“Todos los hombres son propensos a
tener un gran concepto de su propio entendimiento y a ser tenaces en las
opiniones que profesan” -dice con razón Jordano, y añade-: y sin embargo, todos
los hombres se guían por el entendimiento de otros, no por el suyo propio; y
puede decirse con verdad que más bien adoptan que conciben sus opiniones”.
Esto es doblemente cierto respecto de las
opiniones científicas sobre hipótesis presentadas a su consideración,
decidiendo a menudo el prejuicio y la opinión preconcebida de las llamadas
“autoridades” sobre cuestiones de la mayor importancia vital para la historia.
Hay varias de tales opiniones predeterminadas sostenidas por nuestros sabios
orientalistas, y pocas son tan injustas e ilógicas como el error general con
respecto a la antigüedad del Zodíaco. Gracias al tema favorito de algunos orientalistas
alemanes, sanscritistas americanos e ingleses han aceptado la opinión del
profesor Weber de que los pueblos de la India no tenían idea ni conocimiento
del Zodíaco anterior a la invasión de los macedonios, y que los antiguos indos
lo importaron a su país tomándolo de los griegos. Se nos dice, además, por
varias otras “autoridades”, que ninguna nación oriental conocía el Zodíaco
hasta que los helenos tuvieron a bien participar amablemente su invención a sus
vecinos. Y esto lo dicen a la faz del
Libro de Job, que hasta ellos mismos
declaran ser el más antiguo del canon hebreo y ciertamente anterior a Moisés;
libro que habla de la hechura de
“Arcturo, Orión y las Pléyades (Osh, Kesil y Kimah) y de las cámaras del Sur”; de Scorpion y el Mazaruth: los doce
signos ; palabras que, si algo significan, implican el conocimiento del
Zodíaco hasta entre las tribus nómadas árabes. Se dice que el Libro de Job precedió a Homero y a
Hesiodo por lo menos mil años, habiendo florecido los dos poetas griegos sobre ocho
siglos antes de la Era Cristiana (!!).
Y dicho sea de paso, el que prefiriese
creer a Platón -que muestra a Homero floreciendo mucho antes- podría señalar un
cierto número de signos del Zodíaco en la Ilíada
y en la Odisea, en los poemas
órficos y en otras partes. Pero dada la disparatada hipótesis impuesta por
algunos críticos modernos de que ningún Orfeo, ni aun Homero o Hesiodo han
existido nunca, sería tiempo perdido mencionar para nada a aquellos autores
arcaicos. Bastará el Job árabe; a
menos, en efecto, que su volumen de lamentaciones, juntamente con los poemas de
los dos griegos, a los que podemos añadir los de Lino, se declare ahora que son
una falsificación patriótica del judío Aristóbulo. Pero si el Zodíaco era
conocido en los días de Job, ¿cómo podían ignorarlo los civilizados y filósofos
indos?
Arriesgando las flechas de la
crítica moderna -que se hallan más bien embotadas a causa del mal uso-, puede
el lector enterarse de la sabia opinión de Bailly sobre el asunto. Las
deducciones pueden resultar erróneas, pero los cálculos matemáticos se basan en
cimientos más seguros. tomando como punto de partida varias referencias
astronómicas de Job, Bailly ideó un
modo muy ingenioso de probar que los primeros fundadores de la ciencia del
Zodíaco pertenecían a un pueblo antediluviano, primitivo. El hecho de que
parece inclinado a ver en Thoth, Seth y en el Fohi chino a algunos de los
patriarcas de la Biblia, no tiene
nada que ver con la validez de sus pruebas respecto de la antigüedad del
Zodíaco. Aun aceptando, en gracia del argumento, su fecha circunspecta de
3.700 años antes de Cristo como verdadera edad de la Ciencia Zodiacal, esta
fecha prueba del modo más irrefutable que no fueron los griegos los que
inventaron el Zodíaco, por la sencilla razón de que no existían como raza histórica admitida por los críticos.
Bailly calculó después el período en que las constelaciones manifiestan la
influencia atmosférica llamada por Job “las dulces influencias de las Pléyades”, Kimah en hebreo; la de Orión, Kesil; y la de las lluvias del desierto con
referencia a Escorpión, la constelación octava; y llegó a la conclusión de que
en presencia de la eterna conformidad de estas divisiones del Zodíaco, y los
nombres de los planetas aplicados en todas partes y siempre con el mismo orden,
y dada la imposibilidad de atribuirlo todo a la casualidad y a la
“coincidencia” -”que nunca crea semejantes parecidos”-, tiene que concederse al
Zodíaco una antigüedad verdaderamente muy grande.
Además,
si se supone que la Biblia es una
autoridad en cualquier materia -y algunos hay que la consideran aún como tal,
sea por consideraciones cristianas o kabalísticas-, entonces el Zodíaco se
halla claramente mencionado en II, Reyes
XXIII, 5. Antes que el “libro de la ley” fuese “encontrado” por Hilkiah, el
sumo sacerdote, los signos del Zodíaco eran conocidos y adorados. Se les rendía
el mismo culto que al Sol y a la Luna, puesto que los
sacerdotes, a quienes los reyes de
Judah habían ordenado quemar inciensos... a Baal, al sol, a la luna, a los
planetas, y a toda la hueste del cielo
o
a los “doce signos o constelaciones”, como lo explica la nota al margen de la Biblia inglesa, siguieron el mandato
durante siglos. Ellos sólo cesaron en su idolatría obligados por el rey Josías,
624 años antes de Cristo.
El Antiguo Testamento está lleno de alusiones a los doce signos
zodiacales, y todo el plan está basado sobre él: héroes, personajes y
acontecimientos. Así el sueño de José, que vio once “Estrellas” inclinándose
ante la duodécima, que era su “Estrella”,
se refiere al Zodíaco. Los católicos romanos han descubierto en ello, además,
una profecía de Cristo, que es aquella duodécima Estrella -dicen-, y las otras,
los once Apóstoles; siendo considerada también la ausencia de la duodécima como
una alusión profética a la traición de Judas. También los doce hijos de Jacob
se refieren a lo mismo, como lo hace observar acertadamente Villapandus.
Sir James Malcolm, en su History of
Persia, muestra al Dabistan,
haciéndose eco de todas estas tradiciones sobre el Zodíaco. Asigna él su
invención a los días florecientes de la Edad de Oro del Irán, y observa que una
de dichas tradiciones sostiene que los Genios de los Planetas están
representados bajo las mismas formas y figuras que asumieron cuando se mostraron ellos mismos a varios santos
profetas, lo que condujo al establecimiento de los ritos basados sobre el
Zodíaco.
Pitágoras, y después de él Filo
Judeo, tenían al número 12 por muy sagrado.
Este número doce es perfecto. Es el de los signos del
Zodíaco, que el sol visita en doce meses; y para honrar ese número fue por lo
que Moisés dividió su nación en doce tribus, estableció los doce panes de
proposición, y puso doce piedras preciosas en el pectoral de los Pontífices
(.
Según Séneca, Beroso profetizaba los
sucesos y cataclismos futuros por medio del Zodíaco; y las épocas fijadas por
él para la conflagración del Mundo -Pralaya- y para un diluvio, se ve que
corresponden a las que se dan en un antiguo papiro egipcio. Semejante catástrofe
tiene lugar a cada renovación del ciclo del Año Sideral de 25.868 años. Los
nombres de los meses accadianos se derivaban y eran tomados de los nombres de
los signos del Zodíaco, y los accadios son mucho más antiguos que los caldeos.
Mr. Proctor muestra en su Myths and
Marvels of Astronomy que los antiguos astrónomos poseían un sistema de
astronomía de los más exactos 2.400 años antes de Cristo; los indos datan su
Kali Yuga de una gran conjunción periódica de los Planetas, treinta y un siglos
antes de Cristo; pero, a pesar de esto, ¡los griegos pertenecientes a la
expedición de Alejandro el Grande fueron los instructores de los indos arios en
Astronomía!
Ya sea ario o egipcio, el origen del
Zodíaco es sin embargo de una antigüedad inmensa. Simplicio, en el siglo VI de
Cristo, escribe que siempre había oído que los egipcios habían conservado
observaciones y anales astronómicos durante un período de 630.000 años. Esta
declaración parece asustar a Mr. Gerald Massey, quien sobre este particular
observa que:
Si interpretamos este número de años
por el mes que los egipcios llamaban año según dice Euxodo, o sea un curso de
tiempo, esto daría aún la duración de dos ciclos de precesión (51.736 años.)
Diógenes Laertius hacía remontar los
cálculos astronómicos de los egipcios a 48.863 años antes de Alejandro el
Grande. Martiano Capella corrobora esto diciendo a la posteridad que los
egipcios habían estudiado secretamente la astronomía por más de 40.000 años,
antes de que comunicaran sus conocimientos al mundo.
En Natural Genesis se hacen algunas citas valiosas con el objeto de
apoyar las teorías del autor, pero ellas justifican mucho más la enseñanza de
la Doctrina Secreta. Por ejemplo, se hace la cita siguiente de la Vida de Sulla de Plutarco:
Un día que el firmamento estaba sereno y claro, se oyó en él el sonido
de una trompeta, tan fuerte, agudo y melancólico, que llenó de espanto y de
asombro al mundo. Los sabios toscanos dijeron que presagiaba una raza nueva de
hombres, y una renovación del mundo; pues aseguraban que había ocho clases
distintas de hombres, todos diferentes en vida y costumbres; y que el Cielo les
había señalado a cada uno su tiempo, que estaba limitado por el circuito del
gran año (25.868 años).
Esto recuerda mucho nuestras Siete
Razas de hombres, y la octava, el “hombre animal”, descendiente de la última
Tercera Raza; así como también la sucesiva sumersión y destrucción de los
continentes que por fin concluyeron con casi toda aquella Raza. Jámblico dice:
No solamente han conservado los
asirios los anales de sus veintisiete miríadas de años (270.000 años) como dice
Hiparco, sino también todos los apocatástasis y períodos de los Siete Regentes
del Mundo.
Esto se aproxima en cuanto es
posible al cálculo de la Doctrina Esotérica. Porque se conceden 1.000.000 de
años a nuestra Raza Raíz actual (la Quinta), y sobre 850.000 años han pasado
desde la sumersión de la última gran isla -que formaba parte del continente de
los Atlantes- la Ruta de la Cuarta Raza, los Atlantes; mientras que Daitya,
pequeña isla habitada por una raza mixta, fue destruida hace unos 270.000 años
durante el Período Glacial o en su proximidad. Pero los Siete Regentes, o las
siete grandes Dinastías de los Reyes Divinos, pertenecen a la tradición de todo
gran pueblo de la antigüedad. Siempre que se menciona el doce, se refiere,
invariablemente, a los doce signos del Zodíaco.
Tan patente es este hecho, que los
escritores católico romanos -especialmente los ultramontanos franceses- han
acordado tácitamente relacionar los doce Patriarcas Judíos con los signos del
Zodíaco. Esto se hace de un modo profético-místico que suena a los oídos
piadosos e ignorantes como una prueba portentosa, un reconocimiento tácito
divino del “pueblo escogido por Dios”, cuyo dedo ha trazado intencionalmente en
el cielo, desde el principio de la creación, el número de estos patriarcas. Por
ejemplo, es bastante curioso que estos escritores, entre ellos De Mirville,
reconozcan todas las características de los doce signos del Zodíaco en las
palabras dirigidas por el moribundo Jacob a sus hijos, y en sus definiciones
del futuro de cada tribu. Además, las banderas respectivas de las mismas
tribus, se dice que han exhibido los mismos símbolos y los mismos nombres que
los signos, repetido en las doce piedras del Urim y Thummim, y en las doce alas
de los dos Querubines. Dejando a los referidos místicos la prueba de la
exactitud de la supuesta correspondencia, nos concretamos a citarla como sigue:
El Hombre, o Acuario, está en la esfera de Rubén, que se declara tan “inestable
como el agua” (la Vulgata, dice: corriendo
como el agua”); Géminis, en la de Simeón y Leví, a causa de su estrecha
asociación fraternal; Leo, en la de Judá, “el León fuerte” de su tribu, “el
cachorro del León”; Piscis, en la de Zabulón, que “morará al abrigo del mar”;
Tauro, en la de Issachar, por ser “un asno fuerte descansando”, etcétera, y por
tanto, asociado a los establos; Virgo-Escorpión, en la de Dan, que está descrito como “una
serpiente, una culebra que muerde en el sendero”, etc.; Capricornio, en la de
Naphtalí, que es “una cierva (venado) en libertad”; Cáncer, en la de Benjamín,
porque es “voraz”; Libra, la Balanza, en la de Aser, cuyo “pan será nutritivo”;
Sagitario, en la de José, porque “su arco pronostica la fuerza”. Por último,
para el duodécimo signo, Virgo, independiente de Escorpión, tenemos a Dinah, la
hija única de Jacob. La tradición muestra a las supuestas tribus llevando los doce signos en sus estandartes. Pero
en efecto, además de lo dicho, la Biblia
está llena de símbolos y personificaciones teo-cosmológicos y astronómicos.
Falta que admirados preguntemos: si
el destino de los verdaderos Patriarcas vivientes estaba tan indisolublemente
ligado al Zodíaco, ¿cómo es que después de la pérdida de las diez tribus no han
desaparecido también, milagrosamente, diez de los doce signos de los campos
siderales? Pero como esto no tiene gran importancia, ocupémonos más bien de la
historia del Zodíaco mismo.
Recordemos al lector algunas
opiniones sobre el Zodíaco, expresadas por varias de las más eminentes
autoridades científicas.
Newton creía que la invención del
Zodíaco podía remontarse a la expedición de los argonautas y Delaure fijó su
origen a 6.500 años antes de Cristo, precisamente 2.496 años antes de la
creación del mundo, según la cronología de la Biblia.
Creuzer pensaba que era muy fácil
demostrar que la mayor parte de las Teogonías estaban en íntima relación con
los calendarios religiosos, y se hallaban relacionadas con el Zodíaco, por lo
que respecta a su origen primitivo; y si no al Zodíaco conocido ahora de
nosotros, a algo muy análogo al mismo. Estaba él seguro de que el Zodíaco y sus
relaciones místicas están en el fondo de todas las mitologías, bajo una forma u
otra, y que durante edades existió bajo la forma antigua, antes de ser
presentado bajo la vestimenta astronómica definida del presente, debida a
alguna coordinación singular de sucesos.
Sea que se mostrasen o no los
“genios de los planetas”, nuestros Dhyân Chohans de las esferas supramundanas,
a los “santos profetas”, como se pretende en el Dabistan, parece que grandes guerreros y seglares fueron
favorecidos del mismo modo en los antiguos tiempos de Caldea, cuando la Magia
astronómica y la Teofanía se daban la mano.
Jenofonte, que no era un hombre
ordinario, cuenta de Ciro... que en el momento de su muerte, dio las gracias a
los Dioses y a los héroes por haberle ellos mismos instruido tan a menudo sobre
los signos del cielo, ... ..... ......
A menos que se admita que la ciencia
del Zodíaco es de la más remota antigüedad y universalidad, ¿cómo puede
explicarse que sus signos se encuentren en las más antiguas Teogonías? Se dice
que Laplace se llenó de asombro ante la idea de que los días de Mercurio
(Miércoles), Venus (Viernes), Júpiter (Jueves), Saturno (Sábado) y otros, se
relacionasen con los días de la semana, en el mismo orden y con los mismos
nombres en la India que en el Norte de Europa.
Tratad, si podéis, con el sistema
presente de civilizaciones autóctonas, tan de moda en nuestros días, de
explicar cómo naciones sin linaje, sin tradiciones u origen común, han llegado
a inventar una especie de fantasmagoría celestial, un verdadero imbroglio de denominaciones siderales,
sin orden ni objeto, sin tener relación figurativa con las constelaciones que
representan, y aparentemente aún menos con las fases de nuestra vida terrestre,
cuya significación se les atribuye.
¡Si no hubiese habido una intención general y una causa y creencia universales en el fondo de todo esto!.
Dupuis ha afirmado lo mismo del modo más verdadero:
Il est impossible de découvrir le
moindre trait de ressemblance entre les parties du ciel et les figures que les
astonomes y ont arbitrairement tracés;
et de l’autre côte, le hasard est
impossible .
Ciertamente; la casualidad es “imposible”. No hay “casualidad” en la
Naturaleza, en donde todas las cosas están matemáticamente coordinadas e
inter-relacionadas en sus unidades. Coleridge dice:
La casualidad no es sino el
seudónimo de Dios (o la Naturaleza) para aquellos casos particulares que Él no
quiere suscribir abiertamente con Su signo manual.
Substitúyase la palabra “Dios” por
Karma, y se convertirá en un axioma oriental. Por tanto, las “profecías”
siderales del Zodíaco, según las llaman los místicos cristianos, nunca señalan
ningún suceso particular, por más sagrado y solemne que pueda ser para una
parte de la Humanidad, sino leyes periódicas, que se repiten siempre en la
Naturaleza, tan sólo comprendidas por los Iniciados de los Dioses Siderales
mismos.
Ningún ocultista ni astrólogo del
Oriente estará nunca de acuerdo con los místicos cristianos, ni aun con la
astronomía mística de Kepler, a pesar de su mucha ciencia y erudición; y esto
porque aunque sus premisas sean del todo correctas, sus deducciones son
parciales y extraviadas por prejuicios cristianos. En donde Kepler ve una
profecía que directamente se refiere al Salvador, otras naciones ven un símbolo
de una ley eterna, decretada para el Manvántara actual. ¿Por qué ver en Piscis
una referencia directa a Cristo -que es uno de los varios reformadores del
mundo, un Salvador para sus partidarios directos, pero únicamente un glorioso y
grande Iniciado para los demás-, cuando esa constelación brilla como un símbolo
de todos los Salvadores Espirituales pasados, presentes y futuros, que
dispensan la luz y desvanecen las tinieblas mentales? Los simbologistas
cristianos han tratado de probar que este signo pertenecía a Efraim, hijo de
José, el elegido de Jacob, y que, por
tanto, en el momento en que el Sol entraba en el signo de Piscis, el Pez, era
cuando tenía que nacer el “Mesías Electo”, el ... de los primeros cristianos.
Pero si Jesús de Nazaret era ese Mesías, ¿nació él realmente en ese “momento”,
o fue la hora de su nacimiento fijada de este modo por los teólogos, que
trataban sólo de adaptar sus ideas preconcebidas a las circunstancias siderales
y a la creencia popular? Todo el mundo sabe que el verdadero momento y año del
nacimiento de Jesús son totalmente desconocidos. Y los judíos -cuyos
antepasados hicieron que la palabra Dag significase a la vez “Pez” y “Mesías”,
durante el desarrollo forzado de su lengua rabínica- son los primeros en negar
esta pretensión cristiana. ¿Y qué diremos de la circunstancia de relacionar los
brahmanes su “Mesías”, el eterno Vishnu Avatara, con un Pez y con el Diluvio, y
de hacer también los babilonios un Pez y un Mesías de su Dag-On, el Hombre Pez
y Profeta?
Entre los egiptólogos hay sabios
iconoclatas que dicen que:
Cuando los fariseos buscaron un
“signo del cielo”, dijo Jesús: “No se dará signo alguno... sino el signo del
profeta Jonás” (Mat. XVI, 4)... El signo de Jonás es el de Oan o el Hombre-Pez
de Nínive... Seguramente no había otro signo que el del Sol vuelto a nacer en
Piscis. La voz de la Sabiduría Secreta dice que los que buscan signos no pueden
tener otro que el del Hombre-Pez Ichthys que vuelve, Oannes o Jonás - que no
podía ser hecho de carne.
Parece que Kepler sostenía como
hecho positivo que, en el momento de la “encarnación”, todos los planetas
estaban en conjunción con el signo de Piscis, llamados por los kabalistas
judíos la “constelación del Mesías”. Kepler aseguraba que:
En esta constelación se encuentra la
estrella de los Magos.
Esta afirmación del Dr. Sepp,
citada por De Mirville, animó a este último a hacer la observación de que:
Todas las tradiciones judías, al
paso que anunciaban esa estrella que muchas naciones han visto (!),
añadían que ella absorbería los setenta planetas que presiden los destinos de
varias naciones en este globo. “En virtud de estas profecías naturales
-dice el Dr. Sepp-, estaba escrito en las estrellas del firmamento que el
Mesías nacería en el año lunar del mundo 4320, en aquel año memorable en que
todo el coro de los planetas celebraría su jubileo”.
A principios del presente siglo
había, en verdad, furor por reclamar la devolución por parte de los indos del
supuesto robo a los judíos de sus “Dioses”, patriarcas y cronología. Wilford
reconoció a Noé en Prithu y en Satyavrata, a Enos en Dhruva, y hasta a Asur en
Îshvara. Después de haber residido por tantos años en la India, por lo menos
algunos orientalistas debieran haber visto que no eran los brahmanes solos los
que tenían estas figuras o habían dividido su Gran Edad en cuatro edades
menores. A pesar de esto, algunos escritores, en el Asiatic Researches, se entregaron a las especulaciones más
extravagantes. S. A. Mackey, el “filósofo, astrónomo y zapatero” noruego,
arguye muy pertinentemente:
Los teólogos cristianos creen de su
deber escribir contra los largos períodos de la cronología inda, y en ellos
puede esto ser perdonable; pero cuando un hombre de saber crucifica los nombres
y los números de los antiguos, y los estruja y los retuerce para darles un
significado por completo extraño a la intención de los autores antiguos; para
que, mutilados de este modo, concuerden con el nacimiento de algún mito preexistente en su propio cerebro con tal
exactitud que pretende maravillarse
ante el descubrimiento, entonces no creo que sea tan excusable.
Esto se dirigía al Capitán (más
tarde Coronel) Wilford, pero puede aplicarse a más de uno de nuestros modernos
orientalistas. El Coronel Wilford fue el primero en coronar sus desgraciadas
especulaciones sobre la cronología inda y los Purânas, relacionando los 4.320.000 años con la cronología bíblica
por medio del sencillo método de reducir aquellas cifras a 4.320 años -el
supuesto año lunar de la Natividad-, y el Dr. Sepp sólo ha plagiado la idea de
este bravo oficial. Además, persistió él en ver en ellas una propiedad judía,
así como una profecía cristiana, acusando de este modo a los arios de haberse
apropiado la revelación semítica, cuando era precisamente lo contrario. Los
judíos, por otra parte, no deben ser acusados de despojo directo de los indos,
cuyas cifras ignoraba probablemente Ezra. Es evidente e innegable que las
habían tomado de los caldeos, juntamente con los Dioses caldeos. Convirtieron
ellos los 432.000 años de las Dinastías Divinas caldeas, en 4.300 años
lunares desde la creación del mundo a la Era Cristiana; y en cuanto a los
Dioses babilónicos y egipcios, los transformaron tranquila y modestamente en
patriarcas. Todas las naciones fueron más o menos culpables de semejante
transformación y adaptación de un Panteón -en un tiempo común a todos- de
Dioses y Héroes universales, en Dioses y Héroes nacionales y de tribu. Su nueva
vestidura pentateuca era propiedad de los judíos y ningún israelita ha obligado
nunca a otra nación a que la adoptase, y mucho menos a los europeos.
Sin detenernos a considerar esta muy
anticientífica cronología más de lo necesario, podemos, sin embargo, hacer
algunas observaciones que nos parecen muy del caso. Los 4.320 años lunares del mundo -en la Biblia se emplean los años solares- no son imaginarios como tales,
aun cuando su aplicación sea completamente errónea; pues ellos son tan sólo el
eco desfigurado de la primitiva doctrina esotérica, y más tarde de la
brahmánica, acerca de los Yugas. Un día de Brahmâ equivale a 4.320.000.000 de
años, y lo mismo una Noche de Brahmâ, o sea la duración de un Pralaya, después
del cual un nuevo “sol” se levanta
triunfalmente sobre un nuevo
Manvántara, para la Cadena Septenaria que él ilumina. La doctrina había
penetrado en Palestina y en Europa siglos antes de la Era Cristiana, y
estaba presente en las mentes de los judíos mosaicos, que basaron en ella su
pequeño Ciclo, aun cuando sólo fue completamente expresada por los cronólogos
cristianos de la Biblia, quienes la
adoptaron, así como también al 25 de diciembre, día en que se decía que todos
los Dioses habían encarnado. ¿Por qué, pues, maravillarse de que se hiciera nacer al Mesías en “el año lunar del mundo 4.320? El “Sol de la Justicia y de Salvación” se
había levantado una vez más y había dispersado las tinieblas praláyicas del
Caos y del No-Ser sobre el plano de nuestro pequeño Globo objetivo y Cadena.
Una vez determinado el asunto de la adoración, era cosa fácil hacer que los
supuestos sucesos de su nacimiento, vida y muerte concordasen con las exigencias
zodiacales y las antiguas tradiciones, aun cuando éstas tuvieron que
remoldearse algo para el caso.
De este modo se comprende lo que
Kepler, como gran astrónomo, dijo. Él reconoció la grande y universal
importancia de todas las conjunciones planetarias, “cada una de las cuales
-como dijo muy bien- es un año climatérico
de la Humanidad”. La rara conjunción de Saturno, Júpiter y Marte tiene su
significación e importancia, a causa de sus especiales grandes resultados, en
la India y en China tanto como en Europa, para los místicos de estos países. Y,
seguramente, no se considera ahora más que como una suposición el sostener que
la Naturaleza sólo tenía en cuenta a Cristo, cuando construyó sus (para los
profanos) constelaciones fantásticas y sin significado. Si se afirmase que no
fue la casualidad la que indujo a los arquitectos arcaicos del Zodíaco, hace
miles de años, a marcar la figura del Tauro con la a asterisco, sin prueba mejor
más válida de que sea profética
del Verbo de Cristo, que la de que el alef
de Tauro signifique el “UNO” y el “PRIMERO”, y que Cristo era también el alfa o el “UNO”, entonces se podrá
demostrar que semejante “prueba” se anula de un modo extraño en más de una
manera. En primer término, el Zodíaco, en todo caso, existía antes de la Era
Cristiana; además, todos los Dioses solares -Osiris, por ejemplo- habían sido
relacionados místicamente con la constelación de Tauro, y sus respectivos
partidarios los llamaban a todos el “Primero”. Agreguemos que los compiladores
de los epítetos místicos dados al Salvador Cristiano conocían más o menos el
significado de los signos del Zodíaco; y es más fácil suponer que ellos deben
de haber arreglado sus afirmaciones de modo que concordasen con los signos
místicos, que no el que estos hayan brillado durante millones de años como una
profecía para una parte de la Humanidad, sin tener en cuenta las innumerables
generaciones que habían transcurrido antes y las que tenían que nacer después.
Se nos dice:
No es la simple casualidad la que,
en ciertas esferas, ha colocado sobre un trono la cabeza de este toro (Tauro)
tratando de rechazar a un Dragón con la cruz
ansata; debemos saber que esta constelación de Tauro fue llamada “la gran ciudad de Dios y la madre de las
revelaciones”, y también “el
intérprete de la voz divina”, el Apis Pacis de Hermontis en Egipto, que
(como los padres patrísticos quisieran afirmar al mundo) se dice que pronunció
oráculos que se referían al nacimiento del Salvador.
Varias son las contestaciones para
esta suposición teológica. Primeramente, la cruz ansata egipcia o Tau, la cruz
Jaina o Svástica, y la cruz cristiana, tienen todas el mismo significado. En
segundo lugar, ningún pueblo o nación, excepto los cristianos, dieron al Dragón
el significado que ahora se le da. La serpiente era el símbolo de Sabiduría, y el Toro, Taurus, el de la generación física terrestre. De modo que
el Toro, rechazando al Dragón, o Sabiduría Divina espiritual, con la Tau o Cruz
-que es esotéricamente “el fundamento y esqueleto de toda construcción”-,
tendría un sentido por completo fálico y fisiológico, si no tuviera además otro
significado desconocido para nuestros sabios bíblicos y simbologistas. En todo
caso, ello no hace referencia especial al Verbo de San Juan, excepto, quizás,
en un sentido general. El Taurus -que, dicho sea de paso, no es un cordero,
sino un toro- era sagrado en todas las cosmogonías, tanto para los indos como
para los zoroastrianos, los caldeos y los egipcios. Esto lo saben hasta los
chicos de la escuela.
Nuestros teósofos encontrarían,
quizás, utilidad en refrescar su memoria leyendo lo que se dice respecto de la
Virgen María, del Dragón y de la universalidad de nacimientos y renacimientos
periódicos de Salvadores del Mundo -Dioses Solares- en Isis sin Velo, respecto de ciertos pasajes del Apocalipsis.
En 1853, el sabio conocido por
Erard-Mollien leyó ante el Instituto de Francia un trabajo tendiendo a probar
la antigüedad del Zodíaco indo, en cuyos signos se encontraba el fundamento y
la filosofía de la mayor parte de las festividades religiosas de aquel país; el
conferenciante trató de demostrar que el origen de estas ceremonias se remonta
en la noche de los tiempos por lo menos a 3.000 años antes de Cristo. El
Zodíaco de los indos, creía él que era muy anterior al Zodíaco de los griegos,
y difería mucho de éste en algunos particulares. En él se ve al Dragón sobre un
árbol a cuyos pies se halla la Virgen Kanyâ-Durgâ, una de las Diosas más
antiguas, colocada sobre un León arrastrando en pos de sí el carro solar. Dice
el referido sabio:
Ésta es la razón por la cual esta
Virgen Durgâ no es el simple memento de
un hecho astronómico, sino realmente la divinidad más antigua del Olimpo indo.
Es ella evidentemente la misma cuya vuelta era anunciada en todos los libros
sibilinos -la fuente de la inspiración de Virgilio-, una época de renovación
universal... Y puesto que los meses son aún llamados por el pueblo que habla
malayalim (de la India del Sur), con arreglo a este Zodíaco solar indo, ¿por
qué aquel pueblo lo hubiera abandonado para tomar el de los griegos? Todo, por
el contrario, prueba que estas figuras zodiacales fueron transmitidas a los
griegos por los caldeos, quienes las obtuvieron de los brahmanes.
Pero todo esto es muy pobre
testimonio. Recordemos también, sin embargo, lo que se decía y aceptaba por los
contemporáneos de Volney, quien observa que como Aries se hallaba en su
decimoquinto grado, 1.447 años antes de
Cristo, dedúcese que el primer grado de Libra no podría haber coincidido con el
equinoccio vernal posteriormente a 15.194 años antes de Cristo; si a esto
añadimos, arguye, los 1.790 años que han pasado desde el nacimiento de Cristo,
resulta que desde el origen del Zodíaco han debido de transcurrir 16.984 años.
El Dr. Schlegel, además, en su Uranographie Chinoise, asigna a la
Esfera Astronómica China una antigüedad de 18.000 años.
Sin embargo, como de poco sirven las
opiniones que se citen sin pruebas adecuadas, valdrá más volvernos hacia la
evidencia científica. M. Bailly, el famoso astrónomo francés del último siglo,
miembro de la Academia, etcétera, asegura que los sistemas astronómicos indos
son con mucho los más antiguos, y que de ellos han derivado sus conocimientos
los egipcios, los griegos, los romanos y hasta los judíos. En apoyo de estas
opiniones dice:
Los astrónomos que precedieron a la
época de 1491 son, primero, los griegos alejandrinos: Hiparco, que floreció 125
años antes de nuestra Era, y Ptolomeo, 260 años después de Hiparco. A estos
siguen los árabes, que hicieron revivir el estudio de la astronomía en el siglo
IX. Después siguen los persas y los tártaros, a quienes debemos las tablas de
Nassireddin en 1269, y las de Ulug-beg en 1437. Tal es la sucesión de los
acontecimientos en Asia, según se sabe, anterior a la época inda de 1491. ¿Qué
es, pues, una época? Es la observación de la longitud de una estrella en un
momento dado, el lugar donde fue vista en el cielo, y que sirve de punto de
referencia, de punto de partida para calcular tanto las pasadas como las
futuras posiciones de la estrella según sus movimientos observados. Pero, una
época es inútil a menos que se haya determinado el movimiento de la estrella.
Un pueblo nuevo en la ciencia, y que se ve obligado a tomar prestada una
astronomía extranjera, no encuentra dificultad en fijar una época, puesto que
la única observación que se requiere es una que se puede hacer en cualquier
momento. Pero lo que principalmente necesita, lo que se ve obligado a tomar,
son esos elementos que dependen de una determinación exacta, y que requieren
una observación continua; sobre todo, aquellos movimientos que dependen del
tiempo, y que sólo pueden determinarse de un modo exacto por siglos de
observación. Estos movimientos tienen, por lo tanto, que tomarse de otra nación
que haya hecho tales observaciones, y que tenga tras sí siglos de semejante
labor. Por tanto, llegamos a la conclusión de que un pueblo nuevo no tomará las
épocas de otro más antiguo sin tomarle también para ellas los “movimientos
medios”. Partiendo de este principio, veremos que las épocas indas 1491 y 3102
no podían haber sido derivadas de las de Ptolomeo o Ulug-beg.
Queda la suposición de que los
indos, comparando sus observaciones en 1491 con las hechas previamente por
Ulug-beg y Ptolomeo, usasen los intervalos entre estas observaciones para
determinar los movimientos medios. La fecha de Ulug-beg es demasiado reciente
para semejante determinación, mientras que las de Ptolomeo e Hiparco apenas si
tenían antigüedad suficiente para ello. Pero si los movimientos indos hubiesen
sido determinados por estas comparaciones, las épocas estarían relacionadas.
Partiendo de las épocas de Ulug-beg y de Ptolomeo, llegaríamos a todas las de
los indos. De aquí que las épocas extranjeras fuesen o bien desconocidas o
inútiles para los indos.
Puede añadirse a esto otra
consideración importante. Cuando una nación se ve obligada a tomar de sus
vecinos los métodos o los movimientos medios de sus tablas astronómicas, tiene
mayor necesidad aún de adquirir, además, el conocimiento de las desigualdades
de los movimientos de los cuerpos celestes, los movimientos del apogeo, de los
nodos y de la inclinación de la eclíptica; en una palabra, todos esos elementos
cuya determinación requiere el arte de observar, algunos instrumentos
apropiados, y gran habilidad. Todos estos elementos astronómicos, que difieren
más o menos entre los griegos de Alejandría, los árabes, los persas y los
tártaros, no exhiben parecido alguno con los de los indos. Estos últimos, por
lo tanto, nada han tomado de sus vecinos.
Si los indos no tomaron su época de
otros, tienen que haber poseído una propia verdadera, basada en sus propias
observaciones; y ésta debe de ser, o bien la época del año 1491 después de
nuestra Era, o el año 3102 antes de la misma, precediendo esta última en 4.592
años a la época 1491. Tenemos que escoger entre estas dos épocas, y determinar
cuál de ellas se halla basada en la observación. Pero antes de exponer los
argumentos que pueden y deben decidir la cuestión, nos permitiremos hacer
algunas consideraciones para los que se hallan inclinados a creer que los indos
han determinado las posiciones pasadas de los cuerpos celestes por
observaciones y cálculos modernos. Nada tiene de fácil la determinación de los
movimientos celestes con una suficiente exactitud que permita ascender el curso
del tiempo durante 4.592 años, y describir los fenómenos que han debido de
ocurrir en ese período. Poseemos hoy instrumentos excelentes; se han hecho
observaciones exactas durante dos o tres siglos, que nos permiten ya calcular
con exactitud considerable los movimientos medios de los Planetas; tenemos las
observaciones de los caldeos, de Hiparco y de Ptolomeo, las que, debido a su
mucha antigüedad, nos permiten fijar estos movimientos con mayor certeza. sin
embargo, no podemos presentar con exactitud invariable las observaciones
durante el largo período transcurrido entre los caldeos y nosotros; y menos aún
podemos determinar con exactitud los sucesos ocurridos hace 4.592 años. Cassini
y Maier han determinado separadamente el movimiento secular de la luna, y ellos
difieren en 3 m. 43 s. Esta diferencia daría por resultado en cuarenta y seis
siglos una inexactitud de tres grados en el sitio de la luna. Indudablemente,
una de las dos determinaciones es más exacta que la otra; y a las observaciones
de una gran antigüedad toca decidir entre ellas. Pero en períodos muy remotos
en que faltan observaciones, nos encontramos en la incertidumbre respecto de
los fenómenos. ¿Cómo, pues, hubieran podido los indos calcular hacia atrás desde
el año 1491 de nuestra Era al 3102 antes de Cristo, si sólo fueran estudiantes
recientes de Astronomía?
Los orientales no han sido nunca lo
que nosotros. Por grande que sea el concepto que formemos de sus conocimientos
por el examen de su Astronomía, no podemos suponer que hayan poseído nunca ese
gran lujo de instrumentos que distingue a nuestros modernos observatorios, y
que es el producto del progreso simultáneo en varias artes, ni podían tampoco
tener ese genio de los descubrimientos que hasta ahora parecía pertenecer
exclusivamente a Europa, y que, supliendo al tiempo, produce el rápido progreso
de la ciencia y de la inteligencia humanas. Si los asiáticos han sido
poderosos, instruidos y sabios, sus méritos y éxitos de todas clases han sido
debidos al poder y al tiempo. El poder ha fundido o destruido sus imperios; a
veces ha levantado edificios imponentes por su masa, otras los ha convertido en
ruinas venerables; y mientras se sucedían estas alternativas, la paciencia
acumulaba el conocimiento, la experiencia prolongada producía sabiduría. La
antigüedad de las naciones del Oriente es lo que ha originado su fama
científica.
Si
los indos poseían en 1491 un conocimiento de los movimientos celestes
suficientemente exacto para permitirles calcular 4.592 años hacia atrás, se
deduce de ello que este conocimiento sólo hubieran podido obtenerlo por
observaciones muy antiguas. El suponerles semejantes conocimientos y negarles
las observaciones de que se derivan, es plantear una imposibilidad; equivaldría
a lo mismo que suponer que al principio de su carrera habían ya alcanzado el
fruto del tiempo y de la experiencia. Mientras que, por otra parte, si su época
de 3102 se supone que es real, se deduce que los indos han marchado a la par
con los siglos sucesivos hasta el año 1491 de nuestra Era. Así pues, el Tiempo
mismo ha sido su maestro; conocían los movimientos de los cuerpos celestes
durante esos períodos, porque los habían visto; y la duración del pueblo indo
sobre la tierra es la causa de la fidelidad de sus anales y de la exactitud de
sus cálculos.
Puede parecer que el problema de
cuál de las dos épocas de 3102 y 1491 es la verdadera, debiera resolverse por
una consideración, a saber: que los antiguos en general, y particularmente los
indos, como puede verse en la ordenación de sus tablas, tan sólo calculaban, y
por tanto observaban, los eclipses. Ahora bien; no ha habido eclipse de sol en
el momento de la época 1491, y ningún eclipse de luna catorce días antes ni
después de aquel momento. Por lo tanto, la época 1491 no está basada sobre una
observación. En cuanto a la época 3102, los brahmanes de Tirvalur la colocan a
la salida del sol el 18 de febrero. El sol estaba entonces en el primer punto
del Zodíaco, con arreglo a su verdadera longitud. Las otras tablas muestran que
en la precedente medianoche la luna estaba en el mismo sitio, pero con arreglo
a su longitud media. Los brahmanes nos dicen también que este primer punto,
origen del Zodíaco, estaba, en el año 3102, 54 grados detrás del equinoccio. De
aquí se deduce que el origen -el primer punto de su Zodíaco- estaba, por tanto,
en el sexto grado de Acuario.
Así pues, en este tiempo y lugar
ocurrió una conjunción media; y en efecto, esta conjunción se encuentra en
nuestras mejores tablas: en la de La Caille respecto del sol, y en la de Maier
acerca de la luna. No hubo eclipse de sol hallándose la luna demasiado distante
de su nodo; pero catorce días después, habiéndose aproximado la luna al nodo,
debió de haber eclipse. Las tablas de Maier, usadas sin corrección para
brevedad, dan este eclipse; pero lo colocan durante el día, cuando no pudo ser
observado en la India. Las tablas de Cassini lo presentan como teniendo lugar
por la noche, lo que demuestra que los movimientos de Maier son demasiado
rápidos para siglos lejanos, que no admiten la aceleración; lo cual prueba
también que, a pesar del progreso de nuestros conocimientos, podemos estar aún
en la incertidumbre acerca del aspecto verdadero de los cielos en tiempos
pasados.
Por tanto, creemos que de las dos épocas
indas, la verdadera es el año 3102, porque fue acompañada por un eclipse que
pudo ser observado, y que debió servir para determinarla. Ésta es una primera
prueba de la verdad de la longitud asignada por los indos al sol y a la luna en
este instante; y esta prueba sería quizás suficiente, si no fuera que esta
antigua determinación viene a ser de la mayor importancia para la comprobación
de los movimientos de estos cuerpos, y por tanto, su autenticidad tiene que
probarse por todos los medios posibles.
Observamos:
1º Que los indos parecen haber juntado y combinado dos épocas dentro del año
3102. Los brahmanes de Tirvalur cuentan originalmente desde el primer momento
del Kali Yuga; pero tienen una segunda época que colocan 2 d. 3 h. 32 m. 30 s.
más tarde. Esta última es la verdadera época astronómica, mientras que la otra
parece ser una era civil. Pero si esta época del Kali Yuga no tuviese realidad
y fuese el mero resultado de un cálculo, ¿por qué habría de estar dividida de
ese modo? Su calculada época astronómica se habría convertido en la del Kali
Yuga, la cual habría sido colocada en la conjunción del sol y la luna, como
sucede con la época de las otras tres tablas. Han debido de tener alguna razón
para distinguir entre las dos; y esta razón sólo puede ser debida a las
circunstancias y al tiempo de la época; lo cual, por tanto, no podía ser el
resultado del cálculo. No es esto todo: partiendo de la época solar determinada
por la salida del sol el 18 de febrero de 3102, y recorriendo hacia atrás los sucesos
2 d. 3 h. 32 m. 30 s., llegamos a 2 h. 27 m. 30 s. del 16 de febrero, que es el
instante del principio del Kali Yuga. Es curioso que esta edad no se haya hecho
comenzar en una de las cuatro grandes divisiones del día. Pudiera sospecharse
que la época debiera ser a medianoche, y que las 2 h. 27 m. 30 s. son una
corrección meridiana. Pero cualquiera que haya sido la razón para fijar este
momento, es claro que, si esta época fuera el resultado del cálculo, hubiera
sido igualmente fácil colocarla a medianoche, de manera que la época
correspondiera a una de las divisiones principales del día, en lugar de
colocarla en un momento fijado por la fracción de un día.
2º Los indos aseguran que en el
primer momento del Kali Yuga hubo una conjunción de todos los planetas, y sus
tablas muestran esta conjunción, mientras que las nuestras indican que
realmente pudo haber tenido lugar. Júpiter y Mercurio se hallaban exactamente
en el mismo grado de la eclíptica; estando Marte 8º, y Saturno 17º distante de
ella. De aquí se deduce que en este tiempo, o unos quince días después del
comienzo del Kali Yuga, y a medida que el sol avanzaba en el Zodíaco, los indos
vieron surgir cuatro planetas sucesivamente de los rayos solares: primero
Saturno, luego Marte, después Júpiter y Mercurio, apareciendo estos planetas
unidos en un espacio un tanto reducido. Aun cuando Venus no se hallaba entre
ellos, la afición a lo maravilloso hizo que se llamase a esto una conjunción
general de todos los planetas. El testimonio de los brahmanes coincide aquí con
el de nuestras tablas; y esta evidencia, resultado de una tradición, debe de
estar fundada sobre la observación real.
3º Podemos observar que este
fenómeno fue visible unos quince días después de la época, y exactamente en el
momento en que debió de observarse el eclipse de luna que sirvió para fijarla.
Las dos observaciones se confirman mutuamente; y quienquiera que hizo la una
debió también haber hecho la otra.
4º También podemos creer que los
indos determinaron al mismo tiempo el lugar del nodo de la luna; esto parece
indicado por sus cálculos. Dan ellos la longitud de este punto de la órbita
lunar para el tiempo de su época, y a esto añaden como una constante 40 m., que
es el movimiento del nodo en 12 d. 14 h. Es como si declarasen que esta
determinación había sido hecha trece días después de su época, y que para
hacerla corresponder a esa época tenemos que añadir los 40 m. que el nodo ha
retrocedido en el intervalo. Esta observación es, por lo tanto, de la misma
fecha que la del eclipse lunar; dando así tres observaciones que se confirman
mutuamente.
5º Según la descripción del Zodíaco
indo, dada por M. C. Gentil, parece que en él los sitios de las estrellas
llamadas el Ojo de Tauro y la Espiga de Virgo pueden determinarse por el
principio del Kali Yuga. Ahora bien; comparando estos sitios con las posiciones
actuales, reducidas por nuestra precesión de los equinoccios al momento en
cuestión, vemos que el punto de origen del Zodíaco indo debe de hallarse entre
el quinto y sexto grado del Acuario. Por tanto, los brahmanes tenían razón al
situarlo en el sexto grado de aquel signo, tanto más cuanto que esta pequeña
diferencia puede ser debida al movimiento propio de las estrellas, que es
desconocido. De modo que fue también otra observación lo que guió a los indos
en esta determinación sumamente exacta del primer punto de su movible Zodíaco.
No parece posible dudar de la
existencia en la antigüedad de observaciones de esta fecha. Los persas dicen
que cuatro hermosísimas estrellas fueron situadas como guardianes en las cuatro
esquinas del mundo. Ahora bien; parece que al principio del Kali Yuga, 3000 ó
3100 años antes de nuestra Era, el Ojo del Toro y el Corazón del Escorpión se
hallaban exactamente en los puntos equinocciales, mientras que el Corazón del
León y el Pez del Sur se hallaban muy cercanos a los puntos solsticiales.
También pertenece al año 3000, antes de nuestra Era, la observación de la
salida de las Pléyades por la tarde, siete días antes del equinoccio otoñal.
Ésta y otras y observaciones semejantes se hallan reunidas en los calendarios
de Ptolomeo, aun cuando no menciona sus autores; y estos, que son más antiguos
que los de los caldeos, pueden ser muy bien la obra de los indos. Conocen ellos
bien la constelación de las Pléyades, y mientras nosotros la llamamos
vulgarmente “Poussinière”, ellos la llaman Pillâlukodi -la “Gallina y los
pollos”-. Este nombre ha pasado, por tanto, de un pueblo a otro, y llega a
nosotros de las naciones más antiguas del Asia. Vemos que los indos tienen que
haber observado la salida de las Pléyades, y que han hecho uso de ella para
regular sus años y sus meses; pues esta constelación es llamada también
Krittikâ. Ahora bien; tienen ellos un mes del mismo nombre, y esta coincidencia
sólo puede ser debida al hecho de que este mes fue anunciado por la salida o la
puesta de la constelación referida.
Pero lo que demuestra de un modo más
decisivo que los indos observaban las estrellas, y lo mismo que nosotros lo
hacemos, señalando su posición por su longitud, es el hecho mencionado por
Augustinus Riccius, que, según las observaciones que se atribuyen a Hermes,
hechas 1.985 años antes de Ptolomeo, la estrella brillante de la Lira y la del
Corazón de la Hidra estaban las dos 7 grados más adelante de sus posiciones respectivas
determinadas por Ptolomeo. Esta determinación parece muy extraordinaria. Las
estrellas avanzan regularmente con respecto al equinoccio, y Ptolomeo debió de
haber encontrado las longitudes 28 grados en exceso de lo que eran 1.985 años
antes de su tiempo. Por otra parte, hay una particularidad notable acerca de
este hecho, y es que el mismo error o diferencia se encuentran en la posición
de ambas estrellas; por tanto, el error fue debido a alguna causa que afectaba
a ambas estrellas igualmente. Para explicar esta peculiaridad el árabe Thebith
imaginó que las estrellas tenían un movimiento oscilatorio que las hacía
avanzar y retroceder alternativamente. Esta hipótesis se probó fácilmente que
era errónea, pero las observaciones atribuidas a Hermes quedaron sin
explicación. Sin embargo, su explicación se encuentra en la Astronomía inda. En la fecha señalada
para estas observaciones, 1.985 años antes de Ptolomeo, el primer punto del
Zodíaco indo estaba 35 grados delante del equinoccio; por tanto, las longitudes
computadas para este punto se hallan con 35 grados de exceso de las computadas
para el equinoccio. Pero después del transcurso de 1.985 años, las estrellas
habrían avanzado 28 grados, y sólo quedaría una diferencia de 7 grados entre
las longitudes de Hermes y las de Ptolomeo; y la diferencia sería la misma para
las dos estrellas, puesto que es debido a la diferencia entre los puntos de
partida del Zodíaco indo y el de Ptolomeo, que cuenta desde el equinoccio. Esta
explicación es tan sencilla y natural, que debe de ser verdad.
No sabemos si Hermes, tan celebrado
en la antigüedad, era un indo; pero vemos que las observaciones que se le
atribuyen están computadas al modo indo, de lo que deducimos que fueron hechas
por los indos, quienes, por consiguiente, pudieron hacer todas las
observaciones que hemos enumerado y que encontramos anotadas en sus tablas.
6º La observación del año 3102, que
parece fijar su época, no era difícil. Vemos que los indos, después de
determinar el movimiento diario de la luna de 13º 10’ 35’’ , lo emplearon para
dividir el Zodíaco en 27 constelaciones, relacionadas al período de la Luna,
que invierte sobre veintisiete días en recorrerlo.
Con este método determinaron las
posiciones de las estrellas en este Zodíaco; así encontraron que cierta
estrella de la Lira estaba en 8 s. 24º; el Corazón de la Hidra en 4 s. 7º;
longitudes que son atribuidas a Hermes, pero que están calculadas en el Zodíaco
indo. Del mismo modo descubrieron que la Espiga de Virgo forma el principio de
su decimaquinta constelación, y el Ojo del Tauro el fin de la cuarta; estando
estas estrellas, la una en 6 s. 6º 40’; la otra en 1 s. 23º 20’ del Zodíaco
indo. Siendo esto así, el eclipse de luna que tuvo lugar quince días después de
la época del Kali Yuga ocurrió en un punto entre la espiga de Virgo y la
estrella de la misma constelación. Estas estrellas son casi una constelación
aparte, principiando una la decimaquinta, y la otra la decimasexta. De este
modo no sería difícil de determinar el lugar de la luna, midiendo su distancia
de una de estas estrellas; de esto dedujeron la posición del sol, que es
opuesta a la luna; y luego, conociendo sus movimientos medios, calcularon que
la luna se hallaba en el primer punto del Zodíaco con arreglo a su longitud
media a las doce de la noche del 17-18 de febrero del año 3102 antes de nuestra
Era, y que el sol ocupaba el mismo sitio seis horas más tarde con arreglo a su
verdadera longitud; suceso que fija el comienzo del año indo.
7º Los indos declaran que 20.400
años antes de la edad del Kali Yuga, el primer punto de su Zodíaco coincidía
con el equinoccio vernal, y que el sol y la luna se hallaban allí en
conjunción. Esta época es claramente ficticia, pero podemos preguntar, ¿de
qué punto, de qué época partieron los indos para establecerlo? Tomando los
valores indos para la revolución del Sol y de la Luna, esto es, 365 d. 6 h. 12
m. 30 s. y 27 d. 7 h. 43 m. 13 s., tenemos:
20.400 revoluciones del sol = 7.451.277 d
2 h.
272.724 “ de la luna = 7.451.277 d
7 h.
Tal es el resultado obtenido
partiendo de la época del Kali Yuga; y el aserto de los indos, de que hubo una
conjunción en el tiempo mencionado, está fundado en sus tablas; pero, si usando
los mismos elementos, partimos de la Era del año 1491, o de otra colocada en
1282, de la cual hablaremos más adelante, siempre habrá una diferencia de casi
uno o dos días. Es justo y natural a la vez que al comprobar los cálculos indos
se tomen aquellos de sus elementos que dan el mismo resultado a que ellos han
llegado, y que partamos de aquella de entre sus épocas que nos permite llegar a
la época ficticia en cuestión. Por consiguiente, puesto que para hacer este
cálculo tienen que haber partido de su época real, la que estaba fundada en la
observación, y no de ninguna de aquellas derivadas de la primera por este mismo
cálculo, se deduce de esto que su época real fue la del año 3102 antes de
nuestra Era.
8º Los brahmanes de Tirvalur dan el
movimiento de la luna como 7 s. 2º 0’ 7’’ en el Zodíaco movible; y como 9 s. 7º
45’ 1’’ refiriéndolo al equinoccio en un gran período de 1.600.984 días o 4.386
años y 94 días. Creemos que este movimiento fue determinado por la observación;
y debemos declarar, desde luego, que este período es de una extensión que lo
hace poco a propósito para el cálculo de los movimientos medios.
En sus cálculos astronómicos, los
indos hacen uso de períodos de 248, 3.031 y 12.372 días; pero aparte del hecho
de que estos períodos, aunque demasiado cortos, no presentan los inconvenientes
de los primeros, contienen un número exacto de revoluciones de la luna,
referidas a su apogeo. Son en realidad movimientos medios. El gran período de
1.600.984 días no es una suma de revoluciones acumuladas; no hay razón para que contenga 1.600.984, más
bien que 1.600.985 días. Parece que sólo la observación debe de haber fijado el
número de días y marcado el principio y fin del período. Este período termina
el 21 de mayo de 1282 de nuestra Era, a las 5 h. 15 m. 30 s. de Benarés. La
luna estaba entonces en su apogeo, y según los indos su longitud era
.............................................
7 s 13º
45’ 1’’
Maier da la longitud
como .... 7 13 53
48
Y coloca el apogeo en
......... 7 14 6
54
La determinación del sitio de la
luna por los brahmanes sólo difiere de este modo nueve minutos de la nuestra, y
la del apogeo veintidós minutos; y es muy evidente que sólo hubieran podido
obtener este acuerdo con nuestras mejores tablas, y esta exactitud en las
posiciones celestes, por la observación. Si, pues, la observación fijó el fin
de este período, todo hace creer que también él determinó su principio. Pero
entonces este movimiento, determinado directamente, y tomado de la Naturaleza,
tendría por necesidad que estar muy de acuerdo con los verdaderos movimientos
de los cuerpos celestes.
Y en efecto, el movimiento indo
durante este largo período de 4.883 años no difiere ni un minuto del de
Cassini, y se halla igualmente de acuerdo con el de Maier. De modo que dos
pueblos, los indos y los europeos, colocados en las dos extremidades del mundo,
y quizás igualmente alejados por sus instituciones, han obtenido precisamente
los mismos resultados respecto de los movimientos de la luna, acuerdo que sería
inconcebible si no estuviera fundado en la observación e imitación mutua de la
Naturaleza. Debemos observar que las cuatro tablas de los indos son todas
copias de la misma Astronomía. No puede negarse que las tablas siamesas
existían en 1687, cuando las trajo de la India M. de la Loubère. En aquel
tiempo no existían las tablas de Cassini y de Maier, de suerte que los indos
poseían ya el movimiento exacto contenido en estas tablas, mientras que
nosotros no habíamos todavía alcanzado su posesión. Hay, pues, que admitir
que la exactitud de este movimiento indo es el punto de observación. Es él
exacto en todo este período de 4.383 años, porque fue tomado del firmamento
mismo; y si la observación determinó su terminación, también fijó entonces su
principio. Es el período mayor que ha sido observado, y cuyo recuerdo se
conserva en los anales de la Astronomía. Tiene su origen en la época del año
3.102 antes de Cristo, y es una prueba demostrativa de la realidad de esta
época.
Citamos tan extensamente a Bailly
por ser uno de los pocos hombres científicos que han tratado de hacer completa
justicia a la astronomía de los arios. Desde John Bentley hasta el Sûrya-Siddhânta de Burgess, no ha
habido un astrónomo que haya sido justo para con el pueblo más sabio de la
antigüedad. Por desnaturalizada y mal interpretada que sea la simbología inda,
no hay un ocultista que deje de hacerle justicia si sabe algo de las ciencias
secretas; ni rechazará su interpretación metafísica y mística del Zodíaco, aun
cuando todas las Pléyades de las Sociedades Astronómicas Reales se levanten en
armas contra su interpretación matemática del mismo. El descenso y reascenso de
la Mónada o Alma no puede ser separado de los signos Zodiacales, y parece más
natural, en el sentido de la idoneidad de las cosas, creer en una misteriosa
simpatía entre el Alma metafísica y las brillantes constelaciones, y en la
influencia de éstas sobre aquéllas, que en la noción absurda de que los
creadores de Cielo y de la Tierra han colocado en los Cielos los tipos de doce
judíos viciosos. Y si, como afirma el autor de The Gnostics and their
Remains, el objeto de todas las escuelas gnósticas y de las platónicas
posteriores,
era acomodar la antigua fe a la
influencia de la teosofía buddhista, cuya esencia misma era que los
innumerables dioses de la mitología inda no eran más que nombres de las
Energías de la Primera Tríada, en sus sucesivos Avatâras o manifestaciones para
el hombre,
¿dónde
podemos dirigirnos mejor para investigar estas ideas teosóficas en su raíz
misma, que a la antigua sabiduría inda? Lo repetimos: el Ocultismo arcaico
permanecería incomprensible para todos si se tratase de interpretar de otro
modo que por los conductos más familiares del Buddhismo y del Indoísmo. Porque
el primero es la emanación del último; y ambos son hijos de una madre: la
antigua Sabiduría Lemuro Atlante.
H.P. Blavatsky D.S TII
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