratándose de simples mortales, en un crimen, si lo consiguen. La brujería y
los encantos son considerados ahora como fábulas; sin embargo, desde las
instituciones de Justiniano hasta las leyes de Inglaterra y América contra la
brujería -anticuadas, pero no abolidas hoy día-, tales encantos, aun cuando
sólo se sospechase su existencia, eran castigados como crímenes. ¿Por qué
castigar una quimera? Y no obstante leemos que Constantino el Emperador
sentenció a muerte al filósofo Sopatro por “desencadenar los vientos” e impedir
de este modo que barcos cargados de granos llegasen a tiempo para poner término
al hambre. Pausanias es objeto de burla cuando afirma que vio con sus propios
ojos a “hombres que, por medio de simples oraciones y encantamientos”,
contuvieron una violenta tempestad de granizo. Esto no impide a los escritores
cristianos modernos aconsejar la oración durante la tempestad y el peligro, y
creer en su eficacia. Hoppo y Stadlein, dos magos y brujos, fueron sentenciados
a muerte apenas hace un siglo, por “hechizar fruta” y trasladar por arte mágico
una cosecha de un campo a otro, si hemos de creer a Sprenger, el célebre
escritor que lo testifica: “Qui fruges
excantassent segetem pellicentes incantando”.
Concluyamos recordando al lector
que, sin la menor sombra de superstición, puede uno creer en la naturaleza dual
de todo ob jeto sobre la Tierra, en la Naturaleza espiritual y material,
visible e invisible; y que la Ciencia lo prueba virtualmente, al mismo tiempo
que niega su propia demostración. Pues, si como Sir William Grove dice, la
electricidad que manejamos es tan sólo el resultado
de la materia común afectada por algo invisible, el “poder generador último” de toda Fuerza, la “influencia
única omnipresente”, es natural entonces que creamos como los antiguos, a
saber: que cada Elemento es dual en
su naturaleza. “El Fuego Etéreo es la Emanación del Kabir mismo; el Aéreo es
tan sólo la unión (correlación) del primero con el Fuego Terrestre, y su
dirección y aplicación sobre nuestro plano terrestre pertenece a un Kabir de
menor dignidad”, quizás a un Elemental, como lo llamaría un ocultista; y lo
mismo puede decirse de todo Elemento Cósmico.
Nadie
negará que el ser humano posee varias fuerzas, magnética, simpática,
antipática, nerviosa, dinámica, oculta, mecánica, mental; en una palabra, toda
clase de fuerzas; y que las fuerzas físicas son todas biológicas en su esencia,
puesto que se entremezclan y se funden con frecuencia con aquellas fuerzas que
hemos llamado intelectuales y morales, siendo las primeras los vehículos, por
decirlo así, los upâdhis, de las segundas. Nadie que no niegue el alma en el
hombre dudará en decir que la presencia y mezcla de aquéllas son la esencia
misma de nuestro ser; que ellas
constituyen, de hecho, el Ego en el hombre. Esas potencias tienen sus fenómenos
fisiológicos, físicos, mecánicos, así como nerviosos, extáticos, clariauditivos
y clarividentes, que son considerados y reconocidos ahora como perfectamente
naturales, aun por la Ciencia misma. ¿Por qué habría de ser el hombre la única
excepción en la Naturaleza, y por qué no pueden tener hasta los mismos
Elementos sus Vehículos, sus Vâhanas, en lo que llamamos las fuerzas Físicas? Y
sobre todo, ¿por qué ha de llamarse “superstición” a tales creencias, así como
a las religiones del pasado?
H.P.B D.S TII
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