martes, 4 de septiembre de 2018

LOS MODERNOS CABALISTAS DE LA CIENCIA Y LA ASTRONOMÍA OCULTA



Según la Kabalah, hay tres mundos: el físico, el astral y el superastral; así como tres órdenes de seres: terrenos, supraterrenos y espirituales. Aunque los científicos se rían de los “siete Espíritus planetarios”, no pueden por menos de verse en la necesidad de admitir Fuerzas directoras y gobernantes, que para muchos físicos que nada quieren oír de ocultismo y doctrinas arcaicas, constituyen algo así como un sistema semi-místico. La teoría de la “fuerza solar” sustentada por Metcalf; y la del sabio polaco Zaliwsky que considera la electricidad como fuerza universal cuya fuente es el Sol, son resurgimientos de las enseñanzas cabalísticas. Zaliwsky trató de probar que la electricidad, productora de “los más potentes efectos de atracción, calor y luz”, es elemento constitutivo del Sol y causa peculiar de las energías de este astro, lo cual se aproxima mucho a las enseñanzas ocultas. Sólo admitiendo la naturaleza gaseosa del Sol físico con el potente magnetismo y electricidad de la atracción y repulsión solar, se puede explicar que: a) contra las ordinarias leyes de la combustión, no disminuya la energía lumínica y calorífica del Sol, y b) el movimiento de los planetas, que parece contradecir a menudo las conocidas leyes de pesantez y gravedad. Zaliwsky supone que la electricidad solar “es distinta de la terrestre”.
            
El Padre Secchi, según nos dice De Mirville, “descubrió en el espacio fuerzas de orden enteramente nuevo y del todo extrañas a la gravitación”. Acaso el Padre Secchi dijera tal cosa con el único deseo de conciliar la astronomía científica con la astronomía teológica; pero Nagy, individuo de la Real Academia de Ciencias de Hungría, no era un clerical; y sin embargo, expone la necesidad de Fuerzas inteligentes que intervengan hasta “en las extravagancias y caprichos de los cometas”. Supone Nagy que:
            
No obstante las actuales investigaciones sobre la velocidad de la luz, este deslumbrador efecto de una fuerza desconocida... nos incita a creer que la luz carece en realidad de movimiento.
            
El conocido ingeniero francés ferroviario C. E. Love, cansado ya de fuerzas ciegas, subordinó todos los en aquel entonces “agentes imponderables”, ahora llamados “fuerzas”, a la energía eléctrica, considerada como “inteligencia, aunque de naturaleza y estructura molecular”.
            
Según Love, estas fuerzas son agentes atomísticos dotados de inteligencia, movimiento y voluntad espontánea; y de acuerdo con los cabalistas, las considera substantivas y productoras de las fuerzas adjetivas que en el plano físico son sus efectos. En opinión de Love, la materia es eterna como los Dioses, e igualmente el alma, que además tiene inherente en sí otra alma todavía más elevada [espíritu], preexistente, dotada de memoria y superior a la energía eléctrica; esta energía eléctrica estando subordinada a las almas superiores, que la obligan a actuar de conformidad con las leyes eternas. Estos conceptos son confusos, pero tienen algo de ocultismo. Su exposición es además completamente panteísta y está desarrollada en una obra de carácter puramente científico. Los creyentes en un solo Dios personal y los católicos romanos rechazan desde luego dichos conceptos; pero quienes creen en los Espíritus planetarios y admiten Fuerzas vivas en la Naturaleza, han de esperar siempre los tales conceptos.
            
Resulta curioso a este respecto que después que los modernos se han reído de la ignorancia de los antiguos porque como conocían sólo siete planetas [aunque tenían una ogdoada sin contar la Tierra], inventaron Siete espíritus para acomodarlos al número de planetas.
vindique esta “superstición” el eminente astrónomo francés Babinet, sin darse cuenta de ello, al escribir en la Revista de Ambos Mundos;
            
Los antiguos contaban ocho planetas, incluso la Tierra, es decir, ocho o siete, según que la Tierra entrase o no en número.
            
De Mirville dice a sus lectores que:
            
El astrónomo Babinet me aseguró hace pocos días que en realidad sólo hay ocho planetas mayores, incluyendo la Tierra, y muchos planetas menores entre Marte y Júpiter... y Herschel denominó asteroides a los que caen más allá de los siete planetas primarios.
            
En este particular hay un problema a resolver. ¿Cómo saben los astrónomos que Neptuno es un planeta, y ni tan siquiera que pertenezca a nuestro sistema? Encontrándolo en los confines del llamado nuestro mundo planetario, ensancharon los astrónomos arbitrariamente sus límites para recibirlo en él; pero ¿qué pruebas matemáticas irrefutables tienen los astrónomos para afirmar que sea un planeta, y uno de nuestros planetas? Ninguna. Está a tan lejanísima distancia de nosotros, que “el diámetro aparente del sol es desde Neptuno 1/49 del que se ve desde la Tierra”. Con el telescopio se le distingue como un punto tan débil e indeciso, que parece pura novela astronómica el colocarle entre los planetas de nuestro sistema. 

La luz y el calor que Neptuno recibe es 1/900 de los recibidos por la Tierra. Tanto sus movimientos como el de sus satélites han suscitado siempre muchas dudas. Su sistema retrógrado no armoniza, aparentemente al menos, con el de los otros planetas. Pero esta última anormalidad sólo dio motivo para que los astrónomos inventasen nuevas hipótesis y supusieran la posibilidad de un trastorno de Neptuno y su choque con otro cuerpo celeste. ¿Es que el simultáneo descubrimiento de Adams y Leverrier fue tan bien recibido porque constituía una gloria de las previsiones astronómicas, de la certeza de los modernos datos científicos, y sobre todo de la exactitud y el poder del análisis matemático? Se diría eso. Un nuevo planeta que dilata en más de cuatrocientos millones de leguas los dominios de nuestro sistema planetario, bien merece la anexión. Pero, como en el caso de las anexiones terrenas, las autoridades científicas sólo pueden probar el “derecho” porque disponen de la “fuerza”. Se observó ligeramente el movimiento de Neptuno, y exclamaron los astrónomos: ¡eureka! Es un planeta. Sin embargo, muy poco prueba el mero movimiento. Hoy está del todo comprobado en Astronomía, que en la Naturaleza no hay estrellas absolutamente fijas (10), aunque así se las siga llamando en lenguaje astronómico, si bien ya no existen en la imaginación científica. En todo caso, el ocultismo tiene una extraña y peculiar teoría respecto de Neptuno.
            
Dice el ocultismo, que si elimináramos de la moderna ciencia astronómica varias hipótesis que les sirven de puntales fundadas en simples conjeturas (que únicamente han sido aceptadas por haberlas expuesto hombres eminentes), aun la misma ley de la gravitación que se cree universal resultaría contraria a las más elementales verdades mecánicas. Realmente no es justo vituperar a los cristianos (y en primer término a los católicos, por muy instruidos que sean), porque rehuyen enemistarse con la Iglesia a favor de los principios científicos. Ni tampoco debemos vituperar a los que de ellos creen íntimamente en las “virtudes” teológicas y en los “arcontes” de tinieblas, en vez de creer en las ciegas fuerzas que les ofrece la ciencia.
        
Nunca puede haber intervención de ninguna clase en el orden y rmonía de los cuerpos celestes. La ley de la gravitación es ley de leyes, porque ¿quién ha visto levantarse las piedras en el aire contra la ley de gravedad? Los mundos sidéreos que eternamente fieles a sus primitivas órbitas jamás se apartan de su respectivo sendero, demuestran la permanencia de la ley universal. Cualquiera intervención fuera desastrosa. No importa que la rotación sideral se iniciara por un azar intercósmico, por el espontáneo surgimiento de latentes fuerzas primordiales o por impulso definitivo de Dios o de los dioses. En el actual estado de evolución cósmica, no es admisible intervención alguna ni superior ni inferior. Si la hubiese, se pararía el reloj del universo y se aniquilaría el Kosmos.
            
He aquí algunos espigados conceptos científicos, perlas de sabiduría, escogidos al azar para responder a una pregunta. Levantemos nuestras frentes y miremos al cielo. He aquí lo que vemos: mundos, soles, estrellas brillantes, miríadas de huestes celestiales, como millones de millones de bajeles de toda magnitud que voltean y giran en todas direcciones y entrecruzándose unos con otros se mueven rápidamente; todo ello da al poeta que contempla, la impresión de un mar sin orillas. La ciencia nos dice que si bien esos sidéreos buques no tienen timón ni brújula, ni faro que los guíe, no puede ocurrir colisión ni choque (salvo accidentes fortuitos); pues la máquina celeste está construida con arreglo a una ley inmutable, aunque ciega, y guiada por ella y por fuerzas de aceleración. Pero si preguntamos quién construyó la máquina nos responde la ciencia que ha sido producto de “la autoevolución”.
            
Además, como según la ley de inercia “todo cuerpo permanece constantemente en reposo o en movimiento, hasta que una fuerza exterior altere su estado”, resulta que esta fuerza ha de ser espontánea (si no eterna, pues entrañaría el movimiento perpetuo), y tan bien calculada y ajustada que dure su constante funcionamiento desde el principio al fin del Kosmos. Pero la “generación espontánea” ha de tener un origen, pues ni la razón ni la ciencia conciben que de la nada pueda salir algo. Así nos vemos nuevamente colocados entre los términos de un dilema: o creer en el movimiento perpetuo o en la creación de la nada. Porque si no admitimos ni lo uno ni lo otro, ¿qué o quién produjo por vez primera la fuerza o fuerzas?
            
En los mecanismos hay palancas superiores que actúan sobre otras inferiores; pero, no obstante, las primeras necesitan a su vez de impulso y ocasional renovación, pues de otro modo muy pronto se detendrían y volverían a su estado original. ¿Qué fuerza exterior las pone y mantiene en movimiento? ¡Otro dilema!
            
El principio de la no intervención cósmica, sólo podría justificarse en el caso de que el mecanismo celeste fuese perfecto; pero no lo es. Lejos de permanecer inalterable el movimiento de los astros, se altera y cambia sin cesar, se perturba con frecuencia y, como fácilmente puede probarse, las ruedas de la misma locomotora sideral patinan a veces en sus invisibles carriles. De otro modo no aludiera Laplace a la posibilidad de que en tiempos por venir sobrevenga una reforma radical en el ordenamiento de los planetas; ni tampoco hubiera afirmado Lagrange que se va estrechando gradualmente la órbita de los planetas; ni declararan los astrónomos modernos que el calor solar va disminuyendo lentamente. Si las leyes y fuerzas que rigen el concierto sidéreo fuesen inmutables, no se modificaría la substancia ni hubiera desgaste de fluidos lo cual no se niega. Por lo tanto, preciso es suponer que tales modificaciones tendrán que influir sobre las leyes dinámicas, y las fuerzas tendrán que regenerarse espontáneamente en tales ocasiones, produciendo con ello antinomias celestes, una especie de palinodia física, pues como dice Laplace, habría fluidos en oposición a sus propios atributos y propiedades.
            
Newton anduvo muy preocupado acerca del movimiento de la Luna, cuya progresiva reducción de órbita le suscitó la sospecha de que algún día se desquicie sobre la tierra. Según el eminente astrónomo, el mundo necesita frecuentes reparaciones. Herschel corroboró esta opinión diciendo que además de las desviaciones aparentes hay otras efectivas; pero supone para consolarse una causa directora del concierto universal.
            
Se nos puede decir que los individuales pareceres de algunos piadosos astrónomos, por sabios que sean, no prueban de un modo indubitable la existencia y presencia en el espacio de seres inteligentes y superhumanos, llámense dioses o ángeles. Por tanto, es preciso analizar el ordenamiento de los astros para inferir consecuencias. Renán afirma que nada de cuanto sabemos de los cuerpos celestes garantiza la presencia de Inteligencia alguna, ni extrínseca ni intrínseca.
            
Veamos, dice Reynaud, si esto es cierto o tan sólo otra deleznable hipótesis científica.
            
Las órbitas descritas por los planetas distan mucho de ser inmutables. Por el contrario, están sujetas a continuo cambio de posición y forma. Prolongaciones, contracciones, ensanchamientos, balances de derecha a izquierda, retardos y aceleraciones de velocidad... todo esto en un plano que parece vacilar (14).
           
Como muy pertinente observa Des Mouseux:
             
Aquí tenemos una marcha con muy poco de la matemática precisión mecánica que se le atribuye. Porque no conocemos reloj alguno que después de retrasarse unos cuantos minutos, recobre por sí mismo la normalidad sin tocar la cuerda o el mecanismo.
            
Y he aquí lo que se atribuye a una fuerza ciega. Respecto a la imposibilidad física (verdadero milagro a los ojos de la ciencia de que una piedra se levante en el aire contra las leyes de la gravitación), he aquí lo que dice Babinet, mortal enemigo de los fenómenos de levitación:
            
Todos conocemos la teoría de los bólidos [meteoros] y aerolitos... En Connecticut, un enorme aerolito de mil ochocientos pies de diámetro bombardeó toda una región de América y volvió al punto [en medio del aire], de donde había caído.
            
Tanto en el caso de planetas que se corrigen a sí mismos, como en el de bólidos que vuelven atrás en el aire, echamos de ver una “fuerza ciega” que regula y se contrapone a las naturales propensiones de la “materia ciega”, y aun de cuando en cuando enmienda sus yerros y corrige sus deficiencias. Verdaderamente esto es más milagroso y aun más “extravagante” que suponer la existencia de algún “Espíritu director”. Audacia se necesita para mofarse del poeta von Haller cuando dice:
            
Las estrellas son tal vez moradas de Espíritus gloriosos, y así como aquí reina el vicio, allí impera la virtud.



D.S TV

No hay comentarios:

Publicar un comentario