martes, 12 de julio de 2016

EL ZODÍACO Y SU ANTIGÜEDAD



            
“Todos los hombres son propensos a tener un gran concepto de su propio entendimiento y a ser tenaces en las opiniones que profesan” -dice con razón Jordano, y añade-: y sin embargo, todos los hombres se guían por el entendimiento de otros, no por el suyo propio; y puede decirse con verdad que más bien adoptan que conciben sus opiniones”.
             
Esto es doblemente cierto respecto de las opiniones científicas sobre hipótesis presentadas a su consideración, decidiendo a menudo el prejuicio y la opinión preconcebida de las llamadas “autoridades” sobre cuestiones de la mayor importancia vital para la historia. Hay varias de tales opiniones predeterminadas sostenidas por nuestros sabios orientalistas, y pocas son tan injustas e ilógicas como el error general con respecto a la antigüedad del Zodíaco. Gracias al tema favorito de algunos orientalistas alemanes, sanscritistas americanos e ingleses han aceptado la opinión del profesor Weber de que los pueblos de la India no tenían idea ni conocimiento del Zodíaco anterior a la invasión de los macedonios, y que los antiguos indos lo importaron a su país tomándolo de los griegos. Se nos dice, además, por varias otras “autoridades”, que ninguna nación oriental conocía el Zodíaco hasta que los helenos tuvieron a bien participar amablemente su invención a sus vecinos. Y esto lo dicen a la faz del Libro de Job, que hasta ellos mismos declaran ser el más antiguo del canon hebreo y ciertamente anterior a Moisés; libro que habla de la hechura de “Arcturo, Orión y las Pléyades (Osh, Kesil y Kimah) y de las cámaras del Sur”; de Scorpion y el Mazaruth: los doce signos ; palabras que, si algo significan, implican el conocimiento del Zodíaco hasta entre las tribus nómadas árabes. Se dice que el Libro de Job precedió a Homero y a Hesiodo por lo menos mil años, habiendo florecido los dos poetas griegos sobre ocho siglos antes de la Era Cristiana (!!). 

Y dicho sea de paso, el que prefiriese creer a Platón -que muestra a Homero floreciendo mucho antes- podría señalar un cierto número de signos del Zodíaco en la Ilíada y en la Odisea, en los poemas órficos y en otras partes. Pero dada la disparatada hipótesis impuesta por algunos críticos modernos de que ningún Orfeo, ni aun Homero o Hesiodo han existido nunca, sería tiempo perdido mencionar para nada a aquellos autores arcaicos. Bastará el Job árabe; a menos, en efecto, que su volumen de lamentaciones, juntamente con los poemas de los dos griegos, a los que podemos añadir los de Lino, se declare ahora que son una falsificación patriótica del judío Aristóbulo. Pero si el Zodíaco era conocido en los días de Job, ¿cómo podían ignorarlo los civilizados y filósofos indos?
            
Arriesgando las flechas de la crítica moderna -que se hallan más bien embotadas a causa del mal uso-, puede el lector enterarse de la sabia opinión de Bailly sobre el asunto. Las deducciones pueden resultar erróneas, pero los cálculos matemáticos se basan en cimientos más seguros. tomando como punto de partida varias referencias astronómicas de Job, Bailly ideó un modo muy ingenioso de probar que los primeros fundadores de la ciencia del Zodíaco pertenecían a un pueblo antediluviano, primitivo. El hecho de que parece inclinado a ver en Thoth, Seth y en el Fohi chino a algunos de los patriarcas de la Biblia, no tiene nada que ver con la validez de sus pruebas respecto de la antigüedad del Zodíaco. Aun aceptando, en gracia del argumento, su fecha circunspecta de 3.700 años antes de Cristo como verdadera edad de la Ciencia Zodiacal, esta fecha prueba del modo más irrefutable que no fueron los griegos los que inventaron el Zodíaco, por la sencilla razón de que no existían como raza histórica admitida por los críticos. Bailly calculó después el período en que las constelaciones manifiestan la influencia atmosférica llamada por Job “las dulces influencias de las Pléyades”, Kimah en hebreo; la de Orión, Kesil; y la de las lluvias del desierto con referencia a Escorpión, la constelación octava; y llegó a la conclusión de que en presencia de la eterna conformidad de estas divisiones del Zodíaco, y los nombres de los planetas aplicados en todas partes y siempre con el mismo orden, y dada la imposibilidad de atribuirlo todo a la casualidad y a la “coincidencia” -”que nunca crea semejantes parecidos”-, tiene que concederse al Zodíaco una antigüedad verdaderamente muy grande.
            
Además, si se supone que la Biblia es una autoridad en cualquier materia -y algunos hay que la consideran aún como tal, sea por consideraciones cristianas o kabalísticas-, entonces el Zodíaco se halla claramente mencionado en II, Reyes XXIII, 5. Antes que el “libro de la ley” fuese “encontrado” por Hilkiah, el sumo sacerdote, los signos del Zodíaco eran conocidos y adorados. Se les rendía el mismo culto que al Sol y a la Luna, puesto que los

            
sacerdotes, a quienes los reyes de Judah habían ordenado quemar inciensos... a Baal, al sol, a la luna, a los planetas, y a toda la hueste del cielo

o a los “doce signos o constelaciones”, como lo explica la nota al margen de la Biblia inglesa, siguieron el mandato durante siglos. Ellos sólo cesaron en su idolatría obligados por el rey Josías, 624 años antes de Cristo.
            
El Antiguo Testamento está lleno de alusiones a los doce signos zodiacales, y todo el plan está basado sobre él: héroes, personajes y acontecimientos. Así el sueño de José, que vio once “Estrellas” inclinándose ante la duodécima, que era su “Estrella”, se refiere al Zodíaco. Los católicos romanos han descubierto en ello, además, una profecía de Cristo, que es aquella duodécima Estrella -dicen-, y las otras, los once Apóstoles; siendo considerada también la ausencia de la duodécima como una alusión profética a la traición de Judas. También los doce hijos de Jacob se refieren a lo mismo, como lo hace observar acertadamente Villapandus. Sir James Malcolm, en su History of Persia, muestra al Dabistan, haciéndose eco de todas estas tradiciones sobre el Zodíaco. Asigna él su invención a los días florecientes de la Edad de Oro del Irán, y observa que una de dichas tradiciones sostiene que los Genios de los Planetas están representados bajo las mismas formas y figuras que asumieron cuando se mostraron ellos mismos a varios santos profetas, lo que condujo al establecimiento de los ritos basados sobre el Zodíaco.
            
Pitágoras, y después de él Filo Judeo, tenían al número 12 por muy sagrado.

            
Este número doce es perfecto. Es el de los signos del Zodíaco, que el sol visita en doce meses; y para honrar ese número fue por lo que Moisés dividió su nación en doce tribus, estableció los doce panes de proposición, y puso doce piedras preciosas en el pectoral de los Pontífices (.

            
Según Séneca, Beroso profetizaba los sucesos y cataclismos futuros por medio del Zodíaco; y las épocas fijadas por él para la conflagración del Mundo -Pralaya- y para un diluvio, se ve que corresponden a las que se dan en un antiguo papiro egipcio. Semejante catástrofe tiene lugar a cada renovación del ciclo del Año Sideral de 25.868 años. Los nombres de los meses accadianos se derivaban y eran tomados de los nombres de los signos del Zodíaco, y los accadios son mucho más antiguos que los caldeos. Mr. Proctor muestra en su Myths and Marvels of Astronomy que los antiguos astrónomos poseían un sistema de astronomía de los más exactos 2.400 años antes de Cristo; los indos datan su Kali Yuga de una gran conjunción periódica de los Planetas, treinta y un siglos antes de Cristo; pero, a pesar de esto, ¡los griegos pertenecientes a la expedición de Alejandro el Grande fueron los instructores de los indos arios en Astronomía!
            
Ya sea ario o egipcio, el origen del Zodíaco es sin embargo de una antigüedad inmensa. Simplicio, en el siglo VI de Cristo, escribe que siempre había oído que los egipcios habían conservado observaciones y anales astronómicos durante un período de 630.000 años. Esta declaración parece asustar a Mr. Gerald Massey, quien sobre este particular observa que:

            
Si interpretamos este número de años por el mes que los egipcios llamaban año según dice Euxodo, o sea un curso de tiempo, esto daría aún la duración de dos ciclos de precesión (51.736 años.)

            
Diógenes Laertius hacía remontar los cálculos astronómicos de los egipcios a 48.863 años antes de Alejandro el Grande. Martiano Capella corrobora esto diciendo a la posteridad que los egipcios habían estudiado secretamente la astronomía por más de 40.000 años, antes de que comunicaran sus conocimientos al mundo.
            
En Natural Genesis se hacen algunas citas valiosas con el objeto de apoyar las teorías del autor, pero ellas justifican mucho más la enseñanza de la Doctrina Secreta. Por ejemplo, se hace la cita siguiente de la Vida de Sulla de Plutarco:

              
Un día que el firmamento estaba sereno y claro, se oyó en él el sonido de una trompeta, tan fuerte, agudo y melancólico, que llenó de espanto y de asombro al mundo. Los sabios toscanos dijeron que presagiaba una raza nueva de hombres, y una renovación del mundo; pues aseguraban que había ocho clases distintas de hombres, todos diferentes en vida y costumbres; y que el Cielo les había señalado a cada uno su tiempo, que estaba limitado por el circuito del gran año (25.868 años).

            
Esto recuerda mucho nuestras Siete Razas de hombres, y la octava, el “hombre animal”, descendiente de la última Tercera Raza; así como también la sucesiva sumersión y destrucción de los continentes que por fin concluyeron con casi toda aquella Raza. Jámblico dice:

            
No solamente han conservado los asirios los anales de sus veintisiete miríadas de años (270.000 años) como dice Hiparco, sino también todos los apocatástasis y períodos de los Siete Regentes del Mundo.

            
Esto se aproxima en cuanto es posible al cálculo de la Doctrina Esotérica. Porque se conceden 1.000.000 de años a nuestra Raza Raíz actual (la Quinta), y sobre 850.000 años han pasado desde la sumersión de la última gran isla -que formaba parte del continente de los Atlantes- la Ruta de la Cuarta Raza, los Atlantes; mientras que Daitya, pequeña isla habitada por una raza mixta, fue destruida hace unos 270.000 años durante el Período Glacial o en su proximidad. Pero los Siete Regentes, o las siete grandes Dinastías de los Reyes Divinos, pertenecen a la tradición de todo gran pueblo de la antigüedad. Siempre que se menciona el doce, se refiere, invariablemente, a los doce signos del Zodíaco.
            
Tan patente es este hecho, que los escritores católico romanos -especialmente los ultramontanos franceses- han acordado tácitamente relacionar los doce Patriarcas Judíos con los signos del Zodíaco. Esto se hace de un modo profético-místico que suena a los oídos piadosos e ignorantes como una prueba portentosa, un reconocimiento tácito divino del “pueblo escogido por Dios”, cuyo dedo ha trazado intencionalmente en el cielo, desde el principio de la creación, el número de estos patriarcas. Por ejemplo, es bastante curioso que estos escritores, entre ellos De Mirville, reconozcan todas las características de los doce signos del Zodíaco en las palabras dirigidas por el moribundo Jacob a sus hijos, y en sus definiciones del futuro de cada tribu. Además, las banderas respectivas de las mismas tribus, se dice que han exhibido los mismos símbolos y los mismos nombres que los signos, repetido en las doce piedras del Urim y Thummim, y en las doce alas de los dos Querubines. Dejando a los referidos místicos la prueba de la exactitud de la supuesta correspondencia, nos concretamos a citarla como sigue: El Hombre, o Acuario, está en la esfera de Rubén, que se declara tan “inestable como el agua” (la Vulgata, dice: corriendo como el agua”); Géminis, en la de Simeón y Leví, a causa de su estrecha asociación fraternal; Leo, en la de Judá, “el León fuerte” de su tribu, “el cachorro del León”; Piscis, en la de Zabulón, que “morará al abrigo del mar”; Tauro, en la de Issachar, por ser “un asno fuerte descansando”, etcétera, y por tanto, asociado a los establos; Virgo-Escorpión, en  la de Dan, que está descrito como “una serpiente, una culebra que muerde en el sendero”, etc.; Capricornio, en la de Naphtalí, que es “una cierva (venado) en libertad”; Cáncer, en la de Benjamín, porque es “voraz”; Libra, la Balanza, en la de Aser, cuyo “pan será nutritivo”; Sagitario, en la de José, porque “su arco pronostica la fuerza”. Por último, para el duodécimo signo, Virgo, independiente de Escorpión, tenemos a Dinah, la hija única de Jacob. La tradición muestra a las supuestas tribus llevando los doce signos en sus estandartes. Pero en efecto, además de lo dicho, la Biblia está llena de símbolos y personificaciones teo-cosmológicos y astronómicos.
            
Falta que admirados preguntemos: si el destino de los verdaderos Patriarcas vivientes estaba tan indisolublemente ligado al Zodíaco, ¿cómo es que después de la pérdida de las diez tribus no han desaparecido también, milagrosamente, diez de los doce signos de los campos siderales? Pero como esto no tiene gran importancia, ocupémonos más bien de la historia del Zodíaco mismo.
            
Recordemos al lector algunas opiniones sobre el Zodíaco, expresadas por varias de las más eminentes autoridades científicas.
            
Newton creía que la invención del Zodíaco podía remontarse a la expedición de los argonautas y Delaure fijó su origen a 6.500 años antes de Cristo, precisamente 2.496 años antes de la creación del mundo, según la cronología de la Biblia.
            
Creuzer pensaba que era muy fácil demostrar que la mayor parte de las Teogonías estaban en íntima relación con los calendarios religiosos, y se hallaban relacionadas con el Zodíaco, por lo que respecta a su origen primitivo; y si no al Zodíaco conocido ahora de nosotros, a algo muy análogo al mismo. Estaba él seguro de que el Zodíaco y sus relaciones místicas están en el fondo de todas las mitologías, bajo una forma u otra, y que durante edades existió bajo la forma antigua, antes de ser presentado bajo la vestimenta astronómica definida del presente, debida a alguna coordinación singular de sucesos.
            
Sea que se mostrasen o no los “genios de los planetas”, nuestros Dhyân Chohans de las esferas supramundanas, a los “santos profetas”, como se pretende en el Dabistan, parece que grandes guerreros y seglares fueron favorecidos del mismo modo en los antiguos tiempos de Caldea, cuando la Magia astronómica y la Teofanía se daban la mano.
           
           
Jenofonte, que no era un hombre ordinario, cuenta de Ciro... que en el momento de su muerte, dio las gracias a los Dioses y a los héroes por haberle ellos mismos instruido tan a menudo sobre los signos del cielo, ...  .....  ......

            
A menos que se admita que la ciencia del Zodíaco es de la más remota antigüedad y universalidad, ¿cómo puede explicarse que sus signos se encuentren en las más antiguas Teogonías? Se dice que Laplace se llenó de asombro ante la idea de que los días de Mercurio (Miércoles), Venus (Viernes), Júpiter (Jueves), Saturno (Sábado) y otros, se relacionasen con los días de la semana, en el mismo orden y con los mismos nombres en la India que en el Norte de Europa.

            
Tratad, si podéis, con el sistema presente de civilizaciones autóctonas, tan de moda en nuestros días, de explicar cómo naciones sin linaje, sin tradiciones u origen común, han llegado a inventar una especie de fantasmagoría celestial, un verdadero imbroglio de denominaciones siderales, sin orden ni objeto, sin tener relación figurativa con las constelaciones que representan, y aparentemente aún menos con las fases de nuestra vida terrestre, cuya significación se les atribuye.

            
¡Si no hubiese habido una intención general y una causa y creencia universales en el fondo de todo esto!. Dupuis ha afirmado lo mismo del modo más verdadero:

            
Il est impossible de découvrir le moindre trait de ressemblance entre les parties du ciel et les figures que les astonomes y ont arbitrairement tracés; et de l’autre côte, le hasard est impossible .

            
Ciertamente; la casualidad es “imposible”. No hay “casualidad” en la Naturaleza, en donde todas las cosas están matemáticamente coordinadas e inter-relacionadas en sus unidades. Coleridge dice:

            
La casualidad no es sino el seudónimo de Dios (o la Naturaleza) para aquellos casos particulares que Él no quiere suscribir abiertamente con Su signo manual.

            
Substitúyase la palabra “Dios” por Karma, y se convertirá en un axioma oriental. Por tanto, las “profecías” siderales del Zodíaco, según las llaman los místicos cristianos, nunca señalan ningún suceso particular, por más sagrado y solemne que pueda ser para una parte de la Humanidad, sino leyes periódicas, que se repiten siempre en la Naturaleza, tan sólo comprendidas por los Iniciados de los Dioses Siderales mismos.
            
Ningún ocultista ni astrólogo del Oriente estará nunca de acuerdo con los místicos cristianos, ni aun con la astronomía mística de Kepler, a pesar de su mucha ciencia y erudición; y esto porque aunque sus premisas sean del todo correctas, sus deducciones son parciales y extraviadas por prejuicios cristianos. En donde Kepler ve una profecía que directamente se refiere al Salvador, otras naciones ven un símbolo de una ley eterna, decretada para el Manvántara actual. ¿Por qué ver en Piscis una referencia directa a Cristo -que es uno de los varios reformadores del mundo, un Salvador para sus partidarios directos, pero únicamente un glorioso y grande Iniciado para los demás-, cuando esa constelación brilla como un símbolo de todos los Salvadores Espirituales pasados, presentes y futuros, que dispensan la luz y desvanecen las tinieblas mentales? Los simbologistas cristianos han tratado de probar que este signo pertenecía a Efraim, hijo de José, el elegido de Jacob, y que, por tanto, en el momento en que el Sol entraba en el signo de Piscis, el Pez, era cuando tenía que nacer el “Mesías Electo”, el ... de los primeros cristianos. Pero si Jesús de Nazaret era ese Mesías, ¿nació él realmente en ese “momento”, o fue la hora de su nacimiento fijada de este modo por los teólogos, que trataban sólo de adaptar sus ideas preconcebidas a las circunstancias siderales y a la creencia popular? Todo el mundo sabe que el verdadero momento y año del nacimiento de Jesús son totalmente desconocidos. Y los judíos -cuyos antepasados hicieron que la palabra Dag significase a la vez “Pez” y “Mesías”, durante el desarrollo forzado de su lengua rabínica- son los primeros en negar esta pretensión cristiana. ¿Y qué diremos de la circunstancia de relacionar los brahmanes su “Mesías”, el eterno Vishnu Avatara, con un Pez y con el Diluvio, y de hacer también los babilonios un Pez y un Mesías de su Dag-On, el Hombre Pez y Profeta?
           
Entre los egiptólogos hay sabios iconoclatas que dicen que:

            
Cuando los fariseos buscaron un “signo del cielo”, dijo Jesús: “No se dará signo alguno... sino el signo del profeta Jonás” (Mat. XVI, 4)... El signo de Jonás es el de Oan o el Hombre-Pez de Nínive... Seguramente no había otro signo que el del Sol vuelto a nacer en Piscis. La voz de la Sabiduría Secreta dice que los que buscan signos no pueden tener otro que el del Hombre-Pez Ichthys que vuelve, Oannes o Jonás - que no podía ser hecho de carne.

            
Parece que Kepler sostenía como hecho positivo que, en el momento de la “encarnación”, todos los planetas estaban en conjunción con el signo de Piscis, llamados por los kabalistas judíos la “constelación del Mesías”. Kepler aseguraba que:

            
En esta constelación se encuentra la estrella de los Magos.

            
Esta afirmación del Dr. Sepp, citada por De Mirville, animó a este último a hacer la observación de que:

            
Todas las tradiciones judías, al paso que anunciaban esa estrella que muchas naciones han visto (!), añadían que ella absorbería los setenta planetas que presiden los destinos de varias naciones en este globo. “En virtud de estas profecías naturales -dice el Dr. Sepp-, estaba escrito en las estrellas del firmamento que el Mesías nacería en el año lunar del mundo 4320, en aquel año memorable en que todo el coro de los planetas celebraría su jubileo”.

            
A principios del presente siglo había, en verdad, furor por reclamar la devolución por parte de los indos del supuesto robo a los judíos de sus “Dioses”, patriarcas y cronología. Wilford reconoció a Noé en Prithu y en Satyavrata, a Enos en Dhruva, y hasta a Asur en Îshvara. Después de haber residido por tantos años en la India, por lo menos algunos orientalistas debieran haber visto que no eran los brahmanes solos los que tenían estas figuras o habían dividido su Gran Edad en cuatro edades menores. A pesar de esto, algunos escritores, en el Asiatic Researches, se entregaron a las especulaciones más extravagantes. S. A. Mackey, el “filósofo, astrónomo y zapatero” noruego, arguye muy pertinentemente:

            
Los teólogos cristianos creen de su deber escribir contra los largos períodos de la cronología inda, y en ellos puede esto ser perdonable; pero cuando un hombre de saber crucifica los nombres y los números de los antiguos, y los estruja y los retuerce para darles un significado por completo extraño a la intención de los autores antiguos; para que, mutilados de este modo, concuerden con el nacimiento de algún mito preexistente en su propio cerebro con tal exactitud que pretende maravillarse ante el descubrimiento, entonces no creo que sea tan excusable.

            
Esto se dirigía al Capitán (más tarde Coronel) Wilford, pero puede aplicarse a más de uno de nuestros modernos orientalistas. El Coronel Wilford fue el primero en coronar sus desgraciadas especulaciones sobre la cronología inda y los Purânas, relacionando los 4.320.000 años con la cronología bíblica por medio del sencillo método de reducir aquellas cifras a 4.320 años -el supuesto año lunar de la Natividad-, y el Dr. Sepp sólo ha plagiado la idea de este bravo oficial. Además, persistió él en ver en ellas una propiedad judía, así como una profecía cristiana, acusando de este modo a los arios de haberse apropiado la revelación semítica, cuando era precisamente lo contrario. Los judíos, por otra parte, no deben ser acusados de despojo directo de los indos, cuyas cifras ignoraba probablemente Ezra. Es evidente e innegable que las habían tomado de los caldeos, juntamente con los Dioses caldeos. Convirtieron ellos los 432.000 años de las Dinastías Divinas caldeas, en 4.300 años lunares desde la creación del mundo a la Era Cristiana; y en cuanto a los Dioses babilónicos y egipcios, los transformaron tranquila y modestamente en patriarcas. Todas las naciones fueron más o menos culpables de semejante transformación y adaptación de un Panteón -en un tiempo común a todos- de Dioses y Héroes universales, en Dioses y Héroes nacionales y de tribu. Su nueva vestidura pentateuca era propiedad de los judíos y ningún israelita ha obligado nunca a otra nación a que la adoptase, y mucho menos a los europeos.
            
Sin detenernos a considerar esta muy anticientífica cronología más de lo necesario, podemos, sin embargo, hacer algunas observaciones que nos parecen muy del caso. Los 4.320 años lunares del mundo -en la Biblia se emplean los años solares- no son imaginarios como tales, aun cuando su aplicación sea completamente errónea; pues ellos son tan sólo el eco desfigurado de la primitiva doctrina esotérica, y más tarde de la brahmánica, acerca de los Yugas. Un día de Brahmâ equivale a 4.320.000.000 de años, y lo mismo una Noche de Brahmâ, o sea la duración de un Pralaya, después del cual un nuevo “sol” se levanta triunfalmente sobre un nuevo Manvántara, para la Cadena Septenaria que él ilumina. La doctrina había penetrado en Palestina y en Europa siglos antes de la Era Cristiana, y estaba presente en las mentes de los judíos mosaicos, que basaron en ella su pequeño Ciclo, aun cuando sólo fue completamente expresada por los cronólogos cristianos de la Biblia, quienes la adoptaron, así como también al 25 de diciembre, día en que se decía que todos los Dioses habían encarnado. ¿Por qué, pues, maravillarse de que se hiciera nacer al Mesías en “el año lunar del mundo 4.320?  El “Sol de la Justicia y de Salvación” se había levantado una vez más y había dispersado las tinieblas praláyicas del Caos y del No-Ser sobre el plano de nuestro pequeño Globo objetivo y Cadena. Una vez determinado el asunto de la adoración, era cosa fácil hacer que los supuestos sucesos de su nacimiento, vida y muerte concordasen con las exigencias zodiacales y las antiguas tradiciones, aun cuando éstas tuvieron que remoldearse algo para el caso.
            
De este modo se comprende lo que Kepler, como gran astrónomo, dijo. Él reconoció la grande y universal importancia de todas las conjunciones planetarias, “cada una de las cuales -como dijo muy bien- es un año climatérico de la Humanidad”. La rara conjunción de Saturno, Júpiter y Marte tiene su significación e importancia, a causa de sus especiales grandes resultados, en la India y en China tanto como en Europa, para los místicos de estos países. Y, seguramente, no se considera ahora más que como una suposición el sostener que la Naturaleza sólo tenía en cuenta a Cristo, cuando construyó sus (para los profanos) constelaciones fantásticas y sin significado. Si se afirmase que no fue la casualidad la que indujo a los arquitectos arcaicos del Zodíaco, hace miles de años, a marcar la figura del Tauro con la a asterisco, sin prueba mejor  más válida de que sea profética del Verbo de Cristo, que la de que el alef de Tauro signifique el “UNO” y el “PRIMERO”, y que Cristo era también el alfa o el “UNO”, entonces se podrá demostrar que semejante “prueba” se anula de un modo extraño en más de una manera. En primer término, el Zodíaco, en todo caso, existía antes de la Era Cristiana; además, todos los Dioses solares -Osiris, por ejemplo- habían sido relacionados místicamente con la constelación de Tauro, y sus respectivos partidarios los llamaban a todos el “Primero”. Agreguemos que los compiladores de los epítetos místicos dados al Salvador Cristiano conocían más o menos el significado de los signos del Zodíaco; y es más fácil suponer que ellos deben de haber arreglado sus afirmaciones de modo que concordasen con los signos místicos, que no el que estos hayan brillado durante millones de años como una profecía para una parte de la Humanidad, sin tener en cuenta las innumerables generaciones que habían transcurrido antes y las que tenían que nacer después.
            
Se nos dice:

            
No es la simple casualidad la que, en ciertas esferas, ha colocado sobre un trono la cabeza de este toro (Tauro) tratando de rechazar a un Dragón con la cruz ansata; debemos saber que esta constelación de Tauro fue llamada “la gran ciudad de Dios y la madre de las revelaciones”, y también “el intérprete de la voz divina”, el Apis Pacis de Hermontis en Egipto, que (como los padres patrísticos quisieran afirmar al mundo) se dice que pronunció oráculos que se referían al nacimiento del Salvador.

            
Varias son las contestaciones para esta suposición teológica. Primeramente, la cruz ansata egipcia o Tau, la cruz Jaina o Svástica, y la cruz cristiana, tienen todas el mismo significado. En segundo lugar, ningún pueblo o nación, excepto los cristianos, dieron al Dragón el significado que ahora se le da. La serpiente era el símbolo de Sabiduría, y el Toro, Taurus, el de la generación física terrestre. De modo que el Toro, rechazando al Dragón, o Sabiduría Divina espiritual, con la Tau o Cruz -que es esotéricamente “el fundamento y esqueleto de toda construcción”-, tendría un sentido por completo fálico y fisiológico, si no tuviera además otro significado desconocido para nuestros sabios bíblicos y simbologistas. En todo caso, ello no hace referencia especial al Verbo de San Juan, excepto, quizás, en un sentido general. El Taurus -que, dicho sea de paso, no es un cordero, sino un toro- era sagrado en todas las cosmogonías, tanto para los indos como para los zoroastrianos, los caldeos y los egipcios. Esto lo saben hasta los chicos de la escuela.
            
Nuestros teósofos encontrarían, quizás, utilidad en refrescar su memoria leyendo lo que se dice respecto de la Virgen María, del Dragón y de la universalidad de nacimientos y renacimientos periódicos de Salvadores del Mundo -Dioses Solares- en Isis sin Velo, respecto de ciertos pasajes del Apocalipsis.
            
En 1853, el sabio conocido por Erard-Mollien leyó ante el Instituto de Francia un trabajo tendiendo a probar la antigüedad del Zodíaco indo, en cuyos signos se encontraba el fundamento y la filosofía de la mayor parte de las festividades religiosas de aquel país; el conferenciante trató de demostrar que el origen de estas ceremonias se remonta en la noche de los tiempos por lo menos a 3.000 años antes de Cristo. El Zodíaco de los indos, creía él que era muy anterior al Zodíaco de los griegos, y difería mucho de éste en algunos particulares. En él se ve al Dragón sobre un árbol a cuyos pies se halla la Virgen Kanyâ-Durgâ, una de las Diosas más antiguas, colocada sobre un León arrastrando en pos de sí el carro solar. Dice el referido sabio:

            
Ésta es la razón por la cual esta Virgen Durgâ no es el simple memento de un hecho astronómico, sino realmente la divinidad más antigua del Olimpo indo. Es ella evidentemente la misma cuya vuelta era anunciada en todos los libros sibilinos -la fuente de la inspiración de Virgilio-, una época de renovación universal... Y puesto que los meses son aún llamados por el pueblo que habla malayalim (de la India del Sur), con arreglo a este Zodíaco solar indo, ¿por qué aquel pueblo lo hubiera abandonado para tomar el de los griegos? Todo, por el contrario, prueba que estas figuras zodiacales fueron transmitidas a los griegos por los caldeos, quienes las obtuvieron de los brahmanes.

            
Pero todo esto es muy pobre testimonio. Recordemos también, sin embargo, lo que se decía y aceptaba por los contemporáneos de Volney, quien observa que como Aries se hallaba en su decimoquinto grado, 1.447  años antes de Cristo, dedúcese que el primer grado de Libra no podría haber coincidido con el equinoccio vernal posteriormente a 15.194 años antes de Cristo; si a esto añadimos, arguye, los 1.790 años que han pasado desde el nacimiento de Cristo, resulta que desde el origen del Zodíaco han debido de transcurrir 16.984 años.
            
El Dr. Schlegel, además, en su Uranographie Chinoise, asigna a la Esfera Astronómica China una antigüedad de 18.000 años.
            
Sin embargo, como de poco sirven las opiniones que se citen sin pruebas adecuadas, valdrá más volvernos hacia la evidencia científica. M. Bailly, el famoso astrónomo francés del último siglo, miembro de la Academia, etcétera, asegura que los sistemas astronómicos indos son con mucho los más antiguos, y que de ellos han derivado sus conocimientos los egipcios, los griegos, los romanos y hasta los judíos. En apoyo de estas opiniones dice:

            
Los astrónomos que precedieron a la época de 1491 son, primero, los griegos alejandrinos: Hiparco, que floreció 125 años antes de nuestra Era, y Ptolomeo, 260 años después de Hiparco. A estos siguen los árabes, que hicieron revivir el estudio de la astronomía en el siglo IX. Después siguen los persas y los tártaros, a quienes debemos las tablas de Nassireddin en 1269, y las de Ulug-beg en 1437. Tal es la sucesión de los acontecimientos en Asia, según se sabe, anterior a la época inda de 1491. ¿Qué es, pues, una época? Es la observación de la longitud de una estrella en un momento dado, el lugar donde fue vista en el cielo, y que sirve de punto de referencia, de punto de partida para calcular tanto las pasadas como las futuras posiciones de la estrella según sus movimientos observados. Pero, una época es inútil a menos que se haya determinado el movimiento de la estrella. Un pueblo nuevo en la ciencia, y que se ve obligado a tomar prestada una astronomía extranjera, no encuentra dificultad en fijar una época, puesto que la única observación que se requiere es una que se puede hacer en cualquier momento. Pero lo que principalmente necesita, lo que se ve obligado a tomar, son esos elementos que dependen de una determinación exacta, y que requieren una observación continua; sobre todo, aquellos movimientos que dependen del tiempo, y que sólo pueden determinarse de un modo exacto por siglos de observación. Estos movimientos tienen, por lo tanto, que tomarse de otra nación que haya hecho tales observaciones, y que tenga tras sí siglos de semejante labor. Por tanto, llegamos a la conclusión de que un pueblo nuevo no tomará las épocas de otro más antiguo sin tomarle también para ellas los “movimientos medios”. Partiendo de este principio, veremos que las épocas indas 1491 y 3102 no podían haber sido derivadas de las de Ptolomeo o Ulug-beg.
            
Queda la suposición de que los indos, comparando sus observaciones en 1491 con las hechas previamente por Ulug-beg y Ptolomeo, usasen los intervalos entre estas observaciones para determinar los movimientos medios. La fecha de Ulug-beg es demasiado reciente para semejante determinación, mientras que las de Ptolomeo e Hiparco apenas si tenían antigüedad suficiente para ello. Pero si los movimientos indos hubiesen sido determinados por estas comparaciones, las épocas estarían relacionadas. Partiendo de las épocas de Ulug-beg y de Ptolomeo, llegaríamos a todas las de los indos. De aquí que las épocas extranjeras fuesen o bien desconocidas o inútiles para los indos.
            
Puede añadirse a esto otra consideración importante. Cuando una nación se ve obligada a tomar de sus vecinos los métodos o los movimientos medios de sus tablas astronómicas, tiene mayor necesidad aún de adquirir, además, el conocimiento de las desigualdades de los movimientos de los cuerpos celestes, los movimientos del apogeo, de los nodos y de la inclinación de la eclíptica; en una palabra, todos esos elementos cuya determinación requiere el arte de observar, algunos instrumentos apropiados, y gran habilidad. Todos estos elementos astronómicos, que difieren más o menos entre los griegos de Alejandría, los árabes, los persas y los tártaros, no exhiben parecido alguno con los de los indos. Estos últimos, por lo tanto, nada han tomado de sus vecinos.
            
Si los indos no tomaron su época de otros, tienen que haber poseído una propia verdadera, basada en sus propias observaciones; y ésta debe de ser, o bien la época del año 1491 después de nuestra Era, o el año 3102 antes de la misma, precediendo esta última en 4.592 años a la época 1491. Tenemos que escoger entre estas dos épocas, y determinar cuál de ellas se halla basada en la observación. Pero antes de exponer los argumentos que pueden y deben decidir la cuestión, nos permitiremos hacer algunas consideraciones para los que se hallan inclinados a creer que los indos han determinado las posiciones pasadas de los cuerpos celestes por observaciones y cálculos modernos. Nada tiene de fácil la determinación de los movimientos celestes con una suficiente exactitud que permita ascender el curso del tiempo durante 4.592 años, y describir los fenómenos que han debido de ocurrir en ese período. Poseemos hoy instrumentos excelentes; se han hecho observaciones exactas durante dos o tres siglos, que nos permiten ya calcular con exactitud considerable los movimientos medios de los Planetas; tenemos las observaciones de los caldeos, de Hiparco y de Ptolomeo, las que, debido a su mucha antigüedad, nos permiten fijar estos movimientos con mayor certeza. sin embargo, no podemos presentar con exactitud invariable las observaciones durante el largo período transcurrido entre los caldeos y nosotros; y menos aún podemos determinar con exactitud los sucesos ocurridos hace 4.592 años. Cassini y Maier han determinado separadamente el movimiento secular de la luna, y ellos difieren en 3 m. 43 s. Esta diferencia daría por resultado en cuarenta y seis siglos una inexactitud de tres grados en el sitio de la luna. Indudablemente, una de las dos determinaciones es más exacta que la otra; y a las observaciones de una gran antigüedad toca decidir entre ellas. Pero en períodos muy remotos en que faltan observaciones, nos encontramos en la incertidumbre respecto de los fenómenos. ¿Cómo, pues, hubieran podido los indos calcular hacia atrás desde el año 1491 de nuestra Era al 3102 antes de Cristo, si sólo fueran estudiantes recientes de Astronomía?
            
Los orientales no han sido nunca lo que nosotros. Por grande que sea el concepto que formemos de sus conocimientos por el examen de su Astronomía, no podemos suponer que hayan poseído nunca ese gran lujo de instrumentos que distingue a nuestros modernos observatorios, y que es el producto del progreso simultáneo en varias artes, ni podían tampoco tener ese genio de los descubrimientos que hasta ahora parecía pertenecer exclusivamente a Europa, y que, supliendo al tiempo, produce el rápido progreso de la ciencia y de la inteligencia humanas. Si los asiáticos han sido poderosos, instruidos y sabios, sus méritos y éxitos de todas clases han sido debidos al poder y al tiempo. El poder ha fundido o destruido sus imperios; a veces ha levantado edificios imponentes por su masa, otras los ha convertido en ruinas venerables; y mientras se sucedían estas alternativas, la paciencia acumulaba el conocimiento, la experiencia prolongada producía sabiduría. La antigüedad de las naciones del Oriente es lo que ha originado su fama científica.
            
Si los indos poseían en 1491 un conocimiento de los movimientos celestes suficientemente exacto para permitirles calcular 4.592 años hacia atrás, se deduce de ello que este conocimiento sólo hubieran podido obtenerlo por observaciones muy antiguas. El suponerles semejantes conocimientos y negarles las observaciones de que se derivan, es plantear una imposibilidad; equivaldría a lo mismo que suponer que al principio de su carrera habían ya alcanzado el fruto del tiempo y de la experiencia. Mientras que, por otra parte, si su época de 3102 se supone que es real, se deduce que los indos han marchado a la par con los siglos sucesivos hasta el año 1491 de nuestra Era. Así pues, el Tiempo mismo ha sido su maestro; conocían los movimientos de los cuerpos celestes durante esos períodos, porque los habían visto; y la duración del pueblo indo sobre la tierra es la causa de la fidelidad de sus anales y de la exactitud de sus cálculos.
            
Puede parecer que el problema de cuál de las dos épocas de 3102 y 1491 es la verdadera, debiera resolverse por una consideración, a saber: que los antiguos en general, y particularmente los indos, como puede verse en la ordenación de sus tablas, tan sólo calculaban, y por tanto observaban, los eclipses. Ahora bien; no ha habido eclipse de sol en el momento de la época 1491, y ningún eclipse de luna catorce días antes ni después de aquel momento. Por lo tanto, la época 1491 no está basada sobre una observación. En cuanto a la época 3102, los brahmanes de Tirvalur la colocan a la salida del sol el 18 de febrero. El sol estaba entonces en el primer punto del Zodíaco, con arreglo a su verdadera longitud. Las otras tablas muestran que en la precedente medianoche la luna estaba en el mismo sitio, pero con arreglo a su longitud media. Los brahmanes nos dicen también que este primer punto, origen del Zodíaco, estaba, en el año 3102, 54 grados detrás del equinoccio. De aquí se deduce que el origen -el primer punto de su Zodíaco- estaba, por tanto, en el sexto grado de Acuario.
            
Así pues, en este tiempo y lugar ocurrió una conjunción media; y en efecto, esta conjunción se encuentra en nuestras mejores tablas: en la de La Caille respecto del sol, y en la de Maier acerca de la luna. No hubo eclipse de sol hallándose la luna demasiado distante de su nodo; pero catorce días después, habiéndose aproximado la luna al nodo, debió de haber eclipse. Las tablas de Maier, usadas sin corrección para brevedad, dan este eclipse; pero lo colocan durante el día, cuando no pudo ser observado en la India. Las tablas de Cassini lo presentan como teniendo lugar por la noche, lo que demuestra que los movimientos de Maier son demasiado rápidos para siglos lejanos, que no admiten la aceleración; lo cual prueba también que, a pesar del progreso de nuestros conocimientos, podemos estar aún en la incertidumbre acerca del aspecto verdadero de los cielos en tiempos pasados.
            
Por tanto, creemos que de las dos épocas indas, la verdadera es el año 3102, porque fue acompañada por un eclipse que pudo ser observado, y que debió servir para determinarla. Ésta es una primera prueba de la verdad de la longitud asignada por los indos al sol y a la luna en este instante; y esta prueba sería quizás suficiente, si no fuera que esta antigua determinación viene a ser de la mayor importancia para la comprobación de los movimientos de estos cuerpos, y por tanto, su autenticidad tiene que probarse por todos los medios posibles.
            
Observamos: 1º Que los indos parecen haber juntado y combinado dos épocas dentro del año 3102. Los brahmanes de Tirvalur cuentan originalmente desde el primer momento del Kali Yuga; pero tienen una segunda época que colocan 2 d. 3 h. 32 m. 30 s. más tarde. Esta última es la verdadera época astronómica, mientras que la otra parece ser una era civil. Pero si esta época del Kali Yuga no tuviese realidad y fuese el mero resultado de un cálculo, ¿por qué habría de estar dividida de ese modo? Su calculada época astronómica se habría convertido en la del Kali Yuga, la cual habría sido colocada en la conjunción del sol y la luna, como sucede con la época de las otras tres tablas. Han debido de tener alguna razón para distinguir entre las dos; y esta razón sólo puede ser debida a las circunstancias y al tiempo de la época; lo cual, por tanto, no podía ser el resultado del cálculo. No es esto todo: partiendo de la época solar determinada por la salida del sol el 18 de febrero de 3102, y recorriendo hacia atrás los sucesos 2 d. 3 h. 32 m. 30 s., llegamos a 2 h. 27 m. 30 s. del 16 de febrero, que es el instante del principio del Kali Yuga. Es curioso que esta edad no se haya hecho comenzar en una de las cuatro grandes divisiones del día. Pudiera sospecharse que la época debiera ser a medianoche, y que las 2 h. 27 m. 30 s. son una corrección meridiana. Pero cualquiera que haya sido la razón para fijar este momento, es claro que, si esta época fuera el resultado del cálculo, hubiera sido igualmente fácil colocarla a medianoche, de manera que la época correspondiera a una de las divisiones principales del día, en lugar de colocarla en un momento fijado por la fracción de un día.
            
2º Los indos aseguran que en el primer momento del Kali Yuga hubo una conjunción de todos los planetas, y sus tablas muestran esta conjunción, mientras que las nuestras indican que realmente pudo haber tenido lugar. Júpiter y Mercurio se hallaban exactamente en el mismo grado de la eclíptica; estando Marte 8º, y Saturno 17º distante de ella. De aquí se deduce que en este tiempo, o unos quince días después del comienzo del Kali Yuga, y a medida que el sol avanzaba en el Zodíaco, los indos vieron surgir cuatro planetas sucesivamente de los rayos solares: primero Saturno, luego Marte, después Júpiter y Mercurio, apareciendo estos planetas unidos en un espacio un tanto reducido. Aun cuando Venus no se hallaba entre ellos, la afición a lo maravilloso hizo que se llamase a esto una conjunción general de todos los planetas. El testimonio de los brahmanes coincide aquí con el de nuestras tablas; y esta evidencia, resultado de una tradición, debe de estar fundada sobre la observación real.
            
3º Podemos observar que este fenómeno fue visible unos quince días después de la época, y exactamente en el momento en que debió de observarse el eclipse de luna que sirvió para fijarla. Las dos observaciones se confirman mutuamente; y quienquiera que hizo la una debió también  haber hecho la otra.
            
4º También podemos creer que los indos determinaron al mismo tiempo el lugar del nodo de la luna; esto parece indicado por sus cálculos. Dan ellos la longitud de este punto de la órbita lunar para el tiempo de su época, y a esto añaden como una constante 40 m., que es el movimiento del nodo en 12 d. 14 h. Es como si declarasen que esta determinación había sido hecha trece días después de su época, y que para hacerla corresponder a esa época tenemos que añadir los 40 m. que el nodo ha retrocedido en el intervalo. Esta observación es, por lo tanto, de la misma fecha que la del eclipse lunar; dando así tres observaciones que se confirman mutuamente.
            
5º Según la descripción del Zodíaco indo, dada por M. C. Gentil, parece que en él los sitios de las estrellas llamadas el Ojo de Tauro y la Espiga de Virgo pueden determinarse por el principio del Kali Yuga. Ahora bien; comparando estos sitios con las posiciones actuales, reducidas por nuestra precesión de los equinoccios al momento en cuestión, vemos que el punto de origen del Zodíaco indo debe de hallarse entre el quinto y sexto grado del Acuario. Por tanto, los brahmanes tenían razón al situarlo en el sexto grado de aquel signo, tanto más cuanto que esta pequeña diferencia puede ser debida al movimiento propio de las estrellas, que es desconocido. De modo que fue también otra observación lo que guió a los indos en esta determinación sumamente exacta del primer punto de su movible Zodíaco.      
            
No parece posible dudar de la existencia en la antigüedad de observaciones de esta fecha. Los persas dicen que cuatro hermosísimas estrellas fueron situadas como guardianes en las cuatro esquinas del mundo. Ahora bien; parece que al principio del Kali Yuga, 3000 ó 3100 años antes de nuestra Era, el Ojo del Toro y el Corazón del Escorpión se hallaban exactamente en los puntos equinocciales, mientras que el Corazón del León y el Pez del Sur se hallaban muy cercanos a los puntos solsticiales. También pertenece al año 3000, antes de nuestra Era, la observación de la salida de las Pléyades por la tarde, siete días antes del equinoccio otoñal. Ésta y otras y observaciones semejantes se hallan reunidas en los calendarios de Ptolomeo, aun cuando no menciona sus autores; y estos, que son más antiguos que los de los caldeos, pueden ser muy bien la obra de los indos. Conocen ellos bien la constelación de las Pléyades, y mientras nosotros la llamamos vulgarmente “Poussinière”, ellos la llaman Pillâlukodi -la “Gallina y los pollos”-. Este nombre ha pasado, por tanto, de un pueblo a otro, y llega a nosotros de las naciones más antiguas del Asia. Vemos que los indos tienen que haber observado la salida de las Pléyades, y que han hecho uso de ella para regular sus años y sus meses; pues esta constelación es llamada también Krittikâ. Ahora bien; tienen ellos un mes del mismo nombre, y esta coincidencia sólo puede ser debida al hecho de que este mes fue anunciado por la salida o la puesta de la constelación referida.
            
Pero lo que demuestra de un modo más decisivo que los indos observaban las estrellas, y lo mismo que nosotros lo hacemos, señalando su posición por su longitud, es el hecho mencionado por Augustinus Riccius, que, según las observaciones que se atribuyen a Hermes, hechas 1.985 años antes de Ptolomeo, la estrella brillante de la Lira y la del Corazón de la Hidra estaban las dos 7 grados más adelante de sus posiciones respectivas determinadas por Ptolomeo. Esta determinación parece muy extraordinaria. Las estrellas avanzan regularmente con respecto al equinoccio, y Ptolomeo debió de haber encontrado las longitudes 28 grados en exceso de lo que eran 1.985 años antes de su tiempo. Por otra parte, hay una particularidad notable acerca de este hecho, y es que el mismo error o diferencia se encuentran en la posición de ambas estrellas; por tanto, el error fue debido a alguna causa que afectaba a ambas estrellas igualmente. Para explicar esta peculiaridad el árabe Thebith imaginó que las estrellas tenían un movimiento oscilatorio que las hacía avanzar y retroceder alternativamente. Esta hipótesis se probó fácilmente que era errónea, pero las observaciones atribuidas a Hermes quedaron sin explicación. Sin embargo, su explicación se encuentra  en la Astronomía inda. En la fecha señalada para estas observaciones, 1.985 años antes de Ptolomeo, el primer punto del Zodíaco indo estaba 35 grados delante del equinoccio; por tanto, las longitudes computadas para este punto se hallan con 35 grados de exceso de las computadas para el equinoccio. Pero después del transcurso de 1.985 años, las estrellas habrían avanzado 28 grados, y sólo quedaría una diferencia de 7 grados entre las longitudes de Hermes y las de Ptolomeo; y la diferencia sería la misma para las dos estrellas, puesto que es debido a la diferencia entre los puntos de partida del Zodíaco indo y el de Ptolomeo, que cuenta desde el equinoccio. Esta explicación es tan sencilla y natural, que debe de ser verdad.
            
No sabemos si Hermes, tan celebrado en la antigüedad, era un indo; pero vemos que las observaciones que se le atribuyen están computadas al modo indo, de lo que deducimos que fueron hechas por los indos, quienes, por consiguiente, pudieron hacer todas las observaciones que hemos enumerado y que encontramos anotadas en sus tablas.
            
6º La observación del año 3102, que parece fijar su época, no era difícil. Vemos que los indos, después de determinar el movimiento diario de la luna de 13º 10’ 35’’ , lo emplearon para dividir el Zodíaco en 27 constelaciones, relacionadas al período de la Luna, que invierte sobre veintisiete días en recorrerlo.
            
Con este método determinaron las posiciones de las estrellas en este Zodíaco; así encontraron que cierta estrella de la Lira estaba en 8 s. 24º; el Corazón de la Hidra en 4 s. 7º; longitudes que son atribuidas a Hermes, pero que están calculadas en el Zodíaco indo. Del mismo modo descubrieron que la Espiga de Virgo forma el principio de su decimaquinta constelación, y el Ojo del Tauro el fin de la cuarta; estando estas estrellas, la una en 6 s. 6º 40’; la otra en 1 s. 23º 20’ del Zodíaco indo. Siendo esto así, el eclipse de luna que tuvo lugar quince días después de la época del Kali Yuga ocurrió en un punto entre la espiga de Virgo y la estrella de la misma constelación. Estas estrellas son casi una constelación aparte, principiando una la decimaquinta, y la otra la decimasexta. De este modo no sería difícil de determinar el lugar de la luna, midiendo su distancia de una de estas estrellas; de esto dedujeron la posición del sol, que es opuesta a la luna; y luego, conociendo sus movimientos medios, calcularon que la luna se hallaba en el primer punto del Zodíaco con arreglo a su longitud media a las doce de la noche del 17-18 de febrero del año 3102 antes de nuestra Era, y que el sol ocupaba el mismo sitio seis horas más tarde con arreglo a su verdadera longitud; suceso que fija el comienzo del año indo.
            
7º Los indos declaran que 20.400 años antes de la edad del Kali Yuga, el primer punto de su Zodíaco coincidía con el equinoccio vernal, y que el sol y la luna se hallaban allí en conjunción. Esta época es claramente ficticia, pero podemos preguntar, ¿de qué punto, de qué época partieron los indos para establecerlo? Tomando los valores indos para la revolución del Sol y de la Luna, esto es, 365 d. 6 h. 12 m. 30 s. y 27 d. 7 h. 43 m. 13 s., tenemos:

                        20.400  revoluciones del sol =  7.451.277 d  2 h.
                      272.724            “     de la luna =  7.451.277 d  7 h.

            Tal es el resultado obtenido partiendo de la época del Kali Yuga; y el aserto de los indos, de que hubo una conjunción en el tiempo mencionado, está fundado en sus tablas; pero, si usando los mismos elementos, partimos de la Era del año 1491, o de otra colocada en 1282, de la cual hablaremos más adelante, siempre habrá una diferencia de casi uno o dos días. Es justo y natural a la vez que al comprobar los cálculos indos se tomen aquellos de sus elementos que dan el mismo resultado a que ellos han llegado, y que partamos de aquella de entre sus épocas que nos permite llegar a la época ficticia en cuestión. Por consiguiente, puesto que para hacer este cálculo tienen que haber partido de su época real, la que estaba fundada en la observación, y no de ninguna de aquellas derivadas de la primera por este mismo cálculo, se deduce de esto que su época real fue la del año 3102 antes de nuestra Era.
            
8º Los brahmanes de Tirvalur dan el movimiento de la luna como 7 s. 2º 0’ 7’’ en el Zodíaco movible; y como 9 s. 7º 45’ 1’’ refiriéndolo al equinoccio en un gran período de 1.600.984 días o 4.386 años y 94 días. Creemos que este movimiento fue determinado por la observación; y debemos declarar, desde luego, que este período es de una extensión que lo hace poco a propósito para el cálculo de los movimientos medios.
            
En sus cálculos astronómicos, los indos hacen uso de períodos de 248, 3.031 y 12.372 días; pero aparte del hecho de que estos períodos, aunque demasiado cortos, no presentan los inconvenientes de los primeros, contienen un número exacto de revoluciones de la luna, referidas a su apogeo. Son en realidad movimientos medios. El gran período de 1.600.984 días no es una suma de revoluciones acumuladas; no hay razón para que contenga 1.600.984, más bien que 1.600.985 días. Parece que sólo la observación debe de haber fijado el número de días y marcado el principio y fin del período. Este período termina el 21 de mayo de 1282 de nuestra Era, a las 5 h. 15 m. 30 s. de Benarés. La luna estaba entonces en su apogeo, y según los indos su longitud era

                        ............................................. 7 s  13º  45’    1’’
                        Maier da la longitud como .... 7     13   53   48
                        Y coloca el apogeo en ......... 7      14    6   54

            
La determinación del sitio de la luna por los brahmanes sólo difiere de este modo nueve minutos de la nuestra, y la del apogeo veintidós minutos; y es muy evidente que sólo hubieran podido obtener este acuerdo con nuestras mejores tablas, y esta exactitud en las posiciones celestes, por la observación. Si, pues, la observación fijó el fin de este período, todo hace creer que también él determinó su principio. Pero entonces este movimiento, determinado directamente, y tomado de la Naturaleza, tendría por necesidad que estar muy de acuerdo con los verdaderos movimientos de los cuerpos celestes.
            
Y en efecto, el movimiento indo durante este largo período de 4.883 años no difiere ni un minuto del de Cassini, y se halla igualmente de acuerdo con el de Maier. De modo que dos pueblos, los indos y los europeos, colocados en las dos extremidades del mundo, y quizás igualmente alejados por sus instituciones, han obtenido precisamente los mismos resultados respecto de los movimientos de la luna, acuerdo que sería inconcebible si no estuviera fundado en la observación e imitación mutua de la Naturaleza. Debemos observar que las cuatro tablas de los indos son todas copias de la misma Astronomía. No puede negarse que las tablas siamesas existían en 1687, cuando las trajo de la India M. de la Loubère. En aquel tiempo no existían las tablas de Cassini y de Maier, de suerte que los indos poseían ya el movimiento exacto contenido en estas tablas, mientras que nosotros no habíamos todavía alcanzado su posesión. Hay, pues, que admitir que la exactitud de este movimiento indo es el punto de observación. Es él exacto en todo este período de 4.383 años, porque fue tomado del firmamento mismo; y si la observación determinó su terminación, también fijó entonces su principio. Es el período mayor que ha sido observado, y cuyo recuerdo se conserva en los anales de la Astronomía. Tiene su origen en la época del año 3.102 antes de Cristo, y es una prueba demostrativa de la realidad de esta época.

            
Citamos tan extensamente a Bailly por ser uno de los pocos hombres científicos que han tratado de hacer completa justicia a la astronomía de los arios. Desde John Bentley hasta el Sûrya-Siddhânta de Burgess, no ha habido un astrónomo que haya sido justo para con el pueblo más sabio de la antigüedad. Por desnaturalizada y mal interpretada que sea la simbología inda, no hay un ocultista que deje de hacerle justicia si sabe algo de las ciencias secretas; ni rechazará su interpretación metafísica y mística del Zodíaco, aun cuando todas las Pléyades de las Sociedades Astronómicas Reales se levanten en armas contra su interpretación matemática del mismo. El descenso y reascenso de la Mónada o Alma no puede ser separado de los signos Zodiacales, y parece más natural, en el sentido de la idoneidad de las cosas, creer en una misteriosa simpatía entre el Alma metafísica y las brillantes constelaciones, y en la influencia de éstas sobre aquéllas, que en la noción absurda de que los creadores de Cielo y de la Tierra han colocado en los Cielos los tipos de doce judíos viciosos. Y si, como afirma el autor de The Gnostics and their Remains, el objeto de todas las escuelas gnósticas y de las platónicas posteriores,

            
era acomodar la antigua fe a la influencia de la teosofía buddhista, cuya esencia misma era que los innumerables dioses de la mitología inda no eran más que nombres de las Energías de la Primera Tríada, en sus sucesivos Avatâras o manifestaciones para el hombre,


¿dónde podemos dirigirnos mejor para investigar estas ideas teosóficas en su raíz misma, que a la antigua sabiduría inda? Lo repetimos: el Ocultismo arcaico permanecería incomprensible para todos si se tratase de interpretar de otro modo que por los conductos más familiares del Buddhismo y del Indoísmo. Porque el primero es la emanación del último; y ambos son hijos de una madre: la antigua Sabiduría Lemuro Atlante.

H.P. Blavatsky D.S   TII

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