Según la Kabalah, hay tres mundos:
el físico, el astral y el superastral; así como tres órdenes de seres:
terrenos, supraterrenos y espirituales. Aunque los científicos se rían de los
“siete Espíritus planetarios”, no pueden por menos de verse en la necesidad de
admitir Fuerzas directoras y gobernantes, que para muchos físicos que nada
quieren oír de ocultismo y doctrinas arcaicas, constituyen
algo así como un sistema semi-místico. La teoría de la “fuerza solar”
sustentada por Metcalf; y la del sabio polaco Zaliwsky que considera la
electricidad como fuerza universal cuya fuente es el Sol, son
resurgimientos de las enseñanzas cabalísticas. Zaliwsky trató de probar que la
electricidad, productora de “los más potentes efectos de atracción, calor y
luz”, es elemento constitutivo del Sol y causa peculiar de las energías de este
astro, lo cual se aproxima mucho a las enseñanzas ocultas. Sólo admitiendo la
naturaleza gaseosa del Sol físico con el potente magnetismo y electricidad de
la atracción y repulsión solar, se puede explicar que: a) contra las ordinarias
leyes de la combustión, no disminuya la energía lumínica y calorífica del Sol,
y b) el movimiento de los planetas, que parece contradecir a menudo las
conocidas leyes de pesantez y gravedad. Zaliwsky supone que la electricidad solar “es distinta de la
terrestre”.
El Padre Secchi, según nos dice De
Mirville, “descubrió en el espacio fuerzas
de orden enteramente nuevo y del todo extrañas a la gravitación”. Acaso el
Padre Secchi dijera tal cosa con el único deseo de conciliar la astronomía
científica con la astronomía teológica; pero Nagy, individuo de la Real
Academia de Ciencias de Hungría, no era un clerical; y sin embargo, expone la
necesidad de Fuerzas inteligentes que intervengan hasta “en las extravagancias
y caprichos de los cometas”. Supone Nagy que:
No obstante las actuales
investigaciones sobre la velocidad de la luz, este deslumbrador efecto de una fuerza desconocida... nos
incita a creer que la luz carece en
realidad de movimiento.
El conocido ingeniero francés
ferroviario C. E. Love, cansado ya de fuerzas ciegas, subordinó todos los en
aquel entonces “agentes imponderables”, ahora llamados “fuerzas”, a la energía
eléctrica, considerada como “inteligencia, aunque de naturaleza y estructura
molecular”.
Según Love, estas fuerzas son
agentes atomísticos dotados de inteligencia, movimiento y voluntad espontánea; y de acuerdo con los cabalistas, las considera substantivas y productoras
de las fuerzas adjetivas que en el plano físico son sus efectos. En opinión de
Love, la materia es eterna como los Dioses, e igualmente el alma, que
además tiene inherente en sí otra alma todavía más elevada [espíritu],
preexistente, dotada de memoria y superior a la energía eléctrica; esta energía
eléctrica estando subordinada a las almas superiores, que la obligan a actuar
de conformidad con las leyes eternas. Estos conceptos son confusos, pero tienen
algo de ocultismo. Su exposición es además completamente panteísta y está
desarrollada en una obra de carácter puramente científico. Los creyentes en un
solo Dios personal y los católicos romanos rechazan desde luego dichos
conceptos; pero quienes creen en los Espíritus planetarios y admiten Fuerzas
vivas en la Naturaleza, han de esperar siempre los tales conceptos.
Resulta curioso a este respecto que
después que los modernos se han reído de la ignorancia de los antiguos porque
como conocían sólo siete planetas [aunque tenían una ogdoada sin contar la Tierra], inventaron Siete
espíritus para acomodarlos al número de planetas.
vindique
esta “superstición” el eminente astrónomo francés Babinet, sin darse cuenta de
ello, al escribir en la Revista de Ambos
Mundos;
Los antiguos contaban ocho planetas,
incluso la Tierra, es decir, ocho o siete, según que la Tierra entrase o no
en número.
De Mirville dice a sus lectores que:
El
astrónomo Babinet me aseguró hace pocos días que en realidad sólo hay ocho
planetas mayores, incluyendo la Tierra, y muchos planetas menores entre Marte y
Júpiter... y Herschel denominó asteroides a los que caen más allá de los siete
planetas primarios.
En este particular hay un problema a
resolver. ¿Cómo saben los astrónomos que Neptuno es un planeta, y ni tan
siquiera que pertenezca a nuestro sistema? Encontrándolo en los confines del
llamado nuestro mundo planetario, ensancharon los astrónomos arbitrariamente
sus límites para recibirlo en él; pero ¿qué pruebas matemáticas irrefutables
tienen los astrónomos para afirmar que sea un planeta, y uno de nuestros planetas? Ninguna. Está a tan lejanísima distancia de nosotros, que “el
diámetro aparente del sol es desde Neptuno 1/49 del que se ve desde la Tierra”.
Con el telescopio se le distingue como un punto tan débil e indeciso, que
parece pura novela astronómica el colocarle entre los planetas de nuestro
sistema.
La luz y el calor que Neptuno recibe es 1/900 de los recibidos por la
Tierra. Tanto sus movimientos como el de sus satélites han suscitado siempre
muchas dudas. Su sistema retrógrado no armoniza, aparentemente al menos, con el
de los otros planetas. Pero esta última anormalidad sólo dio motivo para que
los astrónomos inventasen nuevas hipótesis y supusieran la posibilidad de un
trastorno de Neptuno y su choque con otro cuerpo celeste. ¿Es que el simultáneo
descubrimiento de Adams y Leverrier fue tan bien recibido porque constituía una
gloria de las previsiones astronómicas, de la certeza de los modernos datos
científicos, y sobre todo de la exactitud y el poder del análisis matemático?
Se diría eso. Un nuevo planeta que dilata en más de cuatrocientos millones de
leguas los dominios de nuestro sistema planetario, bien merece la anexión.
Pero, como en el caso de las anexiones terrenas, las autoridades científicas
sólo pueden probar el “derecho” porque disponen de la “fuerza”. Se observó
ligeramente el movimiento de Neptuno, y exclamaron los astrónomos: ¡eureka! Es
un planeta. Sin embargo, muy poco prueba el mero movimiento. Hoy está del todo
comprobado en Astronomía, que en la Naturaleza no hay estrellas absolutamente
fijas (10), aunque así se las siga llamando en lenguaje astronómico, si bien ya
no existen en la imaginación científica. En todo caso, el ocultismo tiene una
extraña y peculiar teoría respecto de Neptuno.
Dice el ocultismo, que si
elimináramos de la moderna ciencia astronómica varias hipótesis que les sirven
de puntales fundadas en simples conjeturas (que únicamente han sido aceptadas
por haberlas expuesto hombres eminentes), aun la misma ley de la gravitación
que se cree universal resultaría contraria a las más elementales verdades
mecánicas. Realmente no es justo vituperar a los cristianos (y en primer
término a los católicos, por muy instruidos que sean), porque rehuyen
enemistarse con la Iglesia a favor de los principios científicos. Ni tampoco
debemos vituperar a los que de ellos creen íntimamente en las “virtudes”
teológicas y en los “arcontes” de tinieblas, en vez de creer en las ciegas
fuerzas que les ofrece la ciencia.
Nunca puede haber intervención de
ninguna clase en el orden y rmonía de los cuerpos celestes. La ley de la
gravitación es ley de leyes, porque ¿quién ha visto levantarse las piedras en
el aire contra la ley de gravedad? Los mundos sidéreos que eternamente fieles a
sus primitivas órbitas jamás se apartan de su respectivo sendero, demuestran la
permanencia de la ley universal. Cualquiera intervención fuera desastrosa. No
importa que la rotación sideral se iniciara por un azar intercósmico, por el
espontáneo surgimiento de latentes fuerzas primordiales o por impulso
definitivo de Dios o de los dioses. En el actual estado de evolución cósmica,
no es admisible intervención alguna ni superior ni inferior. Si la hubiese, se
pararía el reloj del universo y se aniquilaría el Kosmos.
He aquí algunos espigados conceptos
científicos, perlas de sabiduría, escogidos al azar para responder a una
pregunta. Levantemos nuestras frentes y miremos al cielo. He aquí lo que vemos:
mundos, soles, estrellas brillantes, miríadas de huestes celestiales, como
millones de millones de bajeles de toda magnitud que voltean y giran en todas
direcciones y entrecruzándose unos con otros se mueven rápidamente; todo ello
da al poeta que contempla, la impresión de un mar sin orillas. La ciencia nos
dice que si bien esos sidéreos buques no tienen timón ni brújula, ni faro que
los guíe, no puede ocurrir colisión ni choque (salvo accidentes fortuitos);
pues la máquina celeste está construida con arreglo a una ley inmutable, aunque
ciega, y guiada por ella y por fuerzas de aceleración. Pero si preguntamos
quién construyó la máquina nos responde la ciencia que ha sido producto de “la
autoevolución”.
Además, como según la ley de inercia
“todo cuerpo permanece constantemente en reposo o en movimiento, hasta que una
fuerza exterior altere su estado”, resulta que esta fuerza ha de ser espontánea
(si no eterna, pues entrañaría el movimiento perpetuo), y tan bien calculada y
ajustada que dure su constante funcionamiento desde el principio al fin del
Kosmos. Pero la “generación espontánea” ha de tener un origen, pues ni la razón
ni la ciencia conciben que de la nada
pueda salir algo. Así nos vemos
nuevamente colocados entre los términos de un dilema: o creer en el movimiento
perpetuo o en la creación de la nada. Porque si no admitimos ni lo uno ni lo
otro, ¿qué o quién produjo por vez primera la fuerza o fuerzas?
En los mecanismos hay palancas
superiores que actúan sobre otras inferiores; pero, no obstante, las primeras
necesitan a su vez de impulso y ocasional renovación, pues de otro modo muy
pronto se detendrían y volverían a su estado original. ¿Qué fuerza exterior las
pone y mantiene en movimiento? ¡Otro dilema!
El principio de la no intervención cósmica, sólo podría justificarse
en el caso de que el mecanismo celeste fuese perfecto; pero no lo es. Lejos de
permanecer inalterable el movimiento de los astros, se altera y cambia sin
cesar, se perturba con frecuencia y, como fácilmente puede probarse, las ruedas
de la misma locomotora sideral patinan a veces en sus invisibles carriles. De
otro modo no aludiera Laplace a la posibilidad de que en tiempos por venir
sobrevenga una reforma radical en el ordenamiento de los planetas; ni
tampoco hubiera afirmado Lagrange que se va estrechando gradualmente la órbita
de los planetas; ni declararan los astrónomos modernos que el calor solar va
disminuyendo lentamente. Si las leyes y fuerzas que rigen el concierto sidéreo
fuesen inmutables, no se modificaría la substancia ni hubiera desgaste de
fluidos lo cual no se niega. Por lo tanto, preciso es suponer que tales
modificaciones tendrán que influir sobre las leyes dinámicas, y las fuerzas
tendrán que regenerarse espontáneamente en tales ocasiones, produciendo con
ello antinomias celestes, una especie de palinodia física, pues como dice
Laplace, habría fluidos en oposición a sus propios atributos y propiedades.
Newton anduvo muy preocupado acerca
del movimiento de la Luna, cuya progresiva reducción de órbita le suscitó la
sospecha de que algún día se desquicie sobre la tierra. Según el eminente
astrónomo, el mundo necesita frecuentes reparaciones. Herschel corroboró
esta opinión diciendo que además de las desviaciones aparentes hay otras
efectivas; pero supone para consolarse una causa directora del concierto
universal.
Se nos puede decir que los
individuales pareceres de algunos piadosos astrónomos, por sabios que sean, no
prueban de un modo indubitable la existencia y presencia en el espacio de seres
inteligentes y superhumanos, llámense dioses o ángeles. Por tanto, es preciso
analizar el ordenamiento de los astros para inferir consecuencias. Renán afirma
que nada de cuanto sabemos de los cuerpos celestes garantiza la presencia de
Inteligencia alguna, ni extrínseca ni intrínseca.
Veamos, dice Reynaud, si esto es
cierto o tan sólo otra deleznable hipótesis científica.
Las órbitas descritas por los
planetas distan mucho de ser inmutables. Por el contrario, están sujetas a
continuo cambio de posición y forma. Prolongaciones, contracciones,
ensanchamientos, balances de derecha a izquierda, retardos y aceleraciones de
velocidad... todo esto en un plano que parece vacilar (14).
Como muy pertinente observa Des
Mouseux:
Aquí tenemos una marcha con muy poco de la
matemática precisión mecánica que se le atribuye. Porque no conocemos reloj
alguno que después de retrasarse unos cuantos minutos, recobre por sí mismo la normalidad sin tocar la cuerda o el mecanismo.
Y
he aquí lo que se atribuye a una fuerza ciega. Respecto a la imposibilidad
física (verdadero milagro a los ojos de la ciencia de que una piedra se levante
en el aire contra las leyes de la gravitación), he aquí lo que dice Babinet,
mortal enemigo de los fenómenos de levitación:
Todos conocemos la teoría de los bólidos [meteoros] y aerolitos... En
Connecticut, un enorme aerolito de mil ochocientos pies de diámetro bombardeó
toda una región de América y volvió al punto [en medio del aire], de donde
había caído.
Tanto en el caso de planetas que se
corrigen a sí mismos, como en el de bólidos que vuelven atrás en el aire,
echamos de ver una “fuerza ciega” que regula y se contrapone a las naturales
propensiones de la “materia ciega”, y aun de cuando en cuando enmienda sus
yerros y corrige sus deficiencias. Verdaderamente esto es más milagroso y aun
más “extravagante” que suponer la existencia de algún “Espíritu director”.
Audacia se necesita para mofarse del poeta von Haller cuando dice:
Las estrellas son tal vez moradas de
Espíritus gloriosos, y así como aquí reina el vicio, allí impera la virtud.
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