domingo, 24 de julio de 2016

El Poder pertenece a quien sabe




Muy viejo axioma es que “el poder pertenece a quien sabe”. Así el Conocimiento –cuyo primer paso hacia él es la facultad de comprender la verdad y discernir lo verdadero de lo falso- pertenece tan sólo a quienes, libres de prejuicios y vencedores de toda presunción y egoísmo, están dispuestos a reconocer la verdad en cuanto se les demuestre. Muy pocos hay así. La mayoría opina de una obra según los respectivos prejuicios de los críticos, quienes, a su vez, atienden más bien a la popularidad o impopularidad del autor que a sus propios méritos o defectos. Por lo tanto, fuera del círculo teosófico, en las manos del público general, tendrá ciertamente este volumen acogida aún más fría que sus dos predecesores. En nuestro tiempo, ninguna afirmación merece los honores de la prueba ni siquiera la atención del oído, si los argumentos en que se funda no llevan el marbete de la legitimidad establecida, ceñidos estrictamente a los límites de la ciencia oficial o de la teología ortodoxa.
            
Nuestra época es de paradójica anomalía. O predomina la devoción o prevalece el materialismo. Por estas dos líneas paralelas tan populares y ortodoxas en su respectivo aspecto, aunque incongruentemente disimilares, se desliza nuestra literatura, el pensamiento moderno y el llamado progreso. Quien intente trazar una tercera línea como mediadora de reconciliación entre las dos, ha de estar dispuesto a cuanto de peor presuma.  Verá su obra mutilada por los críticos, zaherida por los cortesanos de la Ciencia y de la Iglesia, falseada por los adversarios y aun repudiada por las piadosas bibliotecas circulantes. Prueba plena de ello son los absurdos conceptos que los círculos de la sedicente sociedad culta tuvieron de la Religión de la Sabiduría (Bodhismo) después de la admirable y clara exposición científica contenida en el Buddhismo Esotérico. Esto pudiera haber servido de aviso hasta a los teósofos que empeñados en una penosa lucha cotidiana en pro de su causa, no dan paz a la pluma ni se amedrentan ante las suposiciones dogmáticas ni las autoridades científicas. Porque hagan cuanto puedan los escritores teósofos, jamás lograrán que los materialistas ni los devotos doctrinales presten atención imparcial a su filosofía. Verán rechazadas sistemáticamente sus doctrinas y aun se negará a sus teorías un lugar en las filas de las efímeras científicas, de las continuamente variables y forjadas hipótesis modernas. Para los defensores de la teoría “animalística”, nuestras enseñanzas cosmogenésicas y antropogenésicas son a lo sumo “cuento de hadas”. A quienes quisieran evadir toda responsabilidad moral, les parece mucho más cómodo aceptar para el hombre la descendencia de un común antecesor simiesco y ver un hermano en el mudo y rabón cinocéfalo, que admitir la paternidad de los Pitris, de los “Hijos de Dios”, y reconocerse como hermanos del que desfallece de inanición en los tugurios.
            
“¡Retroceded!”, exclamarán a su vez los beatos. “¡Jamás convertiréis en Buddhistas Esotéricos a los respetables cristianos que concurren a la iglesia!”
            
Ciertamente, tampoco tenemos nosotros el menor intento de realizar la conversión. Mas esto no ha de ser obstáculo para que los teósofos digan cuanto hayan de decir, sobre todo a quienes oponen a nuestra doctrina la ciencia moderna, no en beneficio de esta misma ciencia, sino para asegurar el éxito de sus particulares intenciones y personal glorificación. Si nosotros no podemos probar muchas de nuestras afirmaciones, otro tanto les pasa a ellos; pero nosotros podemos demostrar cómo, en vez de exponer hechos históricos y científicos –para enseñanza de quienes, sabiendo menos que ellos, forman sus opiniones y nutren su pensamiento con lo que oyen de los científicos- la mayoría de los esfuerzos de nuestros eruditos parecen solamente dirigidos a destruir hechos antiguos o acomodarlos a sus particulares puntos de vista. Tal vez estas adulteraciones históricas y científicas no estén hechas con espíritu de malicia ni aun de crítica, pues la autora admite desde luego que la mayor parte de quienes incurren en tal falta son incomparablemente más eruditos que ella; pero la mucha erudición no es un obstáculo contra las preocupaciones y prejuicios ni una salvaguardia contra el amor propio, sino más bien todo lo contrario. Por lo tanto, sólo en legítima defensa de nuestras afirmaciones y para vindicar las grandes verdades de la sabiduría antigua censuraremos cuando sea preciso a nuestras “grandes autoridades”.
            
A no ser por la precaución de contestar de antemano a ciertas objeciones a los principios fundamentales adoptados en la presente obra (objeciones basadas en la autoridad de tal o cual erudito y relativas al carácter esotérico de las arcaicas y antiguas obras filosóficas), todas nuestras afirmaciones se verán contradichas, y aun desacreditadas. Uno de los objetos principales de este volumen es señalar el vigoroso simbolismo y las alegorías esotéricas de que rebosan las obras de los antiguos y conspicuos filósofos arios y griegos, así como las Escrituras sagradas de todas las religiones. Otro objeto es probar que la clave de interpretación facilitada por las reglas orientales indo-buddhistas de ocultismo (tan ajustada a los Evangelios cristianos como a los libros egipcios, griegos, caldeos, persas y hasta hebreo-mosaicos), debe haber sido común a todas las naciones por divergencias que hubiese en sus respectivos métodos y “velos” exotéricos. Estas afirmaciones son rotundamente negadas por algunos eminentes eruditos de nuestros días. El profesor Max Müller, en sus Conferencias de Edimburgo, repudió esta declaración fundamental de los teósofos diciendo que los shâstras y pandites indos no saben nada de tal esoterismo. 

El erudito sancritista supone con estas palabras que en los Purânas y Upanishads no hay significado oculto, elementos esotéricos, ni “velo” alguno; mas pronto se advierte lo deleznable o al menos lo extraño de tal suposición, al considerar que la palabra “Upanishad”, literalmente traducida del sánscrito, quiere decir: “Doctrina Secreta”. Sir M. Monier Williams sostiene el mismo criterio respecto del buddhismo; y, según él, Gautama Buddha fue contrario a todo intento de enseñanza esotérica y nunca la dio en sus predicaciones. Añade que tales “pretensiones” de enseñanzas ocultas y “facultades mágicas” se debe a los últimos arhates o discípulos de la “Luz de Asia”. El profesor B. Jowett habla asimismo desdeñosamente de las para él absurdas interpretaciones que los neoplatónicos dieron al Timoeus de Platón y a los libros mosaicos. A juicio del Profesor Real de griego, no hay ni sombra de espíritu oriental (gnóstico) de misticismo, ni verosimilitud científica en los Diálogos de Platón. Finalmente, para colmar la medida, el famoso asiriólogo profesor Sayce, si bien admite significado oculto en las inscripciones cuneiformes de las lápidas asirias, dice a este propósito que:

            Muchos textos sagrados... están escritos de modo que sólo puedan comprenderlos los iniciados.

añade que las “claves y glosas” están actualmente en manos de los asiriólogos, afirmando por otra parte que los modernos eruditos poseen el hilo de interpretación de los documentos esotéricos, “el cual ni los iniciados sacerdotes [de Caldea] poseyeron”.
            
Se figuran los modernos orientalistas y profesores que la ciencia estaba en mantillas en tiempo de los astrónomos caldeos y egipcios. Según ello, Pânini, el más sabio gramático del mundo, desconocía el arte de escribir, y lo mismo les pasó al señor Buddha y a otros sabios de la India hasta el año 300 antes de Cristo. La más supina ignorancia reinaba en la edad de los rishis indos y aun en la de Tales, Pitágoras y Platón. Los teósofos deben de ser seguramente unos ignorantones supersticiosos cuando se atreven a hablar cual hablan ante tan erudita afirmación de lo contrario.
            
Parece, como si desde la creación del mundo sólo hubiera habido una época de positivo conocimiento: la época actual. En el nebuloso crepúsculo, en la grisácea aurora de la historia, se destacan las pálidas sombras de los antiguos sabios de universal renombre. Desesperanzados buscaban a tientas el exacto significado de sus propios Misterios, cuyo espíritu se desvaneció sin revelarse a los hierofantes, quedando latente en los espacios, hasta el advenimiento de los iniciados en la ciencia moderna y en los novísimos métodos de investigación. Tan sólo ahora refulge con meridiana luz el conocimiento para alumbrar a los “omniscientes” que bañándose en el rutilante sol de la inducción se entregan a la penelópica tarea de “forjar hipótesis” y proclamar altaneramente sus derechos al conocimiento universal. Desde este punto de vista, ¿cómo maravillarse de que las enseñanzas de los filósofos antiguos y muchas de las de sus inmediatos sucesores en los pasados siglos hayan carecido de valor para ellos y de utilidad para el mundo? Pues, como se ha expuesto repetidamente, en tanta palabrería, mientras los rishis y sabios de la Antigüedad llegaron muy lejos por los áridos campos del mito y de la superstición, los filósofos medievales y aun gran parte de los del siglo XVIII estuvieron más o menos aferrados a sus religiosas creencias en lo “sobrenatural”. 

Es verdad que se admite generalmente que algunos eruditos antiguos y medievales tales como Pitágoras, Platón, Paracelso y Roger Bacon, seguidos de gloriosa hueste, dejaron no pocos hitos en las preciosas minas de la filosofía e inexplorados filones de la ciencia física. Pero después, las efectivas excavaciones de ellas, la separación del oro y la plata y el tallado de las preciosas piedras que contienen, son todas debidas a la paciente labor de nuestros modernos hombres de ciencia. ¿Acaso el hasta entonces ignorante y alucinado mundo no debe al incomparable genio del moderno científico el conocimiento de la verdadera naturaleza del Kosmos, y del verdadero origen del universo y del hombre, revelado por las automáticas y mecánicas teorías de los físicos, de acuerdo con la estricta filosofía científica? Antes de nuestra culta época, la ciencia era tan sólo un nombre vano, y la filosofía una maraña de ilusiones si hemos de oír a las contemporáneas autoridades del saber académico para quienes el árbol de la sabiduría ha brotado en nuestros tiempos de entre la maleza de la superstición, como la policromada mariposa surge de una fea oruga, sin que nada debamos agradecer a nuestros antepasados. Los antiguos, a lo sumo, labraron y fertilizaron el campo; pero los modernos han sembrado la semilla del conocimiento y cultivado las agradables plantas de la negación escueta y del estéril agnosticismo.
            
Sin embargo, no es tal el punto de vista tomado por los teósofos, que repiten hoy lo dicho hace ya veinte años. No basta hablar de “los insostenibles conceptos de un pasado inculto” ni del “lenguaje infantil” de los poetas védicos  ni de “los absurdos de los neoplatónicos”  o de la ignorancia de los sacerdotes iniciados en Caldea y asiria respecto de sus propios símbolos en comparación de lo que de ellos saben los orientalistas británicos. Todos estos asertos han de probarse por algo más que por las palabras de los citados eruditos. Porque la jactanciosa arrogancia no puede soterrar las canteras intelectuales de donde los modernos filósofos arrancaron sus doctrinas. 

A la imparcial posteridad le toca decir si muchos sabios europeos no alcanzaron fama y nombradía por haber plagiado las ideas de aquellos mismos filósofos antiguos de quienes tan atolondradamente se mofan. Así, no caerá fuera de propósito decir, según se expone en Isis sin Velo, que el desmedido amor propio y la obstinación de algunos orientalistas y filólogos de lenguas muertas preferiría dar al traste con sus facultades lógicas y racionales antes que conceder a los filósofos antiguos el conocimiento de algo ignorado por los modernos.
            
Como quiera que parte de esta obra trata de los Iniciados y de las enseñanzas ocultas que se les comunicaban durante la celebración de los Misterios, examinaremos en primer lugar las afirmaciones de quienes, a pesar de ser Platón iniciado, sostienen que en las obras del insigne filósofo no se descubre misticismo alguno. Muchos eruditos actuales en griego y sánscrito pueden aducir pruebas a favor de sus preconcebidas teorías basadas en personales prejuicios; pero olvidan, cuando más conviene recordarlo, no sólo las numerosas variaciones idiomáticas, sino también que el metafórico estilo que campea en las obras de los filósofos antiguos y el sigilo de los místicos tenían su razón de ser; que tanto los autores clásicos precristianos como los postcristianos, tenían (en su gran mayoría), la sagrada obligación de no divulgar los solemnes secretos que se les había comunicado en los templos. Esto sólo basta para extraviar a sus traductores y críticos profanos. Pero estos críticos no admiten dicha causa, según muy luego veremos.
            
Durante más de veintidós siglos convinieron todos los lectores de Platón en que, como los más de los conspicuos filósofos de Grecia, fue un iniciado y que, por la reserva a que le obligaba el Juramento de la Fraternidad, sólo podía hablar de ciertas cosas cubriéndolas con velos alegóricos. Ilimitada es la veneración que por los Misterios siente el gran filósofo; y sin rebozo confiesa que escribe “enigmáticamente” y le vemos poniendo exquisito cuidado en ocultar el verdadero significado de sus palabras. Cada vez que el asunto se roza con los grandes secretos de la Sabiduría Oriental (cosmogonía del universo, o el mundo ideal preexistente), sume Platón su filosofía en la más profunda oscuridad. Su Timoeus es tan confuso, que únicamente los iniciados pueden entenderlo. Según ya dije en Isis sin Velo (I, pág. 287-8, edición inglesa):
            
Las especulaciones que sobre la creación, o, mejor dicho, sobre la evolución de los hombres primitivos, hace Platón en el Banquete, y los ensayos sobre cosmogonía que aparecen en el Timoeus, han de entenderse alegóricamente para aceptarlos. Los neoplatónicos se aventuraron a dilucidar, en cuanto se lo permitía el teúrgico voto de silencio, el oculto significado subyacente en Timoeus, Crátilo, Parménides y otras trilogías y diálogos de Platón. Las principales características de estas enseñanzas de aparente incongruencia, son el dogma de la inmortalidad del alma y la doctrina pitagórica de que Dios es la Mente Universal, difundida por todas las cosas. La piedad de Platón y su respeto a los Misterios, son prueba suficiente de que mantuvo incólume y libre de indiscreciones el profundo sentido de responsabilidad, propio de todo adepto. En Fedro dice que “el hombre únicamente llega a ser perfecto, perfeccionándose en los Misterios perfectos”.
            
No tenía él reparo en lamentar que los Misterios no fuesen ya tan secretos como en un principio; y lejos de profanarlos, poniéndolos al alcance del vulgo, hubiera querido mantenerlos celosamente ocultos, excepto para los más fervientes y aventajados de sus discípulos. Aunque en cada página habla de los Dioses, no cabe dudar de su monoteísmo, porque con aquella palabra significa la clase de seres inmediatamente inferiores a la Divinidad y superiores al hombre. El mismo Josefo lo reconoció así a pesar de los naturales prejuicios de su raza. En su famosa diatriba contra Apión, dice el historiador judío: “Sin embargo, aquellos griegos que filosofaron de acuerdo con la verdad no ignoraban nada... ni dejaron de notar las frías superficialidades de las alegorías míticas, que por lo mismo justamente desdeñaron... De lo cual movido Platón, dice que no es necesario admitir a ninguno de los otros poetas en “la república”, y después de haber coronado y ungido a Homero, lo rechaza suavemente con objeto de que no destruyera con sus mitos, la ortodoxa creencia en un solo Dios”.
            
Éste es el “Dios” de todos los filósofos; el Dios infinito e impersonal. Todo esto y mucho más que no cabe citar aquí, nos conduce a la innegable certidumbre de que como toda ciencia y filosofía se hallaba en manos de los hierofantes del templo, debió Platón aprenderlas de su boca al ser iniciado por ellos; lo cual basta lógicamente para justificar las alegorías y “frases enigmáticas”, con que Platón veló en sus escritos las verdades que no debía divulgar.
            
Esto supuesto, ¿cómo se explica que el profesor Jowett, uno de los más sabios helenistas de Inglaterra, y moderno traductor de las obras de Platón, trate de demostrar que no se echa de ver en ellas, ni siquiera en el Timoeus, indicio alguno de misticismo oriental? A quienes hayan discernido el verdadero espíritu de la filosofía de Platón, difícilmente les convencerán los argumentos expuestos por el profesor del colegio Balliol. 

El Timoeus puede parecerle seguramente “oscuro y repulsivo”; pero también es cierto que esta oscuridad no se produce como Jowett dice, “en la infancia de las ciencias físicas”, sino más bien en sus días de sigilo, que no dimanó de la “confusión de las ideas teológicas, matemáticas y fisiológicas” ni “del afán de concebir el conjunto de la Naturaleza sin el adecuado conocimiento de las partes”. Porque precisamente las Matemáticas, y sobre todo la Geometría, eran el fundamento de las ocultas enseñanzas cosmogónicas y teológicas; y la ciencia actual está comprobando diariamente los conceptos fisiológicos de los sabios de la antigüedad, al menos para quienes saben leer y entender los libros esotéricos. El “conocimiento de las partes” nos importa poco si ha de sumirnos en mayor ignorancia del conjunto o sea de “la naturaleza y razón de lo Universal”, según llama Platón a la Divinidad, aumentando con ellos nuestra ceguera, a causa de nuestros jactanciosos métodos de inducción. Pudo carecer Platón de “inducción, o talento generalizador, en la moderna acepción de la palabra”, y pudo también ignorar la circulación de la sangre, la cual, se nos dice, “le fue absolutamente desconocida”; pero nada prueba que no supiese lo que es la sangre, y esto es más que cuanto en nuestros días pueda envanecer a ningún biólogo o fisiólogo.
            
Aunque el profesor Jowett reconoce en el “filósofo naturalista” muchísima mayor cultura que en los demás filósofos griegos, superan no obstante las censuras a los elogios que de él hace, según echaremos de ver en este pasaje, que demuestra claramente su prejuicio:
            
Poner los sentidos bajo el gobierno de la razón; hallar algún sendero en el caótico laberinto de las apariencias, ya la recta calzada de las matemáticas, ya otras menos derechas pero sugeridas por la analogía del hombre con el mundo y del mundo con el hombre; ver que todas las cosas derivan de una causa y propenden a un fin; tal es el espíritu del antiguo filósofo naturalista. Pero nosotros no podemos estimar las condiciones de conocimiento a que estaba sujeto, ni comparar las ideas que planeaban sobre su imaginación con las que aletean en nuestro ambiente. Porque está suspenso entre la materia y la mente, bajo el dominio de abstracciones; le impresionan casi a la ventura las exterioridades de la naturaleza; ve la luz, pero no los objetos iluminados; y yuxtapone cosas que a nosotros nos parecen diametralmente opuestas, porque no halla nada entre ellas.
            
La penúltima proposición desagradará ciertamente a los modernos “filósofos naturalistas” que procediendo antitéticamente ven los “objetos” pero no la luz de la Mente universal que los ilumina. El erudito profesor concluye deduciendo que los antiguos filósofos, que juzga por el Timoeus de Platón, seguían un método antifilosófico y aun irracional, según intenta probar en este pasaje:
            
Bruscamente pasa de las personas a las ideas y los números; y de las ideas y números a las personas; confunde el sujeto con el objeto, las causas primeras con las finales, y soñando en figuras geométricas, se pierde en un flujo del entendimiento. Y ahora necesitamos por nuestra parte un esfuerzo mental para comprender su doble lenguaje o para abarcar el neblino carácter del conocimiento y del genio de los antiguos filósofos que en tales condiciones [?] anticiparon en muchos casos la verdad como alentados por divinas potestades.
            
No sabemos si lo de “tales condiciones” significa ignorancia y estolidez mental en “el genio de los filósofos antiguos” o si supone otra cosa. Pero vemos perfectamente claro el significado de las frases subrayadas. Crea o no crea Jowett en el sentido oculto de las figuras geométricas y de la “jerga” esotérica, admite que hay “doble lenguaje” en los escritos de aquellos filósofos. En consecuencia ha de admitir un significado oculto con su necesaria interpretación. ¿Por qué, pues, se contradice tan abiertamente a las pocas páginas? ¿Y por qué ha de negar significado oculto en el Timoeus (el diálogo místico pitagórico por excelencia) para después tomarse el trabajo de convencer a sus lectores diciendo:
            
La influencia que el Timoeus ha ejercido en la posteridad se debe en parte a una equivocada comprensión.
            
La siguiente cita de su “introducción” se opone diametralmente a la anterior, pues dice así:
            
En la supuesta oscuridad de este diálogo hallaron los neoplatónicos ocultos significados y conexiones con las Escrituras hebreas y cristianas, por lo que muchos de ellos enseñaron doctrinas enteramente divorciadas del espíritu de Platón. Creyendo que estaba este filósofo inspirado por el Espíritu Santo o que había recibido su ciencia de Moisés, les pareció hallar en sus escritos las ideas de la Trinidad Cristiana, el Verbo, la Iglesia... y los neoplatónicos tenían un procedimiento de interpretación que de cualquier palabra les permitía inferir cualquier significado. Eran realmente incapaces de distinguir las opiniones de un filósofo de las de otro, ni las ideas serias de Platón de sus pasajeras fantasías... [Pero] los modernos comentadores del Timoeus no corren riesgo alguno de caer en los absurdos neoplatónicos.
            
Claro está que no amaga tal peligro a los modernos comentadores, porque nunca poseyeron la clave de interpretación ocultista. Pero antes de decir ni una palabra en defensa de Platón y de los neoplatónicos, debemos preguntar respetuosamente al erudito profesor del colegio Balliol, qué sabe o puede saber del canon esotérico de interpretación. Por la palabra “canon” entendemos aquí la clave comunicada oralmente “de boca a oído” por el Maestro al discípulo, o por el hierofante al candidato a la iniciación; y esto desde tiempo inmemorial, a través de larga serie de épocas, durante las cuales fueron los Misterios internos (que no eran públicos), la más sagrada institución de cada país. Sin tal clave, no es posible interpretar acertadamente los Diálogos de Platón, ni escritura alguna sagrada, desde los Vedas a Homero y desde el Zend Avesta hasta los libros de Moisés. Así, pues, ¿cómo puede saber el doctor Jowett que fueron “absurdas” las interpretaciones dadas por los neoplatónicos a los diversos libros sagrados de las naciones? 

Además, ¿en dónde halló coyuntura para estudiar dichas “interpretaciones”? La historia demuestra que los Padres de la Iglesia y sus fanáticos catecúmenos, destruyeron cuantas de aquellas obras cayeron en sus manos. Impropio de un erudito es afirmar que sabios y genios como Amonio, cuya santidad de vida y caudal de erudición le valió el título de Tehodidaktos (enseñado por Dios); que hombres como Plotino, Porfirio y Proclo fuesen “incapaces de distinguir las opiniones de un filósofo de las de otro, ni entre las ideas formales de Platón y sus fantasías”. Valiera tanto decir que los más conspicuos filósofos, sabios y eruditos de Grecia y Roma fueron locos de remate y no menos los numerosos y algunos de ellos sapientísimos comentadores de la filosofía griega que no están de acuerdo con el docto Jowett. El tono de protección que campea en el pasaje citado anteriormente revela una ingenua presunción digna de nota aun en nuestra época de egolatría y mutuas alabanzas. Comparemos ahora las opiniones de Jowett con las de algunos otros eruditos.
            
Uno de los mejores platonistas del día, el profesor Alejandro Wilder, de Nueva York, dice respecto de Amonio Saccas, fundador de la escuela neoplatónica:
            
Su profunda intuición espiritual, su vasta erudición, su familiaridad con los Padres de la Iglesia, Panteno, Clemente y Atenágoras, y con los más notables filósofos de la época, le predisponían para la tarea que tan cumplidamente llevó a cabo. Logró atraer a su propósito a los más insignes sabios y hombres públicos del imperio romano, que no gustaban de malgastar el tiempo en sutilezas dialécticas y prácticas supersticiosas. Los frutos de su apostolado se echan de ver hoy día en todos los países cristianos; pues los más excelentes sistemas de doctrina llevan las huellas de sus plásticas manos. Todo sistema antiguo de filosofía ha tenido partidarios en los tiempos modernos; y aun el judaísmo... admitió algunas variaciones por influencia de Amonio... 
Él fue hombre de rara erudición, envidiables dotes, irreprensible vida y dulce trato. Su intuición casi sobrehumana y sus relevantes cualidades le aquistaron el sobrenombre de Theodidaktos; pero, a ejemplo de Pitágoras, sólo quiso llamarse modestamente Filaleteo o amante de la verdad.
            
¡Ojalá que los sabios modernos siguieran tan modestamente las huellas de sus insignes predecesores” Mucho ganaría la verdad con ello. Pero ¡no son filaleteos!
            
Además, sabemos que:
            
Como Orfeo, Pitágoras, Confucio, Sócrates y Jesús, nada escribió Amonio, sino que comunicó sus principales enseñanzas a discípulos convenientemente instruidos y disciplinados, exigiéndoles la obligación de sigilo como habían hecho Zoroastro y Pitágoras y sucedía en los Misterios. Excepto algunos tratados que nos dejaron sus discípulos, sólo conocemos las enseñanzas de Amonio por lo que de ellas dijeron sus adversarios.
            
Es probable que en las prejuiciosas afirmaciones de tales “adversarios”, se fundó el erudito traductor de Oxford de los Diálogos de Platón, para concluir diciendo que:
            
Los neoplatónicos no entendieron en modo alguno [?] lo que en Platón hay de verdaderamente grandioso y característico, a saber, sus intentos de conocer y relacionar las ideas abstractas.
            
Además, afirma algo desdeñosamente para los antiguos métodos de análisis intelectual, que:
            
En nuestros días... un filósofo antiguo debe ser interpretado partiendo de él mismo y de la historia contemporánea del pensamiento.
            
Esto equivale a decir que el antiguo canon griego de proporciones (si es que se encuentra), y la Atenea de Fidias, deben ser juzgados actualmente según la historia contemporánea de arquitectura y escultura, según el Albert Hall, el Memorial Monumento, y las horribles vírgenes de miriñaque que salpican la hermosa faz de Italia. El profesor Jowett advierte que “el misticismo no es la crítica”; pero tampoco es siempre la crítica una expresión de recto y sano juicio.
            
La critique est aisèe, mais l’art est difficile.
            
Y de este “arte” carece supinamente, con todo su helenismo, el crítico de los neoplatónicos, quien por otra parte no ha comprendido en verdad el verdadero espíritu místico de Pitágoras y Platón, puesto que niega hasta en el Timoeus, todo indicio de misticismo oriental, e intenta demostrar que la filosofía griega influyó en Oriente, olvidando que la verdad es que sucedió lo contrario; esto es, que en el alma de Platón arraigó profundamente “el penetrante espíritu orientalista” por la influencia de Pitágoras y por su propia iniciación en los Misterios.
            
Pero el dr. Jowett no lo ve así, ni está dispuesto a admitir que algo bueno, razonable y acorde con la “historia contemporánea del pensamiento” pudiera surgir de aquel Nazareth de los Misterios paganos; ni tampoco que en el Timoeus ni en ningún otro Diálogo haya nada susceptible de interpretación por un sentido oculto, sino que dice:
            
El llamado misticismo de Platón es puramente griego, y surge de sus imperfectos conocimientos y elevadas aspiraciones, como propio de una época en que la filosofía no estaba completamente separada de la poesía y de la mitología.
            
Entre varias otras afirmaciones igualmente erróneas de Jowett, conviene rebatir dos: a) Que en los escritos de Platón no se nota elemento alguno de la filosofía oriental; y b) Que cualquier erudito moderno sin ser místico o cabalista, puede pretender juzgar del esoterismo antiguo. Para ello hemos de aducir testimonios más autorizados que el nuestro y oponer la opinión de otros profesores tan sabios, si no más, que el doctor Jowett, a fin de destruir los argumentos de éste.
            
Nadie negará que Platón fue ardiente admirador y fervoroso discípulo de Pitágoras. También es innegable, según asegura el Prof. Matter, que Platón había heredado por una parte las doctrinas de su maestro, y que por otra había adquirido su saber en la misma fuente que el filósofo de Samos (24). Y las doctrinas de Pitágoras son orientales y aun brahmánicas en sus fundamentos; porque este gran filósofo consideró siempre al lejano oriente como el manantial en donde bebió su sabiduría. Colebrooke demuestra que Platón confesó esto mismo en sus Epístolas, y dice que tomó sus enseñanzas “de antiguas y sagradas doctrinas”. Además, las ideas de Pitágoras y Platón ofrecen demasiadas coincidencias con los sistemas de la India y de Zoroastro, para que pueda caber duda de su procedencia a quien conozca estos sistemas. Por otra parte:
            
Panteno, Atenágoras y Clemente de Alejandría se aleccionaron por completo en la filosofía platónica, y echaron de ver su unidad esencial con los sistemas orientales.
            
La historia de Panteno y de sus coetáneos puede dar la clave de que en los Evangelios campee el espíritu platónico, y al mismo tiempo oriental, con mayor predominio que en las Escrituras hebreas.

H.P. Blavatsky  D.S  TV


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